"Desperté abruptamente de un terrible sueño y miré sorprendido a mi alrededor. Y entonces vi el techo alto y abovedado y las ventanas estrechas de la habitación de mi amigo, y una sensación de intranquilidad me invadió al recordarlo todo; supe que todas las esperanzas de Andrew se habían cumplido. Yacía boca abajo en una gran cama, y los postes que la sujetaban se retorcían hacia arriba en increíbles perspectivas; la habitación estaba tapizada de grandes estanterías llenas de los libros y antigüedades familiares que ya me había acostumbrado a ver en aquella oscura esquina que formaba parte de la casona que había sido nuestro hogar común durante tantos años.
En una mesa al lado de la pared descansaba un vasto candelabro cuyo antiguo diseño había sido trabajado a mano hacia mucho tiempo, mientras que las finas cortinas habían sido cambiadas por unos espesos cortinones que apenas si dejaban pasar la luz, dando un ambiente lúgubre. Recordaba vivamente los acontecimientos que tuvieron lugar antes de mi confinamiento en aquella monstruosa fortaleza medieval. No fueron muy placenteros, y aún temblaba al recordar el diván en el que había estado tendido antes de encontrarme aquí; el diván en el que todo el mundo pensaba iba a ser mi último lugar de descanso. Los recuerdos estallaban en mi cabeza, trayéndome de nuevo las terribles circunstancias que me habían obligado a elegir entre una muerte verdadera y una hipotética, posteriormente reanimada por ciertos métodos terapéuticos sólo conocidos por mi colega, Marshall Andrews. Todo comenzó hace un año, a mi vuelta del Oriente, cuando descubrí, horrorizado, que había cogido la lepra durante mi estancia en el extranjero. Sabía que había asumido muchos riesgos al cuidar a mi hermano enfermo en las Filipinas, pero hasta que no volví a mi región nativa, no se hizo patente ningún síntoma. Fue Andrews el primero que se dio cuenta, ocultándomelo tanto tiempo como le fue posible; pero nuestra confianza mutua y amistad pronto reveló la horrible verdad.
Me vi obligado a confinarme entre los riscos que dominaban Hampden, entre muros y paredes arcaicos, corredores abovedados, fuera de los cuales no me permitía salir. Fue una existencia terrible, con la sombra amarilla constantemente colgada sobre mí; pero mi amigo jamás me traicionó, aunque se cuidaba de no contagiarse, trataba de que mi vida fuera lo más placentera y confortable posible. Su extendida, aunque algo siniestra fama de cirujano, hizo que no tuviese necesidad de consultar a ningún médico, el cual, posiblemente, me habría condenado a un hospital.
Sucedió casi al año de mi reclusión — a finales de agosto—, Andrews decidió hacer un viaje a las Indias Occidentales; para estudiar los métodos "nativos" en medicina, dijo. El venerable Simes, el factótum de la propiedad, quedó encargado de cuidarme. No se produjo ningún desarrollo negativo de la enfermedad, por lo que pude disfrutar de un período tolerable aunque solitario, durante la ausencia de mi compañero. Leí muchos de los libros que había ido adquiriendo Andrews en el curso de sus veinte años de práctica de la cirugía, y descubrí por qué su reputación, aunque muy grande y distinguida, era un poco siniestra. Muchos de los volúmenes hacían referencia a ciertas prácticas bastante alejadas de los métodos de la medicina moderna: artículos prohibidos sobre monstruosos experimentos cirujanos; descripciones de los extraños efectos que se producían en ciertos trasplantes de glándulas tanto en animales como en hombres; folletos sobre trasferencia de cerebros y rejuvenecimiento, y un montón de escritos fanáticos totalmente desautorizados por los físicos ortodoxos. También descubrí que Andrews era una autoridad en ciertos medicamentos oscuros; algunos de los pocos libros que hojeé revelaban que había pasado mucho tiempo en el estudio de la química y en la búsqueda de nuevas drogas que pudieran ser de algún interés en cirugía. Recordando todo lo que decían estos viejos tratados, me doy cuenta ahora de las infernales sugerencias que contenían y lo que influyeron en sus posteriores experimentos.
