"En el pueblo de Rhungsdof, a orillas del Rin, encontramos numerosos
botes aguardando a los viajeros; en unos minutos nos trasladaron a
Koenigswinter, una linda aldea situada en la otra orilla. Nos informamos
de la hora a la que pasaba el vapor y nos respondieron que pasaba a las
doce. Eso nos daba un margen de casi cinco horas; era más del tiempo
necesario para visitar las ruinas del Drachenfelds.
Tras unos
tres cuartos de hora de ascensión por un bonito sendero que rodea la
montaña, llegamos a la primera cima, donde se encuentran un albergue y
una pirámide. Desde esta primera plataforma, un bonito sendero curvo y
enarenado como el de un jardín inglés, conduce a la cima del
Drachenfelds. Se llega en primer lugar a una primera torre cuadrada, a
la que se accede bastante difícilmente por una grieta; luego a una torre
redonda que, completamente reventada por el tiempo, ofrece un acceso
más fácil. Esta torre está situada sobre la peña misma del dragón. El
Drachenfelds toma su nombre de una antigua tradición que se remonta a
los tiempos de Julián el Apóstata. En una caverna que aún se muestra, a
mitad de la ladera, se había retirado un enorme dragón, tan
perfectamente puntual en sus comidas que cuando olvidaban llevarle cada
día un prisionero o un reo al lugar en el que acostumbraba encontrarlo,
bajaba a la llanura y devoraba a la primera persona que encontraba. Por
supuesto, el dragón resultaba invulnerable.
Era, como ya hemos
dicho, en los tiempos en los que Julián el Apóstata vino con sus
legiones a acampar a orillas del Rin. Y sucedió que los soldados
romanos, que no deseaban ser devorados más que los naturales de la zona,
aprovecharon que estaban en guerra con algunos poblados de los
alrededores para alimentar al monstruo sin que les costara nada. Entre
los prisioneros, había una joven tan bella que se la disputaron dos
centuriores, y como ninguno quería cedérsela al otro, estaban a punto de
degollarse mutuamente cuando el general, para ponerlos de acuerdo,
decidió que la joven sería ofrecida al monstruo. Se admiró mucho el
acierto de este juicio, que algunos compararon con el de Salomón, y se
dispusieron a gozar del espectáculo.
El día fijado, la joven fue
conducida, vestida de blanco y coronada de flores, a la cima del
Drachenfelds: la ataron a un árbol, como Andrómeda a la roca; pidió que
le dejaran las manos libres y no creyeron que debieran negarle tan
pequeño favor.
El monstruo, como ya hemos dicho, llevaba una vida
bastante metódica y almorzaba, como se almuerza aún en Alemania, entre
los dos y las dos y media. Por lo que, en el momento en que se le
esperaba, salió de su caverna y subió, mitad rampando, mitad volando,
hacia el lugar en el que sabía que encontraría su alimento. Aquel día
tenía un aspecto más feroz y hambriento que de costumbre. La víspera,
por casualidad o por refinamiento de crueldad, le habían servido un
viejo prisionero bárbaro, muy duro y que no tenía más que la piel sobre
los huesos; de manera que todos se prometían un doble placer por aquel
aumento de apetito. El monstruo mismo, al ver a la delicada víctima que
le habían ofrecido, rugió de placer, azotó al aire su cola de escamas y
se lanzó hacia ella. Pero cuando estaba a punto de alcanzarla, la joven
sacó de su pecho un crucifijo y se lo presentó al monstruo. Era
cristiana. Al ver al Salvador, el monstruo se quedó petrificado; luego,
viendo que no tenía nada que hacer allí, se introdujo silbando en su
caverna.
Era la primera vez que los habitantes de la zona veían
huir al dragón. Por lo que, mientras algunos corrían hacia la joven y la
desataban, los demás persiguieron al dragón y, envalentonados por su
pavor, introdujeron en la caverna numerosos haces de leña sobre los que
derramaron azufre y pez de resina, y luego les prendieron fuego. Durante
tres días la montaña lanzó llamaradas como un volcán; durante tres días
se oyó al dragón moverse silbando dentro de su antro; finalmente los
silbidos cesaron: el monstruo había muerto quemado.
Aún hoy se
ven las huellas de las llamas y la bóveda de piedra, calcinada por el
calor, se deshace en polvo tan pronto como se la toca.
Se
comprende que semejante milagro ayudó mucho en la propagación de la fe
cristiana. Desde finales del siglo IV eran muy numerosos los seguidores
de Cristo en las márgenes del Rin".
Alejandro Dumas