"-Sí-dijo el anticuario-, nuestras buenas oportunidades son de varias
clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso percibo
un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son
honrados-y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más
fuerza las facciones del visitante-, y en ese caso-continuó-recojo el
beneficio debido a mi integridad.
Markheim acababa de entrar,
procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado
aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda.
Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a
cerrar los ojos y a torcer la cabeza.
El anticuario rió entre dientes.
-Viene
usted a verme el día de Navidad-continuó-, cuando sabe que estoy solo
en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer
negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello;
también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo
debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la
extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de
discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es
capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.
El anticuario
rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual
para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:
-¿Puede
usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder
el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un
coleccionista excepcional, desde luego!
Y el anticuario, un
hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de
puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la
cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la
mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de
horror.
-Esta vez-dijo-está usted equivocado. No vengo a vender
sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de mi tío
sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque estuviera
intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría más bien a ampliarlo.
El motivo de mi visita es bien sencillo. Busco un regalo de Navidad
para una dama-continuó, creciendo en elocuencia al enlazar con la
justificación que traía preparada-; y tengo que presentar mis excusas
por molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me
descuidé y esta noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como
sabe usted perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que
no debe despreciarse.
A esto siguió una pausa, durante la cual el
anticuario pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El
tic-tac de muchos relojes entre los curiosos muebles de la tienda, y el
rumor de los cabriolés en la cercana calle principal, llenaron el
silencioso intervalo.
-De acuerdo, señor-dijo el anticuario-,
como usted diga. Después de todo es usted un viejo cliente; y si, como
dice, tiene la oportunidad de hacer un buen matrimonio, no seré yo quien
le ponga obstáculos. Aquí hay algo muy adecuado para una
dama-continuó-; este espejo de mano, del siglo XV, garantizado; también
procede de una buena colección, pero me reservo el nombre por discreción
hacia mi cliente, que como usted, mi querido señor, era el sobrino y
único heredero de un notable coleccionista.
El anticuario,
mientras seguía hablando con voz fría y sarcástica, se detuvo para coger
un objeto; y, mientras lo hacia, Markheim sufrió un sobresalto, una
repentina crispación de muchas pasiones tumultuosas que se abrieron
camino hasta su rostro. Pero su turbación desapareció tan rápidamente
como se había producido, sin dejar otro rastro que un leve temblor en la
mano que recibía el espejo.
-Un espejo -dijo con voz ronca;
luego hizo una pausa y repitió la palabra con más claridad-. ¿Un espejo?
¿Para Navidad? Usted bromea.
-¿Y por qué no? -exclamó el anticuario-. ¿Por qué un espejo no?
Markheim lo contemplaba con una expresión indefinible.
-¿Y
usted me pregunta por qué no?-dijo-. Basta con que mire aquí..., mírese
en él... ¡Véase usted mismo! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! A mí tampoco me
gusta... ni a ningún hombre.
El hombrecillo se había echado para
atrás cuando Markheim le puso el espejo delante de manera tan repentina;
pero al descubrir que no había ningún otro motivo de alarma, rió de
nuevo entre dientes.
-La madre naturaleza no debe de haber sido muy liberal con su futura esposa, señor-dijo el anticuario.
-Le
pido-replicó Markheim-un regalo de Navidad y me da usted esto: un
maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras... ¡una conciencia
de mano! ¿Era ésa su intención? ¿Pensaba usted en algo concreto?
Dígamelo. Será mejor que lo haga. Vamos, hábleme de usted. Voy a
arriesgarme a hacer la suposición de que en secreto es usted un hombre
muy caritativo.
El anticuario examinó detenidamente a su
interlocutor. Resultaba muy extraño, porque Markheim no daba la
impresión de estar riéndose; había en su rostro algo así como un ansioso
chispazo de esperanza, pero ni el menor asomo de hilaridad.
-¿A qué se refiere? -preguntó el anticuario.
-¿No
es caritativo? -replicó el otro sombríamente-. Sin caridad; impío; sin
escrúpulos; no quiere a nadie y nadie le quiere; una mano para coger el
dinero y una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Santo cielo,
buen hombre! ¿Es eso todo?
-Voy a decirle lo que es en
realidad-empezó el anticuario, con voz cortante, que acabó de nuevo con
una risa entre dientes-. Ya veo que se trata de un matrimonio de amor, y
que ha estado usted bebiendo a la salud de su dama.
-¡Ah! -exclamó Markheim, con extraña curiosidad-. ¿Ha estado usted enamorado? Hábleme de ello.
-Yo
-exclamó el anticuario-, ¿enamorado? Nunca he tenido tiempo? ni lo
tengo ahora para oír todas estas tonterías. ¿Va usted a llevarse el
espejo?
-¿Por qué tanta prisa? -replicó Markheim-. Es muy agradable
estar aquí hablando; y la vida es tan breve y tan insegura que no
quisiera apresurarme a agotar ningún placer; no, ni siquiera uno con tan
poca entidad como éste. Es mejor agarrarse, agarrarse a lo poco que
esté a nuestro alcance, como un hombre al borde de un precipicio. Cada
segundo es un precipicio, si se piensa en ello; un precipicio de una
milla de altura; lo suficientemente alto para destruir, si caemos, hasta
nuestra última traza de humanidad. Por eso es mejor que hablemos con
calma. Hablemos de nosotros mismos: ¿por qué tenemos que llevar esta
máscara? Hagámonos confidencias. ¡Quién sabe, hasta es posible que
lleguemos a ser amigos !
