"Aquella tarde había recibido una invitación de Carnacki. Cuando llegué a su casa, le encontré sentado, solo. Al entrar en la habitación, se levantó con evidentes muestras de afectación y me tendió la mano izquierda. Su rostro presentaba numerosos arañazos y contusiones, y llevaba vendada la otra mano. Estrechó la mía y me ofreció el periódico que estaba leyendo, que rechacé. Entonces me pasó un montón de fotografías y volvió a su lectura. Todo había sucedido en el más puro estilo Carnacki. Sin decir una palabra y sin que yo le hiciese ninguna pregunta. Ya nos lo contaría todo más tarde. Pasé cerca de media hora viendo las fotografías, en su mayoría «instantáneas», de una joven extraordinariamente hermosa. Sin embargo, lo que sorprendía en algunas era ver que esa hermosura se acentuaba por el espanto y el terror que reflejaba su expresión, hasta el punto de que no resultaba difícil creer que hubiera sido fotografiada en presencia de algún peligro inminente y abrumador.
La mayor parte de las fotografías eran de interior y habían sido realizadas en habitaciones y pasillos. En todas ellas salía la joven, ya de cuerpo entero o en primer plano; a veces aparecía en la fotografía poco más de una mano o un brazo, o parte de la cabeza o del vestido. Era evidente que todas las fotos habían sido tomadas con algún propósito definido, que en principio no era el de retratar a la joven, sino su entorno, lo que despertó mi curiosidad como se puede imaginar. Casi a punto de acabar de estudiar aquel montón, me tropecé con algo definitivamente extraordinario. Se trataba de una fotografía de la joven, de pie, tomada de improviso, y perfectamente clara por efecto del gran fogonazo del flash, como podía observarse. Había vuelto ligeramente el rostro, como si de repente algún ruido la hubiese asustado. Exactamente encima de ella, materializada a medias y surgiendo de las sombras, podía verse la forma de una única y enorme pezuña. Examiné aquella fotografía durante largo tiempo, sin llegar a ninguna conclusión, aunque era más que probable que tuviese que ver con alguno de los extraños casos en que se interesaba Carnacki.
Cuando llegaron Jessop, Arkright y Taylor, Carnacki tendió la mano en silencio hacia las fotografías, que yo le devolví de la misma forma. Luego nos fuimos todos a cenar. Cuando llevábamos una hora en la mesa, completamente felices, nos dirigimos hacia nuestros sillones, y tras acomodarnos en ellos Carnacki comenzó a hablar.
—He estado en el Norte —dijo, hablando lenta y dificultosamente, entre dos caladas a su pipa—. A ver a los Hisgins, al este de Lancashire. He estado ocupado en un asunto condenadamente extraño, como estoy seguro de que os parecerá a todos vosotros, queridos compañeros, en cuanto haya terminado de contároslo. Antes de ir hasta allí, había oído algo de la «historia del caballo», como la llamaban; pero jamás se me habría ocurrido suponer que llegaría a tener que ver algo con ella. Como comprenderéis, nunca había pensado seriamente en el asunto..., a pesar de mi máxima de tener siempre la mente bien abierta a todo. ¡Cuan curiosas criaturas somos los humanos! Bueno, pues la cuestión es que recibí un telegrama en el que se me solicitaba una entrevista, lo que vino a decirme que alguien estaba en apuros. A la hora fijada, el viejo capitán Hisgins en persona vino a verme. Me contó la historia del caballo con todo lujo de detalles, algunos nuevos para mí, aunque ya conocía en líneas generales los puntos principales, y sabía que si el primer hijo era chica, esta sería «embrujada» por el Caballo mientras durase su noviazgo.
Como veis, se trata de una historia extraordinaria. Aunque la conociese desde hacía tiempo, nunca había pensado que pudiese ser más que una leyenda de los viejos tiempos, como creo que ya os he dicho. Además, como durante siete generaciones la familia Hisgins sólo había tenido primogénitos varones, ellos mismos habían considerado que la historia no era más que un mito. Pero ahora, para llegar al momento presente, sucede que el primogénito de la familia es una chica. Con mucha frecuencia, amigos y conocidos la han importunado, advirtiéndola en tono de chanza del hecho de que, siendo la primera hija primogénita en siete generaciones, debería mantenerse bastante lejos de sus amigos varones o meterse a monja para escapar al encantamiento. Lo cual nos demuestra que, con el transcurso del tiempo, la historia ha dejado de ser tomada en serio. ¿No os parece?
Hace dos meses, la señorita Hisgins se comprometió con un tal Beaumont, un joven oficial de Marina, y, la misma tarde del día del compromiso, antes de que fuese anunciado formalmente, sucedió una cosa extraordinaria, que impelió al capitán Hisgings a entrevistarse conmigo y a mí mismo a acercarme hasta aquel lugar para echar un vistazo a la Cosa. Tras consultar los antiguos registros y documentos de la familia, que me fueron confiados, descubrí que no había duda posible de que, más de ciento cincuenta años atrás, habían sucedido algunas coincidencias tan extraordinarias como desagradables, por enfocar el asunto de forma emotiva. En el curso de los dos siglos anteriores a aquella fecha, de un total de siete primogénitos en la familia, cinco fueron chicas. Las cinco jóvenes llegaron a la edad de tener novio y no tardaron en comprometerse, pero todas murieron durante el noviazgo: dos se suicidaron, una se cayó por una ventana, a otra se le «rompió el corazón» (posiblemente, el registro quería decir «paro cardiaco», como resultado de algún shock causado por un susto). La quinta fue encontrada muerta una tarde en el parque que rodea la casa; jamás se supo de manera precisa la causa de su muerte, aunque se tuvo la impresión de que podría haber recibido la coz de algún caballo. Cuando la descubrieron ya estaba muerta.
Como veis, todas aquellas muertes —incluso los suicidios— bien podrían haberse atribuido a causas naturales, quiero decir, no sobrenaturales. De cualquier modo, en todos y cada uno de los casos las jóvenes habían sufrido alguna experiencia extraordinaria y aterradora en el transcurso de sus noviazgos; pues en todos los registros de la familia se hacía mención del relincho de un caballo invisible o del galopar de un caballo que nadie veía, además de muchas otras manifestaciones peculiares y totalmente inexplicables. Creo que ahora comenzaréis a comprender lo extraordinario de aquel asunto del que me habían encargado que me ocupase. Gracias a un testimonio escrito, supe que el «encantamiento» de las jóvenes era tan constante y terrible que dos de sus enamorados las dejaron sin más. Creo que fue ese dato, mucho más que cualquier otro, el que me hizo presentir que en aquel caso había algo más que una mera sucesión de inquietantes coincidencias.
Conocí aquellos hechos al poco tiempo de llegar al castillo, aunque bastante antes de que me informaran de manera precisa de lo que le había ocurrido a la señorita Hisgins la noche de su compromiso con Beaumont. Al parecer, cuando los dos enamorados recorrían el gran corredor de la planta baja poco después del atardecer (aún no se había encendido el alumbrado), oyeron un súbito y terrible relincho en el corredor, muy cerca de ellos. Al instante, Beaumont recibió un golpe tremendo, o una coz, que le rompió el antebrazo derecho. Los demás miembros de la familia y todo el servicio llegaron corriendo, para enterarse de lo que ocurría. Llevaron luces, registraron el corredor y después toda la casa, pero no encontraron nada anormal. Os podréis imaginar la excitación en que se encontraba la casa, y los comentarios, medio incrédulos y medio convencidos, que suscitó la antigua leyenda. Más tarde, a medianoche, el viejo capitán fue despertado por el sonido de un pesado caballo que galopaba una y otra vez alrededor de la casa. Algún tiempo después, Beaumont y la joven dijeron que también ellos habían oído el sonido de unos cascos de caballo cerca, después del atardecer, en algunos de los corredores y habitaciones. Tres noches después, Beaumont fue despertado de madrugada por un extraño relincho, que parecía provenir del dormitorio de su enamorada. Corrió precipitadamente a ver a su padre y ambos se dirigieron hacia la habitación de la joven. La encontraron despierta y presa de terror, pues la había despertado un relincho que parecía estar muy cerca de su cama.
