"Las personas prudentes dudarán antes de poner en tela de juicio la
extendida opinión de que a Robert Blake lo mató un rayo, o un shock
nervioso producido por una descarga eléctrica. Es cierto que la ventana
ante la cual se encontraba permanecía intacta, pero la naturaleza se ha
manifestado a menudo capaz de hazañas aún más caprichosas. Es muy
posible que la expresión de su rostro haya sido ocasionada por
contracciones musculares sin relación alguna con lo que tuviera ante sus
ojos; en cuanto a las anotaciones de su diario, no cabe duda de que son
producto de una imaginación fantástica, excitada por ciertas
supersticiones locales y ciertos descubrimientos llevados a cabo por él.
En lo que respecta a las extrañas circunstancias que concurrían en la
abandonada iglesia de Federal Hill, el investigador sagaz no tardará en
atribuirlas al charlatanismo consciente o inconsciente de Blake, quien
estuvo relacionado secretamente con determinados círculos esotéricos.
Porque después de todo, la víctima era un escritor y pintor consagrado
por entero al campo de la mitología, de los sueños, del terror y la
superstición, ávido en buscar escenarios y efectos extraños y
espectrales. Su primera estancia en Providence -con objeto de visitar a
un viejo extravagante, tan profundamente entregado a las ciencias
ocultas como él -había acabado en muerte y llamas. Sin duda fue algún
instinto morboso lo que le indujo a abandonar nuevamente su casa de
Milwaukee para venir a Providence, o tal vez conocía de antemano las
viejas leyendas, a pesar de negarlo en su diario, en cuyo caso su muerte
malogró probablemente una formidable superchería destinada a preparar
un éxito literario. No obstante, entre los que han examinado y
contrastado todas las circunstancias del asunto, hay quienes se adhieren
a teorías menos racionales y comunes. Estos se inclinan a dar crédito a
lo constatado en el diario de Blake y señalan la importancia
significativa de ciertos hechos, tales como la indudable autenticidad
del documento hallado en la vieja iglesia, la existencia real de una
secta heterodoxa llamada «Sabiduría de las Estrellas» antes de 1877, la
desaparición en 1893 de cierto periodista demasiado curioso llamado
Edwin M. Lillibridge, y -sobre todo- el temor monstruoso y
transfigurador que reflejaba el rostro del joven escritor en el momento
de morir. Fue uno de éstos el que, movido por un extremado fanatismo,
arrojó a la bahía la piedra de ángulos extraños con su estuche metálico
de singulares adornos, hallada en el chapitel de la iglesia, en el negro
chapitel sin ventanas ni aberturas, y no en la torre, como afirma el
diario. Aunque criticado oficial y públicamente, este individuo -hombre
intachable, con cierta afición a las tradiciones raras- dijo que acababa
de liberar a la tierra de algo demasiado peligroso para dejarlo al
alcance de cualquiera.
El lector puede escoger por sí mismo entre estas dos opiniones diversas.
Los periódicos han expuesto los detalles más palpables desde un punto
de vista escéptico, dejando que otros reconstruyan la escena, tal como
Robert Blake la vio, o creyó verla, o pretendió haberla visto. Ahora,
después de estudiar su diario detenidamente, sin apasionamientos ni
prisa alguna, nos hallamos en condiciones de resumir la concatenación de
los hechos desde el punto de vista de su actor principal. El joven
Blake volvió a Providence en el invierno de 1934-35, y alquiló el piso
superior de una venerable residencia situada frente a una plaza cubierta
de césped, cerca de College Street, en lo alto de la gran colina
-College Hill- inmediata al campus de la Brown University, a espaldas de
la Biblioteca John Hay. Era un sitio cómodo y fascinante, con un jardín
remansado, lleno de gatos lustrosos que tomaban el sol pacíficamente.
El edificio era de estilo georgiano: tenía mirador, portal clásico con
escalinatas laterales, vidrieras con trazado de rombos, y todas las
demás características de principios del siglo XIX. En el interior había
puertas de seis cuerpos, grandes entarimados, una escalera colonial de
amplia curva, blancas chimeneas del período Aram, y una serie de
habitaciones traseras situadas unos tres peldaños por debajo del resto
de la casa.
El estudio de Blake era una pieza espaciosa que daba por un lado a la
pared delantera del jardín; por el otro, sus ventanas -ante una de las
cuales había instalado su mesa de escritorio- miraban a occidente, hacia
la cresta de la colina. Desde allí se dominaba una vista espléndida de
tejados pintorescos y místicos crepúsculos. En el lejano horizonte se
extendían las violáceas laderas campestres. Contra ellas, a unos tres o
cuatro kilómetros de distancia, se recortaba la joroba espectral de
Federal Hill erizada de tejados y campanarios que se arracimaban en
lejanos perfiles y adoptaban siluetas fantásticas, cuando los envolvía
el humo de la ciudad. Blake tenía la curiosa sensación de asomarse a un
mundo desconocido y etéreo, capaz de desvanecerse como un sueño si
intentara ir en su busca para penetrar en él. Después de haberse traído
de su casa la mayor parte de sus libros, Blake compró algunos muebles
antiguos, en consonancia con su vivienda, y la arreglo para dedicarse a
escribir y pintar. Vivía solo y se hacía él mismo las sencillas faenas
domésticas. Instaló su estudio en una habitación del ático orientada al
norte y muy bien iluminada por un amplio mirador.
Durante el primer invierno que pasó allí, escribió cinco de sus relatos
más conocidos -El Socavador, La Escalera de la Cripta, Shaggai, En el
Valle de Pnath y El Devorador de las Estrellas- y pintó siete telas
sobre temas de monstruos infrahumanos y paisajes extraterrestres
profundamente extraños. Cuando llegaba el atardecer, se sentaba a su
mesa y contemplaba soñadoramente el panorama de poniente: las torres
sombrías de Memorial Hall que se alzaban al pie de la colina donde
vivía, el torreón del palacio de Justicia, las elevadas agujas del
barrio céntrico de la población, y sobre todo, la distante silueta de
Federal Hill, cuyas cúpulas resplandecientes, puntiagudas buhardillas y
calles ignoradas tanto excitaban su fantasía. Por las pocas personas que
conocía en la localidad se enteró de que en dicha colina había un
barrio italiano, aunque la mayoría de los edificios databan de los
viejos tiempos de los yanquis y los irlandeses. De cuando en cuando
paseaba sus prismáticos por aquel mundo espectral, inalcanzable tras la
neblina vaporosa; a veces los detenía en un tejado, o en una chimenea, o
en un campanario, y divagaba sobre los extraños misterios que podía
albergar. A pesar de los prismáticos, Federal Hill le seguía pareciendo
un mundo extraño y fabuloso que encajaba asombrosamente con lo que él
describía en sus cuentos y pintaba en sus cuadros.
