"La tarea de encerar el «Packard» del profesor Rodman representaba un
ingreso de ocho dólares más para el jefe, y una noche sin sueño para mí.
¡Ah! Y no disponer de una oportunidad para estudiar McKelvey on
Evidence, con vistas a la primera clase de la mañana. Pero cuando vi al
juez Mottley acercarse a la gasolinera a bordo de su gran «autobús»
negro, dejé caer la bayeta que normalmente utilizaba para sacar brillo y
recurrí a mi mejor sonrisa «Green Gold». Es la que el jefe de ventas
nos hace utilizar cuando suministramos a un cliente algo que no necesita
para nada. «Green Gold» hace sonreír a su motor. Suaviza los elementos
que se mueven, elimina las fricciones bruscas.
-Buenas noches, juez...
Pero
Mottley ya no era juez. Había dejado este cargo tan pronto se
familiarizó con las leyes lo suficiente para poder poner un bufete
particular. Era un individuo metódico, de mandíbula cuadrada, hallándose
en posesión de una de esas miradas que suscitan un gran nerviosismo en
la persona observada. A él no se le podía ir con la vulgar pregunta:
«¿Lleno?» Eché rápidamente un vistazo al aparato indicador del depósito y
le pregunté:
-¿Unos veintidós galones, señor?
Mi espíritu
de trabajo, mi energía, la perseverancia de que hacía gala, en mi
empeño de abrirme camino en la escuela de leyes, me había hecho ganar el
aprecio del juez. Necesitaba un poco de protección, como cualquiera
podrá ver más adelante.
-No necesito gasolina. Ni siquiera tengo
necesidad de una sonrisa «Green Gold» -contestó el hombre-. La verdad es
que lo único que necesito ahora son unos minutos de su valioso tiempo,
señor Binns.
El señor Binns soy yo... Me encontraba demasiado
desconcertado para acertar a borrar de mi rostro la sonrisa «Green
Gold», para empezar a limpiar el parabrisas. Respondí:
-¡Oh...! ¡Hum! ¡Oh!
El juez procedió a aclararse la garganta.
-Me
he parado aquí para notificarle que no será usted ya empleado de la
firma «Mottley, Bemis y Burton». Ni siquiera en el caso de que en sus
exámenes finales alcance las notas más altas.
Se ajustó las gafas, añadiendo:
-Este
asunto tiene que ver con los alborotos estudiantiles. Tuve ocasión de
verle derribando la taquilla del Campus Theatre. Nunca daré empleo a
quien atenta contra la Ley. Buenas noches, señor Binns.
Antes de
que pudiera explicarle que el alboroto no era realmente un alboroto,
sino sólo una expresión del boicot contra el Campus Theatre, cuya
dirección se empeñaba en no conceder precios especiales a los
estudiantes, el juez aceleraba el coche para separarse lo antes posible
de mí. ¿Por qué aquel ensañamiento conmigo? La chica que expendía los
billetes no se hallaba dentro del quiosco cuando yo empujaba para que
diese la vuelta. Y fueron realmente los de dentro quienes hicieron todo
el daño. Reventaron unas cuarenta butacas y arrancaron las cortinas de
sus varillas antes de que llegara la policía. Pero el juez Mottley,
fatalmente, tenía que verme a mí...
Colgué la manguera de la
gasolina, que hasta aquel instante había tenido en las manos. Resulta
duro perder un empleo que todavía no ha llegado a conseguirse. Luego, mi
jefe salió de la oficina hecho un basilisco.
-¡Juez! -aull. ¡Juez Mottley!
Pero Mottley ya no podía oírle. El señor Hill se encaró conmigo.
-Eric:
como insultes a otro cliente... Puedes tener la seguridad de que te
despediría ahora mismo si no fuese por el «Packard» del profesor...
¡Vamos! ¡Ponte en marcha y déjalo bien brillante!
Me puse en
marcha y él tornó a encerrarse en el despacho, dando un portazo. El juez
Mottley le había sacado de un profundo sueño y esto le ponía siempre de
mal humor. Quizá me despidiera, pero si procedía así, se delataría como
un embustero. Yo me alojaba en su casa y sólo porque había firmado un
certificado declarando que yo era un sobrino distante. Ocurre que hoy en
día los estudiantes no pueden vivir fuera del «campus», a menos que se
alojen con parientes. Nadie parece maravillarse ante el extraordinario
número de dependientes de establecimientos, camioneros y otros hombres
de oficio por el estilo que se encuentran en mis circunstancias. Pero
las cosas están así. Los únicos que no tienen aficionados al estudio en
sus familias son los chicos que poseen las destilerías de ginebra de
Palo Verde Este. He aquí otra cosa chocante. El licor no puede ser
vendido fuera de los límites de Palo Verde, de manera que todo aquel que
desea echar un trago ha de hacer un recorrido de tres kilómetros para
conseguir su propósito. La ley... ¡Al infierno!, pensé. Si un tipo
carece de buenas relaciones, lo más probable es que se muera de hambre
una vez se gradúe. Un licenciado en Derecho puede conseguirse por un
poco de jamón rociado con cerveza en el estado de California, que es una
tira de mil setecientos kilómetros de maravilloso clima, y nada más.
