"Nunca pasó por Chalk-Newton sin volverme a mirar hacia el alto vecino, a
un punto en el que un sendero atraviesa la recta y solitaria carretera
principal, marcando así la división entre esta parroquia y la siguiente;
es una vista que nunca deja de traerme a la memoria el suceso que una
vez ocurrió allí; y, aunque a estas alturas puede parecer superfluo
desenterrar más recuerdos de historias de aldea, los susurros de ese
lugar tienen derecho a exigir no ser olvidados.
Fue en una oscura
–aunque apacible y excepcionalmente seca– noche de Navidad (según el
testimonio de William Dewy de Mellstock, Michael Mail y otros) cuando
los componentes del coro de Chalk-Newton, una gran parroquia situada
aproximadamente a mitad de camino entre las ciudades de Ivell y
Casterbridge, y ahora convertida en una estación de ferrocarril–
salieron de sus casas, antes de la medianoche, con el fin de llevar a
cabo la anual repetición de sus melodías bajo las ventanas de la
población local. La banda de instrumentistas y cantores era una de las
más numerosas del condado; y, al contrario que la banda de Mellstock,
más reducida pero de mayor calidad, que lo desdeñaba todo a excepción de
la cuerda, contaba con músicos de metal y madera durante los servicios
completos de los domingos y ocupaba toda la tribuna lateral derecha.
Aquella
noche había dos o tres violines, dos cellos, una viola, contrabajo,
oboes, clarinetes, serpentón y siete cantores. Pero no fueron los
trabajos del coro, sino lo que sus miembros tuvieron oportunidad de ver,
lo que hizo de la noche una ocasión especialmente señalada. Llevaban
muchos años haciendo sus rondas sin que ningún incidente de tipo poco
acostumbrado les saliera al paso, pero aquella noche, según las
afirmaciones de varios de ellos, dos o tres de los más antiguos de la
banda se encontraban –para empezar– en un estado de ánimo
excepcionalmente solemne y meditativo: como si pensaran que los
fantasmas de los amigos muertos que habían pertenecido al coro años
atrás y que ahora estaban callados para siempre en el cementerio, bajo
compactas masas de tierra, pudieran unirse a ellos –amigos que en sus
tiempos habían mostrado mayor afición por la música de la que se
mostraba en éstos–. O que la voz pretérita de una figura
semitransparente, en vez de la de un vecino vivo y conocido, pudiera
balbucear, desde la ventana de algún dormitorio, su agradecimiento por
la felicitación nocturna. Sin importarles si aquello era producto de la
realidad o de la imaginación, los miembros más jóvenes del coro se
agruparon con sus acostumbradas alegría y despreocupación. Cuando ya
estaban todos reunidos junto a los restos de la cruz de piedra que había
en medio de la aldea –cerca de la posada del «Caballo Blanco»–, lugar
del que hacían su punto de partida, alguien observó que se habían
adelantado en exceso, pues todavía no eran las doce en punto. En
aquellos tiempos, las murgas de Nochebuena locales procuraban no soltar
una sola nota hasta que la mañana de Navidad hubiera llegado
astronómicamente, y los miembros del coro, al no apetecerles, en aquel
momento, volver a la cerveza, decidieron empezar por algunas cabañas de
las afueras, de la vereda de Sidlinch, donde la gente no tenía reloj y
no sabría si era de noche o de madrugada. Por consiguiente, se fueron en
aquella dirección; y, mientras ascendían hacia terrenos más elevados,
su atención se vio atraída por una luz que brillaba más allá de las
casas, justo en lo alto de la empinada vereda.
La carretera que
va desde Chalk-Newton hasta Broad Sidlinch tiene unas dos millas de
longitud, y en la mitad de su recorrido, al pasar por encima de la
colina, marcando la línea divisoria de las dos aldeas, se cruza –como ya
se ha dicho–, formando ángulos rectos, con la solitaria, monótona y
antigua carretera conocida por Long Ash Lane, que a menudo ha sido
mencionada en estos relatos y que, recta como el trazo de un topógrafo y
sobre los cimientos de una vía romana, recorre muchas millas a norte y
sur de este lugar. Aunque en la actualidad está completamente abandonada
y por allí crece la hierba, a principios de siglo estaba bien
conservada y tenía un tráfico abundante. La vacilante luz parecía
proceder del lugar exacto en que las carreteras se cruzaban.
