El gobernador Dalton, ansioso de divulgar la noticia con todas sus connotaciones, hizo que la prensa diera amplia y digna cuenta de este nuevo nombramiento. Retratos del Doctor Clarendon y su nueva casa, cerca del viejo Goat Hill, reseñas de su carrera y variados honores, así como artículos de corte popular sobre sus notables descubrimientos científicos, fueron todos publicados en los principales diarios de California; hasta que pronto el público cayó en una especie de orgullo reflejo del hombre cuyos estudios sobre la epidemia de la India, la peste en China y toda clase de males semejantes, podría pronto enriquecer el mundo de la medicina con una antitoxina de revolucionaria importancia… una antitoxina base para combatir los principios febriles en su misma fuente y asegurar la conquista y eliminación final de la fiebre en sus diversas formas. Bajo este nombramiento se escondía una extensa y no poco romántica historia de temprana amistad, larga separación y dramático reencuentro. James Dalton y la familia Clarendon habían sido amigos y algo más, desde que la única hermana del doctor Georgina, fuera novia del joven Dalton, mientras que el mismo doctor había sido su íntimo asociado y casi su protegido en los días de instituto y universidad. El padre de Alfred y Georgina, un pirata de Wall Street a la antigua usanza, había conocido bien al padre de Dalton; tan bien, de hecho, que finalmente le había despojado de todas sus pertenencias durante una memorable pugna vespertina en la bolsa de valores. Dalton, padre, incapaz de recuperarse y deseando dar su único y adorado hijo el beneficio de su seguro de vida, se había saltado la tapa de los sesos; pero James no tenia deseos de venganza.
Eran, según él lo veía, los lances del juego, y no deseaba perjudicar al padre de la chica que ansiaba desposar y del precoz científico cuyo administrador y protector había sido en todo momento durante sus años de hermandad y estudio. En vez de eso, se volvió a las leyes, estableciéndose modestamente y, en su debido momento, pidió al viejo Clarendon la mano de Georgina. El viejo Clarendon le despachó sin contemplaciones, arguyendo que ningún abogado pobretón y advenedizo era apto para ser su yerno, y tuvo lugar una escena considerablemente violenta. James, diciendo por fin al ceñudo filibustero cuando debiera haberle dicho tiempo atrás, había dejado enfurecido la casa y la ciudad, y se vio embarcado, en el plazo de un mes, en la vida de California que habría de llevarle a la gobernación a través de multitud de luchas de camarillas y politiqueos. Su despedida de Alfred y Georgina fue sumaria, y no conoció nunca el colofón de la escena en la librería de los Clarendon. Por un día, se perdió la noticia de la mente por apoplejía del viejo Clarendon y, por perdérsela, cambió el curso de su propia carrera. No había escrito a Georgina en la década siguiente, sabiendo de la lealtad hacia su padre y esperando labrarse una fortuna y posición que pudiera remover todos los obstáculos enfrentados. No había enviado ni una palabra a Alfred, cuya calmada indiferencia en el rostro afligido y resignado tenía siempre resabios del destino asumido y de la autosuficiencia del genio. Firme ante las dificultades, con una constancia poco común entonces, había trabajado y ascendido pensando solo en el futuro; manteniéndose soltero y con total fe en que Georgina le aguardaría.
En esto Dalton no se equivocaba. Asombrándose quizás que ningún mensaje llegará. Georgina no mantuvo ningún romance excepto en sus sueños y esperanzas, y en el transcurso del tiempo encontraría ocupación en las nuevas responsabilidades nacidas del ascenso de su hermano a la fama. El desarrollo de Alfred no había desmentido la promesa de su juventud, y el delgado joven ascendido sosegadamente los peldaños de la ciencia, con una velocidad y constancia casi inquietante. Enjuto y austero, con quevedos de montura de acero y perilla castaña, el doctor Alfred Clarendon era una autoridad a los 25 años y una figura internacional a los 30. Descuidando los asuntos mundanos con la negligencia del genio, dependía enormemente del cuidado y las gestiones de su hermana, y se sentía secretamente agradecido que la memoria de James la hubiera alejado de otras alianzas más tangibles. Georgina guiaba los negocios y la casa del gran bacteriólogo, y se sentía orgullosa de sus esfuerzos en pro de la conquista de la fiebre. Llevaba pacientemente sus excentricidades, calmando sus ocasionales brotes de fanatismo y suavizando los roces con sus amigos que, ahora y entonces, nacían de su abierto desprecio por cuanto no fuera una ruda devoción a la pura verdad y su progreso. Clarendon era a veces, sin duda, irritante para la gente común, pues nunca se cansaba de despreciar el servicio a lo individual en contraste con el servicio a la humanidad en su conjunto, ni de censurar a los estudiosos que mezclaban vida domestica o intereses ajenos con sus objetivos de ciencia abstracta. Sus enemigos le acusaban de pelmazo, pero sus admiradores, respetando en el blanco velo de éxtasis al que se ceñía, quedaban casi avergonzados de haber mantenido otras metas o aspiraciones fuera de la divina esfera del puro conocimiento.
Los viajes del doctor eran largos y Georgina generalmente le acompañaba en los más cortos. Tres veces, no obstante, había él emprendido largas y solitarias expediciones a lugares extraños y distantes en sus estudios de fiebres exóticas y plagas casi fabulosas; ya que sabía que la mayoría de las dolencias de la tierra provenían de territorios desconocidos de la críptica e inmemorial Asia. En cada ocasión había retornado con curiosos recuerdos que añadir a la excentricidad de su casa, el menor de los cuales no era un amplio e innecesario plantel de sirvientes tibetanos, reclutados en alguna parte de Utsang durante un brote epidémico del que el mundo nada supo, pero en el cual Clarendon descubrió y aisló el bacilo de la fiebre negra. Esos hombres, más altos que la mayoría de los tibetanos y claramente pertenecientes a un grupo poco estudiado del extranjero, eran de una delgadez esquelética que hizo preguntarse a alguien si el doctor no habría tratado de simbolizar en ellos los modelos anatómicos de sus años de universidad. Su aspecto, con los flojos mantos de seda negra de los sacerdotes de Bonpa que él había elegido para ellos, era grotesco en grado sumo, y había tétrico silencio y envaramiento en sus movimientos que les prestaba un aire de fantasía, dando a Georgina la extraña y terrible sensación de haberse sumido entre las páginas de Vathek o Las Mil y una noches. Pero lo más pintoresco de todo era el factótum o ayudante clínico que Clarendon llamaba Surama y que había traído consigo tras una larga estancia en el norte de África, en la que había estudiado algunas extrañas fiebres intermitentes entre los misteriosos tuaregs del Sahara, cuya descendencia de la primitiva raza de la perdida Atlántida es un viejo rumor arqueológico. Surama, un hombre de gran inteligencia y de erudición al parecer inagotable, era tan insanamente flaco como los sirvientes tibetanos, de piel morena y apergaminada, tan tirante sobre su pelada calva y su rostro lampiño que cada línea del cráneo resaltaba con espantosa prominencia… un efecto de calavera acentuado y ardientes ojos negros, tan hundidos que comúnmente parecían ser sólo un par de oscuras cuencas vacías. Lejos del subordinado ideal, a despecho de sus facciones impasibles, parecía desdeñar el esfuerzo de ocultar las emociones que le embargaban. Al contrario, portaba una insidiosa atmósfera de ironía o diversión acompañada en ciertos momentos por una risa entre dientes, profunda y gutural, como la de una tortuga gigante que acaba de despedazar algún peludo animal y se repliega hacia el mar. Parecía ser de raza caucásica, pero no era posible clasificarle más exactamente.
Algunos amigos de Clarendon pensaban que era un hindú de alta casta, a pesar de su habla sin acento; aunque muchos pensaban como Georgina que lo aborrecía—, cuando dio su opinión que una momia de un faraón, milagrosamente resucitada, haría muy buena pareja con aquel sardónico esqueleto. Dalton, absorto en ascendentes batallas políticas y aislado de los intereses del Este por la particular autosuficiencia del viejo Oeste, no había seguido el meteórico ascenso de su antiguo camarada; Clarendon nada sabía de alguien tan lejano a su autoelegido mundo de ciencia como el gobernador. Dotados de independencia y aun de medios abundantes, los Clarendon habían habitado durante muchos años su vieja mansión de Manhattan en la calle 19 Este, cuyos fantasmas debían haber contemplado doloridos las extravagancias de Surama y los tibetanos. Entonces, dados los deseos de doctor de trasladar su base de observación médica, el gran cambio llegó súbitamente, y cruzaron el continente para llevar una vida de aislamiento en San Francisco, comprando el lóbrego y viejo edificio Bannister cerca de Goat Hill, enfrentado a la bahía, estableciendo su extraña corte en una enmarañada reliquia de diseño medio victoriano con techos franceses y ostentación propia de prospectores enriquecidos, alzada en mitad de campos cercados por altos muros—, en cada zona aún medio suburbana. El doctor Clarendon, aunque más satisfecho que en Nueva York, todavía sentía la falta de oportunidades para aplicar y probar sus teorías sobre la patología.
Poco mundano como era, nunca había pensado en utilizar su reputación como influencia para ganar nombramientos públicos; aunque más comprendía que sólo la jefatura médica de una institución gubernamental o benéfica — una prisión, hospicio u hospital le darían campo suficiente para completar sus investigaciones y hacer de sus descubrimientos algo de la mayor utilidad para la humanidad y la ciencia en general. Entonces se encontró casualmente con James Dalton una tarde en Market Street, cuando el gobernador abandonaba el Hotel Royal. Georgina le acompañaba y, en un instante, el reconocimiento elevó el dramatismo de la reunión. La ignorancia de sus mutuos progresos provocó amplias explicaciones e historias, y Clarendon se congratuló de descubrir que tenía a alguien tan importante por amigo. Dalton y Georgina, devorándose con los ojos, sintieron algo más que un rebrote de su antiguo amor, y una amistad revivió en aquel momento y lugar, llevándoles a frecuentes llamadas y a un progresivo aumento en el intercambio de confidencias. James Dalton supo de la necesidad de apoyo político de su antiguo protegido y, acorde con su papel protector del colegio y la universidad, trató de idear alguna forma de dar al Pequeño Alf la ansiada posición e influencia. Tenia, por supuesto, amplios poderes para nombrar, pero los constantes abusos y usurpaciones de los legisladores le obligaban a obrar con mayor discreción. A la larga, sin embargo, apenas 3 meses después de la repentina reunión, quedo vacante la dirección de la principal institución médica del estado.
Sopesando cuidadosamente todos los factores, sabedor que los logros y reputación de su amigo podían justificar las mayores recompensas, el gobernador se sintió capaz de actuar. Las Formalidades fueron pocas y el 8 de noviembre de 189…, el doctor. Alfred Schuyler Clarendon se convirtió en el doctor médico del penal del estado de California en San Quintín.
II.
En algo más, de un mes, las esperanzas de los admiradores del doctor Clarendon fueron ampliamente colmadas. Ciertos cambios radicales en los métodos dieron a la rutina médica del penal una eficiencia nunca antes soñada; y aunque los subordinados estaban algo celosos, se vieron obligados a admitir los mágicos resultados de la supervisión de un verdadero gran hombre. Enseguida llegó el momento donde los simples reconocimientos se transformaron en sincero agradecimiento por la providencial conjunción de tiempo, lugar y hombre; puesto que una mañana el doctor Jones acudió con rostro grave hasta su nuevo jefe para anunciarle el descubrimiento de un caso que no podía por menos que identificar como la misma fiebre negra cuyo germen Clarendon había encontrado y clasificado. El doctor Clarendon no mostró sorpresa, sino que continuó con el escrito que tenia delante.
-Lo sé -dijo simplemente-. Vi ese caso ayer. Me alegro que usted lo reconociera. Aísle a ese hombre, aunque no creo que esa fiebre sea contagiosa.
El doctor Jones, con opiniones propias sobre el contagio de la enfermedad, se alegró de la precaución, apresurándose en ejecutar la orden. A su regreso, Clarendon se levantó informándole que se haría cargo personalmente y en solitario del caso. Frustrado en su deseo de estudiar las técnicas y métodos del gran hombre, el médico subalterno observó a su jefe alejarse hacia el solitario pabellón donde había ubicado al paciente, más crítico que nunca hacia el nuevo régimen, desde que la administración desplazara a sus primitivas punzadas de celos. Llegando al pabellón, Clarendon entró apresuradamente, ojeó la cama y se volvió para ver cuan lejos había llevado al doctor Jones su obvia curiosidad. Luego, encontrando el corredor vacío, cerró la puerta y se volvió a examinar al paciente. El hombre era un convicto de un tipo particularmente repulsivo y parecía sufrir los agudos dolores de la agonía. Sus facciones estaban espantosamente contraídas, y las rodillas levantadas en la muda desesperación de la dolencia. Clarendon lo estudió de cerca, alzando los párpados fuertemente cerrados, tomando el pulso y la temperatura, y finalmente disolviendo una tableta en agua, forzando la solución a través de los dolientes labios. Poco después remitió el ataque, a tenor de la relajación del cuerpo y el retorno a la normalidad de la expresión, y el paciente comenzó a respirar con mayor facilidad. Entonces, frotando suavemente las orejas, el doctor hizo que el hombre abriera los ojos.
