"El muerto estaba de pie en un pequeño claro iluminado por la Luna en
mitad de la jungla, donde Farris le había encontrado. Era un hombrecillo
aceitunado vestido con una tela de algodón blanca. Un miembro típico de
las tribus laosianas de aquella tierra de nadie, en plena Indochina.
Estaba de pie sin sostenerse en sitio alguno, con los ojos abiertos, la
mirada fija al frente sin parpadear y un pie ligeramente levantado del
suelo. y no respiraba.
-¡Pero no puede estar muerto! -exclamó Farris-. Los muertos no aparecen de pie en plena selva.
Piang,
el guía, le interrumpió. Aquel engreído nativo de Annam había perdido
toda su autosuficiencia desde el mismo instante en que se apartaron del
sendero. y aquel muerto inmóvil y en pie había completado su
desmoralización.
Desde que los dos hombres habían penetrado dando
traspiés en aquel bosquecillo de árboles de algodón y casi habían
tropezado con el muerto, Piang no había dejado de barbotear palabras
inconexas con aire asustado, sin dejar de señalar la figura,
absolutamente inmóvil. Ahora, por fin, Farris le oyó decir con claridad:
-¡Ese hombre está hunati! ¡No le toque! ¡Tenemos que irnos de aquí, hemos penetrado en un rincón malo de la selva!
Farris
no se movió. Llevaba demasiados años como buscador de árboles de teca
para ser del todo escéptico a las supersticiones del sudeste asiático
pero, por otra parte, sentía cierta responsabilidad para con el hombre.
-Si no está muerto, como dices, seguro que le sucede algo y necesita ayuda -sentenció.
-¡No, no! -insistió Piang-. ¡Está hunati! ¡Vámonos de aquí en seguida!
Pálido
de terror, el guía echó un vistazo a la arboleda iluminada por la Luna.
Se encontraban en una meseta baja donde la jungla era más monzónica que
tropical. Los grandes árboles de algodón y los ficus estaban menos
ahogados aquí por los matorrales y los zarcillos, y a través de
mortecinos pasillos que se abrían entre las plantas podía divisarse, al
fondo, unos gigantescos banianos que se alzaban como señores obscuros de
aquel silencio plateado. El silencio. El silencio era demasiado total
para ser del todo normal. Hasta ellos llegaba el débil jolgorio de los
pájaros y los monos procedente de la espesura, más allá de la arboleda
y, por un instante, escucharon el rugido de un tigre traído por el eco
desde las colinas laosianas. Sin embargo, la meseta en que se
encontraban y la espesura que la circundaba permanecían en total
silencio. Farris se acercó al nativo, inmóvil y con la mirada fija, y le
tocó suavemente la muñeca, delgada y de piel obscura. Durante unos
instantes, le fue imposible localizarle el pulso. Por fin, notó un
latido, una pulsación increíblemente lenta.
-Un latido cada dos minutos -murmuró Farris-. ¿Cómo diablos puede mantenerse con vida?
Observó
con atención el pecho desnudo del hombre. Vio que se alzaba, pero con
tal lentitud que el ojo apenas podía captar el movimiento. Permaneció
expandido dos minutos y luego, con igual lentitud, empezó a bajar otra
vez. Farris se sacó del bolsillo una linterna e iluminó los ojos del
individuo. Éste no reaccionó al estímulo, al menos al principio.
Después, lentamente, sus párpados se contrajeron hasta cerrarse y, tras
permanecer cerrados unos instantes, volvieron a abrirse a la misma
velocidad casi inapreciable.
-Ha parpadeado... ¡pero con una
lentitud cien veces mayor de lo normal!.-exclamó-. El pulso, la
respiración, los reflejos... todos le funcionan cien veces más
lentamente de lo normal. Ese hombre ha sufrido una conmoción o bien está
drogado.
Entonces advirtió algo que le produjo un ligero
escalofrío. El ojo del individuo parecía estar volviéndose hacia él con
infinita lentitud. y su pie levantado se había alzado un poco más. Como
si estuviera caminando, pero aun ritmo cien veces más lento de lo
normal. Aquello era espantoso. Pero a continuación llegó hasta Farris
algo todavía más espeluznante. Un ruido... el sonido de una ramita al
quebrarse. Piang exhaló el aire en un silbido de puro miedo y señaló
hacia la arboleda. Farris miró hacia allí bajo la luz de la luna. A unos
cien metros había otro nativo. También permanecía inmóvil, pero tenía
el cuerpo inclinado hacia delante con el ademán de un corredor
repentinamente congelado. Y bajo sus pies, había crujido la ramita que
habíamos oído.
