"Iba una tarde de paseo por las calles
de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y
vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a
alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna
víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese
dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco
paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar
quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para
indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al
través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas
-como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el
pecho una ventanita de cristal-, el lugar que ocupa el corazón.
Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la
primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón.
Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue
que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a
sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró
que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y
que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En
vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven,
linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma
oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada.
¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que
yo llevaba guardado, menos aún lo quiso admitir, alegando que era
ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era
tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que
lo advirtiese.
Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y
pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los
anteojos, y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que
el órgano, o no había existido nunca, o se había perdido tiempo atrás. Y
todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón
de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya
porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban
injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían a arrostrar el
peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un pecho
de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda
de mis prodigiosos lentes, acerté a ver que pasaba por la calle una niña
pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí un corazón, un verdadero
corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué -pues
reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y
tan despierto- se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que
habían desechado todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como
las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba
a dejar otra vez caído sobre los guijarros.
Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida
aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta
la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la
amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo
era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a
suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que
se complacía en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y
sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para
extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos
cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió.
Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que
parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que lo que la
arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (¡son
tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se
había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un
corazón perdido en la calle".
Emilia Pardo Bazán