Andrews estuvo fuera bastante más tiempo del que yo había pensado, no volviendo hasta principios de noviembre, casi cuatro meses después de su partida; estaba ansioso por verle cuando llegó, a pesar de que mi estado había empeorado. Había llegado a un punto en el que debía guardar absoluto aislamiento para no ser descubierto. Pero mi ansiedad era pequeña comparado con la exuberancia que mostraba él, ya que durante su estancia en la India había trazado un plan; un plan que pensaba llevar a cabo con la ayuda de cierta droga que había aprendido de un "doctor" nativo de Haití. Cuando me dijo que el experimento tenía mucho que ver conmigo, me alarmé un poco; aunque difícilmente se podía estar peor en mi condición. Más de una vez había considerado la posibilidad de disfrutar el olvido que me podía proporcionar un revolver o la caída desde el tejado a las afiladas rocas que sobresalían abajo.
El siguiente día de su llegada, a la tenue luz del estudio, me contó con todo tipo de detalles su idea. Había encontrado una droga en Haití, una fórmula que podía desarrollar, que inducía a un estado de sueño profundo, a una especie de trance cercano a la muerte; los músculos se relajaban totalmente, incluso la respiración y los latidos del corazón cesaban mientras durasen los efectos. Andrews me dijo que había visto muchas veces sus efectos sobre los nativos. Algunos habían permanecido dormidos durante días, tan inmóviles como si estuvieran muertos. Esta animación suspendida, me explicó luego, es capaz de engañar incluso a cualquier examen médico. El mismo, de acuerdo a las leyes conocidas, había declarado muerto a un hombre que se hallaba bajo los efectos de la droga. Me aseguró, también, que el cuerpo del sujeto asumía la apariencia de un cadáver, haciéndose visible una especie de rigor mortis.
Durante algún tiempo sus propósitos no quedaron demasiado claros, pero cuando se fue haciendo patente el significado último de su palabras, comencé a sentir miedo y náuseas. Sin embargo, por otro lado, sentía una especie de alivio, pues el asunto podría significar al menos una especie de escape de mi situación, un escape de la muerte ordinaria y terrible producida por la lepra. En breves palabras, su plan consistía en administrarme una abundante dosis de droga y llamar a las autoridades locales, que inmediatamente me declararían muerto, haciendo que me enterrasen con prontitud. Estaba seguro que ellos me examinarían sin mucho detalle, por lo que pasarían por alto los síntomas de mi enfermedad, que en realidad eran pocos. Sólo habían pasado quince meses desde que cogí la lepra, mientras que la corrupción de la cerne tardaba al menos siete años.
Más tarde, dijo, resucitaría. Después de mi enterramiento en el panteón familiar —cerca de mi centenaria morada y escasamente a un cuarto de milla de su propio panteón— se realizarían los siguientes pasos del plan. Finalmente, una vez sellada mi losa y mi muerte divulgada, él abriría en secreto mi tumba y me traería de nuevo a la mansión, vivo y sin ningún daño. Era una plan macabro y atrevido, pero también la única esperanza de recuperar una cierta libertad; así que acepté su proposición, aunque no sin ciertas reticencias. ¿Qué pasaría si la droga dejase de hacer efecto mientras me hallaba dentro de la tumba? ¿Qué pasaría si el médico descubría mi estado y decidía internarme? Estas eran algunas de las dudas que me asaltaban antes de realizar el experimento. Aunque la muerte podía ser una especie de liberación para mi estado, me daba incluso más miedo que el azote amarillo; me aterrorizaba a pesar de estar bajo su guadaña constantemente durante todo aquel tiempo.
