El mensaje cuneiforme:
"—¿Obsesionado, dice usted?
—Sí, obsesionado. Cuando nos conocimos, hace tres años, me habló usted
de la región donde vivía, con sus antiguos bosques, sus agrestes y
majestuosas colinas, y sus ásperas tierras. El cuadro que usted me
describió quedó grabado en mi mente, y lo recuerdo siempre, de un modo
especial cuando estoy sentado en mi escritorio y oigo el intenso rumor
del tránsito de las calles de Londres. Pero, ¿cuándo ha llegado usted?
—La verdad, Dyron, es que he venido directamente desde la estación. He
salido esta mañana temprano para tomar el tren de las 10,45.
—Bueno, me alegro mucho de que haya venido a verme. ¿Qué ha sido de su
vida desde la última vez que nos vimos? Supongo que no existe ninguna
Mrs. Vaughan...
—No —dijo Vaughan—, continúo siendo un eremita, como usted. No he hecho más que vagabundear de un lado para otro.
Vaughan había encendido su pipa y estaba sentado en el brazo del sillón,
mirando a su alrededor con una mezcla de asombro y de intranquilidad.
Dyson había hecho correr su silla cuando entró su visitante, y tenía un
brazo apoyado en su escritorio, lleno de papeles y de libros en
desorden.
—Y usted, ¿sigue ocupado en la antigua tarea? —inquirió Vaughan, señalando el montón de papeles y de abultadas carpetas.
—Sí, el sueño de la literatura es tan vano y tan absorbente como el de
la alquimia. Bueno, supongo que se quedará algún tiempo en la ciudad.
¿Qué haremos esta noche?
—En realidad, me gustaría convencerle para que viniera a pasar unos días
en el oeste. Estoy persuadido de que le sentarían estupendamente.
—Es usted muy amable, Vaughan, pero resulta difícil abandonar Londres en
septiembre. Doré no podía haber dibujado nada más maravilloso y místico
que la Oxford Street, tal como la vi hace un par de días, al atardecer;
el reflejo del sol poniente, la calina azul, transformaban la calle en
un sendero que conducía «a la ciudad espiritual».
—A pesar de todo, me gustaría que viniera. Disfrutaría usted paseando
por nuestras colinas. Estoy asombrado: me pregunto cómo puede trabajar
en medio de este ruido. Creo que gozaría de veras con la tranquilidad de
mi viejo hogar entre los bosques.
Vaughan volvió a encender su pipa y miró ansiosamente a Dyson, para
comprobar si sus palabras habían producido algún efecto, pero su amigo
sacudió la cabeza, sonriendo, y en lo íntimo de su corazón hizo un voto
de fidelidad a las calles ciudadanas.
—No puede usted tentarme —dijo.
—Bien, quizá tenga usted razón. Después de todo, tal vez estaba
equivocado al hablar de la tranquilidad del campo. Allí, cuando se
produce una tragedia, es como una piedra arrojada en una charca; los
círculos que forma el agua se van ensanchando, y parece que no hayan de
terminar nunca de agrandarse.
—¿Han tenido ustedes alguna tragedia allí?
—Bueno, no me atrevo a calificarla de tal. Pero, hace cosa de un mes, me
preocupó mucho algo que ocurrió; puede o no puede haber sido una
tragedia, en el sentido corriente de la palabra.
—¿Qué fue lo que sucedió?
—Verá, el hecho es que desapareció una muchacha de un modo bastante
misterioso. Sus padres, que responden al nombre de Trevor, son unos
granjeros acomodados, y su hija mayor, Annie, era una especie de belleza
local; en realidad, era muy guapa. Una tarde, decidió ir a visitar a su
tía, una viuda que cultiva sus propias tierras, y como las dos casas se
encuentran solamente separadas por una distancia de cinco o seis
millas, Annie les dijo a sus padres que iría por el atajo que pasa por
las colinas. No llegó a casa de su tía, ni ha vuelto a ser vista. Se lo
cuento a grandes rasgos, desde luego.
—¡Qué cosa más rara! Supongo que en las colinas no habrá minas abandonadas... ¿Cree usted que pudo caerse por algún precipicio?
—No. El camino que tenía que tomar no discurre junto a ningún barranco;
no es más que un sendero abierto en plena colina, apartado, incluso, de
cualquier camino secundario. Pueden recorrerse millas enteras sin
encontrar un alma, pero es absolutamente seguro.
—¿Y qué dice la gente acerca de ello?
—¡Oh! Tonterías... No tiene usted idea de lo supersticiosa que es la
gente del campo. Donde yo vivo, son más supersticiosos que los
irlandeses, que ya es decir.
—Pero, ¿qué es lo que dicen?
—¡Oh! Suponen que la pobre muchacha «se marchó con las hadas», o fue
«raptada por las hadas». ¡Si el caso no fuera tan trágico, habría para
echarse a reír!
Dyson pareció algo interesado.
—Sí —dijo—, la palabra «hadas» suena algo rara al oído en la época
actual. Pero, ¿qué dice la policía? Supongo que no aceptará la hipótesis
del cuento de hadas...
—No. Pero tengo la impresión de que anda completamente despistada. Lo
que temo es que Annie Trevor tropezara con algunos facinerosos en su
camino. Castletown, como ya sabe, es un importante puerto de mar, y
algunos de los peores marinos extranjeros desertan de cuando en cuando
de sus barcos y se dedican al bandolerismo. No hace muchos años, un
marinero español llamado García asesinó a toda una familia por un botín
que no valía seis peniques. Algunos de esos tipos apenas son humanos, y
mucho me temo que la pobre muchacha haya tenido un final espantoso.
—¿Vieron merodear por allí a algún marinero extranjero?
—No. Y la gente del campo se fija inmediatamente en cualquiera que tenga
un aspecto o vista de un modo «anormal». A pesar de todo, parece como
si mi teoría fuese la única explicación posible.
—¿No hay ningún dato que pueda servir de punto de partida? —inquirió
Dyson pensativamente—. ¿Un asunto amoroso, o algo por el estilo?
—¡Oh, no! Ni pensarlo. Estoy seguro de que si Annie estuviera viva, se lo hubiera hecho saber a su madre.
—Desde luego, desde luego. Pero existe la posibilidad de que esté viva, y
no pueda comunicarse con sus amigos. Todo esto debe haberle producido
muchas preocupaciones.
—En efecto. Aborrezco los misterios, especialmente los que pueden ser el
velo del horror. Pero, francamente, Dyson, prefiero no recordarlo; no
he venido aquí para hablarle de esto.
