"No es habitual que gente normal como John y yo alquile una casa para el verano. Una mansión, una heredad... Diría que una casa encantada, y llegaría a la cúspide de la felicidad romántica.
¡Pero eso sería pedir demasiado! De todos modos, diré con orgullo que
hay algo extraño en ella. Si no, ¿por qué iba ser tan barato el
alquiler? ¿Y por qué iba a llevar tanto tiempo desocupada? John se ríe
de mí, claro, pero es lo que se espera del matrimonio. Él es práctico.
No tiene paciencia con la fe, la superstición le produce horror, y se burla en cuanto oye hablar de cualquier cosa que no se pueda tocar, ver o reducir a cifras.
Es
médico, y es posible (claro que no se lo diría a nadie, esto lo escribo
sólo para mí) que ése sea el motivo de que no me cure más deprisa. ¡No
me cree enferma! ¿Y qué puedo hacer? Si un médico prestigioso, que
además es tu marido, afirma a los amigos y parientes que lo que le
sucede a su mujer no es grave, sólo una depresión nerviosa transitoria
(una ligera propensión a la histeria), ¿qué se le va a hacer?
Mi
hermano, que también es médico, dice lo mismo. O sea, que tome no sé si
fosfatos o fosfitos, y tónicos, y viajo, y respiro, y hago ejercicio, y
tengo prohibido trabajar hasta que vuelva a encontrarme bien.
Personalmente disiento de sus ideas. Creo que un trabajo agradable,
interesante y variado, me sentaría bien. Pero ¿qué se le va a hacer?
Durante una temporada escribí pero es verdad que me agota. Tener que
llevarlo con tanto disimulo, a riesgo de topar con una oposición
firme... A veces me parece que en mi estado, con algo menos de oposición
y más trato con la gente, más estímulos... Pero John dice que lo peor
que puedo hacer es pensar en mi estado, y confieso que hacerlo me
produce siempre malestar. Así que cambiaré de tema y hablaré de la casa.
¡Qué
maravilla! Es solitaria, apartada de la ruta, y a buenos cinco
kilómetros del pueblo. Me recuerda esas casas inglesas que salen en
los libros, porque tiene setos, muros y verjas que se cierran con
candado, y muchas casitas desperdigadas para los jardineros. ¡Además
tiene un jardín hermoso! No he visto otro igual: grande, con sombra,
atravesado por caminos con boj en los bordes, y en todas partes hay
pérgolas, con parras y asientos debajo. También había invernaderos, pero
están todos rotos. Hubo problemas legales, cuestión de herederos; el
caso es que lleva años vacía. Me temo que eso echa por tierra lo del fantasma, pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo noto.
Hasta
se lo dije a John una noche de luna, pero me contestó que lo que notaba
era una corriente de aire, y cerró la ventana. ¡Corriente de aire! A
veces me enfado con él sin motivo. Estoy más sensible que antes, eso
seguro. Yo creo que es por mi problema de nervios. Pero John dice que si
pienso olvidaré controlarme como es debido; así que hago esfuerzos por
controlarme, al menos en su presencia, cosa que me cansa mucho.
No
me gusta nada el dormitorio. Yo quería uno de la planta baja que daba a
la galería, con rosas enmarcando la ventana; pero John se negó. Dijo
que sólo había una ventana, que el espacio no daba para dos camas y que
tampoco había ningún otro dormitorio cerca para que se instalara él. Es
muy atento, muy cariñoso, y casi no me deja dar un paso sin intervenir.
Me ha preparado un horario con indicaciones para cada hora del día.
John se ocupa de todo, y claro, yo me siento una desagradecida por no
valorarlo más. Dijo que si habíamos venido a esta casa era por mí, que
aquí tendría reposo y todo el aire que se puede respirar. -El ejercicio
que hagas depende de tu fuerza, cariño -dijo-, y lo que comas, de tu
apetito, pero el aire lo puedes absorber siempre.- En definitiva, nos
instalamos en el cuarto de niños, el más alto de la casa.