–¡Creo que ya sé lo que puede ser eso! –observó uno del grupo.
Los
hombres del coro se detuvieron un momento para discutir la probabilidad
de que la luz tuviera su origen en cierto suceso del que les habían
llegado algunos rumores, y decidieron subir hasta el alto de la colina.
Al acercarse a la cima sus conjeturas se vieron confirmadas. Long Ash
Lane se extendía a derecha e izquierda de donde estaban ellos; y vieron
que en el punto de convergencia de los cuatro caminos, debajo del poste
indicador, cuatro hombres de Sidlinch, contratados al efecto, habían
cavado una tumba a la que acababan de arrojar, mientras el coro se
aproximaba, un cadáver. El caballo y el carro que habían llevado el
cuerpo hasta allí estaban al lado inmóviles.
Los músicos y
cantores de Chalk-Newton se detuvieron y siguieron mirando mientras los
sepultureros echaban tierra a la fosa y la pisoteaban, hasta que el hoyo
quedó tapado por completo. Los hombres, entonces, dejaron los azadones
en el carro y se dispusieron a marcharse.
–¿A quién habéis enterrado ahí? –preguntó Lot Swanhills alzando la voz–. No será al sargento, ¿verdad?
Los
hombres de Sidlinch habían estado tan profundamente absortos con su
tarea que no habían reparado, hasta entonces, en las linternas del coro
de Chalk-Newton.
–¿Qué? Vosotros sois los cantores de villancicos de Newton, ¿verdad? –contestaron los representantes de Sidlinch.
–Sí, señor. ¿Es el viejo sargento Holway el que habéis enterrado ahí?
–Así es. Entonces, os habéis enterado ya, ¿eh?
Los del coro desconocían los detalles; sólo sabían que el domingo anterior se había pegado un tiro en el manzanal.
–Parece que nadie sabe por qué lo hizo, ¿verdad? O al menos en Chalk-Newton no lo sabemos –prosiguió Lot.
–Oh, sí. Todo se descubrió en la pesquisa judicial.
Los
cantores se acercaron más, y los hombres de Sidlinch aprovecharon para
tomarse un respiro después del trabajo y les contaron la historia.
–Todo fue por ese hijo suyo, pobre viejo. Se le partió el corazón.
–Pero si el hijo es soldado, seguro; ¿no está ahora con su regimiento en las Indias Orientales?
–Sí.
Y el ejército lo ha pasado mal allí últimamente. Es una lástima que su
padre lograra convencerlo de ir. Pero Luke no debería habérselo echado
en cara al sargento, porque él lo hizo con buena intención.
Las
circunstancias, en suma, eran las siguientes: el sargento que había
tenido este lamentable final, padre del joven soldado que se había ido a
Oriente con su regimiento, había tenido unas experiencias de la vida
militar singularmente satisfactorias –que habían finalizado mucho antes
de que la gran guerra con Francia estallara–. Al licenciarse, después de
haber cumplido debidamente su período de servicio, había regresado a su
aldea natal, se había casado y se había entregado, pacíficamente, a la
vida doméstica. Pero la siguiente guerra en que se vio envuelta
Inglaterra le había proporcionado muchos disgustos al verse
imposibilitado, por culpa de la edad y de la enfermedad, para formar de
nuevo parte de una unidad del ejército en activo. Cuando su único hijo
se hizo un muchacho y se planteó la cuestión de cómo habría de ganarse
la vida, el chico expresó sus deseos de ser artesano. Pero su padre le
aconsejó, con gran entusiasmo, que se alistara.
–El comercio se
está viniendo abajo en la actualidad –le dijo–. Y si la guerra con los
franceses dura (que durará), el comercio se pondrá todavía peor. El
ejército, Luke, es lo que te conviene. Es lo que me dio a. mí una
formación y es lo que te dará una formación a ti. Yo no tuve ni la mitad
de las oportunidades que se te presentarán a ti en estos tiempos
espléndidos, mucho más aguerridos.