—Naturalmente —dijo Dyson, un poco sorprendido por la actitud de Vaughan—. Ha venido para conversar de temás más alegres.
—No, eso tampoco. Lo que acabo de contarle ocurrió hace cosa de un mes,
pero en estos últimos días ha sucedido algo que me afecta de un modo más
personal, y, para ser absolutamente sincero, he venido a verle con la
idea de que podía ayudarme. ¿Recuerda el extraño caso de que me habló
cuando nos vimos por última vez? Algo acerca de un fabricante de
gafas...
—¡Oh, sí, lo recuerdo perfectamente! En aquella época estaba muy
orgulloso de mi perspicacia; incluso ahora, la policía no tiene la menor
idea del motivo de que fueran deseadas aquellas extrañas gafas
amarillas. Pero, tiene usted un aspecto realmente preocupado, Vaughan.
Espero que no será nada grave.
—No; creo que he estado exagerando, y quiero que usted me tranquilice. Pero lo que ha sucedido es muy raro.
—¿Y qué ha sucedido?
—Estoy convencido de que se reirá de mí, pero ésta es la historia. Como
usted ya sabe, hay un camino, un derecho de paso, que cruza mis tierras
y, para ser exacto, discurre junto al muro de la huerta. No es utilizado
por muchas personas; algún leñador, de cuando en cuando, y cinco o seis
chiquillos que van a la escuela del pueblo y pasan por allí dos veces
al día. Hace unos días, decidí dar un paseo antes de desayunar, y me
detuve a llenar mi pipa al lado mismo de las grandes puertas del muro de
la huerta. El bosque se extiende hasta muy cerca del muro, y el camino
de que le he hablado discurre a la sombra de los árboles. Soplaba un
vientecillo fresco, y aproveché la protección de la pared para encender
la pipa. Al hacerlo, incliné la mirada al suelo y vi una cosa que me
llamó la atención. Debajo mismo del muro, sobre la corta hierba, había
unas piedrecitas que formaban un dibujo; algo así...
Y Mr. Vaughan cogió un lápiz y un trozo de papel y trazó unas cuantas rayas.
—Como puede ver —continuó—, las piedrecitas eran doce, y estaban
simétricamente espaciadas. Las piedras eran puntiagudas, y todas las
puntas estaban dirigidas en la misma dirección.
—Sí —dijo Dyson, sin mucho interés—, no cabe duda de que los chiquillos
que usted ha mencionado estuvieron jugando cuando regresaban de la
escuela. Los niños son muy aficionados a entretenerse haciendo dibujos
con piedras, flores, conchas, o cualquier otra cosa que encuentren.
—Eso fue lo que yo pensé; vi aquellas piedras que formaban una especie
de dibujo, y me marché. Pero, a la mañana siguiente, volví a pasar por
allí, y vi otra vez las piedrecitas, en el mismo lugar. El dibujo, sin
embargo, era distinto: las piedras estaban dispuestas como los rayos de
una rueda, uniéndose todas en un centro común, y este centro estaba
formado por otro dibujo que parecía una copa; todo, desde luego, a base
de piedrecitas.
—Sí, la cosa resulta curiosa —dijo Dyson—. Aunque lo más probable es que
los responsables de esas fantasías en piedra sean los chiquillos que
van a la escuela.
—Intrigado, decidí hacer una prueba. Los niños regresan de la escuela a
las cinco y media de la tarde, y fui a aquel lugar a las seis: encontré
el dibujo tal como lo había dejado por la mañana. Al día siguiente,
repetí la visita a las siete menos cuarto de la mañana, y descubrí que
el dibujo había cambiado. Ahora formaba una pirámide. Vi pasar a los
chiquillos hora y media más tarde, y no se detuvieron para nada allí.
Por la tarde les vi regresar, y tampoco se detuvieron. Y esta mañana, a
las seis, el dibujo formaba una especie de media luna.
—De modo que la serie de dibujos es la siguiente: primero, líneas
simétricas; luego, los radios y la copa; después la pirámide, y
finalmente, esta mañana, la media luna. Ese es el orden, ¿no es cierto?
—Sí, en efecto. Pero, ¿sabe usted lo que me ha hecho sentirme
intranquilo? Supongo que va a parecerle absurdo, pero no puedo evitar la
idea de que alguien los utiliza para comunicarse con otros..., o para
amenazarme.
—¿Amenazarle? ¿Acaso tiene usted enemigos?
—No. Pero tengo algunas piezas de plata, muy antiguas y valiosas.
—Entonces, ¿piensa usted en los ladrones? —inquirió Dyson, cuyo interés
parecía haber aumentado considerablemente—. Conoce usted a todos sus
vecinos. ¿Hay algún personaje sospechoso?
—Que yo sepa, no. Pero recuerde lo que he dicho de los marineros.
—¿Puede usted confiar en sus criados?
—Desde luego. La plata se encuentra en una habitación a prueba de
ladrones; el único que sabe dónde está la llave es el mayordomo, un
hombre que lleva muchos años al servicio de la familia. Por ese lado no
hay problema. Sin embargo, todo el mundo sabe que tengo un montón de
plata antigua, y la gente del campo es muy aficionada al comadreo, de
modo que la información puede haber llegado a oídos de algún indeseable.
—Es probable, aunque confieso que la teoría de los ladrones me parece
algo insatisfactoria. ¿Quién se comunica con quién? Me resisto a aceptar
esa explicación. ¿Qué fue lo que le hizo relacionar la plata con
aquellos dibujos?
—La figura de la copa —dijo Vaughan—. Da la casualidad de que poseo una
ponchera muy grande y muy valiosa de la época de Carlos II. El cincelado
es realmente exquisito, y la pieza vale un montón de dinero. El dibujo
que le describí a usted, tenía la misma forma de mi ponchera.
—Una extraña cuincidencia, desde luegu. Pero, ¿y los otros dibujos? ¿Tiene usted algo en forma de pirámide?
—¡Ah! Eso es lo más raro de todo. La ponchera en cuestión, juntamente
con un juego de cucharas antiguas, está guardada en un pequeño arcón de
caoba, de forma piramidal.
—Confieso que todo esto me interesa muchísimo —dijo Dyson—. Continúe.
¿Qué me dice de los otros dibujos? El Ejército, como podríamos llamar al
primero, y la Media Luna...