-Sólo tengo una cosa que decirle-respondió el anticuario-. ¡Haga usted su compra o váyase de mi tienda!
-Es cierto, es cierto -dijo Markheim-. Ya está bien de bromas. Los negocios son los negocios. Enséñeme alguna otra cosa.
El
anticuario se agachó de nuevo, esta vez para dejar eI espejo en la
estantería, y sus finos cabellos rubios le cubrieron los ojos mientras
lo hacía. Markheim se acercó a él un poco más, con una mano en el
bolsillo de su abrigo; se irguió, llenándose de aire los pulmones; al
mismo tiempo muchas emociones diferentes aparecieron antes en su rostro:
terror y decisión, fascinación y repulsión física; y mediante un
extraño fruncimiento del labio superior, enseñó los dientes.
-Esto,
quizá, resulte adecuado-hizo notar el anticuario; y mientras se
incorporaba, Markheim saltó desde detrás sobre su víctima. La estrecha
daga brilló un momento antes de caer. El anticuario forcejeó como una
gallina, se dio un golpe en la sien con la repisa y luego se desplomó
sobre el suelo como un manojo de trapos.
El tiempo hablaba por un
sinfín de voces apenas audibles en aquella tienda; había otras solemnes
y lentas como correspondía a sus muchos años, y aun algunas
parlanchinas y apresuradas. Todas marcaban los segundos en un intrincado
coro de tic-tacs. Luego, el ruido de los pies de un muchacho, corriendo
pesadamente sobre la acera, irrumpió entre el conjunto de voces,
devolviendo a Markheim la conciencia de lo que tenía alrededor.
Contempló la tienda lleno de pavor. La vela seguía sobre el mostrador, y
su llama se agitaba solemnemente debido a una corriente de aire; y por
aquel movimiento insignificante, la habitación entera se llenaba de
silenciosa agitación, subiendo y bajando como las olas del mar; las
sombras alargadas cabeceaban, las densas manchas de oscuridad se
dilataban y contraían como si respirasen, los rostros de los retratos y
los dioses de porcelana cambiaban y ondulaban como imágenes sobre el
agua. La puerta interior seguía entreabierta y escudriñaba el confuso
montón de sombras con una larga rendija de luz semejante a un índice
extendido. De aquellas aterrorizadas ondulaciones los ojos de Markheim
se volvieron hacia el cuerpo de la víctima, que yacía encogido y
desparramado al mismo tiempo; increíblemente pequeño y, cosa extraña,
más mezquino aún que en vida. Con aquellas pobres ropas de avaro, en
aquella desgarbada actitud, el anticuario yacía como si no fuera más que
un montón de aserrín. Markheim había temido mirarlo y he aquí que no
era nada. Y sin embargo mientras lo contemplaba, aquel montón de ropa
vieja y aquel charco de sangre empezaron a expresarse con voces
elocuentes. Allí tenía que quedarse; no había nadie que hiciera
funcionar aquellas articulaciones o que pudiera dirigir el milagro de su
locomoción: allí tenía que seguir hasta que lo encontraran. Y ¿cuando
lo encontraran? Entonces, su carne muerta lanzaría un grito que
resonaría por toda Inglaterra y llenaría el mundo con los ecos de la
persecución. Muerto o vivo aquello seguía siendo el enemigo. "El tiempo
era el enemigo cuando faltaba la inteligencia", pensó; y la primera
palabra se quedó grabada en su mente. El tiempo, ahora que el crimen
había sido cometido; el tiempo, que había terminado para la víctima, se
había convertido en perentorio y trascendental para el asesino.
Aún
seguía pensando en esto cuando, primero uno y luego otro, con los
ritmos y las voces más variadas-una tan profunda como la campana de una
catedral, otra esbozando con sus notas agudas el preludio de un vals-,
los relojes empezaron a dar las tres. El repentino desatarse de tantas
lenguas en aquella cámara silenciosa le desconcertó. Empezó a ir de un
lado para otro con la vela, acosado por sombras en movimiento,
sobresaltado en lo más vivo por reflejos casuales. En muchos lujosos
espejos, algunos de estilo inglés, otros de Venecia o Amsterdam, vio su
cara repetida una y otra vez, como si se tratara de un ejército de
espías; sus mismos ojos detectaban su presencia; y el sonido de sus
propios pasos, aunque anduviera con cuidado, turbaba la calma
circundante. Y todavía, mientras continuaba llenándose los bolsillos, su
mente le hacía notar con odiosa insistencia los mil defectos de su
plan. Tendría que haber elegido una hora más tranquila; haber preparado
una coartada; no debería haber usado un cuchillo, tendría que haber sido
más cuidadoso y atar y amordazar sólo al anticuario en lugar de
matarlo; o, mejor, ser aún más atrevido y matar también a la criada;
tendría que haberlo hecho todo de manera distinta; intensos
remordimientos, vanos y tediosos esfuerzos de la mente para cambiar lo
incambiable, para planear lo que ya no servía de nada, para ser el
arquitecto del pasado irrevocable. Mientras tanto, y detrás de toda esta
actividad, terrores primitivos, como un escabullirse de ratas en un
ático desierto, llenaban de agitación las más remotas cámaras de su
cerebro; la mano del policía caería pesadamente sobre su hombro y sus
nervios se estremecerían como un pez cogido en el anzuelo; o
presenciaba, en desfile galopante, el arresto, la prisión, la horca y el
negro ataúd.