Es una
habitación grande y aireada, con ventanas orientadas a todos los
flancos, y aire y sol a raudales. Por lo que se ve empezó siendo cuarto
de los niños, luego sala de juegos y al final gimnasio, porque en las
ventanas hay barrotes para niños pequeños. Es como si la pintura y el
tapiz estuvieran gastados por todo un colegio. Está arrancado a trozos
grandes alrededor de la cabecera de mi cama, más o menos hasta donde
llego con el brazo, y en una zona grande de la pared de enfrente, cerca
del suelo. En mi vida he visto un papel más feo. Uno de esos diseños
exagerados que cometen todos los pecados artísticos posibles. Es lo
bastante insulso para confundir al ojo que lo sigue, lo bastante
pronunciado para irritar constantemente e incitar a su examen, y cuando
miras un rato las líneas, pobres y confusas, de repente se suicidan: se
tuercen en ángulos exagerados y se destruyen a sí mismas en
contradicciones inconcebibles. El color es repelente, repugnante: un
amarillo chillón y sucio, desteñido por la luz del sol, que se desplaza
lentamente. En algunas partes se convierte en un naranja pálido y
desagradable, y en otras toma un tono verdoso repelente.
¡No me
extraña que no les gustara a los niños! Yo, si tuviera que vivir mucho
tiempo en esta habitación, también lo odiaría. Viene John. Tengo que
esconder esto. Le irrita que escriba.
Llevamos dos semanas en la
casa y desde el primer día no he vuelto a tener ganas de escribir. Estoy
sentada al lado de la ventana, en este cuarto de los niños que es una
atrocidad, y nada me impide escribir todo lo que quiera, salvo la falta
de fuerzas. John se pasa el día afuera, y hasta hay noches en que tiene
casos graves y se queda. ¡Me alegro de que no lo sea el mío! Aunque
estos nervios son lo más deprimente que hay. John no sabe lo que sufro.
Sabe que no hay razón para sufrir, y con eso le basta. Claro que sólo
son nervios. ¡Me agobian tanto que dejo de hacer lo que tendría que
hacer! ¡Yo, que quiero ayudar a John, servirle de descanso y consuelo, y
aquí estoy, tan joven y convertida en una carga!
Nadie se
creería el esfuerzo que representa lo poco que puedo hacer: vestirme,
recibir visitas y hacer pedidos. Afortunadamente Mary se las arregla con
el bebé. ¡Qué criatura divina! Pero no puedo, no puedo estar con él.
¡Me pongo tan nerviosa...!
Supongo que John no habrá estado nervioso en toda su vida. ¡Cómo se ríe de mí por el papel tapiz!
Quiso poner uno nuevo, pero luego dijo que estaba dejando que me
obsesionara, y que para una enferma de los nervios no hay nada peor que
ceder a esa clase de fantasías. Dijo que una vez puesto un papel nuevo
pasaría lo mismo con la cama, y luego con los barrotes de las ventanas, y
luego con la reja que hay al final de la escalera, y que se
convertiría en el cuento de nunca acabar.
-Sabes
que este sitio te sienta bien -dijo-, y francamente, cariño, no pienso
reformar la casa sólo para un alquiler de tres meses.
-Pues vamos abajo -dije yo-. Abajo hay dormitorios muy bonitos.
Entonces me tomó en brazos y me llamó tontita. Dijo que si se lo pedía yo bajaría al sótano, y hasta lo encalaría.
De
todas maneras tiene razón con lo de las camas, las ventanas y el resto.
Es una habitación tan aireada y cómoda que más no se puede pedir.
Lógicamente, no voy a ser tan tonta como para incomodar a John por un
simple capricho. La verdad es que me estoy encariñando con el
dormitorio. Con todo menos con ese tapiz
tan horrible. Por una ventana veo el jardín, las misteriosas pérgolas
con su sombra impenetrable, flores de otra época, los arbustos los
árboles nudosos... Por otra tengo una vista de la bahía, y un
embarcadero, privado, que pertenece a la casa. Se baja por un sendero
precioso, con mucha sombra. Siempre me imagino que veo gente caminando
por todos esos caminos y pérgolas, pero John me ha advertido que no
alimente fantasías. Dice que con la imaginación que tengo, y con mi
costumbre de inventar cosas, una debilidad nerviosa como la mía sólo
puede desembocar en toda clase de fantasías desbordantes, y que debería
usar mi fuerza de voluntad y mi sentido común para controlar esa
tendencia. Es lo que intento.
A veces pienso que si tuviera
fuerzas para escribir un poco se aligeraría la presión de las ideas, y
podría descansar. Pero cada vez que lo intento me doy cuenta de que me
agoto. ¡Desanima tanto que nadie me aconseje ni me haga compañía en mi
trabajo! John dice que cuando me ponga bien invitaremos al primo Henry y
a Julia; pero dice que en este momento preferiría ponerme petardos en
la almohada antes de dejarme en una compañía tan estimulante.