—No he podido relacionarlos con nada. Sin embargo, creo que admitirá
usted que mi curiosidad y mi preocupación están justificadas. Me
disgustaría mucho perder alguna de las piezas antiguas de plata; casi
todas ellas han pertenecido a mi familia desde hace generaciones. Y no
puedo quitarme de la cabeza la idea de que algunos facinerosos tratan de
hacerme víctima de un robo, y se comunican unos con otros todas las
noches por medio de esos dibujos.
—Sinceramente —dijo Dyson—, no sé qué decirle; estoy tan a oscuras como
usted. Su teoría parece la única explicación posible, y, sin embargo,
las dificultades que existen son enormes.
Se reclinó hacia atrás en su asiento, y los dos hombres se miraron, con el ceño fruncido, perplejos ante un problema tan raro.
—A propósito —dijo Dyson, después de una larga pausa—, ¿qué formación geológica tienen ustedes allí?
Mr. Vaughan levantó la mirada, muy sorprendido por la pregunta.
—Arenisca y caliza roja, creo —respondió—. Nos encontramos un poco más allá de las capas que contienen carbón mineral.
—Pero, ni en la arenisca ni en la caliza hay piedras, ¿verdad?
—No, nunca he visto piedras en los campos. Y confieso que el hecho me había llamado la atención.
—¡Lo que yo suponía! Es un detalle muy importante. A propósito, ¿qué tamaño tenían las piedras utilizadas en aquellos dibujos?
—Da la casualidad de que me he traído una; la cogí esta mañana.
—¿De la Media Luna?
—Exactamente. Aquí está.
Sacó de uno de sus bolsillos una piedra de forma alargada y terminada en
punta, de unas tres pulgadas de longitud. El rostro de Dyson brilló de
excitación al cogerla de manos de Vaughan.
—Desde luego —dijo, después de un breve silencio—, tiene usted unos
vecinos muy raros. Me cuesta trabajo creer que puedan albergar algún
propósito acerca de su ponchera. ¿Sabe usted que esto es una piedra
cuneiforme antiquísima, y que además tiene forma única? He visto
ejemplares que procedían de todas las partes del mundo, pero ninguno
como éste, que posee unas características muy especiales.
Dejó su pipa sobre el escritorio y sacó un libro de uno de los cajones.
—Tenemos el tiempo justo para tomar el tren que sale a las 5,45 para Castletown —dijo.
II. Los ojos en el muro.
Mr. Dyson aspiró profundamente el aire puro de las colinas y sintió todo
el encanto del escenario que le rodeaba. Era por la mañana, temprano, y
se encontraba en la terraza de la parte delantera de la casa. Los
antepasados de Vaughan la habían construido en la falda de una alta
colina, al amparo de un antiguo y tupido bosque que rodeaba el edificio
por tres de sus puntos cardinales; por el cuarto, al sudoeste, el
terreno descendía suavemente hasta hundirse en el valle, por cuyo fondo
discurría un rumoroso riachuelo. En la terraza, perfectamente
resguardada, no corría ni un soplo de viento, y los árboles permanecían
inmóviles. Un solo rumor turbaba el silencio: el murmullo cantarín del
agua al deslizarse entre las rocas. Debajo mismo de la casa, el
riachuelo estaba cruzado por un puente de piedras grises, que se
remontaba a la Edad Media, y más allá del puente se alzaban de nuevo las
colinas, anchas y redondeadas como baluartes, cubiertas aquí y allá de
oscuros bosques, aunque las alturas estaban desnudas de árboles. Dyson
miró al norte y al sur, y sólo vio la pared de las colinas, y los
antiguos bosques, y el riachuelo regateando entre ellos; todo gris y
difuso con la niebla matinal, bajo el cielo plomizo. La voz de Mr.
Vaughan rompió el silencio.
—Pensé que estaría usted demasiado cansado para levantarse tan temprano
—dijo—.Veo que está admirando el paisaje. Es hermoso, ¿verdad? Aunque
supongo que el viejo Meyrick Vaughan no pensó mucho en el escenario
cuando edificó la casa. Un hogar antiguo y extraño, ¿no es cierto?
—Sí, pero encaja perfectamente con los alrededores; sus piedras son tan grises como las del puente y como las colinas.
—Temo haberle traído aquí para nada, Dyson —dijo Vaughan—. Esta mañana he estado allí, y no he visto rastro de ningún dibujo.
Echaron a andar a través del césped, hasta llegar a un sendero que
pasaba por la parte posterior de la casa. Avanzaron por él, y
súbitamente Vaughan se detuvo; estaban junto a la puerta del muro de la
huerta.
—Mire, aquí era —dijo Vaughan, señalando el suelo—. La primera mañana
que vi las piedras, estaba en el lugar en que usted se encuentra ahora.
—Ya. Aquella mañana fue el Ejército; luego la Taza, luego la Pirámide, y
ayer la Media Luna. ¡Qué piedra más rara! —continuó Dyson, señalando un
bloque de piedra caliza que sobresalía del suelo, debajo del mismo
muro—. Parece una especie de columna enana, pero supongo que es natural.
—Sí, lo mismo creo yo. Imagino que la trajeron aquí para utilizarla en
los cimientos de otro edificio más antiguo que el nuestro.
—Es muy probable.
Dyson miraba a su alrededor atentamente, tendiendo la vista desde el
suelo al muro, y desde el muro al profundo bosque que casi colgaba sobre
la huerta, oscureciendo el lugar incluso en plena mañana.
—Mire aquí —dijo Dyson, al cabo de un rato—. Desde luego, eso tiene que ser obra de los chiquillos. Mire...
Se había inclinado, y examinaba la roja superficie del muro, que había
sido levantado con ladrillos blancos. Vaughan se acercó y miró fijamente
el lugar señalado por el dedo de Dyson; apenas pudo distinguir una leve
señal en la rojiza superficie.
—¿Qué es eso? —preguntó—. Apenas puedo distinguirlo.
—Mírelo más de cerca. ¿No le parece una tentativa de dibujar un ojo humano?
—¡Ah! Ahora lo veo. Mi vista no es muy aguda. Sí, han tratado de dibujar
un ojo, como usted dice. Creí que a los chiquillos les enseñaban a
dibujar en la escuela.
—Bueno, es un ojo bastante raro. Tiene una forma muy extraña; diríase que es el ojo de un chino.
Dyson contempló pensativamente la obra del artista en agraz, y, arrodillándose, examinó de nuevo el muro minuciosamente.
