"En torno al castillo había un hermoso parque. En el parque
había pájaros de todo tipo: ruiseñores, mirlos, curucas; todos los pájaros de la
tierra se habían dado cita en el parque. En primavera era tal el tumulto que no
permitía entenderse; cada hoja ocultaba un nido, cada árbol una orquesta. Todos
los pequeños músicos emplumados se esforzaban a cual mejor. Los unos pipiaban,
los otros arrullaban; éstos hacían trinos y cadencias perfectas; aquéllos
recortaban sus gorgoritos o bordaban calderones: músicos auténticos no lo
habrían hecho mejor.
Pero en el castillo había dos bellas primas que cantaban mejor aún que todos los
pájaros del parque, una se llamaba Fleurette y la otra Isabeau. Ambas eran
bellas, deseables y hermosas, y los domingos, cuando lucían sus lindos vestidos,
si sus blancos hombros no hubieran demostrado que eran auténticas chicas, se les
habría tomado por ángeles; sólo les faltaban las plumas. Cuando cantaban, el
anciano señor de Maulevrier, su tío, las tomaba a veces de la mano, por miedo a
que no tuvieran la fantasía de echarse a volar.
Les dejo imaginar los hermosos lances que se hacían en las fiestas de armas y en
los torneos en honor de Fleurette y de Isabeau. Su fama de belleza e
inteligencia había dado la vuelta a Europa, pero no por eso eran más orgullosas;
vivían retiradas sin ver a más personas que al pajecillo Valentin, un hermoso
niño de cabellos rubios, y al señor de Maulevrier, anciano canoso, curtido y muy
quebrantado por haber llevado durante sesenta años sus pertrechos de guerra.
Pasaban el tiempo dándole de comer a los pájaros, recitando sus oraciones y,
principalmente, estudiando las obras de los maestros y ensayando juntas algún
motete, madrigal, villanesca o cualquier otra melodía; tenían también flores que
regaban y cuidaban personalmente. Su vida transcurría en dulces y poéticas
ocupaciones de jovencitas; se mantenían a la sombra y lejos de las miradas del
mundo; sin embargo, el mundo se ocupaba de ellas. El ruiseñor y la rosa no
pueden ocultarse: su canto y su perfume los delatan siempre. Nuestras dos primas
eran, a la vez, dos ruiseñores y dos rosas.
Duques y príncipes llegaron para pedirlas en matrimonio; el emperador de
Trébizonde y el sultán de Egipto enviaron embajadores para proponer su alianza
al señor de Maulevrier; pero las dos primas no se cansaban de estar solteras y
no querían oír hablar del tema. Tal vez habían sentido, por un secreto instinto,
que su misión en este mundo era estar solteras y cantar, y que se rebajarían si
hicieran algo distinto.
Habían llegado muy pequeñas a aquella casa solariega. La ventana de su
habitación daba al parque y habían sido acunadas por el canto de los pájaros.
Apenas se tenían en pie y el viejo Blondeau, músico del señor, les había
colocado ya sus manitas sobre las teclas de marfil de la espineta; no habían
tenido otro sonajero y habían sabido cantar antes que hablar; cantaban como
otros respiran, era algo natural en ellas.
Esta educación había influido en su carácter. Su infancia armoniosa las había
separado de una infancia turbulenta y charlatana. No habían lanzado jamás un
grito agudo ni una queja discordante: lloraban a compás y gemían acordemente. El
sentido musical desarrollado en ellas a costa de los demás sentidos, las hacía
poco sensibles a lo que no era la música. Flotaban en una nube melodiosa, y no
percibían el mundo real sino por los sonidos. Comprendían admirablemente bien el
débil sonido del follaje, el murmullo de las aguas, el tic tac del reloj, el
suspiro del viento en la chimenea, el susurro del torno de hilar, la gota de
lluvia cayendo sobre el cristal estremecido, todas las armonías exteriores o
interiores; pero no experimentaban, debo decirlo, gran entusiasmo al contemplar
una puesta de sol, y estaban tan poco en situación de apreciar una pintura como
si sus hermosos ojos, azules y negros, hubieran estado cubiertos por una densa
mancha. Tenían la enfermedad de la música; soñaban con ella, perdían por ella la
bebida y la comida; no amaban ninguna otra cosa en el mundo. Sí, amaban otra
cosa: a Valentin y sus flores; a Valentin porque se parecía a las rosas y a las
rosas porque se parecían a Valentin. Pero este amor estaba por completo en un
segundo plano. Es verdad que Valentin no tenía sino trece años. Su máximo placer
era cantar por la noche bajo su ventana la música que habían compuesto durante
la jornada.
Los maestros más célebres venían desde muy lejos para oírlas y rivalizar con
ellas. No habían oído más de un compás cuando rompían ya sus instrumentos y
despedazaban sus partituras reconociéndose vencidos. Efectivamente, era una
música tan agradable y melodiosa que los querubines del cielo venían a la ventana
con los demás músicos y se la aprendían de memoria para cantársela al Buen Dios.
Una tarde de mayo, las dos primas cantaban un motete a dos voces; jamás motivo
más logrado había sido más felizmente trabajado y ejecutado. Un ruiseñor del
parque, escondido en un rosal, las había escuchado atentamente. Cuando
concluyeron, se acercó a la ventana y les dijo en su idioma de ruiseñor: «Me
gustaría hacer una competición de canto con vosotras.»