Ojalá me curara más deprisa. Pero no tengo que pensarlo. ¡Me da la impresión de que este tapiz sabe
la mala influencia que tiene! Hay una zona recurrente donde el dibujo
se dobla como un cuello roto, y te miran dos ojos saltones puestos al
revés. Es tan impertinente, tan pertinaz, que me enfurece. Se repite
hacia arriba, hacia abajo, de lado, y por todas partes aparecen esos
ojos ridículos, mirándome sin pestañear. Hay un sitio donde no encajan
bien dos rollos, y los ojos se repiten de arriba a abajo, uno más alto
que el otro. Nunca había visto tanta expresión en una cosa inanimada, ¡y
ya se sabe lo expresivas que son! De niña me quedaba despierta en la
cama, y sacaba más diversión y más miedo
de una pared en blanco o de un mueble normal y corriente que la mayoría
de los niños en una tienda de juguetes. Aún recuerdo la simpatía con
que me guiñaban el ojo los tiradores de nuestro escritorio antiguo, y
había una silla a la que siempre tuve por una amiga fiel. Me parecía que
si alguna de las demás cosas tenía un aspecto demasiado amenazador
siempre podía subirme a la silla y ponerme a salvo.
Lo peor que
puede decirse del mobiliario de esta habitación es que le falta armonía,
porque tuvimos que subirlo de la planta baja. Supongo que cuando servía
de sala de juegos tuvieron que quitar todo lo de cuando eran pequeños
los niños. ¡No me extraña! Nunca he visto destrozos iguales. Ya he dicho
que el tapiz está arrancado en
varios sitios, y eso que estaba bien pegado. Además de odio debían de
tener perseverancia. El suelo, además, está cubierto de rayas, agujeros
y trozos desprendidos. Hasta el yeso tiene algún que otro boquete, y
esta cama tan grande y pesada, que es lo único que encontramos en la
habitación, parece salida de una guerra. Pero a mí me da igual. Sólo me
molesta el tapiz... Viene la hermana de John. ¡Qué atenta es! Que no me
encuentre escribiendo. Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no
aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella
estoy enferma porque escribo! Pero cuando no está puedo seguir
escribiendo, y estas ventanas hacen que la vea de muy lejos. Hay una que
da a la carretera, una carretera muy bonita y con muchas curvas. Otra
tiene vistas al campo, lleno de olmos frondosos, y de prados
aterciopelados. Este tapiz tiene una especie de dibujo secundario en
otro color; es de lo más irritante, porque sólo se ve cuando la luz
entra de cierta manera y ni siquiera así queda nítido. Pero en las
partes donde no se ha descolorido y donde da el sol así... Veo una
especie de figura extraña, provocadora, amorfa, algo que parece acechar
por detrás de ese dibujo principal tan tonto y llamativo... ¡Ya sube la
hermana!
¡Bueno, pues ya ha pasado el cuatro de julio! Se han
marchado todos y estoy agotada. John pensó que me ayudaría ver a gente, y
por eso hemos tenido a mamá, a Nellie y a los niños durante una semana.
Yo no he hecho nada, claro. Ahora se ocupa Jennie de todo. Pero
igualmente me he cansado. John dice que si no mejoro me enviará en otoño
a ver al doctor Weir Mitchell. No quiero ir por nada del mundo. Una vez
fue a verlo una amiga y dice que es igual que John y que mi hermano,
sólo que peor. Además, un viaje tan largo son palabras mayores. Tengo la
sensación de que no vale la pena esforzarse, y es horrible lo nerviosa y
quejosa que me estoy poniendo. Lloro por nada, y me paso casi todo el
día llorando. Cuando está John no lloro, claro, ni con él ni con nadie,
pero cuando estoy sola sí. Y últimamente paso mucho tiempo sola. A
menudo John se queda en la ciudad por casos graves, y Jennie, que es
buena, me deja sola siempre que se lo pido. Entonces paseo por el jardín
o por aquel camino tan simpático, o me siento en el porche debajo de
las rosas, y paso bastante tiempo estirada aquí arriba.
