"—¡Golpead los clavos, soldados, y dejad que nuestro invitado contemple la realidad de la buena justicia romana!
Quien así hablaba se arropó en la púrpura de su túnica, cubriendo mejor su poderoso cuerpo, y se retrepó en su asiento oficial, al igual que podría haberlo hecho en su asiento del Circo Máximo para disfrutar con el choque de las espadas de los gladiadores. El poder impregnaba cada uno de sus movimientos. Un orgullo aguzado era preciso para la satisfacción del romano, y Titus Sulla estaba justamente orgulloso, pues era el gobernador militar de Eboracum y sólo respondía ante el Emperador de Roma. Era un hombre de talla media y fuerte constitución, con los rasgos de halcón del romano de pura cepa. En aquellos momentos una sonrisa burlona curvaba sus labios carnosos, incrementando la arrogancia de su altanero aspecto. De apariencia claramente militar, llevaba la coraza con escamas doradas y el peto esculpido de su rango, con la espada corta al cinto, y sostenía sobre su rodilla el yelmo de plata con 5U penacho. Tras él permanecía un grupo de soldados impasibles con escudo y lanza..., titanes rubios de las tierras del Rin.
Ante él se desarrollaba la escena que, aparentemente, le gratificaba de tan gran modo..., una escena bastante corriente "11 donde llegaban las extensas fronteras de Roma. Una tosca cruz descansaba en el suelo, y sobre ella había atado un hombre medio desnudo, de aspecto enloquecido, miembros nudosos, ojos desorbitados y revuelta cabellera. Sus verdugos eran soldados romanos, y se preparaban a clavar en la cruz, con pesados martillos, las manos y los pies de la víctima con clavos de hierro. Sólo un grupito de hombres contemplaba la espantosa escena en el temido lugar de las ejecuciones, más allá de los muros de la ciudad: el gobernador y sus guardias; unos cuantos jóvenes oficiales romanos; el hombre al que Sulla se había referido como «invitado» y que permanecía mudo, como una imagen de bronce. Al lado del brillante esplendor del romano, el discreto atavío de aquel hombre parecía incoloro, casi sombrío. Era moreno, pero no se parecía a los latinos que le rodeaban. No había en él nada de la cálida, casi oriental sensualidad del mediterráneo que daba color a sus rasgos. Los bárbaros rubios detrás del asiento de Sulla no diferían tanto de él en su aspecto facial como los romanos. Sus labios no eran carnosos y curvos, ni su espesa cabellera rizada recordaba a los griegos. Tampoco su oscura tez era la olivácea del sur; más bien la desnuda oscuridad del norte. Todo el aspecto del hombre sugería vagamente las neblinas sombrías, la melancolía, los fríos vientos helados de las áridas tierras del norte. Hasta sus negros ojos eran salvajemente fríos, como fuegos negros ardiendo a través de abismos de hielo.
Era de talla mediana, pero había algo en él que trascendía la simple masa física..., cierta vitalidad feroz e innata, sólo comparable a la de un lobo o una pantera, y que resultaba evidente en cada línea de su cuerpo flexible y compacto, en su áspera cabellera lisa y sus labios delgados, en el aspecto aquilino de su cabeza sobre el cuello fibroso, los hombros anchos y cuadrados, el pecho amplio, las caderas esbeltas, los pies estrechos. Construido con la salvaje economía de una pantera, era una imagen de potencialidades dinámicas, contenidas con un férreo autocontrol. A sus pies se acurrucaba alguien de parecido color de tez..., pero allí terminaba el parecido. El otro era un gigante mal desarrollado, de miembros nudosos y cuerpo tosco, frente huidiza y una expresión de ferocidad embotada, ahora claramente mezclada con miedo. Si el hombre de la cruz se parecía, en cierto modo tribal, al que Titus Sulla llamaba «invitado», mucho más se parecía al contrahecho gigante agazapado.
—Bien, Panha Mac Othna —dijo el gobernador, con calculado desprecio—, cuando vuelvas a tu tribu tendrás toda una historia que contar sobre la justicia de Roma, que gobierna el sur.
—Tendré una historia —respondió el otro, con una voz que no traicionaba emoción alguna, al igual que su oscuro rostro, conminado a la inmovilidad, no mostraba evidencia alguna del torbellino de su alma.
—Justicia para todos bajo el gobierno de Roma —dijo Sulla—. Pax romana! ¡Recompensa para la virtud, castigo para el delito!
Rió interiormente ante su propia y negra hipocresía, para continuar luego:
—Ya ves, emisario de la tierra de los pictos, con qué celeridad castiga Roma al transgresor.
—Lo veo —respondió el picio, con voz enronquecida por la amenaza y llena de ira dominada—; veo que el subdito de un rey extranjero es tratado como si fuera un esclavo romano.
—Ha sido juzgado y condenado por un tribunal carente de prejuicios —replicó Sulla.
—¡Cierto! ¡Y el acusador era romano, los testigos romanos y el juez romano! ¿Cometió un crimen? En un instante de furia golpeó a un mercader romano que le engañó, le estafó y le robó, y a la injuria añadió el insulto..., ¡cieno, y un golpe! ¿Acaso su rey es sólo un perro, para que Roma crucifique a sus subditos a capricho, condenados por tribunales romanos? ¿Es su rey demasiado débil o estúpido para hacer justicia, si fuera informado y se presentaran cargos contra el ofensor?
—Bien —dijo Sulla cínicamente—, tú mismo puedes informar a Bran Mak Morn. Roma, amigo mío, no rinde cuentas de sus acciones a reyes bárbaros. Cuando los salvajes nos visitan, que actúen con discreción o que sufran las consecuencias.
El picto cerró sus mandíbulas de hierro con un chasquido que le dijo a Sulla que seguir acosándole no provocaría más réplicas. El romano hizo un gesto a los verdugos. Uno de ellos cogió un clavo y, colocándolo sobre la gruesa muñeca de la víctima, golpeó pesadamente. La punta de hierro se hundió profundamente en la carne, aplastándose contra los huesos. Los labios del hombre en la cruz se retorcieron, pero de ellos no escapó gemido alguno. Como un lobo atrapado lucha contra su jaula, la víctima atada se contorsionó y luchó instintivamente. Las venas se hincharon en sus sienes, el sudor perló su estrecha frente, los músculos en sus bra2os y piernas se retorcieron y anudaron. Los martillos cayeron con golpes inexorables, introduciendo las crueles puntas más y más hondo, a través de muñecas y tobillos; la sangre fluyó en un río negro sobre las manos que sostenían los clavos, manchando la madera de la cruz, y se oyó claramente el astillarse de los huesos. Pero el que así sufría no profirió exclamación alguna, aunque sus labios ennegrecidos se retorcieron hasta dejar visibles las encías, y su enmarañada cabeza se contorsionaba involuntariamente de un lado a otro. El hombre llamado Partha Mac Othna permaneció inmóvil como una estatua de hierro, los ojos ardiendo en un rostro inescrutable, su cuerpo entero tan duro como el hierro a causa de la tensión de su control. A sus pies se acurrucaba su deforme criado, con los brazos aferrados a las rodillas de su amo. Los brazos apretaban como si fueran de acero, y el hombre musitaba incesantemente algo parecido a una invocación.
Cayó el último golpe; se cortaron las cuerdas de brazos y piernas, de modo que el hombre colgara soportado sólo por los clavos. Había dejado de luchar, ya que sólo conseguía retorcer los clavos en sus tremendas heridas. Sus brillantes ojos negros, aún despejados, no habían abandonado el rostro del hombre llamado Partha Mac Othna; en ellos quedaba una sombra desesperada de fe. Los soldados alzaron la cruz y colocaron su punta en un agujero preparado al efecto, apisonando la tierra a su alrededor para mantenerla erguida. El picto colgó de la cruz, suspendido por los clavos en su carne, pero ningún sonido escapó de sus labios. Sus ojos se aferraban aún al rostro sombrío del emisario, pero la sombra de la esperanza se desvanecía.
—¡Vivirá durante días! —dijo alegremente Sulla—. ¡Estos pictos son más duros de matar que gatos! Mantendré una guardia de diez soldados vigilando día y noche para que nadie le baje antes de que muera. ¡Eh, Valerius, en honor de nuestro estimado vecino, el rey Bran Mak Morn, dale una copa de vino!
Un joven oficial se adelantó con una carcajada, sosteniendo una copa rebosante, y poniéndose de puntillas, la alzó hasta los labios resquebrajados del atormentado. Una roja ola de odio inextinguible ardió en los negros ojos; volviendo de lado la cabeza para no tocar siquiera la copa, escupió de lleno en los ojos del joven romano. Con una maldición, Valerius lanzó la copa al suelo y, antes de que nadie pudiera detenerle, sacó la espada y la hundió en el cuerpo del hombre. Sulla se levantó con una imperiosa exclamación de ira; el hombre llamado Partha Mac Othna se había sobresaltado violentamente, pero se mordió los labios y no dijo nada. Valerius parecía un tanto sorprendido de sí mismo mientras limpiaba abatido su espada. El acto había sido instintivo, ocasionado por el insulto al orgullo romano, la única cosa que no podía soportarse.
—¡Dadme vuestra espada, señor! —exclamó Sulla—. Centurión Publius, ponle bajo arresto. Unos cuantos días en una celda a pan rancio y agua os enseñarán a doblegar vuestro orgullo de patricio en los asuntos concernientes a la voluntad del imperio. Maldita sea, joven idiota, ¿no os dais cuenta de que no podríais haberle hecho don más bondadoso a ese perro? ¿Quién no desearía antes la muerte rápida por la espada que una lenta agonía en la cni2? Lleváoslo. Y tú, centurión, cuida de que los guardias permanezcan en la cruz para que nadie se lleve el cuerpo hasta que los cuervos picoteen sus huesos. Partha Mac Othna, voy a un banquete en casa de De-metrius... ¿No me acompañas?
