"La corona de los reyes de Ustaim estaba fabricada únicamente con los materiales más singulares que pudieron ser encontrados. El oro de su círculo, mágicamente esculpido, fue extraido de un gigantesco meteoro que había caído en la meridional isla de Cyntrom, sacudiendo la isla de costa a costa con un desastroso terremoto; este oro era más duro y brillante que ningún otro proveniente de la tierra y su color pasaba del rojo de una llama al amarillo de las lunas jóvenes. Llevaba engarzadas trece piedras preciosas, cada una de las cuales era única y sin igual, ni siquiera en la fábula. Estas joyas eran una maravilla de contemplar, haciendo brillar el círculo con extraños e inquietos fuegos y con fulguraciones tan terribles como los ojos del basilisco. Pero más maravilloso que todo lo demás era el pájaro gazolba disecado que formaba la superestructura de la corona, que se agarraba al círculo con sus aceradas garras por encima del entrecejo del que la llevaba y se erguía majestuosamente con su resplandeciente plumaje verde, violeta y bermellón. Su pico era del tono del bronce bruñido, sus ojos eran como pequeños granates negros en órbitas de plata; siete diminutas plumas que parecían de encaje surgían de su cabeza tan negra como el ébano y una blanca cola caía en abanico extendido como los rayos de algún blanco sol más allá del círculo. Según los marineros que le habían matado en una isla casi legendaria más allá de Sotar, muy al este de Zothique, el gazolba era el último de su especie. Durante nueve generaciones había rematado la corona de Ustaim y los reyes le consideraban como el sagrado emblema de sus fortunas y un talismán inseparable de su realeza, cuya pérdida sería seguida por un terrible desastre.
Euvorán, el hijo de Karpoom, era el noveno que llevaba la corona. Después de la muerte de Karpoom debida a una indigestión de angulas rellenas y huevos de salamandra en gelatina, la había llevado soberbia y magníficamente, durante dos años y diez meses. En todas las ocasiones oficiales, recepciones y concesiones diarias de audiencias públicas y de administración de justicia, había agraciado la frente del joven rey, confiriéndole una grave majestad a los ojos de los que le contemplaban. Además, había servido para ocultar el lamentable desarrollo de una temprana calvicie.
Sucedió, a finales del otoño del tercer año de su reinado, que el rey Euvorán se levantó de un suculento desayuno de doce platos y doce vinos y se dirigió, según era su costumbre, al salón de justicia, que ocupaba todo un ala de su palacio en la ciudad de Aramoam, que, construida en mármol de varios colores, contemplaba desde las colinas cubiertas por palmeras el arrugado azul del océano Oriental. Muy bien fortificado por su desayuno, Euvorán se sentía dispuesto para desenredar la más complicada madeja de la legalidad y el crimen y estaba asimismo dispuesto a determinar un rápido castigo para todos los malhechores. A su lado, a la derecha de su trono de marfil, esculpido en forma de kraken, permanecía un verdugo apoyado sobre una gigantesca maza de cabeza de plomo que había sido templada hasta obtener la dureza del hierro. Con esta maza, muy a menudo fueron rotos instantáneamente los huesos de los ofensores más flagrantes, o sus cerebros habían sido esparcidos en presencia del rey sobre un suelo que estaba cubierto por arena negra. Y al lado izquierdo del trono, un torturador profesional se ocupa continuamente con los tornillos y poleas de ciertos terribles instrumentos de tortura, como para avisar de su destino a todos los que cometiesen alguna fechoría. Las roscas de aquellos tornillos y los tensores de aquellas poleas no siempre estaban ociosos y los hechos metálicos de las máquinas no siempre estaban vacíos.
Ahora bien, aquella mañana los policías de la ciudad llevaron ante el rey Euvorán sólo unos cuantos ladronzuelos y sospechosos de vagabundear y no había casos de felonía tales que hubiesen hecho necesario el descenso de la maza o la utilización de los instrumentos de tortura. Así pues, el rey, que había estado esperando una sesión placentera, se sintió defraudado y desilusionado e interrogó con mucha severidad a los pequeños culpables que estaban ante él, intentando extraer de cada uno, por turnos, una admisión de algún crimen más grave que aquel de que se les acusaba. Pero parecía que los ladrones eran inocentes de todo lo que no fuera robar y los vagabundos no eran culpables de nada peor que vagabundear, y Euvorán comenzó a pensar que la mañana no ofrecería demasiado entretenimiento. Porque, legalmente, los azotes eran el castigo más pesado que podía imponer a aquellos delincuentes de poca monta.
—¡Llevaos de aquí a estos bribones! —gritó a los oficiales mientras su corona temblaba con la indignación y el alto pájaro gazolba parecía asentir e inclinarse—. Sacadlos de aquí porque ensucian mi presencia. Dadles a cada uno cien azotes con la dura madera del sauce sobre las plantas desnudas de los pies, sin olvidarse de los talones. Después expulsadlos de Aramoam hacia los terrenos donde viven los exiliados y pinchadlos con tridentes de hierro al rojo vivo si se demoran cuando se arrastren hacia allí.
Entonces, y antes de que los oficiales pudiesen obedecerle, entraron en el salón de justicia dos policías rezagados arrastrando entre ellos a un individuo peculiar y muy estrafalario, con los ganchos de largo mango y muchas puntas que se usaban en Aramoam para la captura de malhechores y sospechosos. Y aunque los ganchos estaban aparentemente clavados no sólo en los sucios harapos con los que iba vestido. sino también en su carne, el prisionero saltaba constantemente como si fuese una cabra y sus captores se veían obligados a seguirle en estas vivaces y poco dignas cabriolas, de forma que los tres ofrecían un aspecto de saltimbanquis. El increíble personaje se detuvo ante Euvorán con una evolución final en la que los oficiales fueron arrastrados por el aire como las colas de un cometa. El rey lo contemplaba asombrado y no le causó buena impresión la singular agilidad con que aterrizó sobre el suelo, alterando el apenas recobrado equilibro de los policías, que cayeron cuan largos eran sobre el suelo ante el rey.
—¡Eh! ¿Qué tenemos aquí ahora?—dijo el rey con voz amenazadora.
—Señor, es otro vagabundo—replicaron los oficiales sin aliento, cuando hubieron recobrado una postura inclinada más respetuosa—. Hubiese atravesado Aramoam por la avenida principal de la forma que acabáis de contemplar. sin detenerse y sin tan siquiera disminuir la altitud de sus saltos, si no lo hubiésemos detenido.
—Tal conducta es altamente sospechosa —dijo Euvorán lleno de esperanza—. Prisionero, declara tu nombre, natividad y ocupación, y los infames crímenes de que sin duda alguna era culpable.
El cautivo, que era bizco, parecía contemplar a Euvorán, al macero real y al torturador y sus instrumentos todos de una simple mirada. Era feo hasta un grado extravagante, su nariz, orejas y demás rasgos poseían una movilidad innatural y continuamente hacía muecas, de forma que su sucia barba se agitaba y enroscaba como las algas en un pozo hirviendo.
—Tengo muchos nombres—replicó con voz insolente cuyo tono era particularmente desagradable para Euvorán, haciéndole doler los dientes como cuando se escucha el rechinar del metal sobre el vidrio—. En cuanto a mi natividad y ocupación, saberlos, oh, rey no te servirá de mucho.