Había vida en ellos, puesto que se movían de lado a lado, aunque carecían del sutil fuego que solemos considerar reflejo del alma. Clarendon sonrío mientras observaba la paz que su ayuda había brindado, sintiendo tras de sí el poder de una ciencia todopoderosa. Hacía tiempo que había reconocido este caso y había arrebatado a la muerte su víctima con el trabajo de un instante. Otra hora y este hombre se hubiera ido… mientras que Jones había visto los síntomas durante días antes de descubrirlo y, aun así, no había sabido que hacer. La conquista del hombre sobre la dolencia, empero, no podía ser perfecta. Clarendon, asegurando a los medrosos presos de confianza que oficiaban como enfermeros que la fiebre no era contagiosa, lo lavó con alcohol, dejándole en cama; pero a la mañana siguiente se reveló como un caso perdido. El hombre había muerto pasada la medianoche en la mayor de las agonías, con tales gritos y rictus que colocaron a los enfermeros al borde del pánico. El doctor recibió tales noticias con calma usual, fueran cuales fuesen sus sentimientos científicos, y ordenó el entierro del paciente en cal viva. Luego, con un filosófico encogimiento de hombros, realizó su habitual ronda por la penitenciaría. 2 días después la prisión fue golpeada de nuevo. 3 Hombres cayeron enfermos al mismo tiempo y no pudo ocultarse el hecho que había una epidemia de fiebre negra. Clarendon, habiéndose adherido firmemente a la teoría del no-contagio, sufrió una seria merma de prestigio y tuvo el estorbo de la negativa de los enfermeros a atender a los pacientes. No poseían la devoción de aquellos dispuestos al sacrificio por la ciencia y la humanidad. Eran convictos, serviciales gracias a los privilegios que sólo así podían obtener, y cuando el precio se volvía muy alto preferían renunciar a ellos.
Pero el doctor seguía controlando la situación. Consultando con el alcaide y enviando mensajes urgentes a su amigo el gobernador, consiguió recompensas especiales y reducciones de condena para aquellos convictos que se prestaran a servicios de cuidados peligrosos, y con esté método obtuvo una nutrida cuota de voluntarios. Entonces estuvo listo para actuar y nada pudo debilitar su serenidad y determinación. Prestando una leve atención a los otros casos, pareció convertirse en alguien ajeno a la fatiga mientras se apresuraba de lecho en lecho por todo aquel inmenso y pétreo edificio de tristeza y maldad. Más de cuarenta casos se desarrollaron en otra semana y hubo que traer enfermeros de la ciudad. En esta etapa, Clarendon acudía raramente a su casa, durmiendo incluso en un camastro en la sección de los guardianes, entregándose siempre con su típico abandono en favor de la medicina y la humanidad. Entonces llegó el primer rumor de esa tormenta que estaba lista para convulsionar San Francisco. Surgieron las noticias, y la amenaza de la fiebre negra se extendió por la ciudad como una niebla procedente de la bahía. Periodistas expertos en la doctrina de “sensación ante todo” usaron su imaginación sin tapujos y se felicitaron cuando al fin pudieron descubrir un caso en el barrio mexicano al que un médico local quizás más ansioso de dinero que de verdad o del bienestar público diagnosticó como fiebre negra.
Fue la gota que colmó el vaso. Histéricos ante la idea que la muerte reptaba junto a ellos, las gentes de San Francisco enloquecieron en masa y se embarcaron en un histórico éxodo sobre el que pronto todo el país tendría cumplida cuenta. Transbordadores y botes de remo, vapores, falúas, trenes y teleféricos, bicicletas y carruajes, coches de motor y carros, todos fueron inmediatamente requisados para un frenético servicio. Sausalito y Tamalpais, al estar en la dirección de San Quintín, se unieron a la fuga, mientras que las zonas residenciales de Oakland, Berkeley y Alameda subieron sus precios a cotas fabulosas. Colonias de toldos brotaron por doquier e improvisados poblados bordeaban las atestadas carreteras del sur desde Millbrae a San José. Muchos buscaron refugio junto a amigos en Sacramento, mientras que el atemorizado remanente, obligado a permanecer por distintas causas, no tuvo más remedio que mantener las necesidades básicas de una ciudad casi muerta. Los negocios, excepto los de los matasanos con curas seguras y profilácticos contra la fiebre, decayeron rápidamente al punto de desvanecerse. Al principio, las tabernas ofrecían bebidas medicinales, pero pronto descubrieron que el populacho prefería ser timado por charlatanes de aspecto más profesional. En las extrañamente silenciosas calles, la gente escrutaba el rostro de los demás en busca de posibles síntomas de la plaga, y los tenderos comenzaron a rechazar más y más clientes, temiendo en cada parroquiano una fuente de contagio. La maquinaria legal y judicial comenzó a desintegrarse mientras los abogados y funcionarios sucumbían uno tras otro al impulso de huir. Incluso los médicos desertaron en gran número, invocando la mayoría la necesidad de vacaciones en las montañas y lagos del norte del estado. Escuelas y colegios, teatros y cafés, restaurantes y tabernas, fueron cerrando gradualmente sus puertas, en una sola semana, San Francisco cayó postrada e inerme, con sólo sus servicios de luz, electricidad y agua funcionando medio normalmente, con los periódicos drásticamente reducidos y una lisiada parodia de transporte mantenido por carros de caballos y cable.
Era el punto más bajo. No podía durar, puesto que el valor y las dotes de observación no habían desaparecido completamente y, antes o después, la falta de propagación de la epidemia de fiebre negra fuera de San Quintín se hizo innegable, a pesar de algunos casos de fiebres tifoideas en las insanas colonias suburbanas de tiendas de campaña. Los líderes y editores de la comunidad deliberaron y actuaron, movilizando a los mismos periodistas cuyas energías habían provocado en gran medida el problema, pero canalizando su “la sensación ante todo” a través de cauces más constructivos. Se publicaron editoriales y falsas entrevistas, hablando del completo control del doctor Clarendon sobre la dolencia, así como de la imposibilidad de su difusión fuera de los muros de la prisión. Su repetición y lenta circulación hicieron su trabajo, vigorosa corriente de retorno. Los doctores, de vuelta y tonificados por sus temporales vacaciones, comenzaron a acusar a Clarendon, diciendo al público que podían tratar la fiebre tan bien como él y censurándole el no haberla circunscrito al interior de San Quintín. Clarendon, según decían, había permitido más muertes de lo necesario. Cualquier principiante podía contener el contagio de las fiebres, y si este famoso científico no lo había hecho, era claramente porque buscaba, por motivos científicos, estudiar los efectos finales de la dolencia, antes que tratar adecuadamente a las víctimas y salvarlas. Esa política, insinuaban, podía ser bastante adecuada con los criminales convictos de una institución penal, pero no en San Francisco, donde la vida era aún una cosa preciosa y sagrada. Así opinaban, y los periódicos se congratularon de publicar todos los manifiestos, dado que la dureza de la campaña, donde el doctor Clarendon se vería obligado a intervenir, ayudaría a olvidar la confusión y restauraría la confianza entre el público.
Pero Clarendon no replicó. Simplemente sonreía, mientras su singular ayudante clínico, Surama, se consentía profundas y aviesas risas entre dientes. Estaba más tiempo en casa, por lo que los reporteros comenzaron a asediar la puerta del gran muro que el doctor había construido alrededor de su hogar, en vez de importunar a la oficina del alcaide de San Quintín. Los resultados, sin embargo, fueron igualmente pobres, dado que Surama construía un muro infranqueable entre el doctor y el mundo exterior… aun después que los reporteros accedieran a la finca. Los periodistas que alcanzaron el frontal edificio habían vislumbrado el pintoresco séquito de Clarendon y pergeñaron, tan bien como pudieron, una exagerada crónica sobre Surama y los extraños y esqueléticos tibetanos. Exageraciones, por supuesto, abundaron en cada nueva crónica, y el nuevo efecto de la publicidad era claramente adverso al gran médico. La mayoría suele odiar lo insólito, y multitudes que podrían haber perdonado la insensibilidad o la incompetencia estaban listas para condenar el grotesco gusto por el sarcástico asistente y los 8 orientales de atuendos negros. A Comienzos de enero un mozo del Observer especialmente tenaz trepó por el foso y el muro de ladrillo de 2 metros y medio hasta la propia finca Clarendon y se puso a indagar por los alrededores, ocultos del frontal por los árboles. Rápidamente, su cerebro despierto reparó en todo la rosaleda; las pajareras; las jaulas para animales donde toda suerte de mamíferos, desde monos a conejos de Indias, podían ser vistos y oídos; el sólido edificio clínico con ventanas de barrotes en la esquina norte de la propiedad y se dispuso a curiosear por el millar de pies cuadrados de la finca. Había un gran artículo en ciernes y podría haber escapado impune de no mediar los ladridos de Dick, el escandaloso y gigantesco San Bernardo de Georgina Clarendon. Surama, inmediatamente, cogió por el cuello al jovenzuelo antes que pudiera protestar, sacudiéndole como un terrier a una rata y arrastrándole entre los árboles hacia el terreno delantero y la puerta.
Las explicaciones ahogadas y las trémulas exigencias de ver al doctor Clarendon fueron inútiles. Surama se limitaba a reír entre dientes y arrastrar a su víctima. Repentinamente, un gran temor se apodero del apuesto escritorzuelo y comenzó a desear desesperadamente que la inhumana criatura hablara, sólo para demostrar que era de auténtica carne y sangre perteneciente a este planeta. Sufrió repetidas náuseas, y trató de no mirar aquellos ojos que sabía acechaban desde el fondo de las vacías cuencas negras. Pronto escuchó abrirse la puerta y se vio lanzado violentamente a través de ella; en un instante, volvió rudamente a los asuntos terrenales, al aterrorizado empapado y lleno de barro en la zanja que Clarendon había abierto alrededor de todo el muro. El miedo dio paso a la rabia cuando escuchó cerrarse la maciza puerta y se levantó chorreando, dispuesto a aporrear el prohibido portal. Luego, cuando se disponía a marcharse, escuchó un débil sonido tras él y, desde una pequeña tronera en la puerta, sintió los hundidos ojos de Surama y escuchó el eco de una voz profunda, riendo entre dientes de una forma que helaba la sangre. El joven, considerando quizás justamente que el maltrato había sido desmesurado, decidió vengarse de la familia responsable de ello. Resolvió preparar una falsa entrevista con el doctor Clarendon, supuestamente mantenida en el edificio de la clínica, en la que se cuidó de describir la agonía de una docena de enfermos de fiebre negra a los que su imaginación alineó en una fila de camastros. Su jugada maestra consistió en la descripción de un enfermo especialmente patético suplicando agua mientras el doctor mantenía un vaso del ansiado fluido justo fuera de su alcance, en un intento científico de desarrollar el efecto de una emoción tentadora sobre el desarrollo de la dolencia. Esta patraña fue seguida por párrafos de comentarios insidiosos, tan respetuosos que suponían doble veneno. Según el artículo, el doctor Clarendon era indudablemente el científico más grande y el mejor dotado del mundo, pero la ciencia no repara en el bienestar individual, y uno no puede tener enfermos graves a su cuidado y agravar su estado solamente para satisfacer a un investigador en sus ansias de verdad abstracta. La verdad es demasiado corta para eso.
En conjunto, el artículo era diabólicamente hábil, y consiguió horrorizar a 9 de cada 10 lectores, disponiéndoles contra el doctor Clarendon y sus supuestos métodos. Otros periódicos se apresuraron a copiar y aumentar sobre este asunto, redundando en el tema y comenzando una serie de falsas entrevistas que ampliaban el repertorio de fantasías infamantes. En ningún caso obstante, condescendió el doctor a ofrecer un desmentido. Carecía de tiempo que prestar a tontos y bribones, y se cuidaba poco del aprecio de una chusma necia a la que desdeñaba. Cuando James Dalton telegrafió su pesar y ofreciendo ayuda, Clarendon replicó con brusquedad casi ofensiva. No atendía a los ladridos de los perros ni se molestaría en amordazarlos. No deseaba agradecer a nadie por enredarlo en un asunto completamente fuera de lugar. Silencioso y contenido, continuó sus deberes con tranquilidad inquebrantable. Pero la chispa del joven reportero había prendido. San Francisco volvía a estar infectada, y esta vez más por la rabia que por el miedo. El juicio ponderado se convirtió en un arte perdido, y aunque no tuvo lugar un segundo éxodo, sobrevino un reino de vicio y desenfreno nacido de las pestes medievales. La ira se encendió contra el hombre que había encontrado la enfermedad y que trataba de contenerla, y un público tornadizo olvidó sus grandes servicios al conocimiento a la hora de avivar las llamas del resentimiento. Parecían, en su ceguera, odiarle a él personalmente y no a la plaga que había llegado a su ciudad batida por los vientos y usualmente saludable. Entonces el joven reportero, jugando con el fuego de Nerón que había encendido, añadió un colofón de su propia cosecha. Recordando las indignidades sufridas a manos del cadavérico clínico, preparó un magistral artículo sobre la casa y el personal del doctor Clarendon, con especial atención sobre Surama, cuyo sólo aspecto, proclamaba, era capaz de minar la salud de una persona y hacerle sufrir una especie de fiebre. Intentó pintar al enjuto reidor ridículo y terrible por igual, consiguiendo quizás mejor lo segundo y logrando que una marea de horror se alzara dondequiera que se pensase en la sola proximidad de la criatura. Recogió todos los rumores corrientes sobre el hombre, basándose en la insólita profundidad de su erudición, e insinuó solapadamente acerca de infames territorios de la secreta y ancestral África, donde el doctor Clarendon le había encontrado. Georgina, que seguía estrechamente los periódicos, se sintió abrumada y dolorida por tales ataques a su hermano; pero James Dalton, que visitaba asiduamente la casa, hizo todo lo posible por confrontarla. En esto era plenamente sincero, no sólo porque deseara consolar a la mujer que amaba, sino también, en alguna medida, por la total reverencia que siempre había sentido hacia el genio nato que había sido su íntimo compañero de juventud. Dijo a Georgina que la grandeza nunca podía evitar los dardos de la envidia, y citó la larga y triste lista de esplendidos cerebros aplastados por vulgares insidias. Los Ataques, remarcó, eran pruebas de toda la profunda eminencia de Alfred.