El emisario meneó la cabeza, con los ojos clavados en la flaccida forma que colgaba de la cruz manchada de negro. No replicó nada. Sulla sonrió sarcasticamente y luego se levantó y se fue, seguido por su secretario, que llevaba ceremoniosamente el asiento dorado, y por los estólidos soldados con los que caminaba Valerius, la cabeza gacha. El hombre llamado Partha Mac Othna se envolvió los hombros con un gran pliegue de su capa y se detuvo un momento para contemplar la tétrica cruz con su carga, oscuramente recortada contra el cielo carmesí, donde se amontonaban ya las nubes de la noche. Luego se alejó, seguido por su silencioso criado. En una recámara de Eboracum, el hombre llamado Partha Mac Othna se paseaba como un tigre enjaulado. Sus pies calzados con sandalias no producían sonido alguno sobre las losas de mármol.
—¡Grom! —Se volvió hacia el contrahecho criado—. Bien sé por qué aferrabas tan fuertemente mis rodillas..., por qué musitabas pidiendo la ayuda de la Mujer-Luna... Temías que perdiera mi autocontrol y llevara a cabo algún loco intento de socorrer al pobre desgraciado. Por los dioses, creo que es lo que deseaba el perro romano... Sus perros de presa acorazados me vigilaban estrechamente, lo sé, y sus cebos eran más duros de soportar que de ordinario.
«¡Dioses negros y blancos, oscuridad y luz! —Agitó sus puños cerrados sobre su cabeza en el negro vendaval de su pasión—. ¡Que haya tenido que permanecer quieto y ver a un hombre de los míos clavado en una cruz romana, sin justicia y sin más juicio que aquella farsa! ¡Negros dioses de R'lyeh, hasta a vosotros os invocaría para la ruina y destrucción de esos carniceros! Juro por los Innombrables que los hombres morirán aullando por eso, y que Roma chillara como una mujer que en la oscuridad pisa una víbora!
—El te conocía, amo —dijo Grom. El otro dejó caer la cabeza y se cubrió los ojos con un gesto de intenso dolor.
—Sus ojos me perseguirán cuando muera. Sí, me conocía, y casi hasta el final leí en sus ojos la esperanza de que podría ayudarle. Dioses y diablos, ¿matará Roma a mi gente bajo mis propios ojos? ¡Entonces no soy un rey sino un perro!
—¡No tan alto, por todos los dioses! —exclamó Grom, aterrado—. Si esos romanos sospecharan que eres Bran Mak Morn, te clavarían en una cruz al lado de esa otra.
—Lo sabrán pronto —respondió lúgubremente el rey—• Demasiado tiempo he permanecido aquí disfrazado como emisario, espiando a mis enemigos. Han creído jugar conmigo, estos romanos, enmascarando su desprecio y burla bajo sátiras corteses. Roma es cortés con los embajadores bárbaros, nos dan hermosas casas para habitar, nos ofrecen esclavos, apaciguan nuestras ansias con mujeres y oro, vino y juegos, pero todo el tiempo se ríen de nosotros; su misma cortesía es un insulto, y a veces, como hoy, su desprecio olvida toda contención. He penetrado sus celadas..., he permanecido imperturbablemente sereno y me he tragado sus estudiados insultos. Pero esto..., ¡por los diablos del Infierno, esto se halla más allá de la resistencia humana! Mi pueblo me observa; si les fallo, si le fallo siquiera a uno, hasta al más miserable de los míos, ¿quién les ayudará? ¿Hacia quién se volverán? ¡Por los dioses, responderé a las mofas de esos perros romanos con la negra lanza y el cortante acero!
—¿Y el jefe con las plumas? —Grom se refería al gobernador, y su voz gutural vibraba con la sed de sangre—. ¿Muere? De la nada hizo surgir una hoja de acero. Bran frunció el ceño.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. Muere..., pero ¿cómo puedo llegar a él? De día tiene a sus guardias germanos a la espalda; de noche permanecen en su puerta y ventanas. Tiene muchos enemigos, tanto romanos como bárbaros. Muchos britanos le cortarían alegremente el cuello.
Grom aferró las vestiduras de Bran, tartamudeando al romperse los lazos de su inarticulada naturaleza bajo una feroz ansiedad.
—¡Déjame ir, amo! Mi vida no vale nada. ¡Le mataré en medio de sus guerreros!
Bran sonrió con fiereza y dio una palmada en el hombro del contrahecho gigante con tal fuerza que habría derribado a un hombre más débil.
—No, viejo perro guerrero. ¡Te necesito demasiado! No malgastarás tu vida inútilmente. Sulla te leería la intención en los ojos, y las jabalinas de sus teutones te atravesarían antes de que pudieras alcanzarle. No será con un cuchillo en la oscuridad como matemos a ese romano, ni con el veneno en la copa ni con la lanza en la emboscada.
El rey se dio la vuelta y recorrió la habitación un momento, con la cabeza inclinada y pensativa. Lentamente sus ojos se nublaron con una idea tan temible que no la enunció siquiera en voz alta al guerrero que aguardaba.
—He llegado a cierta familiaridad con el laberinto de la política romana durante mi estancia en esta maldita desolación de barro y mármol —dijo—. Durante una guerra en el Muro, Titus Sulla, como gobernador de esta provincia, debe apresurarse a acudir con sus centurias. Pero este Sulla no lo hace; no es cobarde, pero hasta el más valiente evita ciertas cosas... Todo hombre, por bravo que sea, tiene su temor particular. Así que envía en su lugar a Caius Camillus, que en tiempos de paz patrulla los pantanos del oeste para que los britanos no ^ompan la frontera. Y Sulla ocupa su puesto en la Torre de Trajano...
Se volvió de golpe y aferró a Grom con dedos de acero.
—¡Grom, toma el corcel rojo y cabalga al norte! ¡No dejes crecer la hierba bajo los cascos del corcel! ¡Cabalga hasta Cor-mac na Connacht y dile que barra la frontera con la espada y la antorcha! Que sus feroces gaélicos se harten de carnicería. Tras un tiempo estaré con él. Pero durante cieno tiempo tengo asuntos en el oeste.
Los negros ojos de Grom brillaron, y su mano retorcida esbozó un gesto apasionado..., un movimiento instintivo de salvajismo. Bran sacó un pesado sello de bronce de su túnica.
—Este es mi salvoconducto como emisario a las cortes de Roma —dijo severamente—. Te abrirá todas las puertas entre esta casa y Baal-dor. Si algún oficial te hace demasiadas preguntas..., ¡toma!
Levantando la tapa de un pesado cofre reforzado con hierro, Bran extrajo una pesada bolsira de cuero que puso en las manos del guerrero.
—Cuando todas las llaves fallen en una puerta —dijo—, prueba una llave de oro. ¡Vete ahora!
No hubo despedida ceremoniosa entre el rey bárbaro y su bárbaro vasallo. Grom abó el brazo en un gesto de saludo; luego, dando la vuelta, se apresuró a marcharse. Bran caminó hasta una ventana provista de barrotes y contempló las calles iluminadas por la luna.
—Espera hasta que se oculte la luna —musitó con aspereza—. Entonces tomaré el camino hasta... ¡el Infierno! Pero antes de marchar tengo que pagar una deuda.
Hasta él llegó el cauteloso resonar de un casco sobre las losas.
—Con el salvoconducto y el oro, ni siquiera Roma puede detener a un salteador picto —musitó el rey—. Ahora dormiré hasta que se oculte la luna.
Con un gruñido hacia el friso marmóreo y las columnas estriadas, como símbolos de Roma, se dejó caer en un diván, del que hacía tiempo había arrancado impacientemente los cojines y las telas de seda, demasiado suaves para su duro cuerpo. El odio y la negra pasión de la venganza hervían en él, pero se durmió al instante. La primera lección que había aprendido en su dura y amarga vida era dormir en cualquier momento que pudiera, como un lobo que roba sueño al tiempo mientras caza. Generalmente su dormir era tan ligero y carente de sueños como el de la pantera, pero aquella noche fue de otro modo. Se hundió en las algodonosas profundidades grises del sueño y en un reino intemporal y nebuloso de sombras halló la alta y delgada figura del viejo Gonar, el de la blanca barba, el sacerdote de la luna, el gran consejero del rey. Bran permaneció boquiabierto, pues el rostro de Gonar era blanco como la nieve recién caída y se estremecía de dolor. Bien podía sorprenderse Bran, pues en todos los años de su vida nunca antes había visto a Gonar el Sabio mostrar signo alguno de miedo.
—¿Qué sucede, anciano? —preguntó el rey—. ¿Va todo bien en Baal-dor?
—Todo va bien en Baal-dor, donde mi cuerpo yace dormido —respondió el viejo Gonar—. Cruzando el vacío he venido a luchar contigo por tu alma. Rey, ¿te has vuelto loco, con esa idea que tienes en tu cerebro?
—Gonar —respondió Bran sombríamente—, hoy he tenido que ver, impotente, a uno de mis hombres morir en la cruz de Roma. No sé cuál era su nombre o su rango. No me importa. Podría haber sido un fiel guerrero desconocido, podría haber sido un bandido. Sólo sé que era mío. Los primeros olores que conoció fueron los del páramo; la primera luz que vio fue el amanecer en las colinas pictas. Me pertenecía a mí, no a Roma. Si el castigo era justo, entonces nadie sino yo debió impartirlo. Si debía ser juzgado, nadie sino yo debió ser su juez. La misma sangre fluía en nuestras venas; el mismo fuego enloquecía nuestros cerebros; oímos las mismas viejas historias en la infancia, y en la juventud cantamos las mismas viejas canciones. Estaba ligado a mi corazón, como lo está cada hombre, mujer y niño de las tierras pictas. ¡Era mío para protegerle! Y ahora es mío para vengarle.