—Por Sirrah, que eres mal hablado. Contesta o serán lenguas de hierro al rojo las que te interrogarán —rugió Euvorán.
—Sabe pues que soy un nigromante y nací en ese reino donde las auroras y el ocaso vienen al mismo tiempo y la luna es tan brillante como el sol.
—¡Vaya! ¡Un nigromante!—resopló el rey—. ¿No sabes que la magia es una ofensa capital en Ustaim? En verdad, que encontraremos medios para disuadirte de la práctica de tales infamias.
A una señal de Euvorán, los oficiales arrastraron a su cautivo hacia los instrumentos de tortura. Para gran sorpresa suya, en vista de su primitiva movilidad permitió que lo encadenasen en posición supina sobre la cama de hierro que producía un considerable alargamiento de las extremidades de sus ocupantes. El oficial ingeniero de aquellos milagros comenzó a hacer funcionar las palancas y la cama se alargó poco a poco, con un seco chirrido, hasta que pareció que las articulaciones del prisionero se descoyuntarían. Su estatura fue aumentando de pulgada en pulgada, y aunque después de cierto tiempo había ganado más de medio cúbito a causa de la extensión, no pareció experimentar ninguna incomodidad; para estupefacción de todos los presentes, se hizo evidente que la elasticidad de sus brazos, piernas y cuerpo estaba más allá de la extensibilidad del propio potro, que ya había llegado a su último límite. Al ver este prodigio todos quedaron en silencio y Euvorán se levantó de su asiento y se acercó al potro, como dudando de sus propios ojos, que testificaban una cosa tan anormal. El prisionero le dijo:
—Sería mejor que me liberaras, oh rey Euvorán.
—¿Eso dices? —gritó el rey lleno de ira—. Sin embargo, ésa no es la forma como tratamos a los felones en Ustaim.
E hizo un gesto privado al verdugo, que se acercó rápidamente, levantando su masiva maza de cabeza de plomo.
—Caiga sobre tu propia cabeza—dijo el mago, y se levantó instantáneamente del lecho de hierro, rompiendo las ligaduras que le sujetaban como si hubiesen sido cadenas de hierba. Después, irguiéndose con la terrible altura que las vueltas del potro le había dado, señaló con su largo dedo índice, oscuro y seco como el de una momia, la corona del rey; simultáneamente, pronunció una palabra extraña, estridente y horrible como el gemido de las aves migratorias que pasan la noche dirigiéndose hacia costas desconocidas. Y como en respuesta a aquella palabra, sobre la cabeza de Euvorán se oyó el fuerte y brusco aletear de unas alas; el rey sintió cómo su frente era aligerada del benéfico y acostumbrado peso de la corona. Una sombra cayó sobre él y vio, y todos los presentes, al pájaro gazolba disecado en el aire, aquel mismo que había sido muerto hacía más de doscientos años por unos marineros en una isla remota. Las alas del pájaro, un esplendor viviente, estaban extendidas como para volar y todavía llevaba en sus garras de acero el extraño círculo de la corona. Se mantuvo un rato revoloteando sobre el trono, mientras el rey lo contemplaba con un espanto y una consternación sin palabras. Después, con un chasquido metálico, su blanca cola se desplegó como los rayos de un sol volador, voló velozmente por las puertas abiertas Y salió de Aramoam en la luz de la mañana, dirigiéndose hacia el mar.
Detrás salió el nigromante con grandes botes y saltos como los de una cabra y nadie intentó detenerle. Pero los que le vieron partir de la ciudad juraban que fue hacia el norte, siguiendo la línea del Océano, mientras que el pájaro voló directamente hacia el este, como dirigiéndose hacia la isla medio fabulosa donde había nacido. A partir de entonces, el nigromante no volvió a ser visto en Ustaim, como si de un solo salto se hubiese marchado a otros reinos. Pero la tripulación de una galera mercante de Sotar que llegó después a Aramoam, contó que el pájaro gazolba había pasado por encima de ellos a media mañana, una gloria de varios colores volando continuamente hacia las fuentes de la primavera del día. Y dijeron que la corona de oro de color variable, con sus trece gemas sin igual, estaba todavía en las garras del pájaro. Aunque durante largo tiempo habían traficado en los archipiélagos maravillosos viendo muchos prodigios, consideraban éste como un portento raro y sin precedentes.
El rey Euvorán, tan extrañamente despojado de aquel avícola adorno y con su calvicie rudamente expuesta a la mirada de ladrones y vagabundos en el salón de justicia, era como alguien a quien los dioses han enviado un golpe repentino. Si el sol se hubiese vuelto negro en el cielo, o las murallas de su palacio se hubiesen derrumbado sobre él, su pena habría sido apenas mayor. Porque le parecía que su realeza había volado con aquella corona que era el emblema y el talismán de sus padres. Además, la cosa era totalmente contra naturaleza y las leyes de dioses y hombres eran conculcadas al mismo tiempo, porque nunca anteriormente, en la historia o en la leyenda, había escapado un pájaro muerto del reino de Ustaim. Indudablemente, la pérdida era una calamidad horrible, y Euvorán, habiéndose puesto un voluminoso turbante de brocado púrpura, tomó consejo con sus ministros más sabios en relación al dilema de estado que había surgido de aquella forma. Los ministros no se sentían menos preocupados y perplejos que el rey, porque el pájaro y el círculo eran irreemplazables. Mientras tanto, el rumor de esta desgracia se había esparcido por Ustaim y el país se llenó de dudas y confusión lamentables, y algunos comenzaron a murmurar a escondidas de Euvorán, diciendo que nadie podía ser el legítimo gobernante de aquel país sin la corona del gazolba.
Entonces, y como era costumbre de los reyes en tiempos de exigencia nacional, Euvorán se encaminó al templo donde habitaba el dios Geol, que era un dios terrestre y la principal deidad de Aramoam. Solo, con la cabeza descubierta y descalzo según estaba ordenado por la ley de la jerarquía, entró en el oscuro adytum donde la imagen de Geol, con una gran barriga y hecha en cerámica del color de la tierra, se recostaba eternamente sobre su espalda y contemplaba las partículas de un estrecho rayo de luz solar que penetraba por una ranura en la pared. Y cayendo sobre el polvo que se había reunido con los siglos alrededor del ídolo, el rey rindió homenaje a Geol y le imploró un orácuio que le iluminase y le guiase en su necesidad. Tras una pausa, del vientre del dios salió una voz, como si un estruendo subterráneo se hubiese articulado, y dijo al rey Euvorán:
—Vete a buscar al gazolba en aquellas islas que se encuentran bajo el sol oriental. Allí, oh rey, en las lejanas costas de la aurora, verás de nuevo al pájaro viviente que es el símbolo y la fortuna de tu dinastía, y allí, con tu propia mano, matarás al pájaro.