Afortunadamente, no me fue posible ver mi propio funeral, con sus horribles ritos. Todo salió como Andrews había planeado, incluso el subsiguiente desenterramiento. Nada mas tomar la dosis inicial de la droga traída de Haití, caí en un estado de semiparálisis y enseguida fui preso de un sueño profundo y oscuro como la noche. Tomé la droga en mi habitación, y Andrews me había comentado que pensaba aconsejar al médico que mi muerte se había producido por un paro cardiaco debido a la tensión nerviosa. Por supuesto, no pensaban embalsamarme —Andrews se ocuparía personalmente de eso—, y todo el proceso, incluyendo el transporte secreto de mi cuerpo desde la sepultura hasta la decrépita mansión, tardó tan sólo tres días. Se me dio sepultura al atardecer del tercer día, y Andrews rescató mi cuerpo aquella misma noche. Se ocupó de colocar de nuevo la hierba fresca tal y como la habían dejado los sepultureros. El viejo Simes, que había jurado guardar el secreto, ayudó a Andrews en su macabra tarea.
Yací en mi vieja y familiar cama durante una semana más. Debido a algún efecto inesperado de la droga, mi cuerpo permaneció totalmente paralizado, de tal forma que tan sólo podía mover la cabeza débilmente. Sin embargo, todos mis sentidos se hallaban alerta, y al cabo de una semana más fui capaz de tomar alimentos en grandes cantidades. Andrews dijo que mi cuerpo iba recuperando poco a poco su antigua sensibilidad, pero que, debido a la lepra, tardaba más tiempo de lo normal. Estaba muy interesado en analizar mis síntomas diarios, y siempre me preguntaba si sentía algo en especial. Trascurrieron muchos días antes de que fuera capaz de controlar todos los miembros de mi cuerpo, y aún más hasta que la parálisis dejó mis órganos, de forma que pudiese sentir las reacciones ordinarias corporales. Yacía aprisionado dentro de un viejo cascarón que parecía estar perpetuamente bajo los efectos de la anestesia. Sentía una extraña alienación que no era capaz de entender, considerando que mi cabeza estaba perfectamente viva y en buen estado de salud.
Andrews me explicó que se había llevado a cabo el primer proceso de reanimación, pero que no sabía exactamente cuándo terminaría la parálisis total del cuerpo; aunque mi condición no parecía preocuparle mucho considerando el intenso interés que había puesto en mis reacciones y estímulos desde el principio. Muchas veces, cuando hacia un alto en sus preguntas, yo podía observar un extraño brillo en sus ojos mientras me examinaba, una especie de destello victorioso que nunca se había atrevido a decir en palabras; aunque, a la vez, se hallaba dichoso por mi triunfo sobre la muerte y mi retomo a la vida. Sin embargo, sentía la presencia de ese horror con el cual tendría que enfrentarme en menos de seis años, cosa que me llenaba de pesadumbre y melancolía durante los aburridos días en los que esperaba pacientemente la vuelta de mis funciones corporales. Sin embargo, él me aseguraba que, en poco tiempo, disfrutaría de una existencia que pocos hombres han experimentado. Pero estas palabras no me impactaron con lo que realmente querían decir, con su siniestro significado, hasta muchos días después.
Durante mi aburrida permanencia en cama, Andrews y yo comenzamos a separarnos. Dejó de tratarme como un verdadero amigo, y tuve la sensación de que me miraba más como el objeto de sus experimentos. Descubrí inesperadas manías en él; pequeños actos de crueldad que incluso el endurecido Simes apenas podía soportar, y que a mí me disturbaban en gran manera. Frecuentemente observaba un trato cruel con pequeños especímenes vivos del laboratorio, pues se hallaba metido en varios experimentos ocultos sobre los trasplantes glandulares y musculares con conejos y cerdos de Guinea. También se había dedicado a experimentar con la nueva droga en curiosos experimentos de animación suspendida. Pero me contaba muy poco de todo esto; aunque el viejo Simes me hacía de vez en cuando algún comentario que arrojaba alguna luz sobre el asunto. No sabía exactamente qué era todo lo que sabia el anciano mayordomo, aunque seguramente había aprendido mucho, debido a ser el compañero constante de Andrews y mío.