Esta sensación persistía mucho después de que el cerro se hubiera
difuminado en un atardecer azul salpicado de lucecitas, y se encendieran
los proyectores del palacio de Justicia y los focos rojos del Trust
Industrial dándole efectos grotescos a la noche. De todos los lejanos
edificios de Federal Hill, el que más fascinaba a Blake era una iglesia
sombría y enorme que se distinguía con especial claridad a determinadas
horas del día. Al atardecer, la gran torre rematada por un afilado
chapitel se recortaba tremenda contra un cielo incendiado. La iglesia
estaba construida sin duda sobre alguna elevación del terreno, ya que su
fachada sucia y la vertiente del tejado, así como sus grandes ventanas
ojivales, descollaban por encima de la maraña de tejados y chimeneas que
la rodeaban. Era un edificio melancólico y severo, construido con
sillares de piedra, muy maltratado por el humo y las inclemencias del
tiempo, al parecer. Su estilo, según se podía apreciar con los
prismáticos, correspondía a los primeros intentos de reinstauración del
Gótico y debía datar, por lo tanto, del 1810 ó 1815. A medida que
pasaban los meses, Blake contemplaba aquel edificio lejano y prohibido
con un creciente interés. Nunca veía iluminados los inmensos ventanales,
por lo que dedujo que el edificio debía de estar abandonado. Cuanto más
lo contemplaba, más vueltas le daba a la imaginación. y más cosas raras
se figuraba. Llegó a parecerle que se cernía sobre él un aura de
desolación y que incluso las palomas y las golondrinas evitaban sus
aleros. Con sus prismáticos distinguía grandes bandadas de pájaros en
torno a las demás torres y campanarios, pero allí no se detenían jamás.
Al menos, así lo creyó él y así lo constató en su diario. Más de una vez
preguntó a sus amigos, pero ninguno había estado nunca en Federal Hill,
ni tenían la más remota idea de lo que esa iglesia pudiera ser.
En primavera, Blake se sintió dominado por un vivo desasosiego. Había
comenzado una novela larga basada en la supuesta supervivencia de unos
cultos paganos en Maine, pero incomprensiblemente, se había atascado y
su trabajo no progresaba. Cada vez pasaba más tiempo sentado ante la
ventana de poniente, contemplando el cerro distante y el negro
campanario que los pájaros evitaban. Cuando las delicadas hojas
vistieron los ramajes del jardín, el mundo se colmó de una belleza
nueva, pero las inquietudes de Blake aumentaron más aún. Entonces se le
ocurrió por primera vez, atravesar la ciudad y subir por aquella ladera
fabulosa que conducía al brumoso mundo de ensueños. A últimos de abril,
poco antes de la fecha sombría de Walpurgis, Blake hizo su primera
incursión al reino desconocido. Después de recorrer un sinfín de calles y
avenidas en la parte baja, y de plazas ruinosas y desiertas que
bordeaban el pie del cerro, llegó finalmente a una calle en cuesta,
flanqueada de gastadas escalinatas, de torcidos porches dóricos y
cúpulas de cristales empañados. Aquella calle parecía conducir hasta un
mundo inalcanzable más allá de la neblina. Los deteriorados letreros con
los nombres de las calles no le decían nada. Luego reparó en los
rostros atezados y extraños de los transeúntes, en los anuncios en
idiomas extranjeros que campeaban en las tiendas abiertas al pie de
añosos edificios. En parte alguna pudo encontrar los rincones y detalles
que viera con los prismáticos, de modo que una vez más, imaginó que la
Federal Hill que él contemplaba desde sus ventanas era un mundo de
ensueño en el que jamás entrarían los seres humanos de esta vida. De
cuando en cuando, descubría la fachada derruida de alguna iglesia o
algún desmoronado chapitel, pero nunca la ennegrecida mole que buscaba.
Al preguntarle a un tendero por la gran iglesia de piedra, el hombre
sonrió y negó con la cabeza, a pesar de que hablaba correctamente
inglés. A medida que Blake se internaba en el laberinto de callejones
sombríos y amenazadores, el paraje le resultaba más y más extraño. Cruzó
dos o tres avenidas, y una de las veces le pareció vislumbrar una torre
conocida.
De nuevo preguntó a un comerciante por la iglesia de piedra, y esta vez
habría jurado que fingía su ignorancia, porque su rostro moreno reflejó
un temor que trató en vano de ocultar. Al despedirse, Blake le
sorprendió haciendo un signo extraño con la mano derecha. Poco después
vio súbitamente, a su izquierda una aguja negra que destacaba sobre el
cielo nuboso, por encima de las filas de oscuros tejados. Blake lo
reconoció inmediatamente y se adentró por sórdidas callejuelas que
subían desde la avenida. Dos veces se perdió, pero, por alguna razón, no
se atrevió a preguntarles a los venerables ancianos y obesas matronas
que charlaban sentados en los portales de sus casas, ni a los chiquillos
que alborotaban jugando en el barro de los oscuros callejones. Por
último, descubrió la torre junto a una inmensa mole de piedra que se
alzaba al final de la calle. El se encontraba en ese momento en una
plaza empedrada de forma singular, en cuyo extremo se alzaba una enorme
plataforma rematada por un muro de piedra y rodeada por una barandilla
de hierro. Allí finalizó su búsqueda, porque en el centro de la
plataforma, en aquel pequeño mundo elevado sobre el nivel de las calles
adyacentes, se erguía, rodeada de yerbajos y zarzas, una masa titánica y
lúgubre sobre cuya identidad, aun viéndola de cerca, no podía
equivocarse.
La iglesia se encontraba en un avanzado estado de ruina. Algunos de sus
contrafuertes se habían derrumbado y varios de sus delicados pináculos
se veían esparcidos por entre la maleza. Las denegridas ventanas
ojivales estaban intactas en su mayoría, aunque en muchas faltaba el
ajimez de piedra. Lo que más le sorprendió fue que las vidrieras no
estuviesen rotas, habida cuenta de las destructoras costumbres de la
chiquillería. Las sólidas puertas permanecían firmemente cerradas. La
verja que rodeaba la plataforma tenía una cancela -cerrada con candado- a
la que se llegaba desde la plaza por un tramo de escalera, y desde ella
hasta el pórtico se extendía un sendero enteramente cubierto de maleza.
La desolación y la ruina envolvían el lugar como una mortaja; y en los
aleros sin pájaros, y en los muros desnudos de yedra, veía Blake un
toque siniestro imposible de definir. Había muy poca gente en la plaza.
Blake vio en un extremo a un guardia municipal, y se dirigió a él con el
fin de hacerle unas preguntas sobre la iglesia. Para asombro suyo,
aquel irlandés fuerte y sano se limitó a santiguarse y a murmurar entre
dientes que la gente no mentaba jamás aquel edificio. Al insistirle,
contestó atropelladamente que los sacerdotes italianos prevenían a todo
el mundo contra dicho templo, y afirmaban que una maldad monstruosa
había habitado allí en tiempos, y había dejado su huella indeleble. El
mismo había oído algunas oscuras insinuaciones por boca de su padre,
quien recordaba ciertos rumores que circularon en la época de su niñez.
Una secta se había albergado allí, en aquellos tiempos, que invocaba a
unos seres que procedían de los abismos ignorados de la noche. Fue
necesaria la valentía de un buen sacerdote para exorcizar la iglesia,
pero hubo quienes afirmaron después que para ello habría bastado
simplemente la luz. Si el padre O'Malley viviera, podría aclararnos
muchos misterios de este templo. Pero ahora, lo mejor era dejarlo en
paz. A nadie hacía daño, y sus antiguos moradores habían muerto y
desaparecido. Huyeron a la desbandada, como ratas, en el año 77, cuando
las autoridades empezaron a inquietarse por la forma en que desaparecían
los vecinos y hablaron de intervenir. Algún día, a falta de herederos,
el Municipio tomaría posesión del viejo templo, pero más valdría dejarlo
en paz y esperar a que se viniera abajo por sí solo, no fuera que
despertasen ciertas cosas que debían descansar eternamente en los negros
abismos de la noche. Después de marcharse el guardia, Blake permaneció
allí, contemplando la tétrica aguja del campanario. El hecho de que el
edificio resultara tan siniestro para los demás como para él le llenó de
una extraña excitación. ¿Qué habría de verdad en las viejas patrañas
que acababa de contarle el policía? Seguramente no eran más que fábulas
suscitadas por el lúgubre aspecto del templo. Pero aun así, era como si
cobrase vida uno de sus propios relatos.