—Me gustaría mucho saber —dijo, finalmente— cómo es posible que un
chiquillo de estos andurriales conozca la forma que tienen los ojos
mongólicos. La mayoría de los niños tienen una impresión muy distinta
dcl tema; dibujan un círculo, o algo parecido a un círculo, y ponen una
manchita en el centro. No creo que ningún chiquillo imagine que el ojo
está hecho realmente como ése. Quizá pueda derivar del rostro grabado en
una lata de té... Pero no me parece probable.
—Pero, ¿por qué está tan seguro de que lo dibujó un chiquillo?
—Mire la altura. Esos ladrillos tienen unas dos pulgadas de espesor,
aproximadamente; desde el suelo hasta el dibujo, hay veinte tongadas de
ladrillos; esto nos da una altura de tres pies y medio. Ahora, imagine
que va,a dibujar algo en ese muro. Exactamente; su lápiz, si tuviera
uno, tocaría el muro al nivel aproximado de sus ojos, es decir, a una
distancia de más de cinco pies del suelo. Por lo tanto, resulta fácil
colegir que ese ojo fue dibujado por un niño de unos diez años.
—Sí, no se me había ocurrido. Desde luego, tiene que haberlo hecho uno de los chiquillos.
—Lo mismo creo yo. Sin embargo, como ya le he dicho, en esas dos lineas
hay algo muy poco infantil, y el propio globo ocular tiene una forma
casi ovalada. Tal y como yo lo veo, el dibujo tiene un aire antiguo y
raro; y, en conjunto, resulta bastante desagradable. No puedo evitar la
idea de que si pudiéramos ver toda una cara dibujada por la misma mano,
no seria nada agradable. Pero, después de todo, esto es una tontería,
que no nos hace avanzar en nuestras investigaciones. Es muy raro que la
serie de dibujos a base de piedras haya tenido un final tan brusco.
Los dos hombres emprendieron el camino de regreso a la casa, y en el
momento que entraban en el porche se abrió un claro en el cielo gris, y
un rayo de sol bañó las grisáceas colinas delante de ellos. Durante todo
el día, Dyson vagabundeó pensativamente por los campos y los bosques
que rodeaban la casa. Estaba intrigado por las extrañas circunstancias
que se proponía aclarar, y en un momento determinado sacó de su bolsillo
la piedra cuneiforme y la examinó con profunda atención. Había algo en
ella que la hacía completamente distinta de los ejemplares que había
visto en museos y en colecciones particulares; la forma era de un tipo
distinto, y alrededor del filo había una línea de puntitos, que tenía
toda la apariencia de un adorno. ¿Quién, pensó Dyson, podía poseer tales
cosas en un lugar tan apartado? ¿Y quién, poseyendo las piedras, podía
haberles dado el fantástico uso de dibujar figuras incomprensibles bajo
la tapia de la huerta de Vaughan? Lo absurdo de todo el asunto le
molestaba indescriptiblemente; y a medida que su mente rechazaba una
teoría tras otra, se sentía fuertemente tentado de tomar el primer tren y
regresar a la ciudad. Había visto la plata antigua que poseía Vaughan, y
había examinado la ponchera, la gema de la colección, con suma
atención; y lo que vio, y su conversación con el mayordomo, le
convencieron de que un complot para robar la ponchera tenía muy pocos
visos de verosimilitud. El arcón donde estaba guardada la ponchera, una
pesada pieza de caoba, que databa evidentemente de principios de siglo,
recordaba ciertamente una pirámide, y Dyson se sintió inclinado, en el
primer momento, a realizar un trabajo de detective; pero, una reflexión
más detenida le convenció de la imposibilidad de la hipótesis del robo.
Tenía que encontrar algo más satisfactorio. Le preguntó a Vaughan si
había gitanos por aquellos alrededores, y Vaughan le respondió que no
habían visto uno desde hacía años. Esto le desanimó bastante, ya que
sabía que los gitanos tienen la costumbre de dejar extraños jeroglíficos
a su paso, y había depositado ciertas esperanzas en aquella idea,
cuando se le ocurrió. Al oír la respuesta de Vaughan, que significaba la
destrucción de su teoría, se reclinó hacia atrás en su asiento, con
expresión de disgusto.
—Es raro —dijo Vaughan—, pero los gitanos no nos han producido nunca
molestias. De vez en cuando, los campesinos encuentran restos de fogatas
en la parte más agreste de las colinas, pero nadie parece saber quién
las enciende.
—Serán obra de los gitanos.
—¿En aquellos lugares tan apartados? No lo creo. Los gitanos y los
vagabundos de todas clases suelen andar por las carreteras y caminos
próximos a los lugares habitados.
—Bueno, no sé qué decirle. Esta tarde he visto a los chiquillos cuando
regresaban de la escuela, y, como usted dijo, no se han detenido para
nada junto al muro. De modo que no tendremos más ojos en la tapia, por
lo menos.
—Uno de estos días me dedicaré a espiarles y descubriré quién es el artista.
A la mañana siguiente, cuando Vaughan salió a dar su acostumbrado paseo,
encontró a Dyson, que le estaba esperando junto a la puerta de la
huerta, y al parecer en un estado de intensa excitación, ya que le hizo
señas para que se acercara, gesticulando violentamente.
—¿Qué sucede? —preguntó Vaughan—. ¿Otra vez las piedras?
—No; pero mire ahí, mire la tapia. ¿Lo ve?
—¡Hay otro ojo!
—Exactamente. Dibujado a muy poca distancia del primero, casi al mismo nivel, aunque ligeramente más abajo.
—¿Quién diablos será el autor? No pueden haber sido los chiquillos;
anoche no estaban ahí, y los niños no pasarán hasta dentro de una hora.
¿Qué significado puede tener?
—Creo que en el fondo de todo esto se encuentra el propio diablo —dijo
Dyson—.Desde luego, resulta difícil no llegar a la conclusión de que
esos infernales ojos almendrados han sido dibujados por la misma mano
que trazó los dibujos con las piedras cuneiformes; y a dónde puede
llevarnos esa conclusión, es más de lo que puedo decir. Por mi parte, he
tenido que echarle un freno a mi imaginación, pues de lo contrario se
hubiera desbocado.
Los dos hombres permanecieron callados unos instantes. Luego, Dyson continuó:
—Vaughan, ¿se ha fijado usted en que existe un detalle, un detalle muy
curioso, en común entre las figuras hechas con piedras y los ojos
dibujados en el muro?
—¿A qué se refiere? —preguntó Vaughan, sobre cuyo rostro había caído una sombra de indefinido temor.