La noche antes de que yo llegara, acababa de ocurrir un nuevo incidente, y todos se hallaban en un deplorable esta-do de nervios, como podéis imaginar. Dediqué la mayor parte de mi primer día de estancia, como creo que ya os he dicho, a recoger el mayor número de detalles; pero, después de cenar, decidí distenderme, y pasé la velada jugando al billar con Beaumont y la señorita Hisgins. Lo dejamos a eso de las diez y, mientras tomábamos un café, le pedí a Beaumont que me contase detalladamente lo que había sucedido la víspera. Él y la señorita Hisgins estaban tranquilamente sentados en el gabinete de su tía, mientras la anciana hacía de carabina delante de un libro. Había comenzado a atardecer y la lámpara estaba al otro extremo de la mesa. El resto de la casa aún no estaba iluminado, ya que se había hecho de noche antes de lo usual. Bien, pues, al parecer, la puerta de la habitación se abrió de repente, y la joven preguntó:
—¡Eh! ¿Quién anda por ahí?
Prestaron atención y entonces a Beaumont le pareció oír... el ruido de un caballo fuera de la puerta principal.
—¿Es tu padre? —preguntó.
Pero ella le recordó que su padre no montaba a caballo. No puede negarse que, después de lo ocurrido, ambos estaban predispuestos a dar crédito a cualquier tipo de sensaciones extrañas, pero Beaumont hizo un esfuerzo por ser objetivo y se dirigió al vestíbulo para ver si había alguien en la entrada. Dentro del vestíbulo estaba muy oscuro, por lo que podía ver los cristales emplomados de la puerta de entrada, recortándose sobre la negrura del interior. Se acercó hasta ellos y miró hacia dentro, sin conseguir ver nada. Se sentía nervioso y perplejo, de suerte que abrió la puerta y avanzó por el interior de la casa, donde solían dejarse los carruajes. De repente, la gran puerta del vestíbulo se cerró violentamente tras él. Más tarde me dijo que tuvo la súbita impresión de sentirse, en cierta forma, atrapado. Rápidamente giró en redondo y cogió el pomo de la puerta, pero le pareció que algo tiraba de ella al otro lado con tremenda fuerza. Pero antes de que hubiese llegado a darse cuenta de aquel pensamiento, pudo girarlo y abrir la puerta. Se detuvo un momento en el umbral y escrutó el interior del vestíbulo, pues aún no se había recobrado lo suficiente para saber si estaba realmente asustado o no. Entonces oyó el sonido de un beso que su enamorada le enviaba. Era evidente que le había seguido desde el gabinete y que en aquellos momentos se encontraba en medio de la penumbra del enorme y poco iluminado vestíbulo. El devolvió el beso, de la misma manera, y comenzó a andar hacia fuera del vestíbulo, con intención de ir a su encuentro. De repente, como en un relámpago de lucidez atroz, comprendió que no era su enamorada quien le enviaba el beso. Supo que algo estaba intentando atraerle hacia la oscuridad y que la joven no había abandonado el gabinete. Retrocedió y en el mismo instante volvió a oír el sonido de un beso muy cerca de él. Así pues, gritó lo más alto que pudo:
—¡Mary, quédate en el gabinete, y no te muevas de allí hasta que yo llegue!
La oyó decir algo, a modo de respuesta, desde la otra habitación y encendió una especie de antorcha que hizo con una docena de cerillas, encendiéndolas todas a la vez y manteniéndolas sobre su cabeza para echar un vistazo al vestíbulo. No había nadie, pero en cuanto comenzaron a apagarse las cerillas le llegó el sonido de un caballo de buen tamaño galopando por el campo, fuera de la casa. Como veis, él y la joven habían oído el sonido del caballo al galope; pero cuando les pregunté con más insistencia, me di cuenta de que la tía no había oído nada, aunque realmente estaba un poco sorda y se encontraba en un rincón alejado de la habitación. La verdad es que él y la señorita Hisgins habían estado en un agitadísimo estado de nervios, predispuestos a oír cualquier cosa. La puerta se podría haber cerrado bruscamente por una súbita ráfaga de viento, producida al abrir cualquier puerta de la casa; y la resistencia del pomo quizá se debiera a que el picaporte había quedado bloqueado. Respecto a los sonidos de los besos y del galopar del caballo, les hice la observación de que les habrían parecido sonidos ordinarios si hubiesen podido razonar fríamente. Tal como le dije a Beaumont, sin descubrirle nada nuevo, los sonidos de un caballo al galope son llevados muy lejos por el viento, de modo que lo que él había oído quizá no fuera más que un caballo galopando a lo lejos. Y en lo que concierne al beso, hay muchísimos sonidos, por lo general muy tenues —como el roce de un papel o el estremecimiento de la hoja de un árbol —, que resultan muy parecidos, especialmente cuando uno se encuentra en un estado de tensión extrema y se imagina cosas.
Acabé mis comentarios predicándoles el viejo sermón de mantener el sentido común y no dejarse llevar por la histeria, mientras apagábamos las luces y salíamos de la sala de billar. Pero ni Beaumont ni la señorita Hisgins quisieron reconocer que lo ocurrido no había sido más que una alucinación. A todo esto, habíamos salido de la sala de billar y caminábamos por el largo pasillo, sin que yo me hubiese dado por vencido de intentar convencerles de que viesen las explicaciones banales y totalmente naturales de lo que les había sucedido. Entonces, como suele decirse, me di cuenta de que «no había atinado ni una», porque en la sala de billar, que acabábamos de dejar a oscuras, se oyó el ruido de unos cascos de caballo. Sentí que se me ponía la carne de gallina y que un escalofrío me recorría el espinazo para terminar en la nuca. La señorita Hisgins lanzó un grito, que sonó como el de un niño con tos convulsa, y salió corriendo por el pasillo. Beaumont dio media vuelta rápidamente y retrocedió un par de yardas. También yo hice lo mismo, como podréis comprender.
—Ese es el ruido —dijo en voz baja y casi sin resuello—. quizá ahora nos crea.
—Desde luego que hay alguien —musité, sin quitar ojo de la cerrada puerta de la sala de billar.
—¡Sshh! —murmuró—. Ahí viene otra vez.
Parecía como si hubiese un caballo enorme marchando al paso alrededor de la sala de billar, de manera deliberadamente lenta. Un horrible escalofrío se apoderó de mí, de suerte que casi no podía ni respirar —supongo que conocéis esa sensación— y no tuvimos más remedio que retroceder como los cangrejos; y así, de repente nos encontramos en la entrada del largo pasillo. Nos detuvimos y escuchamos. Los sonidos prosiguieron con una especie de motivación maligna, como si el bruto sintiese una suerte de gusto malicioso en pasearse alrededor de la habitación que acabábamos de ocupar. ¿Comprendéis lo que quiero decir? Hubo una pausa y un largo momento de silencio absoluto, excepto por los excitados murmullos de algunas personas que habían acudido al gran vestíbulo de la planta baja, y que llegaban, escaleras arriba, hasta nosotros. Me imaginé que debían de haberse congregado todas alrededor de la señorita Hisgins, con intención de protegerla. Supongo que Beaumont y yo permanecimos en el extremo del pasillo cerca de cinco minutos, aguzando el oído para escuchar cualquier ruido que proviniese de la sala de billar. Entonces me di cuenta de lo asustado que estaba y dije:
—Voy a ver qué hay dentro.
—Yo también —me respondió.