Me está
gustando mucho el dormitorio, a pesar del papel tapiz. O puede que a
causa de él... ¡Lo tengo tan metido en la cabeza! Me quedo estirada en
la cama enorme e imposible de mover (creo que está clavada al suelo), y
me paso horas mirando el dibujo. Es como hacer gimnasia, en serio. Por
ejemplo: empiezo por la base, en aquella esquina donde no lo han
arrancado, y me comprometo por enésima vez a seguir ese dibujo absurdo
hasta llegar a algún tipo de conclusión. Algo sé de los principios del
diseño, y veo que este dibujo no sigue ninguna ley de radiación,
alternancia, repetición, simetría o cualquier otro principio que conozca
yo. Se repite en cada rollo, lógicamente, pero en nada más. Según cómo
se mire, cada rollo es independiente, y las pomposas curvas y adornos
(una especie de románico degenerado con delirium tremens) suben y bajan
torpemente en columnas aisladas y fatuas. Visto de otra manera se
conectan en diagonal, y la proliferación de líneas crea grandes oleadas
de horror óptico, como una vasta
extensión de algas movidas por la corriente. También funciona en sentido
horizontal, o al menos lo parece. Me esfuerzo tanto en distinguir el
orden que sigue en esa dirección que acabo cansada.
Pusieron un
rollo en horizontal, a modo de friso. Parece mentira lo que ayuda eso a
complicarlo todavía más. Hay una esquina de la habitación donde está
casi intacto, y cuando ya no se cruzan los rayos de sol y le da
directamente la luz del atardecer casi me parece que sí que hay
radiación. Los interminables grotescos dan la impresión de originarse en
un centro común, y de salir todos despedidos con el mismo
enloquecimiento. Me cansa seguirlo con la vista. Me parece que voy a
dormir un poco.
No sé por qué escribo esto. No quiero escribirlo.
No me siento capaz. Además, sé que a John le parecería absurdo. ¡Pero
de alguna manera tengo que decir lo que siento y lo que pienso! ¡Es un
alivio tan grande...! Aunque el esfuerzo está siendo más grande que el
alivio. Ahora me paso la mitad del tiempo con una pereza horrible, y me
acuesto con mucha frecuencia. John dice que no tengo que perder
fuerzas. Me ha hecho tomar aceite de hígado de bacalao, tónicos a
mansalva y no sé qué más; y no hablemos de la cerveza, el vino y la
carne poco hecha. ¡Qué bueno es John! Me ama y no le gusta nada que esté
enferma. El otro día intenté hablar con él y contarle las ganas que
tengo de que me deje salir y hacer una visita al primo Henry y Julia.
Pero dijo que no estaba en condiciones de viajar, ni de resistirlo; y yo
no me defendí demasiado bien, porque antes de acabar ya estaba
llorando.
Me está costando mucho razonar. Supongo que será por
los nervios. Y el bueno de John me tomó en brazos, me llevó arriba, me
puso en la cama y me leyó hasta que se me cansó la cabeza. Dijo que yo
era la niña de sus ojos, su consuelo, lo único que tenía en el mundo;
que tengo que cuidarme por él, y ponerme bien. Dice que de esto sólo
puedo salir yo misma; que tengo que usar mi voluntad y mi autocontrol, y
no dejarme vencer por fantasías tontas. Una cosa me consuela: el bebé
está bien de salud, y no tiene que estar en este espantoso cuarto de los
niños, con su horrendo papel tapiz. ¡Si no lo hubiéramos usado nosotros
habría sido para el pobre niño! ¡Qué suerte habérselo ahorrado! Ni
muerta dejaría yo que un hijo mío, una cosita tan impresionable, viviera
en una habitación así. Es la primera vez que lo pienso, pero a fin de
cuentas es una suerte que John me dejara aquí. Lo digo porque puedo
soportarlo mucho mejor que un bebé.
Claro que ahora ya no se lo
comento a nadie. ¡Tan tonta no soy! Pero sigo observándolo. En ese papel
tapiz hay cosas que sólo sé yo; cosas que no sabrá nadie más. Cada día
se destacan más las formas imprecisas que hay detrás del dibujo
principal. Siempre es la misma forma, sólo que repetida. Y es como una
mujer agachada, arrastrándose detrás del dibujo. No me gusta nada. Me
pregunto si... Empiezo a pensar... ¡Ojalá que John se llevase esto de
aquí!