Luke vaciló, pues era un joven
hogareño y amante de la paz. Pero, confiando respetuosamente en la
opinión de su padre, cedió finalmente y se alistó en el batallón de
infantería. Al cabo de unas cuantas semanas se le envió a la India para
que se incorporara a su regimiento, que se había distinguido en Oriente a
las órdenes del general Wellesley. Pero Luke no tuvo suerte. Llegaron a
su casa noticias indirectas de que había enfermado allí; y más tarde,
un día, hacía poco, cuando el anciano padre estaba dando un paseo,
recibió el aviso de que había una carta aguardándole en Casterbridge. El
sargento envió a un mensajero especial que recorriera las nueve millas
de distancia, pagara por la carta y la trajera a casa; y así se hizo;
pero, si bien la carta, como su padre había adivinado, era de Luke, el
contenido del texto era totalmente inesperado.
La carta había
sido escrita en un momento de profunda depresión. Luke decía que su vida
era un suplicio y una esclavitud, y le reprochaba amargamente a su
padre el haberle aconsejado que se embarcara en una carrera que no iba,
lo sentía, con su carácter. Se encontraba a sí mismo padeciendo fatigas y
enfermedades sin obtener ninguna gloria, y comprometido con una causa
que ni entendía ni estimaba. De no haber sido por los malos consejos de
su padre, él, Luke, estaría ahora trabajando tranquilamente en un
negocio que tendría en la aldea de la que nunca había deseado salir.
Tras
leer la carta el sargento se alejó unos pasos para que nadie pudiera
verle, y entonces se sentó en un montículo que había al borde de la
carretera. Cuando se levantó, media hora más tarde, su aspecto era el de
un hombre ajado y moralmente deshecho, y desde aquel día su natural
buen humor le abandonó. Herido en lo más hondo por las sarcásticas
invectivas de su hijo, empezó a darse a la bebida con cada vez mayor
frecuencia. Su mujer había muerto algunos años antes y el sargento vivía
solo en la casa que había heredado de ella. Una mañana de aquel
diciembre se había oído en los alrededores el estampido de un arma de
fuego, y al entrar los vecinos en la casa se lo encontraron agonizante.
Se había pegado un tiro con un viejo trabuco que utilizaba para
ahuyentar a los pájaros; y se desprendía –sin ningún género de dudas– de
lo que había dicho el día anterior y de los preparativos que había
hecho para su fallecimiento, que aquel final había sido planeado y
deliberado, y que era consecuencia de la desesperación en que se había
visto sumido por la carta de su hijo. La investigación judicial emitió
un veredicto de suicidio.
–Aquí está la carta del hijo –dijo uno de
los hombres de Sidlinch–. Se encontró en uno de los bolsillos del padre.
Se puede ver, por su estado, que la releyó un montón de veces. En
cualquier caso, hay que hacer lo que Dios ordena, porque así ha de ser,
te guste o no.
La tumba estaba ya tapada y no formaba desnivel,
pues no se le había puesto encima ningún montón de tierra. Los hombres
de Sidlinch se despidieron del coro de Chalk-Newton y se marcharon en el
carro que habían utilizado para llevar el cuerpo del sargento hasta la
colina. Cuando sus pasos se hubieron apagado y el viento soplaba por
encima de la solitaria tumba con su acostumbrado silbido de
indiferencia, Lot Swanhills se volvió hacia el viejo Richard Toller, que
tocaba el oboe, y le dijo:
–Es duro para un hombre, y más para
un bravo soldado como él, que se le trate de esta manera, Richard. Desde
luego que el sargento nunca estuvo en ninguna batalla mayor de la que
se podría librar en una dehesa de medio acre, claro que no. Pero su alma
debería tener las mismas oportunidades que la de cualquier otro hombre.
Las mismas, ¿no?
Richard contestó que estaba completamente de acuerdo:
–¿Qué
me dices de entonar un villancico delante de su tumba? Es Navidad y no
tenemos ninguna prisa por empezar abajo, en la parroquia; y no nos
llevaría ni diez minutos. Y además, aquí arriba no hay ni un alma para
decirnos que no lo hagamos ni para enterarse de que lo hacemos, ¿eh?
Lot asintió con la cabeza.
–El hombre debería tener su oportunidad –repitió.
–Lo
mismo da que escupas sobre su tumba, para lo mucho que vamos a hacer
con él con cantarle nada: ahora ya está muy lejos de aquí –dijo Notton,
el clarinetista y escéptico oficial del coro–. Pero estoy de acuerdo si
los demás lo están.
