"Tan sólo el silencio del pasado reinaba en las misteriosas ruinas de
Kuthchemes, pero el miedo estaba allí, agazapado. El temor aleteó en la
mente de Shevatas, el ladrón, acelerando su respiración a través de sus
dientes apretados. Estaba de pie como un átomo de vida en medio de la
desolación y las ruinas que había entre los colosales monumentos de
piedra. Ni siquiera los buitres batían sus alas negras en la inmensa
bóveda azul del cielo en el que brillaba un sol ardiente. A ambos lados
se alzaban las lúgubres reliquias de una era olvidada: enormes columnas
rotas levantando sus truncados muñones hacia las alturas; larguísimas
filas ondulantes de murallas derruidas; caídos bloques de piedra de
dimensiones ciclópeas; estatuas destrozadas, cuyos contornos monstruosos
habían sido erosionados por los vientos y las tormentas de arena. No
había señales de vida en todo el espacio que se extendía de horizonte a
horizonte. Sólo el imponente desierto desnudo, dividido en dos por la
sinuosa línea de un río seco hacía mucho tiempo. Aquella vastedad de
colmillos relucientes que constituían las ruinas, de columnas erguidas
como rotos mástiles de naves hundidas, la dominaba la elevada cúpula de
marfil ante la que temblaba Shevatas.
La base de aquella cúpula
era un gigantesco pedestal de mármol que se elevaba desde lo que había
sido alguna vez una especie de mirador sobre el antiguo río. Amplios
escalones conducían a la gran puerta de bronce, apoyada sobre su base
como la mitad de un huevo gigantesco. Aquella cúpula de marfil puro
brillaba como si unas manos misteriosas la estuvieran puliendo
continuamente. El gran domo arrojaba destellos dorados, a través de los
cuales se divisaban los brillantes jeroglíficos que circundaban el
ábside. Ningún hombre en el mundo era capaz de leer esas inscripciones,
pero Shevatas sintió un escalofrío ante las sombrías sensaciones que
suscitaban en él, pues pertenecía a una raza muy antigua cuyos mitos se
remontaban a la noche de los tiempos.
Shevatas era un hombre
delgado y ágil, como corresponde a un maestro de ladrones de Zamora.
Tenía la cabeza rapada y vestía tan sólo un taparrabo de seda de color
escarlata. Como todos los de su raza, era de piel muy oscura y rostro de
buitre, del que destacaban unos ojos negros y vivaces. Sus dedos,
largos y finos, eran rápidos y nerviosos como las alas de una mariposa
nocturna. De su cinturón de escamas doradas colgaba una espada corta y
estrecha con una empuñadura enjoyada y una vaina de cuero ornamentado.
Shevatas parecía manejar su arma con un cuidado exagerado; incluso daba
la impresión de querer mantener la vaina apartada de su cuerpo, a fin de
que no entrase en contacto con la piel desnuda del muslo. Y sus
cuidados no estaban desprovistos de fundamento. Shevatas era ladrón
entre ladrones y su nombre se pronunciaba con temor en los tugurios del
Maul y a la sombra de los templos de Bel; de él hablaban las canciones y
leyendas de aquellas tierras. Sin embargo, el miedo encogió el ánimo de
Shevatas cuando se encontró de pie ante la cúpula de marfil de
Kuthchemes. Cualquier persona, por poco entendida que fuera, podía darse
cuenta de que había algo sobrenatural en aquel edificio. El viento y el
sol lo habían azotado durante tres mil años, y a pesar de ello el
marfil y el oro se alzaban claros y relucientes como el día en que fuera
erigido por manos desconocidas a orillas del anónimo río.
Esta
sensación misteriosa y sobrenatural que transmitía el edificio estaba en
consonancia con el aura que emanaba de las ruinas encantadas. El
desierto era una enigmática faja de tierra que se extendía hacia el
sudeste de Shem. Unos pocos días a lomo de camello en esa dirección,
como bien sabía Shevatas, llevarían al viejo hasta el gran río Styx,
donde éste trazaba un ángulo y seguía hacia el oeste para desembocar
finalmente en el lejano mar. Justamente en el punto en el que se
desviaba comenzaba Estigia, la oscura tierra del sur, cuyos dominios,
bañados por el gran río, contrastaban con los yermos circundantes. Hacia
el este, el desierto se prolongaba en las estepas que llegaban hasta el
reino hirkanio de Turan, que alzaba su esplendor bárbaro a orillas del
gran mar interior. A una semana de viaje a caballo hacia el norte, el
desierto concluía en una serie de montes áridos, detrás de los cuales se
hallaban las fértiles llanuras de Koth, el reino más meridional de
Hiboria. Al oeste, las arenas del desierto se fundían con las praderas
de Shem, que llegaban hasta el océano.