Es muy difícil hablar con él de mi caso, porque es tan
listo, y me quiere tanto... De todos modos anoche lo intenté. Había
luna. La luna entra por todos los lados, igual que el sol. Hay veces en
que odio verla; va subiendo muy poco a poco, y siempre entra por alguna
de las ventanas. John dormía, y como no me gusta despertarlo me quedé
quieta y miré la luz de la luna sobre el papel tapiz, hasta que tuve miedo.
Parecía que la figura borrosa sacudiera el dibujo, como si quisiera
salir. Me levanté sigilosamente y fui a tocar el papel, a ver si era
verdad que se movía. Cuando volví, John estaba despierto.
-¿Qué te pasa, amor? -dijo-. No te pasees así, que te resfriarás.
Me pareció buen momento para hablar. Le dije que aquí no mejoro nada, y que tenía ganas de que me llevara a otra parte.
-¡Pero
cariño! -contestó- Nos quedan tres semanas de alquiler, y no se me
ocurre ninguna manera de marcharnos antes. En casa aún no están hechas
las reparaciones, y no puedo marcharme de la ciudad. Si corrieras
peligro lo haría, por supuesto, pero la cuestión es que estás mejor,
amor, aunque no te des cuenta. Soy médico, cariño, y sé lo que digo.
Estás ganando peso y color, y tu apetito mejora. La verdad es que estoy
mucho más tranquilo que antes.
-No peso ni un gramo más -dije-; al
revés. ¡Y puede que mi apetito haya mejorado por las noches, cuando
estás tú, pero por la mañana, cuando te vas, está peor!
-¡Pobre amor
mío! -dijo John, abrazándome con fuerza-. ¡Te dejo estar todo lo enferma
que quieras! Pero a ver si ahora aprovechamos para dormir. Ya
hablaremos mañana por la mañana.
-¿O sea, que no quieres marcharte? -pregunté con voz triste.
-¿Cómo
quieres que me vaya, mi vida? Tres semanas más y saldremos de viaje
unos días, mientras Jennie acaba de preparar la casa. Estás mejor,
cariño. Hazme caso.
-Físicamente puede que sí... -empecé a decir;
pero me quedé, porque John se incorporó y me dirigió una mirada tan
seria y cargada de reproche que no fui capaz de seguir hablando.
-Cariño
-dijo-, te ruego por mi bien y el de nuestro hijo, además del tuyo, que
no dejes que se te meta esa idea ni un segundo. Para un carácter como
el tuyo no hay nada más peligroso. Ni más fascinante. Es una idea falsa,
además de tonta. ¿No confías en mi palabra de médico?
Yo, como
es lógico, no dije nada más. Tardamos en acostarnos. John creyó que
había sido la primera en dormirme, pero era mentira. Me quedé despierta
varias horas, tratando de decidir si el dibujo principal y el de detrás
se movían juntos o separados. A la luz del sol, hay una falta de
secuencia, un desafío a las leyes, que produce irritación constante en
un cerebro normal. El color de por sí ya es bastante repulsivo,
inestable y exasperante, pero el dibujo es una tortura. Parece que lo
tienes dominado, pero justo cuando lo sigues sin perderte da una
voltereta hacia atrás. Te pega un bofetón, te tira al suelo y te
pisotea. Es como una pesadilla. El dibujo principal es un arabesco
recargado, que recuerda a un hongo. Hay que imaginarse una seta con
articulaciones, una ristra interminable de setas, brotando en
circunvoluciones que no se acaban nunca. Es algo así. ¡Pero sólo a
veces!
Este tapiz tiene una peculiaridad, algo que por lo visto
sólo noto yo: que cambia con la luz. Cuando entra el sol por la ventana
del este (yo siempre vigilo la aparición del primer rayo), cambia tan
deprisa que nunca acabo de creérlo. Por eso siempre lo observo. A la luz
de la luna (cuando hay luna entra luz toda la noche) no me parece el
mismo papel. ¡De noche, sea cual sea la fuente de luz (el crepúsculo,
una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la peor), se convierte
en barrotes! Me refiero al dibujo principal, y la mujer de detrás se ve
con absoluta claridad. Tardé bastante en reconocer lo que se ve detrás,
ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es
una mujer. A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo creo que no se
mueve por el dibujo principal. ¡Es tan desconcertante...! Yo, mirándolo,
me quedo horas sin moverme.