—A esto: sabemos que los dibujos del Ejército, la Copa, la Pirámide y la
Media Luna tienen que haber sido hechos durante la noche.
Probablemente, eso significa que estaban destinados a ser vistos también
durante la noche. Bueno, el mismo razonamiento es aplicable a esos ojos
del muro.
—No acabo de comprenderle, Dyson.
—Verá, las últimas noches han sido muy oscuras, ya que el cielo ha
estado cubierto de nubes. Además, los árboles del bosque proyectan una
intensa sombra sobre el muro, incluso en las noches más claras.
—¿Y bien?
—Lo que me sorprende es esto: quienquiera que sea el autor, debe tener
una vista particularmente aguda para poder dibujar a oscuras.
—He leído que algunas personas encerradas en calabozos oscuros durante
muchos años, han adquirido la facultad de ver perfectamente en la
oscuridad.
—Sí —dijo Dyson—. El abate Faria, de El conde de Montecristo, por ejemplo. Pero es un detalle muy curioso.
III. La búsqueda de la Ponchera.
—¿Quién es el anciano que acaba de saludarle? —preguntó Dyson, cuando llegaban a la curva del sendero próxima a la casa.
—¡Oh! Es el viejo Trevor. Está muy decaído, el pobre.
—¿Quién es Trevor?
—¿No lo recuerda? Le conté la historia el día que fui a su casa...,
acerca de una muchacha llamada Annie Trevor, que desapareció de un modo
inexplicable hace cinco semanas. Ese anciano es su padre.
—Sí, sí, ahora lo recuerdo. A decir verdad, lo había olvidado por completo. ¿No se ha sabido nada de la muchacha?
—Absolutamente nada.
—Temo que no presté mucha atención a los detalles que usted me dio. ¿Qué camino seguía la muchacha?
—Un atajo que pasa por las colinas que hay encima de la casa. Se encuentra a unas dos millas de aquí.
—¿Está cerca de aquel caserío que vi ayer?
—¿Se refiere usted a Croesyceiliog? No, está más al norte.
Entraron en la casa, y Dyson se encerró en su habitación, debatiéndose
aún en un mar de dudas, pero con la sombra de una sospecha creciendo en
su interior, una sospecha vaga y fantástica, que se negaba a tomar una
forma definida. Estaba sentado junto a la abierta ventana contemplando
el valle, viendo como en un cuadro el intrincado regateo del riachuelo,
el puente gris, y las enormes colinas que se erguían más allá; todo
difuminado por una niebla blanquecina, que se levantaba del riachuelo.
Empezó a oscurecer, y las enormes colinas parecieron más enormes y más
vagas, y los oscuros bosques se hicieron más oscuros; y la sospecha que
le había asaltado dejó de parecerle imposible. Pasó el resto de la
velada sumido en una especie de ensueño, sin apenas oír lo que Vaughan
decía; y cuando recogió su candelabro en el vestíbulo, se detuvo un
momento antes de darle las buenas noches a su amigo.
—Necesito un buen descanso —dijo—. Mañana va a ser un día de trabajo para mí.
—¿Va a escribir algo, quizá?
—No. Voy a buscar la Ponchera.
—¿La Ponchera? Si se refiere usted a la mía, está segura en el arcón.
—No me refiero a ella. Puedo garantizarle que su plata no ha estado
nunca amenazada. No, no voy a importunarle con suposiciones. Creo que no
pasará mucho tiempo sin que tengamos algo más positivo que unas simples
suposiciones. Buenas noches, Vaughan.
A la mañana siguiente, Dyson salió de la casa después de desayunar. Tomó
el sendero que discurría junto al muro de la huerta, y observó que el
número de ojos almendrados dibujados en la tapia ascendía ahora a ocho.
«Seis días más», se dijo a sí mismo. Pero, cuanto más pensaba en la
teoría que había elaborado, más le hacía estremecer la posibilidad de
que fuera cierta. Siguió andando a través de las densas sombras del
bosque, hasta llegar al final de los árboles, y fue trepando cada vez
más alto, manteniendo el rumbo norte y ateniéndose a las indicaciones
que le había dado Vaughan. A medida que ascendía, le parecía elevarse
más y más por encima del mundo de la vida humana y de las cosas
acostumbradas; a su derecha, a lo lejos, una columna de humo azulado se
erguía hacia el cielo; allí estaba la aldea donde los chiquillos iban a
la escuela, y aquél era el único signo de vida, ya que el bosque
ocultaba la antigua casa gris de Vaughan. Cuando llegó a lo que parecía
ser la cumbre de la colina, se dio cuenta por primera vez de la desolada
soledad que le rodeaba por todas partes; allí sólo había cielo gris y
grisácea colina, o colina gris y cielo grisáceo, una elevada y amplia
llanura que parecía extenderse interminablemente, y la vaga silueta del
azulado pico de una montaña, muy lejos y al norte. Al final llegó al
sendero, y por su posición y por lo que le había dicho Vaughan, supo que
era el camino que había tomado Annie Trevor, la muchacha desaparecida.
Dyson avanzó por él, observando las grandes rocas de piedra caliza que
surgían del suelo, de un aspecto tan repulsivo como un ídolo de los
mares del Sur. Y de repente se detuvo, asombrado, a pesar de que había
encontrado lo que estaba buscando. Casi sin transición, el terreno se
hundía súbitamente en todas direcciones, y Dyson pudo ver una especie de
hoyo circular, que podía haber sido perfectamente un anfiteatro romano.
Dyson dio una vuelta completa alrededor del hoyo, observó la posición
de las piedras que formaban las paredes y emprendió el camino de
regreso.
Esto —se dijo a sí mismo— es más que curioso. He descubierto la Ponchera, pero, ¿dónde está la Pirámide?
—Mi querido Vaughan —le dijo a su amigo, cuando llegó a la casa—, puedo
decirle que he encontrado la Ponchera, y esto es lo único que le diré,
de momento. Tenemos seis días de absoluta inactividad ante nosotros; no
puede hacerse nada.
IV. El secreto de la Pirámide.
—He estado dando la vuelta por la huerta —dijo Vaughan una mañana—, he
contado esos infernales ojos y he visto que había catorce. Por el amor
de Dios, Dyson, dígame el significado de todo esto.
—Lamento no estar en condiciones de hacerlo. Puedo haber supuesto esto o
aquello, pero siempre me he atenido al principio de guardar mis
suposiciones para mí mismo. Además, no vale la pena adelantar los
acontecimientos: recordará que le dije que teníamos seis días de
inactividad ante nosotros. Bien, el de hoy es el sexto día, y el final
de la ociosidad. Propongo que esta noche nos demos un paseo.