—Pero Bran, en el nombre de los dioses —exclamó el brujo—, ¡toma tu venganza de otro modo! Vuelve al brezal..., reúne a tus guerreros..., únete con Cormac y sus gaélicos, y derrama un mar de sangre y llamas a lo largo del gran Muro...
—Todo eso lo haré —respondió inexorablemente Bran—. Pero ahora..., ahora..., ¡tendré una venganza como jamás soñó ningún romano! Ah, ¿qué saben de los misterios de esta vieja isla, que albergaba extraña vida mucho antes de que Roma se alzara de los pantanos del Tíber?
—¡Bran, existen armas demasiado sucias para usarlas, incluso contra Roma!
Bran lanzó un ladrido, corto y seco como el de un chacal.
—-Ja! ¡No existe arma alguna que yo no usara contra Roma! Tengo la espalda contra la pared. Por la sangre de los demonios, ¿acaso Roma ha luchado limpio? ¡Bah! Soy un rey bárbaro con un manto de piel de lobo y una corona de hierro, luchando con mi puñado de arcos y picas rotas contra la reina del mundo. ¿Qué tengo? ¡Las colinas de brezos, las chozas de caña, las lanzas de mis hombres con cabeza de chorlito! Y combato a Roma..., con sus legiones acorazadas, sus anchas y fértiles llanuras y ricos mares..., sus montañas, sus ríos y sus ciudades resplandecientes..., su riqueza, su acero, su oro, su dominio y su ira. La combatiré con el acero y el fuego..., con la sutileza y la traición..., con la espina en el pie, la víbora en el sendero, el veneno en la copa, la daga en la oscuridad... Sí—su voz se hundió sombríamente—, ¡y con los gusanos de la Tierra!
—¡Pero es una locura! —exclamó Gonar—. ¡Perecerás intentando lo que planeas! ¡Bajarás al Infierno y no volverás! ¿Qué será entonces de tu pueblo?
—Si no puedo servirles, es mejor que muera —gruñó el rey.
—Pero no puedes llegar a las criaturas que buscas —gritó Gonar—. Han vivido alejadas durante siglos incontables. No hay puerta alguna por la que puedas llegar a ellas. Mucho ha que cortaron los lazos que las unían al mundo que conocemos.
—Hace mucho —respondió Bran sombríamente— me dijiste que nada en el universo estaba separado de la corriente de la Vida..., una sentencia cuya verdad a menudo me ha parecido evidente. Ninguna raza, ninguna forma de vida deja de hallarse estrechamente unida, de algún modo, al resto de la Vida y del mundo. En algún lugar hay un débil eslabón conectando a esos que yo busco con el mundo que conozco. En algún lugar hay una Puerta. Y en algún lugar de los desolados pantanos del oeste la encontraré.
El horror más absoluto inundó los ojos de Gonar, que retrocedió gritando:
—¡Ay! ¡Ay! ¡Ay de Pictdom! ¡Ay del rey nonato! ¡Ay, negra pena para los hijos del hombre!
Bran se despertó en una habitación ensombrecida; las estrellas brillaban en los barrotes de la ventana. La luna se había ocultado, aunque su resplandor brillaba aún débilmente sobre los tejados. El recuerdo de su sueño le hizo estremecer, y maldijo en voz baja. Levantándose, se despojó de su capa y su manto, vistió una ligera cota de negra malla y se ciñó una espada y un puñal. Volviendo de nuevo al cofre reforzado con hierro levantó varias bolsas macizas y vació su tintineante contenido en la faltriquera de su cinturón. Luego, envolviéndose en su gran capa, abandonó silenciosamente la casa. No había sirvientes para espiarle... Había rehusado repetidamente las ofertas de esclavos que constituían la política de Roma para atender a los emisarios bárbaros. El deforme Grom había cuidado de todas las sencillas necesidades de Bran. Los establos estaban delante del patio. Tras un momentáneo tantear en la oscuridad, puso su mano sobre el gran corcel, comprobando su señal de identificación. Trabajando sin luz alguna, ensilló y puso rápidamente las riendas al gran animal y, guiándole, cruzó el patio hasta una sombría calle lateral. La luna se ocultaba, y la frontera de las sombras flotantes se ensanchaba a lo largo del muro occidental. El silencio yacía sobre los palacios de mármol y las casuchas de barro de Eboracum, bajo las frías estrellas.
Bran tocó la faltriquera en su cinto, cargada con el oro acuñado que llevaba el sello de Roma. Había venido a Eboracum fingiéndose emisario de Pictdom, para actuar como espía. Pero, siendo un bárbaro, no había sido capaz de interpretar su papel con tranquila dignidad y distante formalidad. Guardaba un recuerdo tumultuoso de festines salvajes donde el vino fluía de fuentes; de mujeres romanas de blancos senos que, hartas de amantes civilizados, contemplaban con agrado a un bárbaro viril; de juegos de gladiadores; y de otros juegos donde los dados chasqueaban y rodaban y altas pilas de oro cambiaban de manos. Había bebido mucho y jugado temerariamente, al modo de los bárbaros, y había tenido una notable racha de suerte, debida posiblemente a la indiferencia con que ganaba o perdía. Para el picto el oro era como polvo que fluía entre los dedos. En su tierra no era necesario. Pero había aprendido su poder dentro de las fronteras de la civilización. Casi bajo la sombra del muro noroeste, vio alzarse ante él la gran torre de guardia que estaba conectada con el muro exterior, al que sobrepasaba. Una esquina de la fortaleza semejante a un castillo, más alejada del muro, servía como prisión. "ran dejó su caballo en un oscuro callejón, con las riendas colga^do en el suelo, y se adentró como un lobo al acecho entre las sombras de la fortaleza.
El joven oficial Valerias fue despertado de un sueño ligero e inquieto por un ruido sigiloso en los barrotes de la ventana. Se levantó a medias, maldiciendo quedamente mientras la débil luz de las estrellas que dibujaba los barrotes de la ventana caía sobre el desnudo suelo de piedra y le recordaba su desgracia. Bueno, en unos cuantos días saldría de allí, pensó; Sulla no sería demasiado severo con un hombre con tan altos contactos. Y entonces, ¡que algún hombre o mujer se morara de él! ¡Maldito fuera aquel picto insolente! Pero alto, pensó de pronto, recordando, ¿qué era el sonido que le había despertado?
—¡Pssssst! —decía una voz desde la ventana. ¿Por qué tanto secreto? Mal podía ser un enemigo, pero... ¿por qué iba a ser un amigo? Valerius se levantó y cruzó su celda, acercándose a la ventana. En el exterior todo estaba medio a oscuras bajo la luz de las estrellas, y no pudo distinguir sino una forma sombría junto a la ventana.
—¿Quién eres?
Se acercó más a los barrotes, forzando sus ojos en la penumbra. Su respuesta fue un rugido de risa lobuna y un largo destello metálico bajo las estrellas. Valerius se apartó tambaleándose de la ventana y se derrumbó al suelo, agarrándose el cuello, emitiendo un horrible gorgoteo al intentar chillar. La sangre se derramaba entre sus dedos, formando alrededor de su cuerpo convulso un charco que reflejaba la tenue luz de las estrellas con un tono apagado y rojizo. Bran se deslizó en el exterior como una sombra, sin detenerse a mirar en la celda. Un minuto más y los guardias aparecerían por la esquina siguiendo su rutina regular. Oía ya el paso mesurado de sus pies calzados de hierro. Antes de que se hicieran visibles se había desvanecido, y los guardias pasaron caminando impasibles ante las ventanas de la celda sin imaginar el cadáver que yacía en el suelo dentro de ella. Bran cabalgó hasta la puerta pequeña del muro occidental, sin que le interpelara la soñolienta guardia. ¿Qué invasión extranjera podía temerse en Eboracum? Además, algunos bandidos bien organizados y ladrones de mujeres hacían provechoso para los centinelas el no ser demasiado vigilantes. Sin embargo, el solitario guardia de la puerta occidental —sus compañeros yacían borrachos en un burdel cercano— levantó su lanza y le masculló un alto a Bran y que se identificara. El picto se le acercó silenciosamente a caballo. Enmascarado en la oscura capa, le pareció al romano tenue y confuso, y sólo fue consciente del resplandor de sus fríos ojos en la penumbra. Pero Bran alzó la mano a la luz de las estrellas y el soldado percibió el resplandor del oro; en la otra mano vio brillar un largo puñal. El soldado entendió, y no vaciló entre la elección de ser sobornado con oro o luchar a muerte con aquel jinete desconocido que aparentemente era un bárbaro de alguna especie. Con un gruñido bajó su lanza y abrió la puerta. Bran la cruzó al galope, arrojando un puñado de monedas al romano. Cayeron a sus pies en una lluvia dorada, tintineando contra las losas. Se agachó lleno de apresurada codicia a cogerlas y Bran Mak Morn cabalgó hacia el oeste como un espectro volando en la noche.