El terror a los habitantes de la calle bastaba para
que su imaginación los percibiera como un ejército sitiador. Era
imposible, pensó, que algún rumor del forcejeo no hubiera llegado a sus
oídos, despertando su curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas,
adivinaba a sus ocupantes inmóviles, al acecho de cualquier rumor:
personas solitarias, condenadas a pasar la Navidad sin otra compañía que
los recuerdos del pasado, y ahora forzadas a abandonar tan melancólica
tarea; alegres grupos de familiares, repentinamente silenciosos
alrededor de la mesa, la madre aún con un dedo levantado; personas de
distintas categorías, edades y estados de ánimo, pero todos, dentro de
su corazón, curioseando y prestando atención y tejiendo la soga que
habría de ahorcarle. A veces le parecía que no era capaz de moverse con
la suficiente suavidad; el tintineo de las altas copas de Bohemia
parecía un redoblar de campanas; y, alarmado por la intensidad de los
tic-tac, sentía la tentación de parar todos los relojes. Luego, con una
rápida transformación de sus terrores, el mismo silencio de la tienda le
parecía una fuente de peligro, algo capaz de sorprender y asustar a los
que pasaran por la calle; y entonces andaba con más energía y se movía
entre los objetos de la tienda imitando, jactanciosamente, los
movimientos de un hombre ocupado, en el sosiego de su propia casa. Pero
estaba tan dividido entre sus diferentes miedos que, mientras una
porción de su mente seguía alerta y haciendo planes, otra temblaba al
borde de la locura. Una particular alucinación había conseguido tomar
fuerte arraigo. El vecino escuchando con rostro lívido junto a la
ventana, el viandante detenido en la acera por una horrible conjetura,
podían sospechar pero no saber; a través de las paredes de ladrillo y de
las ventanas cerradas sólo pasaban los sonidos. Pero allí, dentro de la
casa, ¿estaba solo? Sabía que sí; había visto salir a la criada en
busca de su novio, humildemente engalanada y con un "voy a pasar el día
fuera" escrito en cada lazo y en cada sonrisa. Sí, estaba solo, por
supuesto; y, sin embargo, en la casa vacía que se alzaba por encima de
él, oía con toda claridad un leve ruido de pasos..., era consciente,
inexplicablemente consciente de una presencia. Efectivamente; su
imaginación era capaz de seguirla por cada habitación y cada rincón de
la casa; a veces era una cosa sin rostro que tenía, sin embargo, ojos
para ver; otras, una sombra de sí mismo; luego la presencia cambiaba,
convirtiéndose en la imagen del anticuario muerto, revivificada por la
astucia y el odio.
A veces, haciendo un gran esfuerzo, miraba
hacia la puerta entreabierta que aún conservaba un extraño poder de
repulsión. La casa era alta, la claraboya pequeña y cubierta de polvo,
el día casi inexistente en razón de la niebla; y la luz que se filtraba
hasta el piso bajo débil en extremo, capaz apenas de iluminar el umbral
de la tienda. Y, sin embargo, en aquella franja de dudosa claridad, ¿no
temblaba una sombra? Repentinamente, desde la calle, un caballero muy
jovial empezó a llamar con su bastón a la puerta de la tienda,
acompañando los golpes con gritos y bromas en las que se hacían
continuas referencias al anticuario llamándolo por su nombre de pila.
Markheim, convertido en estatua de hielo, lanzó una mirada al muerto.
Pero no había nada que temer: seguía tumbado, completamente inmóvil;
había huido a un sitio donde ya no podía escuchar aquellos golpes y
aquellos gritos; se había hundido bajo mares de silencio; y su nombre,
que en otro tiempo fuera capaz de atraer su atención en medio del fragor
de la tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y en seguida el
jovial caballero renunció a llamar y se alejó calle adelante. Aquello
era una clara insinuación de que convenía apresurar lo que faltaba por
hacer; que convenía marcharse de aquel barrio acusador, sumergirse en el
baño de las multitudes londinenses y alcanzar, al final del día, aquel
puerto de salvación y de aparente inocencia que era su cama. Había
aparecido un visitante: en cualquier momento podía aparecer otro y ser
más obstinado. Haber cometido el crimen y no recoger los frutos sería un
fracaso demasiado atroz. La preocupación de Markheim en aquel momento
era el dinero, y como medio para llegar hasta él, las llaves.
Miró
por encima del hombro hacia la puerta entreabierta, donde aún
permanecía la sombra temblorosa; y sin conciencia de ninguna repugnancia
mental pero con un peso en el estómago, Markheim se acercó al cuerpo de
su víctima. Los rasgos humanos característicos habían desaparecido
completamente. Era como un traje relleno a medias de aserrín, con las
extremidades desparramadas y el tronco doblado; y sin embargo conseguía
provocar su repulsión. A pesar de su pequeñez y de su falta de lustre.