En consecuencia todos se pusieron, formando
un semicírculo, junto a la tierra recién removida y despertaron de su
letargo al adormecido aire con el conocido número dieciséis de su
repertorio, que Lot propuso por considerarlo el más indicado para la
ocasión y el estado de ánimo: Él viene a soltar a los cautivos, esclavos
de Satanás
–Caramba, nunca habíamos tocado antes para un muerto
–dijo Ezra Cattstock cuando hubieron terminado la última estrofa y,
pensativos, se disponían a darse un respiro–. Pero me parece más piadoso
esto que largarse y dejarle así, como han hecho esos otros tipos.
–Ahora
hay que volver a Newton; para cuando lleguemos a casa del párroco ya
serán las doce y media –dijo el director de la banda.
Pero no
habían hecho más que recoger los instrumentos cuando el viento les trajo
el ruido de un vehículo que, conducido a toda velocidad, venía de
Sidlinch por aquel mismo sendero, por donde los sepultureros se habían
marchado poco antes. Para evitar que el carro los arrollara a su paso,
los miembros del coro decidieron esperar –para ponerse en marcha– a que
el viajero nocturno, fuera quien fuese, los adelantara (y con el fin de
que lo hiciera en el tramo más ancho de la encrucijada, donde estaban
ellos en aquel momento).
Medio minuto después la luz de las
linternas iluminó un calesín de alquiler, tirado por un caballo jadeante
y con el morro lleno de vaho. Al llegar a la altura del poste indicador
una voz gritó desde el interior del vehículo:
–¡Pare aquí!
El
cochero tiró de las riendas. La puerta del coche se abrió desde dentro y
un soldado raso, vestido con el uniforme de algún regimiento regular,
salió de un salto. Miró a su alrededor y pareció sorprenderse al ver
allí a los músicos.
–¿Han enterrado ustedes a un hombre aquí? –preguntó.
–No.
Nosotros no somos de Sidlinch, gracias a Dios; somos el coro de Newton.
Pero un hombre acaba de ser enterrado aquí, eso es cierto; y nosotros
hemos cantado un villancico sobre los restos del pobre mortal. Pero, ¿es
acaso Luke Holway el que están viendo mis ojos, el que se fue a las
Indias Orientales con su regimiento? ¿O estoy viendo su espíritu, que ha
venido directamente desde el campo de batalla? ¿Usted es el hijo que
escribió la carta que...?
–No, no me hagan preguntas. Pero entonces, ¿el responso ha terminado ya?
–No
ha habido responso, en el sentido cristiano de la palabra. Pero está
enterrado, eso desde luego. Debe de haberse usted cruzado con los
hombres, de vuelta con la carreta vacía.
–¡Como un perro en una zanja, y todo por mi culpa!
El soldado se quedó callado, mirando la tumba, y los miembros del coro no pudieron evitar sentir compasión por él.
–Amigos
míos –dijo el joven–, ahora lo entiendo. Supongo que ustedes, por
caridad vecinal, han cantado por el descanso de su alma, ¿no es así? Les
agradezco de todo corazón su piadoso gesto. Sí; yo soy el miserable
hijo del sargento Holway. Soy el hijo que ha causado la muerte de su
padre, ¡tan cierto como si lo hubiera hecho con mis propias manos!
–No,
no. No se lo tome usted así, joven. Por lo que hemos oído, su padre
llevaba ya abatido una buena temporada por nada en particular.
–Estábamos
en el Oriente cuando le escribí. Todo parecía salirme mal. Justo
después de enviar la carta se nos ordenó volver a casa. Por eso me ven
ustedes aquí. En cuanto llegamos al cuartel de Casterbridge me enteré de
esto... ¡Maldito sea una y mil veces! Creo que me atreveré a seguir el
camino de mi padre y me mataré. ¡Es lo único que puedo hacer ya!
–No
se precipite usted, Luke Holway, vuelvo a decírselo; en lugar de eso,
trate de enmendar su vida en el futuro. Y tal vez su padre le eche una
sonrisa desde el cielo por ello.
El soldado negó con la cabeza.
–¡No sé, no sé! –contestó con amargura.
–Inténtelo y sea digno de lo mejor que tenía su padre. No es demasiado tarde.