Bran Mak Morn llegó a los sombríos pantanos del oeste. Un viento frío soplaba a través de la oscura desolación, y unas cuantas garzas aleteaban pesadamente en el cielo gris. Los largos juncos y la hierba del pantano ondulaban como un quebrado oleaje, y entre la desolación de las tierras baldías algunos lagos inmóviles reflejaban la luz apagada. Aquí y allá se alzaban montecillos curiosamente regulares por encima del nivel general, y contra el sombrío cielo Bran vio una lúgubre hilera de monolitos... Menhires. ¿Qué manos sin nombre los habían levantado? Como una tenue raya azul hacia el oeste se divisaban las colinas que, más allá del horizonte, se convertían en las agrestes montañas de Gales, donde moraban aún salvajes tribus célticas..., feroces hombres de ojos azules que no conocían el yugo de Roma. Una hilera de torres de vigilancia fuertemente guarnecidas les mantenía a raya. Incluso ahora, muy lejos en los páramos, Bran distinguió la inexpugnable fortaleza que los hombres llamaban la Torre de Trajano. Aquellas extensiones desnudas parecían la triste culminación de la desolación, pero no carecían totalmente de vida humana. Bran encontró a los silenciosos hombres de los pantanos, reticentes, oscuros de ojos y cabellera, hablando una lengua extrañamente mezclada cuyos elementos, largo tiempo revueltos, habían olvidado sus originales fuentes separadas. Bran reconoció en esa gente cierto parentesco consigo mismo, pero les contempló con el desprecio del patricio de sangre pura hacia los hombres fruto del mestizaje.
No era que la gente común de Caledonia fuera totalmente de sangre pura; sus cuerpos rechonchos y miembros macizos provenían de una primitiva raza teutónica que se había abierto paso hasta la punta norte de la isla incluso antes de que la conquista celta de Inglaterra fuera completada, y había sido absorbida por los pictos. Pero los jefes del pueblo de Bran habían guardado su sangre de impurezas extranjeras desde los albores del tiempo, y él en persona era un picto de puro linaje de la Vieja Raza. Pero estos hombres de los pantanos, arrollados repetidamente por los conquistadores britanos, gaélicos y romanos, habían asimilado sangre de cada uno de ellos, y en el proceso casi habían olvidado su lengua y linaje originales. Pues Bran provenía de una raza muy vieja, que se había extendido sobre la Europa occidental en un vasto Imperio Oscuro, antes de la llegada de los arios, cuando los antepasados de los celtas, los helenos y los germanos eran un solo pueblo original, antes de los días en que las tribus se dividieron y emigraron hacia el oeste. Sólo en Caledonia, rumiaba Bran, había resistido su pueblo la inundación de la conquista aria. Había oído hablar de un pueblo picto llamado vascos, que en los barrancos de los Pirineos se llamaba a sí mismo raza invicta; pero sabía que habían pagado tributo durante siglos a los antepasados de los gaélicos, antes de que esos conquistadores célticos abandonaran su reino montañoso y pusieran vela hacia Irlanda. Sólo los pictos de Caledonia habían permanecido libres, y se habían dispersado en pequeñas tribus enemistadas... El era el primer rey reconocido en quinientos años..., el principio de una nueva dinastía... No, la resurrección de una vieja dinastía bajo un nuevo nombre. Entre los mismos dientes de Roma soñaba con un imperio.
Vagó por los pantanos, buscando una Puerta. Nada dijo de su búsqueda a los habitantes de los pantanos, de ojos oscuros. Le dieron noticias que iban de boca en boca..., la historia de una guerra en el norte, el ruido de las gaitas de guerra a lo largo del Muro azotado por los vientos, de ruegos de reunión en los brezales, de llamas y humo, de rapiña y de espadas gaélicas saciándose en el mar escarlata de la masacre. Las águilas de las legiones se movían hacia el norte, y la vieja ruta resonaba bajo el paso mesurado de los pies calzados de hierro. Y Bran, en los pantanos del oeste, rió complacido. En Eboracum, Titus Sulla mandó en secreto que se buscara al emisario picto con nombre gaélico que había estado bajo sospecha, y que se había esfumado la noche en que el joven Valerius fue hallado muerto en su celda con el cuello abierto. Sulla sentía que la repentina llamarada de la guerra en el Muro estaba estrechamente conectada con su ejecución de un criminal picto condenado, y puso a trabajar a su red de espías, aunque estaba seguro de que Partha Mac Othna se hallaba en aquellos momentos muy lejos de su alcance. Se preparó a marchar de Eboracum, pero no acompañó a la considerable fuerza de legionarios que mandó al norte. Sulla era un hombre valiente, pero cada hombre tiene su propio temor oculto, y el de Sulla era Cormac na Connacht, el príncipe de negra cabellera de los gaélicos, que había jurado arrancarle el corazón al gobernador y comérselo crudo. Así que Sulla cabalgó con su omnipresente cuerpo de guardia hacia el oeste, donde se hallaba la Torre de Trajano, en unión de su belicoso comandante, Caius Camillus, al que nada alegraba más que tomar el sitio de su superior cuando las rojas olas de la guerra se estrellaban a los pies del Muro. Una política sinuosa, pero el legado de Roma rara vez visitaba aquella isla lejana, y con su riqueza e intrigas, Titus Sulla era el mayor poder de Inglaterra.
Bran, sabiendo todo esto, aguardaba pacientemente su llegada, en la choza abandonada que había tomado como vivienda. Un atardecer grisáceo cruzó a pie los pantanos, una austera figura, oscuramente recortada contra el apagado fuego escarlata del crepúsculo. Sentía la increíble antigüedad de la tierra que dormitaba, mientras caminaba como el último hombre el día después del fin del mundo... Pero al fin vio una muestra de vida humana..., una miserable choza de barro y juncos, oculta en el seno de los cañaverales del pantano. Una mujer le saludó desde la puerta abierta, y los sombríos ojos de Bran se entrecerraron con una oscura sospecha. La mujer no era vieja, pero la maligna sabiduría de las eras se hallaba en sus ojos; sus vestidos eran escasos y miserables, sus negros rizos enredados y descuidados, dándole un aspecto de salvajismo bien acorde con sus desagradables alrededores. Sus labios rojos reían, pero no había alegría en su risa, sólo un atisbo de burla, y bajo los labios sus dientes aparecían agudos y afilados como colmillos.
—¡Entrad, señor! —dijo—. Si no teméis compartir un techo con la bruja del paramo de Dagón...
Bran entró silencioso, y tomó asiento en un banco roto mientras la mujer se atareaba con el parco guiso que se cocía sobre un fuego en el escuálido hogar. Estudió sus movimientos flexibles, casi serpentinos, las orejas prácticamente puntiagudas, los ojos amarillos curiosamente oblicuos.
—¿Qué buscas en los pantanos, mi señor? —preguntó, volviéndose hacia él con un flexible giro de todo su cuerpo.
—Busco una Puerta —respondió él, la mejilla apoyada en el puño—. ¡He de cantarle una canción a los gusanos de la Tierra!
Ella se enderezó de golpe, y una tinaja cayó de sus manos para hacerse añicos en el suelo.
—Feas palabras, incluso pronunciadas en chanza —tartamudeó.
—No hablo para bromear, sino a propósito —respondió él. Ella meneó la cabeza.
—No sé a qué os referís.
—Bien que lo sabéis —replicó él—. ¡Cierto, bien que lo sabéis! Mi raza es muy vieja... Reinaron en Inglaterra antes de que las naciones de los celtas y los helenos nacieran del útero de los pueblos. Pero mi gente no fue la primera en Inglaterra. Por las pecas de tu piel, por tus ojos oblicuos, por la sangre de tus venas, hablo sabiendo lo que digo y queriéndolo decir.
Ella permaneció silenciosa un rato, los labios sonrientes pero el rostro inescrutable.
—¿Estás loco acaso? —preguntó—. ¿Acaso en tu locura vienes buscando aquello de lo que los hombres más bravos huyeron aullando en tiempos antiguos?
—Busco una venganza —respondió él— que sólo puede ser cumplida por Aquellos a los que busco. Ella meneó la cabeza.
—Has prestado oídos al canto de un pájaro; has soñado sueños vacíos.
—He oído el siseo de una víbora —gruñó él—, y no sueño. Basta de tejer palabras. He venido buscando el eslabón entre dos mundos; y lo he encontrado.
—No he de mentirte más, hombre del none —respondió la mujer—. Los que buscas moran bajo las colinas dormidas. Se han apartado, más y más lejos del mundo que conoces.
—Pero siguen aventurándose en la noche para capturar mujeres perdidas en los páramos —dijo él, contemplando sus ojos oblicuos.
Ella rió perversamente.
—¿Qué quieres de mí?
—Que me lleves a Ellos.
Ella echó atrás la cabeza riendo despectivamente. La mano izquierda de Bran se cerró como si fuera de hierro sobre la pechera del miserable vestido de la mujer, y la derecha aferró el puñal. Ella se le rió en la cara.
—¡Golpea y te condenarás, mi lobo del norte! ¿Acaso crees que mi vida es tan dulce como para que me aferré a ella, igual que el recién nacido al pecho?
Bran apartó la mano.
—Tienes razón. Amenazar es estúpido. Compraré tu ayuda.
—¿Cómo?
La voz sonriente zumbaba con irrisión. Bran abrió su faltriquera y derramó en su palma abierta un torrente de oro.
—Más riqueza de la que nunca soñaron los hombres de los pantanos.
Ella rió de nuevo.
—¿Qué es para mí ese metal oxidado? ¡Guárdalo para alguna romana de blancos senos que jugará a traicionar por ti!
—¡Dime un precio!—la urgió él—.La cabeza de un enemigo...
—Por la sangre de mis venas, con su herencia de odio antiguo, ¿quién es mi enemigo sino tú?
Rió y, saltando, le golpeó como una gata. Pero su daga se hizo pedazos en la cota de malla bajo la capa, y él la rechazó con un despectivo giro de la muñeca que la arrojó sobre el lecho cubierto de hierba. Tendida allí, ella se rió de él nuevamente.