Aun así, le lastimaban igualmente replicó ella, más cuando yo sé que Al realmente sufre por ellas, aunque trate de demostrarse indiferente. Dalton besó su mano de una forma que entonces n o era desmesurada entre las gentes de buena cuna. Y me lastiman 100 veces más a mí, sabiendo que lo hacen contigo y con Al. Pero no importa, Georgia, ¡Permaneceremos juntos y triunfaremos sobre ellos! Así, sucedió que Georgina comenzó a confiar más y más en la firmeza de acero de aquel gobernador de mandíbula cuadrada que había sido su pretendiente de juventud, y más y más le mostraba sus temores. Los ataques de la prensa y la epidemia no lo eran todo. Había aspectos de la casa que no le gustaban. Surama, cruel tanto con hombres como con bestias, la llenaba de una repulsión indescriptible y no podía menos que sentir que constituía una amenaza vaga a indefinible para Alfred. Tampoco gustaba de los tibetanos, y encontraba muy peculiar que Surama fuera capaz de comunicarse con ellos. Alfred no le había contado quién o qué es Surama, explicando tan sólo a regañadientes que era más viejo de lo que comúnmente podía creerse y que atesoraba secretos y sufrido pruebas calculadas para convertirle en un colega de fenomenal valor para cualquier científico empeñado en desentrañar los misterios de la naturaleza. Espoleado por tales inquietudes, Dalton se convirtió en un visitante aún más asiduo de la casa de Clarendon, a sabiendas que su presencia disgustaba profundamente a Surama. El huesudo ayudante clínico solía mirarle airadamente desde el fondo de sus espectrales cuencas oculares cuando le recibía y, con frecuencia, tras cerrar la puerta cuando él se marchaba, reía monótonamente de una forma que le ponía la piel de gallina. Entretanto, el doctor Clarendon parecía ajeno a todo cuanto no fuera salvar su trabajo en San Quintín, adonde acudía cada día en su lancha… sólo a excepción de Surama, que timoneaba mientras el doctor leía o reunía sus notas. Dalton se congratulaba de esas ausencias regulares, por darle constantes oportunidades de renovar sus cortejos a Georgina. Cuando se quedaba más tiempo y encontraba a Alfred, sin embargo, los saludos de éste eran siempre efusivos, a desprecio de su reserva habitual. Con el tiempo, el compromiso entre James y Georgina seria una cosa hecha, y ambos esperaban sólo un momento propicio para hablar con Alfred. El gobernador, volcado en todas partes y por completo en su labor protectora, no regulaba esfuerzos en pro de su amigo. Tanto la prensa como el aparato burocrático sintieron su influencia, lo mismo que algunos científicos del Este, muchos de los cuales habían llegado a California para estudiar la plaga y el agente antifebril que tan rápidamente había aislado y perfeccionado Clarendon. Los doctores y biólogos, empero, no obtuvieron la información deseada., por lo que algunos partieron con muy mala impresión. No pocos de ellos escribieron artículos hostiles de Clarendon, acusándole de actitudes no científicas y ávidas de fama, e informando que ocultaba sus métodos por deseo, impropio de la profesión, de provecho personal. Otros, afortunadamente, fueron más liberales en sus juicios y escribieron entusiasmados acerca de Clarendon y su trabajo.
Habían visto a los pacientes y pudieron apreciar el modo maravilloso en que mantenía a raya la dolencia. Su búsqueda secreta de la antitoxina la encontraban justificable, puesto que su difusión pública, en una forma imperfecta, sería más nociva que benéfica. Clarendon mismo, al que muchos de ellos conocían con anterioridad, les impresionó más que nunca y no tuvieron reparos en compararle con Jenner, Lister, Koch, Pasteur, Metchnikoff y el resto de aquellos que habían dedicado toda su vida al servicio de la medicina patológica y la humanidad. Dalton se cuidó de suministrar a Alfred las revistas que hablaban bien de él, llevándolas en persona con la excusa de ver a Georgina. Éstas, no obstante, no producían demasiado efecto salvo una sonrisa desdeñosa, y Clarendon generalmente se las daba a Surama, cuyas risas entre dientes profundas, y turbadoras, al leer los artículos, tenían un estrecho paralelo con la propia diversión irónica del doctor. Un lunes por la tarde a principios de febrero, Dalton llamó con la intención de pedir a Clarendon la mano de su hermana. Georgina misma le dio acceso a la finca, y mientras caminaban hacia la casa, él se detuvo a acariciar al perrazo que saltaba amigablemente sobre su pecho. Era Dick, el mimado San Bernardo de Georgina, y Dalton se alegró de sentir que tenía el afecto de aquella criatura que tanto significaba para ella. Dick estaba alegre y excitado, y casi derribo al gobernador con su vigoroso empujón mientras daba un apagado ladrido, lanzándose por los árboles hacia la clínica. No desapareció entre ellos, sino que se detuvo y miró atrás, ladrando de nuevo sordamente, como si deseara que Dalton lo siguiera. Georgina, gustosa de obedecer los antojos de aquel perrazo juguetón, pidió a James ver qué buscaba, y ambos pasearon lentamente tras él, mientras éste trotaba aliviado hacia el fondo del patio, donde el perfil del edificio clínico se alzaba recortado contra las estrellas, sobre el gran muro de ladrillo. Contornos de luz interior festoneaban los bordes de las oscuras cortinas, por lo que supieron que Alfred y Surama estaban trabajando.
Repentinamente, desde el interior llegó un débil y ahogado grito de un niño… una lastimera llamada de “¡mamá, mamá!” ante la que Dick ladró, mientras James y Georgina se sobresaltaban visiblemente. Entonces Georgina rió, recordando las cotorras que Clarendon siempre guardaba para usos experimentales, y acarició la cabeza de Dick bien por perdonarle el susto que les había dado o para consolarlo del sobresalto que él mismo había recibido. Mientras volvían lentamente hacia la casa, Dalton mencionó su resolución de hablar con Alfred aquella tarde sobre su compromiso, y Georgina no tuvo inconveniente. Sabía que su hermano no gustaría de perder una gestora y compañera de plena confianza, pero creía que su afecto no pondría barreras en el camino de su felicidad. Más tarde, Clarendon entró en la casa con paso ligero y aspecto menos huraño de lo habitual. Dalton, viendo un buen presagio en aquella benigna disposición, se armó de valor cuando el doctor estrechó su mano con un jovial: Ah, Jimmy, ¿cómo va la política este año? Contemplo a Georgina, que se excusó quedamente, mientras los 2 hombres se enzarzaban en una charla sobre asuntos intrascendentes. Poco a poco, en mitad de multitud de recuerdos sobre sus pasados días de juventud, Dalton se acercó a su asunto; por último, planteó directamente la cuestión.
-Alf, deseo casarme con Georgina. ¿Tenemos tu consentimiento?
Observando atentamente a su viejo amigo, Dalton vio cruzar una sombra por su rostro. Los oscuros ojos relampaguearon por un instante, antes de velarse y volver a su acostumbrada placidez. ¡Por lo tanto, la ciencia o el egoísmo prevalecían ante todo! Me pides un imposible, James. Georgina no es la mariposa inconstante de hace años. Ahora tiene un sitio en el servicio de la verdad y la humanidad, y ese sitio está aquí. Ella ha decidido dedicar su vida a mi obra al gobierno de la casa que hace posible mi trabajo y no ha lugar a la deserción o el capricho personal. Dalton esperó para ver si había concluido. El fanatismo de siempre la humanidad contra el individuo, ¡y el doctor estaba dispuesto a arruinar la vida de su hermana! Luego trató de responder. Pero mira, Alf, ¿me dices que Georgina en particular es tan necesaria para tu trabajo que debes hacer de ella una mártir y una esclava? ¡Usa tu sentido de proporción, hombre! Tratándose de Surama u otro partícipe de tus experimentos, sería diferente; pero, en última instancia, Georgina no es para ti más que una gobernanta. Me ha prometido ser mi esposa y dice amarme. ¿Tienes derecho a apartarla de la vida que le corresponde? ¿Tienes derecho…?
-¡Basta, James! -El rostro de Clarendon se demudó palideciendo-. Si tengo o no derecho a regir mi propia familia, no es asunto de un extraño. Un extraño… puedes llamar a eso a un hombre que… Dalton casi se sofocó mientras la voz acerada del doctor le interrumpía nuevamente. Un Extraño a mi familia, y desde ahora un extraño a mi casa. ¡Dalton, tu atrevimiento ha ido demasiado lejos! ¡Buenas tardes, gobernador! Y Clarendon abandonó la estancia sin tenderle su mano. Dalton dudó un instante, casi sin saber qué hacer, y entonces llegó Georgina. Su rostro mostraba que había hablado con su hermano, y Dalton tomó impetuosamente sus manos. Bueno, Georgie, ¿tu qué dices? Temo que sea una elección entre Alf y Yo. Conoces mis sentimientos… sabes lo que sentía antes, cuando era tu padre el que estaba en contra. ¿Cuál es ahora tu respuesta?
Se detuvo y la mujer respondió lentamente. James, querido, ¿crees que te amo? Él asintió y oprimió expectante sus manos.
-Entonces, si me amas, tendrás que esperar un poco. No hagas caso de la rudeza de Alf. Acabará arrepintiéndose. No puedo contarte todo ahora, pero ya sabes lo preocupada que me siento… por la tensión de su trabajo, las críticas ¡y por las miradas y las risas de esa horrible criatura, Surama! Temo que se desmorone… sufre la tensión más de lo que alguien ajeno a la familia pudiera creer. Puedo verlo, porque lo he observado toda mi vida. Está cambiando, cediendo lentamente bajo sus obligaciones, y se arma de mayor brusquedad para ocultarlo. Entiendes lo que quiero decir, ¿verdad querido? Se detuvo, y Dalton cabeceó nuevamente, oprimiendo una de sus manos contra su pecho. Entonces, ella acabó. Prométeme ser paciente, querido. Debo permanecer junto a él. ¡Debo!, ¡Debo! Dalton no hablo por un tiempo, pero su cabeza se inclino en lo que parecía un gesto de reverencia. Había más de cristo en esa mujer entregada de lo que hubiera creído posible en un ser humano, y ante tanto amor y lealtad no podía acuciar. Las palabras de tristeza y despedida fueron sumarias, y James, cuyos ojos azules estaban empañados, apenas vio al enjuto ayudante clínico mientras la puerta de la calle se abría para él. Pero cuando se cerró de un portazo tras él, escucho aquel reír que helaba la sangre y que había llegado a reconocer tan bien, y supo que era Surama estaba allí, Surama, a quien Georgina había llamado el genio maléfico de su hermano. Alejándose con el paso firme, decidió estar vigilante y obrar a la primera señal de dificultades.
III.
Mientras tanto, en San Francisco, la epidemia seguía en boca de todos, sazonada con sentimientos anti-Clarendon. Los casos fuera de la prisión eran muy pocos y circunscritos casi exclusivamente a mexicanos empobrecidos, cuya falta de higiene era una abierta invitación a dolencias de todo tipo; pero los políticos y la gente no necesitaba más para confirmar los ataques vertidos por los enemigos del doctor. Viendo a Dalton inamovible en su respaldo a Clarendon, los descontentos, los médicos demagogos y los arribistas volvieron su atención hacia los legisladores del estado, alineándose anticlarendonistas con viejos enemigos del gobernador, y con gran astucia, se dispusieron a aprobar una ley que posibilitando el veto de la mayoría transfiriese la autoridad de los nombramientos institucionales desde el jefe ejecutivo a los distintos ministerios o comisiones afectadas. En la promoción de está medida nadie fue más activo que el jefe asistente de Clarendon, el doctor Jones. Celoso desde un principio de su superior, veía ahora la oportunidad de volver las cosas a su favor y agradecía al destino la circunstancia responsable, desde luego, de su actual posición de su relación con el presidente de la junta de prisiones. La nueva ley, sí era aprobada, podría ciertamente permitir el cese de Clarendon y el ascenso de él mismo en su lugar; así, consciente de su interés, trabajo duramente en su pro. Jones era todo lo contrario de Clarendon… un político natural y un oportunista sicofante que servía a su propia promoción ante todo y sólo incidentalmente a la ciencia. Era pobre y ávido de posición remunerada, en contraste con el sabio adinerado e independiente al que trataba de desplazar. Así, con persistencia y astucia de rata, trabajó para socavar la posición del gran biólogo que era su superior, y un día fue recompensado con la noticia que la ley había sido aprobada. Desde ese momento, el gobernador carecía de poder para realizar nombramientos a las instituciones del estado, y la dirección médica de San Quintín quedaba a disposición de la junta de prisiones.
Clarendon era totalmente ajeno a todo este tumulto legal. Completamente ocupado por asuntos de administración e investigación, era ciego a la traición de “ese asno de Jones” que trabajaba a su lado, y sordo a todos los rumores de la oficina del alcaide. Nunca en su vida había leído periódicos, y la expulsión de Dalton de su casa cortó el último lazo real con el mundo de los sucesos exteriores. Con el candor de un recluso, no se planteó en ningún momento que su puesto estuviera en peligro. En vista de la lealtad de Dalton, y de su perdón de los mayores errores, como demostró con su trató al viejo Clarendon, que había empujado a su padre a la muerte en la bolsa de cambios, la posibilidad de un cese por parte del gobernador estaba, por supuesto, descartada; la ignorancia en materia política del doctor no podía prever un repentino cambio de poder que pudiera poner el asunto del mantenimiento o destitución en manos muy diferentes. Así, simplemente sonrío con satisfacción cuando Dalton partió hacia Sacramento, convencido que su puesto en San Quintín y el lugar de su hermana en el gobierno de la casa estaban completamente a salvo de disgustos. Estaba acostumbrado a obtener cuanto quería, y fantaseaba con que su suerte le amparaba siempre. La primera semana de marzo, poco después de la aprobación de la nueva ley, el presidente de la junta de prisiones visitó San Quintín. Clarendon estaba ausente, pero el doctor Jones se felicitó de mostrar al augusto visitante incidentalmente, tío suyo la gran enfermería, incluido el pabellón de febriles, afamado gracias a la prensa y el pánico. Ya convertido, a regañadientes, a la creencia de Clarendon sobre que la fiebre no era contagiosa, Jones sonrío asegurándole a inspeccionar detalladamente a los pacientes… especialmente a un espantoso esqueleto, otrora un verdadero gigante de constitución y energías que, según insinuó, agonizaba lenta y dolorosamente porque Clarendon no le administraba su medicina.