Euvorán se sintió muy consolado por este oráculo, puesto que las enseñanzas del dios eran consideradas como infalibles. Y le pareció que el oráculo implicaba en términos claros que recobraría la corona perdida de Ustaim, que tenía al reanimado pájaro como superestructura. Así pues, volviendo al palacio real, envió a buscar a los capitanes de sus mejores naves de guerra, que estaban ancladas en el tranquilo puerto de Aramoam, y les ordenó hacer inmediatamente provisiones para un largo viaje hacia el este, hacia los archipiélagos de la mañana. Cuando todo estuvo listo, el rey Euvorán subió a borde del buque insignia de la fiota, que era una impresionante cuatrirreme con remos de maderas preciosas y velas de ricas telas fuertemente tejidas y teñidas de un escarlata amarillento y con un largo estandarte en el mástil mayor, que mostraba al gazolba con sus colores naturales sobre un campo de azul cobalto. Los remeros y marineros de la cuatrirreme eran poderosos negros del norte y los soldados que la tripulaban eran fieros mercenarios de Xylac, al oeste, y el rey tomó con él a bordo a varias de sus concubinas, bufones y otros servidores, además de una amplia reserva de licores y viandas singulares, de forma que no le pudiese faltar nada durante el viaje. Acordándose de la profecía de Geol, el rey se armó con una ballesta y un carcaj lleno de flechas con plumas de loro y también llevó una honda de piel de león y una cerbatana de bambú negro que descargaba diminutos dardos envenenados.
Parecía que los dioses favorecían el viaje, porque la mañana de su partida sopló con fuerza el viento del oeste, y la flota, que contaba con quince navíos, fue empujada, con las velas hinchadas, hacia el sol que salía del mar. Los clamores y gritos de despedida del pueblo de Euvorán sobre los muelles pronto fueron acallados por la distancia, y las casas de mármol de Aramoam, sobre sus cuatro colinas cubiertas de palmeras, fueron ahogadas en aquel blanco azulina disolviéndose rápidamente que era la línea de la costa de Ustaim. A partir de entonces, y por muchos días, las proas de madera de hierro de las galeras hendieron un mar de color índigo suavemente revuelto que se extendía ininterrumpidamente por todos lados bajo un cielo sin nubes azul oscuro. Confiando en el oráculo de Geol, aquel dios terrestre que nunca había abandonado a su padres, el rey se divertía según era su costumbre, y reclinándose bajo un dosel color azafrán en la popa de la cuatrirreme, paladeaba en una copa de esmeralda los vinos y licores que habían estado en las bodegas de su palacio, almacenando el color de soles antiguos y más ardientes donde había caído ya la negra escarcha del olvido. Y se reía con las tonterías de sus bufones, de inagotables chistes antiguos que habían provocado la risa de otros reyes en los continentes antiguos perdidos en el mar. Y sus mujeres le divertían con obscenidades que eran más antiguas que Roma o Atlantis. Y siempre conservaba a mano, al lado de su lecho, las armas con las que esperaba cazar y volver a matar al gazolba, según el oráculo de Geol.
Los vientos fueron constantes y favorables y la flota continuó su avance, con los grandes remeros negros cantando alegremente a los remos, las suntuosas velas golpeándose fuertemente con el viento, y los largos gallardetes flotando al aire como llamas enhiestas. Después de dos semanas llegaron a Sotar, cuyas bajas costas cubiertas de casia y sagú formaban una barrera de cien leguas de norte a sur en el mar, y se detuvieron en Loithé, su principal puerto, para preguntar por el gazolba. Se rumoreaba que el pájaro había pasado sobre Sotar y varias personas les dijeron que un habilidoso hechicero de aquella isla, llamado Iflibos, lo había atraído gracias a su magia, encerrándolo en una jaula de sándalo. Así pues, el rey desembarcó en Loithé, considerando que quizá su búsqueda se acercase a su fin, y con algunos de sus capitanes y soldados se dirigió a visitar a Iflibos, que vivía en un valle apartado entre las montañas centrales de la isla. Fue un viaje tedioso y Euvorán se sintió muy disgustado por los gigantescos y viciosos gusanos de Sotar, que no respetaban la realeza y estaban siempre insinuándose bajo su turbante. Cuando, después de algún retraso y divagaciones por la espesa jungla, llegó a la casa de Iflibos en un alto y peligroso acantilado, vio que el pájaro era simplemente uno de los buitres de brillante plumaje nativos de aquella región, que Iflibos había domesticado para su propia diversión. Por tanto, el rey volvió a Loithé, después de declinar algo rudamente la invitación del hechicero, que quería mostrarle las poco corrientes hazañas de caza para las que había entrenado al buitre. Y en Loithé el rey no se detuvo más que lo necesario para cargar a bordo cincuenta jarros del soberano aguardiente en que Sotar sobrepasaba a todas las otras islas orientales. Después, costeando los acantilados y promontorios meridionales, donde el sol se hinchaba prodigiosamente en cavernas de millas de profundidad, las naves de Euvorán salieron de Sotar y llegaron, tras muchos días, a la pocas veces visitada isla de Tosk, cuyos habitantes se parecían más a gorilas y chimpancés que a los hombres. Euvorán preguntó si sabían algo del gazolba, recibiendo como respuesta únicamente un castañeteo semejante al de los monos. Por tanto, el rey ordenó a sus soldados que capturasen a varios de aquellos salvajes isleños y les crucificasen sobre las palmeras cocoteras por su falta de civismo. Los soldados persiguieron todo el día a los ágiles habitantes del lugar entre los árboles y las piedras, que abundaban en la isla, pero sin capturar ni siquiera a uno de ellos. El rey se contentó con crucificar a varios de sus soldados por su fallo en cumplir aquella orden y navegó hasta llegar a los siete atolones de Yumatot, cuyos habitantes eran en su mayor parte caníbales. Más allá de Yumatot, que era el límite usual de los viajes de Ustaim por el oriente, los navíos entraron al mar Ilozio y comenzaron a encontrar costas en parte míticas e islas sólo conocidas por los cuentos.
Sería tedioso relatar las particularidades completas de aquel viaje en el que Euvoran y sus capitanes fueron siempre hacia el punto donde nace la aurora. Las extrañas maravillas que encontraron en los archipiélagos detrás de Yumatot fueron diversas e innumerables, pero en ningún lugar pudieron hallar una sola pluma como la que había formado parte del plumaje del gazolba y la extraña gente que poblaba aquellas islas no había visto nunca al pájaro. Sin embargo, el rey vio muchas bandadas de aves de alas ardientes y desconocidas que pasaban sobre sus galeras en medio del mar, yendo de un islote a otro. Desembarcando a menudo, practicó su arquería sobre periquitos y pájaros lira, o mató a las doradas cacatúas con su cerbatana. Cazó al dido y al dinornis en costas que por otra parte estaban despobladas. Una vez, en un mar poblado de rocas desnudas que salían a la superficie, la flota fue asaltada por poderosos grifos que se lanzaron desde sus nidos construidos en los acantilados y cuyas alas brillaban como si las plumas fuesen de bronce bajo el sol meridiano y había un fuerte tintineo como de escudos sacudidos en la batalla. Los grifos, que eran al mismo tiempo feroces y pertinaces, fueron alejados con mucha dificultad por rocas lanzadas de las catapultas de los navíos.