Inclinado
sobre aquel capó, sentí que el cuerpo se me cubría de sudor. Cuando
llegué a las puertas, andaba necesitado de un descanso. Además, tenía
que estudiar el McKelvey. Mi turno era desde las cuatro hasta las doce
de la noche. Me instalé en el asiento posterior del coche del profesor,
encendí la luz superior -podía ser que tuviera que recargarle la
batería, más tarde-, y abrí el libro. ¡Al diablo, las leyes! Quizás
hubiera debido escoger la carrera de Medicina. El profesor Rodman era
catedrático de bioquímica o algo por el estilo. Andaba trabajando en una
alocada teoría que apuntaba a la elaboración de sangre sintética, para
su uso en las transfusiones. Una gran idea, si podía ser llevada a la
práctica. Vivía por y para la sangre. Pero poseía dos «Packard». Quizá
no se hallara tan absorbido por sus estudios como parecía. Estaba yo
demasiado preocupado para poder concentrarme en el estudio. Empecé a
registrar la cartera de mano que el profesor dejara en el asiento de
atrás. Más sangre: cómo crear glóbulos rojos en la anemia perniciosa;
cómo fortificar a los doñantes de sangre, con objeto de que pudiera
sacárseles un cuarto de hora cada día, sin que resultase perjudicada su
salud... Aquí había algo, algo bueno, si todo salía bien.
Finalmente,
comprendí que lo mejor que podía hacer era acabar de sacarle brillo al
coche, para que el profesor se lo llevara por la mañana. Puse el vapor y
redondeé el trabajo. El jefe se había ido a casa, de manera que me
dije: «¿Para qué diablos tener esto abierto hasta la medianoche?» Cerré
la gasolinera y eché a andar a campo través. El señor Hill vivía a unos
tres kilómetros de distancia, en unas laderas cubiertas de vegetación.
No quería volver a casa. Me detuve en un estrecho sendero que arrancaba
de la carretera principal. Más allá, había una arboleda y un pequeño
claro. Vi el ángulo de una antigua cerca. Muy a menudo, me había llamado
la atención aquel lugar y ahora me entraban deseos de plantarme en lo
alto de la valla, jugando a los espantapájaros. El sitio favorecía,
además, mis ansias de meditación. Tenía muchos motivos para entregarme a
la reflexión, especialmente después de haberme hecho el juez Mottley
aquella trastada... Elevábase la luna en el firmamento. El chaparral
rozaba mis tobillos; las hojas de los robles acariciaban mi rostro. Hay
mucha gente que no es capaz de resistir eso mucho tiempo, pero yo. al
igual que determinadas personas, me considero inmune.
La cerca se
hallaba en muy mal estado. Luego, vi la lápida. Era larga y estrecha,
muy lisa, y, cosa extraña, no habían crecido muchos hierbajos a su
alrededor. Me detuve, dejando correr mi imaginación: «Iré en un buque
"tramp" a Suva, Samar o Cebú. Me convertiré en un plantador más.
Instalaré mi vivienda bajo un cocotero. Y la escuela, ¡al infierno!»
Me quedé muy sorprendido al oir decir a una muchacha:
-¿Piensa usted permanecer sentado ahí durante toda la noche sin dirigirme la palabra?
Su
inglés tenía acento español. Lo mismo pasaba con su faz y sus cabellos.
No sé qué fue lo que me sorprendió más, si su presencia allí o su
belleza. Por el hecho de no ser un experto en prendas femeninas no me
fijé en muchos detalles de su atuendo. Lo único que vi fue que su
vestido se extendía desde la barbilla hasta los tobillos. Aquello era
una especie de túnica... Bueno, uno nunca podía adivinar lo que
llevarían las condiscípulas en la temporada siguiente. Se cuelgan todo
lo que sea.
-¡Oh! Perdone... No la oí entrar.
-Es difícil que a
mí me oigan -manifestó ella-. El caso es que usted se sentó a la puerta
de mi vivienda, como si hubiese sido algo suyo. Me resulta muy
agradable conocerle, sin embargo.
Tenía unos ojos en los que se podía
leer. Llevaba los cabellos recogidos hacia arriba. Un chal de encaje
blanco cubría sus hombros.
-El placer es mutuo -admití-. Ahora, eso de la puerta de su vivienda no he podido comprenderlo.
Ella
señaló la lápida en la que yo me sentara. La piedra tendría algo más de
setenta centímetros de anchura por un metro ochenta centímetros de
longitud. Una segunda mirada a aquélla me dejó intrigado. No había visto
las letras labradas allí, en un extremo. «Aquí yace Doña Catalina...»
Yo había estado sentado en una tumba que databa de la época de la
ocupación española.
-Espere un momento -contesté, recuperándome
de la sorpresa rápidamente-. No bromee. Si usted es una sonámbula, yo me
ofrezco para devolverla a su casa.
Ella debió de tomarme por un estúpido.
-Soy
una sonámbula. Vivo aquí y usted se había sentado a la puerta de mi
vivienda. Me llamo Catalina María Pérez y Villamediana. -Mi
interlocutora, agregó-: Soy una mujer-vampiro.
Dijo esto último con un gesto de tristeza.
-¿Ah,
sí? -Tras esta lacónica réplica, la cogí de la mano, que estaba
bastante fría, cosa que no hubiera debido ser, dadas las costumbres de
la chica-. Hablemos de eso.
-Usted es muy amable. La mayor parte de
la gente grita y echa a correr al verme. Ya en 1827 se dio el caso de un
pobre diablo que corrió y corrió hasta caerse muerto. ¡Cielos! ¿Qué
culpa tengo yo de ser una mujer-vampiro?