Estaba terriblemente pálido, pero era muy valiente. Le indiqué que me esperase un instante y me precipité hacia mi habitación, para coger la cámara y el flash. Deslicé mi revólver en el bolsillo derecho de la americana y protegí los nudillos de la mano izquierda con un puño de hierro, para poder operar con la cámara sin que me molestara. Volví corriendo hacia donde estaba Beaumont. Tendió hacia mí su mano derecha, para que viera que empuñaba un revólver, y yo asentí, susurrándole que no fuese demasiado rápido en disparar, no fuera a tratarse de alguna broma estúpida. Había cogido una lámpara de la consola del vestíbulo del piso de arriba, que mantenía cogida con su brazo enyesado, de manera que disponíamos de la luz suficiente. Seguimos el pasillo en dirección a la sala de billar, y ya os podéis imaginar la pareja de asustados que hacíamos. Durante todo aquel tiempo no se había oído ni un simple ruido. De pronto, cuando estábamos a menos de dos yardas de la puerta, oímos el súbito golpear de unos cascos de caballo sobre el sólido parqué de la sala de billar.
Instantes después, me pareció que todo el lugar se estremecía bajo el sonoro resonar de los cascos de alguna cosa enorme que se dirigía hacia la puerta. Beaumont y yo retrocedimos uno o dos pasos y, tras pensarlo dos veces, sacamos fuerzas de flaqueza, como suele decirse, y esperamos. El pesado sonido llegó derecho hasta la puerta y se detuvo. Hubo un instante de silencio absoluto, excepto en lo que a mí concernía, pues el latido del corazón, sonándome en los oídos y en las sienes, por poco me deja sordo. Me atrevería a decir que esperamos más de medio minuto hasta que oímos el sonido discordante de unos grandes cascos de caballo. Inmediatamente después el sonido se acercó, como si alguna cosa invisible hubiese atravesado la puerta cerrada, y se dirigió a nuestro encuentro. Cada uno de nosotros saltó hacia el lado del pasillo que le venía más cerca, y recuerdo que me aplasté todo lo que pude contra la pared. El clip-clop, clip-clop de aquellos enormes cascos pasó justamente entre nosotros, y con mortal y lenta deliberación se perdió en el pasillo. Pude escucharlo por debajo de la confusión de los latidos que sonaban en mis oídos. Tenía todo mi cuerpo tan extraordinariamente rígido y lleno de calambres, que casi no podía respirar. Permanecí en aquella posición durante un momento y volví la cabeza para poder ver el pasillo. Sólo era consciente de que bien cerca había un terrible peligro. ¿Lo comprendéis? Y entonces, sin previo aviso, recobré el coraje. Fui consciente de que el repiquetear de los cascos sonaba cerca del otro extremo del pasillo, así que me di la vuelta rápidamente, apunté mi cámara y disparé el flash. Inmediatamente después, Beaumont envió una granizada de balas por el pasillo y echó a correr, gritando:
—¡Va a buscar a Mary! ¡Corra! ¡Corra!
Se precipitó hacia el otro extremo del pasillo y yo le seguí. Llegamos al descansillo principal y oímos el sonido de los cascos subiendo por las escaleras, desvaneciéndose. Y a partir de aquel instante, absolutamente nada. Debajo de nosotros, en el enorme vestíbulo, gran número de domésticos rodeaban a la señorita Hisgins, que parecía haberse desmayado. Algunos formaban un grupo algo apartado, sin dejar de mirar en silencio al descansillo principal. Y como a unos veinte peldaños por encima de ellos, el capitán Hisgins se mantenía inmóvil, con una espada desenvainada, justo debajo del último lugar donde se había oído el ruido de los cascos. Creo que jamás vi cosa más hermosa que aquel hombre mayor interponiéndose de tal suerte entre su hija y aquella cosa infernal. Supongo que comprenderéis la extraña sensación de horror que sentí cuando dejé atrás el lugar de la escalera donde se había oído aquel sonido por última vez. Era como si el monstruo siguiese allí, pero invisible. Y lo más curioso de todo fue que no volvimos a oírlo, ni en la parte superior ni en la inferior de las escaleras.
Después de llevarse a la señorita Hisgins a su habitación, le envié recado de que iría a verla en cuanto estuviese en disposición de recibirme. Apenas me comunicaron que podía acercarme cuando lo desease, pedí a su padre que me echara una mano con la maleta de los aparatos, y entre los dos la llevamos al dormitorio de la joven. Dispuse el lecho justamente en mitad de la habitación y coloqué el pentáculo eléctrico a su alrededor. Di instrucciones de que colocasen luces alrededor de la habitación, advirtiendo que no encendieran ninguna dentro del pentáculo y que nadie entrara o saliera de él. La madre de la joven se había situado dentro del pentáculo, por orden mía, mientras que su doncella estaba sentada fuera de él, para llevar un mensaje en cualquier momento, de suerte que la señora Hisgins no tuviese que abandonar el pentáculo. También sugerí que el padre de la joven permaneciera aquella noche en la habitación, preferiblemente armado. Cuando salí del dormitorio de la joven, encontré a Beaumont esperando al otro lado de la puerta, en un lamentable estado de ansiedad. Le dije lo que había dispuesto, explicándole que la señorita Hisgins estaba con bastante seguridad a salvo dentro de la «protección», y que, además de que su padre pasaría la noche dentro de la habitación, yo estaba decidido a montar guardia fuera de ella; añadí que me gustaría que me hiciese compañía, pues sabía que en su estado no podría conciliar el sueño, y que, personalmente, no me importaría contar con un compañero. La verdad es que lo que quería era tenerle directamente bajo mi propia observación, ya que tenía mis dudas sobre si en aquellos momentos, y en cierta manera, no corría mayor peligro que la joven. Al menos esa era mi opinión, y aún lo sigue siendo. Creo que más tarde coincidiréis conmigo.
Le pregunté si tenía que objetar algo al hecho de, durante la noche, trazara alrededor de él un pentáculo. Me contestó que no. Pero vi que no sabía si considerarlo como algo supersticioso o como un ejemplo de superchería infantil; no obstante, se lo tomó con bastante más seriedad cuando le expliqué algunos detalles de «El caso del Velo Negro», durante el cual murió el joven Aster. Recordaréis que comentó que no era más que una superstición tonta y no entró en el pentáculo. ¡Pobre diablo! La noche transcurrió con relativa tranquilidad hasta poco antes del alba, cuando oímos el sonido de un gran caballo galopando constantemente alrededor de la casa, exactamente como el viejo capitán Hisgins lo había descrito. Imaginaos lo raro que me sentí cuando, poco después, oí que algo se movía dentro del dormitorio. Llamé a la puerta, pues me sentía inquieto, y el capitán acudió a abrirme. Le pregunté si todo iba bien y me contestó que sí. Pero inmediatamente después me preguntó si había oído galopar al caballo: supe así que no había sido yo el único en escucharlo. Le sugerí que quizá resultase conveniente dejar entreabierta la puerta del dormitorio hasta que se hiciese de día, pues era evidente que fuera había algo. Así lo hizo, volviendo a entrar en la habitación para estar cerca de su esposa y de su hija.
Creo que debería añadir que no las tenía todas conmigo respecto al hecho de que la «defensa» resultase válida para la señorita Hisgins, puesto que lo que designaré con el término de «sonidos personales» de la manifestación eran tan extraordinariamente materiales que me sentía inclinado a establecer paralelismos con el asunto de Harford, cuando la mano del niño consiguió materializarse dentro del pentáculo y dar golpecitos en el suelo. Como recordaréis, aquel fue un caso de lo más terribles. Sin embargo, como suele suceder en ocasiones, después de aquello no ocurrió nada; así que en cuanto se hizo de día, Beaumont y yo nos fuimos a dormir. Precisamente fue Beaumont quien acudió a despertarme a mediodía, de modo que el desayuno nos sirvió de comida. La señorita Hisgins nos acompañó, pues parecía haber recobrado el ánimo. Me dijo que gracias a mí era la primera vez que se sentía segura desde hacía muchos días. También me contó que su primo, Harry Parsket, estaba a punto de llegar de Londres y que haría todo lo posible por ayudarnos a combatir al fantasma. Después de aquella charla, ella y Beaumont se fueron a pasear por el parque, para estar a solas un rato.