Mientras las naves continuaban avanzando hacia el este, por todas partes había multitud de aves. Pero al atardecer de un día en el cuarto mes después de su partida de Aramoam, las naves se acercaron a una isla sin nombre que sobresalía a una milla de altura con acantilados de desnudo y negro basalto, a cuyo alrededor el mar gritaba con ahogada rabia y en cuyos precipicios no se veían alas ni se oían voces de pájaros. La isla estaba coronada por engarfiados cipreses que podrían haber crecido en un cementerio azotado por el viento y absorbía lúgubremente el atardecer, como si se empapase con un cuajarón de sangre oscureciéndose. En la parte más alta de los acantilados había extrañas cuevas con columnas parecidas a las morada de olvidados trogloditas, pero aparentemente inaccesibles para los hombres, y según todas las apariencias, las cuevas no estaban ocupadas por ningún tipo de vida, aunque agujereaban la faz de la isla durante leguas. Euvorán ordenó que sus capitanes soltaran el ancla, con la intención de buscar un lugar para desembarcar la mañana siguiente, puesto que en su ansiedad para volver a encontrar al gazolba no dejaría pasar ninguna isla del océano de la aurora, ni siquiera la menos probable, sin el debido rastreo y examen.
La oscuridad cayó rápidamente y no había luna, de forma que las naves, que estaban muy cerca unas de otras, sólo eran visibles por sus linternas. Euvorán se sentó en su camarote y se dispuso a cenar, sorbiendo el dorado aguardiente de Sotar entre bocados de mermelada de mango y carne de fenicóptero. Excepto por una pequeña guardia en cada nave, los marineros y soldados estaban todos cenando y los remeros comían sus higos y lentejas en sus bancos. Entonces, un salvaje grito de alarma salió de todos los vigías, el grito cesó en un instante y todas las enormes embarcaciones se movieron y tambalearon sobre el agua como si se hubiera posado sobre ellas un peso monstruoso. Nadie sabía qué sucedía, pero por todas partes imperaba el desconcierto y la confusión, diciendo algunos que la flota era atacada por piratas. Aquellos que miraban por las escotillas y agujeros de los remos vieron que los faroles de sus vecinos habían sido apagados y percibieron en la oscuridad un bullir y revolotear como formado por nubes bajas, viendo que pestilentes criaturas negras, del tamaño de un hombre y con alas como los vampiros, trepaban en miríadas por las filas de remos. Aquellos que se atrevieron a acercarse a las escotillas abiertas vieron que las cubiertas, los aparejos y los mástiles estaban cubiertos por aquellas criaturas, que al parecer tenían hábitos nocturnos y habían bajado a manera de murciélagos de sus cuevas en la isla.
Después, como cosas de pesadilla, los monstruos comenzaron a invadir las escotillas y asaltar los puentes, clavando sus infernales garras en los hombres que se les opusieron. Al causarles gran impedimento sus alas, se les podía rechazar con lanzas y flechas, pero volvían una y otra vez formando una espesa turba innumerable, piando con un sonido débil y parecido al de los murciélagos. Era claro que eran vampiros, porque en cuanto conseguían arrastrar a un hombre al suelo, tantos como podían conseguir un bocado se fijaban a él y sin descanso le chupaban la sangre hasta que quedaba poco más que un puñado de huesos. Las cubiertas superiores, que estaban medio abiertas al cielo, se vieron rápidamente perdidas y sus tripulaciones fueron vencidas por un odioso enjambre; los remeros gritaron desde sus cubiertas que el agua del mar estaba entrando por los agujeros de sus remos, al hundirse más profundamente las naves debido al peso, constantemente en aumento. Los hombres de Euvorán lucharon durante toda la noche en las compuertas y las escotillas contra los vampiros, turnándose cuando se cansaban. Muchos de ellos fueron capturados y su sangre sorbida ante los ojos de sus compañeros, en el transcurso de aquella noche, y parecía que los vampiros no serían muertos con armas mortales, aunque la sangre que habían chupado salía en tumultuosos surcos de sus cuerpos heridos. Y se arracimaron todavía más sobre la flota, hasta que las birremes comenzaron a hundirse y los remeros se ahogaron en las sumergidas cubiertas inferiores de ciertas trirremes y cuatrirremes.
El rey Euvorán estaba furioso ante este inesperado escándalo que había interrumpido su cena, y cuando el dorado aguardiente hubo sido derramado y las fuentes de carnes extrañas estaban por los suelos a causa del violento cabeceo de la embarcación, quiso salir de su camarote completamente armado, para hacer llegar a su fin a aquellos chillones malnacidos. Pero en el instante que giraba la puerta del camarote para abrirla por completo, se oyó un suave e infernal chillido en las escotillas a sus espaldas y las mujeres que se hallaban con él comenzaron a chillar y los bufones a gritar llenos de terror. El rey vio, a la luz de la lámpara, una cara horrible con los dientes y las fosas nasales de un ratón que se metía por una de las compuertas del camarote. Intentó rechazar aquel rostro, y desde ese momento hasta el amanecer luchó contra los vampiros con las mismas armas que había traído para dar muerte al gazolba; el capitán del barco, que estaba cenando con él, guardó la otra escotilla con su espalda y las restantes fueron defendidas por dos de los eunucos del rey, armados con cimitarras. En esta actividad se vieron favorecidos por la pequeñez de las escotillas, que, en cualquier caso, apenas hubiesen permitido el libre paso de sus alados asaltantes. Después de oscuras horas de tediosa y horrible pelea, la oscuridad se adelgazó con la parda luz del amanecer y los vampiros se elevaron de las naves formando una negra nube y volvieron a sus cuevas en los acantilados de una milla de altura de aquella isla sin nombre.
Cuando Euvorán contempló los daños causados en sus orgullosas naves de guerra, su corazón se llenó de pesar, porque, de los quince navíos, siete se habían hundido durante la noche, arrastrados al fondo e inundados por aquellas colgantes hordas de obscenos vampiros, y las cubiertas de las restantes estaban tan ensangrentadas como si fuesen mataderos, con la mitad de sus marineros, remeros y soldados yaciendo secos y fláccidos como pellejos de vino vacíos después del sediento ataque de los murciélagos gigantes. Las velas y gallardetes estaban convertidos en harapos, y por todas partes, desde la proa hasta la popa de las galeras de Euvorán, se desprendía el nauseabundo olor de su fetidez horrible. Por tanto, para que otra noche no les encontrase de nuevo en la proximidad de aquella isla maldita, el rey ordenó a los capitanes que quedaban que levaran anclas, y las naves, con el agua del mar lavando todavía sus cubiertas y algunas con los remeros ahogados todavía en sus puestos en los bancos inferiores, se dirigieron lenta y pesadamente hacia el este, hasta que las horadadas paredes de la isla comenzaron a hundirse detrás del océano. De noche no se veía tierra por ninguna parte, y después de dos días sin haber sido molestados más por los vampiros llegaron a una isla de coral de superficie muy baja y con una tranquila laguna en el centro que era frecuentada únicamente por las aves marinas. Allí, por primera vez, Euvorán se detuvo a reparar sus destrozadas velas, a achicar el agua de sus escondrijos y a limpiar la sangre y la basura de sus cubiertas.