-Adoran a los grandes, ¡por el Cambio! -dijo mi guía annamés con un ronco tono de pavor en la voz-. ¡No debemos entremeternos!
Lo
mismo decidió Farris. Aparentemente, se había metido en algún extraño
rito mágico de la jungla, y ya había tenido suficientes experiencias con
los nativos asiáticos como para no desear intervenir en sus misteriosas
religiones propias. El estaba en aquel rincón perdido, en la parte más
oriental de Indochina, para dedicarse al comercio de madera de teca. Y
ya tendría suficientes dificultades en aquella inexplorada tierra de
nadie para, además, buscarse problemas con las tribus. Aquellos extraños
hombres entre vivos y muertos, víctimas de una droga o de una
enfermedad, no debían correr peligro si otros hombres de su tribu
estaban cerca para vigilarles.
-Sigamos -asintió Farris lacónicamente.
Piang
encabezó la marcha en el descenso desde la meseta cubierta por la
selva. El guía cruzó la espesura como un ciervo asustado hasta que
fueron a dar de nuevo al camino.
-Éste es... el camino al puesto
avanzado del Gobierno -dijo, con gran alivio--. Debimos de perdemos en
la hondonada de ahí atrás. No me había adentrado tanto en Laos más que
un par de veces.
-Piang, ¿qué es hunati? ¿ y ese Cambio que has mencionado?
El guía se puso inmediatamente mucho más serio.
-Es
un ritual de adoración. -Después, recuperando en parte su habitual
charlatanería, añadió--: Esos hombres de las tribus son muy ignorantes.
No han estado en la escuela de la misión, como yo.
-¿Adoración a qué? Los grandes, has dicho antes. ¿Quiénes son?
Piang se encogió de hombros e improvisó una mentira.
-No lo sé. En toda la gran selva, hay hombres que se pueden volver hunati, se dice. Yo no sé cómo.
Mientras
avanzaba, Farris se puso a pensar. Había notado algo misterioso en
aquellos hombres. Una especie de suspensión animada, pero no del todo.
Más bien una increíble ralentización de la actividad. ¿Qué debía haberla
causado? ¿Y cuál podía ser su propósito?
-Supongo que cualquier tigre o serpiente dará buena cuenta de un hombre en ese estado.
Piang hizo un enérgico gesto de negativa con la cabeza.
-No. El hombre que está hunati está a salvo... Al menos, de los animales. Ningún animal le tocará.
Farris
quedó asombrado. ¿Se debería quizás a que su extrema inmovilidad hacía
que los animales no se fijaran en él? Finalmente, supuso que era parte
de las creencias de aquel culto a la naturaleza regido por el miedo.
Aquel tipo de animismo era frecuente en esta parte del mundo. y no era
difícil comprender la razón, se dijo Farris con cierta aprensión. Aquí,
en la selva tropical, la naturaleza no era la diosa sonriente de las
tierras templadas. Era algo que no se amaba, sino que se temía. ¡Y bien
que lo sabía! Había estado dos días en la jungla laosiana desde que
dejara el curso del alto Mekong, cuando había calculado que en un día
alcanzaría su objetivo: el puesto de investigación botánica del Gobierno
francés. Se quitó de encima unas hormigas aladas que intentaban picarle
en su nuca bañada en sudor y lamentó no haberse detenido al caer el
sol. Sin embargo, el mapa mostraba que estaban a pocos kilómetros del
puesto y habían seguido, sin calcular que Piang perdería el camino. y
casi debería haber contado con ello, se dijo Farris, pues éste no era
sino un sinuoso sendero que daba vueltas y revueltas en la pendiente de
la meseta, cubierta de densa maleza. Los ficus de treinta metros, los
palos de Campeche para tintes y los árboles de algodón tamizaban la luz
de la luna. El sendero se retorcía constantemente para evitar los
impenetrables infiernos de bambú o para vadear pequeños arroyos, y la
espesura de los zarcillos y lianas tenían una diabólica habilidad para
engancharle a uno en la obscuridad. Farris se preguntó si no habrían
perdido el camino otra vez. y se preguntó también, no por primera vez,
por qué habría dejado Norteamérica para meterse en el asunto de la teca.
-Ahí está el puesto -dijo de repente Piang, con manifiesto alivio.
Frente
a ellos, en la ladera cubierta por la jungla, había un saliente plano.