-¿Quieres decir grito el presidente que el doctor Clarendon rehúsa dar a este hombre lo que necesita, sabiendo que su vida puede ser salvada?
-Exactamente saltó el doctor Jones, interrumpiéndose cuando la puerta se abrió para dar paso al mismísimo Clarendon. Clarendon cabeceó fríamente a Jones y escrutó al visitante, a quien no conocía, con desaprobación. Doctor Jones, creo que sabe que este paciente no debe ser molestado en ningún caso. ¿No le he dicho que los visitantes no deben ser admitidos excepto mediante permiso especial?
-Pero el presidente le interrumpió antes que su sobrino pudiera presentarle.
-Discúlpeme, doctor Clarendon, pero ¿creo entender que usted rehúsa dar a este hombre la medicina que podría salvarle? Ésa, señor es una pregunta impertinente.
-Soy la autoridad aquí, y los visitantes no están permitidos. Por favor, abandone ahora mismo la habitación. El presidente, con su sentido dramático secretamente picado, respondió con más pompa y altisonancia de lo necesario.
-¡Me confunde, señor! Soy yo, y no usted, la autoridad aquí. Se dirige usted al presidente de la junta de prisiones. Además, debo decir que considero sus actividades como una amenaza para el bienestar de los presos y debo solicitar su cese. A partir de ahora, el doctor Jones se hará cargo, y si usted desea permanecer aquí hasta su cese oficial recibirá órdenes de él. Era el gran momento de Wilfred Jones. La vida no le había brindado ningún triunfo parecido y no debemos censurarle. Después de todo, era más un mediocre que un villano, y sólo obedecía el código de los mediocres, cuidando ante todo de sí mismo. Clarendon guardó silencio, observando a su interlocutor como si lo considerase loco, hasta que, en un instante, la expresión triunfante en el rostro del doctor Jones le convenció que, en efecto, algo importante se tramaba. Fue heladamente cortés al replicar. No dudo que usted sea quien dice ser, señor. Pero, afortunadamente, mi nombramiento proviene del gobernador del estado y, por tanto, sólo éste puede revocarlo. El presidente y su sobrino se miraron perplejos, sin percatarse de hasta dónde podía llegar la ignorancia de los asuntos mundanos.
Luego, el más viejo, haciéndose cargo de la situación, se explicó ampliamente.
-De haber encontrado que los reportajes le trataban injustamente concluyó, habría demorado la acción; pero el caso es que este pobre hombre y la arrogancia de usted no me dejan opción. Por tanto…
Pero el doctor Clarendon le interrumpió con voz aún más afilada. Por tanto, actualmente soy el director, y le conmino a que abandone esta sala inmediatamente.
-El presidente enrojeció, explotando. Mire usted, señor, ¿con quién cree que está hablando? Tendré que expulsarlo… ¡maldito impertinente! Pero apenas tuvo tiempo para acabar la frase. Transformado por el insulto en una repentina máquina de odio, el frágil científico lanzó ambos puños en una explosión de fuerza insólita, su puntería no le fue a la zaga; ningún campeón del cuadrilátero lo hubiera hecho mejor. Ambos hombres el presidente y el doctor Jones fueron alcanzados de lleno, uno en pleno rostro y el otro en el mentón.
Se derrumbaron como árboles abatidos y quedaron inmóviles e inconscientes en el suelo; mientras, Clarendon, de nuevo sereno y dueño de sí mismo, tomó su sombrero y bastón y se reunió con Surama en la lancha. Sólo al aposentarse en el móvil bote dio rienda suelta a la terrible rabia que le consumía. Entonces, con rostro demudado, profirió imprecaciones contra las estrellas y los abismos más allá de ellas; tanto que incluso Surama se estremeció, trazando un antiguo signo que ningún libro de historia consigna y olvidándose de reír entre dientes.
IV.
Georgina calmó las penas de su hermano lo mejor que pudo. Había física y mentalmente exhausto y se había abalanzado hacia la biblioteca; en esa lóbrega estancia, poco a poco, la fiel hermana supo de las increíbles noticias. Sus consuelos fueron tiernos e inmediatos, y ella le hizo comprender cuán vasto, aunque inconsciente, tributo a su grandeza llegaban a ser los ataques, persuasiones y destitución. Él había tratado de cultivar la indiferencia a la que ella le instaba, y podría haberlo logrado de estar implicada tan sólo su dignidad personal. Pero la pérdida de la oportunidad científica era más de lo podía soportar con calma, y suspiró una y otra vez mientras repetía que 3 meses más de estudio en la prisión podrían haberle dado, por fin, el agente ansiado durante tanto tiempo y que habría convertido todas las fiebres en cosa del pasado. Enseguida, Georgina buscó otra forma de animarle, y le habló que seguramente la junta de prisiones volvería a reclamarle si la fiebre no remitía o si se expandía con fuerza creciente. Pero hasta esto fue inútil, y Clarendon respondió con una sarta de frases amargas, irónicas y medio insensatas, cuyo tono mostraban muy a las claras cuán profunda era la desesperación y el resentimiento que le animaban. ¿Remitir? ¿Expandirse de nuevo? ¡Claro que remitirá! O, al menos, eso pensarán ellos. Pensarán cualquier cosa, ¡no importa lo que suceda! Los ojos ignorantes no ven nada, y los chapuceros nunca son descubridores. La ciencia nunca muestra su rostro de esa manera. ¡Y se llaman médicos! ¡Y lo mejor de todo es que ese asno de Jones está al mando! Acabando con esta repentina chanza, comenzó a reír de una forma tan demoníaca que Georgina sintió escalofríos. Los días que siguieron fueron realmente lúgubres en la mansión Clarendon. La depresión, completa y absoluta, se había adueñado del alma habitualmente incansable del médico, al extremo de rehusar alimentarse de no haberle obligado Georgina. Su gran cuaderno de observaciones reposaba cerrado sobre la mesa de la biblioteca, y su pequeña jeringa dorada de suero antifebril un inteligente dispositivo de su propiedad, con un depósito unido a un ancho anillo de oro y un mecanismo de presión de diseño propio descansaba ocioso en un pequeño estuche de cuero junto a aquél. El vigor, la ambición y los deseos de estudio y observación parecían haber muerto para él y no recababa informes sobre la clínica, donde centenares de cultivos de gérmenes, en sus alineadas ampollas, esperan su atención.
Los incontables animales reservados para los experimentos jugaban, bulliciosos y bien alimentados, al resplandor de la temprana primavera, y mientras Georgina sintió arropada por un extraño e incongruente sentido de felicidad. Sabía, empero, cuán trágicamente efímera podía ser esa dicha, dado que la reanudación del trabajo pronto haría de esas pequeñas criaturas involuntarios mártires de la ciencia. Sabiéndolo, vislumbró una especie de elemento compensador en la inactividad de su hermano, y le animó a guardar aquel descanso que tanto necesitaba. Los 8 sirvientes tibetanos se afanaban silenciosamente, y Georgina comprendió que el reposo del amo no alteraría la rutina hogareña. Con el estudio y las grandes ambiciones yaciendo dormidas y amortiguadas de indiferencia, Clarendon se sentía contento de recibir de Georgina el trato de un niño. Aceptaba sus cuidados maternales con una sonrisa blanda y triste, obedeciendo siempre su sinfín de órdenes y preceptos. Una especie de débil y pensativa felicidad alcanzó al lánguido hogar, donde la única nota discordante procedía de Surama. Era realmente un miserable y, a menudo, escrutaba con ojos sombríos y resentidos la risueña serenidad del rostro de Georgina. Su única distracción había consistido en el alboroto de los experimentos, y había perdido la rutina de asir a los animales sentenciados, llevárselos a la clínica entre sus férreas garras y observarlos, con su turbia mirada y su maldita risa entre dientes, mientras caían gradualmente en el coma final con ojos desorbitados e inyectados de sangre. Y la hinchada lengua colgando de la boca cubierta de espuma.
Ahora parecía abocado a la descripción ante el espectáculo de las despreocupadas criaturas en sus jaulas, y frecuentemente acudía hasta Clarendon para preguntarle sí tenía alguna orden. Encontrando al doctor apático y renuente a comenzar el trabajo, se alejaba murmurando entre dientes y lanzando miradas airadas a todos lados, escurriéndose con paso felino hasta sus aposentos del sótano, donde su voz, a veces, parecía elevarse en profundos y amortiguados ritmos de blasfema extrañeza, dotados con una desagradable sugerencia de ritual. Todo esto afectaba los nervios de Georgina, aunque no tanto como la prolongada lasitud de su hermano. Le alarmaba la duración de aquel estado y poco a poco perdió el aire de alegría colmada que tanto irritaba al ayudante clínico. Diestra ella misma en medicina, descubrió que la condición del doctor era altamente insatisfactoria desde el punto de vista de un alienista, y ahora temió tanto por su ausencia de interés y actividad como antes lo había hecho ante su ardor fanático y sobrecarga de estudios. ¿Estaba aquella prolongada melancolía a punto de convertir al otrora brillante intelectual en un completo idiota? Entonces, a finales de mayo, llegó el brusco cambio. Georgina siempre recordaba los menores detalles accesorios; minucias tan triviales como la caja recibida por Surama el día anterior, matasellada en Argelia y que emitía un olor apestoso, y la terrible y repentina tormenta, muy rara en California, que desencadenó la noche en que Surama entonaba sus rituales, tras su trancada puerta de los sótanos, con una voz honda y monocorde más alta e intensa de lo habitual.
Era un día soleado, y había estado recogiendo flores del jardín para el comedor. Volviendo a la casa, descubrió a su hermano en la biblioteca, vestido y sentado ante la mesa, consultando alternativamente los apuntes de su grueso cuaderno de notas y haciendo nuevas entradas con energéticos trazos de pluma. Estaba alerta y vital, y había un elasticidad satisfecha en sus movimientos al volver una página o tomar un libro del extremo de la gran mesa. Encantada y aliviada, Georgina se apresuró a depositar sus flores en el comedor y volver, pero cuando llegó a la biblioteca descubrió que su hermano se había ido. Sabía, por supuesto, que debía estar trabajando en la clínica y se regocijó al pensar que su antigua mentalidad y propósitos habían recobrado su lugar. Comprendiendo que no debería retrasar la colación por él, comió sola y apartó una porción para calentar, previendo un regreso intempestivo. Pero él no volvió. Estaba recuperando el tiempo perdido y aún permanecía en la gran clínica pesadamente entarimada cuando ella fue a dar un paseo por la rosaleda. Mientras deambulaba entre las fragantes flores, vio a Surama en busca de animales para la prueba. Deseó poder notarle menos porque siempre le hacía estremecerse, pero el temor había agudizado sus ojos y oídos en todo lo tocante a él. Siempre recorría el patio sin sombrero, y la total calvicie de su cabeza acentuaba de forma horrible la apariencia de esqueleto. Escuchó una débil risa mientras él arrancaba a un pequeño mono de su jaula adosada al muro y lo llevaba hacia la clínica, con espantosa angustia. La visión la enfermó y dio por concluido su paseo. Su alma más íntima se rebelaba ante el ascendiente que aquella criatura había alcanzado sobre su hermano y reflexionó amargamente acerca que amo y criado casi habían intercambiado sus papeles. La noche se cerró sin que Clarendon volviese a la casa, y Georgina resolvió que estaba absorto en una de sus interminables sesiones, en las que perdía totalmente la noción del tiempo. Aborrecía retirarse sin una charla acerca de su brusca recuperación; pero, finalmente, sintiendo que sería inútil esperarle, escribió una nota cariñosa y la depositó ante su silla de la mesa de la librería; luego se fue directamente a la cama. No estaba totalmente dormida cuando escuchó abrir y cerrar la puerta exterior. ¡La sesión no había, después de todo, ocupado la noche entera! Decidida a comprobar que su hermano hacía una colación antes de retirarse, se levantó, cubriéndose con una bata, y bajó a la biblioteca, deteniéndose al escuchar voces más allá de la puerta entreabierta. Clarendon y Surama deliberaban, y decidió aguardar a que el ayudante clínico se marchara. Surama, no obstante, no mostró inclinación parecía indicar concentración y prometía dilatarse. Georgina, a pesar de no tener intención de escuchar, no pudo menos que oír frases sueltas, y terminó captando un sentido siniestro que la espantó enormemente, aunque sin llegar a descifrarlo completamente. La voz de su hermano, nerviosa, incisiva, le llamó la atención por su inquietante insistencia.
-De todas formas decía, carecemos de suficientes animales para otro día, y tú sabes cuán duro es conseguir una partida decente sin demasiado revuelo.
-Me parece estúpido gastar tanto esfuerzo con esa morralla, cuando los especimenes humanos pueden obtenerse con sólo un poco de precaución adicional.
Georgina tembló ante las posibles implicaciones, y se aferró al perchero del salón para no derrumbarse. Surama replicaba con su tono profundo y hueco que parecía reverberar con la maldad de millares de planetas. Aguanta, aguanta… ¡que niño eres, con tanta premura e impaciencia! ¡Apresuras las cosas!
-Cuando hayas vivido tanto como yo, una vida entera te parecerá como una hora, ¡no te irritarás por un día, una hora o un mes! Vas muy rápido. Te sobran especimenes en las cajas para una semana entera si vas a un ritmo razonable.
-Puedes incluso comenzar con el material antiguo si quieres estar seguro de no agotarlo. ¡No importan mis prisas! La réplica brotó afilada. Tengo mis propios métodos. No quiero usar nuestro material si puedo evitarlo, porque los prefiero como están ahora. Y harías mejor en ser cuidadoso con ellos de todas formas… ya conoces los cuchillos que gastan esos perros taimados.
