"Después de conseguir el permiso de la priora para salir unas horas,
Angeline, interna en el convento de Santa Anna, en la pequeña ciudad
lombarda de Este, se puso en camino para hacer una visita. La joven
vestía con sencillez y buen gusto; su faziola le cubría la cabeza y los
hombros, y bajo ella brillaban sus grandes ojos negros,
extraordinariamente hermosos. Quizá no fuera una belleza perfecta; pero
su rostro era afable, noble y franco; y tenía una profusión de cabellos
negros y sedosos, y una tez blanca y delicada, a pesar de ser morena. Su
expresión era inteligente y reflexiva; parecía estar en paz consigo
misma, y era ostensible que se sentía profundamente interesada, y a
menudo feliz, con los pensamientos que ocupaban su imaginación. Era de
humilde cuna: su padre había sido el administrador del conde de
Moncenigo, un noble veneciano; y su madre había criado a la única hija
de éste. Los dos habían muerto, dejándola en una situación relativamente
desahogada; y Angeline era un trofeo que buscaban conquistar todos los
jóvenes que, sin ser nobles, gozaban de buena posición; pero ella vivía
retirada en el convento y no alentaba a ninguno.
Llevaba muchos meses sin abandonar sus muros; y sintió algo parecido al
miedo cuando se encontró en medio del camino que salía de la ciudad y
ascendía por las colinas Euganei hasta Villa Moncenigo, su lugar de
destino. Conocía cada palmo del camino. La condesa de Moncenigo había
muerto al dar a luz su segundo hijo y, desde entonces, la madre de
Angeline había residido en la villa. La familia estaba formada por el
conde, que, salvo algunas semanas de otoño, estaba siempre en Venecia, y
sus dos hijos. Ludovico, el primogénito, había sido enviado en edad
temprana a Padua para recibir una buena educación; y sólo vivía en la
villa Faustina, cinco años menor que Angeline.
Faustina era la criatura más adorable del mundo: a diferencia de los
italianos, tenía los ojos azules y risueños, la tez luminosa y los
cabellos color caoba; su figura ágil, esbelta y nada angulosa recordaba a
una sílfide; era muy bonita, vivaz y obstinada, y tenía un encanto
irresistible que empujaba a todos a ceder alegremente ante ella.
Angeline parecía su hermana mayor: se ocupaba de ella y le consentía
todos los caprichos; una palabra o una sonrisa de Faustina lo podían
todo. «La quiero demasiado -decía a veces-, pero soportaría cualquier
cosa antes que ver una lágrima en sus ojos.» Era propio de Angeline no
expresar sus sentimientos; los guardaba en su interior, donde crecían
hasta convertirse en pasiones. Pero unos excelentes principios y la
devoción más sincera impedían que la joven se viera dominada por ellas.
Angeline se había quedado huérfana tres años antes, cuando había muerto
su madre, y Faustina y ella se habían trasladado al convento de Santa
Anna, en la ciudad de Este; pero un año más tarde, Faustina, que
entonces tenía quince años, había sido enviada a completar su educación a
un famoso convento de Venecia, cuyas aristocráticas puertas estaban
cerradas a su humilde compañera. Ahora, a los diecisiete años, después
de finalizar sus estudios, había vuelto a casa; y se disponía a pasar
los meses de septiembre y octubre en Villa Moncenigo con su padre. Los
dos habían llegado aquella misma noche, y Angeline había salido del
convento para ver y abrazar a su amiga del alma.
Había algo muy maternal en los sentimientos de Angeline; cinco años es
una diferencia considerable entre los diez y los quince años, y muy
grande entre los diecisiete y los veintidós.
«Mi querida niña -pensaba Angeline, mientras iba andando-, debe de haber
crecido mucho, e imagino que estará más hermosa que nunca. ¡Qué ganas
tengo de verla, con su dulce y pícara sonrisa! Me gustaría saber si ha
encontrado a alguien que la mimara tanto como yo en su convento
veneciano... alguien que asumiera la responsabilidad de sus faltas y que
le consintiera sus caprichos. ¡Ah, aquellos días no volverán! Ahora
estará pensando en el matrimonio... Me pregunto si habrá sentido algo
parecido al amor -suspiró-. Pronto lo sabré... estoy segura de que me lo
contará todo. Ojalá pudiera abrirle mi corazón... detesto tanto secreto
y tanto misterio; pero he de cumplir mi promesa, y dentro de un mes
habrá acabado todo... dentro de un mes conoceré mi destino. ¡Dentro de
un mes! ¿Lo veré a él entonces? ¿Volveré a verlo algún día? Pero será
mejor que olvide todo eso y piense únicamente en Faustina... ¡mi dulce y
entrañable Faustina!»