Yo hice lo mismo, dando la vuelta a la casa, sin conseguir ver huellas de los cascos del caballo. Y aunque pasé el resto del día examinando la mansión, no encontré nada. Acabé la investigación poco antes del anochecer, y me fui a mi habitación con idea de cambiarme de ropa para la cena. Cuando bajé, el primo acababa de llegar. Me pareció uno de los hombres más elegantes que hubiera visto desde hacía tiempo. Un individuo con una tremenda dosis de valor, de ese tipo de hombres que me gustaría tener al lado en un caso tan difícil como el que me ocupaba. Comprobé que lo que más le intrigaba era nuestra credulidad en lo genuino del embrujamiento, por lo que yo mismo me sorprendí al descubrir que estaba deseando que ocurriese cualquier cosa para demostrarle que estábamos en lo cierto. Y, casualmente, algo se produjo, con el sentido casi de una venganza. Beaumont y la señorita Hisgins habían salido al parque a dar una vuelta, poco antes del crepúsculo. El capitán me había rogado que fuese a su estudio para charlar un rato, y Parsket subió solo por las escaleras con sus maletas, porque había venido sin criado.
Tuve una larga conversación con el viejo capitán, en el curso de la cual hice hincapié en el hecho de que resultaba evidente que el «embrujamiento» no guardaba particular conexión con la casa, sino exclusivamente con la joven; así pues, lo mejor sería que se casara en seguida, ya que ello le daría a Beaumont el derecho a estar constantemente a su lado; e incluso existía la posibilidad de que cesasen las manifestaciones en cuanto se consumara el matrimonio. El hombre asintió con la cabeza al oír aquello, sobre todo en lo que se refería a la primera parte de mis observaciones, y me recordó que tres de las jóvenes de las que se había dicho que estaban «embrujadas» habían sido enviadas lejos de la casa y encontrado la muerte mientras se hallaban fuera de ella. De repente, en medio de aquella conversación, fuimos interrumpidos de una manera que nos espantó muchísimo, pues el viejo mayordomo irrumpió en la habitación, tremendamente pálido.
—¡La señorita Mary, señor! ¡La señorita Mary, señor! —dijo, atragantándose—. ¡está gritando en el parque, señor! ¡Dicen que están oyendo al Caballo...!
El capitán saltó hacia su panoplia, tomó su vieja espada y salió de la habitación como una exhalación, desenvainándola mientras corría. Yo salí precipitadamente escaleras arriba para recoger mi cámara con flash y un revólver de gran calibre, gritando: «¡El Caballo!», al pasar junto a la puerta de Parsket, y bajé de nuevo las escaleras para dirigirme hacia el parque. A lo lejos, en la oscuridad, en medio de un confuso griterío, pude distinguir varias detonaciones, procedentes de un bosquecillo. Y entonces, a mi izquierda, surgiendo de un pozo de negrura, súbitamente se oyó un gutural e infernal relincho. Giré en redondo al instante y disparé el flash. La resplandeciente luz iluminó momentáneamente el lugar, mostrándome las hojas de un enorme árbol muy cercano, estremeciéndose con la brisa nocturna, pero no conseguí ver nada más. Las tinieblas, decuplicadas, me envolvieron, y pude oír a Parsket que me preguntaba casi a gritos si había podido ver algo. Instantes después estaba a mi lado. Me sentí más seguro en su compañía, porque alguna cosa increíble había estado muy cerca de nosotros y también porque me encontraba temporalmente cegado por el brillo del flash.
—¿Qué era? ¿Qué era? —no dejaba de repetir, con voz excitada.
Y yo no dejaba de intentar penetrar las tinieblas, mientras le contestaba mecánicamente:
—No lo sé, no lo sé;.
Alguien dio un grito terrible en algún lugar delante de nosotros, y después se oyó un disparo. Corrimos hacia donde había sonado, diciendo a gritos a todos que no disparasen, pues a oscuras y en medio del pánico general resultaba peligroso. Entonces aparecieron dos guardias jurados, armados de fusiles, que recorrieron el parque con sus linternas; inmediatamente vimos una fila de luces procedentes de la casa, que avanzaban como bailando hacia nosotros: eran los sirvientes que venían con lámparas. Según fueron acercándose las luces, vi que habíamos llegado muy cerca de Beaumont. Estaba inclinado sobre la señorita Hisgins y tenía el revólver en la mano. Entonces vi su rostro: una gran herida le surcaba la frente. A su lado estaba el capitán, tirando molinetes con su espada desnuda en medio de la negrura; ligeramente detrás de él se hallaba el viejo mayordomo: tenía en las manos un hacha de combate, descolgada de una de las panoplias del vestíbulo. Aparte de aquello, no pude ver nada que me pareciese extraño.
Llevamos a la joven a la casa y la dejamos al lado de su madre y de Beaumont, mientras un criado iba a buscar al médico. Los que quedábamos, además de cuatro guardias, todos con armas de fuego y provistos de linternas, registramos el parque que rodeaba la casa. Pero no encontramos nada. Cuando volvimos, supimos que el médico ya había efectuado su visita. Tras vendar la herida de Beaumont, que afortunadamente no era profunda, había ordenado a la señorita Hisgins que se fuese inmediatamente a la cama. Subí por las escaleras, junto con el capitán, y encontré a Beaumont montando guardia fuera de la habitación de la joven. Le pregunté cómo se sentía y, en cuanto la joven y su madre pudieron recibirnos, el capitán y yo entramos en el dormitorio e instalamos nuevamente el pentáculo alrededor de la cama. Ya habían dispuesto luces en toda la habitación, por lo que repetí las mismas órdenes que la noche anterior y me reuní con Beaumont al otro lado de la puerta.
Parsket había subido mientras yo estaba dentro de la habitación, y entonces pudimos hacernos una idea de lo que le había ocurrido a Beaumont en el parque. Al parecer, la pareja regresaba a casa después de su paseo hacia West Lodge. Se había hecho de noche muy deprisa. Entonces la señorita Hisgins dijo: «¡sshh!», y se detuvo. Él hizo lo mismo y aguzó el oído, sin conseguir oír nada durante los primeros infantes. Entonces pudo captar... el sonido de un caballo, al parecer muy lejos, pero galopando hacia ellos sobre la hierba. Le dijo a la joven que no tenía importancia, instándola a que se fuese a casa. Por supuesto, ella no le creyó. En menos de un minuto lo oyeron muy cerca de ellos, en medio de la negrura, y echaron a correr. Entonces, la señorita Hisgins dio un mal paso y cayó al suelo. Comenzó a gritar y eso fue lo que oyó el mayordomo. Cuando Beaumont la ayudaba a levantarse, oyó que los cascos se le echaban encima, retumbando sobre el suelo. Se arrojó sobre ella para protegerla y disparó las cinco balas del revólver en dirección al sonido. Nos contó que, a la luz del fogonazo del último disparo, estaba seguro e haber visto algo, que parecía una enorme cabeza de caballo, abalanzarse sobre él. Inmediatamente después recibió un tremendo golpe que le dejó sin sentido. El capitán y el mayordomo habían llegado en seguida, corriendo y gritando. El resto de la historia ya lo conocíamos.