Últimamente paso mucho tiempo
estirada. John dice que me conviene, y que tengo que dormir todo lo que
pueda. Empecé por culpa suya, porque me obligaba a estirarme una hora
después de cada comida. Estoy convencida de que es mala costumbre,
porque el caso es que no duermo. Y eso fomenta el engaño, porque no le
digo a nadie que estoy despierta. ¡Ni hablar! El caso es que le estoy
tomando un poco de miedo a John. Hay veces en que lo veo muy raro, y
hasta Jennie tiene una mirada inexplicable. De vez en cuando, como mera
hipótesis científica, pienso... ¡que quizá sea el papel tapiz!
En
más de una ocasión he observado a John sin que se diera cuenta, uno de
esos días en que entraba en el dormitorio sin avisar con cualquier
excusa inocente, y lo he sorprendido varias veces mirando el tapiz. A
Jennie también. Una vez sorprendí a Jennie tocándolo. Ella no sabía que
yo estuviera en la habitación, y cuando le pregunté con voz tranquila,
muy tranquila, controlándome al máximo, qué hacía con el papel... ¡Dio
media vuelta como si la hubieran sorprendido robando, y me miró con cara
de enfadada! ¡Me preguntó que por qué la asustaba! Luego dijo que el
papel lo manchaba todo, que había encontrado manchas amarillas en toda
mi ropa y en la de John, y que a ver si teníamos más cuidado. Qué
inocente, ¿verdad? ¡Pues yo sé que está estudiando el dibujo, y estoy
decidida a ser la única que descubra la solución!
Mi vida se ha
vuelto mucho más interesante. Es porque tengo algo más que esperar, que
vigilar. La verdad es que como mejor y estoy más tranquila que antes.
¡Qué contento está John de que mejore! El otro día se rió un poco y dijo
que se me veía más sana, a pesar del papel de pared. Para no hablar del
tema, me reí. No tenía la menor intención de decirle que la causa era
justamente el papel tapiz. Se habría burlado. Hasta puede que hubiera
querido sacarme de esta casa. Ahora no quiero irme hasta que haya
descubierto la solución. Queda una semana, y creo que será suficiente.
¡Me
encuentro cada vez mejor! De noche no duermo mucho, por lo interesante
que es observar los acontecimientos; de día, en cambio, duermo bastante.
El día cansa y desconcierta. Siempre hay nuevos brotes en el hongo, y
nuevos matices de amarillo por todo el dibujo. Ni siquiera puedo llevar
la cuenta, y eso que lo he intentado concienzudamente. ¡Qué amarillo
más raro, el del papel! Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi
vida; no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas
podridas y maléficas. Todavía hay otra cosa en el papel: ¡el olor! Lo
noté en cuanto entramos en la habitación, pero con tanto aire y tanto
sol no molestaba. Ahora llevamos una semana de niebla y lluvia y da
igual que estén cerradas o abiertas las ventanas, porque el olor no se
marcha. Se filtra por toda la casa. Lo encuentro flotando por el
comedor, agazapado en el salón, escondido en el vestíbulo, acechándome
en la escalera. Se me mete en el pelo. Hasta cuando salgo a montar a
caballo. De repente giró la cabeza y lo sorprendo: ¡ahí está el olor! ¡Y
qué raro es! Me he pasado horas intentando analizarlo, para saber a qué
olía. Malo no es, al menos al principio. Es muy suave. Nunca había
olido nada tan sutil y a la vez tan persistente. Con esta humedad
resulta asqueroso. De noche me despierto y lo descubro flotando sobre
mí. Al principio me molestaba. Llegué a pensar seriamente en quemar la
casa, sólo para matar el olor. Ahora, en cambio, me he acostumbrado. ¡Lo
único que se me ocurre es que se parece al color del papel! Un olor
amarillo.
Hay una marca muy rara en la pared, por la parte de
abajo, cerca del zócalo: una raya que recorre toda la habitación. Pasa
por detrás de todos los muebles menos de la cama. Es una mancha larga,
recta y uniforme, como de haber frotado algo muchas veces. Me gustaría
saber cómo y quién la hizo, y para qué. Vueltas, vueltas y vueltas.
Vueltas, vueltas y vueltas. ¡Me marea!
