"Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos, pero yo, el que
escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en
verdad ocurrirán extrañas cosas, y se sabrás cosas secretas, y pasarán
muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo
hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otro dudarán, más unos pocos
habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí
grabados con un estilo de hierro.
El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror,
para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido
muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar
y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos
versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz
siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya
había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada
de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del
terrible Saturno. Si no me equivoco, el especial espíritu
del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino
en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.
En
una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos
hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo
vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta
puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano
Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde adentro. En
el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la
luna, las cárdenas estrella y las desiertas calles; pero el presagio y
el recuerdo del Mal no podían ser excluidos.
Estábamos rodeados por cosas que no puedo explicar distintamente; cosas materiales y espirituales,
la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y
por sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los
seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos,
mientras las facultades intelectuales yacen amodorradas.
Un peso
muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en
que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía;
todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban
nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban
ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba
en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos cada uno veía la
palidez de su propio rostro y el resplandor de las abatidas miradas de
sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo
– lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte – llenas
de Locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos
recordaba la sangre.
Porque en aquella cámara había otro de
nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía
tendido cuan largo era, genio y demonio
de las escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo!. Pero su
rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo habrá pagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en
nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de
los que van a morir. Más aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del
muerto estaba fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su
expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo
de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.
Poco
a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos,
perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron
hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de
aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la
canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como
la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un
hombre; pero ésta no era la sombre de un hombre o de un dios, ni de
ninguna cosa familiar.
Y, después de temblar un instante entre
las colgaduras del aposento, quedó por fin, a plena vista sobre la
superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe,
indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de
Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo
en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y
sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta
donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies
del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al
ver como la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a
contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las
profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en
voz muy baja, pregunté a la sombra cual era su morada y su nombre. Y la
sombra contestó:
"¡Yo soy sombra, y mi morada está al lado de las
catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo,
que bordean el impuro canal de Caronte!".
Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror
y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono
de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una
multitud de seres, y variando en sus cadencias de una sílaba a la otra,
penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y
harto recordados de mil y mil amigos muertos".
Edgar Allan Poe