El sol de la tarde salió de entre las nubes sin fuerza para iluminar los
sucios, los tiznados muros de la vieja iglesia. Era extraño que el
verde jugoso de la primavera no se hubiese extendido por su patio, que
aún conservaba una vegetación seca y agostada. Blake se dio cuenta de
que había ido acercándose y de que observaba el muro y su verja
herrumbrosa con idea de entrar. En efecto, de aquel edificio parecía
desprenderse un influjo terrible al que no había forma de resistir. La
cancela estaba cerrada, pero en la parte norte de la verja faltaban
algunos barrotes. Subió los escalones y avanzó por el estrecho reborde
exterior hasta llegar al boquete. Si era verdad que la gente miraba con
tanta aversión el lugar, no tropezaría con dificultades.
Recorrió el reborde de piedra. Antes de que nadie hubiera reparado en
él, se encontraba ante el boquete. Entonces miró atrás y vio que las
pocas personas de la plaza se alejaban recelosas y hacían con la mano
derecha el mismo signo que el comerciante de la avenida. Varias ventanas
se cerraron de golpe, y una mujer gorda salió disparada a la calle,
recogió a unos cuantos niños que había por allí y los hizo entrar en un
portal desconchado y miserable. El boquete era lo bastante ancho y Blake
no tardó en hallarse en medio de la maleza podrida y enmarañada del
patio desierto. A juzgar por algunas lápidas que asomaban erosionadas
entre las yerbas, debió de servir de cementerio en otro tiempo. Vista
de cerca, la enhiesta mole de la iglesia resultaba opresiva. Sin
embargo, venció su aprensión y probó las tres grandes puertas de la
fachada. Estaban firmemente cerradas las tres, así que comenzó a dar la
vuelta del edificio en busca de alguna abertura más accesible. Ni aun
entonces estaba seguro de querer entrar en aquella madriguera de sombras
y desolación, aunque se sentía arrastrado como por un hechizo
insoslayable.
En la parte posterior encontró un tragaluz abierto y sin rejas que
proporcionaba el acceso necesario. Blake se asomó y vio que correspondía
a un sótano lleno de telarañas y polvo, apenas iluminado por los rayos
del sol poniente. Escombros, barriles viejos, cajones rotos, muebles...
de todo había allí; y encima descansaba un sudario de polvo que
suavizaba los ángulos de sus siluetas. Los restos enmohecidos de una
caldera de calefacción mostraban que el edificio había sido utilizado y
mantenido por lo menos hasta finales del siglo pasado. Obedeciendo a un
impulso casi inconsciente, Blake se introdujo por el tragaluz y se dejó
caer sobre la capa de polvo y los escombros esparcidos en el suelo. Era
un sótano abovedado, inmenso, sin tabiques. A lo lejos, en un rincón, y
sumido en una densa oscuridad, descubrió un arco que evidentemente
conducía arriba. Un extraño sentimiento de ahogo le invadió al saberse
dentro de aquel templo espectral, pero lo desechó y siguió explorando
minuciosamente el lugar. Halló un barril intacto aún, en medio del
polvo, y lo rodó hasta colocarlo al pie del tragaluz para cuando tuviera
que salir. Luego, haciendo acopio de valor, cruzó el amplio sótano
plagado de telarañas y se dirigió al arco del otro extremo. Medio
sofocado por el polvo omnipresente y cubierto de suciedad, empezó a
subir los gastados peldaños que se perdían en la negrura. No llevaba luz
alguna, por lo que avanzaba a tientas, con mucha precaución. Después de
un recodo repentino, notó ante sí una puerta cerrada; inmediatamente
descubrió su viejo picaporte. Al abrirlo, vio ante sí un corredor
iluminado débilmente, revestido de madera corroída por la carcoma.
Una vez arriba, Blake comenzó a inspeccionar rápidamente. Ninguna de las
puertas interiores estaba cerrada con cerrojo, de modo que podía pasar
libremente de una estancia a otra. La nave central era de enormes
proporciones y sobrecogía por las montañas de polvo acumulado sobre los
bancos, el altar, el púlpito y el órgano, y las inmensas colgaduras de
telaraña que se desplegaban entre los arcos apuntados del triforio.
Sobre esta muda desolación se derramaba una desagradable luz plomiza que
provenía de las vidrieras ennegrecidas del ábside, sobre las cuales
incidían los rayos del sol agonizante. Aquellas vidrieras estaban tan
sucias de hollín que a Blake le costó un gran esfuerzo descifrar lo que
representaban. Y lo poco que distinguió no le gustó en absoluto. Los
dibujos eran emblemáticos, y sus conocimientos sobre simbolismos
esotéricos le permitieron interpretar ciertos signos que aparecían en
ellos. En cambio había escasez de santos, y los pocos representados
mostraban además expresiones abiertamente censurables. Una de las
vidrieras representaba únicamente, al parecer, un fondu oscuro sembrado
de espirales luminosas. Al alejarse de los ventanales observó que la
cruz que coronaba el altar mayor era nada menos que la antiquísima ankh o
crux ansata del antiguo Egipto.
En una sacristía posterior contigua al ábside encontró Blake un
escritorio deteriorado y unas estanterías repletas de libros mohosos,
casi desintegrados. Aquí sufrió por primera vez un sobresalto de
verdadero horror, ya que los títulos de aquellos libros eran
suficientemente elocuentes para él. Todos ellos trataban de materias
atroces y prohibidas, de las que el mundo no había oído hablar jamás, a
no ser a través de veladas alusiones. Aquellos volúmenes eran terribles
recopilaciones de secretos y fórmulas inmemoriales que el tiempo ha ido
sedimentando desde los albores de la humanidad, y aun desde los oscuros
días que precedieron a la aparición del hombre. El propio Blake había
leído algunos de ellos: una versión latina del execrable Necronomicon,
el siniestro Liber Ivonis, el abominable Cultes des Goules del conde
d'Erlette, el Unaussprechlichen Kulten de von Junzt, el infernal tratado
De Vermis Mysteriis de Ludvig Prinn. Había otros muchos, además; unos
los conocía de oídas y otros le eran totalmente desconocidos, como los
Manuscritos Pnakóticos, el Libro de Dzyan, y un tomo escrito en
caracteres completamente incomprensibles, que contenía, sin embargo,
ciertos símbolos y diagramas de claro sentido para todo aquel que
estuviera versado en las ciencias ocultas. No cabía duda de que los
rumores del pueblo no mentían. Este lugar había sido foco de un Mal más
antiguo que el hombre y más vasto que el universo conocido.
Sobre la desvencijada mesa de escritorio había un cuaderno de piel lleno
de anotaciones tomadas a mano en un curioso lenguaje cifrado. Este
lenguaje estaba compuesto de símbolos tradicionales empleados hoy
corrientemente en astronomía, y en alquimia, astrología, y otras artes
equívocas en la antigüedad -símbolos del sol, de la luna, de los
planetas, aspectos de los astros y signos del zodíaco-, y aparecían
agrupados en frases y apartes como nuestros párrafos, lo que daba la
impresión de que cada símbolo correspondía a una letra de nuestro
alfabeto. Con la esperanza de descifrar más adelante el criptograma,
Blake se metió el libro en el bolsillo. Muchos de aquellos enormes
volúmenes que se hacinaban en los estantes le atraían irresistiblemente.