Con el paso del tiempo, un sentimiento débil pero constante comenzó a arrastrarse por mi enfermo cuerpo; y con los síntomas de recuperación, Andrews tomó un fanático interés en mi caso. Aún parecía tener una aptitud más analítica que amistosa, y me tomaba el pulso y el ritmo cardiaco con entusiasmo. A veces, mientras me examinaba fervorosamente, veía cómo temblaban sus manos débilmente, un temblor que no era propio de todo un cirujano. Nunca había podido ver mi cuerpo en su totalidad desde que volví a despertar, pero con la vuelta del sentido del tacto, descubrí que mi cuerpo tenía ciertas formas que no me parecían familiares. Fui recobrando gradualmente el uso de mis manos y extremidades; y con el paso de la parálisis se fue haciendo patente una terrible sensación de distanciamiento. Mis miembros encontraban muchas dificultades para obedecer las órdenes de mi cerebro, y me hallaba totalmente desconcertado. Mis manos eran tan torpes que tuve que acostumbrarme a intentar las cosas varias veces. Todo esto debía ser, pensé, causado por el avance de mi enfermedad y el contagio de mi sistema nervioso. Como no sabia exactamente qué síntomas eran los iniciales (mi hermano se hallaba en un estado más avanzado de la enfermedad), no tenía ningún método de juicio; y como Andrews rehuía el tema, no tuve más remedio que permanecer en silencio.
Un día le pregunté a Andrews —al que ya no consideraba mi amigo— si podía intentar levantarme y sentarme en la cama. Al principio puso alguna objeción, pero luego, aconsejándome que me tapase con las sábanas hasta el cuello para no coger frío, accedió. Esto me pareció un poco extraño, ya que la temperatura reinante era muy agradable. Ahora que el otoño terminaba y el invierno esperaba agazapado, la habitación estaba siempre caldeada. Un escalofrío repentino en mitad de la noche, las ocasionales miradas a un trozo de cielo desde mi ventana, me hablaban del cambio de estación; no había ningún calendario colgado en las oscurecidas paredes. Ayudado amablemente por Simes, me senté en la cama, mientras Andrews miraba fríamente desde la puerta del laboratorio. Cuando conseguí sentarme, una débil sonrisa apareció en sus siniestras facciones, desapareciendo al instante por el pasillo oscuro. Su forma de comportarse no hizo que mi condición mejorase. El viejo Simes, generalmente tan cortés, últimamente parecía perdido en sus propias preocupaciones y me dejaba solo durante largos períodos de tiempo.
La terrible sensación de extrañeza se incrementó en mi nueva posición. Era como si los brazos y piernas que estaban bajo mi bata se negasen a obedecer los mandatos de mi mente, como si estuvieran agotadas y no fueran capaces de mover-se. Mis dedos, torpes, eran totalmente ajenos a mi sentido interior del tacto, y me asustaba el estar condenado el resto de mis días a una ausencia de sensaciones inducida por mi terrible enfermedad. La misma tarde que recobré parte de mis sensaciones empezaron los sueños. No sólo me sentía atormentado por la noche, sino también durante el día. Me despertaba, gritando horriblemente, de alguna pesadilla de la que prefería no acordarme. Estos sueños consistían preferentemente en sucesos macabros; cementerios nocturnos, cadáveres acechantes, y almas perdidas en un caos de luces y sombras. La terrible realidad de las visiones era lo que más me asustaba: era como si una influencia interior fuera la causante de esas visiones de tumbas a la luz de la luna e infinitas catacumbas de una muerte sin descanso. No podía saber su procedencia; y al cabo de una semana me hallaba sumido en abominables pensamientos que parecían crearse a sí mismos en mi recuperada consciencia.