Angeline subía lentamente la colina cuando oyó que alguien la llamaba; y
en la terraza que dominaba el camino, apoyada en la balaustrada, se
hallaba la querida destinataria de sus pensamientos, la bonita Faustina,
la pequeña hada... en la flor de la vida, sonriendo de felicidad.
Angeline sintió un cariño aún mayor por ella.
No tardaron en abrazarse; Faustina reía con ojos chispeantes, y empezó a
contarle todo lo sucedido en aquellos dos años, y se mostró obstinada e
infantil, aunque tan encantadora y cariñosa como siempre. Angeline la
escuchó con alegría, contemplando extasiada y en silencio los hoyuelos
de sus mejillas, el brillo de sus ojos y la gracia de sus ademanes. No
habría tenido tiempo de contarle su historia aunque hubiese querido,
Faustina hablaba tan deprisa...
-¿Sabes, Angelinetta mía -exclamó-, que me casaré este invierno?
-Y ¿quién será tu señor esposo?
-Todavía no lo sé; pero lo encontraré en el próximo carnaval. Debe ser
muy noble y muy rico, dice papá; y yo digo que debe ser muy joven, tener
buen carácter y dejarme hacer lo que yo quiera, como siempre has hecho
tú, querida Angeline.
Finalmente, Angeline se levantó para despedirse. A Faustina no le agradó
que se marchara -quería que pasara la noche con ella-, y señaló que
enviaría a alguien al convento para conseguir permiso de la priora. Pero
Angeline, sabiendo que esto era imposible, estaba decidida a irse y
convenció a su amiga de que la dejara partir. Al día siguiente, Faustina
visitaría personalmente el convento para ver a sus antiguas amistades, y
Angeline podría regresar con ella por la noche si lo permitía la
priora. Una vez discutido este plan, las dos jóvenes se separaron con un
abrazo; y, mientras bajaba con paso ligero, Angeline levantó la mirada y
vio cómo Faustina, muy sonriente, le decía adiós con la mano desde la
terraza. Angeline estaba encantada con su amabilidad, su hermosura, la
animación y viveza de su conducta y de su conversación. Faustina ocupó
al principio todos sus pensamientos, pero, en una curva del camino,
cierta circunstancia le trajo otros recuerdos. «¡Oh, qué feliz seré si
él demuestra haberme sido fiel! -pensó-. ¡Con Faustina e Ippolito, será
como vivir en el Paraíso!»
Y luego rememoró cuanto había ocurrido en los dos últimos años. Del modo más breve posible, seguiremos su ejemplo.
Cuando Faustina partió para Venecia, Angeline se quedó sola en el
convento. Aunque era una persona retraída, Camilla della Toretta, una
joven dama de Bolonia, se convirtió en su mejor amiga. El hermano de
Camilla vino a visitarla, y Angeline la acompañó al locutorio para
recibirlo. Hipólito se enamoró desesperadamente de ella, y consiguió que
Angeline le correspondiera. Todos los sentimientos de la joven eran
sinceros y apasionados; sin embargo, sabía atemperarlos, y su conducta
fue irreprochable. Hipólito, por el contrario, era impetuoso y
vehemente: la amaba ardientemente y no podía tolerar que nada se
opusiera a sus deseos. Decidió contraer matrimonio, pero, como
pertenecía a la nobleza, temía la desaprobación de su padre. Mas era
necesario pedir su consentimiento; y el anciano aristócrata, presa del
temor y de la indignación, llegó a Este, dispuesto a adoptar cualquier
medida que separase para siempre a los dos enamorados. La dulzura y la
bondad de Angeline mitigaron su cólera, y el abatimiento de su hijo le
movió a compasión. Desaprobaba el matrimonio, pero comprendía que
Hipólito deseara unirse a tanta hermosura y gentileza. Pero después
pensó que su hijo era muy joven y podía cambiar de parecer, y se
reprochó a sí mismo haber dado tan fácilmente su consentimiento. Por ese
motivo llegó a un compromiso: les daría su bendición un año más tarde,
siempre que la joven pareja se comprometiera, con el más solemne
juramento, a no verse ni escribirse durante ese intervalo. Quedó
sobreentendido que sería un año de prueba; y que no habría ningún
compromiso hasta que éste expirara, y si permanecían fieles, su
constancia sería premiada. No hay duda de que el padre creía, e incluso
esperaba, que, en aquel período de ausencia, los sentimientos de
Hipólito cambiarían, y que éste entablaría una relación más conveniente.