Se sentía tentado a llevárselos. No se explicaba cómo habían estado
allí durante tanto tiempo sin que nadie les echara mano. ¿Acaso era él,
el primero en superar aquel miedo que había defendido este lugar
abandonado durante más de sesenta años contra toda intrusión?
Una vez explorada toda la planta baja, Blake atravesó de nuevo la nave
hasta llegar al vestíbulo donde había visto antes una puerta y una
escalera que probablemente conducía a la torre del campanario, tan
familiar para el desde su ventana. La subida fue muy trabajosa; la capa
de polvo era aquí más espesa, y las arañas habían tejido redes aún más
tupidas, en este angosto lugar. Se trataba de una escalera de caracol
con unos escalones de madera altos y estrechos. De cuando en cuando,
Blake pasaba por delante de unas ventanas desde las que se contemplaba
un panorama vertiginoso. Aunque hasta el momento no había visto ninguna
cuerda, pensó que sin duda habría campanas en lo alto de aquella torre
cuyas puntiagudas ventanas superiores, protegidas por densas celosías,
había examinado tan a menudo con sus prismáticos. Pero le esperaba una
decepción: la escalera desembocaba en una cámara desprovista de campanas
y dedicada, según todas las trazas, a fines totalmente diversos.
La estancia era espaciosa y estaba iluminada por una luz apagada que
provenía de cuatro ventanas ojivales, una en cada pared, protegidas por
fuera con unas celosías muy estropeadas. Después se ve que las
reforzaron con sólidas pantallas, que sin embargo, presentaban ahora un
estado lamentable. En el centro del recinto, cubierta de polvo, se
alzaba una columna de metro y medio de altura y como medio metro de
grosor. Este pilar estaba cubierto de extraños jeroglíficos toscamente
tallados, y en su cara superior, como en un altar, había una caja
metálica de forma asimétrica con la tapa abierta. En su interior,
cubierto de polvo, había un objeto ovoide de unos diez centímetros de
largo. Formando círculo alrededor del pilar central, había siete
sitiales góticos de alto respaldo, todavía en buen estado, y tras ellos,
siete imágenes colosales de escayola pintada de negro, casi enteramente
destrozadas. Estas imágenes tenían un singular parecido con los
misteriosos megalitos de la Isla de Pascua. En un rincón de la cámara
había una escala de hierro adosada en el muro que subía hasta el techo,
donde se veía una trampa cerrada que daba acceso al chapitel desprovisto
de ventanas.
Una vez acostumbrado a la escasa luz del interior, Blake se dio cuenta
de que aquella caja de metal amarillento estaba cubierta de extraños
bajorrelieves. Se acercó, le quitó el polvo con las manos y el pañuelo, y
descubrió que las figurillas representaban unas criaturas monstruosas
que parecían no tener relación alguna con las formas de vida conocidas
en nuestro planeta. El objeto ovoide de su interior resultó ser un
poliedro casi negro surcado de estrías rojas que presentaba numerosas
caras, todas ellas irregulares. Quizá se tratase de un cuerpo de
cristalización desconocida o tal vez de algún raro mineral, tallado y
pulido artificialmente. No tocaba el fondo de la caja, sino que estaba
sostenido por una especie de aro metálico fijo mediante siete soportes
horizontales -curiosamente diseñados- a los ángulos interiores del
estuche, cerca de su abertura. Esta piedra, una vez limpia, ejerció
sobre Blake un hechizo alarmante. No podía apartar los ojos de ella, y
al contemplar sus caras resplandecientes, casi parecía que era
translúcida, y que en su interior tomaban cuerpo unos mundos
prodigiosos. En su mente flotaban imágenes de paisajes exóticos y
grandes torres de piedra, y titánicas montañas sin vestigio de vida
alguna, y espacios aún más remotos, donde sólo una agitación entre
tinieblas indistintas delataba la presencia de una conciencia y una
voluntad.
Al desviar la mirada reparó en un sorprendente montón de polvo que había
en un rincón, al pie de la escala de hierro. No sabía bien por qué le
resultaba sorprendente, pero el caso es que sus contornos le sugerían
algo que no lograba determinar. Se dirigió a él apartando a manotadas
las telarañas que obstaculizaban su paso, y en efecto, lo que allí había
le causó una honda impresión. Una vez más echó mano del pañuelo, y no
tardó en poner al descubierto la verdad; Blake abrió la boca sobrecogido
por la emoción. Era un esqueleto humano, y debía de estar allí desde
hacía muchísimo tiempo. Las ropas estaban deshechas; a juzgar por
algunos botones y trozos de tela, se trataba de un traje gris de
caballero. También había otros indicios: zapatos, broches de metal,
gemelos de camisa, un alfiler de corbata, una insignia de periodista con
el nombre del extinguido Providence Telegram, y una cartera de piel muy
estropeada. Blake examinó la cartera con atención. En ella encontró
varios billetes antiguos, un pequeño calendario de anuncio
correspondiente al año 1893, algunas tarjetas a nombre de Edwin M.
Lillibridge, y una cuartilla llena de anotaciones.
Esta cuartilla era sumamente enigmática. Blake la leyó con atención
acercándose a la ventana para aprovechar los últimos rayos de sol. Decía
así:
El Prof. Enoch Bowen regresa de Egipto, mayo l844. Compra vieja iglesia
Federal Hill en julio. Muy conocido por sus trabajos arqueológicos y
estudios esotéricos. El Dr. Drowe, anabaptista, exhorta contra la
«Sabiduría de las Estrellas» en el sermón del 29 de diciembre de 1844.
97 fieles a finales de 1845. 1846: 3 desapariciones;. primera mención
del Trapezoedro Resplandeciente. 7 desapariciones en 1848. Comienzo de
rumores sobre sacrificios de sangre. La investigación de 1853 no conduce
a nada; sólo ruidos sospechosos. El padre O'Malley habla del culto al
demonio mediante caja hallada en las ruinas egipcias. Afirma invocan
algo que no puede soportar la luz. Rehuye la luz suave y desaparece ante
una luz fuerte. En este caso tiene que ser invocado otra vez.
Probablemente lo sabe por la confesión de Francis X. Feeney en su lecho
de muerte, que ingresó en la «Sabiduría de las Estrellas» en 1849. Esta
gente afirma que el Trapezoedro Resplandeciente les muestra el cielo y
los demás mundos, y que el Morador de las Tinieblas les revela ciertos
secretos. Relato de Orrin B. Eddy; 1857: Invocan mirando al cristal y
tienen un lenguaje secreto particular. Reun. de 200 ó más en 1863; sin
contar a los que han marchado al frente. Muchachos irlandeses atacan la
iglesia en 1869, después de la desaparición de Patrick Regan.
Artículo velado en J. el 14 de marzo de. 1872; pero pasa inadvertido. 6
desapariciones en 1876: la junta secreta recurre al Mayor Doyle. Febrero
1877: se toman medidas; y se cierra la iglesia en abril. En mayo; una
banda de muchachos de Federal Hill amenaza al Dr... y demás miembros.
181 personas huyen de la ciudad antes de finalizar el año 77. No se
citan nombres.
Cuentos de fantasmas comienzan alrededor de 1880. Indagar si es verdad
que ningún ser humano ha penetrado en la iglesia desde 1877 Pedir a
Lanigan fotografía de iglesia tomada en 1851.