Markheim temía que recobrara realidad al tocarlo. Cogió el cuerpo por
los hombros para ponerlo boca arriba. Resultaba extrañamente ligero y
flexible y las extremidades, como si estuvieran rotas, se colocaban en
las más extrañas posturas. El rostro había quedado desprovisto de toda
expresión, pero estaba tan pálido como la cera, y con una mancha de
sangre en la sien. Esta circunstancia resultó muy desagradable para
Markheim. Le hizo volver al pasado de manera instantánea; a cierto día
de feria en una aldea de pescadores, un día gris con una suave brisa; a
una calle llena de gente, al sonido estridente de las trompetas, al
redoblar de los tambores, y a la voz nasal de un cantante de baladas; y a
un muchacho que iba y venía, sepultado bajo la multitud y dividido
entre la curiosidad y el miedo, hasta que, alejándose de la zona más
concurrida, se encontró con una caseta y un gran cartel con diferentes
escenas, atrozmente dibujadas y peor coloreadas: Brownrigg y su
aprendiz; los Mannig con su huésped asesinado; Weare en el momento de su
muerte a manos de Thurtell; y una veintena más de crímenes famosos. Lo
veía con tanta claridad como si fuera un espejismo; Markheim era de
nuevo aquel niño; miraba una vez más, con la misma sensación física de
náusea, aquellas horribles pinturas, todavía estaba atontado por el
redoblar de los tambores. Un compás de la música de aquel día le vino a
la memoria; y ante aquello, por primera vez, se sintió acometido de
escrúpulos, experimentó una sensación de mareo y una repentina debilidad
en las articulaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para resistir y
vencerlas.
Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas
consideraciones que huir de ellas; contemplar con toda fijeza el rostro
muerto y obligar la mente a darse cuenta de la naturaleza e importancia
de su crimen. Hacía tan poco tiempo que aquel rostro había expresado los
más variados sentimientos que aquella boca había hablado, que aquel
cuerpo se había encendido con energías encaminadas hacia una meta; y
ahora, y por obra suya aquel pedazo de vida se había detenido, como el
relojero, interponiendo un dedo, detiene el latir del reloj. Así
razonaba en vano; no conseguía sentir más remordimientos; el mismo
corazón que se había encogido ante las pintadas efigies del crimen,
contemplaba indiferente su realidad. En el mejor de los casos, sentía un
poco de piedad por uno que había poseído en vano todas esas facultades
que pueden hacer del mundo un jardín encantado; uno que nunca había
vivido y que ahora estaba ya muerto. Pero de contrición, nada; ni el más
leve rastro. Con esto, después de apartar de sí aquellas
consideraciones, encontró las llaves y se dirigió hacia la puerta
entreabierta. En el exterior llovía con fuerza; y el ruido del agua
sobre el tejado había roto el silencio. Al igual que una cueva con
goteras, las habitaciones de la casa estaban llenas de un eco incesante
que llenaba los oídos y se mezclaba con el tic-tac de los relojes. Y, a
medida que Markheim se acercaba a la puerta, le pareció oír, en
respuesta a su cauteloso caminar, los pasos de otros pies que se
retiraban escaleras arriba. La sombra todavía palpitaba en el umbral.
Markheim hizo un esfuerzo supremo para dar confianza a sus músculos y
abrió la puerta de par en par.
La débil y neblinosa luz del día
iluminaba apenas el suelo desnudo, las escaleras, la brillante armadura
colocada, alabarda en mano, en un extremo del descansillo, y los
relieves en madera oscura y los cuadros que colgaban de los paneles
amarillos del revestimiento. Era tan fuerte el golpear de la lluvia por
toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a diferenciarse en
muchos sonidos diversos. Pasos y suspiros, el ruido de un regimiento
marchando a lo lejos, el tintineo de monedas al contarlas, el chirriar
de puertas cautelosamente entreabiertas, parecía mezclarse con el
repiqueteo de las gotas sobre la cúpula y con el gorgoteo de los
desagües. La sensación de que no estaba solo creció dentro de él hasta
llevarlo al borde de la locura. Por todos lados se veía acechado y
cercado por aquellas presencias. Las oía moverse en las habitaciones
altas; oía levantarse en la tienda al anticuario; y cuando empezó,
haciendo un gran esfuerzo, a subir las escaleras, sintió pasos que huían
silenciosamente delante de él y otros que le seguían cautelosamente. Si
estuviera sordo, pensó Markheim, ¡qué fácil le sería conservar la
calma! Y en seguida, y escuchando con atención siempre renovada, se
felicitó a sí mismo por aquel sentido infatigable que mantenía alerta a
las avanzadillas y era un fiel centinela encargado de proteger su vida.
Markheim giraba la cabeza continuamente, sus ojos, que parecían
salírsele de las órbitas, exploraban por todas partes, y en todas partes
se veían recompensados a medias con la cola de algún ser innominado que
se desvanecía. Los veinticuatro escalones hasta el primer piso fueron
otras tantas agonías.