—¡Un paseo! ¿Es ésa toda la actividad que piensa usted desarrollar?
—Bueno, puedo mostrarle algunas cosas muy curiosas. Para ser sincero,
deseo que esta noche, a las nueve, venga conmigo a las colinas. Tal vez
tengamos que pasar toda la noche fuera, de modo que será mejor que se
tape bien y que lleve un poco de aquel brandy...
—¿Es una broma? —dijo Vaughan, que estaba desconcertado por la sucesión de extraños acontecimientos.
—No, no creo que tenga nada de broma. A menos que esté muy equivocado,
encontraremos una solución muy seria del rompecabezas. Vendrá conmigo,
¿verdad?
—Muy bien. ¿Qué dirección piensa usted seguir?
—La del sendero de que usted me habló; el atajo que se supone tomó Annie Trevor.
Vaughan palideció al oír el nombre de la muchacha.
—No creí que siguiera usted esa pista —dijo—. Pensaba que se estaba
usted ocupando del asunto de los dibujos en el suelo y en el muro de la
huerta. En fin, le acompañaré.
Aquella noche, a las nueve menos cuarto, los dos hombres salieron de la
casa y tomaron el sendero que cruzaba el bosque, hacia la cumbre de la
colina. Era una noche muy oscura. El cielo estaba encapotado, y el valle
lleno de niebla; parecían andar en un mundo de sombras y de tristeza,
sin apenas hablar, temerosos de romper el agobiante silencio. Andaron y
andaron, hata que, finalmente, Dyson cogió a su compañero por el brazo.
—Nos detendremos aquí —dijo—. Creo que no hay nada todavía.
—Conozco el lugar —dijo Vaughan, al cabo de unos instantes—. He venido a
menudo durante el día. Los campesinos temen venir aquí, según creo;
suponen que es un castillo encantado, o algo por el estilo. Pero, ¿qué
diablos hemos venido a hacer aquí?
—Hable un poco más bajo —dijo Dyson—. No nos favorecería en nada que nos oyeran hablar.
—¡Que nos oyeran hablar! No hay un alma viviente en tres millas a la redonda.
—Posiblemente, no; en realidad, debería decir que desde luego que no. Pero puede haber un cuerpo algo más cerca.
—No comprendo absolutamente nada —dijo Vaughan, bajando el tono de su
voz por complacer a Dyson—. Pero, ¿por qué hemos venido aquí?
—Ese hoyo que hay ante nosotros es la Ponchera. Creo que será mejor que no hablemos, ni siquiera en voz baja.
Se tendieron sobre la hierba. De cuando en cuando, Dyson levantaba
ligeramente la cabeza para echar una ojeada y retrocedía inmediatamente,
no atreviéndose a mirar durante mucho rato. Volvía a aplicar el oído al
suelo para escuchar, y las horas fueron pasando, y la oscuridad pareció
hacerse más intensa, y el único sonido audible era el débil suspiro del
viento. La impaciencia de Vaughan iba en aumento a medida que
transcurría el tiempo; empezaba a encontrar absurda aquella inútil
espera.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —le susurró a Dyson.
Y Dyson, que había estado conteniendo la respiración en la agonía de su
vigilia, acercó su boca al oído de Vaughan y dijo, con pausas entre cada
sílaba y en el tono de voz que el sacerdote emplea para pronunciar las
terribles palabras:
—¿Quiere usted escuchar?
Vaughan pegó el oído al suelo, preguntándose qué era lo que tenía que
oír. Al principio no oyó nada; luego, un leve ruido procedente de la
Ponchera llegó hasta él, un ruido extraño, indescriptible, como si
alguien apoyara la lengua contra el paladar y expeliera la respiración.
Vaughan escuchó ávidamente, y de pronto el ruido se hizo más intenso,
convirtiéndose en un estridente y horrible silbido, como si la tierra,
debajo de él, hirviera de insoportable calor. Incapaz de soportar por
más tiempo la tensión, Vaughan alzó la cabeza y miró en dirección a la
Ponchera.
Al principio, se negó a dar crédito a sus ojos. La Ponchera hervía
realmente como una caldera infernal. Pero hervía de formas vagas que se
movían continuamente sin que se oyera el sonido de sus pasos,
reuniéndose en grupos aquí y allí, y hablándose unas a otras con un
horrible sonido sibilante, como el que emiten las serpientes. Vaughan no
pudo apartar su rostro de allí, a pesar de que notó la presión de los
dedos de Dyson advirtiéndole para que lo hiciera; por el contrario,
aguzó la mirada y vio vagamente algo parecido a rostros y miembros
humanos, aunque su corazón se estremeció con la seguridad de que ningún
ser humano podía producir aquellos sibilantes y horribles sonidos. Miró y
miró, conteniendo una exclamación de terror, y al final las espantosas
formas se reunieron más espesas alrededor de algún vago objeto situado
en el centro de la cavidad, y los sonidos sibilantes crecieron en
intensidad, y Vaughan vio a la incierta claridad los abominables
miembros, vagos y, sin embargo, demasiado perceptibles, y creyó oír, muy
débilmente, un lamento humano a través del rumor de una charla que no
era de hombres. La horrible parodia continuó, mientras el sudor empapaba
las sienes de Vaughan y sus manos quedaban heladas.
Luego, la espantosa masa se precipitó hacia los costados de la Ponchera,
y por un instante Vaughan vio agitarse unos brazos humanos en el centro
de la cavidad. Pero debajo de ellos brilló una chispa, ardió un fuego, y
mientras la voz de una mujer profería un alarido de angustia y de
terror, una gran pirámide de llamas se elevó hacia el cielo, iluminando
toda la montaña. En aquel instante, Vaughan vio lo que pululaba en la
Ponchera; los seres que tenían forma de hombres, pero que eran como
niños espantosamente deformes, los rostros de ojos almendrados ardiendo
de diabólica concupiscencia, el fantasmal color amarillento de la masa
de carne desnuda. Luego, como por arte de magia, el lugar quedó vacío,
mientras el fuego rugía y crepitaba, y las llamas seguían iluminando la
montaña.
—Ha visto usted la Pirámide —dijo Dyson a su oído—. La Pirámide de fuego.
V. Los enanos.
—Entonces, ¿lo reconoce usted?
—Desde luego. Es un broche que Annie Trevor solía ponerse los domingos:
recuerdo el dibujo. Pero, ¿dónde lo encontró usted? No irá a decirme que
ha descubierto a la muchacha...?