Arrodillados ante una cruz, los dos enamorados prometieron un año de
silencio y de separación; Angeline, con los ojos iluminados por la
gratitud y la esperanza; Hipólito, lleno de rabia y desesperación por
aquella interrupción de su felicidad, que jamás habría aceptado si
Angeline no hubiera empleado todas sus dotes de persuasión y de mando
para convencerlo; pues la joven había afirmado que, a menos que
obedeciera a su padre, ella se encerraría en su celda, y se convertiría
voluntariamente en una prisionera, hasta que terminara el tiempo
prescrito. De modo que Hipólito prestó juramento e inmediatamente
después partió hacia París.
Faltaba sólo un mes para que expirara el año, y no es de extrañar que
los pensamientos de Angeline pasaran de su dulce Faustina al destino que
la esperaba. Además del voto de ausencia, habían prometido mantener su
compromiso y cuanto se relacionaba con él en el más profundo secreto
durante ese período. Angeline accedió de buena gana (pues su amiga se
hallaba lejos) a guardar silencio hasta que transcurriera el año; pero
Faustina había regresado, y ella sentía el peso de aquel secreto en su
conciencia. Pero no importaba: tenía que cumplir su palabra.
Ensimismada en sus pensamientos, había llegado al pie de la colina y
empezaba a subir la ladera que conducía a la ciudad de Este cuando en
los viñedos que bordeaban un lado del camino oyó un ruido... de
pisadas... y una voz conocida que pronunciaba su nombre.
-¡Virgen Santa! ¡Hipólito! -exclamó-. ¿Es ésta tu promesa?
-Y ¿es éste tu recibimiento? -respondió él en tono de reproche-. ¡Qué
cruel eres! Como no soy lo bastante frío para seguir alejado... como
este último mes ha durado una intolerable eternidad, te alejas de mí...
deseas que me vaya. Son ciertos, entonces, los rumores... ¡amas a otro!
¡Ah! Mi viaje no será en vano... descubriré quién es y me vengaré de tu
falsedad.
Angeline le lanzó una mirada de asombro y desaprobación; pero guardó
silenció y prosiguió su camino. Tenía miedo de romper su juramento, y
que la maldición del cielo cayera sobre su unión. Decidió que nada le
induciría a decir otra palabra; si seguía fiel a la promesa, perdonarían
a Hipólito por haberla incumplido. Caminó muy deprisa, sintiéndose
alegre y desgraciada al mismo tiempo... aunque esto no es exacto... lo
que le embargaba era una felicidad sincera, absorbente; pero temía en
cierto modo la cólera de su amado, y sobre todo las terribles
consecuencias que podría tener la ruptura de su solemne voto. Sus ojos
resplandecían de amor y de dicha, pero sus labios parecían sellados; y,
resuelta a no decir nada, escondió el rostro bajo su faziola, para que
él no pudiera verlo, y continuó andando con la vista clavada en el
suelo. Loco de ira, vertiendo torrentes de reproches, Hipólito se
mantuvo a su lado, ora reprochándole su infidelidad, ora jurando
venganza, o describiendo y elogiando su propia constancia y su amor
inalterable. Era un tema muy grato, aunque peligroso. Angeline tuvo la
tentación de decirle más de mil veces que sus sentimientos no habían
cambiado; pero logró reprimir ese deseo y, cogiendo el rosario en sus
manos, empezó a rezar. Se acercaban a la ciudad y, consciente de que no
podría convencerla, Hipólito decidió finalmente alejarse de ella,
afirmando que descubriría a su rival, y se vengaría por su crueldad e
indiferencia. Angeline entró en el convento, corrió a su celda y,
poniéndose de rodillas, pidió a Dios que perdonara a su amado por romper
la promesa; luego, radiante de felicidad por la prueba que él le había
dado de su constancia, y recordando lo poco que faltaba para que su
dicha fuera perfecta, apoyó la cabeza en sus brazos y se sumió en una
especie de ensueño celestial. Había librado una amarga lucha
resistiéndose a las súplicas del joven, pero sus dudas se habían
disipado: él le había sido fiel y, en la fecha acordada, vendría a
buscarla; y ella, que durante aquel largo año le había amado con
ferviente, aunque callada, devoción, ¡se vería recompensada! Se sentía
segura... agradecida al cielo... feliz. ¡Pobre Angeline!
Al día siguiente, Faustina fue al convento: las monjas se apiñaron a su
alrededor. «Quanto é bellina», exclamó una. «E tanta carina!», dijo
otra. «S’é fatta la sposina?»... ¿Está ya prometida en matrimonio?,
preguntó una tercera. Faustina respondía con sonrisas y caricias, bromas
inocentes y risas. Las monjas la idolatraban; y Angeline estaba a su
lado, admirando a su encantadora amiga y disfrutando de los elogios que
le prodigaban. Finalmente, Faustina tuvo que partir; y Angeline, tal
como habían previsto, consiguió permiso para acompañarla.