-Escuche, querida -le contesté-. No se llame a sí misma mujer-vampiro. Yo me doy cuenta de que está usted muy bien y de que luce una túnica muy elegante. Hay mejores palabras para describirla aún.
-Esto es una mortaja, no una túnica -manifestó ella, suspirando-. ¡Cuánto me gustaría disponer de bonitas ropas!
Esto
último era tranquilizante. Absolutamente normal, después de todo.
Reaccionaba en este sentido como la esposa del señor Hill, sólo que mi
interlocutora tenía mejor aspecto. Di de lado aquella ocurrencia y
proseguí hablando:
-Mire: por la época en que usted nació, aproximadamente, se dejó de hablar para siempre de los vampiros. Son historias de otro tiempo...
Ella hizo un gesto especial, pasándose una mano por los cabellos.
-Pero.. es que yo soy de veras, como le he dicho, una vampiro.
Suelo abandonar mi tumba. Habitualmente, esto sucede hacia la
medianoche. No me gusta insistir, sin embargo. Temo que acabe por
odiarme.
-Sí, ya sé... Usted va de un lado para otro, bebiéndose la
sangre de la gente; tiene que estar de regreso antes de que salga el sol
y no puede cruzar ninguna corriente de agua...
-¡Oh! -La joven sonrió, dejando caer ambos brazos sobre mis hombros-. ¡Querido! Tú me comprendes.
Cuando
una mujer como Catalina le besa a uno ardientemente en la boca, sin
interesarse primeramente si uno posee un coche y/o una botella a mano,
hay motivos para sentirse triunfante. Desde luego, aquello de vivir en
una tumba resultaba algo extraordinario; era algo capaz de hacer que un
estudiante de leyes se volviera introspectivo. Por otro lado, ella había
nacido en 1793, fecha que realmente proporcionaba un amplio margen.
Finalmente, Catalina me soltó, acariciándose los cabellos.
-Lo siento mucho, pero he de comer algo.
Antes
o después, todas vienen a parar a lo mismo. En los bolsillos de mis
pantalones de vaquero sólo habían unos cuantos chelines y peniques.
-Bueno, ¿te apetece una hamburguesa en el Greek's?
Ella movió la cabeza, denegando.
-¿Tú no sabes, querido, que yo sólo bebo sangre?
-¡Oh, bien! -La cogí de una mano, apartándonos de la tumba-. Vamos a ver qué es lo que encontramos por ahí.
Lo
hice para ver si se le pasaba aquella obsesión. Habían aparecido unas
nubes en el firmamento, tras las cuales se perdió la luna. Ella tomó la
iniciativa y la seguí hasta la carretera. Después, se lanzó por un
atajo. A mí, esta carrera sobre el campo y entre espesuras de árboles me
dejó sin aliento. Catalina poseía una habilidad especial para salvar el
obstáculo frecuente de los alambres de espino, una habilidad de la que
yo carecía, de lo cual era buena prueba el estado en que se encontraban a
estas alturas mis pantalones. Ladró un perro. Escuché el ruido metálico
de su cadena. «Diablos», pensé. «Si alguien me descubre en compañía de
esta muñeca es posible que me vea en un aprieto.» Catalina se encaminaba
ahora a una casita que había al otro lado de un camino. Me sentí un
poco intimidado. Si ella vivía allí y su viejo la oía entrar, a la par
que a mí, se plantearía una situación un tanto embarazosa. Palo Verde es
una ciudad llena de personas con una mentalidad de vía estrecha. Se
colocó ante la puerta posterior y entró en la casa sin hacer el menor
ruido. Al cabo de un minuto, noté que se movía una cortina. Catalina se
asomó. Yo esperaba que me hiciese una seña. Estaba dispuesto a lo que
fuera ya. Una cosa son las lápidas sepulcrales y otra muy distinta los
«boudoirs» en regla. Pero no me pidió que entrara. Todo lo contrario. Su
gesto quería decir: «Espérame ahí querido. Volveré en seguida.»
¿Iba a cambiarse de ropa, quizás? ¡Oh! Me parecía bien.
Alguien,
dentro de la casa, se movía, inquieto. Oí la voz de un niño... Fue como
si hubiera estado durmiendo, despertándose de pronto para echarse a
llorar, pensándoselo mejor luego y optando por callar. Oíase un murmullo
apagado, si bien las luces no estaban encendidas. Convidaba al sueño.
Mis párpados se cerraban; los dedos en contacto con la cerca se
relajaban...
De pronto, experimenté un sobresalto. Era Catalina.
Salió de la casa para dirigirse hacia donde yo la esperaba. Me cogió de
la mano, igual que si hubiese sido un objeto de su pertenencia.
Empezamos a cruzar de nuevo campos y espesuras de árboles. No se había
cambiado de vestido. Catalina susurraba unas frases en español. Con el
inglés no acertaba del todo a expresar sus pensamientos. Le divertía
haber dado con alguien que no profería gritos al verla, antes de echar a
correr. Sus manos eran cálidas ahora, lo mismo que sus labios. De
vuelta a la lápida sepulcral, me contó la historia de su vida. Ésta
demostraba que era cien por ciento mujer. Al parecer; había enfermado
hasta morir, a consecuencia de la desaparición de un novio que un gringo
rufián había despedazado. Catalina se echó a reír cuando le pregunté
qué probabilidades se me ofrecían de verla transformarse en un lobo.