—Mi querido Vaughan, me maravilla que no sospeche usted dónde encontré el broche. ¿No habrá olvidado ya la pasada noche?
—Dyson —dijo Vaughan, hablando muy seriamente—, le he estado dando
vueltas en mi cerebro esta mañana, mientras usted estaba fuera. He
pensado en lo que vi, aunque tal vez debería decir en lo que creí ver, y
la única conclusión a que he podido llegar es que mis sentidos
sufrieron una aberración. He vivido siempre honradamente, en el santo
temor de Dios, y lo único que puedo creer es que fui víctima de una
monstruosa alucinación. Usted sabe que regresamos a casa en silencio,
que no pronunciamos una sola palabra acerca de lo que imaginé haber
visto. ¿No cree que es preferible seguir manteniendo silencio? Esta
mañana, cuando he salido a dar mi acostumbrado paseo, he experimentado
la sensación de que la tierra estaba llena de paz, y al pasar junto al
muro he visto que no había más dibujos, y he borrado los que quedaban.
El misterio ha terminado, y podemos volver a vivir en paz. Creo que
durante las últimas semanas mi mente estuvo envenenada; he estado al
borde de la locura, pero ahora vuelvo a estar cuerdo.
Mr. Vaughan había hablado apresuradamente; cuando terminó, se inclinó hacia adelante y miró a Dyson con expresión suplicante.
—Mi querido Vaughan —dijo Dyson, tras una breve pausa—, ¿qué ganaríamos
con eso? Es demasiado tarde para esconder la cabeza debajo del ala;
hemos llegado demasiado lejos. Además, usted sabe perfectamente que no
ha existido ninguna alucinación; ojalá fuera así. No, debo contarle a
usted toda la historia, hasta donde la conozco.
—Muy bien —suspiró Vaughan—. Adelante.
—Si no le importa —dijo Dyson—, empezaremos por el final. He encontrado
el broche que usted acaba de identificar en el lugar al que dimos el
nombre de la Ponchera.
En el centro de aquella cavidad había un montón de cenizas, como si
hubiese ardido una fogata; en realidad, las cenizas estaban aún
calientes, y este broche se hallaba en el suelo, en el borde mismo del
círculo que debieron formar las llamas. Supongo que se desprendería
accidentalmente del vestido de la persona que lo llevaba. No, no me
interrumpa; ahora podemos pasar al principio; retrocedamos al día en que
vino usted a verme a Londres. Por lo que recuerdo, poco después de su
llegada mencionó usted un desgraciado y misterioso accidente que se
había producido aquí; una muchacha llamada Annie Trevor había ido a ver a
una tía suya, y había desaparecido. Confieso sinceramente que lo que
usted dijo apenas me interesó; existen demasiados motivos que pueden
hacer conveniente para un hombre, y más especialmente para una mujer,
desvanecerse del círculo de sus parientes y amigos. Si fuéramos a
consultar a la policía, descubriríamos que en Londres se produce una
desaparición misteriosa una semana sí y otra también, y los oficiales se
encogerían de hombros y nos dirían que, de acuerdo con la ley de los
promedios, no puede menos de suceder. De modo que no presté demasiada
atención a su historia; además, existía otro motivo para mi falta de
interés: su historia era inexplicable.
Usted sólo pudo sugerir la intervención de un marinero desertor, pero yo
rechacé inmediatamente la explicación. Por muchos motivos, pero
principalmente porque un criminal ocasional, un aficionado que comete un
crimen brutal, siempre es descubierto, especialmente si escoge el campo
como escenario de sus operaciones. Recordará usted el caso de aquel
García que mencionó; se dirigió a una estación de ferrocarril el día
después del asesinato, con los pantalones manchados de sangre y su
mezquino botín en un hatillo.
De modo que al rechazar su única sugerencia, la historia se convertía,
como ya he dicho, en inexplicable y, en consecuencia, carente de
interés. Sí, es una conclusión perfectamente válida. ¿Ha perdido usted
nunca el tiempo dándole vueltas en su cerebro a problemas que sabía que
eran insolubles? ¿Se ha devanado usted los sesos con el antiguo
rompecabezas de Aquiles y la tortuga? Desde luego que no, porque sabía
que era perder el tiempo. Por eso, cuando me contó usted la historia de
una muchacha campesina que había desaparecido, me limité a clasificar el
caso como insoluble, y no pensé más en el asunto.
Estaba equivocado, ahora lo sé; pero, si lo recuerda, inmediatamente
pasó usted a otro asunto que le interesaba más profundamente, porque era
de tipo personal. No necesito repetirle lo extraño que me pareció su
relato acerca de los dibujos a base de piedras cuneiformes; al
principio, creí que se trataba de un simple juego de chiquillos; pero
cuando me enseñó usted aquella piedra, sentí que se despertaba mi
interés. Allí había algo que se salía de lo corriente, un motivo de
verdadera curiosidad; y en cuanto llegué aquí empecé a trabajar para
encontrar la solución, repitiéndome a mí mismo una y otra vez los
dibujos que usted me había descrito. En primer lugar, el dibujo al que
dimos el nombre de Ejército; una serie de piedras simétricamente
alineadas, apuntando todas en la misma dirección. Luego las lineas, como
los radios de una rueda, todos convergiendo hacia la figura de una
Ponchera, luego el triángulo de una Pirámide, y finalmente la Media
Luna. Confieso que agoté todas las conjeturas en mis esfuerzos para
desvelar el misterio, y como usted comprenderá era un problema doble, o
más bien triple. Ya que no tenía que limitarme a preguntarme a mí mismo:
«¿Qué significan esas figuras?», sino también:
¿Quién puede ser el responsable de ellas? Además, quedaba el problema de
saber quién podía poseer unas piedras tan valiosas, y, conociendo su
valor, utilizarlas para lo que parecía un pasatiempo y dejarlas
abandonadas. Esto último me condujo a suponer que la persona o personas
en cuestión desconocían el valor de aquellas piedras cuneiformes, aunque
la conclusión no me permitió avanzar más, ya que incluso un hombre
culto puede ignorar lo que es una piedra cuneiforme. Luego se presentó
la complicación del ojo en el muro, y, como usted recordará, llegamos a
la conclusión de que su autor o autores eran los mismos que habían hecho
los dibujos con las piedras. La posición de los ojos en el muro me hizo
investigar si había algún enano por estos alrededores, pero descubrí
que no había ninguno, y sabía que los chiquillos que pasan por allí
camino de la escuela no tenían nada que ver con el asunto. Sin embargo,
estaba convencido de que la persona que dibujó los ojos no podía tener
más de tres pies y medio de estatura, ya que, como le indiqué cuando lo
encontramos, cualquiera que dibuje sobre una superficie perpendicular
escoge instintivamente un lugar que quede al nivel de su rostro. Luego
se presentó el problema de la forma de los ojos; aquel acusado carácter
mongólico del cual un campesino inglés no podía tener noción, y, como
remate, el hecho evidente de que el dibujante o dibujantes tenían que
ser capaces de ver prácticamente en la oscuridad. Tal como usted
observó, un hombre que ha estado encerrado durante muchos años en un
oscuro calabozo puede adquirir aquella característica; pero, desde la
época de Edmundo Dantés, ¿dónde podría encontrarse una cárcel así en
Europa? Un marinero, que hubiera permanecido largo tiempo en una
mazmorra china, parecía ser el individuo a localizar, y aunque ello
parecía improbable, no era absolutamente imposible que un marinero, o,
digamos, un hombre empleado en un barco, fuera un enano. Pero, ¿cómo
explicar el hecho de que mi marinero estuviera en posesión de unas
piedras cuneiformes prehistóricas? Y, aceptada la posesión, ¿cuál era el
significado y objeto de aquellos misteriosos dibujos a base de piedras
primero, en el muro después? Desde el primer momento me di cuenta de que
su teoría acerca de un proyectado robo era insostenible. Y confieso que
lo que me puso sobre la verdadera pista fue una simple casualidad.