Shevatas sabía todo esto
sin ser consciente de ello, del mismo modo que una persona conoce las
calles de su ciudad. Era un avezado viajero y había saqueado los tesoros
de muchos reinos. Pero ahora vacilaba y se estremecía ante lo que
constituía su mayor aventura, y ante el tesoro más cuantioso de cuantos
conociera. Debajo de aquella cúpula de marfil yacían los huesos de
Thugra Khotan, el sombrío hechicero que había reinado en Kuthchemes tres
mil años antes, cuando los reinos de Estigia y Aquerón llegaban hasta
las mesetas que había al norte del río, pasando por las praderas de
Shem. Luego, las grandes invasiones hiborias llegaron hasta el sur desde
la cuna de su raza, que se encontraba cerca del polo norte. Fueron
migraciones masivas, que se prolongaron a lo largo de siglos y eras.
Pero bajo el reinado de Thugra Khotan, el último brujo de Kuthchemes,
unos bárbaros de ojos grises y cabello leonado, vestidos con pieles de
lobo y cotas de malla, llegaron desde el norte para sojuzgar al opulento
reino de Koth con sus espadas de hierro. Se abatieron sobre Kuthchemes
como las oleadas de una marea y bañaron en sangre las torres de mármol.
El reino de Aquerón fue sometido por el fuego y la violencia.
Pero
mientras asolaban las calles de la ciudad y mataban a sus arqueros como
si estuvieran talando árboles, Thugra Khotan tomó un extraño y terrible
veneno. Sus sacerdotes lo sepultaron en la tumba que él mismo se había
hecho construir. Allí murieron, en un sangriento holocausto, todos sus
adeptos, pero los bárbaros no pudieron abrir la puerta y ni siquiera la
violencia y el fuego lograron dañar el edificio. En consecuencia, se
alejaron de allí dejando la gran ciudad en ruinas. De este modo, Thugra
Khotan pudo descansar en paz en su sepulcro de marfil, mientras el
gusano de la destrucción comenzaba a roer las columnas y el río que
regaba sus tierras se iba hundiendo en las arenas hasta secarse por
completo. Muchos ladrones trataron de hacerse con el tesoro que, según
la leyenda, se hallaba entre los viejos huesos blanquecinos que yacían
bajo la cúpula. Muchos de ellos perecieron en la puerta del sepulcro,
mientras que otros fueron acosados desde entonces por sueños espantosos,
hasta que al fin murieron con la espuma de la locura en los labios. Por
todo ello, Shevatas se estremeció al encontrarse ante la tumba, y no
por la leyenda según la cual una serpiente cuidaba el esqueleto del
hechicero. Sobre todos los mitos de Thugra Khotan se cernían el horror y
la muerte como un velo tenebroso. Desde donde se encontraba, el ladrón
podía ver las ruinas de la gran sala en la que se habían arrodillado
cientos de prisioneros encadenados durante las celebraciones, para ser
decapitados por el rey-sacerdote en honor de Set, la serpiente divina de
los estigios. Cerca de allí debía estar el pozo oscuro y terrible junto
al cual se encadenaba a las aterradas víctimas que servirían de
alimento a un monstruo temible que salía de las profundidades de una
caverna infernal. La leyenda había convertido a Thugra Khotan en algo
más que un ser humano. Su culto había entrado en decadencia, aunque sus
devotos acuñaban todavía monedas con la imagen del monarca, que servían
para pagar el paso de sus muertos por el gran río de sombras cuya
representación material era el Styx. Aquella imagen quedó grabada en
forma indeleble en la mente de Shevatas, que solía sacar las monedas de
la boca de los cadáveres.