-¡Oh, qué ocurrencias tan graciosas tienes! Una mujer-vampiro es siempre una mujer-vampiro. Un ser que se transforma en lobo es algo completamente distinto.
Yo
estaba haciendo algunas consideraciones ahora. Me parecía verla con más
sustancia corpórea desde aquel extraño viaje al «bungalow». Por Palo
Verde había habido como una epidemia de anemia perniciosa. Las
carnicerías se quedaban sin hígados a las nueve de cada mañana, y a
sesenta centavos la libra las clases trabajadoras no podían adquirirla.
Comencé a ver con otros ojos los frenéticos afanes del profesor Rodman
por hacerse de sangre sintética para las transfusiones. Esto me puso en
situación. Los vampiros son
inmovilizados mediante una estaca de madera que les atraviesa el
corazón. Así yacen en sus tumbas. Un jurista en perspectiva había de ser
imparcial, como el juez que colgó a su propio hijo, es decir, que le
condenó a la horca. Estoy aludiendo a los ideales profesionales. Pero
Catalina estaba viva, en cierto modo, y aunque yo me viese autorizado
oficialmente un día para trabajar con la ley, tendrían que darse muchas
enmiendas constitucionales antes de que pudiera ser juez, jurado y
ejecutor. De todos modos, a mí me gustaba mucho ella. Cabía la
posibilidad, quizás, de que lograra hacerla cambiar de costumbres.
-Querida:
tú constituyes una devastadora amenaza al concentrar tu atención en los
niños -dije finalmente-. ¿Por qué no prefieres a los mayores?
Al mirarme, vi que sus ojos se habían llenado de lágrimas.
-Los
mayores tienen el hábito de beber ginebra, de fumar asquerosos
cigarrillos. Mi estómago -manifestó, llevándose una mano al sitio
indicado- no es muy fuerte.
Llevaba ya tanto tiempo sin fumar ya
que ni siquiera me acordaba del sabor del tabaco. Estaba haciendo
economías a fin de poder pagar la multa impuesta por el alboroto del
teatro. Aquella actitud apesadumbrada de Catalina me conmovió.
Necesitaba disponer de sangre joven. Dada la forma de vivir de las
gentes en este año de gracia, no se podía paladear ya, precisamente. Por
último, di con la respuesta.
-Mira, nena: voy a salvarte a ti y a los niños de Palo Verde. -Con un gesto dramático, le mostré la garganta-: ¡Bebe!
Ella retrocedió lentamente.
-No
puede ser. Yo te amo, ¿no comprendes? Morirías, y tú te has mostrado
muy atento. No echaste a correr ni empezaste a gritar. ¿Has vivido tú
acaso ciento veintinueve años sin amigos?
-Ya han sido bastante malos
los últimos cuatro años, a lo largo de los cuales he asistido a la
escuela de leyes asiduamente, manteniéndome siempre a la cuarta
pregunta, sin un chavo -respondí. Le estaba diciendo la verdad-. Pero
escucha esto: el profesor Rodman intenta inventar un tónico que produce
sangre. Me procuraré un frasco. De este modo, saldremos bien parados
todos los que tenemos que ver con este asunto.
Estas palabras
mías la dejaron muy intrigada. Me resultaba muy difícil darle una
explicación. En primer lugar, porque yo empezaba por no comprender los
detalles; en segundo término, porque las mujeres tienen el cerebro
bastante duro para las cosas científicas. Catalina optó por decir, con
lo que le conté, que lo veía todo con mucha claridad.
-Te veo tan seguro... -añadió, ansiosa y vacilante a un tiempo.
Los
dientes de Catalina eran más blancos que los de las modelos. Por un
segundo, me sentí receloso, y ella adivinó lo que pensaba.
-No te dolerá -susurró-. En realidad, no llego a morder. Me limito a beber, con los labios y la lengua.
-Sí, vamos. Se trata de una especie de beso supercargado, ¿no?
-¡Querido: tú lo comprendes todo!
En
consecuencia, acabé por aflojarme el nudo de la corbata (un poco
manchada de huevo, precisamente). Catalina exteriorizó unos sonidos que
denotaban su contento, algo así como un adormecedor susurro. Al cabo de
unos instantes me abandonaron la confusión y las náuseas. Nunca había
sido rozado el cuello de un hombre por unos cabellos más suaves...
¡Diablos! Los donantes profesionales no pierden nunca nada por el hecho
de ceder su sangre...
-No debo mostrarme glotona -dijo ella, finalmente.
No
sé por qué, Catalina ganó otro poco más ahora de sustancia corpórea. De
no haber sido una perfecta dama, le habría propinado un cachete en las
nalgas, sólo para comprobar cómo sonaban. Me sentía mareado, desde
luego, pero aquello era más agradable de lo que podía figurarme. Algo
había prosperado desde la escena de la lápida. Cuando el aire tenía ya
el perfume del amanecer, ella se agitó, diciéndome:
-Es hora de que me vuelva a casa. El sol no tardará ya en salir, ¿verdad?
De pronto, hizo un gesto.
-¡Fíjate en eso! ¡Allí!
Volví
la cabeza hacia donde me acababa de indicar. No distinguí nada.