En aquel tiempo comenzó a bullir un plan en mi interior para escapar de la vida intolerable a la que me había visto impelido. Andrews cada vez se preocupaba menos de mi, y sólo parecía interesado en los progresos en la recuperación de mis reacciones musculares normales. Cada día estaba más convencido de que, en aquel laboratorio al otro lado del pasillo, se llevaban a cabo experimentos nefastos; los chillidos de terror de los animales eran horribles y me ponían los nervios de punta. Además, estaba empezando a pensar que Andrews no me había ayudado sólo por mi propio beneficio, sino por algún motivo particular suyo. Las atenciones de Simes cada vez eran menores, y estaba convencido que el anciano servidor también tenía algo que ver con el malsano asunto.
Andrews ya no me trataba como a un amigo, sino como al objeto de sus experimentos; y no me gustó la forma en la que aparecía en el estrecho corredor con el escalpelo en las manos, mirando con una extraña aptitud de alerta. Jamás había visto una transformación igual en ningún hombre. Sus facciones naturales se habían hecho más duras y angulosas, y sus ojos brillaban como si el aliento de Satán bullera en su interior. Su mirada fría y calculadora me provocaba escalofríos, e hizo que reuniese las fuerzas suficientes para intentar escapar de su compañía lo antes posible. Durante esa época de locos sueños perdí la noción del tiempo, y no pude darme cuenta de lo rápido que pasaban los días. Las cortinas estaban echadas casi todo el día y la habitación permanecía iluminada por un enorme candelabro. Era una pesadilla irreal, una existencia horrible; aunque según pasaba el tiempo me sentía más fuerte. Siempre había contestado cuidadosamente a las preguntas de Andrews sobre mis progresos, pero ahora le ocultaba el hecho de que una poderosa vida bullía en mi interior según discurrían los días; por supuesto, no le dije nada acerca de que esperaba que me fuese útil en la crisis que se avecinaba.
Por fin, un gélido atardecer, cuando la luz de las velas se había extinguido y el pálido reflejo de la luna iluminaba mi cama a través de las oscuras cortinas, decidí levantarme y llevar a cabo mi plan. No había sentido ningún movimiento de mis guardianes desde hacía horas, y supuse que ambos estaban durmiendo en las habitaciones contiguas. Tirando suavemente de las mantas, me senté y salí cautelosamente de la cama, apoyando los pies en el suelo. El vértigo hizo presa en mí al instante, y estuve a punto de desmayarme. Pero finalmente recobré el vigor y, sujetándome a los postes de la cama, conseguí ponerme de pie por primera vez en muchos meses. Poco a poco una nueva fortaleza fue penetrando en mi interior y logré asir una bata negra que había sobre la silla. Era demasiado larga, pero servía de abrigo sobre mis ropas de cama. De nuevo me volvió esa sensación de extrañeza que había experimentado mientras guardaba cama; un sentimiento de alienación, una dificultad para que mis miembros reaccionasen de la manera que yo quería. Pero tenía que darme prisa antes de que desapareciesen de nuevo mis fuerzas. Tomé la precaución de ponerme unos zapatos viejos antes de salir; pero, aunque habría jurado que eran míos, me quedaban demasiado holgados y decidí que debían ser del viejo Simes.
Cogí el enorme candelabro, que brillaba a luz de la lun a, ya que no vi ningún otro objeto contundente, y comencé a mover con mucha cautela la puerta del laboratorio. Mis primeros pasos fueron inseguros y dificultosos, y, a causa de la oscuridad, me vi obligado a avanzar lentamente. Cuando llegué al umbral, pude ver a mi antiguo amigo echado sobre un sillón; a su lado había una pequeña estantería con botellas y un cristal. Lo vi reclinado en el sofá a la luz de la luna, sus facciones luminosas estaban retorcidas en una satisfecha sonrisa de borracho. En su regazo descansaba un libro abierto; uno de los macabros libros de su biblioteca privada. Durante largo tiempo permanecí inmóvil ante la escena, y entonces, dando un paso adelante, golpeé con el pesado candelabro su desnuda cabeza. El sordo crujido fue seguido por un chorro de sangre mientras el cuerpo caía al suelo con la cabeza abierta. No sentía ningún remordimiento de acabar con la vida de mi amigo de aquella forma. Pensé que los horribles —lo que quedaba de ellos— especímenes que había diseminados por la habitación en distintos estados de conservación y acabado eran suficiente prueba para no tener piedad de él. Andrews había ido demasiado lejos en sus experimentos como para continuar viviendo, y, como si yo fuera uno de sus monstruosos especímenes — de lo cual ahora tenía la horrible certeza—, era mi deber exterminarlo.