-Puedes ir a la villa con Faustina, pero no quedarte allí a pasar la
noche -señaló la priora, pues iba en contra de las reglas del convento.
Faustina suplicó, protestó y consiguió, mediante halagos, que dejara
regresar a su amiga al día siguiente. Entonces iniciaron el regreso
juntas, acompañadas de una vieja criada, una especie de señora de
compañía. Mientras andaban, un caballero las adelantó a caballo.
-¡Qué guapo es! -exclamó Faustina-. ¿Quién será?
Angeline se puso roja como la grana, pues se dio cuenta de que era
Hipólito. Él pasó a gran velocidad, y no tardaron en perderlo de vista.
Estaban subiendo la ladera, y ya casi divisaban la villa, cuando les
alarmó oír toda clase de gritos, berridos y bramidos, como si unas
bestias salvajes o unos locos, o todos a la vez, hubieran escapado de
sus guaridas y manicomios. Faustina palideció; y pronto su amiga estuvo
tan asustada como ella, pues vio un búfalo, escapado de su yugo, que se
lanzaba colina abajo, llenando el aire de rugidos, perseguido por un
grupo de contadini chillando y dando alaridos... y enfilaba directamente
hacia las dos amigas. La anciana acompañanta exclamó: «O, Gesu Maria!» y
se tiró al suelo. Faustina lanzó un grito desgarrador y cogió a
Angeline por la cintura; ésta se puso delante de su aterrorizada amiga,
dispuesta a afrontar ella todo el peligro para salvarla... y el animal
se acercaba. En ese momento, el caballero bajó galopando la ladera,
adelantó al búfalo y dándose media vuelta, se enfrentó al animal salvaje
con valentía. Con un bramido feroz, la bestia se desvió bruscamente a
un lado y cogió un sendero que salía a la izquierda; pero el caballo,
despavorido, se encabritó, arrojó el jinete al suelo y huyó a galope
tendido colina abajo. El caballero quedó tendido en el suelo,
completamente inmóvil.
Le llegó entonces el turno de gritar a Angeline; y ella y Faustina
corrieron angustiadas hacia su salvador. Mientras esta última le daba
aire con el enorme abanico verde que llevan las damas italianas para
protegerse del sol, Angeline se apresuró a ir a buscar agua. A los pocos
minutos, el color volvió a las mejillas del joven, que abrió los ojos; y
entonces vio a la hermosa Faustina e intentó levantarse. Angeline
apareció en ese instante y, ofreciéndole agua en una calabaza, la acercó
a sus labios. Él apretó su mano, y ella la retiró. Fue entonces cuando
la anciana Caterina, extrañada de aquel silencio, empezó a mirar a su
alrededor y, al ver que sólo estaban las dos jóvenes inclinadas sobre un
hombre en el suelo, se levantó y fue a reunirse con ellas.
-¡Se está usted muriendo! -exclamó Faustina-. Me ha salvado la vida y se ha matado por ello.
Hipólito trató de sonreír.
-No, no me estoy muriendo -dijo-, pero estoy herido.
-¿Dónde? ¿Cómo? -gritó Angeline-. Mi querida Faustina, enviemos a buscar un carruaje y llevémoslo a la villa.
-¡Oh, sí! -repuso Faustina-. Vamos, Caterina, corre... dile a papá lo
ocurrido... que un joven caballero se ha matado por salvarme la vida.
-No me he matado -le interrumpió Hipólito-; sólo me he roto el brazo y, tal vez, la pierna.
Angeline adquirió una palidez cadavérica y se dejó caer al suelo.
-Pero morirá antes de que consigamos ayuda -afirmó Faustina-; esa estúpida Caterina es más lenta que una tortuga.
-Iré yo a la villa -exclamó Angeline-, Caterina se quedará contigo y con Ip... Buon Dio! ¿Qué estoy diciendo?
Se alejó presurosa y dejó a Faustina abanicando a su amado, que volvió a
sentirse muy débil. En seguida se dio la alarma en la villa, el señor
Conde envió a buscar un médico y ordenó que sacaran un colchón, entre
cuatro hombres, para ir en ayuda de Hipólito. Angeline se quedó en la
casa; por fin pudo abandonarse a sus sentimientos y llorar amargamente,
abrumada por el miedo y el dolor.
-¿Oh, por qué rompería su promesa para ser castigado? ¡Ojalá pudiera yo expiar su culpa! -se lamentó.