Catalina había desaparecido. En la tumba se hundía una espiral de niebla
blanquecina. No me sentí muy a gusto entonces. En realidad, vivía bajo
la losa. Sería estupendo, pensé, que el tónico generador de sangre del
profesor Rodman no diera ningún resultado. Este tema me suministró
otros, que sometí a detenida reflexión mientras, cansado, me encaminaba a
casa. El sol salió antes de que yo llegara a la misma. El jefe había
sacado su vehículo del garaje y estaba ejecutando un solo de saxofón con
el acelerador, a fin de calentar rápidamente el motor. Él usa
lubrificante «Green Gold». Se figura que así no puede echar a perder el
motor, por muy frío que esté. Al verme, sacó la cabeza por la ventanilla
del coche, gritando:
-No es raro que te haya cogido durmiendo
más de una vez en el cuarto de las baterías. Si no consigues que el juez
vuelva por la gasolinera, te despediré.
El señor Hill no
bromeaba. La cuenta que el juez tenía en la gasolinera daba prestigio al
negocio. Yo no podía dedicarme exclusivamente a proporcionar
satisfacciones a las mujeres-vampiro.
Tenía que pensar en otras cosas, forzosamente. La señora Hill saboreaba
su cigarrillo de la mañana cuando entré en la cocina. Habíala juzgado
ya tiempo atrás como una mujer de excelente aspecto. Pero ahora todas
las rubias parecen un tanto artificiales.
-Has madrugado mucho hoy, Eric -comentó.
Me dirigió una mirada irónica.
-Sí. Y me siento con bastante hambre para empezar el día -contesté, sentándome a la mesa.
Advertí
algo raro en su actitud. Ella no volvió a hablar. Deduje que levantarse
a medianoche para preparar el desayuno de su marido era un trabajo
rudo. Rudo resultó también el trabajo aquel día en la escuela. La mayor
parte del tiempo me la pasé sin saber de qué se hablaba en las aulas. A
causa de mi excursión con la sonámbula, me estaba fijando más que nunca
en mis condiscípulas. Buscaba a la que me dejara extenuado la noche
anterior. No obstante, conseguí sobrevivir a aquella jornada. Cuatro
tazones de chile bajo mi cinturón, me prepararon bastante bien para mi
jornada nocturna en la gasolinera. Se hallaba ésta emplazada en El
Camino Real, en la carretera que va desde San Francisco a San Diego. Los
buenos padres solían trasladarse de una misión a otra a pie. Me dio
risa, al imaginar lo que ellos habrían pensado de Catalina. Esa idea me
llevó a dar un rodeo. Disponía de tiempo de sobra, así que me encaminé a
la espesura familiar. A la luz del día, aquél me pareció un sitio
inexpresivo y solitario. No podía entretenerme, sin embargo, con
sentimentalismos. Cogí uno de los palos de la cerca, utilizándolo como
palanca en la losa. No me costó mucho trabajo desplazarla. No era
necesario cavar. La cripta sepulcral estaba formada por piedras
cuadradas. En el fondo, descubrí un féretro de construcción casera, con
asas de plata pintadas. Al igual que la placa de la tapa, debían de
haber sido trabajadas por un herrero.
Me introduje en la
abertura. Había espacio suficiente para que pudiera poner los pies, sin
tener que montarme en el féretro. Levanté la porción posterior y por
poco la dejé caer de golpe. Catalina no me había engañado. Estaba
tendida allí, con los ojos cerrados. Las manos se hallaban cruzadas
sobre su pecho. Su piel era de un tono oliva transparente, con un toque
rosado.
-¡Sal de aquí! ¡Te encontré!
Ella no contestó.
Flotaba en sus labios una leve sonrisa, que impedía que cerrara los
mismos con fuerza. Ningún sepulturero había visto jamás un cadáver
semejante. Sus uñas eran rosadas y largas. No había la meror huella de
arañazos en sus menudos pies, ni una mota de polvo. Eso fue lo que me
hizo abatir la tapa a toda prisa. Salí de la tumba, dedicando unos
minutos a la tarea de colocar la lápida en su sitio. Una cosa es hablar
con una muchacha de lo cómoda que pudiera sentirse en su féretro y otra
muy distinta es verla en él... Me recobré de aquella emoción al
incorporarme al trabajo. El señor Hill me miró como si estuviese echando
algo de menos. Le dije:
-Espere y verá cómo le vendo al juez Mottley una lata de «Green Gold».
-Será
lo mejor que puedas hacer, muchacho –gruñó mi jefe-. Voy a darte otra
oportunidad. No puedo despedirte hoy porque la señora Hill y yo queremos
ir al cine.
Cuando cerré la gasolinera, dejando en condiciones
las mangueras del agua y del aire, para que no nos las robaran, llevé a
cabo el siguiente intento de reforma de la dieta de Catalina. Después de
hacer los honores a otro tazón de chile, pedí a Mike que me preparara
algo, en un paquete, para llevármelo. Catalina estaba sentada en la
tumba, esperándome.
-
Todo mundo se asusta al verme, menos tú –me dijo, con una encantadora sonrisa-. Ahora cenaremos, ¿verdad?
Me besó. Hizo un trabajo de esta caricia.
-Lo
que tú quieras. Pero a mí me parece que podrías abandonar gradualmente
tu dieta de sangre. Estuve en el bar y Mike me preparó cierta cantidad
de chile para ti.
-¡Oh! -Catalina se apartó de mí, dirigiéndome una mirada cargada de reproches-. ¿Has comido chile? ¿Con ajo?