Por fin he hecho un
verdadero hallazgo. A fuerza de mirarlo cada noche, cuando cambia
tanto, he acabado por descubrir la solución. El dibujo principal se
mueve, efectivamente, ¡y no me extraña! ¡Lo sacude la mujer de detrás! A
veces pienso que detrás hay varias mujeres: otras veces que sólo hay
una, que se arrastra a toda velocidad y que el hecho de arrastrarse lo
sacude todo. En las partes muy iluminadas se queda quieta, mientras que
en las más oscuras toma las barras y las sacude con fuerza. Siempre
quiere salir, pero ese dibujo no hay quien lo atraviese. ¡Es tan
asfixiante! Yo creo que es la explicación de que tenga tantas cabezas.
Lo atraviesan, y luego el dibujo las estrangula, las deja boca abajo y
les pone los ojos en blanco. Si estuvieran tapadas las cabezas, o
arrancadas, no sería ni la mitad de desagradable.
¡Me parece que
la mujer sale de día! Voy a decir por qué, pero que no se entere nadie:
¡la he visto! ¡La veo por todas mis ventanas! Estoy segura de que es la
misma mujer, porque siempre se arrastra, y hay pocas mujeres que se
arrastren a la luz del día. La veo por el camino largo que pasa debajo
de los árboles. Se arrastra, y cuando pasa un coche de caballos se
esconde debajo de las zarzamoras. La entiendo perfectamente. ¡Debe de
ser muy humillante que te sorprendan arrastrándote en pleno día! Yo,
cuando me arrastro de día, siempre cierro con llave. De noche no puedo,
porque sé que John enseguida sospecharía algo. Y últimamente está tan
raro que prefiero no irritarlo. ¡Ojalá se cambiara de habitación!
Además, no quiero que a esa mujer la saque nadie de noche como no sea
yo. A menudo me pregunto si podría verla por todas las ventanas a la
vez. Pero por muy deprisa que dé vueltas, sólo consigo mirar por una. ¡Y
aunque siempre la vea, cabe la posibilidad de que la velocidad con que
anda a gatas sea mayor que la de mis vueltas! Alguna vez la he visto
lejos, en campo abierto, arrastrándose con la misma rapidez que la
sombra de una nube en un día de viento.
¡Ojalá el dibujo
principal pudiera separarse del de debajo! Me propongo intentarlo poco a
poco. ¡He descubierto otra cosa extraña, pero esta vez no pienso
decirla! No conviene fiarse demasiado de la gente. Sólo quedan dos días
para quitar el papel, y me parece que John empieza a notar algo. No me
gusta cómo me mira. Además, le he oído hacer a Jennie muchas preguntas
profesionales sobre mí. El informe de Jennie era muy bueno. Dice que de
día duermo mucho. ¡John sabe que de noche no duermo demasiado bien, y
eso que casi no me muevo! También me hizo toda clase de preguntas a mí
fingiéndose muy tierno y atento. ¡Como si no se le notara! De todos
modos no me extraña nada su comportamiento, después de tres meses
durmiendo debajo de este papel. Lo mío sólo es interés, pero estoy
segura de que a John y a Jennie, en secreto, les afecta.
¡Hurra!
Es el último día, pero no me hace falta ninguno más. John se queda a
dormir en la ciudad, y no volverá hasta tarde. Jennie quería dormir
conmigo, pero le he dicho que descansaría mucho mejor quedándome sola
una noche. ¡Una respuesta muy astuta, porque la verdad es que no he
estado sola en absoluto! En cuanto salió la luna y la pobre mujer empezó
a arrastrarse y sacudir el dibujo, me levanté y corrí a ayudarla. Yo
estiraba, y ella sacudía; luego sacudía yo y estiraba ella, y antes del
amanecer habíamos arrancado varios metros de papel. Una franja como yo
de alta, y de ancha como la mitad de la habitación. ¡Después, cuando ha
salido el sol y el dibujo ha empezado a burlarse de mí, he jurado acabar
con él hoy mismo!
Nos vamos mañana. Están trasladando todos mis
muebles a la planta baja para dejarlo todo como al llegar. Jennie ha
mirado la pared con cara de sorpresa, pero le he dicho que ha sido pura
rabia, por lo horrible que era el papel. Se ha puesto a reír y me ha
dicho que no le habría importado hacerlo ella misma, pero que no está
bien que me canse. ¡Qué manera de quedar en evidencia! Pero estoy aquí, y
este tapiz no lo toca nadie más que yo. ¡Antes muerta!