Allí brillaba una luz, procedente de las ventanas de un bungalow de
bambú irregularmente construido. Farris se dio plena cuenta del
cansancio que había acumulado cuando cubrió los últimos metros del
camino. Se preguntó si encontraría allí una cama decente y qué tipo de
persona sería el tal Berreau para haber escogido enterrarse en aquel
puesto de investigación botánica perdido de la mano de Dios. La casa de
bambú estaba rodeada de gráciles palos de Campeche de gran talla, pero
la luz de la luna ponía a la vista un jardín alrededor del edificio,
circundado por un seto bajo de sapán. De la galería a obscuras surgió
una voz que sorprendió a Farris. Era una voz de muchacha que hablaba en
francés.
-¡Por favor, André! ¡No vuelvas con eso! ¡Es una locura!
Una voz de hombre respondió con aspereza:
-Lys, tais-toi! Je reviendrai...
Farris carraspeó diplomáticamente y luego dijo, en dirección a la obscura galería:
-¿Monsieur Berreau?
Se
hizo un silencio total. Después, la puerta de la casa se abrió y la luz
procedente del interior bañó a Farris y al guía. En el umbral, Farris
vio a un hombre de unos treinta años, en ropa interior y con la cabeza
descubierta, de enjuta y rígida figura. La muchacha no era más que algo
borroso bajo el súbito resplandor. Farris subió los escalones.
-Supongo que no tienen muchos visitantes. Me llamo Hugh Farris. Tengo una carta para usted del Bureau de Saigón.
Hubo una pausa. Después, el hombre dijo:
-Si quiere pasar, M'sieur Farris...
En
la salita iluminada por la luz, de paredes de bambú, Farris dirigió una
rápida mirada a la pareja. A sus expertos ojos, Berreau parecía un
hombre que hubiera permanecido demasiado tiempo en los trópicos: sus
rasgos finos y rubios estaban deslucidos por el clima corrosivo y sus
ojos tenían un aire inquieto y febril.
-Lys, mi hermana -dijo, al tiempo que asía la carta de manos de Farris.
La
sorpresa de éste aumentó. Hasta aquel momento, había supuesto que la
muchacha era su esposa. ¿Por qué querría una muchacha tan joven
enterrarse en aquella espesura? No le sorprendió, en cambio, que ésta
tuviera un aire desgraciado. Debía ser bastante bonita, pensó, de no ser
por aquella mirada de nervioso desconsuelo.
-¿Quiere beber algo?
-preguntó ella. Después, dirigiendo una mirada breve y nerviosa a su
hermano, le dijo a éste-: Así, ¿ya no te irás, André?
Berreau
volvió el rostro hacia el bosque iluminado por la luna, y una tensión
ansiosa, de codicia, se formó en sus mejillas. A Farris le causó
sobresalto, pero el francés se volvió rápidamente.
-No, Lys. Sírvenos algo, por favor. y dile a Ahra que se cuide del guía.
Leyó
la carta con rapidez mientras Farris se hundía con un suspiro en una
silla de mimbre. Desde ella, alzó la mirada con ojos cansados.
-Así que viene a por teca, ¿no?
Farris asintió.
-Sólo para encontrar los árboles y sacarles unas tiras de corteza. Después tienen que pasar unos años antes de talarlos, ¿sabe?
-El
Comisario dice que debo prestarle toda mi colaboración. Explica la
necesidad de abrir nuevas zonas de explotación de madera de teca.
Dobló lentamente la carta. Farris comprendió que, evidentemente, aquello no le gustaba al hombre, pero obedecería las órdenes.
-Haré cuanto pueda por ayudarle -prometió Berreau-. Supongo que querrá contratar a algunos nativos. Yo los conseguiré.
-Un
extraño velo pareció nublarle los ojos al añadir-: Pero por aquí hay
algunos bosques que no sirven para la explotación forestal. Ya
hablaremos de esto más adelante.
Farris, sintiéndose más exhausto por momentos tras la larga travesía, agradeció el vaso de ron con soda que Lys le tendía.
-Tenemos una pequeña habitación libre. Creo que estará cómodo allí -murmuró.
Farris le dio las gracias.
-Estoy tan cansado que podría dormir sobre un tronco. Tengo los músculos tan rígidos que yo mismo parezco un hunati.
El
vaso de Berreau cayó al suelo con un súbito estrépito. El joven francés
hizo caso omiso de los fragmentos de cristal y avanzó rápidamente hacia
Farris.
-¿Qué sabe usted de los hunati? -preguntó en tono áspero.
Asombrado, Farris advirtió que las manos del hombre temblaban.