No tardó, sin embargo, en recobrar el ánimo; y, cuando entraron con
Hipólito, le había preparado la cama y había cogido las vendas que había
creído necesarias. Pronto llegó el médico; y vio que el brazo izquierdo
estaba claramente roto, pero que la pierna no había sufrido más que una
contusión. Entonces redujo la fractura, sangró al paciente y, dándole
una pócima para serenarlo, ordenó que estuviera tranquilo. Angeline pasó
toda la noche a su lado, pero Hipólito durmió profundamente y no se dio
cuenta de su presencia. Jamás lo había amado tanto. Comprendió que su
desgracia, sin duda fortuita, hacía honor al cariño que sentía por ella,
y contempló su hermoso rostro, apaciblemente dormido.
«¡Que el cielo guarde al amante más leal que jamás haya bendecido las promesas de una joven», pensó.
A la mañana siguiente, Hipólito se despertó sin fiebre y muy animado. La
herida de la pierna apenas le dolía, y quería levantarse; recibió la
visita del médico, quien le rogó que guardara cama un día o dos para
evitar una infección, y le aseguró que se curaría antes si obedecía sus
órdenes sin reservas. Angeline pasó el día en la villa, pero no volvió a
verlo. Faustina no dejó de hablar de su valentía, heroísmo y simpatía.
Ella era la heroína de la historia. El caballero había arriesgado su
vida por ella; era ella a quien había salvado. Angeline sonrió un poco
ante su egotismo y pensó que se sentiría humillada si le contaba la
verdad; así que guardó silencio. Por la noche, se vio obligada a
regresar al convento; ¿entraría a despedirse de Hipólito? ¿Era correcto?
¿No significaba romper su promesa? Y, sin embargo, ¿cómo resistirse a
hacerlo? Así, pues, entró en la habitación y se acercó sigilosamente a
él; Hipólito oyó sus pasos, levantó ilusionado la mirada y sus ojos
reflejaron cierta decepción.
-¡Adiós, Hipólito! -dijo Angeline-. He de volver al convento. Si
empeoras, ¡Dios nos libre!, vendré a cuidarte y atenderte, y moriré
contigo; si te restableces, como parece ser la voluntad divina, antes de
un mes te daré las gracias como mereces. ¡Adiós, querido Hipólito!
-¡Adiós, querida Angeline! Cuanto piensas es bueno y justo, y tu
conciencia lo aprueba: no temas por mí. Siento mi cuerpo lleno de salud y
de vigor, y, puesto que tú y tu dulce amiga están a salvo, ¡benditas
sean las incomodidades y los dolores que sufro! ¡Adiós! Pero espera,
Angeline, tan sólo unas palabras... mi padre, según he oído, se llevó a
Camilla de vuelta a Bolonia el año pasado... ¿ustedes se escriben, tal
vez?
-Te equivocas, Hipólito; de acuerdo con los deseos del Marqués, no hemos intercambiado ninguna carta.
-Has obedecido tanto en la amistad como en el amor... ¡qué bondadosa
eres! Pero yo también quiero que me hagas una promesa... ¿la cumplirás
con la misma firmeza que la de mi padre?
-Si no va en contra de nuestro voto...
-¡De nuestro voto!. ¡Pareces una novicia! ¿Acaso nuestros votos tienen
tanto valor? No, no va en contra de nuestro voto; sólo te pido que no
escribas a Camilla o a mi padre, ni dejes que este accidente llegue a
sus oídos. Les inquietaría inútilmente... ¿me lo prometes?
-Te prometo que no les enviaré ninguna carta sin tu permiso.
-Y yo confío en que serás fiel a tu palabra, de igual modo que lo has
sido a tu promesa. Adiós, Angeline. ¡Cómo! ¿Te vas sin un beso?
La joven se apresuró a salir del cuarto para no ceder a la tentación;
pues acceder a aquella demanda habría sido un quebrantamiento mucho
mayor de su promesa que cualquiera de los ya perpetrados.
Regresó a Este, preocupada y, sin embargo, alegre; convencida de la
lealtad de su amado y rezando fervorosamente para que no tardara en
recuperarse. Durante varios días acudió regularmente a Villa Moncenigo
para preguntar por su salud, y se enteró de que el joven mejoraba poco a
poco; finalmente, le comunicaron que Hipólito tenía permiso para
abandonar su habitación. Faustina le dio la noticia, con los ojos
brillantes de alegría. Hablaba sin cesar de su caballero, así le
llamaba, y de la gratitud y admiración que sentía por él. Lo había
visitado a diario acompañada de su padre, y siempre tenía alguna nueva
historia que contar sobre su ingenio, elegancia y amables cumplidos.
Ahora que él podía reunirse con ellos en la sala, se sentía doblemente
feliz. Después de recibir esa información, Angeline renunció a sus
visitas diarias, ya que corría el peligro de encontrarse con su amado.