—¡Te diré el precio, lobo mío, y puede que en días venideros maldigas la armadura que rompió la daga de Aria! —Se levantó y se le acercó, aferrando ferozmente la capa de Bran con sus manos inquietantemente largas—. ¡Te lo diré, Bran el Negro, rey de Caledonia! ¡Oh, sí, te conocí cuando llegaste a mi choza con tu negra cabellera y tus fríos ojos! Te conduciré a las puertas del Infierno si lo deseas..., ¡y el precio será los besos de un rey! ¿Qué ha sido de mi vida, destrozada y amarga?... Los hombres me aborrecen y me temen. ¡No he conocido el amor de los hombres, el abrazo de un brazo fornido, el aguijón de los besos de hombre, yo, Ada, la mujer-bestia de los páramos! ¿Qué he conocido salvo el solitario viento de los pantanos, el horrendo fuego de los fríos crepúsculos, el susurrar de las hierbas de los pantanos?... Los rostros que me hacen guiños en las aguas de las lagunas, la pisada de la noche..., cosas en las tinieblas, el destello de ojos rojizos, el horrible murmullo de criaturas innombrables en la noche... ¡Al menos, soy medio humana! ¿Acaso no he conocido la pena, el ansia y el dolor sollozante, y el terrible desgarro de la soledad? Dámelos, rey..., dame tus besos feroces y tu doloroso abrazo de bárbaro. Luego, en los largos años venideros, no llegaré a roer mi corazón en la vana envidia de las mujeres de blancos senos, pues tendré un recuerdo del que pocas pueden alardear... ¡Los besos de un rey! ¡Una noche de amor, oh rey, y te guiaré a las puertas del Infierno!
Bran la contempló sombríamente; tendió la mano y le aferró el brazo con sus dedos de hierro. Un estremecimiento involuntario le sacudió al contacto de su piel resbaladiza. Asintió ¡enrámente y, atrayéndola hacia sí, inclinó la cabeza para encontrar los labios que se le ofrecían. Las frías neblinas grises del alba envolvían al rey Bran como una capa empapada. Se volvió hacia la mujer, cuyos ojos oblicuos brillaban en la penumbra grisácea.
—Cumple tu parte del trato —dijo ásperamente—. Busco un eslabón entre los mundos, y lo he hallado en ti. Busco lo único que es sagrado para Ellos. Será la Llave que abra la Puerta que yace invisible entre Ellos y yo. Dime cómo puedo alcanzarla.
—Lo haré. —Los rojos labios sonrieron de un modo terrible—. Ve al montículo que los hombres llaman el Túmulo de Dagón. Aparta la piedra que bloquea la entrada y desciende al interior de la bóveda. El suelo de la cámara está hecho de siete grandes piedras, seis agrupadas alrededor de la séptima. Levanta la piedra del centro... ¡y lo verás!
—¿Encontraré la Piedra Negra? —preguntó él.
—El Túmulo de Dagón es la puerta a la Piedra Negra —respondió ella—, si osas seguir el Camino.
—¿Estará bien guardado el Símbolo? Inconscientemente, aflojó la hoja en su vaina. Los rojos labios se curvaron burlonamente.
—Si encuentras a alguien en el Camino, morirás como ningún mortal ha muerto en muchos siglos. La Piedra no está guardada como los hombres guardan sus tesoros. ¿Por qué iban a guardar lo que ningún hombre ha buscado jamás? Quizás Ellos estarán cerca, quizá no. Es un riesgo que debes correr, si deseas la Piedra. ¡Cuidado, rey de Pictdom! Recuerda que fue tu gente quien, hace tanto tiempo, cortó la hebra que les unía a la vida humana. Entonces eran casi humanos... Cubrían la tierra y conocían la luz del sol. Ahora se han apartado. No conocen la luz del sol y rehuyen la de la luna. Odian incluso a las estrellas. Muy, muy lejos se han apartado quienes en tiempos pudieron ser hombres, salvo por las lanzas de sus antepasados.
El cielo estaba cubierto de una neblina grisácea, a través de la cual el sol brillaba amarillo y frío, cuando Bran llegó al Túmulo de Dagón, una colina redondeada cubierta de una hierba rala y de apariencia curiosamente fungoide. Al este del montículo aparecía la entrada de un túnel de piedra toscamente construido, que evidentemente penetraba hasta la tumba. Bran aferró los bordes afilados y puso a prueba toda su fuerza. La piedra aguantó. Sacó la espada y metió la hoja entre el borde de la abertura y la piedra que la bloqueaba. Usando la espada como palanca, trabajó cuidadosamente y consiguió aflojar la gran piedra y apartarla a un lado. Un repugnante olor a matadero surgió de la abertura, y la tenue luz del sol pareció no tanto iluminar la cavernosa entrada como ser contaminada por la rancia oscuridad que se aferraba a ella. Espada en mano, dispuesto a no sabía qué, Bran tanteó su camino en el túnel, que era largo y estrecho, construido con Piedras fuertemente unidas, y demasiado bajo para permanecer de pie. O sus ojos se acostumbraron de algún modo a las tinieblas, o la oscuridad, después de todo, era en cierto modo lluminada por la luz del sol que se filtraba a través de la entrada. De cualquier modo, llegó a una cámara baja y redondeada y logró distinguir su contorno general, en forma de cúpula. Allí, sin duda, habían reposado en tiempos antiguos los huesos de aquel por el que se habían unido las piedras de la tumba y se había amontonado sobre ellas la tierra; pero ahora de esos huesos no quedaba vestigio alguno en el suelo de piedra. Inclinándose muy cerca y forzando los ojos, Bran distinguió la extraña y sorprendentemente regular forma de aquel suelo: seis losas bien cortadas agrupadas alrededor de una séptima piedra de seis lados.
Introdujo la punta de su espada en una grieta y presionó cuidadosamente. El borde de la piedra central se inclinó ligeramente hacia arriba. Con algo de trabajo la levantó, dejándola apoyada contra el curvado muro. Forzando los ojos, vio sólo la bostezante oscuridad de un pozo negro, con pequeños y gastados escalones que llevaban hacia abajo hasta perderse de vista. No vaciló. Aunque la piel entre sus omoplatos se estremecía, se descolgó en el abismo y sintió como la pegajosa oscuridad le tragaba. Tanteando hacia abajo, dejó resbalar los pies tropezando en escalones demasiado pequeños para pies humanos. Haciendo fuerza con una mano en la pared del pozo, recobró el equilibrio, temiendo una caída en abismos ignotos y oscuros. Los peldaños estaban tallados en la roca sólida, aunque se hallaban muy desgastados. A medida que avanzaba, menos parecidos a peldaños eran, y más semejantes a meros bultos de piedra gastada. Entonces la dirección del pozo cambió abruptamente. Seguía conduciendo hacia abajo, pero con una leve inclinación por la que podía andar, los codos apretados contra los estrechos costados, la cabeza inclinada bajo el techo curvado. Los peldaños habían desaparecido por completo, y la piedra era resbaladiza al tacto, como la morada de una serpiente. ¿Qué criaturas se habían deslizado por aquel abrupto pozo, se preguntó Bran, y durante cuántos siglos?
El túnel se estrechó hasta que Bran encontró bastante difícil recorrerlo. Se tendió de espaldas y se impulsó con las manos, los pies por delante. Sabía pese a todo que se hundía más y más en las mismas entrañas de la Tierra; no osaba imaginar a cuánta profundidad se hallaba. Entonces, más adelante, un tenue fuego fatuo tino la negrura abismal. Sonrió salvajemente, sin alegría alguna. Si Aquellos a los que buscaba caían de pronto sobre él, ¿cómo podría luchar en aquel estrecho pozo? Pero había abandonado todo miedo personal cuando inició su búsqueda infernal. Siguió arrastrándose, sin pensar en nada salvo en su objetivo. Por fin llegó a un vasto espacio donde pudo ponerse en pie. No podía ver el techo, pero tuvo una impresión de enormidad mareante. La oscuridad reinaba en todas direcciones, y detrás de él pudo ver la entrada al pozo del que acababa de salir..., un pozo de negrura en la oscuridad. Y frente a él, una extraña y horrenda radiación brillaba alrededor de un austero altar hecho de cráneos humanos. No pudo determinar la fuente de esa luz, pero en el altar reposaba un objeto lúgubre y negro como la noche..., ¡la Piedra Negra! Bran no perdió tiempo dando gracias porque los guardianes de la horrenda reliquia no se hallaran en las proximidades. Cogió la Piedra y, aterrándola bajo su brazo izquierdo, se arrastró nuevamente hacia el pozo. Cuando un hombre le da la espalda al peligro, su pegajosa amenaza acecha con mayor horror que cuando avanza de frente hacia él. Así, Bran, arrastrándose de regreso por el ensombrecido pozo con su espantoso trofeo, sintió la oscuridad caer sobre él y deslizarse a sus espaldas, sonriendo con colmillos goteantes. Un sudor pegajoso perló su carne, y se apresuró hasta el límite de sus fuerzas, tendiendo el oído hacia cualquier sonido sigiloso que delatara a formas repugnantes pisándole los talones. Se estremeció convulsivamente a su pesar, y el vello de su nuca se erizó como si a su espalda soplara un viento frío.
Cuando llegó al primero de los diminutos peldaños sintió como si hubiera ganado las fronteras exteriores del mundo mortal. Ascendió por ellos, tropezando y resbalando, y con un profundo suspiro de alivio, llegó a la tumba, cuya espectral grisura parecía la luz del mediodía en comparación con las profundidades estigias que acababa de atravesar. Volvió a colocar la piedra central y salió a la luz del día y al exterior, y nunca agradeció tanto la fría luz amarilla del sol que expulsaba las sombras de las negras pesadillas aladas de miedo y locura que parecían haberle dominado al salir de las negras profundidades. Empujó la gran piedra que bloqueaba la entrada, poniéndola de nuevo en su sitio, y recogiendo la capa que había dejado a la boca de la tumba, envolvió en ella la Piedra Negra y se alejó presuroso, estremeciéndole el alma una profunda revulsión y repugnancia que daba alas a sus pasos. Un silencio gris pesaba sobre la tierra. Estaba tan desolada como el lado ciego de la luna; pero con todo, Bran sentía las potencialidades de la vida..., bajo sus pies, en la tierra marrón..., durmiendo. Mas ¿cuan pronto se despertaría, y de qué horrendo modo?