Hacia las diez, el mayordomo nos llevó una bandeja que me causó gran placer, pues la noche anterior me había quedado más bien con hambre. No obstante, advertí a Beaumont que pusiese especial cuidado en no beber ningún tipo de licor, y que me entregase sus cerillas y su pipa. A medianoche tracé un pentáculo a su alrededor y Parsket y yo nos sentamos a derecha e izquierda de él, pero fuera del pentáculo, pues estaba seguro de que no habíamos de temer que las manifestaciones, si es que se daban, fuesen dirigidas contra nadie, excepto contra Beaumont o la señorita Hisgins. Tras aquellos preparativos, mantuvimos un completo silencio. El pasillo estaba iluminado por dos grandes lámparas, una en cada uno de sus extremos, de forma que no había ninguna sombra; por otra parte, todos nosotros estábamos armados. Yo disponía, además de mi revólver, de la cámara con su flash. De vez en cuando, intercambiamos algunas palabras en voz baja, y en dos ocasiones el capitán salió del dormitorio de su hija para charlar con nosotros. Hacia la una y media dejamos de hablar; de repente, unos veinte minutos más tarde, levanté la mano sin pronunciar palabra: me había parecido oír fuera el sonido del galope de un caballo en medio de la noche. Llamé a la puerta de la habitación, para que me abriese el capitán, y le susurré que acabábamos de oír al Caballo. Durante algún tiempo permanecimos a la escucha, de suerte que Parsket y el capitán pensaron que, en efecto, lo oían; pero yo no pude estar seguro, lo mismo que Beaumont. Sin embargo, poco después me pareció oírlo otra vez
Le dije al capitán Hisgins que creía que lo más acertado sería que volviese al dormitorio de su hija y que dejase la puerta entreabierta. Así lo hizo, pero no conseguimos oír nada, por lo que nos fuimos a la cama en cuanto se hizo de día, tremendamente aliviados. Cuando me llamaron a la hora de comer, me sorprendí ligeramente, pues el capitán Hisgins me contó que habían celebrado un consejo de familia y decidido seguir mi consejo y celebrar la boda sin pérdida de tiempo. Beaumont acababa de irse a Londres para pedir una autorización especial, de manera que pudieran realizar la ceremonia al día siguiente. Aquello me agradó, pues me parecía la cosa más sensata que podía hacerse en tan extraordinarias circunstancias; sin embargo, no por ello abandoné mis investigaciones: hasta que no se celebrase la boda, mi principal preocupación sería tener a la señorita Hisgins cerca de mí. Después de comer, y en plan de experimento, se me ocurrió tomar algunas fotos de la señorita Hisgins y sus alrededores. En ocasiones, la cámara ve cosas que suelen escapar al ojo humano. Con esta intención, y también para tener una excusa para vigilarla más de cerca, pedí a la señorita Hisgins que me ayudase en mis experimentos. Aquello la hizo sentirse muy contenta y así pasamos varias horas juntos, vagabundeando por toda la casa de habitación en habitación, de manera que cuando me sentía inspirado, tomaba una foto con flash de ella y de la habitación, o del corredor, que era donde nos encontrábamos en aquel momento.
Después de haber recomido la casa, le pregunté si se sentía lo suficientemente animada para repetir la experiencia en las bodegas. Me contestó que sí, y pedí al capitán Hisgins y a Parsket que nos acompañasen, pues no quería aventurarme con ella en lo que podríamos llamar «tinieblas artificiales» sin ayuda ni compañeros a mi lado. Cuando estuvimos dispuestos, bajamos a la bodega de los vinos. El capitán Hisgins llevaba una escopeta de caza y Parsket una pantalla especial y una linterna. Pedí a la joven que se quedase en el centro de la bodega mientras Parsket y el capitán sostenían tras ella la pantalla. Entonces hice varias fotografías con flash y nos dirigimos a la bodega siguiente, donde repetí el mismo proceso. Pero en la tercera bodega, un lugar lúgubre, negro como la pez, algo extraordinario y horrible decidió manifestarse. Había dejado a la señorita Hisgins en mitad de aquel lugar, mientras su padre y Parsket sostenían detrás de ella la pantalla como antes. Cuando todo estaba a punto y presionaba el disparador del flash, resonó en la bodega el espantoso y abominable relincho que había oído en el parque. Parecía provenir de algún lugar encima de la joven, y al resplandor de la súbita luz, vi que ella miraba fijamente en completa tensión hacia arriba, hacia algo invisible. Entonces, en la relativa oscuridad que siguió, grité al capitán y a Parsket que sacaran rápidamente a la señorita Hisgins a la luz del día.
Así lo hicieron al punto, y cerré y eché la llave a la puerta, haciendo los signos Primero y Ochavo del Ritual Saaamaaa ante cada uno de sus montantes, uniéndolos a través del umbral por una línea triple. Mientras tanto, Parsket y el capitán Hisgins llevaron a la joven al lado de su madre, dejándola con ella, medio desvanecida. Seguí de guardia al otro lado de la puerta de las bodegas, sintiéndome fatal, pues sabía que dentro había algo abominable; al mismo tiempo, experimentaba cierto sentimiento de culpabilidad poco gratificante, por haber expuesto a la señorita Hisgins a aquel peligro. Había cogido la escopeta de caza del capitán, y cuando él y Parsket regresaron, no lo hicieron de vacío, pues traían pistolas y linternas. No podría describiros el alivio tan tremendo de cuerpo y alma que sentí cuando los oí llegar... Intentad imaginaros la escena, esperando fuera de las bodegas. ¿A que podéis? Recuerdo haber notado, justo antes de echar la llave a la puerta, lo pálido y fantasmal que parecía Parsket y lo gris de la mirada del viejo capitán. Me preguntaba si mi rostro sería como los suyos. Pero, lo que son las cosas, la aparición tuvo un efecto distinto sobre mis nervios, pues lo bestial de aquella cosa pareció darme ánimos. Sé que sólo fue mi fuerza de voluntad la que me impulsó a acercarme hasta la puerta y a girar la llave en su cerradura.
Me detuve un instante y, después, con fuerza y decisión, di un empujón a la puerta, abriéndola y manteniendo la linterna sobre mi cabeza. Parsket y el capitán se pusieron uno a cada lado y levantaron también sus linternas, pero aquel lugar se hallaba absolutamente vacío. Como jamás me fío de una mirada tan superficial como aquella, invertí varias horas, ayudado por mis compañeros, en sondear cada pie cuadrado de suelo, techo y paredes. Al fin tuve que admitir que el lugar era absolutamente normal, por lo que salimos de las bodegas sin nada concreto. A pesar de ello, precinté la puerta y, fuera, enfrente de cada montante, tracé los signos Primero y Ultimo del Ritual Saaamaaa, uniéndolos como antes con una línea triple. ¿Os imagináis lo terrible que había sido estar dentro de la bodega, sin saber lo que estábamos buscando? Después de subir por la escalera, pregunté, realmente preocupado, por el estado de la señorita Hisgins. La joven apareció en persona para decirme que se encontraba perfectamente y que no tenía que preocuparme, ni reprocharme nada por lo que le había ocurrido, como yo le había confesado. Me sentí mucho mejor y fui a cambiarme para la cena. Después, Parsket y yo nos fuimos a un cuarto de baño para revelar los negativos que había tomado. Pero ninguna fotografía pudo decirnos nada hasta que llegamos a la que correspondía a la bodega. Parsket se ocupaba del revelado y ya había tendido una hilera de fotos que nos disponíamos a examinar a la luz de una lámpara roja.