El ladrón dejó finalmente de lado sus
temores y subió hasta la gran puerta de bronce en cuya suave y lisa
superficie no se veía ningún cerrojo ni pestillo. Shevatas había tenido
acceso a cultos tenebrosos, había escuchado los sobrecogedores susurros
de los adoradores de Skelos a medianoche bajo los árboles y había leído
los libros prohibidos de Vathelos el Ciego. De rodillas en el suelo,
buscó a tientas en el umbral de la puerta y logró dar con unos salientes
demasiado pequeños para ser percibidos por el ojo humano o por dedos
menos sensibles. Presionó con sus dedos de una manera especial, al
tiempo que pronunciaba en voz baja las palabras de un olvidado
encantamiento. Cuando hubo presionado el último saliente, saltó con gran
agilidad y dio un golpe seco en el centro exacto de la puerta con la
mano abierta. La enorme puerta se abrió hacia dentro sin chirrido
alguno. El aire escapó con un fuerte silbido entre los apretados dientes
de Shevatas. Quedó a la vista un corredor corto y estrecho cuyo suelo,
paredes y cielorraso eran de marfil. De repente, de una abertura que
había a un lado del pasillo salió reptando en silencio un monstruo
espantoso que miró al intruso con ojos brillantes: era una serpiente de
unos seis metros de longitud, cuyo cuerpo brillante estaba cubierto de
escamas tornasoladas.
El ladrón no perdió tiempo en pensar de qué
modo habría sobrevivido el monstruo en aquellas sombrías profundidades.
Desenvainó cautelosamente la espada, de la que goteaba un líquido
verdoso idéntico al que manaba de los afilados colmillos del reptil. La
hoja estaba empapada en un veneno igual que el de la serpiente, y el
solo hecho de obtener ese veneno de los pantanos de Zíngara había
constituido de por sí toda una hazaña. Shevatas avanzó sigilosamente,
con las piernas algo flexionadas, dispuesto a saltar con la velocidad
del rayo. Y necesitó de toda su coordinación y agilidad cuando la
serpiente arqueó su cuello y atacó con una rapidez vertiginosa. A pesar
de sus rápidos reflejos, Shevatas habría muerto de no haber sido por una
casualidad. Sus planes de saltar a un lado y asestar un mandoble contra
el cuello extendido quedaron anulados por la cegadora velocidad del
ataque del reptil. El ladrón sólo tuvo tiempo para extender la espada
hacia adelante, mientras cerraba los ojos y lanzaba un grito. Shevatas
sintió que le arrebataban la espada de la mano, y luego resonaron en el
corredor los ecos de unos terribles chasquidos.
Shevatas abrió
los ojos, asombrado de estar aún con vida, y vio que el monstruo se
retorcía con fantásticas contorsiones, con la espada hundida en sus
gigantescas fauces. El azar había hecho que el reptil cayera sobre la
hoja que él había tendido a ciegas. Poco después, la serpiense te había
convertido en un conjunto de temblorosos anillos que se retorcían
débilmente. El poderoso veneno había hecho efecto. Después de pasar por
encima del ondulante cuerpo del reptil, el ladrón empujó una puerta
lateral que dejó ver el interior del recinto coronado por la cúpula. El
intruso lanzó un grito de asombro. En lugar de la penumbra que dejaba
atrás, se halló ante una luz de color carmesí que palpitaba con una
intensidad superior a la que podrían soportar ojos mortales. Procedía de
una gigantesca piedra roja situada en lo alto de la cúpula. Shevatas se
quedó atónito, a pesar de lo acostumbrado que estaba a contemplar
riquezas. El tesoro estaba allí, amontonado descuidadamente, en pilas de
diamantes, zafiros, rubíes, turquesas, ópalos y esmeraldas; había,
además ,ziggurats de jade, azabache y lapislázuli; pirámides de monedas
de oro y de lingotes de plata; espadas adornadas con piedras preciosas y
empuñaduras de oro, cascos de metales preciosos con crestas de caballo
de todos los colores, armaduras de escamas de plata; arneses incrustados
de gemas pertenecientes a antiguos reyes guerreros; copas talladas en
piedras preciosas de gran tamaño; cráneos con incrustaciones de oro y
adularía en lugar de ojos, así como collares hechos de dientes humanos
con pequeñas piedras engastadas. El suelo de marfil estaba cubierto por
varios palmos de polvo de oro que reflejaba el fulgor carmesí del enorme
rubí con millones de luces titilantes. El ladrón se encontraba ante un
mundo de magia y esplendor, y las sandalias de sus pies parecían pisar
estrellas.