Enviaba todos los días a alguien y tenía noticias de su
restablecimiento; y todos los días recibía un mensaje de su amiga,
invitándola a Villa Moncenigo. Pero ella se mantuvo firme: sentía que
obraba bien. Y, aunque temía que él estuviera enfadado, sabía que
trascurridos quince días -lo que quedaba del mes- podría expresarle sus
verdaderos sentimientos; y, como él la amaba, la perdonaría en seguida.
No llevaba ningún peso en el corazón, nada que no fuera gratitud y
alegría.
Todos los días, Faustina le suplicaba que fuera y, aunque sus ruegos se
volvieron cada vez más apremiantes, Angeline siguió dándole excusas. Una
mañana su joven amiga entró atropelladamente en su celda para llenarla
de reproches y mostrarle su extrañeza por su ausencia. Angeline se vio
obligada a prometer que la visitaría; y entonces se interesó por el
caballero, a fin de descubrir cuál era la mejor hora para evitar su
encuentro. Faustina se sonrojó... un adorable rubor se extendió por todo
su rostro mientras exclamaba:
-¡Oh, Angeline! ¡Quiero que vengas por él!
Angeline enrojeció a su vez, temiendo que Hipólito hubiera traicionado su secreto, y se apresuró a decir:
-¿Te ha dicho algo?
-Nada -respondió alegremente su amiga-; por eso te necesito. ¡Oh,
Angeline! Papá me preguntó ayer si Hipólito me gustaba, y añadió que, si
su padre lo aprobaba, no veía ninguna razón por la que no pudiéramos
casarnos. Tampoco yo... pero ¿me querrá él? Oh, si no me ama, no dejaré
que se hable del asunto, ni que pregunten a su padre... ¡no me casaría
con él por nada del mundo!
Y los ojos de la delicada joven se llenaron de lágrimas, y se arrojó a los brazos de Angeline.
«Pobre Faustina -pensó su amiga-, ¿seré yo la causante de su sufrimiento?»
Y empezó a acariciarla y a besarla con palabras cariñosas y
tranquilizadoras. Faustina prosiguió. Estaba convencida, dijo, de que
Hipólito la amaba. Angeline se sobresaltó al oír su nombre así
pronunciado por otra mujer; y palideció y se estremeció mientras se
esforzaba por no traicionarse a sí misma. El joven no daba demasiadas
muestras de amor, pero parecía tan feliz cuando ella entraba, e insistía
tanto en que se quedara... y luego sus ojos...
-¿En alguna ocasión te ha dicho algo de mí? -inquirió Angeline.
-No... ¿por qué iba a hacerlo? -replicó Faustina.
-Me salvó la vida -contestó su amiga, ruborizándose.
-¿De veras? ¿Cuándo? ¡Oh, sí, ahora lo recuerdo! Sólo pensaba en mí;
pero lo cierto es que tu peligro fue tan grande... no, más grande, pues
me protegiste con tu cuerpo. Mi amiga del alma, no soy una
desagradecida, aunque Hipólito me vuelva tan olvidadiza...
Todo esto sorprendió, mejor dicho, dejó estupefacta a Angeline. No dudó
de la fidelidad de su amado, pero temió por la felicidad de su amiga, y
cualquier idea que se le ocurría daba paso a ese sentimiento... Prometió
visitar a Faustina aquella misma tarde.
Y ahí está de nuevo, subiendo lentamente la colina, con el corazón
encogido a causa de Faustina, confiando en que su amor repentino y no
correspondido no comprometa su felicidad futura. Al doblar una curva,
cerca de la villa, oyó que la llamaban; y, cuando levantó los ojos,
volvió a contemplar, asomado a la balaustrada, el rostro sonriente de su
hermosa amiga; e Hipólito estaba junto a ella. El joven se sobresaltó y
dio un paso atrás cuando sus miradas se encontraron. Angeline había ido
decidida a ponerle en guardia, y estaba ideando el mejor modo de
explicarle las cosas sin comprometer a su amiga. Fue una labor inútil;
cuando entró en el salón, Hipólito se había marchado, y no volvió a
aparecer.
«No querrá romper su promesa», pensó Angeline.
Pero se quedó terriblemente angustiada por su amiga, y muy confusa.
Faustina sólo podía hablar de su caballero. Angeline estaba llena de
remordimientos, y no sabía qué hacer. ¿Debía revelar la situación a su
amiga? Quizá fuera lo mejor, y, sin embargo, le parecía muy difícil;
además, a veces tenía casi la sospecha de que Hipólito la había
traicionado. El pensamiento venía acompañado de un dolor punzante que
luego desaparecía, hasta que creyó enloquecer, y fue incapaz de dominar
su voz. Regresó al convento más inquieta y acongojada que nunca.