Supuse que acabar con Simes no iba a ser tarea tan fácil; en verdad sólo una suerte poco normal había hecho que encontrase a Andrews dormido. Cuando llegué finalmente a la puerta de la habitación del mayordomo, casi totalmente extenuado, supe que necesitaría de todas las fuerzas que me quedaban para completar la tarea. La habitación del viejo estaba sumida en la más absoluta oscuridad, situada en la parte norte de la casa, pero debió haber visto mi silueta recortándose en el umbral de la puerta. Gritó estridentemente y le arrojé el candelabro desde donde me encontraba. Golpeó algo blando, produciendo un sordo ruido en la oscuridad; pero los chillidos continuaron. En esos momentos todo era confuso, pero recuerdo que agarré al hombre y comencé a golpearlo mientras le quitaba la vida poco a poco. Pronunció una horda de palabras malsanas antes de que retirase mis manos de su cuerpo; gritó y suplicó clemencia mientras le apretaba con mis dedos. A duras penas pude reconocer la fuerza que manaba de mí en aquel demencial momento, una fuerza que había dejado al socio de Andrews en una condición semejante.
Retrocedí del oscuro habitáculo y me tambaleé hasta las escaleras que bajaban a la puerta principal; descendí a trompicones y, de alguna manera, llegué a la planta baja. No había ninguna lámpara encendida, tan sólo la débil luz de la luna que se filtraba por los estrechos ventanucos del recibidor. Pero me abrí camino a través de las frías, pesadas losas de piedra, aterrado por lo que acababa de hacer, y llegué a la puerta principal después de siglos de arrastrarme entre la oscuridad. Recuerdos vagos y macabras sombras parecían bullir en aquella antigua sala; sombras que una vez fueron amistosas y comprensibles, pero que ahora parecían extrañas e irreconocibles, de forma que bajé los escalones de la entrada con algo más que el miedo a mis espaldas. Durante breves momentos permanecí en el enorme umbral de piedra, contemplando los rayos de luna que se dirigían a la casa de mis antepasados, a menos de una milla de distancia. Pero el camino parecía largo, y por un momento me desesperé con sólo pensar en ello. Por fin cogí un palo de madera a modo de bastón y comencé a caminar por el ondulante camino.
Delante de mí, a poca distancia y brillando a la luz de la luna, se erguía la venerable mansión donde mis antepasados habían vivido y muerto. Sus torretas sobresalían espectrales en la difusa luz, y la negra sombra que se delimitaba en la colina cercana parecía bullir y ondularse, como si la mansión estuviera hecha de una sustancia irreal. Allí se erguía un monumento de medio siglo; un refugio para mis familiares, tanto jóvenes como ancianos, del que yo había renegado hacía mucho tiempo para vivir con el joven Andrews. Se hallaba libre de todas las maldades de aquella noche, y esperaba que siempre permaneciese así.
De alguna forma llegué a aquel antiguo lugar; aunque no recuerdo la última parte de la caminata. Estaba cerca del cementerio familiar, entre cuyas lápidas mohosas y decrépitas podría encontrar el olvido que tanto ansiaba. Mientras me acercaba, la luz de la luna me hizo reconocer la vieja familiaridad —tan ausente durante mi existencia antinatural—, cambiándome de una extraña manera. Me acerqué a mi propia tumba, y tuve una sensación de bienvenida; con ella llegó aquel sentimiento de alienación que tan bien conocía. Estaba contento de que se acercase el fin: ni tan siquiera me paré a examinar mis sensaciones hasta un poco después, cuando todo el horror de mi situación se hizo patente.