–¿Usted
cree que no? ¡Me temo que sí!... Bueno, lo pensaré. Gracias por sus
buenos consejos. De todas formas, viviré aunque sólo sea para hacer una
cosa: trasladaré el cuerpo de mi padre a un cementerio cristiano y
decente, aunque tenga que hacerlo con mis propias manos. No puedo
salvarle la vida, pero puedo darle una tumba honrosa. ¡No reposará en
este lugar maldito!
–Sí. Como dice nuestro párroco, es una costumbre
bárbara la que conservan en Sidlinch, y deberían aboliría. El hombre
también fue soldado. Ya ve, nuestro párroco no es como el suyo de
Sidlinch.
–Dice que es una barbarie, ¿verdad? ¡Pues eso es
precisamente lo que es! –gritó el soldado–.Ahora, escúchenme con
atención, amigos.
Y entonces les preguntó si estarían dispuestos a
agrandar la deuda que él tenía con ellos haciéndose cargo, en secreto,
del traslado del cuerpo del suicida al cementerio (no al de Sidlinch,
parroquia que ahora odiaba, sino al de Chalk-Newton). Les daría todo lo
que poseía por hacerlo. Lot le preguntó a Ezra Cattstock qué opinaba de
ello. Cattstock, el violoncellista, que también era el sacristán,
vaciló, y le aconsejó al joven soldado que antes sondeara al rector a
ver qué pensaba de ello.
–A lo mejor pondría pegas y a lo mejor
no. El párroco de Sidlinch es un hombre duro, lo reconozco, y dice que
si la gente se mata en un arrebato debe sufrir las consecuencias. Pero
el nuestro no piensa así en absoluto, y es posible que lo permita.
–¿Cómo se llama?
–Es
el honorable y venerable señor Oldham, hermano de Lord Wessex. Pero no
tiene que tenerle miedo por eso. Hablará con usted como un hombre
corriente siempre y cuando usted no haya bebido lo suficiente como para
que le huela el aliento.
–Oh, ya, es el mismo que antiguamente Le preguntaré. Gracias. Y una vez cumplido ese deber.
–¿Qué hará entonces?
–Hay
guerra en España. He oído que ese es nuestro próximo destino. Trataré
de demostrarme a mí mismo que soy lo que mi padre deseaba que fuera.
Supongo que no podré. . pero lo intentaré, con mi flaqueza
característica. Eso lo juro aquí, sobre su cuerpo Y que Dios me ayude.
Luke dio un manotazo al blanco poste indicador con tanta fuerza que éste se tambaleó.
–Sí, hay guerra en España; y allí tendré otra oportunidad para ser digno de mi padre.
Así
se dio por terminado el asunto aquella noche Pronto se supo que el
soldado raso había cumplido al menos una de sus promesas, porque un día
de la misma semana de Navidad el rector entró en el cementerio cuando
Cattstock se encontraba allí y le pidió que buscara un lugar adecuado
para aquel enterramiento, añadiendo que él había conocido levemente al
sargento y que no sabía de la existencia de ninguna ley que le
prohibiera aceptar el traslado, después de haber examinado el precepto.
Pero como no deseaba que pareciese le movía el deseo de enfrentarse con
su vecino de Sidlinch, había estipulado que aquel acto de caridad se
llevara a efecto de noche y con la mayor discreción posible, así como
que la tumba estuviera en una zona oscura del recinto.
–Será mejor que vayas inmediatamente a advertírselo al joven –agregó el rector.
Pero
antes de que Ezra hiciera nada al respecto, Luke fue a verle a su casa.
Le habían acortado el permiso a causa de los recientes acontecimientos
de la guerra peninsular, y, viéndose obligado a reincorporarse
inmediatamente a su regimiento, no tenía más remedio que dejar la
exhumación y el nuevo enterramiento en manos de sus amigos. Dejó pagados
todos los gastos y les rogó a todos que se encargaran de que ambas
cosas se llevaran a cabo en seguida. Y con esto el soldado se marchó. Al
día siguiente, Ezra, después de reflexionar sobre el asunto, fue de
nuevo a la rectoría, acuciado por una repentina duda. Se había acordado
de que el sargento había sido enterrado sin ataúd, y no estaba seguro de
que no le hubieran clavado una estaca. El asunto iba á ser más
complicado de lo que en un principio habían supuesto.