En el primer piso las puertas estaban
entornadas; tres puertas como tres emboscadas, haciéndole estremecerse
como si fueran bocas de cañón. Nunca más, pensó podría sentirse
suficientemente protegido contra los observadores ojos de los hombres;
anhelaba estar en su casa, rodeado de paredes, hundido entre las ropas
de la cama, e invisible a todos menos a Dios. Y ante aquel pensamiento
se sorprendió un poco, recordando historias de otros criminales y del
miedo que, según contaban, sentían ante la idea de un vengador
celestial. No sucedía así, al menos, con él. Markheim temía las leyes de
la naturaleza, no fuera que en su indiferente e inmutable proceder,
conservaran alguna prueba concluyente de su crimen. Temía diez veces
más, con un terror supersticioso y abyecto, algún corte en la
continuidad de la experiencia humana, alguna caprichosa ilegalidad de la
naturaleza. El suyo era un juego de habilidad, que dependía de reglas,
que calculaba las consecuencias a partir de una causa; y ¿qué pasaría si
la naturaleza, de la misma manera que el tirano derrotado volcó el
tablero de ajedrez, rompiera el molde de su concatenación? Algo parecido
le había sucedido a Napoleón (al menos eso decían los escritores)
cuando el invierno cambió el momento de su aparición. Lo mismo podía
sucederle a Markheim; las sólidas paredes podían volverse transparentes y
revelar sus acciones como las colmenas de cristal revelan las de las
abejas; las recias tablas podían ceder bajo sus pies como arenas
movedizas, reteniéndolo en su poder; y existían accidentes perfectamente
posibles capaces de destruirlo; así, por ejemplo, la casa podía
derrumbarse y aprisionarlo junto al cuerpo de su víctima; o podía arder
la casa vecina y verse rodeado de bomberos por todas partes. Estas cosas
le inspiraban miedo; y, en cierta manera, a esas cosas se las podía
considerar como la mano de Dios extendida contra el pecado. Pero en
cuanto a Dios mismo, Markheim se sentía tranquilo; la acción cometida
por él era sin duda excepcional, pero también lo eran sus excusas, que
Dios conocía; era en ese tribunal y no entre los hombres, donde estaba
seguro de alcanzar justicia.
Después de llegar sano y salvo a la
sala y de cerrar la puerta tras de sí, Markheim se dio cuenta de que iba
a disfrutar de un descanso después de tantos motivos de alarma. La
habitación estaba completamente desmantelada, sin alfombra por
añadidura, con muebles descabalados y cajas de embalaje esparcidos aquí y
allá; había varios espejos de cuerpo entero, en los que podía verse
desde diferentes ángulos, como un actor sobre un escenario; muchos
cuadros, enmarcados o sin enmarcar, de espaldas contra la pared; un
elegante aparador Sheraton, un armario de marquetería, y una gran cama
antigua, con dosel. Las ventanas se abrían hasta el suelo, pero
afortunadamente la parte inferior de los postigos estaba cerrada, y esto
le ocultaba de los vecinos. Markheim procedió entonces a colocar una de
las cajas de embalaje delante del armario y empezó a buscar entre las
llaves. Era una tarea larga, porque había muchas, y molesta por
añadidura; después de todo, podía no haber nada en el armario y el
tiempo pasaba volando. Pero el ocuparse de una tarea tan concreta sirvió
para que se serenara. Con el rabillo del ojo veía la puerta: de cuando
en cuando miraba hacia ella directamente, de la misma manera que al
comandante de una plaza sitiada le gusta comprobar por sí mismo el buen
estado de sus defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. El ruido de
la lluvia que caía en la calle resultaba perfectamente normal y
agradable En seguida, al otro lado, alguien empezó a arrancar notas de
un piano hasta formar la música de un himno, y las voces de muchos niños
se le unieron para cantar la letra. ¡Qué majestuosa y tranquilizadora
era la melodía! ¡Qué agradables las voces juveniles! Markheim las
escuchó sonriendo, mientras revisaba las llaves; y su mente se llenó de
imágenes e ideas en correspondencia con aquella música; niños camino de
la iglesia mientras resonaba el órgano; niños en el campo, unos
bañándose en el río otros vagabundeando por el prado o haciendo volar
sus cometas por un cielo cubierto de nubes empujadas por el viento; y
después, al cambiar el ritmo de la música, otra vez en la iglesia, con
la somnolencia de los domingos de verano, la voz aguda y un tanto
afectada del párroco (que le hizo sonreír al recordarla), las tumbas del
período jacobino, y el texto de los Diez Mandamientos grabado en el
presbiterio con caracteres ya apenas visibles.
Y mientras estaba
así sentado, distraído y ocupado al mismo tiempo, algo le sobresaltó,
haciéndole ponerse en pie. Tuvo una sensación como de hielo, y luego un
calor insoportable, le pareció que el corazón iba estallarle dentro del
pecho y finalmente se quedó inmóvil, temblando de horror. Alguien subía
la escalera con pasos lentos pero firmes; en seguida una mano se posó
sobre el picaporte, la cerradura emitió un suave chasquido y la puerta
se abrió. El miedo tenía a Markheim atenazado. No sabía qué esperar: si
al muerto redivivo, a los enviados oficiales de la justicia humana, o a
algún testigo casual que, sin saberlo, estaba a punto de entregarlo a la
horca. Pero cuando el rostro que apareció en la abertura recorrió la
habitación con la vista, lo miró, hizo una inclinación de cabeza, sonrió
como si reconociera en él a un amigo, retrocedió de nuevo y cerró la
puerta tras de sí, Markheim fue incapaz de controlar su miedo y dejó
escapar un grito ahogado. Al oírlo, el visitante volvió a entrar.