Cuando nos cruzamos con el viejo Trevor, y usted mencionó su nombre y la
desaparición de su hija, recordé la historia que había olvidado. Aquí,
me dije a mí mismo, hay otro problema, falto de interés, es cierto, por
sí mismo; pero, ¿y si estuviera relacionado con los enigmas que me
atormentan? Me encerré en mi habitación, aparté de mi mente toda clase
de prejuicios, y repasé todo lo sucedido partiendo de la base de que la
desaparición de Annie Trevor estaba relacionada con los dibujos de
piedras y los ojos del muro. Esta suposición no me condujo muy lejos, y
estaba a punto de renunciar definitivamente al asunto, cuando se me
ocurrió un posible significado de la Ponchera.
Como usted sabe, en Surrey existe una «Ponchera del Diablo», y me di
cuenta de que el símbolo podía referirse a alguna característica de la
región. Entonces decidí buscar la Ponchera cerca del camino que había
recorrido la muchacha cuando desapareció, y ya sabe usted que la
encontré. Traducí los dibujos de acuerdo con lo que sabía, y leí el
primero, el Ejército, así: «Habrá una reunión o asamblea..., en la
Ponchera... dentro de quince días (cuarto creciente de la luna)..., para
ver la Pirámide o para construir la Pirámide». Los ojos, dibujados uno a
uno, día por día, señalaban evidentemente las fechas a transcurrir, y
yo sabía que no habría más que catorce. No me preocupé preguntándome
cuál sería la naturaleza de la asamblea, ni quién iba a reunirse en el
paraje más solitario y más temido de esas agrestes colinas. En Irlanda,
en China o en el Oeste americano, la pregunta hubiera tenido una fácil
respuesta: rebeldes, miembros de una sociedad secreta, «vigilantes»...
Pero en este tranquilo rincón de Inglaterra, habitado por gentes
tranquilas, tales suposiciones no eran posibles. Pero yo sabía que
tendría la oportunidad de presenciar aquella reunión, y no quise perder
el tiempo en inútiles pesquisas. De pronto, recordé lo que la gente
había comentado a raíz de la desaparición de Annie Trevor, diciendo que
se la habían llevado «las hadas». Le aseguro, Vaughan, que soy un hombre
tan cuerdo como usted, y que suelo controlar mi cerebro para que no se
pierda en divagaciones ni en fantasías. Pero aquella alusión a las hadas
me llevó a recordar a los «enanos» del bosque, una creencia que
representa una tradición de los prehistóricos habitantes turanios de la
región, que vivían en cuevas: y entonces me di cuenta de que estaba
buscando a un ser de menos de cuatro pies de estatura, acostumbrado a
vivir en la oscuridad, poseedor de instrumentos de piedra y
familiarizado con los rasgos mongólicos... Confieso que me avergonzaría
hablarle de una cosa tan fantástica, tan increíble, si no fuera por lo
que usted vio con sus propios ojos anoche, y diría que puedo dudar de la
evidencia de mis sentidos, si no estuvieran corroborados por los de
usted. Pero usted y yo no podemos mirarnos a la cara y pretender que fue
una alucinación; cuando usted estaba tendido en la hierba, a mi lado,
noté que se estremecía, y vi sus ojos a la luz de las llamas. Y por eso
puedo decirle sin avergonzarme lo que había en mi mente anoche, cuando
cruzamos el bosque, trepamos a la colina y nos ocultamos junto a la
Ponchera.
Había una cosa, que hubiera tenido que ser la más evidente y que me
intrigó hasta el último instante. Ya le he dicho a usted cómo leí el
dibujo de Pirámide; la asamblea iba a ver una Pirámide, y el verdadero
significado del símbolo se me escapó hasta el último momento. El antiguo
derivado de ðõñ, fuego, me hubiera puesto sobre la pista, pero no se me
ocurrió.
Creo que eso es todo lo que puedo decir. Usted sabe que estábamos
completamente indefensos, aun en el caso de que hubiéramos previsto lo
que iba a suceder. ¡Ah! ¿El lugar donde aparecieron los dibujos? Sí, es
una pregunta muy curiosa. Pero esta casa, por lo que he podido observar,
se encuentra en el centro exacto de las colinas; y, posiblemente,
aquella extraña y antigua columna de piedra caliza que hay junto a su
huerta era un lugar de reunión antes de que los celtas pusieran el pie
en Inglaterra. Pero hay una cosa que debo añadir: no lamento nuestra
incapacidad para rescatar a la muchacha. Usted vio la aparición de
aquellos seres que pululaban en la Ponchera; puede estar seguro de que
lo que había en medio de ellos no era ya apto para la tierra.
—De modo que... —empezó a decir Vaughan.
—De modo que ella se hundió en la Pirámide de Fuego —dijo Dyson—, y
ellos volvieron a hundirse en el mundo subterráneo, en sus hogares
situados debajo de las colinas".
Arthur Machen