Visitó la villa en dos ocasiones, e Hipólito volvió a eludirla; y el
relato de Faustina sobre el modo en que él la trataba se tornó más
inexplicable. Una y otra vez, el miedo de haberlo perdido la atormentó; y
de nuevo se tranquilizó a sí misma pensando que su alejamiento y su
silencio eran debidos al juramento, y que su misterioso comportamiento
con Faustina sólo existía en la imaginación de la joven. No dejaba de
dar vueltas al modo en que debía comportarse, mientras el apetito y el
sueño la abandonaban; finalmente, cayó demasiado enferma para ir a la
villa y, durante dos días, se vio obligada a guardar cama. En aquellas
horas febriles, sin fuerzas para moverse, y desconsolada por la suerte
de Faustina, tomó la decisión de escribir a Hipólito. Él se negaría a
verla, así que no tenía otro modo de comunicarse. Su promesa lo
prohibía, pero la habían roto ya de tantas maneras... Además, no lo
hacía por ella, sino por su querida amiga. Pero, ¿qué pasaría si su
carta llegaba a manos extrañas? ¿Y si Hipólito pensaba abandonarla por
Faustina? Entonces el secreto quedaría enterrado para siempre en su
corazón. Por ese motivo, resolvió escribir su misiva sin que nada la
traicionara ante una tercera persona. No fue una tarea fácil, pero
finalmente la llevó a cabo.
El señor caballero sabría disculparla, confiaba. Ella era... siempre
había sido como una madre para la señorita Faustina... la amaba más que a
su vida. El señor caballero estaba actuando, quizá, de un modo
irreflexivo. ¿Comprendía sus palabras? Y, aunque no tuviese ninguna
intención, la gente haría conjeturas. Todo cuanto le pedía era permiso
para escribir a su padre, a fin de que aquella situación de
incertidumbre y misterio terminara lo antes posible.
Angeline rompió diez notas... y, aunque no estaba satisfecha con esta
última, la cerró; y luego se arrastró fuera de la cama para enviarla
inmediatamente por correo.
Aquel acto de valentía tranquilizó su ánimo, y fue muy beneficioso para
su salud. Al día siguiente se sentía tan bien que decidió ir a la villa
para descubrir el efecto que había producido su carta. Con el corazón
palpitante, subió la ladera y, al doblar la curva de siempre, levantó la
mirada. No había ninguna Faustina en la balaustrada. Y no era de
extrañar, pues nadie la esperaba; sin embargo, sin saber por qué, se
sintió muy desgraciada y los ojos se le llenaron de lágrimas.
«Si pudiera ver a Hipólito un momento... y él me diera la más pequeña explicación, ¡todo se arreglaría!», caviló.
Con esos pensamientos llegó a la villa y entró en el salón. Oyó unos
pasos rápidos, como si alguien huyera de ella. Faustina estaba sentada
delante de una mesa leyendo una carta... sus mejillas rojas como la
grana, su pecho palpitando de agitación. El sombrero y la capa de
Hipólito se hallaban a su lado, e indicaban que acababa de abandonar
precipitadamente la estancia. La joven se volvió... divisó a Angeline...
sus ojos despidieron fuego... y arrojó la misiva que estaba leyendo a
los pies de su amiga; Angeline comprendió que era la suya.
-¡Cógela! -dijo Faustina-. Te pertenece. Por qué motivo la has
escrito... y qué significa... es algo que no preguntaré. Ha sido algo
despreciable por tu parte, además de inútil, te lo aseguro... No soy
alguien que entregue su corazón antes de que se lo pidan, ni que pueda
ser rechazada cuando mi padre me ofrece en matrimonio. Coge tu carta,
Angeline. ¡Oh! ¡Yo nunca creí que te comportarías así conmigo!
Angeline seguía allí como si la escuchara, pero no oía una sola palabra;
completamente inmóvil... las manos enlazadas con fuerza, los ojos
anegados en lágrimas y fijos en su carta.
-Te digo que la cojas -exclamó Faustina con impaciencia, dando una
patada en el suelo con su pequeño pie-; ha llegado demasiado tarde,
fueran cuales fueran tus intenciones. Hipólito ha escrito a su padre
pidiéndole su consentimiento para nuestra boda; mi padre también lo ha
hecho.
Angeline se estremeció y miró con ojos desorbitados a su amiga.
-¡Es cierto! ¿Acaso lo dudas? ¿Quieres que llame a Ippolito para que confirme mis palabras?
Faustina se dirigió a ella exultante. Angeline, muda de espanto, se
apresuró a coger la carta; y abandonó la sala... y la casa; bajó la
colina y regresó al convento. Con el corazón al rojo vivo, sintió su
cuerpo poseído por un espíritu que no era el suyo: no lloraba, pero sus
ojos parecían a punto de salirse de las órbitas... y sus miembros se
contraían espasmódicamente. Corrió a su celda, se arrojó al suelo, y
entonces pudo estallar en llanto; después de derramar torrentes de
lágrimas, consiguió rezar, y más tarde... cuando recordó que su sueño de
felicidad había terminado para siempre, deseó la muerte.