-¿Me llamaba?-preguntó con gesto cordial; y con esto, introdujo todo el cuerpo en la habitación y cerró de nuevo la puerta.
Markheim
lo contempló con la mayor atención imaginable. Quizá su vista tropezaba
con algún obstáculo, porque la silueta del recién llegado parecía
modificarse y ondular como la de los ídolos de la tienda bajo la luz
vacilante de la vela; a veces le parecía reconocerlo; a veces le daba la
impresión de parecerse a él; y a cada momento, como un peso
intolerable, crecía en su pecho la convicción de que aquel ser no
procedía ni de la tierra ni de Dios. Y sin embargo aquella criatura
tenia un extraño aire de persona corriente mientras miraba a Markheim
sin dejar de sonreír; y después, cuando añadió: "¿Está usted buscando el
dinero, no es cierto?", lo hizo con un tono cortés que nada tenía de
extraordinario. Markheim no contestó.
-Debo advertirle-continuó
el otro-que la criada se ha separado de su novio antes de lo habitual y
que no tardará mucho en estar de vuelta. Si Mr. Markheim fuera
encontrado en esta casa, no necesito describirle las consecuencias.
-¿Me conoce usted?-exclamó el asesino.
El visitante sonrió.
-Hace
mucho que es usted uno de mis preferidos -dijo-; le he venido
observando durante todo este tiempo y he deseado ayudarle con
frecuencia.
-¿Quién es usted?-exclamó Markheim-: ¿el Demonio?
-Lo que yo pueda ser-replicó el otro-no afecta para nada al servicio que me propongo prestarle.
-¡Sí
que lo afecta! -exclamó Markheim-, ¡claro que sí! ¿Ser ayudado por
usted? ¡No, nunca, no por usted! ¡Todavía no me conoce, gracias a Dios,
todavía no!
-Le conozco-replicó el visitante, con tono severo o más bien firme-. Conozco hasta sus más íntimos pensamientos.
-¡Me
conoce!-exclamó Markheim-. ¿Quién puede conocerme? Mi vida no es más
que una parodia y una calumnia contra mí mismo. He vivido para
contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos son mejores
que este disfraz que va creciendo y acaba asfixiándolos. La vida se los
lleva a todos a rastras, como si un grupo de malhechores se hubiera
apoderado de ellos y acallara sus gritos a la fuerza. Si no hubieran
perdido el control..., si se les pudiera ver la cara, serían
completamente diferentes, ¡resplandecerían como héroes y como santos! Yo
soy peor que la mayoría; mi ser auténtico está más oculto; mis razones
sólo las conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo, podría mostrarme
tal como soy.
-¿Ante mí?-preguntó el visitante.
-Sobre todo ante
usted-replicó el asesino-. Le suponía inteligente. Pensaba, puesto que
existe, que resultaría capaz de leer los corazones. Y, sin embargo, ¡se
propone juzgarme por mis actos! Piense en ello; ¡mis actos! Nací y he
vivido en una tierra de gigantes; gigantes que me arrastran, cogido por
las muñecas, desde que salí del vientre de mi madre: los gigantes de las
circunstancias. ¡Y usted va a juzgarme por mis actos! ¿No es capaz de
mirar en mi interior? ¿No comprende que el mal me resulta odioso? ¿No ve
usted cómo la conciencia escribe dentro de mi con caracteres muy
precisos, nunca borrados por sofismas caprichosos, pero sí
frecuentemente desobedecidos? ¿No me reconoce usted como algo
seguramente tan común como la misma humanidad: el pecador que no quiere
serlo?
-Se expresa usted con mucho sentimiento-fue la respuesta-,
pero todo eso no me concierne. Esas razones quedan fuera de mi
competencia, y no me interesan en absoluto los apremios por los que se
ha visto usted arrastrado; tan sólo que le han llevado en la dirección
correcta. Pero el tiempo pasa; la criada se retrasa mirando las gentes
que pasan y los dibujos de las carteleras, pero está cada vez más cerca;
y recuerde, ¡es como si la horca misma caminara hacia usted por las
calles en este día de Navidad! ¿No debería ayudarle, yo que lo sé todo?
¿No debería decirle dónde está el dinero?
-¿A qué precio?-preguntó Markheim.
-Le ofrezco este servicio como regalo de Navidad -contestó el otro.
Markheim no pudo evitar la triste sonrisa de quien alcanza una amarga victoria.
-No
-dijo-; no quiero nada que venga de sus manos; si estuviera muriéndome
de sed, y fuera su mano quien acercara una jarra a mis labios, tendría
el valor de rechazarla. Puede que sea excesivamente crédulo, pero no
haré nada que me ligue voluntariamente al mal.
-No tengo nada en contra de un arrepentimiento en el lecho de muerte-hizo notar el visitante.
-¡Porque no cree usted en su eficacia! exclamó Markheim.
-No
diría yo eso-respondió el otro-; en realidad miro estas cosas desde
otra perspectiva, y cuando la vida llega a su fin, mi interés decae. El
hombre en cuestión ha vivido sirviéndome, extendiendo el odio disfrazado
de religión, o sembrando cizaña en los trigales, como hace usted, a lo
largo de una vida caracterizada por la debilidad frente a los deseos.