La risita profunda de Surama se alzó. No te preocupes por eso. Los brutos comen, ¿no? Bueno, te puedo suministrar una cada vez que lo necesites. Pero ve lento… desaparecido el chico, son sólo 8 y, ahora que has perdido San Quintín, será difícil conseguir nuevos ejemplares al por mayor. Te recomendaría comenzar con Tsanpo… es el menos útil para ti y…
Pero esto fue todo cuanto escuchó Georgina. Traspasada por un terrible espanto ante lo que esa conversación implicaba, estuvo a punto de desplomarse y apenas fue capaz de arrastrarse por la escaleras y llegar a su habitación. ¿Qué planeaba el maligno monstruo de Surama? ¿Adónde llevaba a su hermano? ¿Qué sucesos monstruosos subyacían bajo aquellas crípticas frases? Un centenar de fantasmas de oscuridad y amenaza bailaban ante sus ojos, y se lanzó sobre el lecho sin esperanzas de conciliar el sueño. Un pensamiento resaltaba sobre los demás con prominencia diabólica, y ella casi aulló mientras se abría paso en su cerebro con renovada fuerza. Entonces la Naturaleza, más misericordiosa de lo que ella esperaba, intervino por fin. Cerrando sus ojos en un desmayo mortal, no despertó hasta la mañana, ni ninguna nueva pesadilla se añadió al espanto de las estremecedoras palabras que había captado. Con el resplandor de la mañana llegó una disminución de la tensión. Los sucesos nocturnos, cuando uno está cansado, suelen entenderse de forma distorsionada, y Georgina vio que su cerebro había adornado con extraños tintes los retazos de conversación médica común. Suponer a su hermano único hijo de la gentil Frances Schuyler Clarendon culpable de salvajes sacrificios en nombre de la ciencia sería una injusticia para su sangre, y resolvió omitir toda mención a su excursión escaleras abajo, para evitar que Alfred se burlara de sus fantasías. Cuando llegó a la mesa del desayuno, descubrió que Clarendon ya se había marchado y se apenó de no haber tenido oportunidad, ni siquiera en esa segunda mañana, de felicitarlo por su renovada actividad. Tomando sosegadamente el desayuno servido por la anciana Margarita, la cocinera mexicana sorda como una tapia, procedió a leer los periódicos matutinos, sentándose a bordar junto a la ventana de la sala de estar que daba al gran patio.
Había un silencio total, y pudo ver que la última de las jaulas de animales había sido desocupada. La ciencia estaba servida, y unos detritos eran cuanto restaban de las que fueran hermosas y vivaces criaturillas. Esa matanza siempre la había apenado, aunque nunca se había quejado al entender que era en bien de la humanidad. Ser la hermana de un científico, gustaba de decirse, equivalía a ser hermana de un soldado que mataba para salvar a sus compatriotas del enemigo. Tras el almuerzo, Georgina retomó su sitio junto a la ventana, y se había afanado cosiendo por algún tiempo hasta que un disparo en el patio la hizo mirar alarmada. Allí, no lejos de la clínica, vio la execrable figura de Surama con un revolver en la mano y su rostro cadavérico retorcido con extraña expresión, mientras se reía entre dientes de una atemorizada figura ataviada de seda negra que empuñaba un largo cuchillo tibetano. Era el sirviente Tsanpo, y al reconocer el arrugado rostro recordó lo horriblemente alterada que se vio la noche anterior. El sol centellaba en la pulida hoja y repentinamente, el revólver de Surama tronó una vez más. El cuchillo cayó de la mano del mongol, y Surama contempló con avidez a su aturdida presa. Entonces Tsanpo, evaluando rápidamente su mano ilesa y el caído cuchillo, saltó ágilmente apartándose del furtivo ayudante clínico que se aproximaba e intentó alcanzar la casa. Surama, no obstante, fue más rápido y le apresó de un solo brinco, asiendo su hombro y casi aplastándoselo. Por un instante, el tibetano trató de defenderse, pero Surama lo alzó por el pescuezo como a un animal, arrastrándole hacía la clínica. Georgina le escucho reír y mofarse del hombre en su propia lengua, y vio el rostro amarillo de la víctima contorsionado y convulso de terror. Repentinamente, comprendió contra su voluntad lo que ocurría, un gran horror se adueñó de ella y se desvaneció por segunda vez en 24 horas. Cuando recobró el conocimiento, la luz dorada del atardecer tardío se derramaba en la estancia.
Georgina, recogiendo su neceser y los materiales desparramados, se sumió en un mar de dudas, para terminar convenciéndose que la escena que había contemplado había sido trágicamente real. Sus peores miedos eran, pues, horribles verdades. Sobre qué hacer, nada en su experiencia podía aconsejarla, y se sintió vagamente agradecida por la ausencia de su hermano. Debía hablarle, pero no en ese instante. No debía hablar con nadie en aquél momento. Y especulando escalofriada sobre los monstruosos sucesos más allá de las enrejadas ventanas de la clínica, se arrastró hacia la cama para sufrir una larga noche de insomnio angustiado. Levantándose ojerosa al día siguiente, Georgina vio al doctor por primera vez desde que se recobrara. Se afanaba preocupado, deambulando entre su casa y la clínica, prestando poca atención a todo cuanto no formase parte de su trabajo. No había lugar para la temida conversación, y Clarendon no se percató del aspecto desaliñado y ademanes titubeantes de su hermana. Por la tarde, ella le escuchó en la biblioteca hablando consigo mismo en un estilo inusual para él, y sintió que se encontraba bajo una gran presión que podía provocar su vuelta a la apatía. Acudiendo a la estancia, intentó calmarle sin hacer referencia a temas penosos, y le obligó a tomar una taza de caldo. Finalmente, inquirió amablemente sobre sus preocupaciones y esperó con ansiedad su respuesta, deseando escuchar que el maltrato de Surama al pobre tibetano le había horrorizado y escandalizado. Al responder, hubo una nota de displicencia en su voz.
-¿Qué me preocupa? Buen Dios, Georgina, ¿Qué no? ¡Mira en las jaulas antes de volver a preguntar! Vacías… exhaustas… no nos queda ni un maldito espécimen, y tenemos una serie de los más importantes cultivos bacterianos incubándose en sus tubos ¡para nada, sin una sola onza de provecho! Días de trabajo perdidos… el mismo programa detenido… ¡es para volver loco a un hombre! ¿Cómo puedo hacer nada si no puedo disponer de ejemplares decentes?
Georgina frunció el ceño.
-Creo que deberías reposar un rato, Al, querido.
Él se apartó. -¿Descansar? ¡Ésta sí que es buena! ¡Condenadamente buena! ¿Qué otra cosa he hecho sino reposar y vegetar y mirar al vacío durante los últimos cincuenta, ciento o millar de años? Justo cuando se abren las nubes, ando corto de material… ¡Y entonces debo detenerme de nuevo para babear como un tonto! ¡Dios! Y mientras, algún ladrón furtivo probablemente trabaja con mis notas, preparándose para arrebatarme los méritos de mi propio esfuerzo. Perderé por un pelo… algún imbécil con especímenes adecuados se llevará la recompensa, ¡cuando una semana más con medios semiadecuados me harían ver todo de color de rosa! Su voz se alzo quejumbrosamente, con una nota de tensión mental que no gustó nada a Georgina. Respondió suavemente, aunque no tanto como para insinuar que trataba de calmar a un desequilibrado.
-Pero te estás matando con tantas preocupaciones y tensión, y si mueres, ¿cómo vas a terminar tu trabajo? Él respondió con una sonrisa que rozaba la burla.
-Supongo que en una semana o un mes es todo cuanto necesito no serán suficientes para acabar conmigo, y no importa demasiado lo que me suceda a mí, ni a nadie. Es a la ciencia a lo que debe atenderse… ciencia… la austera causa del humano conocimiento. Soy como los monos, los pájaros, las cobayas… un engranaje de la maquinaria, diseñado en función del conjunto. Ellos deben morir… yo debo morir… ¿Qué importa? ¿No vale la causa que servimos eso y aún más? Georgina suspiró. Por un instante se preguntó si, después de todo, aquella incesante carnicería tenía algún valor. Pero. ¿Estás completamente seguro que tu descubrimiento será tan beneficioso para la humanidad que justifica esos sacrificios? Los ojos de Clarendon centellaron peligrosamente. ¡Humanidad!
-¿Qué demonios es la humanidad? ¡La ciencia! ¡Imbéciles! ¡Tan sólo una suma de individuos! La humanidad es para los predicadores, para quienes significa fe ciega. La humanidad es para los ricos depredadores que la consideran en términos de dólares y centavos. La humanidad es para los políticos que la ven como poder colectivo utilizable en su beneficio. ¿Qué es la humanidad? ¡Nada! ¡A Dios gracias, esa tosca ilusión no perdura! Un hombre hecho y derecho se inclina ante la verdad… el conocimiento… la ciencia… la luz… el apartar del velo y el retroceso de las sombras. ¡Conocimiento, el Juggernaut! Hay muerte en nuestro ritual. Debemos matar… diseccionar… destruir… todo en nombre del descubrimiento…. El culto de la luz inefable. La diosa Ciencia así lo demanda. Probamos venenos inciertos para matar. ¿Cuántos más? No hay que pensar en uno… sólo el conocimiento… los efectos deben ser conocidos.
Su voz se apagó en una especie de agotamiento temporal, y Georgina se estremeció ligeramente. ¡Eso es horrible, Alf! ¡No debes pensar así! Clarendon cacareó sardónicamente, de una forma que provocó una curiosa y repugnante asociación en la mente de su hermana. ¿Horrible? ¿Piensas que lo que yo digo es horrible? ¡Tendrías que oír a Surama! Te lo digo, los sacerdotes de la Atlántida sabían cosas que te harían caer muerta de miedo con sólo oír una fracción. ¡El conocimiento era saber hace 100,000 años, cuando nuestros ancestros se arrastraban por Asia como semimonos sin habla! Supieron algo de esto en la región de Hoggar… sobre eso quedan rumores en las mesetas más apartadas del Tíbet… y una vez oí a un anciano, en China, hablando sobre Yog-Sothoth…
Empalideció y trazó en el aire un curioso signo con el índice tendido. Georgina se sintió verdaderamente alarmada, pero se serenó cuando su discurso tomó formas menos fantásticas.
-Sí, puede ser horrible, pero también es glorioso. La Búsqueda del Conocimiento, me refiero. En verdad, no hay viles sentimientos conectados con esto. ¿No mata la naturaleza, constantemente y sin remordimientos, y acaso alguien, aparte de los necios, se espanta ante ese conflicto? Las muertes son necesarias. Son la gloria de la ciencia. Aprendemos algo de ellas, y no podemos cambiar aprendizaje por sentimientos. ¡Escucha a los sentimentales vociferando en contra de la vacunación. Temen que mate a los niños. ¿Bueno, y qué si así es? ¿De qué otra forma podemos descubrir las leyes de la dolencia en cuestión?
-Como hermana de un científico, debieras saber algo mejor que hablar de sentimientos.
-¡Debieras ayudarme en mi trabajo en vez de ponerle trabas!
-Pero Al -protestó Georgina-. No tengo la menor intención de entorpecer tu trabajo. ¿No he tratado siempre de ayudarte tanto como podía? Supongo que soy ignorante y no puedo hacer gran cosa, pero al menos estoy orgullosa de ti, por mí y por la familia, y siempre he tratado de allanar tu camino. Tú mismo me lo has dicho muchas veces. Clarendon la escruto con agudeza. Cierto dijo bruscamente, levantándose y encaminándose a la puerta. Tienes razón. Siempre has tratado de ayudarme lo mejor que has podido. Y quizás tengas nuevas ocasiones de hacerlo. Georgina, viéndole desaparecer por la puerta frontal, le siguió hasta el patio. Algo más allá una linterna resplandecía entre los árboles, y cuando se aproximaron vieron a Surama inclinado sobre un gran bulto tendido en el suelo. Clarendon, acercándose, se precipitó sobre él lanzando un grito.
Era Dick, el gran San Bernardo, y yacía inmóvil con ojos enrojecidos y lengua colgante. ¡Esta enfermo, Al! gritó ella. ¡Rápido, haz algo! El doctor miró a Surama, que había roto a hablar en una lengua desconocida para Georgina. Llévalo a la clínica ordenó. Me temo que Dick tiene la fiebre. Surama cogió al perro como lo había hecho con el pobre Tsanpo el día anterior y lo transportó silenciosamente al edificio cercano a la alameda. Ya no reía entre dientes, pero observaba a Clarendon con lo que parecía verdadera ansiedad. Casi le parecía a Georgina que Surama pedía al doctor que salvará a la mascota. Clarendon, sin embargo, no hizo ademán de seguirle, sino que permaneció inmóvil durante un momento y luego volvió lentamente hacia la casa. Georgina, atónita ante tal desinterés, se lanzó a una encendida súplica a favor de Dick, pero no sirvió de nada. Sin prestar la menor atención a sus ruegos, se dirigió directamente a la librería y comenzó a leer en un antiquísimo libro que yacía boca abajo en la mesa. Ella puso su mano en su hombro cuando se sentó, pero él no habló ni volvió la cabeza. Se limitó a seguir leyendo, y Georgina, observando curiosa sobre su hombro, se preguntó en qué extraño alfabeto estaría escrito aquel tomo con refuerzos de bronce. Sentada a solas en la oscuridad del cavernoso locutorio, más allá del salón, Georgina tomó una decisión un cuarto de hora más tarde. Algo estaba terriblemente mal el qué y hasta dónde, ella apenas osaba preguntárselo a sí misma y era tiempo de llamar a una fuerza mayor en su ayuda. Por supuesto, debía ser James. Era poderoso y capaz, y su simpatía y afecto sabrían qué hacer. Él había conocido a Al desde siempre y podía entenderlo. Era ya bastante tarde, pero Georgina había resuelto actuar. Más allá del salón, la luz aún brillaba en la librería y ojeó ansiosamente la puerta mientras tomaba silenciosamente un sombrero y abandonaba la casa. Fuera de la lúgubre mansión y los terrenos prohibidos, había sólo un corto paseo hasta Jackson Street, donde su buena suerte la hizo encontrar un carruaje que la llevó hasta la oficina de telégrafos de la Western Union. Allí escribió cuidadosamente un mensaje para James Dalton en Sacramento, rogándole que acudiera rápidamente a San Francisco por un asunto del máximo interés para todos.