-No
sé nada, salvo lo que vi en la jungla. Topamos con un hombre inmóvil
bajo la luz de la luna que parecía muerto, pero no lo estaba.
Simplemente, parecía increíblemente ralentizado. Piang me dijo que
estaba hunati.
Un destello cruzó la mirada de Berreau.
-¡Sabía que se iba a convocar el Rito! -exclamó-. Y los otros han llegado...
Se
palpó. Era como si la falta de costumbre de tener extraños cerca le
hubiera hecho olvidar por un instante la presencia de Farris.
Lys bajó su rubia cabeza y apartó la mirada de Farris.
-¿Qué decía usted? -preguntó el norteamericano.
Sin embargo, Berreau se había puesto en tensión y volvía a escoger sus palabras.
-Las
tribus laosianas tienen unas creencias muy extrañas, M'sieur Farris. Un
poco difíciles de comprender. He tenido ocasión de ver algunas
brujerías muy raras en mis viajes por Asia, pero eso es increíble.
-Es
ciencia, no brujería -corrigió Berreau--. Ciencia primitiva, nacida
hace mucho tiempo y transmitida por tradición oral. El hombre que vio en
la jungla estaba bajo la influencia de un producto químico que no se
encuentra en nuestra farmacopea, pero que no es menos potente.
-¿Quiere
usted decir que esas tribus tienen un fármaco que ralentiza los
procesos vitales hasta reducirlos a esa increíble lentitud? -preguntó
Farris con aire escéptico-. ¿Algo que nuestra ciencia moderna desconoce?
-¿Tan
extraño le parece? Recuerde, M'sieur Farris, que hace un siglo, una
vieja campesina inglesa curaba las enfermedades cardíacas con una flor,
el digital, hasta que un médico estudió su remedio y descubrió la
digitalina.
-Pero, ¿por qué iba a querer vivir tan despacio incluso un laosiano de estas tribus? -inquirió Farris.
-Porque ellos creen que pueden comunicarse con algo mucho más grande que ellos mismos -respondió Berreau.
-M'sieur Farris -interrumpió Lys-, debe de estar muy cansado. La cama ya está preparada.
Farris
vio el temor nervioso de su rostro y comprendió que la muchacha quería
poner fin a la conversación. Antes de abandonarse al sueño estuvo
pensando en Berreau. Había algo extraño en aquel tipo. Le había parecido
demasiado entusiasmado con el asunto aquel de los hunati. Sin embargo,
aquella increíble e inexplicable ralentización del ritmo vital del ser
humano era lo bastante extraño para trastornar a cualquiera. ¿Qué dioses
podían ser tan extraños que el hombre tuviera que vivir cien veces más
lento de lo normal para comunicarse con ellos? A la mañana siguiente,
desayunó con Lys en la amplia galería. La muchacha le dijo que su
hermano ya había salido.
-Después le llevará al poblado del valle para buscar a sus trabajadores -le informó.
Farris
advirtió en su rostro la leve sombra de la infelicidad. Lys miraba en
silencio hacia el gran océano verde de la jungla que se extendía más
allá de la meseta en cuya ladera se encontraban.
-¿No le gusta la selva? -preguntó Farris.
-La odio -dlijo ella-. Una se asfixia aquí.
Farris le preguntó por qué no se iba, y ella se encogió de hombros.
-Lo
haré pronto. Es inútil quedarse. André no regresará conmigo. Ha estado
aquí cinco años -continuó-, demasiado tiempo. Cuando vi que no regresaba
a Francia, vine para llevármelo, pero no quiere irse. Ahora tiene
vínculos aquí.
Volvió a quedar en silencio. Farris se abstuvo,
discretamente, de preguntarle a qué vínculos se refería. Quizás hubiera
alguna mujer annamesa detrás, aunque Berreau no parecía de aquel tipo de
hombres. El día empezó su tarea de convertirse en pegajosamente
tropical, y transcurrieron las horas cálidas y tranquilas de la mañana.
Farris, tumbado en una silla y descansando a gusto, aguardó a que
volviera Berreau. Pero éste no regresó. y cuando la tarde empezó a
difuminarse, Lys se puso más y más nerviosa. Una hora antes del
atardecer, salió a la galería vestida con unos pantalones y chaqueta.
-Voy al poblado; volveré pronto -dijo a Farris.
La muchacha mentía muy mal. Farris se puso en pie.
-Vas a por tu hermano. ¿Dónde está?
En el rostro de Lys se reflejaron la inquietud y la duda. Finalmente, permaneció en silencio.
-Créeme, quiero ser un amigo -"
Edmond Hamilton