-¿Qué
ocurre? -Me dejó desconcertado su actitud-. Siempre me figuré que los
antiguos californianos sintieron una gran debilidad por este alimento.
Bueno, de todos modos traje también unas golosinas. Éstas te quitarán
todo olor de tu aliento. El jefe las tiene siempre en la gasolinera, a
fin de evitar que su mujer se entere de que se ha tomado demasiados
«golpes» de ginebra al cabo de la jornada.
-Pero... ¿es que no lo sabes? Los vampiros
no pueden oler el ajo. Es puro veneno para ellos. He ahí el peligro...
Por este motivo, me veo obligada a hacer una selección muy escrupulosa
de la gente. Bien... -Ella se encogió de hombros. Yo no estaba en
condiciones de servirle-. Tenemos que volver allí.
Me señaló el sitio que visitáramos de noche.
Intenté seguir siendo fiel a mi propósito.
-Supongamos
que tú te vas sola esta noche, mientras yo dedico estos minutos a la
elaboración de ciertos planes. Andas necesitada de algunos vestidos
bonitos. De esta manera, quienes te vean cesarán de lanzar exclamaciones
de asombro antes de emprender veloz carrera.
Esto me dio
resultado. Ya lo sabía que había de ser así. Para estar a la altura de
las circunstancias, Catalina declaró que prescindiría de la cena aquella
noche. Hubiera sido capaz de ir a la huelga de hambre por mí.
Finalmente, nos pusimos de acuerdo: realizaríamos una incursión en el
laboratorio del protesor Rodman. A Catalina se le daban bien las
cerraduras, como ya he dado a entender previamente. Al regreso, quiso
que me sentara a su lado mientras ella me refería chismes acerca de los
Ortega, quienes habían sido vecinos suyos en 1809, pero yo tenía que
dedicar algunas horas al sueño y deseaba también reflexionar.
Solemnemente, me prometió dar de lado aquella manía de beber sangre.
Transcurrieron varios días antes de que se me quitara del aliento el
olor a ajo. Catalina, decididamente, había mejorado mucho de aspecto.
Entretanto, yo me bebí la mayor parte de la mezcla del profesor Rodman.
También me las arreglé para que el juez Mottley volviera por nuestros
lares. Los periódicos de Palo Verde dieron a conocer al público la
sorprendente recuperación de varios pacientes aquejados de anemia
perniciosa. Bajo el revolucionailo tratamiento del profesor -aplicado
por un médico de la localidad- se estaba efectuando una cura. Tal era la
noticia, pero esto significaba que era mi labor misionera y no el
tónico lo que estaba dando resultado. Todo parecía indicar que un tal
Eric Binns había dado en el blanco. La única solución era consumir de
dos a tres libras de hígado por día y mantener a Catalina a base de una
dieta reducida. Era preciso optar por eso o por ir afilando una buena
estaca.
Me deslicé hasta la tumba una tarde para darle aplicación a la estaca. Pero la vi demasiado bonita, tendida en su féretro. Mujer-vampiro
o no, mi propósito constituía casi un asesinato. Por otro lado, yo no
estaba aquejado de anemia, todavía. Mi siguiente movimiento fue
apoderarme de un vestido largo de la señora Hill, aquél que se quedara a
prueba, usándolo, y que por el hecho de tener una quemadura de
cigarrillo no pudo devolver al día siguiente de la reunión. Era un tono
de rojo que le caía rematadamente mal, pero que a Catalina, con su
arquitectura de la primera época española y su color, le sentaría a las
mil maravillas. Yo estaba planeando una compleja treta que únicamente la
mente de un hombre de leyes podría comprender. Se celebraba una de esas
reuniones cuyo fin es conseguir fondos para los desheredados de la
fortuna de Palo Verde. Asistiría a ella la gente refinada y los miembros
de las organizaciones cívicas en masse. Daban un baile... Creo que se
dice así. El juez Mottley estaría allí. Y también la señora Mottley.
Catalina y yo figuraríamos entre los presentes. Los Hill no irían. Ella
no tenía nada que ponerse y él no podía gastarse diez dólares, que era
lo que valía la entrada. Tampoco podía yo... Sin embargo, piensen
ustedes en lo que hizo Aníbal en los Alpes.
Catalina se quedó
impresionada cuando vio el vestido rojo y los zapatos plateados. Sus
cabellos no se despeinaban nunca, ni necesitaba maquillarse. Es una de
las ventajas de que disfruta una mujer-vampiro.
Yo me estaba aficionando a ella. Era una damita muy. dulce, de
excelente corazón. Mostrábase tolerante con respecto a mis planes sobre
su futuro, por si el reproductor de sangre del profesor no funcionaba
debidamente.
-Escúchame, querida -le expuse-: la organización
humana es de lo más versátil que puede encontrarse en la tierra.
Particularmente, en lo concerniente a la dieta...
Estábamos
sentados en la lápida cuando empecé mi discurso. Como si Catalina no
hubiera tenido ya bastante con vestirse para el baile.
-Verás... Yo estoy soportando esas transfusiones de sangre muy bien. Y he aquí cómo tú puedes cambiar gradualmente...
La
cosa era muy sencilla. No había más que fijarse en los hindúes, que
prácticamente sólo comen almidón; millones de chinos proceden igual.
Tenemos también el ejemplo de los esquimales: una dieta de grasa la
suya, al cien por ciento. ¿Por qué Catalina no iba a poder pasarse, poco
a poco, a la sangre de buey, a la de pollo o a la de cualquier otro
animal? Terminaría, seguramente, por alimentarse con cubitos de caldo.