Llegó a la inmóvil y profunda laguna llamada Laguna de Dagón tras cruzar los altos cañaverales que la ocultaban. Ni la más leve ondulación estremecía la fría agua azul para delatar al horrible monstruo que según la leyenda habitaba en las profundidades. Bran examinó atentamente el silencioso paisaje. No vio señal alguna de vida, humana o inhumana. Buscó los instintos de su alma salvaje para saber si algún ojo invisible clavaba su mirada letal sobre él, y no halló ninguna respuesta. Estaba tan solo como si fuera el último hombre de la Tierra. Desenvolvió rápidamente la Piedra Negra y, mientras descansaba en sus manos como una masa sólida y taciturna de oscuridad, se abstuvo de intentar descifrar el secreto de su material o examinar los crípticos caracteres tallados en ella. Sopesándola en sus manos y calculando la distancia, la arrojó bien lejos, de modo que cayese casi exactamente en mitad del lago. Un chapoteo apagado, y las aguas se cerraron sobre ella. Hubo un instante de reflejos centelleantes en el seno del lago; luego la superficie azul se extendió de nuevo plácida y lisa. La mujer-bestia se volvió con celeridad cuando Bran se acercó a su puerta. Sus ojos oblicuos se agrandaron.
—¡Tú! ¡Y vivo! ¡Y cuerdo!
—He estado en el Infierno y he regresado —gruñó él—. Es más, tengo lo que buscaba.
—¿La Piedra Negra? —exclamó ella—. ¿Osaste realmente robarla? ¿Dónde está?
—No importa; pero la noche pasada mi caballo relinchó en su establo, y oí aplastarse algo bajo sus cascos que no era la pared del establo... Y había sangre en sus cascos cuando fui a ver, y sangre en el suelo del establo. Y he oído sonidos sigilosos en la noche, y ruidos bajo mi suelo, como de gusanos que se enterraran profundamente en la Tierra. Saben que he robado su Piedra. ¿Me has traicionado?
Ella meneó la cabeza.
—Guardo tu secreto; no precisan de mi palabra para conocerte. Cuanto más se han retirado del mundo de los hombres, mayores se han hecho sus poderes en otras formas increíbles. Algún día tu choza estará vacía, y si los hombres se atreven a investigar no encontrarán nada..., excepto fragmentos de tierra en el polvo del suelo.
Bran sonrió de un modo terrible.
—No he planeado tanto y me he afanado de tal modo para caer presa de las garras de esa carroña. Si Ellos me atacan por la noche, nunca sabrán qué ha sido de su ídolo..., o lo que sea para Ellos. Hablaría con Ellos.
—¿Te atreves a venir conmigo y encontrarte con Ellos en la noche? —preguntó ella.
—¡Por el trueno de los dioses! —gruñó él—. ¿Quién eres tú para preguntarme si me atrevo? Condúceme a Ellos y deja que esta noche intente conseguir una venganza. La hora de la retribución se aproxima. En el día de hoy veo yelmos plateados y escudos brillantes relucir en los pantanos... El nuevo comandante ha llegado a la Torre de Trajano, y Caius Camillus ha marchado hacia el Muro.
Esa noche el rey fue a la oscura desolación de los páramos con la silenciosa mujer-bestia. La noche era negra y quieta como si la Tierra yaciera bajo un sopor antiguo. Las estrellas parpadeaban borrosas, meros puntos rojos luchando a través de las calladas tinieblas. Su brillo era más débil que el resplandor en los ojos de la mujer que se deslizaba junto al rey. Extrañas ideas sacudían a Bran, vagas, titánicas, primigenias. Esa noche se agitaban en su alma lazos ancestrales con aquellos pantanos soñolientos, y le turbaban con las formas fantasmales, veladas por los eones, de sueños monstruosos. La vasta edad de su raza le agobiaba; donde ahora caminaba él como forajido y extraño, habían reinado en viejos tiempos reyes de ojos oscuros del mismo linaje que él. Al lado de su gente, los invasores celtas y romanos eran como extraños para aquella vieja isla. Pero también su raza había sido invasora, y había una faza más vieja que la suya..., una raza cuyos inicios se perdían escondidos entre el oscuro olvido de la antigüedad.
Ante ellos se alzaba una hilera de pequeñas colinas, que orinaban la extremidad más oriental de las extensas cordilleras que en la lejanía se alzaban finalmente en las montañas de Gales. La mujer tomó un camino que podría haber sido un sendero de ovejas y se detuvo ante una gran caverna que parecía bostezar negramente.
—¡Una puerta hacia aquellos a los que buscas, oh rey! —Su carcajada resonó llena de odio en las tinieblas—. ¿Osas entrar?
Los dedos de Bran se cerraron en los revueltos rizos de ella y la sacudió ferozmente.
—Pregúntame una vez más si me atrevo —rechinó—, ¡y tu cabeza y tus hombros dejarán de estar juntos! Guíame.
La risa de la mujer era como un veneno dulce y mortífero. Entraron en la cueva y Bran hizo entrechocar el pedernal y el eslabón. El destello de la yesca le mostró una caverna amplia y polvorienta, de cuyo techo pendían racimos de murciélagos. Encendió una antorcha, la levantó, y examinó las sombrías extensiones; no vio nada salvo polvo y vacío.
—¿Dónde están? —gruñó.
Ella le indicó el fondo de la caverna y se apoyó contra el áspero muro, como por casualidad. Pero los agudos ojos del rey captaron el movimiento de su mano apretando fuertemente un saliente. Retrocedió de un salto al abrirse de pronto un pozo negro y redondo a sus pies. De nuevo la risa de la mujer le hirió como un afilado cuchillo plateado. Acercó la antorcha a la abertura y otra vez vio peldaños desgastados que conducían hacia abajo.
—No necesitan esos peldaños —dijo Atia—. En tiempos los necesitaron, antes de que tu gente les arrojara a la oscuridad. Pero tú los necesitarás.
Puso la antorcha en un hueco encima del pozo; arrojaba una tenue luz rojiza a la oscuridad inferior. Le señaló el pozo y Bran aflojó la espada y entró en él. Mientras bajaba, penetrando en el misterio de la oscuridad, la luz por encima de él se desvaneció, y pensó por un instante que Arla había vuelto a cubrir la abertura. Luego se dio cuenta de que ella descendía tras él. El descenso no fue largo. De pronto Bran sintió que sus pies tocaban suelo sólido. Ada se descolgó a su lado y permaneció dentro del tenue círculo de luz. Bran no podía ver los límites del lugar al que había llegado.
—Muchas cuevas en estas colinas —dijo Ada, cuya voz sonaba baja y extrañamente frágil en aquella vastedad— no son sino puertas a cuevas más grandes que se hallan debajo, al igual que las palabras y los actos de un hombre son sólo pequeñas indicaciones de las oscuras cavernas de turbio pensamiento que se hallan detrás y debajo de ellos.
De pronto Bran fue consciente de un movimiento en las tinieblas. La oscuridad se llenó de ruidos cautelosos que no eran como los hechos por pie humano alguno. Empezaron a destellar de pronto pequeñas chispas que flotaron en la oscuridad, como luciérnagas que parpadeaban. Se acercaron más, hasta que les rodearon en una amplia media luna. Y más allá del anillo brillaban otras chispas, todo un mar de ellas, desvaneciéndose a lo lejos en las tinieblas hasta que las más distantes no eran sino meros alfileres de luz. Y Bran supo que eran los ojos oblicuos de los seres que se le habían aproximado en número tal que su mente se tambaleaba al imaginarlo... y ante la vastedad de la caverna. Enfrentado ahora a sus viejos enemigos, Bran no tuvo miedo. Sentía las oleadas de terrible amenaza emanando de ellos, el odio horrible, la amenaza inhumana acechando al cuerpo, la mente y el alma. Entendió el horror de su situación mejor que un miembro de una raza menos antigua, pero no sintió miedo, aunque se enfrentaba al Horror definitivo de los sueños y leyendas de su raza. Su sangre fluía ferozmente, pero era con la cálida excitación del riesgo, no impulsada por el terror.
—Saben que tienes la Piedra, oh rey —dijo Atia, y aunque él sabía que la mujer tenía miedo, aunque sentía sus esfuerzos físicos para controlar sus miembros temblorosos, no había estremecimiento alguno de miedo en su voz—. Te hallas en peligro mortal; conocen tu estirpe de antiguo... Recuerdan los días en que sus antepasados eran hombres... No puedo salvarte; ambos moriremos como ningún humano ha muerto en diez siglos. Habíales, si quieres; pueden entender tu lenguaje, aunque puede que tú no entiendas el suyo. Pero no servirá de nada... Eres un ser humano... y un picto.
Bran rió, y el círculo de fuego que se estrechaba retrocedió ante el salvajismo de su carcajada. Sacando su espada con un rechinar de acero que helaba el alma, se puso con la espalda contra lo que esperaba fuera un sólido muro de piedra. Enfrentando los ojos destellantes con la espada aferrada en la diestra V la daga en la siniestra, rió como gruñe un lobo sediento de sangre.