Guardó el papel en la cartera y se la metió en el bolsillo interior de
su chaqueta. Luego se inclinó a examinar el esqueleto que yacía en el
polvo. El significado de aquellas anotaciones estaba claro. No cabía
duda de que este hombre había venido al edificio abandonado, cincuenta
años atrás, en busca de una noticia sensacional, cosa que nadie se había
atrevido a intentar. Quizá no había dado a conocer a nadie sus
propósitos. ¡Quién sabe! De todos modos, lo cierto es que no volvió más a
su periódico. ¿Se había visto sorprendido por un terror insuperable y
repentino que le ocasionó un fallo del corazón? Blake se agachó y
observó el peculiar estado de los huesos. Unos estaban esparcidos en
desorden, otros parecían como desintegrados en sus extremos, y otros
habían adquirido el extraño matiz amarillento de hueso calcinado o
quemado. Algunos jirones de ropa estaban chamuscados también. El cráneo
se encontraba en un estado verdaderamente singular: manchado del mismo
color amarillento y con una abertura de bordes carbonizados en su parte
superior, como si un ácido poderoso hubiera corroído el espesor del
hueso. A Blake no se le ocurrió qué podía haberle pasado al esqueleto
aquel durante sus cuarenta años de reposo entre polvo y silencio.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, se puso a mirar la piedra otra
vez, permitiendo que su influjo suscitase imágenes confusas en su mente.
Vio cortejos de evanescentes figuras encapuchadas, cuyas siluetas no
eran humanas, y contempló inmensos desiertos en los que se alineaban
unas filas interminables de monolitos que parecían llegar hasta el
cielo. Y vio torres y murallas en las tenebrosas regiones submarinas, y
vórtices del espacio en donde flotaban jirones de bruma negra sobre un
fondo de purpúrea y helada neblina. Y a una distancia incalculable,
detrás de todo, percibió un abismo infinito de tinieblas en cuyo seno se
adivinaba, por sus etéreas agitaciones, unas presencias inmensas, tal
vez consistentes o semisólidas. Una urdimbre de fuerzas oscuras parecía
imponer un orden en aquel caos, ofreciendo a un tiempo la clave de todas
las paradojas y arcanos de los mundos que conocemos. Luego, de pronto,
su hechizo se resolvió en un acceso de terror pánico. Blake sintió que
se ahogaba y se apartó de la piedra, consciente de una presencia extraña
y sin forma que le vigilaba intensamente. Se sentía acechado por algo
que no fluía de la piedra, pero que le había mirado a través de ella;
algo que le seguiría y le espiaría incesantemente, pese a carecer de un
sentido físico de la vista. Pero pensó que, sencillamente, el lugar le
estaba poniendo nervioso, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta
su macabro descubrimiento. La luz se estaba yendo además, y puesto que
no había traído linterna, decidió marcharse en seguida.
Fue entonces, en la agonía del crepúsculo, cuando creyó distinguir una
vaga luminosidad en la desconcertante piedra de extraños ángulos.
Intentó apartar la mirada, pero era como si una fuerza oculta le
obligara a clavar los ojos en ella. ¿Sería fosforescente o radiactiva?
¿No aludían las anotaciones del periodista a cierto Trapezoedro
Resplandeciente? ¿Qué cósmica malignidad había tenido lugar en este
templo? ¿Y qué podía acechar aún en estas ruinas sombrías que los
pájaros evitaban? En aquel mismo instante notó que muy cerca de él
acababa de desprenderse una ligera tufarada de fétido olor, aunque no
logró determinar de dónde procedía. Blake cogió la tapa de la caja y la
cerró de golpe sobre la piedra que en ese momento relucía de manera
inequívoca. A continuación le pareció notar un movimiento blando como de
algo que se agitaba en la eterna negrura del chapitel, al que daba
acceso la trampa del techo. Ratas seguramente, porque hasta ahora habían
sido las únicas criaturas que se habían atrevido a manifestar su
presencia en este edificio condenado. Y no obstante, aquella agitación
de arriba le sobrecogió hasta tal extremo que se arrojó precipitadamente
escaleras abajo, cruzó la horrible nave, el sótano, la plaza oscura y
desierta, y atravesó los inquietantes callejones de Federal Hill hasta
desembocar en las tranquilas calles del centro que conducían al barrio
universitario donde habitaba.
Durante los días siguientes, Blake no contó a nadie su expedición y se
dedicó a leer detenidamente ciertos libros, a revisar periódicos
atrasados en la hemeroteca local, y a intentar traducir el criptograma
que había encontrado en la sacristía. No tardó en darse cuenta de que la
clave no era sencilla ni mucho menos. La lengua que ocultaban aquellos
signos no era inglés, latín, griego, francés, español ni alemán. No
tendría más remedio que echar mano de todos sus conocimientos sobre las
ciencias ocultas. Por las tardes, como siempre, sentía la necesidad de
sentarse a contemplar el paisaje de poniente y la negra aguja que
sobresalía entre las erizadas techumbres de aquel mundo distante y casi
fabuloso. Pero ahora se añadía una nota de horror. Blake sabía ya que
allí se ocultaban secretos prohibidos. Además, la vista empezaba a
jugarle malas pasadas. Los pájaros de la primavera habían regresado, y
al contemplar sus vuelos en el atardecer, le pareció que evitaban más
que antes la aguja negra y afilada. Cuando una bandada de aves se
acercaba a ella, le parecía que daba la vuelta y cada una se escabullía
despavorida, en completa confusión... y aun adivinaba los gorjeos
aterrados que no podía percibir en la distancia.
Fue en el mes de julio cuando Blake, según declara él mismo en su
diario, logró descifrar el criptograma. El texto estaba en aklo, oscuro
lenguaje empleado en ciertos cultos diabólicos de la antigüedad, y que
él conocía muy someramente por sus estudios anteriores. Sobre el
contenido de ese texto, el propio Blake se muestra muy reservado, aunque
es evidente que le debió causar un horror sin límites. El diario alude a
cierto Morador de las Tinieblas, que despierta cuando alguien contempla
fijamente el Trapezoedro Resplandeciente, y aventura una serie de
hipótesis descabelladas sobre los negros abismos del caos de donde
procede aquél. Cuando se refiere a este ser, presupone que es
omnisciente y que exige sacrificios monstruosos. Algunas anotaciones de
Blake revelan un miedo atroz a que esa criatura, invocada acaso por
haber mirado la piedra sin saberlo, irrumpa en nuestro mundo. Sin
embargo, añade que la simple iluminación de las calles constituye una
barrera infranqueable para él.
En cambio se refiere con frecuencia al Trapezoedro Resplandeciente, al
que califica de ventana abierta al tiempo y al espacio, y esboza su
historia en líneas generales desde los días en que fue tallado en el
enigmático Yuggoth, muchísimo antes de que los Primordiales lo trajeran a
la tierra. Al parecer, fue colocado en aquella extraña caja por los
seres crinoideos de la Antártida, quienes lo custodiaron celosamente;
fue salvado de las ruinas de este imperio por los hombres-serpientes de
Valusia, y millones de años más tarde, fue descubierto por los primeros
seres humanos. A partir de entonces atravesó tierras exóticas y extraños
mares, y se hundió con la Atlántida, antes de que un pescador de Minos
lo atrapara en su red y lo vendiera a los cobrizos mercaderes del
tenebroso país de Khem. El faraón Nefrén-Ka edificó un templo con una
cripta sin ventanas donde alojar la piedra, y cometió tales horrores que
su nombre ha sido borrado de todas las crónicas y monumentos. Luego la
joya descansó entre las ruinas de aquel templo maligno, que fue
destruido por los sacerdotes y el nuevo faraón. Más tarde, la azada del
excavador lo devolvió al mundo para maldición del género humano.