V.
Dalton quedó francamente perplejo ante el repentino mensaje de Georgina. No había tenido noticias de los Clarendon desde aquella tormentosa tarde de febrero, cuando Alfred le había vetado el acceso a su hogar, y, a cambio, él se había abstenido voluntariamente de toda comunicación, incluso cuando hubiera deseado expresar simpatía por el sumario cese del doctor en su cargo. Había trabajado duro para frustrar a los políticos y conservar el poder de nombramiento, y se había sentido amargamente dolido al observar el cese de un hombre que, a pesar de su reciente distanciamiento, todavía representaba para él el supremo ideal de competencia científica. Ahora, con aquella nota claramente asustada ante él, no pudo imaginarse qué sucedía. Sabía, con todo, que Georgina no era de las que perdían la cabeza o despertaban innecesarias alarmas, de ahí que no se demorara, tomando la ruta terrestre que dejaba Sacramento antes de una hora, llegando enseguida a su club y reclamando noticias de Georgina a través de un mensajero que estaba en la ciudad a su servicio personal. Mientras tanto, las cosas habían estado clamadas en la casa Clarendon, a pesar que el doctor continuaba taciturnamente empeñado en su total negativa a comunicar el estado del perro. Las sombras de maldad parecían omnipresentes y espesas, pero, por el momento todo era un remanso. Georgina se sintió aliviada al recibir el mensaje de Dalton y saber que estaba al alcance de la mano, contestándole que sólo le llamaría en caso que la necesidad apremiara. En mitad de tanta tensión, se manifestaba algún débil elemento de compresión, y Georgina al fin decidió que era la ausencia de los enjutos tibetanos, cuyos movimientos furtivos y sinuosos y turbador aspecto exótico siempre la habían intimado.
Se habían desvanecido todos de repente, y la vieja Margarita, la única sirviente visible en la casa, le dijo que estaban ayudando a su amo y a Surama en la clínica. La siguiente mañana el 28 de mayo, digno de ser recordado amaneció oscura y encapotada, y Georgina sintió debilitarse la precaria calma. No vio a su hermano, pero supo que estaba en la clínica enfrascado en su trabajo a pesar de la falta de especimenes que tanto le pesaba. Se preguntó sobre el destino de Tsanpo, y sobre si habría sido realmente sometido a una peligrosa inoculación, pero debió reconocer que se preguntaba mucho más por Dick. Anhelaba saber si Surama había hecho algo por el fiel perro, a pesar de la extraña indeferencia de su amo. La aparente solicitud de Surama en la noche del ataque de Dick; hasta que por fin sus nervios alterados, encontrando en este detalle una especie de resumen simbólico de todo el horror que se cernía sobre la casa, no pudieron aguantar por más tiempo la incertidumbre. Hasta ese momento había siempre respetado el imperioso deseo de Alfred que nadie se aproximase o molestase la clínica. Pero, mientras la fatídica tarde avanzaba, su resolución de romper la barrera crecía y crecía. Finalmente, puso cara de determinación y cruzó el patio, entrando en el abierto vestíbulo de la prohibida estructura con la firme intención de descubrir qué sucedía con el perro, así como el motivo del secretismo de su hermanó. La puerta interior, como de costumbre, estaba cerrada con llave, y tras ella escuchó voces enzarzadas en una acalorada polémica. Cuando sus golpes no obtuvieron respuesta, hizo entrechocar el pomo tan estrepitosamente como le fue posible, pero las voces siguieron discutiendo sin dar muestras de atención. Pertenecían, por supuesto, a Surama y a su hermano, y mientras estaba allí tratando de llamar la atención, no pudo evitar captar algo de su conversación. Por segunda vez, el destino le había hecho escuchar a hurtadillas, y de nuevo el asunto que oyó pareció gravar su equilibrio mental y su aguante nervioso hasta sus últimos límites. Alfred y Surama disputaban con creciente violencia, y el motivo de su charla bastaba para colmar sus peores temores y confirmar las aprensiones más serias. Georgina tembló mientras la voz de su hermano alcanzaba peligrosas cotas de tensión fanática. Tú, maldito… ¡menudo eres para pedirme prudencia y moderación!
-¡Quien comenzó todo esto, de todas formas! ¿Tenía yo idea de tus malditos dioses-demonios y del antiguo mundo? ¿Había yo pensado alguna vez en mi vida en tus condenados espacios detrás de las estrellas y tu caos reptante Nyarlathotep? Era un científico corriente, maldito seas, hasta que fui tan necio como para sacarte de las cuevas con tus diabólicos secretos atlantes. ¡Me azuzaste y ahora pretendes refrenarme! Holgazaneando sin hacer nada y diciéndome que vaya más lento, cuando sabes muy bien que no hay nada que hacer sin conseguir material. Sabes condenadamente bien que desconozco cómo hacer eso, mientras que tú debías ser ducho en ellos antes que la tierra fuera hecha. Eso te gusta, maldito cuerpo ambulante, ¡comenzar algo que no puedes acabar!
La maligna risita de Surama se alzó. Estás mal de la cabeza, Clarendon. Ése es el único motivo por el que te dejo despotricar cuando puedo mandarte al infierno en 3 minutos. Lo bastante es bastante y tienes material de sobra para cualquier novato en tu lugar. ¡Tienes cuanto he podido darte, de todas formas!
-Pero estás obsesionado con este asunto… valiente vulgaridad, vaya locura sacrificar la mascota de tu pobre hermana ¡cuando podías haberlo evitado! No puedes mirar a nada viviente sin pensar en clavarle esa jeringa dorada. No…
Dick tuvo que seguir el camino de aquel chico mexicano… el mismo que Tsanpo y los otros 7… ¡el mismo que todos los animales! ¡Vaya discípulo! Nunca te relajas… has perdido los nervios. Esto te ha desbordado y te domina. Estoy hartándote de ti, Clarendon. Pensé que tenías madera, pero no ha sido así. Va siendo hora que me busque otro. ¡Me temo que tendrás que largarte! En la agitada respuesta del doctor había miedo e ira ¡Ten cuidado, tú…! Existen poderes que contrarrestan a los tuyos. ¡No fui a China para nada, y hay cosas en el Azif de Alhared que no se conocían en la Atlántida! Estamos metidos en asuntos peligrosos, pero no pienses que conoces todos mis recursos. ¿Qué hay de la Némesis de Llama? Hablé en Yemen con un anciano que Había vuelto vivo del Desierto Carmesí… había visto Irem, la ciudad de los Pilares, y había adorado los santuarios subterráneos de Nug y Yeb… ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! Sobre el aullido de Clarendon se impuso la profunda risotada del ayudante clínico.
-¡Calla, imbécil! ¿Crees que esas grotescas insensateces tienen algún poder sobre mí? Palabras y fórmulas… palabras y fórmulas… ¿Qué son para quien conoce la sustancia oculta tras ellas? Ahora estamos en una esfera material, sujetos a leyes materiales. Tienes tu fiebre, yo tengo mi revólver. ¡No habrá más especimenes ni más fiebre mientras te tenga frente a mí y con este revólver entre ambos!
Esto fue cuanto pudo escuchar Georgina. Sintió tambalearse sus sentidos y se bamboleó por el vestíbulo buscando inspirar el aire exterior. Vio que la crisis había estallado por fin y que la ayuda debía llegar rápidamente si se deseaba salvar a su hermano de los desconocidos abismos de locura y misterio. Reuniendo sus energías de reserva, consiguió llegar a la casa e introducirse en la librería, donde garrapateó una precipitada nota para que Margarita la llevara a James Dalton. Cuando la anciana hubo partido, Georgina tuvo las fuerzas justas para alcanzar el diván y sumirse débilmente en una especie de semiestupor. Allí permaneció durante lo que parecieron años, consciente sólo del fantástico avance de los contraluces, desde las esquinas bajas de la gran y tenebrosa estancia cubierta por un millar de sombrías formas de terror que desfilaban como una procesión fantasmal y simbólica a través de su torturado y turbado cerebro. El crepúsculo se resolvió en la oscuridad, y el presagio continuaba. Entonces, unos pasos firmes sonaron en el salón, y escuchó cómo alguien entraba en la habitación y encendía una cerilla. Su corazón casi detuvo su latido cuando las lámparas de gas de los candeleros comenzaron a lucir una tras otra, pero entonces vio que el recién llegado era su hermano. Aliviada hasta el fondo de su corazón que continuara vivo, lanzó un involuntario suspiro, largo, profundo y trémulo, y cayó en una especie de desmayo. Al sonido de este suspiro, Clarendon se volvió alarmado hacia el diván y fue indescriptiblemente golpeado por la vista de la pálida e inconsciente forma de su hermana allí. Su rostro tenía una cualidad cadavérica que le espantó hasta lo más profundo de su espíritu, y se arrodilló a su lado, consciente de lo que su fallecimiento podía significar para él. Tras largo tiempo sin ejercer, inmerso en su incesante búsqueda de la verdad, había perdido el instinto médico de los primeros auxilios y sólo pudo llamarla por su nombre y frotar sus muñecas mecánicamente, mientras el miedo y la pena le embargaban. Pensó entonces en el agua, y corrió al comedor buscando una jarra. Tanteando en una oscuridad que parecía albergar vagos terrores, tardó algún tiempo en encontrar lo que buscaba, pero al fin la agarró con mano temblorosa y se apresuró a volver, derramando el frío líquido en el rostro de Georgina. El método fue rústico pero efectivo. Ella se agitó, suspiró nuevamente, y al fin abrió los ojos. ¡Estás viva! grito el, y acercó su mejilla contra la de ella mientras ésta golpeaba maternalmente su cabeza. Casi estaba contenta de su desmayo, porque las circunstancias parecían haberse llevado al extraño Alfred y devuelto a su hermano junto a ella. Se incorporó lentamente y trató de tranquilizarle. Estoy bien, Alf. Sólo dame un vaso de agua. Es un pecado gastarla de esa forma… ¡por no decir que has estropeado mis encajes! ¿Es esa forma de comportarte cada vez que tu hermana se echa un sueño? ¡No pienses que voy a enfermar, no tengo tiempo para tales memeces! Los ojos de Alfred demostraron que su parlamento fresco y lleno de sentido común habían hecho su efecto. Su pánico fraternal se disolvió en un instante y, en su lugar, su rostro cobró una expresión vaga y calculadora, como si alguna posibilidad maravillosa acabara de ocurrírsele. Mientras ella miraba, solapadas oleadas de cálculo y astucia pasaban fugazmente por su rostro: ella comenzó a estar menos y menos segura de que su modo de calmarle hubiera sido el adecuado y, antes que él hablara, ya estaba temblando ante algo que no pudo definir. Un agudo instinto médico le insinuó que el momento de cordura había pasado y estaba de nuevo ante su casual mención de buena salud. ¿Qué estaba pensando? ¿A qué antinaturales extremos estaba a punto de abocarle su pasión? ¿Cuál era el especial significado de su pura sangre y su intachable estado orgánico? Ninguno de esos recelos, sin embargo, turbaron a Georgina más de un segundo, y encontró natural e inocente que los firmes dedos de su hermano le tomaran el pulso. Tienes algo de fiebre, Georgia dijo con voz precisa y elaboradamente contenida, mientras miraba profesionalmente a sus ojos. No, tonterías, estoy bien replicó ella ¡Se podría creer que estás a la caza de pacientes con fiebre sólo para sacar a relucir tu descubrimiento!
¡Sería poético, no obstante, si hicieras tu prueba y demostración final curando a tu propia hermana!
Clarendon se sobresaltó violenta y culpablemente. ¿Había sospechado ella sus designios? Había musitado algo él en voz alta? La escrutó, viendo que no tenía idea de la verdad. Ella sonrío dulce y distraídamente. Enseguida, él tomo un pequeño estuche de cuero ovalado de su bolsillo, y sacando una jeringuilla dorada, comenzó a manipularlo pensativamente, pulsando especulativamente, adelante y atrás, el émbolo por el vacío cilindro. Me pregunto comenzó con suave énfasis si estarías realmente dispuesta a ayudar a la ciencia en… algo así… ¿si hubiera necesidad? ¿Tendrás la devoción de ofrecerte para la causa de la medicina, como la hija de Jefte, si supieras que significa la absoluta perfección y culminación de mi trabajo? Georgina, captando un extraordinario e inconfundible fulgor en los ojos de su hermano, supo por fin que sus peores miedos eran ciertos. No había nada que hacer excepto aguardar los azares de la fortuna y rogar por que Margarita hubiera encontrado a James Dalton en su club. Pareces cansado, querido Al dijo amablemente ¿Por qué no tomas un poco de morfina y duermes un poco del sueño que tanto necesitas?
Él replicó con una especie de astuta habilidad. Sí, tienes razón. ¡Estoy agotado, y tú también! Ambos necesitamos un buen sueño. Morfina es lo apropiado… espera, llenaré la jeringa y tomaremos los 2 una dosis apropiada. Jugueteando todavía con la jeringuilla vacía, salió suavemente de la habitación. Georgina miró a su alrededor con la desventura de la desesperación, los oídos alertas ante cualquier signo de posible ayuda. Pensó escuchar a Margarita en la cocina del sótano y se levantó para tocar la campanilla, en un intento de conocer el destino de su mensaje. La vieja sirvienta respondió enseguida a su llamada y contestó que había entregado el mensaje en el club hacia horas. El gobernador Dalton estaba fuera, pero el oficinista había prometido entregar la nota en el mismo momento de su llegada. Margarita renqueó escaleras abajo, y Clarendon aún no regresaba. ¿Qué estaba haciendo? ¿Qué maquinaba? Había escuchado el portazo de la puerta exterior, por eso sabía que debía estar en la clínica.