—¡Cierto! —gruñó—. Soy un picto, el hijo de aquellos guerreros que empujaron ante ellos a vuestros bestiales antepasados como briznas ante la tormenta. Que inundaron la tierra con vuestra sangre y amontonaron vuestros cráneos como sacrificio a la Mujer-Luna. Vosotros, que en tiempos antiguos huísteis ante mi raza, ¿osáis ahora gruñir ante vuestro amo? ¡Caed sobre mí como una inundación, si os atrevéis! ¡Antes de que vuestros colmillos de víbora beban mi vida segaré a multitud de vosotros como a cebada madura! ¡Con vuestras cabezas cercenadas haré una torre, y con vuestros cuerpos mutilados alzaré un muro! ¡Perros de la oscuridad, carroña del Infierno, gusanos de la Tierra, avanzad y probad mi acero! ¡Cuando la Muerte me halle en esta oscura caverna, quienes vivan de vosotros aullarán por las veintenas de vuestros muertos, y vuestra Piedra Negra estará perdida para siempre, pues sólo yo sé dónde está escondida, y ni todas las torturas de todos los Infiernos podrán arrancar el secreto de mis labios!
Siguió después un tenso silencio. Bran se enfrentó a la oscuridad constelada de fuegos, como un lobo acorralado, esperando la carga; a su lado la mujer se encogió, con los ojos llameantes. Entonces, del anillo silencioso que flotaba más allá de la tenue luz de la antorcha se alzó un vago y aborrecible murmullo. Dioses, ¿era eso el lenguaje de criaturas que una vez se habían llamado hombres? Ada se enderezó, escuchando atentamente. De sus labios surgieron las mismas sibilaciones suaves y horribles, y Bran, aunque conocía ya el espantoso secreto de su ser, supo que nunca volvería a tocarla sin que se le estremeciera el alma de asco. Atia se volvió hacia él; una extraña sonrisa curvaba sus rojos labios levemente bajo la luz fantasmal.
—¡Te tienen miedo, oh rey! Por los negros secretos de R'lyeh, ¿quién eres tú que hasta el propio Infierno tiembla ante ti? No tu acero, sino la desnuda ferocidad de tu alma ha creado un miedo desusado en sus extrañas mentes. Comprarán la Piedra Negra a cualquier precio.
—Bien. —Bran enfundó sus armas—. Han de prometerme no molestarte a causa de la ayuda que me has prestado. —Su voz era como el ronroneo de un tigre de caza—. Y entregaran en mis manos a Titus Sulla, gobernador de Eboracum, ahora al mando de la Torre de Trajano. Eso Ellos pueden hacerlo... Cómo, no lo sé. Pero sé que en los viejos días, cuando tu pueblo guerreaba con estos Hijos de la Noche, los infantes desaparecían de chozas vigiladas y nadie veía ir o venir a los ladrones. ¿Entienden?
De nuevo se alzaron los tenues y espantosos sonidos, y Bran, que no temía su ira, se estremeció ante sus voces.
—Entienden —dijo Ada—. Lleva la Piedra Negra al Anillo de Dagón mañana por la noche, cuando la Tierra se halle velada con la negrura que precede al amanecer. Deja la Piedra en el altar. Allí llevarán Ellos a Titus Sulla para ti. Confía en Ellos, no han interferido en los asuntos humanos durante muchos siglos, pero mantendrán su palabra.
Bran asintió y, dándose la vuelta, trepó la escalera con Atia siguiéndole de cerca. Una vez en la cima se volvió y miró abajo nuevamente. Hasta donde podía ver flotaba un destellante océano de ojos amarillos vueltos hacia arriba. Pero los poseedores de aquellos ojos se mantenían cuidadosamente más allá del tenue círculo de luz de la antorcha, y nada pudo ver de sus cuerpos. Su lenguaje apagado y siseante ascendió hasta él, y se estremeció mientras su imaginación visualizaba, no una multitud de criaturas bípedas, sino un enjambre, una revuelta miríada de serpientes, contemplándole con sus ojos brillantes que no pestañeaban. Se izó a la caverna superior y Ada puso de nuevo en su lugar la piedra que cerraba la entrada. Encajó en el pozo con increíble precisión; Bran fue incapaz de discernir grieta alguna en el suelo aparentemente sólido de la caverna. Ada hizo un gesto para apagar la antorcha, pero el rey la detuvo.
—Mantenía así hasta que estemos fuera de la cueva —gruñó—. Podríamos pisar una víbora en la oscuridad.
La risa dulzona y llena de odio de Ada se alzó enloquecedoramente en las tinieblas parpadeantes. No mucho antes del ocaso Bran volvió de nuevo a la orilla cubierta de cañaverales de la Laguna de Dagón. Dejando en e1 suelo la capa y el cinto de la espada, se quitó las polainas as cuero. Luego, con la daga entre los dientes, entró en el agua con la fluida facilidad de una foca que se zambulle. Nadando con fuerza, llegó al centro del pequeño lago y se sumergió en él. La laguna era más profunda de lo que había pensado. Parecía que nunca iba a llegar al fondo, y cuando lo hizo, sus manos no lograron encontrar lo que buscaba. Un rugido en sus oídos le advirtió, y nadó hasta la superficie. Tragando profundas bocanadas de aire refrescante, volvió a sumergirse y de nuevo su búsqueda resultó infructuosa. Por tercera vez buscó en las profundidades, y esta vez sus manos, tanteando, encontraron un objeto familiar en el barro del fondo. Aterrándolo, nadó de vuelta a la superficie. La Piedra no era particularmente grande, pero era pesada. Nadó sin apresurarse, y de pronto fue consciente de un curioso movimiento de las aguas que le rodeaban y que no era causado por su propio esfuerzo. Hundiendo el rostro bajo la superficie, intentó penetrar las profundidades azules con la mirada y creyó ver una sombra borrosa y gigantesca flotando en ellas.
Nadó más aprisa, sin atemorizarse pero lleno de cautela. Sus pies tocaron el fondo y salió caminando a la orilla. Mirando atrás vio las aguas remolinear y calmarse. Sacudió la cabeza, lanzando un juramento. Había descartado la vieja leyenda que hacía de la Laguna de Dagón la morada de un innombrable monstruo acuático, pero ahora tenía la sensación de que había escapado por los pelos. Los mitos desgastados por el tiempo de la vieja Tierra cobraban forma y vida ante sus ojos. Bran no podía imaginar qué forma primigenia acechaba bajo la superficie de aquella laguna traicionera, pero sintió que, después de todo, los hombres de los pantanos tenían razón al evitar el lugar. Bran se vistió, montó el corcel negro y cabalgó a través de los pantanos, bajo el desolado resplandor escarlata que sigue al crepúsculo, con la Piedra Negra envuelta en su capa. No cabalgó hacia su choza, sino hacia el oeste, en dirección a la Torre de Trajano y el Anillo de Dagón. Mientras cubría los kilómetros que le separaban de ellos, las rojas estrellas se apagaron con un parpadeo. La medianoche pasó sobre él; llegó la noche sin luna y Bran siguió cabalgando. Su corazón ardía por encontrarse con Tifus Sulla. Ada se había deleitado imaginando al romano retorciéndose bajo la tortura, pero no había tal idea en la mente del picto. El gobernador tendría su oportunidad con las armas...; con la propia espada de Bran se enfrentaría a la daga del rey picto, y viviría o moriría según lo que hiciera. Y aunque Sulla era famoso como espadachín en codas las provincias, Bran no albergaba duda alguna sobre el desenlace.
El Anillo de Dagón estaba a cierta distancia de la Torre..., un taciturno círculo de piedras altas y delgadas puestas de pie, con un altar de piedra toscamente tallada en el centro. Los romanos contemplaban aquellos menhires con aversión; pensaban que los habían alzado los druidas. Pero los celtas suponían que el pueblo de Bran, los pictos, habían sido quienes los plantaron..., y Bran sabía muy bien qué manos habían erigido aquellos monolitos inexorables en eras perdidas, aunque la razón de ello sólo podía suponerla vagamente. El rey no cabalgó directamente hacia el Anillo. Le consumía la curiosidad sobre cómo sus lúgubres aliados pretendían llevar a cabo su promesa. Que Ellos podían arrebatar a Titus Sulla de entre sus propios hombres lo tenía por seguro, y creía saber cómo lo harían. Sintió que le roía una extraña incomodidad, como si hubiera jugado con poderes de calibre y profundidad ignoradas, y hubiera liberado fuerzas que no podía controlar. Cada vez que recordaba aquel murmullo reptilesco, aquellos ojos oblicuos de la noche anterior, un soplo frío le recorría la espina dorsal. Ya eran lo bastante aborrecibles cuando su gente les arrojó a las cavernas bajo las colinas, eras atrás. ¿En qué les habían convenido largos siglos de regresión? En su vida nocturna y subterránea, ¿habían retenido alguno de los atributos de la humanidad?
Algún instinto le urgía a cabalgar hacia la Torre. Sabía que se hallaba cerca; salvo por la espesa oscuridad, habría podido ver claramente su severo perfil coronando como un colmillo el horizonte. Incluso ahora debería ser capaz de distinguirlo tenuemente. Una premonición oscura y estremecedora le sacudió, y espoleó el corcel hasta ponerlo al galope. De pronto Bran se tambaleó en su silla como por un impacto físico, tan asombrosa era la sorpresa de lo que vio. ¡La inexpugnable Torre de Trajano ya no existía! La mirada asombrada de Bran descansó en un gigantesco montón de ruinas..., de piedra despedazada y granito desmoronado, del que surgían los extremos astillados de vigas rotas. En un rincón del amasijo una torre se alzaba del montón de cascotes, y se inclinaba ebriamente como si sus cimientos hubieran sido medio cortados. Bran desmontó y caminó hacia delante, aturdido por el asombro. La hondonada estaba llena en algunos lugares de piedras caídas y pedazos marrones del muro de mortero. La Cruzó y se adentró en las ruinas. Donde sólo unas pocas horas antes las losas habían resonado bajo el paso marcial de pies calzados de hierro, y los muros con el entrechocar de escudos y el aliento de las trompetas tocadas vigorosamente, reinaba ahora un silencio horripilante.