Sin embargo, a pesar de este desastre, el rey no abandonó en modo alguno su propósito de seguir navegando hacia las fuentes del día hasta que, como había predicho Geol, se encontrase de nuevo al gazolba huido y lo matase con su propia y real mano. Así pues, durante otra luna, pasaron entre otros extraños archipiélagos y penetraron más profundamente en regiones de mito y leyenda. Valientemente, se adentraron en amaneceres de amaranto cruzados por loros dorados y corrientes de mediodía de un zafiro oscuro y ardiente, donde los rosados flamencos pasaban en dirección de playas perdidas e invioladas. Las estrellas cambiaron y, bajo signos de extraña forma, oyeron el salvaje y melancólico canto de los cisnes que volaban hacia el sur, huyendo del invierno de regiones no descubiertas y buscando el verano de mundos inexplorados. Y hablaron con hombres fabulosos que llevaban como mantos las alas de un fabuloso y bel]o pájaro roc, extendiéndose por el suelo detrás de ellos y con hombres que se adornaban con plumas de epyornis. Y también hablaron con gente extraordinaria cuyos cuerpos estaban cubiertos por una pelusa como la de las aves recién empolladas y con otras cuya carne estaba salpicada de algo que se parecía al plumón. Pero en ningún lugar pudieron enterarse de nada sobre el gazolba.
A principios del sexto mes del viaje, a media mañana, una costa nueva y desconocida ascendió durante muchas millas de la profunda curva, extendiéndose de noroeste a sudoeste con puertos resguardados y acantilados y salientes picudos que se intercalaban con calas bajas y verdes. Mientras las galeras se dirigían hacia allí, Euvorán y sus capitanes vieron que sobre algunas de las prominencias más enhiestas estaban construidas torres, pero en el puerto, debajo, no había ni embarcaciones ancladas, ni botes en movimiento, y la costa del puerto era una espesura de verdes árboles y hierba. Navegando más cerca y entrando en el puerto, no vieron otro signo evidente de hombres, aparte de las torres levantadas sobre el acantilado. Sin embargo, el lugar estaba lleno con un extraordinario número y variedad de pájaros, que variaban en tamaño desde pequeños paros y paserinos a criaturas de mayor longitud de alas que el águila o el cóndor. Describían círculos sobre los barcos en grupos y grandes y abigarradas bandadas, pareciendo al mismo tiempo curiosos y prudentes; Euvorán vio algo que parecía un consejo alado tener lugar sobre los bosques y alrededor de los acantilados y las torres. Pensó que aquél era un lugar apropiado para rastrear al gazolba y, preparándose para la caza, fue a tierra firme en un pequeño bote con varios de sus hombres.
Los pájaros, incluso los de mayor tamaño, eran claramente tímidos e inofensivos, porque, cuando el rey desembarcó en la playa, hasta los mismos árboles parecieron huir, tan numerosas fueron las aves que se lanzaron a volar tierra adentro, o que buscaron los acantilados y agujas rocosas que se elevaban más allá del tiro de los arcos. De la multitud visible poco antes no quedaba nada y Euvorán se maravilló ante tal astucia. Más aún, estaba algo exasperado porque no deseaba partir sin llevarse un trofeo de su habilidad, aunque no pudiese encontrar al gazolba. Y consideró la actitud de los pájaros tanto más curiosa a causa de la soledad de la isla, porque aquí no había otro sendero que el que podrían hacer los animales del bosque, y tanto éstos como los prados estaban completamente salvajes y sin cultivar y las torres parecían igualmente desoladas con aves marinas y terrestres entrando y saliendo por sus vacías ventanas. El rey y sus hombres registraron los bosques desiertos a lo largo del litoral y llegaron a una empinada pendiente cubierta por arbustos y cedros enanos, cuya parte más alta se acercaba por un lado a la torre más alta. Aquí, en el fondo de la pendiente, Euvorán vio un pequeño búho durmiendo en uno de los cedros, totalmente inadvertido de la conmoción causada por los otros pájaros al huir. Euvorán colocó una flecha y derribó al búho, aunque ordinariamente hubiese perdonado una presa tan miserable. Estaba a punto de recoger el pájaro caído cuando uno de los hombres que le acompañaban gritó alarmado. Después, volviendo la cabeza mientras se inclinaba bajo el follaje del cedro, el rey vio una bandada de pájaros colosales, mayores que ninguno de los otros que había visto en la isla, que descendían desde la torre como rayos al caer. Antes de que pudiese colocar otra flecha en la honda, estaban sobre él, produciendo un fuerte estruendo con el batir de sus poderosas alas y derribándolo al suelo instantáneamente, de forma que únicamente los percibía como una tormenta de plumas revolviéndose terriblemente y un torbellino de crueles picos y garras. Antes de que sus hombres pudiesen acudir en su ayuda, uno de los pájaros fijó sus gigantescas garras sobre la hombrera del manto del rey, sin perdonar la carne bajo su horrible apretón, y se lo llevó a la torre del acantilado tan fácilmente como un halcón se hubiese llevado a un pequeño lebrato. El rey estaba totalmente indefenso, pues había soltado su ballesta ante el asalto de los pájaros y su cerbatana se había desprendido del cinto del que pendía y todas sus flechas y dardos habían sido desparramadas por el suelo. No tenía arma alguna, aparte de una aguda daga, y no podía usarla para nada contra su captor en medio del aire.
Velozmente fue llevado hasta la torre, con una bandada de aves menores describiendo círculos a su alrededor y chillando como en son de burla, hasta que se sintió sordo por aquel alboroto. Se mareó a causa de la altura a que había sido transportado y la violencia de su ascenso, y vio borrosamente las murallas de la torre desaparecer a su lado con amplias ventanas, parecidas a puertas. Después, cuando comenzaba a vomitar, entraron por una de las ventanas y fue depositado rudamente sobre el suelo de una cámara alta y espaciosa. Extendido completamente, con el rostro contra el suelo, yació vomitando durante un rato, sin tomar conciencia de lo que le rodeaba. Después, recobrándose ligeramente, se colocó en posición sentada y vio ante él sobre una especie de plataforma una enorme percha de oro rojo y marfil amarillo, con la forma de una luna nueva creciente arqueandose hacia arriba. La percha estaba sostenida por postes de jaspe negro, moteados como con sangre, y sobre ella se sentaba un pájaro gigante y de lo más singular, que contemplaba a Euvorán con un aspecto lúgubre, terrible y austero, como un emperador contemplaría a la escoria que sus guardias han conducido ante él a causa de alguna grave ofensa. El plumaje del pájaro era del color de la púrpura de Tiro y su pico era como una poderosa hacha de pálido bronce que estaba oscurecido en verde hacia la punta y se sujetaba a la percha con garras de hierro que eran más largas que los dedos cubiertos de malla de un guerrero. Su cabeza estaba adornada por plumas de azul turquesa y amarillo ámbar, como una corona de muchas puntas, y alrededor de su cuello, que era largo y sin plumas y tan áspero como la piel de un dragón cubierto de escamas, llevaba un extraño collar compuesto por cabezas humanas y de varios animales felinos, como la comadreja, el gato salvaje, el zorro y la vicuña, todos ellos reducidos a un tamaño común y no más grandes que nueces.