Intuitivamente sabia el lugar exacto de mi sepultura; la hierba apenas había tenido tiempo de crecer entre la tierra recientemente removida. Enceguecido me acerqué al montículo y comencé a escarbar la tierra húmeda. No se cuánto tiempo estuve escarbando hasta que mis dedos tropezaron al fin con el ataúd; pero chorreaba sudor y mis dedos no eran más que unos garfios sangrientos e insensibles. Por fin quité el último montón de tierra, y con dedos trémulos empecé a manipular la pesada tapa. Se movió un poco, y, cuando estaba dispuesto a abrir del todo la tapa, un olor nauseabundo asaltó mis narices. Permanecí rígido, aterrorizado. ¿Acaso algún idiota se había equivocado de tumba al enterrarme, haciendo que yo desenterrara otro cuerpo? Pues con toda seguridad no podía haber ningún error en que aquella era mi sepultura. Gradualmente se fue apoderando de mí una inseguridad espantosa mientras salía a gatas del agujero. Una mirada a ese nuevo rompecabezas seria suficiente. Aquella era, sin lugar a dudas, mi tumba... ¿pero qué estúpido había enterrado en ella a otra persona?
De repente sentí la sacudida de una revelación que salía del interior de mi cerebro. El olor, dejando de un lado el que producía la putrefacción, me parecía familiar, horriblemente familiar.. Pero aún no podía dar crédito a aquella horrible revelación. Musitando, maldiciendo, bajé de nuevo a aquella oscura cavidad y, con la ayuda de un fósforo, destapé completamente la tapa del ataúd. Entonces la cerilla se apagó, como si una mano fantasmagórica la hubiese extinguido, y volví a salir a gatas de aquel inmundo pozo, gritando lleno de miedo y terror.
Cuando recobré el conocimiento me hallaba delante de las puertas de mi antigua mansión, adonde me había dirigido después del terrible descubrimiento nocturno en el cementerio familiar. Pronto amanecería, y me abrí paso bajo la pálida, desvaída luz hasta llegar a mi estudio, del que había desertado hacía tantos años. Cuando saliese el sol, iría al antiguo pozo que se encuentra bajo el antiguo sauce del cementerio y arrojaría mi deforme ser al interior. Ningún otro hombre verá esta blasfemia que ha sobrevivido más de lo que debería. No sé lo que dirá la gente cuando vea mi tumba profanada, pero no me importa; sólo quiero buscar el olvido, escapar de todo lo que había contemplado entre las lápidas decrépitas y mohosas de aquel horrible lugar.
Ahora sé por qué Andrews actuaba con tanto secreto; aquella aptitud grotesca que adoptó tras mi muerte artificial. Me había tratado como a un espécimen suyo durante todo este tiempo, un espécimen que era la cima de sus conocimientos de cirugía, su obra de arte... un ejemplo de pervertido de arte para su propia contemplación. De dónde obtuvo Andrews aquel otro del que se sirvió para llevar a cabo sus propósitos, posiblemente no lo sepa nunca; pero me temo que lo trajo de Haití, junto con sus conocimientos de medicina. Cuando menos, esos largos y peludos brazos y esas horribles piernas cortas son totalmente desconocidas para mí... desconocidas para todas las leyes naturales de la materia. El pensamiento de que viviría torturado con aquel otro el resto de mi vida era como un infierno.
Ahora sólo puedo desear aquello que una vez fue mío; aquello que todo hombre tiene derecho a poseer hasta su muerte; aquello que pude contemplar, en un momento de pánico, en aquel antiguo cementerio cuando abrí la tapa del ataúd: mi propio cuerpo, marchito, podrido y sin cabeza".
H.P. Lovecraft/Duane W. Rimel