¿Había olvidado su primera intención con la errática mente de la locura? La incertidumbre crecía casi intolerablemente, y Georgina tuvo que mantener apretados los labios para evitar gritar. Fue la campanilla de la puerta, sonando simultáneamente en la clínica y la casa, lo que acabó quebrando la tensión. Escuchó los pasos felinos de Surama en el paseo mientras dejaba la clínica para responder, y entonces, con un suspiro casi histérico de alivio, escuchó la entonación firme y familiar de Dalton discutiendo con el siniestro ayudante. Levantándose, corrió a su encuentro cuando él asomó por el umbral de la librería y durante un instante no se pronunciaron palabras, mientras él besaba su mano con su estilo galante de la vieja escuela. Luego, Georgina prorrumpió en un torrente de apresuradas explicaciones, contando cuando había sucedido, lo visto y escuchado por casualidad, y todo cuanto había temido y sospechado. Dalton escuchó grave y comprensivamente, la perplejidad del principio dando paso al asombro, la simpatía y la resolución. El mensaje, entregado a un ayudante descuidado, se había visto un poco demorado y había llegado a su destinatario en mitad de una acalorada discusión de salón sobre Clarendon. Uno de los socios, el doctor MacNeil, había mostrado una publicación médica con un artículo bien calculado para molestar al científico, y Dalton acababa de pedirle el periódico para una futura consulta, cuando el mensaje le fue por fin entregado. Abandonando su plan, a medio formar, de confiarse al doctor MacNeil respecto a Alfred, reclamó sombrero y bastón, y, sin demorar un instante, tomó un coche hacia el hogar de los Clarendon. Surama, pensó, pareció alarmado al reconocerle, aunque se había carcajeado en la forma habitual mientras se volvía a grandes zancadas y las risitas de Surama aquella noche ominosa, pues nunca volvería a ver aquella criatura antinatural. Mientras el reidor entraba en el vestíbulo de la clínica, sus profundos y guturales gorgoteos parecieron mezclarse con un bajo retumbar del trueno en el lejano horizonte. Cuando Dalton hubo escuchado cuanto Georgina tenía que decir y supo que Alfred debía volver en cualquier instante con una dosis hipodérmica de morfina, decidió que sería mejor hablar con el doctor a solas. Recomendando a Georgina retirarse a su habitación y aguardase acontecimientos, deambuló por la lúgubre biblioteca, indagando en los estantes y esperando escuchar las nerviosas pisadas de Clarendon en el camino exterior de la clínica. Las esquinas de la gran estancia estaban en penumbra a pesar de los candeleros, y cuanto más detenidamente observaba Dalton la selección de libros de su amigo, menos le gustaban. No era la habitual colección de un médico normal, biólogo y hombre de cultura general.
Había muchos volúmenes sobre temas dudosos y esotéricos, oscuras especulaciones y rituales de la Edad Media, y misterios extraños y exóticos en alfabetos extranjeros, tanto conocidos como desconocidos. El gran cuaderno de observaciones, sobre la mesa, era igualmente inquietante. La caligrafía tenía un rasgo neurótico, y la naturaleza de las entradas distaban de ser tranquilizadoras. Había largos fragmentos escritos en apretados caracteres griegos, y mientras Dalton recurría a su memoria lingüística para traducirlos tuvo un brusco sobresalto, deseando que su lucha colegial con Jenofonte y Homero hubiera sido más concienzuda. Había algo equivocado algo odiosamente erróneo allí, y el gobernador se arrellanó en la silla junto a la mesa mientras estudiaba más y más detenidamente el bárbaro griego del doctor. Enseguida, escuchó un sonido muy cerca y se sobresaltó nervioso cuando una mano se cerró sobre su hombro. ¿Cuál es, si puedo preguntarlo, el motivo de esta intrusión? Podías haber despachado tu asunto con Surama. Clarendon estaba parado, gélidamente, junto a la silla, con la jeringuilla dorada en la mano. Parecía calmado y racional, y Dalton temió por un instante que Georgina hubiera exagerado su estado. ¿Cómo, por otra parte, podía su enmohecida erudición estar absolutamente segura sobre aquellas anotaciones en griego? El gobernador decidió ser muy cuidadoso en su entrevista, agradeciendo la buena fortuna que había colocado un sustancioso pretexto en el bolsillo de su americana.
Se mantuvo frío y firme cuando se levantó para responder. No creo que te importe remover ciertos asuntos delante de un subalterno, pero pienso que debes ver inmediatamente este artículo. Extrajo la revista que le había dado el doctor MacNeil y se la tendió a Clarendon. En la página 542… puedes ver el encabezado: “La fiebre negra vencida mediante un nuevo suero” Es del doctor Millar de Filadelfia… y piensa haberte adelantado con su cura. Estaban discutiéndolo en el club, y MacNeil consideró su exposición muy convincente. Yo, como lego, no pretendo juzgar, pero pienso que no debes perder una oportunidad de conocer el asunto cuando aún está reciente. Si estás ocupado, bueno, no deseo molestarte… Clarendon le cortó con aspereza.
Voy a poner una inyección a mi hermana… no está demasiado bien… Pero cuando vuelva ya veré qué tiene que decir ese curandero. Conozco a Millar… es un ladrón y un incompetente… y no le creo con tantos sesos como para copiar mis métodos por lo poco que ha visto de ellos. Una súbita inspiración advirtió a Dalton que Georgina no debía recibir esa inyección. Había algo siniestro en ello. Según había dicho, Alfred había pasado demasiado tiempo preparándola, demasiado para lo que se tarda en disolver una tableta de morfina. Decidió distraer a su huésped tanto como le fuera posible y comprobar sus intenciones de forma más o menos disimulada. Siento que Georgina no esté bien.
¿Estás seguro que la inyección la hará bien? ¿No la dañará? Clarendon se sobresaltó espasmódicamente, mostrando que había acertado. ¿Dañarla? gritó. ¡No seas absurdo! Sabes que Georgina debe tener perfecta salud la mejor, digo para servir a la ciencia como un Clarendon debe servir. Ella, al menos, aprecia el hecho de ser mi hermana. Considera que ningún sacrificio es demasiado grande en mi servicio. Es una sacerdotisa de la verdad y el descubrimiento, como yo soy un sacerdote. Se detuvo en su estridente perorata, con los ojos desorbitados y algo falto de aliento. Dalton pudo ver que su atención se había desviado momentáneamente. Pero déjame ver qué tiene que decir ese maldito charlatán continuó. Si piensa que su retórica seudo-médica puede engañar a un doctor de verdad, ¡es incluso más tonto de lo que yo pensaba! Clarendon encontró nerviosamente la página correcta y comenzó a leer mientras permanecía en pie, asiendo la jeringuilla. Dalton se preguntó acerca de cuáles serían los hechos reales. MacNeil. Le había asegurado que el autor era un patólogo del más alto nivel y que, a despecho de los errores que el artículo pudiera contener, la mente que había detrás era poderosa, erudita y absolutamente honorable y sincera. Observando al doctor mientras leía, Dalton vio palidecer progresivamente el rostro afilado y barbudo. Los grandes ojos centellaron, y las páginas crujieron bajo la presa de los largos y delgados dedos. El sudor brotó de la alta y marfileña frente, allí donde el pelo comenzaba a ralear, y el lector se derrumbó boqueando en la silla que su visitante había dejado vacante mientras él devoraba el texto. Entonces resonó un salvaje grito, como el de una bestia acosada, y Clarendon se derrumbó sobre la mesa con sus brazos tendidos barriendo los libros y papeles, mientras su conciencia se oscurecía como la llama de una vela azotada por el viento. Dalton, lanzándose a auxiliar a su abatido amigo, alzó el delgado cuerpo y lo recostó contra la silla. Viendo la jarra en el suelo, cerca del diván, vertió un poco de agua en la contorsionada faz, y fue recompensado con la lenta apertura de los grandes ojos. Eran ojos cuerdos ahora profundos y Dalton se sobrecogió ante la presencia de una tragedia cuyas últimas profundidades no deseaba, ni osaba, indagar. La hipodérmica dorada permanecía en la delgada mano izquierda, y Clarendon, lanzando una honda y repentina inspiración, abrió los dedos y estudió el brillante objeto que centellaba en la palma. Entonces habló lentamente… con la indescriptible tristeza de la absoluta y total desesperación. Gracias, Jimmy. Ya estoy bastante mejor. Pero hay mucho que hacer. Me has preguntado hace un momento si esta inyección de morfina dañaría a Georgia. Ahora puedo decirte que no. Giró un pequeño tornillo de la jeringuilla y apoyó un dedo en el émbolo, al tiempo que pellizcaba la piel de su propio cuello. Dalton gritó alarmado mientras un rápido movimiento de su mano derecha inyectaba el contenido del cilindro en la cresta de carne oprimida.
»Buen Dios, Al, ¿Qué has hecho? Clarendon sonrío amablemente… una que denotaba paz y resignación, totalmente diferente de la sardónica mueca de pasadas semanas. Debes saberlo, Jimmy, si aún conservas el buen juicio que te hizo gobernador. Debes haber visto lo suficiente de mis notas en griego, cuando estábamos en Columbia, supongo que no te habrás perdido mucho. Todo cuanto puedo decirte es que es la verdad. James, no quiero exculparme, pero la verdad es que fue Surama quien me metió en esto. No puedo decirte quién o qué es, porque ni yo mismo estoy completamente seguro, y lo que sé es algo que nadie cuerdo debe conocer; sin embargo, puedo decirte que no lo considero un ser humano en el pleno sentido de la palabra, y que no estoy seguro de si está vivo al como nosotros entendemos esa palabra. Crees que estoy desvariando. Quisiera que fuese así, pero todo este espantoso asunto es condenadamente real. Vine a la vida con una mente e ideas fijas. Buscaba liberar al mundo de la fiebre. Ensayé y fallé… y, ante Dios, que deseo haber sido lo suficientemente honrado para reconocer que había de fracasar. No te dejes engañar por mi vieja palabrería sobre la ciencia, James… ¡No encontré ninguna antitoxina y nunca estuve siquiera cerca de conseguirlo! ¡No me mires como atontado, viejo camarada! Un político veterano como tú debe haber visto ya multitud de falsarios desenmascarados. Como te digo, nunca conseguí el principio de una cura para la fiebre. Pero mis estudios me habían llevado a sitios extraños, y fue entonces cuando mi condenada suerte me hizo escuchar las historias de gentes aún más extrañas. James, si aprecias alguna vez alguien, dile que se aparte de los lugares antiguos y perdidos de la tierra. Los viejos remansos son peligrosos… allí hay asuntos que no reportan ningún bien a la salud de la gente. Hablé demasiado con ancianos sacerdotes y místicos, hasta concebir la esperanza de poder lograr mediante el camino oscuro lo que no pude por medios honestos. No te diré qué significa exactamente, pues si lo hiciera sería tan vil como los ancianos sacerdotes que causaron mi ruina. Todo cuanto necesito decir es que tras aprender me estremecí ante el pensamiento de lo que es el mundo y lo que habita. El mundo es condenadamente viejo, James, y órdenes enteros han vivido y muerto antes del alba de nuestra vida orgánica y las eras geológicas conectadas con ella. Es un pensamiento con seres, razas, sabiduría y enfermedades, desarrolladas e idos antes que la primera ameba se agitara en los mares tropicales de los que nos habla la geología.
»He dicho idos, aunque no es del todo correcto. Hubiera sido mejor así, pero no lo fue del todo. En ciertos lugares, las tradiciones se han conservado no puedo decirte cómo y ciertas formas de vida arcaicas se las han arreglado para perdurar a los eones en lugares ocultos. Había cultos, sabes… grupos de sacerdotes malvados en tierras ahora sumergidas por el mar. La Atlántida fue el semillero. Era un sitio terrible. Si el cielo es misericordioso, nadie sacará ese horror de las profundidades. Había una colonia, empero, que no se sumergió, y cuando alguien gana la confianza de uno de los sacerdotes tuaregs de África, puede contarle historias acerca de ello… relatos emparentados con los susurros que puedes escuchar entre los lamas enloquecidos y los escurridizos conductores de yacs en las secretas mesetas de Asia. Yo había oído todos los cuentos vulgares y los rumores, cuando topé con el más grande. Qué era, nunca debes saberlo… pues concierne a alguien y a algo que había caído desde una obscena antigüedad y podía ser revivido de nuevo o parecer vivo de nuevo mediante ciertos procesos que no eran demasiados claros para quien me los confió. Ahora, James, a pesar de mi confesión sobre la fiebre, sabes que no soy mal médico. Me afané duro con la medicina, y aprendí tanto como el que más… puede que un poco más porque, allá abajo, en el país de Hoggar, hice algo que ningún sacerdote había sido capaz. Me guiaron con los ojos vendados hasta un lugar que había sido sellado durante generaciones… y regresé con Surama. ¡Tranquilo, James! Sé lo que quieres decirme. ¿Cómo sabe todo lo que sabe? ¿Por qué habla ingles, o cualquier otro idioma, sin acento?… ¿Por qué me acompañó?… y todo eso. No puedo explicártelo todo, pero sí puedo decirte que recibe ideas, imágenes e impresiones de algo aparte de su cerebro y sentidos. Tenía una utilidad para mí y mi ciencia. Me contó cosas y abrió mis perspectivas. Me enseñó a adorar a los antiguos, primordiales y hoscos dioses, y trazó un camino con un terrible destino que no me atrevo a insinuarte. No me obligues, James… ¡Es por el bien de tu cordura y la del mundo! La criatura está más allá de todas las ataduras. Está en comunión con las estrellas y todas las fuerzas de la Naturaleza. No creas que sigo loco, James… ¡Te juro que no es así! He vislumbrado demasiado para dudar. Me dio nuevos placeres que eran formas de adoración paleogénicas, y el mayor de ellos fue la fiebre negra.