Cuando el fin se acerca, sólo puede hacerme un servicio más:
arrepentirse, morir sonriendo, aumentando así la confianza y la
esperanza de los más tímidos entre mis seguidores. No soy un amo
demasiado severo. Haga la prueba. Acepte mi ayuda. Disfrute de la vida
como lo ha hecho hasta ahora; disfrute con mayor amplitud, ponga los
codos sobre la mesa; y cuando empiece a anochecer y se cierren las
cortinas, le digo, para su tranquilidad, que hasta le resultará fácil
llegar a un acuerdo con su conciencia y hacer las paces con Dios.
Regreso ahora mismo de estar junto al lecho de muerte de un hombre así, y
la habitación estaba llena de personas sinceramente apesadumbradas
escuchando sus últimas palabras: y cuando le he mirado a la cara, una
cara que reaccionaba contra la compasión con la dureza del pedernal, he
encontrado en ella una sonrisa de esperanza.
-Entonces, ¿me cree
usted una criatura como ésas? -preguntó Markheim-. ¿Cree usted que no
tengo aspiraciones más generosas que pecar y pecar y pecar, para, en el
último instante, colarme de rondón en el cielo? Mi corazón se rebela
ante semejante idea. ¿Es ésa toda la experiencia que tiene usted de la
humanidad? ¿O es que, como me sorprende usted con las manos en la masa,
se imagina tanta bajeza? ¿O es que el asesinato es un crimen tan impío
que seca por completo la fuente misma del bien?
-El asesinato no
constituye para mí una categoría especial-replicó el otro-. Todos los
pecados son asesinatos, igual que toda vida es guerra. Veo a su raza
como un grupo de marineros hambrientos sobre una balsa, arrebatando las
últimas migajas de las manos más necesitadas y alimentándose cada uno de
las vidas de los demás. Sigo los pecados más allá del momento de su
realización; descubro en todos que la última consecuencia es la muerte; y
desde mi punto de vista, la hermosa doncella que con tan encantadores
modales contraría a su madre con motivo de un baile, no está menos
cubierta de sangre humana que un asesino como usted. ¿He dicho que sigo
los pecados? También me interesan las virtudes; apenas se diferencian de
ellos en el espesor de un cabello: unos y otras son las guadañas que
utiliza el ángel de la Muerte para recoger su cosecha. El mal, para el
cual yo vivo, no consiste en la acción sino en el carácter. El hombre
malvado me es caro; no así el acto malo, cuyos frutos, si pudiéramos
seguirlos suficientemente lejos, en su descenso por la catarata de las
edades, quizá se revelaran como más beneficiosos que los de las virtudes
más excepcionales. Y si yo me ofrezco a facilitar su huída, ello no se
debe a que haya usted asesinado a un anticuario, sino a que es usted
Markheim.
-Voy a abrirle mi corazón-contestó Markheim-. Este crimen
en el que usted me ha sorprendido es el último. En mi camino hacia él he
aprendido muchas lecciones; el crimen mismo es una lección, una lección
de gran importancia. Hasta ahora me he rebelado por las cosas que no
tenía; era un esclavo amarrado a la pobreza, empujado y fustigado por
ella. Existen virtudes robustas capaces de resistir esas tentaciones; no
era ése mi caso: yo tenía sed de placeres. Pero hoy, mediante este
crimen, obtengo riquezas y una advertencia; la posibilidad y la firme
decisión de ser yo mismo. Paso a ser en todo una voluntad libre; empiezo
a verme completamente cambiado; a considerar estas manos agentes del
bien y este corazón, una fuente de paz. Algo vuelve a mí desde el
pasado; algo que soñaba los domingos por la tarde con un fondo de música
de órgano; o que planeaba cuando derramaba lágrimas sobre libros llenos
de nobles ideas, cuando hablaba con mi madre, aún niño inocente. En eso
estriba el sentido de mi vida; he andado errante unos cuantos años,
pero ahora veo una vez más cuál es mi destino.
-Va usted a usar el
dinero en la Bolsa, ¿no es cierto? -observó el visitante-; y, si no
estoy equivocado, ¿no a perdido usted allí anteriormente varios miles?
-Sí-dijo Markheim-; pero esta vez se trata de una jugada segura.
-También perderá esta vez-replicó, calmosamente, el visitante.
-¡Me guardaré la mitad!-exclamó Markheim.
-También la perderá-dijo el otro.
La frente de Markheim empezó a llenarse de gotas de sudor.
-Bien;
si es así, ¿qué importancia tiene? -exclamó-. Digamos que lo pierdo
todo, que me hundo otra vez en la pobreza, ¿será posible que una parte
de mí, la peor, continúe hasta el final pisoteando a la mejor? El mal y
el bien tienen fuerza dentro de mí, empujándome en las dos direcciones.
No quiero sólo una cosa, las quiero todas. Se me ocurren grandes
hazañas, renunciaciones, martirios; y aunque haya incurrido en un delito
como el asesinato, la compasión no es ajena a mis pensamientos. Siento
piedad por los pobres; ¿quién conoce mejor que yo sus tribulaciones? Los
compadezco y los ayudo; valoro el amor y me gusta reír alegremente; no
hay nada bueno ni verdadero sobre la tierra que yo no ame con todo el
corazón. Y ¿han de ser mis vicios quienes únicamente dirijan mi vida,
mientras las virtudes carecen de todo efecto, como si fueran trastos
viejos? No ha de ser así; también el bien es una fuente de actos.