Estaba entretenido de aquella suerte, cuando oí una exclamación de Parsket; al acercarme a su lado, vi que estaba mirando una fotografía aún no revelada del todo, que acercaba a la lámpara. En ella se veía claramente a la joven, mirando hacia arriba, como ambos recordábamos; pero lo que me desconcertó fue la sombra de una enorme pezuña, justo encima de ella, como si fuese a golpearla saliendo de las sombras. Lo peor es que yo era el responsable de haberla expuesto a tal peligro, por lo que no podía apartar aquel pensamiento de mi imaginación. En cuanto quedó revelada, la fijé y la examiné con mejor luz. No había duda: la cosa que se inclinaba sobre la señorita Hisgins era una enorme y sombría pezuña de caballo. Sin embargo, aquello no me aportaba nada nuevo, y lo único que se me ocurrió fue advertir a Parsket que no contara a la joven nada de aquello, ya que sólo serviría para aumentar su espanto, aunque a su padre sí que le enseñé la foto, pues creí que tenía derecho a verla. Aquella noche adoptamos las mismas precauciones respecto a la señorita Hisgins que las dos noches precedentes, y Parsket me hizo compañía; pero también se nos hizo de día sin que ocurriese nada fuera de lo corriente, así que nos fuimos a dormir.
Cuando bajé a comer, me enteré de que Beaumont había enviado un telegrama avisando que estaría de vuelta poco después de las cuatro y que habían ido a buscar al párroco. Creo que habría acabado enterándome por mí mismo, ya que las mujeres de la casa se hallaban dominadas por una frenética actividad. El tren de Beaumont llegó con retraso y él no estuvo en la casa hasta las cinco. A esa hora todavía no se había presentado el párroco, y el mayordomo nos comunicó que el cochero había regresado sin él, porque acababa de ausentarse para atender una llamada urgente. Aquella tarde, el coche iría otras dos veces en su busca, volviendo de vacío, porque el clérigo seguía sin regresar, de suerte que hubo que dejar la boda para el día siguiente. Aquella noche, preparé la «defensa» alrededor de la cama de la joven, mientras el capitán y su señora se sentaban como los días anteriores. Beaumont, como era de esperar, insistió en montar guardia conmigo, a pesar de parecer peculiarmente asustado; no por él, hay que decirlo, sino por la señorita Hisgins. Según me contó, tenía el horrible presentimiento de que esa misma noche tendría lugar un último y espantoso intento contra su bienamada.
Aquello —desde luego, así se lo dije— no eran más que nervios; pero en realidad me hizo sentirme muy preocupado, ya que había visto demasiadas cosas para no saber que, en circunstancias parecidas, la convicción premonitoria de un peligro inminente no debe ser achacada enteramente a los nervios. De hecho, como Beaumont estaba lisa y llanamente convencido de que aquella noche traería alguna manifestación sorprendente, pedí a Parskett que atara una cuerda larguísima a la campanilla que servía para llamar al mayordomo y que la tendiera a lo largo del pasillo para tenerla al alcance de la mano. Yo mismo di instrucciones al mayordomo de no quitarse la ropa y de que ordenase lo propio a otros dos criados. Si le llamaba, debía acudir al instante con los criados, trayendo linternas, por lo que debía tenerlas preparadas y encendidas durante toda la noche. Si por cualquier razón la campanilla no sonase, tocaría mi silbato, y entonces habría de comportarse como si hubiera oído la campanilla. Después de haber arreglado aquellos detalles menores, tracé un pentáculo alrededor de Beaumont, advirtiéndole enfáticamente que permaneciese en su interior, pasara lo que pasase. Cuando acabé de dibujarlo, no me quedó más que esperar y rogar para que aquella noche fuese tan tranquila como la precedente.
Hablamos muy poco, y a eso de la una nos sentíamos tan tensos y nerviosos, que al final Parsket acabó por levantarse y dar un paseo, yendo y viniendo a lo largo del corredor para distenderse un poco. Entonces cambié mis zapatillas por unos zapatos y me reuní con él; durante algo más de una hora estuvimos caminando de un lado para otro, susurrando ocasionalmente, hasta el momento en que metí el pie en la cuerda de la campanilla y me caí de bruces, pero sin hacerme daño ni ocasionar ningún ruido. Cuando me levanté, Parsket me tocó ligeramente en el hombro.
—¿Se ha dado cuenta de que no ha sonado la campanilla? —dijo en voz muy baja.
—¡Por Júpiter! —exclamé—. Tiene razón.
—Espere un momento —añadió—. La cuerda debe de haberse retorcido en algún sitio.
Dejó su escopeta, se deslizó por el pasillo, llevando cogida la linterna por su extremo inferior, y llegó de puntillas hasta el interior de la casa; todo esto sin soltar el revólver de Beaumont, que llevaba en la mano derecha. Pensé que era un tipo valiente, no sólo entonces, sino después. En ese momento, Beaumont me hizo señas de que guardase absoluto silencio. De inmediato, pude escuchar lo que estábamos esperando: el ruido de un caballo galopando en medio de la noche. Creo que puedo deciros que me sentí espeluznado. El sonido murió rápidamente, dejando una sensación de horror, desolación y tremenda extrañeza en el aire que nos rodeaba. Acerqué la mano hacia la cuerda de la campanilla, esperando que Parsket hubiese conseguido desenredarla, y me mantuve a la espera, sin dejar de mirar delante y detrás.
Quizá pasaron dos minutos, dominados por lo que me parecía un silencio sobrenatural. Súbitamente, en el extremo iluminado del corredor, resonó el estruendo de unos enormes cascos, e instantáneamente la lámpara cayó al suelo, rompiéndose con tremendo estrépito. Nos quedamos a oscuras. Tiré violentamente de la cuerda y toqué mi silbato; acto seguido, levanté la cámara y oprimí el disparador del flash. El corredor refulgió por la brillante luz, pero no vi nada en él, y la oscuridad volvió a caer con la fuerza del trueno. Oí al capitán en el dormitorio y le dije a gritos que nos llevase deprisa algo con qué alumbrarnos; pero, por toda respuesta, algo comenzó a dar golpes en la puerta. Oí gritar al capitán y, poco después, también a las mujeres. Me asaltó el miedo repentino de que el monstruo hubiese conseguido entrar en la habitación, pero, en ese mismo instante, desde el corredor me llegó el vil y obsceno relincho que habíamos oído en el parque y en las bodegas. Soplé nuevamente mi silbato y busqué a tientas la cuerda, diciéndole a gritos a Beaumont que se quedara dentro del pentáculo, a pesar de lo que pudiese ocurrir. Grité de nuevo, esta vez al capitán, pidiéndole que nos trajese alguna luz y entonces oí el sonido de algo que hacía fuerza contra la puerta del dormitorio. Saqué las cerillas para alumbrarnos, antes de que aquella increíble e invisible criatura se nos echase encima.
Rasqué una de ellas en el costado de la caja. Se encendió con una luz cruda y, en ese mismo instante, oí un débil sonido a mi espalda. Me volví rápidamente, presa de un terror absurdo y, bajo aquella luz, vi... una monstruosa cabeza de caballo cerca de Beaumont.
—¡Cuidado, Beaumont! —grité, desesperadamente—, ¡está detrás de usted!
La cerilla se apagó de repente. En el mismo instante, se oyó la brutal detonación de la escopeta de Parsket (los dos cartuchos a la vez), que Beaumont había disparado, evidentemente con una sola mano, muy cerca de mi oreja. Vislumbré momentáneamente la monstruosa cabeza gracias al fogonazo, y una enorme pezuña, en medio de las llamas y del humo, pareció abatirse sobre Beaumont. En el mismo instante, vacié tres recámaras de mi revólver. Hubo un golpe sordo, y aquel horrible y gutural relincho sonó muy cerca de mí. Algo me golpeó y me desplomé, casi desvanecido. Caí de rodillas y pedí auxilio a voz en cuello. Oía a las mujeres gritando detrás de la cerrada puerta del dormitorio y fui vagamente consciente de que estaban empujándola desde el interior; poco después vi que, cerca de mí, Beaumont luchaba contra alguna cosa repugnante. Por un instantes me quedé sin saber qué hacer, como pasmado, paralizado de miedo, y entonces, a ciegas y con la carne de gallina, acudí a ayudarle, gritando su nombre. Puedo deciros que estaba muerto de miedo. En aquel momento, un grito como en sordina taladró la tiniebla, y yo salté hacia él. Toqué una enorme oreja peluda, y entonces me asestaron otro golpe que me hizo bastante daño. Retrocedí, débil y sin ver nada, y me agarré con la otra mano a aquella cosa increíble. De repente oí un fuerte golpe a mi espalda y una explosión de luz. Llegaban más luces por el pasillo, además de ruidos de pisadas y de gritos. Alguien me obligó a soltar la cosa a la que me había asido; cerré los ojos, aturdido, y oí un violento aullido encima de mí, a continuación el ruido de un fuerte golpe, como el de un carnicero partiendo carne, y entonces algo me cayó encima.