Euvorán se sintió aterrorizado por el aspecto de este pájaro y su alarma no disminuyó cuando vio que muchos otros pájaros de tamaño únicamente inferior al de aquél estaban sentados en la cámara sobre perchas menos elevadas y costosas, de la misma forma que los grandes del reino se sentarían en presencia de su soberano. Y detrás de Euvorán, como guardianes, estaba la criatura que le había raptado a la torre, junto con sus compañeros. Entonces, y para su más profunda confusión, el gran pájaro de plumaje tirio se le dirigió en lenguaje humano, diciéndole con una voz dura pero grandilocuente y mayestática:
—Con demasiado atrevimiento, oh basura de humanidad, has invadido la paz de la isla de Ornava, isla sagrada para los pájaros, y con maldad has matado a uno de mis súbditos. Entérate de que yo soy el monarca de todos los pájaros que vuelan, andan, vadean o nadan en este globo terráqueo de la Tierra, y mi capital y trono están en Ornava. En verdad, se hará justicia por tu crimen. Pero si tienes algo que decir en tu defensa, lo oiré ahora, porque no quisiera que incluso el más vil de los gusanos terrestres y el más pernicioso me acusase de injusticia o tiranía.
Entonces, recobrándose ligeramente, aunque con el corazón muy asustado, Euvorán le contestó al pájaro y dijo:
—Vine aquí a buscar al gazolba que adornaba mi corona en Ustaim y me fue traidoramente arrebatado, junto con la corona, por medio del hechizo de un mago sin ley. Y conoce que soy Euvorán, rey de Ustaim, y que no me inclino ante ningún pájaro, ni siquiera ante el más poderoso de esta especie.
Entonces el rey de la aves, como asombrado y más indignado que antes, interrogó a Euvorán y le hizo multitud de preguntas en relación al gazolba. Al enterarse de que este pájaro había sido muerto por unos marineros y después disecado, y que todo el propósito de Euvorán en su viaje era cogerlo y matarlo por segunda vez y volverlo a disecar si era necesario, el rey gritó con voz fuerte y airada:
—Esto no ha ayudado tu caso, sino que te ha probado culpable de un doble crimen y de una triple infamia, porque has poseído una cosa abominable y que es contraria a la naturaleza. En esta torre mía, como es justo y apropiado, guardo los cuerpos de los hombres que mis taxidermistas han disecado, pero, en verdad, no es permisible ni sufrible que un hombre haga esto con los pájaros. Por tanto, por la salud de la justicia, y en retribución, pronto te entregaré a los ciudadanos de mis taxidermistas. Indudablemente, creo que un rey disecado, puesto que hasta los gusanos tienen reyes, servirá para realzar mi colección.
Después de esto, se dirigió a los guardianes de Euvorán y les dijo:
—Llevaos esta basura. Confinadlo en la jaula humana y mantened una vigilancia estricta sobre él.
Euvorán, urgido y empujado por los picotazos de sus guardias, se vio obligado a trepar por una especie de escalera inclinada con amplios travesaños de teca que conducía a una cámara en la parte superior de capacidad más que amplia para alojar a seis hombres. El rey fue empujado al interior de la caja y los pájaros trancaron la puerta detrás de él con sus garras, que parecían tener la destreza de los dedos. A partir de entonces, uno de ellos permaneció al lado de la jaula, observando a Euvorán vigilantemente por los espacios entre los barrotes; los otros se alejaron volando por un gran ventanal y no volvieron. El rey se sentó sobre un montón de paja, puesto que la jaula no contenía cosa mejor para su comodidad. La desesperación le atenazaba y le parecía que su situación era al mismo tiempo terrible e ignominiosa. Estaba profundamente asombrado de que un pájaro pudiese hablar con el lenguaje humano, insultando y despreciando a la humanidad, y consideraba algo igualmente monstruoso que un ave viviese con pompa real, con servidores que cumplían su voluntad y la pompa y el poderío de un rey. Y Euvorán esperaba su destino en la jaula para hombres, cavilando sobre estos nefandos prodigios; después de un rato, le trajeron agua y granos crudos en vasijas de barro, pero no pudo comer los granos. Más tarde, cuando el día se acercaba a la tarde, oyó gritos de hombres y el chillido de las aves bajo la torre, y pronto, sobre estos ruidos, los chasquidos de las armas y el estruendo como si las rocas estuviesen siendo desprendidas del acantilado. Así supo Euvorán que sus marineros y soldados, que habían visto cómo le llevaron cautivo a la torre, estaban asaltando el lugar en un esfuerzo para socorrerle. Los ruidos aumentaron, alcanzando un alboroto tremendo y atroz, y se oyeron gritos como de gente herida mortalmente y chillidos vengativos como de arpías en medio de una batalla. Al poco rato, el clamor se alejó y los gritos se debilitaron; Euvorán supo así que sus hombres no habían tenido éxito en el asalto a la torre. La esperanza murió en su interior, desvaneciéndose en un pozo de desesperación todavía más profundo.
Así pasó la tarde, bajando hacia el mar, y el sol tocó a Euvorán con sus parejos rayos y coloreó los barrotes de la jaula con una imitación del oro. Pronto la luz abandonó la habitación, y poco después llegó el atardecer, tejiendo una temblorosa red fantasmal en el pálido aire. Entre el ocaso y la oscuridad, una guardia nocturna vino a relevar al pájaro diurno que vigilaba al rey cautivo. El recién llegado era un nictálope de relucientes ojos amarillos, y más alto que el mismo Eurován; estaba formado y emplumado en forma parecida a un búho y tenía las resistentes piernas de un megápodo. Euvorán era consciente, y de forma incómoda, de los ojos del ave, que ardían sobre él con un resplandor más brillante cuanto más se acrecentaba la penumbra. Apenas podía resistir aquel constante escrutinio. Pero pronto salió la luna, casi llena, derramando una espectral y plateada luz por la habitación, empalideciendo los ojos del pájaro, y Euvorán concibió un plan desesperado. Sus captores, pensando que había perdido todas sus armas, se olvidaron de quitar de su cinturón la daga, que era larga, con doble filo, y tan aguda como una aguja en la punta. Sujetó el mango de la daga bajo su manto y fingió una repentina enfermedad con gemidos, agitaciones y convulsiones que le lanzaban contra los barrotes. Como había pensado, el gran nictálope se acercó más, curioso por saber lo que aquejaba al rey, e inclinándose metió su cabeza de búho entre los barrotes sobre Euvorán. El rey, fingiendo una convulsión más fuerte que las otras, sacó la daga de su funda y golpeó rápidamente la extendida garganta del pájaro.
El golpe penetró profundamente, taladrando las venas más profundas; el graznido del pájaro fue ahogado por su propia sangre y cayó, aleteando ruidosamente, de forma que Euvorán temió que todos los ocupantes de la torre se despertarían con el sonido. Pero parecía que sus temores eran infundados, pues nadie entró en la cámara y pronto los aleteos cesaron y el nictálope yació inmóvil, en un gran montón de encrespadas plumas. Entonces el rey siguió adelante con su plan e hizo girar los cerrojos de amplia rejilla de la puerta de bambú con poca dificultad. Después, dirigiéndose al comienzo de la escalera por la que se bajaba a la otra habitación, miró y vio al rey de las aves dormido a la luz de la luna sobre su percha criselefantina con el terrible pico en forma de hacha bajo las alas. Euvorán tuvo miedo de descender a la cámara, por temor a que el rey se despertase y le viese. También pensó que los pisos bajos de la torre posiblemente estarían guardados por aves parecidas a la criatura nocturna que había matado.