Las dos primas contestaron que estaban de acuerdo y que no tenía más que
empezar. El ruiseñor empezó. Era un ruiseñor maestro. Su pequeña garganta se
hinchaba, sus alas se agitaban, todo su cuerpo se estremecía; eran trinos sin
fin, explosiones, arpegios, escalas cromáticas; subía, bajaba, filaba las notas,
ejecutaba las cadencias con una pureza desesperante; habríase dicho que su voz
tenía alas como su cuerpo; al final se detuvo convencido de haber ganado.
Las dos primas cantaron a su vez; se superaron. Comparado con el suyo, el canto
del ruiseñor parecía el gorjeo de un pajarillo.
El virtuoso alado intentó un último esfuerzo; cantó una romanza de amor, luego
ejecutó una marcha militar brillante que coronó con un falsete de notas altas,
vibrantes y agudas, fuera del alcance de cualquier voz humana.
Las dos primas, sin dejarse impresionar por aquella prueba de destreza, le
dieron la vuelta a la hoja de su libro de música y replicaron al ruiseñor de tal
manera que Santa Cecilia, que las escuchaba desde lo alto del cielo, se puso
pálida de envidia y dejó caer su contrabajo a la tierra.
El ruiseñor intentó cantar una vez más, pero aquella lucha lo había agotado por
completo: le faltaba el aliento, sus plumas estaban erizadas, sus ojos se le
cerraban en contra de su voluntad; iba a morir.
-Cantáis mejor que yo -dijo a las dos primas- y el orgullo de querer
sobrepasaros me cuesta la vida. Voy a pediros algo: tengo un nido; en ese nido
hay tres pequeños; está en el tercer escaramujo en la gran avenida junto al
estanque; enviad a alguien que los coja, educadlos y enseñadles a cantar como
vosotros, puesto que me voy a morir.
Tras haber dicho esto, el ruiseñor murió. Las dos primas lo lloraron mucho, pues
había cantado bien. Llamaron a Valentin, el pajecillo de rubios cabellos, y le
dijeron dónde se encontraba el nido. Valentin, que era un travieso bribonzuelo,
encontró fácilmente el lugar; puso el nido en su pecho y lo trajo sin problemas.
Fleurette e Isabeau, acodadas en el balcón, lo esperaban impacientes. Valentin
llegó enseguida, llevando el nido en sus manos. Los tres pequeños polluelos
asomaban la cabeza y abrían el pico. Las jóvenes se apiadaron de aquellos tres
huérfanos y les dieron su alimento una tras otra. Cuando estuvieron un poco más
grandes, comenzaron su educación musical, como le habían prometido al ruiseñor
vencido.
Era maravilloso ver qué bien cantaban; iban revoloteando por la habitación, y se
posaban unas veces sobre la cabeza de Isabeau, otras sobre el hombro de
Fleurette. Se posaban delante del libro de música y podría haberse dicho
realmente que sabían descifrar las notas hasta tal extremo miraban las blancas y
las negras con expresión inteligente. Habían aprendido todas las melodías de
Fleurette y de Isabeau, y comenzaban a improvisar ellos mismos otras muy
bonitas.
Las dos primas vivían cada vez más solitarias, y por la noche se oía salir de su
habitación sonidos de una melodía sobrenatural. Los ruiseñores, perfectamente
instruidos, participaban en el concierto, y cantaban casi tan bien como sus
dueñas, que también habían hecho grandes progresos. Sus voces tomaban cada día
una intensidad extraordinaria y vibraban de forma metálica y cristalina por
encima de los registros de la voz natural. Las jóvenes adelgazaban a ojos vista,
sus bellos colores se marchitaban; se habían puesto como ágatas y casi tan
transparentes como éstas. El señor de Maulevrier quería impedir que cantaran,
pero no pudo lograrlo.
Tan pronto como habían ejecutado unos cuantos compases, una pequeña mancha roja
se dibujaba en sus pómulos y se agrandaba hasta que acababan, entonces la mancha
desaparecía, pero un sudor frío corría por su piel, y sus labios temblaban como
si hubieran tenido fiebre.
Por lo demás, su canto era más bello que nunca; tenía algo que no era de este
mundo y al oír aquella voz sonora y poderosa salir de aquellas dos frágiles
jovencitas, no era difícil prever lo que ocurriría, que la música rompería el
instrumento. También ellas lo comprendieron así y se pusieron a tocar su
espineta, que habían abandonado por la vocalización. Pero una noche, la ventana
estaba abierta, los pájaros gorjeaban en el parque, la brisa suspiraba
armoniosamente; había tanta música en el aire que no pudieron resistir la
tentación de ejecutar un dúo que habían compuesto la víspera.
Fue el canto del cisne, un canto maravilloso regado en lágrimas, elevándose hasta
las cimas más inaccesibles de la gama, una lluvia ardiente de dardos cromáticos,
fuegos artificiales de música imposibles de describir; pero mientras tanto, la
pequeña mancha roja se agrandaba y les cubría casi todas las mejillas. Los tres
ruiseñores las miraban y las escuchaban con singular ansiedad; batían las alas,
iban y venían, y no podían permanecer quietos. Finalmente, llegaron a la última
frase del fragmento; su voz adquirió un carácter de sonoridad tan extraño que
era fácil comprender que ya no eran personas vivas las que cantaban. Los
ruiseñores emprendieron el vuelo. Las dos primas murieron; sus almas se habían
ido con la última nota. Los ruiseñores subieron directos al cielo para llevarle
aquel canto supremo al Buen Dios, que los conservó en su paraíso para que le
interpretaran la música de las dos primas.
Con aquellos tres ruiseñores, el Buen Dios hizo más tarde las almas de
Palestrina, Cimarosa y el caballero Gluck".
Théophile Gautier