A primeros de julio los periódicos locales publicaron ciertas noticias
que, según escribe Blake, justificaban plenamente sus temores. Sin
embargo, aparecieron de una manera tan breve y casual, que sólo él debió
de captar su significado. En sí, parecían bastante triviales: por
Federal Hill se había extendido una nueva ola de temor con motivo de
haber penetrado un desconocido en la iglesia maldita. Los italianos
afirmaban que en la aguja sin ventanas se oían ruidos extraños, golpes y
movimientos sordos, y habían acudido a sus sacerdotes para que
ahuyentasen a ese ser monstruoso que convertía sus sueños en pesadillas
insoportables. Asimismo, hablaban de una puerta, tras la cual había algo
que acechaba constantemente en espera de que la oscuridad se hiciese lo
bastante densa para permitirle salir al exterior. Los periodistas se
limitaban a comentar la tenaz persistencia de las supersticiones
locales, pero no pasaban de ahí. Era evidente que los jóvenes
periodistas de nuestros días no sentían el menor entusiasmo por los
antecedentes históricos del asunto. Al referir todas estas cosas en su
diario, Blake expresa un curioso remordimiento y habla del imperioso
deber de enterrar el Trapezoedro Resplandeciente y de ahuyentar al ser
demoníaco que había sido invocado, permitiendo que la luz del día
penetrase en el enhiesto chapitel. Al mismo tiempo, no obstante, pone de
relieve la magnitud de su fascinación al confesar que aun en sueños
sentía un morboso deseo de visitar la torre maldita para asomarse
nuevamente a los secretos cósmicos de la piedra luminosa.
En la mañana del 17 de julio, el Journal publicó un artículo que le
provocó a Blake una verdadera crisis de horror. Se trataba simplemente
de una de las muchas reseñas de los sucesos de Federal Hill. Como todas,
estaba escrita en un tono bastante jocoso, aunque Blake no le encontró
la gracia. Por la noche se había desencadenado una tormenta que había
dejado a la ciudad sin luz durante más de una hora. En el tiempo que
duró el apagón, los italianos casi enloquecieron de terror. Los vecinos
de la iglesia maldita juraban que la bestia de la aguja se había
aprovechado de la ausencia de luz en las calles y había bajado a la nave
de la iglesia, donde se habían oído unos torpes aleteos, como de un
cuerpo inmenso y viscoso. Poco antes de volver la luz, había ascendido
de nuevo a la torre, donde se oyeron ruidos de cristales rotos. Podía
moverse hasta donde alcanzaban las tinieblas, pero la luz la obligaba
invariablemente a retirarse. Cuando volvieron a iluminarse todas las
calles, hubo una espantosa conmoción en la torre, ya que el menor
resplandor que se filtrara por las ennegrecidas ventanas y las rotas
celosías era excesivo para la bestia aquella que había huido a su
refugio tenebroso. Efectivamente, una larga exposición a la luz la
habría devuelto a los abismos de donde el desconocido visitante la había
hecho salir. Durante la hora que duró el apagón las multitudes se
apiñaron alrededor de la iglesia a orar bajo la lluvia, con cirios y
lámparas encendidas que protegían con paraguas y papeles formando una
barrera de luz que protegiera a la ciudad de la pesadilla que acechaba
en las tinieblas.
Los que se encontraban más cerca de la iglesia declararon que hubo un
momento en que oyeron crujir la puerta exterior. Y lo peor no era esto.
Aquella noche leyó Blake en el Bulletin lo que los periodistas habían
descubierto. Percatados al fin del gran valor periodístico del suceso,
un par de ellos habían decidido desafiar a la muchedumbre de italianos
enloquecidos y se habían introducido en el templo por el tragaluz,
después de haber intentado inútilmente abrir las puertas. En el polvo
del vestíbulo y la nave espectral observaron señales muy extrañas. El
suelo estaba cubierto de viejos cojines desechos y fundas de bancos,
todo esparcido en desorden. Reinaba un olor desagradable, y de cuando en
cuando encontraron manchas amarillentas parecidas a quemaduras y restos
de objetos carbonizados. Abrieron la puerta de la torre y se detuvieron
un momento a escuchar, porque les parecía haber oído como si arañaran
arriba. Al subir, observaron que la escalera estaba como aventada y
barrida.
La cámara de la torre estaba igual que la escalera. En su reseña, los
periodistas hablaban de la columna heptagonal, los sitiales góticos y
las extrañas figuras de yeso. En cambio, cosa extraordinaria, no citaban
para nada la caja metálica ni el esqueleto mutilado. Lo que más
inquietó a Blake -aparte las alusiones a las manchas, chamuscaduras y
malos olores- fue el detalle final que explicaba la rotura de los
cristales. Eran los de las estrechas ventanas ojivales. En dos de ellas
habían saltando en pedazos al ser taponadas precipitadamente a base de
remeter fundas de bancos y crin de relleno de los cojines en las
rendijas de las celosías. Había trozos de raso y montones de crin
esparcidos por el suelo barrido, como si alguien hubiera interrumpido
súbitamente su tarea de restablecer en la torre la absoluta oscuridad de
que gozó en otro tiempo. Las mismas quemaduras y manchas amarillentas
se encontraban en la escalera de hierro que subía al chapitel de la
torre. Por allí trepó uno de los periodistas, abrió la trampa
deslizándola horizontalmente, pero al alumbrar con su linterna el fétido
y negro recinto no descubrió más que una masa informe de detritus cerca
de la abertura. Todo se reducía, pues, a puro charlatanismo. Alguien
había gastado una broma a los supersticiosos habitantes del barrio.
También pudo ser que algún fanático hubiera intentado tapar todo aquello
en beneficio del vecindario, o que algunos estudiantes hubieran montado
esta farsa para atraer la atención de los periodistas. La aventura tuvo
un epílogo muy divertido, cuando el comisario de policía quiso enviar a
un agente para comprobar las declaraciones de los periódicos. Tres
hombres, uno tras otro, encontraron la manera de soslayar la misión que
se les quería encomendar; el cuarto fue de muy mala gana, y volvió casi
inmediatamente sin cosa alguna que añadir al informe de los dos
periodistas.
De aquí en adelante, el diario de Blake revela un creciente temor y
aprensión. Continuamente se reprocha a sí mismo su pasividad y se hace
mil reflexiones fantásticas sobre las consecuencias que podría acarrear
otro corte de luz. Se ha comprobado que en tres ocasiones -durante las
tormentas- telefoneó a la compañía eléctrica con los nervios desechos y
suplicó desesperadamente que tomaran todas las precauciones posibles
para evitar un nuevo corte. De cuando en cuando, sus anotaciones hacen
referencia al hecho de no haber hallado los periodistas la caja de metal
ni el esqueleto mutilado, cuando registraron la cámara de la torre.
Vagamente presentía quién o qué había intervenido en su desaparición.
Pero lo que más le horrorizaba era cierta especie de diabólica relación
psíquica que parecía haberse establecido entre él y aquel horror que se
agitaba en la aguja distante, aquella bestia monstruosa de la noche que
su temeridad había hecho surgir de los tenebrosos abismos del caos.
Sentía él como una fuerza que absorbía constantemente su voluntad, y los
que le visitaron en esa época recuerdan cómo se pasaba el tiempo
sentado ante la ventana, contemplando absorto la silueta de la colina
que se elevaba a lo lejos por encima del humo de la ciudad. En su diario
refiere continuamente las pesadillas que sufría por esas fechas y
señala que el influjo de aquel extraño ser de la torre le aumentaba
notablemente durante el sueño. Cuenta que una noche se despertó en la
calle, completamente vestido, y caminando automáticamente hacia Federal
Hill. Insiste una y otra vez en que la criatura aquella sabía dónde
encontrarle.