Incluso en el caso de que el tónico del profesor Rodman no diera
resultado, yo me sentía algo menos que una hors d'oeuvre humana. Otra
cosa: había echado de menos su frasco, y la policía llevaba a cabo
investigaciones. No sabía cuándo podríamos robar otro más. Catalina se
mostraba razonable con todo, revelándose como una persona de mentalidad
muy abierta. Estaba emocionada y contenta cuando echamos a andar, para
asistir al baile. A veces, tenía que cogerla en brazos para que no les
pasara nada a sus preciosos zapatos. Me susurró al oído, en determinado
momento:
-Cuando seas un abogado famoso, querido, nos llevaremos el féretro a nuestra casa, ¿verdad?
A
medida que me fui acostumbrando a ella, sospeché que nunca había estado
muerta. Por el hecho de ocupar un féretro, uno no es forzosamente un
cadáver. Es posible que el profesor Rodman, gracias a su sabiduría en
cuestiones de bio-quimica pudiera haber explicado estas cosas. Pero
había habido demasiada publicidad por en medio y yo no me atrevía a
abordarle con tal cuestión.
Tomamos un taxi en la S. P. Station.
Le dije al señor Hill que necesitaba tener la noche libre, a fin de
ponerme a bien con el juez Mottley, demostrándole así hasta qué punto me
interesaba por su negocio.
El Centro Cívico es un viejo
edificio, en no muy buen estado, cubierto de rojas tejas y con arcadas
alrededor del patio. Por el hecho de datar de la época española, a
Catalina le resultó intimidante. En el centro del patio había una
fuente. Unos globos de vidrio de diversos colores producían una luz muy
tenue, muy suave, como la de la luna. El juez Mottley se quedó
particularmente impresionado al ver a Catalina. Se olvidó por completo
de su esposa y otras mujeres como ella, tocándome en el hombro en el
preciso instante en que yo le cortaba el paso a un mozo alto y bien
parecido, orientando a mi acompañante hacia el patio. Las mujeres
estaban haciendo censurables comentarios sobre su atuendo y ni siquiera
una vampiro puede soportar eso. No me sorprendió el juez con su actitud. Había estado observándonos a lo largo de toda la velada.
-¡Oh, señor Binns! Es una grata sorpresa verle a usted por aquí.
-Espíritu cívico, señor –repuse, simplemente.
Entonces, le presenté a Catalina.
Cuando
ella fijó sus espléndidos ojos en él, hizo una seña a un camarero que
estaba distribuyendo vasos de «punch». Luego, cambió de opinión,
pidiéndonos que le acompañáramos al club de campo, a fin de saborear un
buen whisky. Catalina manifestó que nunca bebía nada y que no fumaba,
pero que el paseo en coche era de su agrado. Él era demasiado astuto
para intentar darme de lado. Eso ya vendría más tarde. Entretanto, se
mostró muy impresionado por un tipo que tenía una hija que no hacía
gargarismos con el pulimento para muebles. Empecé a sentirme como la
persona ideal para encajar en la firma Mottley, Bemis & Burton.
Fueron aquellas unas horas memorables, pese a la obligación final de
reintegrarse al baile. Mientras el juez me explicaba lo mucho que le
gustaba el «Green Gold», el joven alto y bien parecido se llevó a
Catalina. Cuando logré desembarazarme del juez, me puse a buscarla, sin
lograr dar con ella. Estuve así un buen rato. Me sentía preocupado. ¿Y
si había vuelto a las andadas y estaba saboreando un ligero «lunch»? ¿Y
si su víctima lanzaba algún gemido o hablaba más tarde? Mientras miraba
por todas partes, el cuerpo fue cubriéndoseme de sudor.
Un joven
alto y bien parecido... Cuando no se es una cosa ni otra, uno es
sensible a tales cualidades. Al localizarlos en un coche aparcado me
sentí aliviado e irritado al mismo tiempo. Aliviado porque ella no
estaba bebiendo sangre; irritado, porque aquel sujeto la besaba hasta
dejarla sin respiración, y a ella parecía gustarle la cosa. Le
gustaba... ¡Y lucía un vestido rojo que se lo había proporcionado yo!
Habíase pasado ciento veintinueve años dentro de una mortaja y ahora me
engañaba, a mí, que la había lanzado al torbellino social. Él se apeó
del coche nada más tocar yo éste con los nudillos. No hice más que
medirle con la vista y lo dejé aplanado. No era el momento más indicado
aquél para cortesías. Además, si yo le hubiese facilitado una
oportunidad, ¿qué habría sido de la mía? Varios de los coches aparcados
se pusieron en marcha en aquel instante, pero algunos de los presentes
salieron al patio para contemplar el espectáculo. Giré en redondo para
armarle la escandalera a Catalina. Ésta irguió el cuerpo, enseñándome
las uñas.
-¡Vete! Mi pobre Johnnie...