Jennie ha
intentado sacarme de la habitación. ¡Cómo se le notaba! Pero le he
dicho que ahora está tan vacía y tan limpia que me entraban ganas de
estirarme otra vez y dormir todo lo que pudiera; que no me despertara ni
para cenar, y que ya la avisaría yo cuando estuviera despierta. Vaya,
que se ha marchado, y los criados no están. Los muebles tampoco. Sólo
queda la cama clavada al suelo, con el colchón de lona que encontramos
encima. Esta noche dormiremos abajo, y mañana tomaremos el barco a casa.
Me gusta bastante esta habitación, ahora que vuelve a estar vacía. ¡Qué
destrozos hicieron los niños! ¡La cama está como si la hubieran
mordido! Pero tengo que poner manos a la obra. He cerrado la puerta y he
tirado la llave al camino de delante. No quiero salir, ni quiero que
entre nadie hasta que llegue John. Quiero darle una buena sorpresa.
Tengo
una cuerda que no ha encontrado ni Jennie. ¡Así, si sale la mujer y
quiere escaparse, podré atarla! ¡Pero se me ha olvidado que no puedo
llegar muy arriba si no tengo nada a que subirme! ¡Esta cama no hay
quien la mueva! He intentado levantarla y empujarla hasta quedarme
lisiada. Entonces me he enfadado tanto que le he arrancado un trozo de
un mordisco, en una esquina; pero me he hecho daño en los dientes.
Después he arrancado todo el tapiz hasta donde alcanzaba de pie en el
suelo. ¡Está pegadísimo, y el dibujo se lo pasa en grande! ¡Todas las
cabezas estranguladas, y los ojos saltones, y la proliferación de
hongos, todos se mofan de mí a gritos! Me estoy enfadando tanto que
acabaré haciendo algo desesperado. Saltar por la ventana sería un
ejercicio admirable, pero las barras son demasiado fuertes para
intentarlo.
Además, tampoco lo haría. Desde luego que no. Sé
perfectamente que sería un acto indecoroso, y que podría interpretarse
mal. Ni siquiera me gusta mirar por las ventanas. ¡Hay tantas mujeres
arrastrándose, y corren tanto...! Me gustaría saber si salen todas del
papel, como yo. Pero ahora estoy bien sujeta con mi cuerda, la que no
encontró nadie. ¡A mí sí que no me sacan a la carretera! Supongo que
cuando se haga de noche tendré que ponerme otra vez detrás del dibujo.
¡Con lo que cuesta! ¡Es tan agradable estar en esta habitación tan
grande, y andar a gatas siempre que quiera...!
No quiero salir.
No quiero, ni que me lo pida Jennie. Porque fuera hay que arrastrarse
por el suelo, y en vez de amarillo es todo verde. Aquí, en cambio, puedo
andar a gatas por el suelo liso, y mi hombro se ajusta perfectamente a
la marca larga de la pared, con la ventaja de que así no me pierdo.
¡Anda, si está John al otro lado de la puerta! ¡Es inútil, jovencito, no
podrás abrirla! ¡Qué berridos, y qué golpes! Ahora pide un hacha a
gritos. ¡Sería una lástima destrozar una puerta tan bonita!
-¡John, querido! -he dicho con la máxima amabilidad-. ¡La llave está al lado de la escalera de entrada, debajo de una hoja!
Con eso se ha callado un rato. Luego ha dicho (con mucha serenidad):
-¡Abre la puerta, cariño!
-No puedo -he contestado-. ¡La llave está al lado de la puerta principal, debajo de una hoja!
Lo
he repetido varias veces, muy poco a poco y con mucha dulzura; lo he
dicho tantas veces que ha tenido que bajar a comprobarlo. La ha
encontrado, como era de esperar, y ha entrado. Se ha quedado a un paso
del umbral.
-¿Qué pasa? -ha gritado-. ¿Pero qué haces, por Dios?
Yo he seguido andando a gatas como si nada, pero le he mirado por encima del hombro.
-Al
final he salido -dije-, aunque no quisieras ni tú ni Jane. ¡Y he
arrancado casi todo el papel, para que no puedan volver a meterme!
¿Por
qué se habrá desmayado? El caso es que lo ha hecho, y justo al lado de
la pared, en mitad de mi camino. ¡O sea que he tenido que pasar por
encima de él a cada vuelta!"
Charlotte Perkins Gilman