De nuevo fue presa de la desesperación, pero siendo de naturaleza astuta y resuelta, Euvorán pensó en otro plan. Con mucho trabajo y utilizando la daga, despellejó al enorme nictálope y limpió la sangre de su plumaje lo mejor que pudo. Después se envolvió en la piel, con la cabeza del nictálope sobre su propia cabeza y unos agujeros para los ojos en la garganta por los que pudiese mirar entre las plumas. La piel se le ajustaba bastante bien a causa de su pecho saliente, y su barriga y sus delgadas canillas eran ocultadas tras las pesadas canillas del pájaro cuando caminaba. Después, imitando el porte y forma de andar del pájaro, el rey descendió por la escalera, colocando los pies cuidadosamente para evitar una caída y haciendo poco ruido, para que el rey de los pájaros no se despertase y descubriese su impostura. El rey estaba completamente solo y siguió durmiendo sin moverse, mientras Euvorán llegaba al suelo y cruzaba rápidamente la cámara hasta llegar a otra escalera que conducía a otra habitación en el piso de abajo.
En esta habitación había muchos grandes pájaros dormidos en perchas y el rey estuvo a punto de perecer de terror mientras pasaba entre ellos. Algunos de los pájaros se agitaron ligeramente y murmuraron soñolientamente, como si fuesen conscientes de su presencia, pero ninguno le puso obstáculos. Bajó a una tercera habitación y se sobresaltó al ver allí las figuras en pie de muchos hombres, algunos vestidos de marineros, otros de mercaderes, otros desnudos y enrojecidos con pinturas brillantes como los salvajes. Los hombres estaban completamente inmóviles y mudos, como si estuvieran encantados, y el rey les temió menos de lo que había temido a los pájaros. Pero acordándose de lo que le había dicho su rey, adivinó que aquellas personas habían sido capturadas en forma parecida a la suya, y asesinados y conservados gracias al arte de un ave taxidermista. Pasó temblando a otra habitación, que estaba llena de gatos, tigres y serpientes disecados, junto con varios otros enemigos de las aves. La habitación bajo ésta era el piso bajo de la torre y sus puertas y ventanas estaban guardadas por varias aves nocturnas gigantescas similares a aquella cuya piel llevaba el rey. Indudablemente, aquí estaba el mayor peligro y la prueba suprema de su coraje, porque los pájaros le observaron alertas con sus ardientes órbitas doradas y le saludaron con un suave graznido semejante al de los búhos. Las rodillas de Euvorán temblaron y se golpearon al pasar entre los guardias, pero imitando el sonido en son de réplica, no fue molestado por ellos. Llegando hasta la puerta abierta de una torre, vio que la roca del acantilado, iluminada por la luna, no estaba a más distancia que dos cúbitos bajo él, y saltó desde el umbral imitando a un pájaro saltando precariamente de borde en borde a lo largo del promontorio, hasta llegar a la parte superior de aquel declive en cuyo fondo había matado al pequeño búho. Aquí su descenso se hizo más fácil y pronto llegó a los bosques que rodeaban el puerto.
Pero antes de que pudiese entrar en los bosques, se oyó a su alrededor el estridente silbido de los dardos; el rey fue ligeramente herido por una flecha y rugió de rabia, dejando caer el manto de piel de pájaro. Esto, sin duda, le salvó de perecer a manos de sus propios hombres, que venían por el bosque con la intención de asaltar la torre durante la noche. Al saber esto, el rey les perdonó el peligro en que sus flechas le habían puesto. Pero pensó que lo mejor sería abandonar la isla a toda prisa, absteniéndose de asaltar la torre. Así pues, volviendo al buque insignia, ordenó que todos sus capitanes desplegasen las velas inmediatamente, porque, conociendo el terrible poder del monarca de las aves, tenía cierto miedo a una persecución, y pensó que lo mejor sería colocar entre sus naves y la isla un ancho espacio de mar antes del amanecer. Así, las galeras salieron del tranquilo puerto, y rodeando un promontorio al nordeste se dirigieron al este con un rumbo contrario al de la luna. Euvorán, sentado en su camarote, se regaló con gran cantidad y variedad de comida para compensar el ayuno de la jaula humana y se bebió todo un galón de vino de palma, añadiendo un jarro lleno del potente aguardiente de Sotar, dorado como el oro.
A medio camino entre la medianoche y la mañana, cuando la isla de Ornava estaba muy atrás, los timoneles de las embarcaciones vieron surgir una muralla de nubes negras como el ébano que se elevaban velozmente bajo la luna en descenso. Ascendió a gran altitud en los cielos, esparciéndose y formando torres de trueno, hasta que la tormenta asaltó la flota de Euvorán y la arrastró como con los sueltos huracanes del infierno a través de un remolino de caos sin estrellas. En la oscuridad las naves fueron separadas y arrastradas lejos unas de otras, y al salir el día la cuatrirreme del rey estaba sola en el tumulto de aguas y nubes mezcladas; el mástil se rompió junto con la mayor parte de los remos de madera y la nave fue un juguete de los demonios de la tempestad. Durante tres días y tres noches, sin que ni el resplandor del sol ni el de las estrellas pudiese discernirse entre aquel hirviente torbellino, la nave fue arrastrada como si estuviese presa en una catarata de los elementos que se dirigiese a alguna corriente sin fondo más allá de los límites del mundo. Al amanecer del cuarto día, las nubes disminuyeron algo, pero el viento continuaba soplando como el aliento de la perdición. Entonces, elevándose oscuramente entre la espuma y el vapor, una tierra medio vista surgió ante la proa, y el timonel y los remeros fueron completamente incapaces de apartar al condenado barco de su rumbo. Poco después, con un gran estruendo de su esculpida proa y el terrible desgarramiento de los maderos, la nave tocó un arrecife bajo, oculto por la espuma, y sus cubiertas inferiores se inundaron rápidamente. La nave comenzó a hundirse con la popa inclinándose cada vez más y el agua entrando por los castillos de babor.
La costa, que se extendía detrás del arrecife y podía verse entre los velos de la espumosa furia del mar, era lúgubre, recortada y austera. Parecía haber poca esperanza de alcanzarla. Mas antes de que el destrozado barco se hubiese ido al fondo bajo él, Euvorán se ató con cuerdas de bonete a un tonel de vino vacío y se tiró desde el inclinado puente. Aquellos de sus hombres que no se habían ahogado ya en el sitio, o no habían sido arrastrados por el tifón, saltaron tras él a aquel mar de altas olas, algunos confiando únicamente en su habilidad como nadadores y otros agarrados a barricas, tablones y remos rotos. La mayoría fueron arrastrados al fondo por el hirviente remolino o golpeados contra las rocas, y de toda la compañía del barco sólo sobrevivió el rey, que fue lanzado a la costa con el soplo de la vida no sofocado en su interior por aquel amargo mar. Medio ahogado y sin sentido, yació donde le habían dejado las olas sobre una plataforma arenosa. Pronto el temporal perdió su virulencia, las olas llegaron con caídas crestas, las nubes desaparecieron en una hilera perlada, y el sol, trepando sobre las rocas, brillós obre Euvorán desde un azul profundo e inmaculado. Y el rey, todavía mareado por los efectos de la rudeza del mar, oyó vagamente, y como en sueños, los chillidos de un ave desconocida. Después, abriendo sus ojos, contempló entre él y el mar, revoloteando con las alas extendidas, aquella gloria de plumas de diversos colores que él conocía como el gazolba. Gritando con voz que era dura y estridente como la de las aves marinas, el pájaro se mantuvo sobre él durante un instante y después voló tierra adentro, a través de una abertura entre los acantilados.