El capitán y el mayordomo me ayudaron a ponerme de rodillas. En el suelo yacía una enorme cabeza de caballo, de la que salían las piernas y el tronco de un hombre. En las muñecas llevaba atados unos enormes cascos. Era el monstruo. El capitán dio un tajo con la espada que empuñaba, se inclinó y le quitó la máscara, pues de eso se trataba. Entonces vi el rostro del hombre que la había llevado. Era el de Parsket. Tenía una fea herida en la frente, donde la espada del capitán había cortado la máscara. Miré alucinado a Parsket, después a Beaumont, que se estaba levantando, apoyándose contra el muro del corredor. Y volví a mirar a Parsket.
—¡Por Júpiter! —dije al fin.
Y me quedé en silencio, pues me sentía avergonzado de aquel hombre. Creo que lo comprenderéis. Entonces abrió los ojos. Había llegado a tomarle afecto. Justamente cuando Parsket comenzaba a recuperarse y su mirada iba de uno a otro de nosotros, comenzando a recordar, sucedió una cosa extraña e increíble. De repente, en el extremo del corredor, sonó el pesado sonido de unos enormes cascos de caballo. Miré hacia aquel lugar y a continuación a Parsket, y vi reflejarse en su rostro y en su mirada un miedo espantoso. Hizo un esfuerzo por volverse y miró enloquecido hacia la parte del corredor donde se había escuchado el sonido, mientras los demás parecíamos habernos quedado helados al seguir la dirección de su mirada. Recuerdo vagamente los sollozos contenidos y los susurros procedentes del dormitorio de la señorita Hisgins, que no dejaron de sonar mientras yo miraba fijamente, lleno de espanto, el extremo del corredor.
El silencio duró varios segundos. Bruscamente, volvió a oírse el pesado sonido del enorme caballo al final del corredor. E inmediatamente después, el clip-clop, clip-clop de los poderosos cascos que se acercaban por el pasillo hacia nosotros. Incluso entonces, fijaos, la mayor parte de los presentes pensamos que se trataba de algún mecanismo de Parsket que aún seguía funcionando, por lo que sentíamos una cierta perplejidad, mezcla de miedo y de duda. Creo que todos miramos hacia él. Y de repente el capitán exclamó:
—¡Deja tus locuras de una maldita vez! ¿No te basta ya con lo que has hecho?
Por mi parte, debo decir que yo estaba espantado, pues sentía que allí había algo terrible, algo que estaba fuera de lugar. Entonces Parsket consiguió gritar:
—¡No soy yo! ¡Dios mío! ¡No soy yo! ¡Dios mío! ¡No soy yo!
Fue como si cada uno de los presentes comprendiese que realmente había alguna cosa malvada aproximándose por el pasillo. Todo el mundo echó a correr, incluso el viejo capitán Hisgins retrocedió, igual que el mayordomo y los domésticos. Beaumont se desmayó, como pude constatar después, ya que había recibido un fuerte golpe. Yo me aplasté contra la pared, mientras seguía arrodillado, demasiado perplejo y aturdido para echar a correr. Y prácticamente en el mismo instante, las poderosas pisadas sonaron cerca de mí, haciendo casi estremecer el sólido piso mientras pasaban. De repente cesó el tremendo ruido, y supe, casi muerto de miedo, que la cosa se había detenido frente a la puerta del dormitorio de la joven. Observé que Parsket estaba vacilante ante la puerta, con los brazos extendidos, como si quisiera impedir con su cuerpo que entrara en ella. Entonces lo vi con claridad. Parsket estaba extraordinariamente pálido, y la sangre le corría por el rostro, de la herida que tenía en la frente; en aquel momento me di cuenta de que parecía mirar algo en el pasillo, con una mirada peculiar, desesperada, fija e increíblemente intensa. Pero allí no se veía nada. De repente, el clip-clop, clip-clop comenzó de nuevo y se alejó por el pasillo. Entonces Parsket se derrumbó ante la puerta y se golpeó la cabeza con el suelo. Los que se habían congregado al otro extremo del pasillo comenzaron a gritar, y los dos domésticos y el mayordomo echaron a correr sin más, llevándose sus linternas; pero el capitán se apoyó con la espalda en la pared y levantó la linterna que llevaba sobre la cabeza. El pesado paso del caballo llegó a su altura, se desvió a su izquierda, y pude oír el monstruoso sonido de unos cascos perderse a lo lejos en el silencio de la casa. Después... un silencio de muerto.
Entonces el capitán vino hacia nosotros, muy lentamente, con paso seguro. Su rostro estaba extraordinariamente pálido. Me arrastré al lado de Parsket, y el capitán acudió a ayudarme. Le dimos la vuelta entre dos dos, y al verlo supe que estaba muerto; supongo que os imagináis lo que sentí entonces. Miré al capitán, quien dijo de repente:
—¡Eso..., eso..., eso!
Comprendí que lo que intentaba decirme era que Parsket se había interpuesto entre su hija y lo que quiera que fuese que avanzaba por el pasillo. Me puse de pie y le sostuve, aunque no fuera capaz de tenerme ni a mí mismo. Y entonces su rostro acusó la emoción que le embargaba y cayó de rodillas al lado de Parsket, llorando como un chiquillo desconsolado, de suerte que las mujeres salieron del dormitorio para ocuparse de él. Yo les dejé hacer y me acerqué a Beaumont. Prácticamente, ésta es toda la historia. Sólo quedan por explicar algunos puntos complicados aquí y allá. Supongo que habréis comprendido que Parsket estaba enamorado de la señorita Hisgins y que esto es la clave de todo lo que en ella hay de extraordinario. Sin duda, él era responsable de buena parte del «embrujamiento»; de hecho, creo que de casi toda. Pero como no puedo probar nada, lo que ahora os cuente será fundamentalmente resultado de una deducción.
En primer lugar, resulta obvio que la intención de Parsket era asustar a Beaumont para que se fuese y, al ver que no lo conseguía, creo que se desesperó tanto que realmente intentó matarle. Odio decir esto, pero los hechos me obligan a pensarlo. Estoy totalmente seguro de que fue Parsket quien le rompió el brazo a Beaumont. Conocía al dedillo la llamada «Leyenda del Caballo», y tuvo la ocurrencia de utilizar la antigua historia para sus propios fines. Es evidente que tenía algún medio de entrar y salir furtivamente de la casa, quizá a través de alguna de las muchas ventanas bajas de la mansión, o quizá porque dispusiera de la llave de una de las dos puertas del parque; entonces, cuando se suponía que se había ido, lo que realmente hacía era eclipsarse y esconderse en las proximidades. El incidente del beso en el vestíbulo oscuro debo achacarlo por completo a la imaginación demasiado soliviantada de Beaumont y de la señorita Hisgins. Sin embargo, debo reconocer que el sonido del caballo proviniendo de la puerta de entrada me resulta un tanto difícil de explicar. Pero yo sigo dispuesto a aceptar mi primera idea al respecto, o sea, que en ello no hubo nada sobrenatural.