Se arrodilló junto
al grandullón, tumbado en el suelo, empezando a llorar. Tuve que
largarme de allí cuanto antes. No quería que el juez se enterara de que
había quebrantado la ley de nuevo. Ser autor de una agresión y del
consiguiente escándalo en el Centro Cívico era como hallarse aquejado de
lepra. De manera que nada más ver al primer tipo guapo, ella me dejaba
en ridículo... Esto me indignaba. Estaba bien claro que el juez Mottley
se situaría de nuevo en la acera de enfrente. Comprendiendo que aquella
velada únicamente podía contener más amarguras para mí, me trasladé a
toda prisa a Palo Verde Este, comenzando a trasegar ginebra. Al cabo de
ocho vasos, vi la paradoja de todo aquello. Catalina se hallaba tan
habituada que al verla no gritara ni echara a correr que daría de lado
toda cautela con Johnnie. Muy chocante, ¿eh?
Positivamente,
atroz. Nunca se me ocurrió pensar en lo que ocurriría si ella no lo
asustaba. Debía de estar bebido cuando entré en el siguiente local. Lo
estaba de todas maneras, con seguridad, al salir de él cantando: «Yo amo
a una chica...» También me hallaba hambriento. Me trasladé a la
cafetería de Mike, quien me sirvió todo el chile de que disponía en
aquel momento. Iba a preparar alguno más, así que arrebañé la fuente.
Por añadidura, sacó una botella de mastika, echándome al coleto un buen
trago. Es un coñac griego que sabe como el barniz, sólo que especiado.
Mike miró la botella al trasluz, optando por alargármela.
-Llévatela. Estás necesitado de algo que te mantenga con los ojos abiertos.
Quizá
tuviera razón. Me encaminé a casa describiendo innumerables zig-zags.
Era de lo único que me acordaba. Pero el hábito, según supe luego, es
más fuerte que el licor mastika. Cuando me desperté estaba tieso como un
garrote y helado, sobre la tumba, donde me quedara dormido. Catalina se
inclinaba sobre mí. Noté algo extraño en mi garganta. Ella sonreía y se
pasaba la lengua por los labios. La luna hacía sus hombros más blancos y
más bellos; había lágrimas en sus ojos.
-Sólo quise hacerte
rabiar un poco -susurró ella-. Cuando te fuiste, me sentí muy sola,
aunque fingí hallarme a gusto. La verdad era que el baile me resultaba
insoportable, por lo que opté por volver a casa. ¿Me perdonas?
-¡Hum!
Me
sentía mareado y hacía esfuerzos por pensar en algo que no sé qué
era... ¿Y si los plateados zapatos de la señora Hill eran ya ahora una
pura ruina?
-Desde luego que te perdono. ¿Qué hora es?
Ella
se encogió de hombros. El tiempo, la hora... ¿Qué más daba esto?
Catalina sabia ahora quien era su dueño y la idea era de su agrado. En
fin de cuentas, al agredir a aquel tipo corpúlento había procedido bien.
-¡Tenía tanta hambre! -exclamó-. Ese baile...
-No se hable más de ese asunto, querida. Mi cabeza... ¡Oh, esta condenada cabeza!
Catalina frunció el ceño. Estaba sentada, muy erguida, y se esforzaba por sonreir.
-También a mí me duele la cabeza.
Parecía
hallarse enferma. Me froté la garganta. Hubiera debido conocer la
respuesta entonces, pero no fue así. Se me hizo presente únicamente al
empezar a quejarse, doblando el cuerpo. Luego, me abrazó, anunciándome
que iba a morir. No había nada que hacer. ¿Quién ha oído hablar alguna
vez de un antídoto para el chile y la ginebra? Pero yo me encontrabá en
pie, pensando en dirigirme a toda prisa a una farmacia. Al empezar
Catalina a dar gritos, me volví para cogerla en brazos. Ganaríamos
tiempo si me la llevaba conmigo. Yo estaba muy alterado. Pero me sentí
peor aún cuando vi que Catalina se había tendido sobre la losa, boca
abajo. El vestido rojo, mientras yo la contemplaba, fue deshaciéndose.
Flotaba encima de su cuerpo como un jirón de niebla, blanquecino. El
cual, esta vez, se elevaba, ascendía lentamente. Su grito no se había
extinguido en mis oídos cuando advertí que el vestido y los zapatos se
hallaban vacíos. Cogí ambas cosas y eché a correr. No hubo trabajo ni
escuela de leyes para mí al día siguiente. Estuve pensando
constantemente en lo que ocurriría cuando alguien se preguntara qué era
lo que había sido de mi amiga. Alguien podía seguir las huellas de mis
pasos hasta la tumba, figurándose que ésta era un sitio excelente para
esconder un cadáver.
La señora Hill tuvo una corazonada,
imaginándose que su vestido y sus zapatos habían sido usados por alguna
persona extraña. No cesó de mirarme a lo largo de los dos días
siguientes. La mitad de las comadres de la localidad hablaban
incansablemente de la muchacha del vestido rojo. Una cosa más sobre el
particular: el juez Mottley no llegaría a preguntarme siquiera por ella.
Finalmente, me encaminé a la tumba, que abrí. El féretro no estaba
vacío. Cualquiera podía apreciar que lo que contenía llevaba allí años y
años. Ahora, ya resuelto todo, me senté en la lápida, llorando como un
niño. Seguía sintiéndome destrozado incluso cuando supe que la epidemia
de anemia perniciosa había desaparecido, convirtiéndose el profesor
Rodman en el gran científico de la época.
El caso es que conseguí
mi empleo con el juez Mottley. Ya soy un miembro más de la firma. Y en
ciertos momentos visito aquella tumba y me siento en la lápida,
intentando evocar el rostro de Catalina. Sólo el profesor Rodman puede
explicar lo que fue de ella".
E. Hoffman Price