En la semana que siguió al 30 de julio, Blake sufrió su primera crisis
depresiva. Pasó varios días sin salir de casa ni vestirse, encargando la
comida por teléfono. Sus amistades observaron que tenía varias cuerdas
junto a la cama, y él explicó que padecía de sonambulismo y que se había
visto forzado a atarse los tobillos durante la noche. En su diario
refiere la terrible experiencia que le provocó la crisis. La noche del
30 de julio, después de acostarse, se encontró de pronto caminando a
tientas por un sitio casi completamente oscuro. Sólo distinguía en las
tinieblas unas rayas horizontales y tenues de luz azulada. Notaba
también una insoportable fetidez y oía, por encima de él, unos ruidos
blandos y furtivos. En cuanto se movía tropezaba con algo, y cada vez
que hacía ruido, le respondía arriba un rebullir confuso al que se
mezclaba como un roce cauteloso de una madera sobre otra. Llegó un
momento en que sus manos tropezaron con una columna de piedra, sobre la
que no había nada. Un instante. después, se agarraba a los barrotes de
una escala de hierro y comenzaba a ascender hacia un punto donde el
hedor se hacía aún más intenso. De pronto sintió un soplo de aire
caliente y reseco. Ante sus ojos desfilaron imágenes caleidoscópicas y
fantasmales que se diluían en el cuadro de un vasto abismo de insondable
negrura, en donde giraban astros y mundos aún más tenebrosos. Pensó en
las antiguas leyendas sobre el Caos Esencial, en cuyo centro habita un
dios ciego e idiota -Azathoth, Señor de Todas las Cosas- circundado por
una horda de danzarines amorfos y estúpidos, arrullado por el silbo
monótono de una flauta manejada por dedos demoníacos.
Entonces, un vivo estímulo del mundo exterior le despertó del estupor
que lo embargaba y le reveló su espantosa situación. Jamás llegó a saber
qué había sido. Tal vez el estampido de los fuegos artificiales que
durante todo el verano disparaban los vecinos de Federal Hill en honor
de los santos patronos de sus pueblecitos natales de Italia. Sea como
fuere, dejó escapar un grito, se soltó de la escala loco de pavor, yendo
a parar a una estancia sumida en la más negra oscuridad. En el acto se
dio cuenta de dónde estaba. Se arrojó por la angosta escalera de
caracol, chocando y tropezando a cada paso. Fue como una pesadilla: huyó
a través de la nave invadida de inmensas telarañas, flanqueada de
altísimos arcos que se perdían en las sombras del techo. Atravesó a
ciegas el sótano, trepó por el tragaluz, salió al exterior y echó a
correr atropelladamente por las calles silenciosas, entre las negras
torres y las casas dormidas, hasta el portal de su propio domicilio.
Al recobrar el conocimiento, a la mañana siguiente, se vio caído en el
suelo de su cuarto de estudio, completamente vestido. Estaba cubierto de
suciedad y telarañas, y le dolía su cuerpo tremendamente magullado. Al
mirarse en el espejo, observó que tenía el pelo chamuscado. Y notó
además que su ropa exterior estaba impregnada de un olor desagradable.
Entonces le sobrevino un ataque de nervios. Después, vencido por el
agotamiento, se encerró en casa, envuelto en una bata, y se limitó a
mirar por la ventana de poniente. Así pasó varios días, temblando
siempre que amenazaba tormenta y haciendo anotaciones horribles en su
diario.
La gran tempestad se desencadeno el 18 de agosto, poco antes de media
noche. Cayeron numerosos rayos en toda la ciudad, dos de ellos
excepcionalmente aparatosos. La lluvia era torrencial, y la continua
sucesión de truenos impidió dormir a casi todos los habitantes. Blake,
completamente loco de terror ante la posibilidad de que hubiera
restricciones, trató de telefonear a la compañía a eso de la una, pero
la línea estaba cortada temporalmente como medida de seguridad. Todo lo
iba apuntando en su diario. Su caligrafía grande, nerviosa y a menudo
indescifrable, refleja en esos pasajes el frenesí y la desesperación que
le iban dominando de manera incontenible. Tenía que mantener la casa a
oscuras para poder ver por la ventana, y parece que debió pasar la mayor
parte del tiempo sentado a su mesa, escudriñando ansiosamente -a través
de la lluvia y por encima de los relucientes tejados del centro- la
lejana constelación de luces de Federal Hill. De cuando en cuando
garabateaba torpemente algunas frases: «No deben apagarse las luces»,
«sabe dónde estoy», «debo destruirlo», «me está llamando, pero esta vez
no me hará daño»… Hay dos páginas de su diario que llenó con frases de
esta naturaleza.
Por último, a las 2,12 exactamente, según los registros de la compañía
de fluido eléctrico, las luces se apagaron en toda la ciudad. El diario
de Blake no constata la hora en que esto sucedió. Sólo figura esta
anotación: «Las luces se han apagado. Dios tenga piedad de mí.» En
Federal Hill había también muchas personas tan expectantes y angustiadas
como él; en la plaza y los callejones vecinos al templo maligno se
fueron congregando numerosos grupos de hombres, empapados por la lluvia,
portadores de velas encendidas bajo sus paraguas, linternas, lámparas
de petróleo, crucifijos, y toda clase de amuletos habituales en el sur
de Italia. Bendecían cada relámpago y hacían enigmáticos signos de temor
con la mano derecha cada vez que el aparato eléctrico de la tormenta
parecía disminuir. Finalmente cesaron los relámpagos y se levantó un
fuerte viento que les apagó la mayoría de las velas, dé forma que las
calles quedaron amenazadoramente a oscuras. Alguien avisó al padre
Meruzzo de la iglesia del Espíritu Santo, el cual se presentó
inmediatamente en la plaza y pronunció las palabras de aliento que le
vinieron a la cabeza. Era imposible seguir dudando de que en la torre se
oían ruidos extraños.
Sobre lo que aconteció a las 2,35 tenemos numerosos testimonios: el del
propio sacerdote, que es joven, inteligente y culto; el del policía de
servicio, William J. Monohan, de la Comisaría Central, hombre de toda
confianza, que se había detenido durante su ronda para vigilar a la
multitud, y el de la mayoría de los setenta y ocho italianos que se
habían reunido cerca del muro que ciñe la plataforma donde se levanta la
iglesia -muy especialmente, el de aquellos que estaban frente a la
fachada oriental-. Desde luego, lo que sucedió puede explicarse por
causas naturales. Nunca se sabe con certeza qué procesos químicos pueden
producirse en un edificio enorme, antiguo, mal aireado y abandonado
tanto tiempo: exhalaciones pestilentes, combustiones espontáneas,
explosión de los gases desprendidos por la putrefacción... cualquiera de
estas causas puede explicar el hecho. Tampoco cabe excluir un elemento
mayor o menor de charlatanismo consciente. En sí, el fenómeno no tuvo
nada de extraordinario. Apenas duró más de tres minutos. El padre
Meruzzo, siempre minucioso y detallista, consultó su reloj varias veces.