A la mañana siguiente, abrió los ojos de mala gana y se levantó. Era de
día; y todos debían levantarse y seguir adelante, y ella entre los
demás, aunque el sol ya no brillase como antes y el dolor convirtiera su
vida en un tormento. No pudo evitar sobresaltarse cuando, poco después,
le informaron que un caballero deseaba verla. Buscó refugio en un
rincón, y rehusó bajar al locutorio. La portera regresó un cuarto de
hora más tarde. El joven se había marchado, pero le había escrito una
nota; y le entregó la misiva. Estaba sobre la mesa, delante de
Angeline... pero le traía sin cuidado abrirla... todo había terminado, y
no necesitaba aquella confirmación. Finalmente, muy despacio, y no sin
esfuerzo, rompió el sello. Estaba fechada el día en que expiraba el año.
Las lágrimas asomaron a sus ojos, y entonces nació en su corazón la
cruel esperanza de que todo fuera un sueño, y de que ahora que la Prueba
de Amor llegaba a su fin, él la reclamara como suya. Empujada por esta
incierta suposición, se enjugó las lágrimas y leyó las siguientes
palabras:
He venido a excusarme por mi bajeza. Rehúsas verme y yo te escribo;
pues, aunque siempre seré un hombre despreciable para ti, no pareceré
peor de lo que soy. Recibí tu carta en presencia de Faustina y ella
reconoció tu letra. Conoces bien su obstinación, su impetuosidad; no
pude impedir que me la arrebatara. No añadiré nada más. Debes de
odiarme; y, sin embargo, tendrías que compadecerme, pues soy muy
desdichado. Mi honor está ahora comprometido; todo terminó antes de que
yo empezara a ser consciente del peligro... pero ya no se puede hacer
nada. No encontraré la paz hasta que me perdones, y, sin embargo,
merezco tu maldición. Faustina no sabe nada de nuestro secreto. Adiós.
El papel cayó de las manos de Angeline.
Sería inútil describir los diversos sufrimientos que soportó la
infortunada joven. Su piedad, resignación y carácter noble y generoso
acudieron en su ayuda, y le sirvieron de apoyo cuando sentía que sin
ellos podía morir. Faustina le escribió para decirle que le hubiera
gustado verla, pero que Hipólito era reacio a la idea. Habían recibido
la respuesta del marqués de la Toretta, un feliz consentimiento; pero el
anciano se hallaba enfermo y todos se marchaban a Bolonia. A la vuelta,
hablarían.
Su partida ofreció cierto consuelo a la desdichada joven. Y no tardó en
prodigárselo también una carta del padre de Hipólito, llena de alabanzas
de su conducta. Su hijo se lo había confesado todo, escribía; ella era
un ángel... el cielo la premiaría, pero su recompensa sería aun mayor si
se dignaba perdonar a su infiel enamorado. Responder a esa misiva
alivió el dolor de la joven, que desahogó su pena y los pensamientos que
la atormentaban escribiéndola. Perdonó de buen grado a Hipólito, y rezó
para que él y su adorable esposa gozaran de todas las bendiciones.
Hipólito y Faustina contrajeron matrimonio y pasaron dos o tres años en
París y en el sur de Italia. Ella fue inmensamente feliz al principio;
pero pronto el mundo cruel y el carácter ligero e inconstante de su
marido infligieron mil heridas en su joven corazón. Echaba de menos la
amistad y la comprensión de Angeline; apoyar la cabeza en su pecho y ser
consolada por ella. Propuso una visita a Venecia, Hipólito accedió y,
de camino, pasaron por Este. Angeline había tomado el hábito en el
convento de Santa Anna. Se sintió muy complacida, por no decir feliz, de
su visita; escuchó con gran sorpresa las penas de Faustina, y se
esforzó por consolarla. También vio a Hipólito con enorme serenidad,
pues sus sentimientos habían cambiado; no era el ser que ella había
amado, y comprendió que, de haberse casado con él, con su profunda
sensibilidad y sus elevadas ideas sobre el honor, se habría sentido
incluso más decepcionada que Faustina.
La pareja llevó la vida que suelen llevar los matrimonios italianos. Él
era amante de las diversiones, inconstante, despreocupado; ella se
consolaba con un cavaliere servente. Angeline, consagrada a Dios, se
asombraba de todo aquello; y de que alguien pudiera cambiar, con tanta
ligereza sus afectos, para ella tan sagrados e inmutables".
Mary Shelley