–¡Sí, es cierto! –murmuró el rector–. Me temo que, después de todo, no va a ser factible.
El
siguiente suceso fue la llegada, en un carro, de una lápida mortuoria
procedente de la ciudad más cercana; para ser dejada en casa del señor
Ezra Cattstock; todos los gastos pagados. Entre el sacristán y el
carretero depositaron la losa en la letrina del primero; y Ezra, una vez
solo, se puso los lentes y leyó la breve y sencilla inscripción:
AQUÍ
YACE EL CUERPO DEL DIFUNTO SAMUEL HOLOWAY, SARGENTO DEL -º REGIMIENTO
DE INFANTERÍA DE SU MAJESTAD, QUE DEJO DE EXISTIR EL 20 DE DICIEMBRE DE
180-. ERIGIDO POR L. H.
«NO SOY DIGNO DE SER LLAMADO TU HIJO.»
Ezra fue de nuevo a la rectoría, que estaba cerca del río.
–Ha llegado la lápida, señor. Pero me temo que no se pueda hacer de ninguna forma.
–Me
gustaría complacer al joven –dijo el anciano y caballeroso presbítero–.
Y de buen grado dejaría de cobrar hasta el último penique de mis
honorarios. Pero si tú y los demás pensáis que no se puede hacer,
entonces no sé qué decir.
–Verá usted, señor; he interrogado a una
mujer de Sidlinch acerca del entierro del sargento, y parece que lo que
yo pensaba es verdad. Lo enterraron con una estaca de seis pies, del
redil de ovejas de North Ewelease, atravesándole el cuerpo, aunque ahora
lo negarían. Y la cuestión es: ¿vale la pena hacer el traslado teniendo
en cuenta lo embarazoso del caso?
–¿Has sabido algo más acerca del joven?
Ezra sólo sabía que aquella semana se había embarcado rumbo a España con el resto de su regimiento.
–Y si está tan desesperado como parecía, no volveremos a verle más por aquí ni en Inglaterra siquiera.
–Es un caso embarazoso –dijo el rector.
Ezra
volvió a hablar del asunto con el coro; uno sugirió la posibilidad de
poner la lápida en la encrucijada. Aquello se consideró impracticable.
Otro dijo que se podría colocar en el cementerio sin trasladar el
cuerpo; pero aquello no les pareció honrado. De modo que no se hizo
nada. La lápida mortuoria se quedó en la letrina de Ezra hasta que éste,
harto de verla allí, la puso entre unos matorrales que había al fondo
de su jardín. Los miembros del coro sacaban el tema de vez en cuando,
pero siempre acababan diciendo:
–Teniendo en cuenta de qué manera se le enterró, difícilmente podríamos hacer ese trabajo.
Siempre
tenían la convicción de que Luke no iba a regresar jamás, y esta
impresión se veía fortalecida por los rumores que llegaban acerca de los
desastres que le habían acaecido al ejército en España. Aquello
contribuyó a que la inercia se hiciera permanente. La lápida mortuoria
se puso verde a fuerza de estar durante tanto tiempo bajo los matorrales
de Ezra; más adelante, el viento tiró un árbol que estaba junto al río,
y, al caer encima de la lápida, la partió en tres pedazos. Finalmente,
los pedazos quedaron enterrados entre las hojas y el moho. Luke no había
nacido en Chalk-Newton, y tampoco había dejado parientes en Sidlinch,
de manera que no llegó ninguna noticia suya a ninguna de las dos aldeas
mientras duró la guerra. Pero después de Waterloo y la caída de Napoleón
llegó a Sidlinch, un día, un sargento mayor inglés cubierto de galones
y, como se descubrió más tarde, lleno de gloria. El servicio en el
extranjero había cambiado de una manera tan absoluta a Luke Holway que
hasta que dijo su nombre los habitantes no le reconocieron como el hijo
único del sargento.