Pero el visitante alzó un dedo.
-Durante
los treinta y seis años que lleva usted vivo -dijo-, durante los cuales
su fortuna ha cambiado muchas veces y también su estado de ánimo, le he
visto caer cada vez más bajo. Hace quince años le hubiera asustado la
idea del robo. Hace tres años la palabra asesinato le hubiera
acobardado. ¿Existe aún algún crimen, alguna crueldad o bajeza ante la
que todavía retroceda?... ¡Dentro de cinco años le sorprenderé
haciéndolo! Su camino va siempre hacia abajo; tan sólo la muerte podrá
detenerlo.
-Es verdad-dijo Markheim con voz ronca-que en cierta
manera me he sometido al mal. Pero lo mismo les sucede a todos; los
mismos santos, por el simple hecho de vivir, se hacen menos delicados,
acomodándose a lo que les rodea.
-Voy a hacerle una pregunta muy
simple-dijo el otro-, y de acuerdo con su respuesta le haré saber cuál
es su horóscopo moral. Ha ido usted haciéndose más laxo en muchas cosas;
posiblemente hace usted bien; y en cualquier caso, lo mismo les sucede a
los demás hombres. Pero, aunque reconozca eso, ¿cree que en algún
aspecto particular, por insignificante que sea, es usted más exigente en
su conducta, o cree más bien que se ha dejado ir en todo?
-¿En algún
aspecto particular?-repitió Markheim, sumido en angustiosa
consideración-. No-añadió después, con desesperanza-, ¡en ninguno! Me he
ido dejando arrastrar en todo.
-Entonces-dijo el visitante-,
confórmese con lo que es, porque nunca cambiará; el papel que representa
usted en esta obra ha sido ya irrevocablemente escrito.
Markheim permaneció callado un buen rato, y de hecho fue el visitante quien rompió primero el silencio.
-Siendo ésa la situación-dijo-, ¿debo mostrarle el dinero?
-¿Y la gracia?-exclamó Markheim.
-¿No
lo ha intentado ya?-replicó el otro-. Hace dos o tres años, ¿no le vi
en una reunión evangelista, y no era su voz la que cantaba los himnos
con más fuerza?
-Es cierto-dijo Markheim-; y veo con claridad en qué
consiste mi deber. Le agradezco estas lecciones con toda mi alma; se me
han abierto los ojos y me veo por fin a mí mismo tal como soy.
En
aquel momento, la nota aguda de la campanilla de la puerta resonó por
toda la casa; y el visitante, como si se tratara de una señal que había
estado esperando, cambió inmediatamente de actitud.
-¡La
criada!-exclamó-. Ha regresado, como ya le había advertido, y ahora
tendrá usted que dar otro paso difícil. Su señor, debe usted decirle,
está enfermo, debe usted hacerla entrar, con expresión tranquila pero
más bien seria: nada de sonrisas, no exagere su papel, ¡y yo le prometo
que tendrá éxito! Una vez que la muchacha esté dentro, con la puerta
cerrada la misma destreza que le ha permitido librarse del anticuario,
le servirá para eliminar este último obstáculo en su camino. A partir de
ese momento tendrá usted toda la tarde, la noche entera, si fuera
necesario, para apoderarse de los tesoros de la casa y ponerse después a
salvo. Se trata de algo que le beneficia aunque se presente con la
máscara del peligro. ¡Levántese! -exclamó-; ¡levántese, amigo mío!; su
vida está oscilando en la balanza: ¡levántese y actúe!
Markheim miró fijamente a su consejero.
-Si
estoy condenado a hacer el mal-dijo-, todavía tengo una salida hacia la
libertad..., puedo dejar de obrar. Si mi vida es una cosa nociva, puedo
sacrificarla. Aunque me halle, como usted bien dice, a merced de la más
pequeña tentación, todavía puedo, con un gesto decidido, ponerme fuera
del alcance de todas. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad;
quizá sea así, de acuerdo. Pero todavía me queda el odio al mal; y de
él, para decepción suya, verá cómo soy capaz de sacar energía y valor.
Los
rasgos del visitante empezaron a sufrir una extraordinaria
transformación; todo su rostro se iluminó y dulcificó con una suave
expresión de triunfo, y, al mismo tiempo, sus facciones fueron
palideciendo y desvaneciéndose. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o
a entender aquella transformación. Abrió la puerta y bajó las escaleras
muy despacio, recapacitando consigo mismo. Su pasado fue desfilando
ante él; lo fue viendo tal como era, desagradable y penoso como un mal
sueño, tan desprovisto de sentido como un homicidio accidental... el
escenario de una derrota. La vida, tal como estaba volviendo a verla, no
le tentaba ya; pero en la orilla más lejana era capaz de distinguir un
refugio tranquilo para su embarcación. Se detuvo en el pasillo y miró
dentro de la tienda, donde la vela ardía aún junto al cadáver. Todo se
había quedado extrañamente silencioso. Allí parado, empezó a pensar en
el anticuario. Y una vez más la campanilla de la puerta estalló en
impaciente clamor.
Markheim se enfrentó a la criada en el umbral de la puerta con algo que casi parecía una sonrisa.
-Será mejor que avise a la policía-dijo-: he matado a su señor".
Robert Louis Stevenson