El ruido de cascos en la sala de billar y después en el pasillo fueron hechos por Parsket desde el piso inferior, golpeando contra los paneles del techo con un trozo de madera enganchado a uno de los picaportes de las ventanas. Lo he comprobado al examinar las marcas dejadas en la carpintería del techo. Los sonidos del caballo galopando alrededor de la casa posiblemente fueron hechos por Parsket, quien debió disponer de un caballo atado cerca del parque; a no ser que él mismo hiciese esos sonidos, pero no veo cómo habría podido moverse tan deprisa para producir una ilusión tan lograda. En cualquier caso, no estoy muy seguro de este punto, ya que no conseguí localizar ninguna huella de cascos, como recordaréis. El horrible relincho del parque debió ser toda una hazaña de ventriloquia por parte de Parsket, y el ataque que sufrió Beaumont también debe imputársele a él, pues mientras yo creía que se encontraba en su habitación, debía de estar fuera todo el tiempo, acercándose a mí después de verme salir por la puerta principal. Es bastante probable que Parsket fuese el causante de los incidentes que se produjeron entonces, pues, si hubiesen ido a más, él no habría seguido con aquel juego tan peligroso, sabiendo que ya no tenía necesidad de ponerlo en práctica. Lo que no puedo comprender es cómo consiguió escapar después de disparar sobre él en el parque, y más tarde, en el curso de su última fechoría en el corredor, como acabo de contaros. Como habéis podido ver, era tan intrépido que no había nada que le hiciese sentir miedo, al menos por sí mismo. La vez que Parsket estaba con nosotros, cometimos un error al pensar que habíamos oído al Caballo galopar alrededor de la casa. Ninguno estábamos seguro de haberlo oído, excepto, claro está, Parsket, quien naturalmente dio visos de realidad a nuestra ilusión. Creo que el relincho que sonó en la bodega introdujo por primera vez en la mente de Parsket la sospecha de que había en acción algo más que su embrujamiento de pacotilla. El relincho fue obra suya, al igual que en el parque; pero, al recordar lo raro que le vi, estoy seguro de que si puso esa cara fue porque los sonidos alcanzaron alguna cualidad infernal, además de la que él les había dado, que le espeluznó. Más tarde, supongo, acabaría persuadiéndose a sí mismo de que todo se lo había imaginado. Por supuesto que no olvido que el efecto que causó a la señorita Hisgins le debió hacerse sentir como un miserable.
Por lo que respecta al sacerdote a quien fueron a buscar, descubrimos que se trataba de un recado ficticio, detrás del cual se encontraba Parsket, ya que ello le permitiría ganar unas horas más para la consecución de su propósito, puesto que —como cualquiera con una pizca de imaginación habrá comprendido a estas alturas— había descubierto que jamás podría asustar a Beaumont ni conseguir que se fuera. Odio tener que pensarlo, pero no tengo más remedio. De cualquier modo, es obvio que aquel hombre había perdido temporalmente el normal uso de sus facultades. ¡El amor es una extraña enfermedad!
Después de todo aquello, no pongo en duda que Parsket torció o ató la cuerda de la campanilla del mayordomo en algún sitio, para disponer de una excusa para irse con toda naturalidad. Ello también le daba la oportunidad de apagar una de las lámparas que iluminaban el pasillo, con lo que sólo tendría que romper la otra para que el lugar quedase completamente a oscuras y así poder atentar contra la vida de Beaumont. Del mismo modo, fue él quien cerró con llave la puerta del dormitorio, guardándosela (pues la tenía en el bolsillo). Así impedía al capitán que viniera a ayudarnos trayendo alguna luz. Pero el capitán Hisgins rompió la puerta con el pesado guardafuegos de la chimenea, y el estruendo de tal operación fue lo que causó tanta confusión y espanto en la negrura en que se encontraba el pasillo. La fotografía de la monstruosa pezuña que se cernía sobre la señorita Hisgins en la bodega es una de las cosas que más difíciles me resultan de explicar. quizá se trató de algún truco de Parsket, preparado por él mientras estaba fuera de la habitación, fácil de hacer para alguien que supiera cómo llevarlo a cabo. Pero no me pareció un montaje. Sin embargo, las probabilidades a favor y en contra se equilibran; por otra parte, como la imagen es demasiado imprecisa para examinarla a fondo, me mantendré en suspensión de juicio. Lo cierto es que la fotografía es realmente horrible.
Y ahora llego al último punto, realmente al más espantoso. Después de lo sucedido ya no hubo ninguna otra manifestación de nada anormal, de modo que mis conclusiones reposan en una extraordinaria incertidumbre. Si no hubiera oído aquellos sonidos finales y Parsket no hubiese demostrado un miedo tan terrible, todo aquel caso habría podido ser aclarado según lo dicho. De hecho, como habéis visto, soy de la opinión de que casi todos los detalles pueden ser explicados, pero no veo la manera de pasar por alto la cosa que vimos, al final de todo, y el miedo manifestado por Parsket. Su muerte... no prueba nada. La posterior investigación forense, bastante rápida por cierto, fue atribuida a un «espasmo cardíaco». Resulta bastante natural y nos sigue dejando entre tinieblas, pues también cabe preguntarse si murió por interponerse entre la joven y alguna monstruosidad completamente increíbles.
La expresión del rostro de Parsket y lo que dijo cuando escuchó el martilleo de los grandes cascos avanzando por el pasillo parecen demostrar que comprendió la realidad de lo que hasta entonces no había sido más que una horrible sospecha. Y ese miedo y la estimación de un tremendo peligro aproximándose fueron acaso más nítidos que los míos. Entonces fue cuando tuvo aquel gesto único, sublime y magnífico.
—¿Y la causa? —pregunté—. ¿Cuál fue la causa de aquella aparición?
Carnacki movió la cabeza.
—Sólo Dios lo sabe —contestó, con una reverencia singular y sincera.—. Si aquello era lo que parecía ser, podría dar una explicación que no creo que ofenda a la razón de nadie, pero que podría ser completamente falsa. Sin embargo, he pensado (aunque ello me obligaría a daros una clase intensiva sobre la inducción del pensamiento, para que fueseis capaces de apreciar mis razonamientos) que Parsket había producido lo que se podría designar con el término de «embrujamiento inducido», una especie de simulación inducida de sus conceptos mentales, debida a lo desesperado de su ánimo y de sus cavilaciones. Resulta imposible explicarlo más claramente con tan pocas palabras.
—Pero la vieja leyenda... —comenté—. ¿Por qué no iba a contener parte de verdad?
—Sí, podría ser cierta —dijo Carnacki—, pero no creo que renga nada que ver con eso. Todavía no he conseguido aclararlo todo, de momento; pero creo que dentro de poco podré explicaros por qué pienso así.
—¿Y la boda? ¿Y la bodega...? ¿Se encontró algo dentro de ella? — preguntó Taylor.
—Sí, aquel mismo día se celebró la boda, a pesar de la tragedia —aclaró Carnada—. Era lo más sensato..., considerando los detalles que aún no he conseguido explicar. En efecto, hice excavar en el fondo de la gran bodega, pues tenía el presentimiento de que quizá encontraría algo que pudiera arrojar alguna luz sobre el caso. Pero no encontramos nada. Como veis, todo este asunto es espantoso y extraordinario. Nunca olvidaré la expresión del rostro de Parsket. Ni, a continuación, los repulsivos sonidos de aquellos grandes cascos, yendo y viniendo por la casa en silencio.
Carnacki se levantó.
—¡Fuera todo el mundo! —dijo, de manera amistosa, usando la fórmula de siempre.
Nos sumergimos en el silencio del Embankment y, desde allí, nos dirigimos a nuestras respectivas casas".
William Hope Hodgson