Empezó con un marcado aumento del torpe rebullir que se oía en el
interior de la torre. Ya habían notado que de la iglesia emanaba un olor
desagradable, pero entonces se hizo más denso y penetrante. Por último,
se oyó un estampido de maderas astilladas y un objeto grande y pesado
fue a estrellarse en el patio de la iglesia, al pie de su fachada
oriental. No se veía la torre en la oscuridad, pero la gente se dio
cuenta de que lo que había caído era la celosía de la ventana oriental
de la torre. Inmediatamente después, de las invisibles alturas descendió
un hedor tan insoportable, que muchas de las personas que rodeaban la
iglesia se sintieron mal y algunas estuvieron a punto de marearse. A la
vez, el aire se estremeció como en un batir de alas inmensas, y se
levantó un viento fuerte y repentino con más violencia que antes,
arrancando los sombreros y paraguas chorreantes de la multitud. Nada
concreto llegó a distinguirse en las tinieblas, aunque algunos creyeron
ver desparramada por el cielo una enorme sombra aún más negra que la
noche, una nube informe de humo que desapareció hacia el Este a una
velocidad de meteoro.
Eso fue todo. Los espectadores, medio paralizados de horror y malestar,
no sabían qué hacer, ni si había que hacer algo en realidad. Ignorantes
de lo sucedido, no abandonaron su vigilancia: y un momento después
elevaban una jaculatoria en acción de gracias por el fogonazo de un
relámpago tardío que, seguido de un estampido ensordecedor, desgarró la
bóveda del cielo. Media hora más tarde escampó, y al cabo de quince
minutos se encendieron de nuevo las luces de la calle. Los hombres se
retiraron a sus casas cansados y sucios, pero considerablemente
aliviados. Los periódicos del día siguiente, al informar sobre la
tormenta, concedieron escasa importancia a estos incidentes. Parece ser
que el último relámpago y la explosión ensordecedora que le siguió
habían sido aún más tremendos por el Este que en Federal Hill. El
fenómeno se manifestó con mayor intensidad en el barrio universitario,
donde también notaron una tufarada de insoportable fetidez. El estallido
del trueno despertó al vecindario, lo que dio lugar a que más tarde se
expresaran las opiniones más diversas. Las pocas personas que estaban
despiertas a esas horas vieron una llamarada irregular en la cumbre de
College Hill y notaron la inexplicable manga de viento que casi dejó los
árboles despojados de hojas y marchitas las plantas de los jardines.
Estas personas opinaban que aquel último rayo imprevisto había caído en
algún lugar del barrio, aunque no pudieron hallar después sus efectos. A
un joven del colegio mayor Tau Omega le pareció ver en el aire una masa
de humo grotesca y espantosa, justamente cuando estalló el fogonazo;
pero su observación no ha sido comprobada. Los escasos testigos
coinciden, no obstante, en que la violenta ráfaga de viento procedía del
Oeste. Por otra parte, todos notaron el insoportable hedor que se
extendió justo antes del trueno rezagado. Igualmente estaban de acuerdo
sobre cierto olor a quemado que se percibía después en el aire.
Todos estos detalles se tomaron en cuenta por su posible relación con la
muerte de Robert Blake. Los estudiantes de la residencia Psi Delta,
cuyas ventanas traseras daban enfrente del estudio de Blake, observaron,
en la mañana del día nueve, su rostro asomado a la ventana occidental,
intensamente pálido y con una expresión muy rara. Cuando por la tarde
volvieron a ver aquel rostro en la misma posición, empezaron a
preocuparse y esperaron a ver si se encendían las luces de su
apartamento. Más tarde, como el piso permaneciese a oscuras, llamaron al
timbre y, finalmente, avisaron a la policía para que forzara la puerta.
El cuerpo estaba sentado muy tieso ante la mesa de su escritorio, junto a
la ventana. Cuando vieron sus ojos vidriosos y desorbitados y la
expresión de loco terror del semblante, los policías apartaron la vista
horrorizados. Poco después el médico forense exploró el cadáver y, a
pesar de estar intacta la ventana, declaró que había muerto a
consecuencia de una descarga eléctrica o por el choque nervioso
provocado por dicha descarga. Apenas prestó atención a la horrible
expresión; se limitó a decir que sin duda se debía al profundo shock que
experimentó una persona tan imaginativa y desequilibrada como era la
víctima. Dedujo todo esto por los libros, pinturas y manuscritos que
hallaron en el apartamento, y por las anotaciones garabateadas a ciegas
en su diario. Blake había seguido escribiendo frenéticamente hasta el
final. Su mano derecha aún empuñaba rígidamente el lápiz, cuya punta se
había debido romper en una última contracción espasmódica.
Las anotaciones efectuadas después del apagón apenas resultaban
legibles. Ciertos investigadores han sacado, sin embargo, conclusiones
que difieren radicalmente del veredicto oficial, pero no es probable que
el público dé crédito a tales especulaciones. La hipótesis de estos
teóricos no se ha visto favorecida precisamente por la intervención del
supersticioso doctor Dexter, que arrojó al canal más profundo de la
Bahía de Narragansett la extraña caja y la piedra resplandeciente que
encontraron en el oscuro recinto del chapitel. La excesiva imaginación y
el desequilibrio nervioso de Blake agravados por su descubrimiento de
un culto satánico ya desaparecido, son sin duda las causas del delirio
que turbó sus últimos momentos. He aquí sus anotaciones postreras, o al
menos, lo que de ellas se ha podido descifrar: La luz todavía no ha
vuelto. Deben de haber pasado cinco minutos. Todo depende de los
relámpagos.
¡Ojalá Yaddith haga que continúen! A pesar de ellos, noto el influjo
maligno. La lluvia y los truenos son ensordecedores. Ya se está
apoderando de mi mente. Trastornos de la memoria. Recuerdo cosas que no
he visto nunca: otros mundos, otras galaxias. Oscuridad. Los relámpagos
me parecen tinieblas Y las tinieblas, luz. A pesar de la oscuridad
total, veo la colina y la iglesia, pero no puede ser verdad. Debe ser
una impresión de la retina, por el deslumbramiento de los relámpagos.
¡Quiera Dios que los italianos salgan con sus cirios, si paran los
relámpagos! ¿De qué tengo miedo? ¿No es acaso una encarnación de
Nyarlathotep, que en el antiguo y misterioso Khem tomó incluso forma de
hombre? Recuerdo Yuggoth, y Shaggai, aún más lejos, y un vacío de
planetas negros al final. Largo vuelo a través del vacío. Imposible
cruzar el universo de luz. Recreado por los pensamientos apresados en
Trapezoedro Resplandeciente. Enviado a través de horribles abismos de
luz.
Soy Blake: Robert Harrison Blake. Calle East Knapp, 620; Milwaukee, Wisconsin. Soy de este planeta.
¡Azathoth, ten piedad! ya no relampaguea horrible puedo verlo todo con
un sentido que no es la vista la luz es tinieblas y las tinieblas luz
esas gentes de la colina vigilancia cirios y amuletos sus sacerdotes
Pierdo el sentido de la distancia lo lejano está cerca y lo cercano
lejos no hay luz no cristal veo la aguja la torre la ventana ruidos
Roderick Usher estoy loco o me estoy volviendo ya se agita y aletea en
la torre somos uno quiero salir debo salir y unificar mis fuerzas sabe
dónde estoy Soy Robert Blake, pero veo la torre en la oscuridad. Hay un
olor horrible sentidos transfigurados saltan las tablas de la torre y
abre paso Iä ngai ygg Lo veo viene hacia acá viento infernal sombra
titánica negras alas Yog-Sothoth, sálvame tú, ojo ardiente de tres
lóbulos".
Howard Phillips Lovecraft