Había servido con entereza y eficacia en las
campañas peninsulares a las órdenes de Wellington; había luchado en
Busaco, Fuentes de Oñoro, Ciudad Rodrigo, Badajoz, Salamanca, Vitoria,
Quatre Bras y Waterloo; y ahora había regresado para disfrutar de una
pensión más que ganada y descansar en su distrito natal. Apenas
permaneció en Sidlinch más tiempo del que le llevó comer algo a su
llegada. Aquella misma tarde se encaminó, a pie y por la colina, hacia
Chalk-Newton, y, al pasar por la encrucijada, miró hacia el poste
indicador y dijo:
–¡Gracias a Dios que él ya no está ahí!
Estaba
anocheciendo cuando llegó a la segunda aldea; sin embargo, se fue
directamente al cementerio. Cuando penetró en el recinto había aún luz
suficiente para discernir las lápidas mortuorias, y el soldado las
escudriñó minuciosamente. Pero aunque buscó por la parte delantera, que
daba a la carretera, y por la parte trasera, que daba al río, no pudo
encontrar lo que buscaba: la tumba del sargento Holway y un monumento
conmemorativo con la inscripción «NO SOY DIGNO DE SER LLAMADO TU HIJO».
Abandonó
el cementerio e hizo averiguaciones. El honorable, venerable y anciano
rector había muerto, y también muchos de los miembros del coro; pero,
poco a poco, el sargento mayor llegó a enterarse de que su padre yacía
aún en la encrucijada de Long Ash Lane. Luke siguió caminando,
pensativamente, en dirección a su casa. Pero para hacerlo por la ruta
acostumbrada tenía que volver a pasar por el lugar, ya que no había
ninguna otra carretera que uniera las dos aldeas. Y se sentía incapaz de
volver a pasar por aquel sitio, que ahora le lanzaba reproches con la
voz de su padre; de modo que saltó la valla y anduvo errante por los
campos arados para eludir el encuentro. Luke había soportado muchas
luchas y fatigas sostenido por la idea de que estaba reivindicando el
honor de la familia y haciendo nobles reparaciones. Y sin embargo su
padre yacía, aún, degradado. Que el cuerpo de su padre se viera obligado
a sufrir por las malas acciones que él, Luke, había cometido era más un
sentimiento que un hecho; pero a su hipersensibilidad le parecía que
los esfuerzos que había hecho por restablecer la reputación de su padre y
aplacar la sombra del injuriado habían terminado en el más absoluto de
los fracasos.
Se esforzó, sin embargo, por zafarse de su apatía,
y, disgustándole la sociedad de Sidlinch, alquiló una pequeña cabaña,
que había estado deshabitada durante mucho tiempo, en Chalk-Newton, Allí
vivió, solo, convirtiéndose en un verdadero ermitaño y no permitiendo
que mujer alguna entrara en la casa. La primera Navidad que siguió al
establecimiento de su morada allí dentro, Luke estaba sentado, solo,
junto al rincón de la chimenea, cuando oyó unas débiles notas musicales
en la lejanía; poco después una canción se elevó, atronadoramente, hasta
su ventana. Eran, como de costumbre, los cantores de villancicos; y
aunque muchos de los de la vieja hornada, incluidos Ezra y Lot,
descansaban eternamente, se seguían interpretando los mismos viejos
villancicos sacados de los mismos viejos libros. Las conocidas estrofas
que el ya fallecido coro había dedicado a la tumba de su padre resonaron
a través de los postigos de la ventana del sargento mayor:
Él viene a soltar a los cautivos, esclavos de Satanás
Cuando
terminaron se fueron a otra casa, dejando a Luke abandonado, como
antes, al silencio y a la soledad. La vela necesitaba que la
despabilaran, pero Luke no la despabiló y permaneció sentado hasta que
se consumió en el candelero y provocó oleadas de sombra en el techo. La
alegría navideña de la mañana siguiente se vio quebrada a la hora del
desayuno por una trágica noticia que se extendió por la aldea con la
rapidez del viento El sargento mayor Holway había sido encontrado con un
tiro en la cabeza, que se había pegado él mismo, en la encrucijada de
Long Ash Lane, donde su padre yacía enterrado.
Encima de la mesa
de su cabaña había dejado un papel escrito en el que expresaba su deseo
de ser enterrado en el cruce, al lado de su padre. Pero el papel,
accidentalmente, fue tirado al suelo, y nadie lo vio hasta después del
responso por el alma de Luke, que tuvo lugar de la manera acostumbrada,
en el cementerio".
Thomas Hardy