»Dios, James. ¿No acabas de comprender el asunto? ¿Sigues pensando que la fiebre negra procede del Tíbet y que aprendí sobre ella allí? ¡Usa el cerebro, hombre! ¡Mira este artículo de Miller! Ha encontrado una antitoxina básica que terminará con la fiebre en los próximos 50 años, cuando otros hombres aprendan cómo modificarla en formas diferentes. Ha abierto el suelo de mi juventud bajo mis pies haciendo lo que yo había empeñado mi vida en hacer quitando el viento a las velas de todos cuantos sueños concibiera en alas de la brisa de la ciencia. ¿Te asombras que me arranque de mi locura, haciéndome retornar a los viejos sueños de mi juventud? ¡Demasiado tarde! ¡Demasiado tarde! ¡Pero no demasiado tarde para salvar a otros! Supongo que estoy divagando un poco, viejo amigo. Sabes… la hipodérmica. Te he preguntado cómo no te habías percatado de lo tocante a la fiebre negra. ¿Pero cómo podrías? ¿No afirma Miller haber curado 7 casos con su suero? Un caso de diagnóstico, James. Tan sólo cree que es fiebre negra. Pero puedo leer entre líneas. Aquí, compadre, en la página 551, está la clave de todo el asunto. Vuelve a leerlo. ¿No lo ves? Los casos febriles de la Costa del Pacífico no responden a este suero. Esto le intrigó. No se parecen en nada a cualquier fiebre verdadera que él conozca. ¡Claro, eran mis casos! ¡Esos eran los verdaderos casos de fiebre negra! ¡Y nunca habrá en la tierra una antitoxina que cure la fiebre negra! ¿Cómo lo sé? ¡Porque la fiebre negra no es de este mundo! Es de algún otro sitio, James… y sólo Surama sabe de dónde, porque él la trajo aquí. ¡Él la trajo y la propagó? ¡Ese es el secreto, james! Por eso es por lo que quería el cargo… ¡Esto es todo lo que hice… difundir la fiebre que llevaba en esta jeringuilla dorada y en el mortífero bombín que ves en mi dedo derecho! ¿Ciencia? ¡Un pretexto! ¡Quería matar, matar, y matar! Una simple presión de mi dedo e inoculaba la fiebre negra. Buscaba ver a los seres vivos debatirse y retorcerse, gritar y babear. Una simple presión del émbolo y podía verlos agonizar, y no podía vivir o pensar hasta que había observado plenamente. Por eso es por lo que pinchaba, a todo cuanto veía, con esta maldita aguja hueca. Animales, criminales, niños, criados… y la siguiente hubiera sido… La voz de Clarendon se quebró, y él se hundió perceptiblemente en la silla. Eso… eso, james… era mi vida. Fue Surama… él me enseñó y me guió hasta que no pude parar. Entonces… esto llegó demasiado lejos aun para él. Trató de pararme. Qué ironía… él tratando de parar a alguien en ese sentido! Pero ya tengo mi último espécimen. Ésta es mi última prueba. Buen, sujeto, james… soy saludable… diabólicamente saludable. Maldita ironía, aunque… la locura ha desaparecido. ¡Ya no habrá diversión en contemplar la agonía! No puede ser… no puede. Un violento acceso de fiebre estremeció al médico, y Dalton se lamentó, en medio de su horror y estupefacción, por no poder remediarlo. Cuánto de la historia de Alfred eran meras insensateces y cuánto verdades de pesadilla, eran algo que no podía saber; pero en cualquier caso, sentía que el hombre era una víctima antes que un criminal y, sobre todo, un amigo de la infancia y el hermano de Georgina. Retazos de los viejos días retornaron caleidoscópicamente.
»El pequeño Alf, el patio del Phillips Exeter, el patio de Columbia, la pelea con Tom Cotland, cuando salvó a Alf de una paliza… Tendió a Clarendon sobre el diván, preguntándole amablemente qué debía hacer. Alfred sólo pudo susurrar, rogando perdón por todas las ofensas, y encomendando su hermana al cuidado de su amigo. Tú… tú la… harás feliz boqueó. Se lo merece. ¡Mártir… de un mito! Hazlo por ella, james. ¡No… dejes… que sepa… más de lo que sabe! Su voz descendió a un murmullo y cayó en el estupor. Dalton tocó la campanilla, pero Margarita se había acostado, entonces fue escaleras arriba en busca de Georgina. Ella llegó con paso firme, pero muy pálida. El grito de Alfred la había angustiado, pero confiaba en James. Todavía confiaba en él cuando le mostró el cuerpo inconsciente sobre el diván y le rogó que volviera a su alcoba y permaneciera allí, a despecho de cuando pudiera oír. Él no le deseaba la puntilla del espantoso espectáculo de delirio que estaba cierto de llegar, pero consintió que besara a su hermano como despedida final, mientras él yacía calmo y silencioso, muy similar al chico delicado que una vez fuera. Así lo dejó ella el extraño, lunático genio lector de estrellas que ella había amparado durante tanto tiempo y el retrato que se llevaba era de sumamente caritativo. Dalton se llevaría a la tumba un retrato más severo. Sus temores sobre el delirio no eran infundados, y durante todas las negras horas de la medianoche su fuerza de gigante contuvo las frenéticas contorsiones del enloquecido enfermo. Cuanto escuchó de aquellos hinchados y ennegrecidos labios nunca lo repitió. Jamás fue él mismo desde entonces, sabedor que nadie que escuche tales cosas puede ser del todo el de antes. Por eso, por el bien del mundo, se impuso el silencio y dio gracias a Dios porque su ignorancia de profano sobre ciertos asuntos convirtió muchas de las revelaciones en crípticas y sin sentido. Cerca del amanecer, Clarendon retornó súbitamente a la normalidad y comenzó a hablar con voz firme. James, no te dije lo que debías hacer… con todo. Borra las anotaciones en griego y envía mi cuaderno al doctor Miller. Haz lo mismo con todas las notas que encuentres en los archivos. Él es la máxima autoridad… ese artículo lo prueba. Tu amigo del club estaba en lo cierto.
»Pero, cuanto hay en la clínica debe desaparecer. Todo sin excepción, vivo o muerto o… de otra manera. Todos los males del infierno están en las botellas de los estantes. Quémalas… quémalo todo… si algo escapa, Surama extenderá la muerte negra sobre todo el mundo. ¡Y sobre todo, quema a Surama!… Esa… esa cosa… no debe respirar el mismo aire celestial. Ahora sabes… te lo he dicho… sabes por qué esa clase de ente no debe permitirse sobre la tierra. No puede ser muerto… Surama no es humano… si eres tan piadoso como solías ser, no tendré que instante más. Recuerda el viejo texto… ‘’No permitirás que una bruja viva’’… o algo por el estilo. ¡Quémalo, Jim! ¡No consientas que vuelva a reírse de la tortura de la carne mortal! Te lo digo, ¡Quémalo!… la Némesis de llamas… es lo único que puede dañarlo, james, a no ser que puedas cogerlo dormido y clavar una estaca en su corazón… Mátalo, extírpalo, limpia el universo decente de su corrupción primordial… la corrupción que invoqué desde su sueño inmemorial…
El doctor se había alzado sobre sus codos, y su voz fue, al final un grito agudo. El esfuerzo había sido demasiado, sin embargo, y se sumió bruscamente en un coma tranquilo y profundo. Dalton, descuidado de la fiebre desde que supo que el germen no era contagioso, acomodó los brazos y piernas de Alfred sobre el diván, arropando la frágil forma con un ligero lienzo. Después de todo, ¿no sería este horror, en gran parte, fruto de la exageración y él delirio? ¿No podría el viejo doctor MacNeil ayudarle en este trance? El gobernador luchó por mantenerse despierto, paseando vivamente arriba y abajo por la estancia, pero sus energías estaban demasiado agotadas para tales actos. No pudo resistirse a un instante de descanso en la silla junto a la mesa y se quedó profundamente dormido, a pesar de sus buenas intenciones. Dalton despertó sobresaltado cuando una luz impetuosa relumbró ante sus ojos, y durante un instante pensó que el alba había llegado. Pero no era el amanecer, y mientras se frotaba los pesados parpados vio que era el resplandor de la incendiada clínica en el patio, cuyas sólidas planchas ardían y rugían y lanzaban chispas hacia el cielo en el más espantoso holocausto que jamás concibiera. Era realmente la Némesis de Llamas que Clarendon había deseado, y Dalton sintió que algún extraño combustible debía estar implicado, provocando llamas mucho más vivas de lo que cualquier pino o secuoya pudiera aportar. Observo alarmado el diván, pero Alfred no estaba allí. Alzándose, corrió a llamar a Georgina, pero la encontró en el vestíbulo, levantada por la montaña de fuego viviente. ¡La clínica está ardiendo! Gritó ella. ¿Cómo está Alf? Ha desaparecido… desapareció cuando me dormí repuso Dalton, tendiendo un firme abrazo para sostener a la figura que había comenzado a tambalearse medio inconsciente. Gentilmente, la llevó escaleras arriba hacia su alcoba, prometiéndole buscar inmediatamente a Alfred, pero Georgina sacudió lentamente la cabeza mientras las llamas exteriores lanzaban fulgores salvajes por la ventana en el campo. Debe estar muerto, James… no podía vivir cuerdo, y sabiendo lo que hizo. Le escuché discutiendo con Surama, y supe que iban a ocurrir cosas espantosas. Es mi hermano pero… es mejor así. Su voz había descendido a un susurro. Repentinamente, a través de la ventana abierta, llegó el sonido de una risilla profunda y odiosa, y las llamas de la incendiada clínica tomaron nuevas formas hasta que se asemejaron a indescriptibles, ciclópeas criaturas de pesadilla. James y Georgina se detuvieron expectantes y observaron, conteniendo la respiración, a través de la ventana. Entonces, del cielo llegó un repique atronador, mientras un relámpago bifurcado y deslumbrante golpeaba con terrible puntería en el mismo centro de las ardientes ruinas. La profunda risita cesó, y en su lugar se alzó un frenético gañido ululante, como el de un millar de vampiros y licántropos atormentados. Desapareció con largos y reverberantes ecos, y lentamente las llamas tomaron su apariencia habitual. Los observadores no se movieron, aguardando hasta que la columna de fuego se transformó en rescoldos. Se alegraron que la distancia hubiera retrasado a los bomberos y que el muro hubiera contenido a los curiosos. Lo que había sucedido no era para ojos vulgares, implicaba demasiados secretos del universo oculto para eso. En el pálido amanecer, James habló suavemente a Georgina, que no pudo menos que reclinar su cabeza en su pecho y sollozar. Corazón, ya ha expiado su crimen. Debió iniciar el fuego, tú lo sabes, mientras yo estaba dormido. Me dijo que todo debía arder… la clínica y todo lo que había en ella, incluso Surama. Era la única forma de salvar al mundo de los horrores desconocidos que había desencadenado sobre ella. Él lo sabía, e hizo lo que debía.
»Fue un gran hombre, Georgia. No debemos olvidar eso. Debemos siempre de ayudar a la humanidad, y fue titánico aun en sus pecados. Ya te lo contaré en otra ocasión. Lo que hizo, fuera bueno o malvado, es algo nunca antes visto. Fue el primero y el último en traspasar ciertos velos, e incluso Apolonio de Tiana cede su sitio ante él. Pero no debemos hablar sobre eso. Debemos recordarle como el pequeño Alf que conocemos… el chico que buscaba controlar la medicina y dominar la fiebre.
Durante la tarde, los últimos bomberos inspeccionaron las ruinas, encontrando 2 esqueletos con restos de carne ennegrecida adherida a ellos… sólo 2, gracias a los intactos pozos de cal. Uno era un hombre, el otro es aún sujeto de debate entre los biólogos de la costa. No es exactamente el esqueleto de un mono o un reptil, pero hay perturbadoras sugerencias de líneas evolutivas sobre las que los paleontólogos carecen de pistas. El chamuscado cráneo aunque sumamente extraño, era muy humano, y la gente le recordaba a Surama; pero el resto de los huesos estaban más allá de conjeturas. Sólo ropajes bien cortados podían haber hecho pasar aquel cuerpo por el de un hombre. Pero los huesos humanos pertenecían a Clarendon. Nadie discutía esto, y el mundo entero lamenta la muerte a destiempo del mayor médico de su momento el bacteriólogo cuyo suero antifebril universal podría haber eclipsado la antitoxina del doctor Miller, de haber vivido bastante para perfeccionarla. Muchos de los posteriores éxitos de Miller, inclusive, son atribuibles a las notas legadas por la desventurada víctima de las llamas. De las viejas rivalidades y rencores casi nada pervive, e incluso el doctor Wilfred Jones es conocido por jactarse de su asociación con su difunto jefe.
James Dalton y su esposa Georgina siempre han mantenido reticencias que pueden atribuirse a la modestia y el luto familiar. Publicaron algunas notas como tributo a la memoria del gran hombre, pero nunca han confirmado o desmentido los rumores populares o las insinuaciones sobre los portentos que unos pocos pensadores han podido susurrar. Dalton, probablemente, dio al doctor MacNeil atisbos de la verdad, y esa noble alma carece de secretos para su hijo. Los Dalton han llevado, en general, una vida feliz, puesto que aquella nube de terror yace lejos, en el pasado, y un fuerte amor mutuo ha guardado fresco el mundo para ellos. Pero existen cosas que los perturban ocasionalmente… pequeñeces, sobre las que nadie acierta a explicarse. No pueden aguantar a las personas enjutas o con voz de bajo más allá de ciertos límites, y Georgina Empalidece al escuchar el sonido de una risita gutural. El senador Dalton tiene un horror completo por el ocultismo, los viajes, las hipodérmicas y los alfabetos extraños que es difícil de conjugar, y todavía hay quien le culpa por la destrucción sistemática de la mayor parte de la librería del doctor.
MacNeil, empero, parece hacerse cargo. Era un hombre sencillo, y musitó una plegaria cuando el último de los extraños libros de Alfred Clarendon se convirtió en cenizas. Nadie que hubiera atisbado el contenido de tales libros hubiera deseado que callara tal plegaria".
H.P. Lovecraft/Adolphe de Castro