Casi bajo los pies de Bran, una forma rota se retorció y gimió. El rey se agachó sobre el legionario, que yacía en un pegajoso charco rojo creado por su propia sangre. Una sola mirada le mostró al picto que el hombre, espantosamente aplastado y roto, se estaba muriendo. Alzándole la ensangrentada cabeza, Bran aplicó su cantimplora a los labios convertidos en pulpa, y el romano, de modo instintivo, bebió largamente, tragando a través de sus dientes rotos. A la tenue luz de las estrellas Bran vio girar los ojos vidriosos.
—Los muros cayeron —musitó el moribundo—. Se derrumbaron como los cielos el día del fin del mundo. ¡Ah, Júpiter, de los cielos llovieron pedazos de granito y sillares de mármol!
—No he notado ningún terremoto. Bran frunció el ceño, desorientado.
—No era un terremoto —murmuró el romano—. Empezó antes del último amanecer; un débil ruido de garras y arañazos en lo profundo de la tierra- Los de la guardia lo oímos... Como ratas haciendo sus madrigueras, o como gusanos agujereando la tierra. Titus se rió de nosotros, pero lo oímos durante todo el día. Luego, a medianoche, la Torre tembló y pareció asentarse..., como si los cimientos estuvieran siendo minados...
Un estremecimiento sacudió a Bran Mak Morn. ¡Los gusanos de la Tierra! Miles de alimañas excavando como topos muy por debajo del castillo, minando los cimientos... Dioses, la comarca debía de estar llena de túneles y cavernas interconec-tadas... Aquellas criaturas eran aún menos humanas de lo que había pensado... ¿Qué horrendas formas de oscuridad había invocado en su ayuda?
—¿Qué hay de Titus Sulla? —preguntó, sosteniendo de nuevo la cantimplora contra los labios del legionario; en aquel instante el romano agonizante le parecía casi un hermano.
—En el mismo momento en que la torre temblaba oímos un terrible grito en la habitación del gobernador —murmuro el soldado—. Corrimos allí... Mientras rompíamos la puerta oímos sus alaridos... Parecían hundirse... ¡en las entrañas de la Tierra! Entramos; la habitación estaba vacía. Su espada manchada de sangre yacía en el suelo, en las losas de piedra del suelo había un agujero negro. Luego... las torres... vacilaron..., el... techo... se rompió; me arrastré... a través de... una tempestad... de... muros que caían.
Una fuerte convulsión sacudió a la rota figura.
—Tiéndeme —susurró el romano—. Me muero.
Había dejado de respirar antes de que Bran pudiera cumplir lo pedido. El picto se levantó, limpiándose mecánicamente las manos. Se apresuró a alejarse, y mientras galopaba por los pantanos oscurecidos, el peso de la maldita Piedra Negra bajo su capa era como el de una sucia pesadilla sobre el pecho de un mortal. Mientras se acercaba al Anillo, vio en su interior un brillo fantasmal, de tal modo que las severas piedras se delineaban como las costillas de un esqueleto en el que arde un fuego fatuo. El corcel resopló y se encabritó cuando Bran lo ató a uno de los menhires. Llevando la Piedra penetró en el horrible círculo, y vio a Atia de pie junto al altar, con una mano en la cadera, su cuerpo sinuoso ondulando a la manera de una serpiente. Todo el altar brillaba con una luz fantasmal, y Bran supo que alguien, probablemente Atia, lo había frotado con fósforo de alguna ciénaga o pantano. Se adelantó y, apañando su capa de la Piedra, arrojó el objeto maldito sobre el altar.
—He cumplido mi parte del pacto —gruñó.
—Y Ellos la suya—replicó ella—. ¡Mira... ahí vienen! Se volvió de golpe, y su mano aferró instintivamente la espada. Fuera del Anillo el gran corcel relinchó salvajemente y se encabritó. El viento nocturno gimió a través de la hierba ondulante, y un aborrecible y suave siseo se mezcló con él. Entre los menhires se derramó una oscura marea de sombras, caótica e inestable. El Anillo se llenó de ojos centelleantes que flotaban sobre el tenue y engañoso círculo de luz arrojado por el altar fosforescente. En algún lugar de la oscuridad una voz humana gemía y tartamudeaba incoherentemente. Bran se ten-só', las sombras del horror arañaban su alma.
Forzó la vista, intentando distinguir las formas de los que le rodeaban. Pero sólo distinguió hinchadas masas de sombra que crecían, se convulsionaban y retorcían con una consistencia casi líquida.
—¡Que cumplan su trato! —exclamó lleno de irritación.
—¡Mira entonces, oh rey! —gritó Arla, con una voz llena de penetrante escarnio.
Hubo un agitarse, un movimiento en las sombras que se retorcían, y de la oscuridad se arrastró, como un animal a cuatro patas, una figura humana que cayó y se revolvió a los pies de Bran, convulsa y maullante, y alzando el rostro de un muerto, aulló como un perro moribundo. Bajo la luz fantasmal, Bran, con el alma estremecida, vio los ojos vacuos y vidriosos, los rasgos carentes de sangre, los labios convulsos y cubiertos de la espuma de la locura más absoluta... Dioses, ¿aquél era Titus Sulla, el orgulloso señor de la vida y la muerte en la altiva ciudad de Eboracum?
Bran desenvainó la espada.
—Había pensado dar este golpe como venganza —dijo sombríamente—. Lo doy por compasión... Vale Caesar!
El acero relampagueó bajo la extraña luz y la cabeza de Sulla rodó hasta los pies del altar resplandeciente, donde quedó mirando hacia el cielo ensombrecido.
—¡No le hicieron daño! —La odiosa carcajada de Acia azotó el profundo silencio—. ¡Fue lo que vio y llegó a saber lo que le rompió el cerebro! Como toda su raza de pies torpes, nunca supo nada de los secretos de esta vieja tierra. ¡Esta noche ha sido arrastrado a través de los mas profundos pozos del Infierno, donde incluso tú habrías palidecido!
—¡Bueno es para los romanos que no conozcan los secretos de esta tierra maldita! —rugió Bran, enloquecido—, ¡con sus lagunas infestadas de monstruos, sus repugnantes mujeres brujas, sus cavernas perdidas y sus reinos subterráneos donde la oscuridad engendra formas del Infierno!
—¿Acaso son más repugnantes que un mortal que busca su ayuda? —exclamó Arla, con un alarido de temible alegría— ¡Dales su Piedra Negra!
Un aborrecimiento cataclísmico sacudió el alma de Bran con roja furia.
—¡Sí, tomad vuestra maldita Piedra! —rugió, cogiéndola del altar y lanzándola entre las sombras con tal salvajismo que los huesos se quebraron bajo su impacto.
Un frenético parloteo de lenguas espantosas se alzó y las sombras se agitaron como un torbellino. Por un instante se desprendió un segmento de la masa, y Bran gritó de repugnancia salvaje, aunque sólo obtuvo un breve atisbo de la cosa, la breve impresión de una cabeza ancha y curiosamente aplascada, labios colgantes y convulsos que dejaban al descubierto colmillos puntiagudos, y el horrendo cuerpo contrahecho de un enano que parecía... veteado..., todo ello coronado por aquellos ojos de reptil que no parpadeaban. ¡Dioses!... Los mitos le habían preparado para el horror en aspecto humano, el horror inducido por un rostro bestial y una achaparrada deformidad..., pero aquél era el horror de la pesadilla y de la noche.
—¡Regresad a vuestro Infierno y llevaros con vosotros a vuestro ídolo! —gritó, blandiendo sus puños apretados hacia los cielos, a medida que las espesas sombras retrocedían, alejándose fluidamente de él como las aguas pútridas de una negra inundación—. ¡Vuestros antepasados eran hombres, aunque extraños y monstruosos, pero, dioses, os habéis convertido en la horrible realidad con que mi gente os insultaba! ¡Gusanos de la Tierra, volved a vuestros agujeros y madrigueras! ¡Contamináis el aire y dejáis en la limpia tierra el rastro pegajoso de las serpientes en que os habéis convenido! Gonar tenía razón... ¡Hay formas demasiado aborrecibles incluso para usarlas contra Roma!
Se alejó de un salto del Anillo como un hombre rehuye el contacto de una serpiente enroscada, y liberó el corcel. Junto a él Atia aullaba con temibles carcajadas; todos los atributos humanos se habían desprendido de ella como una capa en la noche.
—¡Rey de Pictdom! —gritó—. ¡Rey de los idiotas! ¿Palideces ante tal nadería? ¡Quédate y deja que te enseñe los auténticos frutos de los pozos! Ja, ja, ja! ¡Corre, estúpido, corre! Pero estás manchado... ¡Les has invocado y ellos lo recordarán! ¡Y en su día volverán de nuevo a ti!
Bran aulló una maldición inarticulada y golpeó salvajemente a la mujer en la boca con la mano abierta. Ella se tambaleó; la sangre brotaba de sus labios, pero su risa demoniaca no hizo sino sonar más fuerte. Saltó a la silla, ansiando salvajemente el limpio brezal y las frías colinas azules del norte, donde podría sumergir su espada en la limpia matanza y su alma enferma en el rojo remolino de la batalla, y olvidar el horror que acechaba bajo los Pantanos del oeste. Dio rienda suelta al enloquecido corcel y cabalgó a través de la noche como un espectro acosado, hasta que la infernal carcajada de la aullante mujer-bestia murió detrás de él en la oscuridad".
Robert E. Howard