Olvidando todas sus desgracias y la pérdida de sus orgullosas naves de guerra, el rey se desató rápidamente del tonel vacío y, poniéndose en pie torpemente, siguió al pájaro. Aunque ahora no tenía armas, le parecía que el cumplimiento del oráculo de Geol estaba próximo. Lleno de esperanza, se armó con un gran palo caído por allí y reunió pesadas piedras de la playa, mientras perseguía al gazolba. Detrás del paso entre los altos y agrestes acantilados, encontró un resguardado valle con tranquilos manantiales y bosques de hojas exóticas y fragantes arbustos orientales en flor. Aquí, y ante sus asombrados ojos, pasaban de rama en rama enormes cantidades de aves que llevaban el colorido plumaje del gazolba; entre ellas fue incapaz de distinguir la que había seguido, pensando que era el adorno avícola de su corona perdida. Aquella muchedumbre de pájaros era algo más allá de su comprensión, puesto que él y todo su pueblo habían considerado que el ave disecada era única y sin par en el mundo, de la misma forma que las otras partes de la corona de Ustaim. Y se le ocurrió que sus antepasados habían sido engañados por los marineros que mataron al pájaro en una isla remota, jurando después que era el último de su especie.
Sin embargo, aunque la ira y la confusión reinaban en su corazón, Euvorán pensó que un pájaro cualquiera de la bandada serviría como emblema y talismán de su realeza en Ustaim y probaría su búsqueda entre las islas de la aurora. Así pues, con un bravo lanzamiento de piedras y palos, intentó derribar uno de los gazolbas. Ante su acometida, los pájaros volaron de árbol en árbol con un horrible chillido y un revoloteo de plumas que formaban en el aire un esplendor imperial. Al final, Euvorán, gracias a su buena puntería o a la suerte, mató un gazolba. Cuando se dirigía a recoger el pájaro caído, vio un hombre que, con destrozadas vestiduras de un extraño corte y armado con un arco rudimentario, cargaba sobre su espalda un grupo de gazolbas atados por las patas con una resistente hierba. El hombre llevaba sobre su cabeza la piel y las plumas de aquel mismo pájaro. Se acercó a Euvorán gritando indistintamente a través de su enmarañada barba y el rey le contempló con sorpresa y rabia, gritando fuertemente:
—Vil siervo, ¿cómo te atreves a matar al pájaro sagrado para los reyes de Ustaim? ¿No sabes que sólo los reyes pueden llevar al pájaro sobre su cabeza? Yo, que soy el rey Euvorán, te pediré buena cuenta de lo que has hecho.
Ante esto, y mirando con extrañeza a Euvorán, el hombre lanzó una risotada fuerte y burlona, como si pensase que el rey era una persona algo tocada de la cabeza. Y pareció encontrar muy divertido el aspecto del rey, cuyas vestiduras estaban desordenadas, rígidas y sucias a causa de la sal marina al secarse, y cuyo turbante había sido arrancado por las traidoras olas, dejando su calvicie al descubierto. Cuando hubo terminado de reír, el hombre dijo:
—En verdad, éste es el primer y único chiste que he escuchado en nueve años, y mi risa debe ser perdonada. Hace nueve años naufragué en esta isla, siendo un capitán del lejano país sudoriental de Ullotrol y el único miembro de la tripulación que sobrevivió y llegó a salvo a la costa. En todos estos años no he escuchado el lenguaje de ningún hombre, puesto que la isla está muy apartada de las rutas marítimas y no tiene otros habitantes que los pájaros. En cuanto a tus preguntas, se contestan fácilmente: mato a estos pájaros para alejar los dolores del hambre, puesto que en la isla hay poco más que se pueda comer, aparte de raíces y frutos silvestres. Llevo sobre mi cabeza su piel y sus plumas porque mi turbante fue arrancado por el mar cuando me arrojó bruscamente sobre esta playa. Y no me importan las extrañas leyes que mencionas, y más aún, tu realeza es algo que no me interesa demasiado, puesto que la isla no tiene rey y tú y yo somos los únicos aquí, y yo soy el más fuerte y el que está mejor armado. Por tanto, piénsatelo mejor, oh rey Euvorán, y puesto que tú mismo has matado un pájaro, te aconsejo que lo cojas y vengas conmigo. Verdaderamente quizá pueda ayudarte en lo que concierne a pelarla y cocinarla, porque debo pensar que estás más acostumbrado a los productos del arte culinario que a su práctica.
Oyendo todo esto, la rabia de Euvorán se desvaneció como una llama a la que falta el combustible. Vio claramente la situación final a que su viaje le había conducido y comprendió amargamente la ironía que encerraba el verdadero oráculo de Geol. Supo que el resto de su flota de guerra estaba esparcido entre islas o perdido en mares desconocidos. Se dio cuenta de que nunca volvería a ver las casas de mármol de Aramoam ni a vivir rodeado de un agradable lujo, ni a administrar la ley entre el verdugo y el torturador en el salón de justicia, ni a llevar la corona del gazolba entre los aplausos de su pueblo. Por tanto, acató su destino, pues no estaba completamente desprovisto de razón, y dijo al capitán:
—Lo que dices tiene sentido. Así pues, guíame.
Entonces, cargados con los despojos de la caza, Euvorán y el capitán, cuyo nombre era Naz Obbamar, se dirigieron amigablemente a una caverna en la rocosa pendiente del interior de la isla que Naz Obbamar había escogido como morada. Aquí el capitán hizo una hoguera de ramas de cedro secas y enseñó al rey la forma más apropiada para pelar el pájaro y asarlo sobre la hoguera, dándole vueltas lentamente sobre un asador de madera de alcanfor verde. Y Euvorán, que estaba hambriento, no encontró la carne del gazolba demasiado incomestible, aunque era algo dura y tenía un fuerte sabor. Después de que hubieron comido, Naz Obbamar sacó de la cueva una tosca jarra hecha con el barro de la isla, y que contenía un vino que él había hecho con ciertas bayas, y bebieron por turnos de la jarra, contándose la historia de sus aventuras y olvidando por un rato la dureza y soledad de su situación.
A partir de entonces, compartieron !a isla de los gazolbas, matando y comiendo a las aves según lo ordenaba su apetito. A veces, como una gran exquisitez, mataron y comieron algún otro pájaro que se encontraba en la isla mucho más raramente, aunque a lo mejor era bastante corriente en Ustaim o Ullotrol. Y el rey Euvorán se hizo un turbante con la piel y plumas del gazolba, igual que lo había hecho Naz Obbamar. Y así pasaron sus días hasta el fin".
Clark Ashton Smith