Pero los ojos de Shevatas estaban fijos tan sólo en la
gran urna de cristal que se alzaba en medio del deslumbrante conjunto,
exactamente debajo de la enorme piedra roja donde debían estar los
huesos del rey, seguramente convertidos en polvo después de tantos
siglos. Y mientras miraba, su oscuro rostro palideció y se le heló la
sangre en las venas, en tanto que su piel se erizaba de horror y sus
labios se movían sin poder pronunciar una sola palabra. Pero de repente
su boca lanzó un grito espantoso que resonó aterradoramente bajo la
cúpula. Después, el silencio de los siglos volvió a reinar entre las
ruinas de la misteriosa Kuthchemes. El rumor se difundió por las
praderas hasta llegar a las ciudades de los hiborios; viajó con las
caravanas que cruzaban los desiertos conducidas por hombres delgados y
con ojos de halcón, vestidos con caftanes blancos; pasó de boca en boca,
entre los pastores de nariz aguileña de las sabanas, entre los nómadas
que vivían en tiendas de campaña y hasta las grandes ciudades
construidas de piedra, donde los reyes de rizadas barbas negras adoraban
a dioses de vientres prominentes con ritos extraños. Los rumores
también se extendieron por las laderas de las montañas hasta llegar a
los fértiles valles, donde prósperos pueblos levantaban sus casas a
orillas de azules lagos y ríos, y por los blancos caminos que recorrían
apacibles rebaños, ricos mercaderes, caballeros armados, arqueros y
sacerdotes.
Las noticias llegaron desde el desierto que se
extendía entre Estigia y el sur de las montañas de Koth. Decían que
había nacido un nuevo profeta entre los nómadas. Se hablaba de una
guerra tribal, de una reunión de hombres rapaces en el sudeste y de un
terrible jefe que había conducido a sus crecientes hordas a la victoria.
Los estigios, que constituían una amenaza perpetua para las naciones
del norte, no parecían estar relacionados con aquel movimiento, ya que
tenían a sus tropas acampadas en las fronteras orientales y sus
sacerdotes formulaban conjuros contra el hechicero, a quien llamaban
Natohk el Velado, pues llevaba el rostro siempre oculto.
Pero la
oleada invasora se dirigió hacia el noroeste, y los reyes de barbas
azuladas murieron ante los altares de sus dioses y sus ciudades
amuralladas quedaron empapadas en sangre. Se dijo que el objetivo de
Natohk y sus seguidores eran las mesetas de los hiborios. Las
incursiones procedentes del desierto era habituales por aquella época,
pero esta última parecía prometer algo más que una simple incursión. Los
rumores también decían que Natohk había logrado reunir a treinta tribus
nómadas y a quince ciudades bajo su mando, y que cierto príncipe
estigio rebelde se había unido a él. Esto último dio al movimiento un
cariz de verdadera guerra. Como era habitual, la mayor parte de las
naciones hiborias decidió ignorar la creciente amenaza. Pero en Khoraja,
que había sido arrebatada a los shemitas con la ayuda de las espadas de
los aventureros kothios, se dio crédito al rumor. Por hallarse al
sudeste de Koth, Khoraja debía soportar el mayor peso de la invasión. Su
joven rey permanecía prisionero del monarca traidor de Ofir, que dudaba
entre devolverlo a cambio de un cuantioso rescate o entregarlo al
enemigo del joven soberano, el rey de Koth, que en lugar de oro le
proponía un ventajoso tratado. Mientras tanto, el gobierno de Khoraja se
hallaba en las blancas manos de la joven princesa Yasmela, hermana del
rey cautivo.
Los trovadores cantaban por todo el mundo occidental
la belleza de Yasmela, que pertenecía a una de las dinastías reales más
importantes de la zona. Pero, aquella noche, su orgullo sufrió un duro
golpe. Yasmela se encontraba en su aposento, cuyo cielorraso era una
cúpula de lapislázuli y cuyo suelo de mármol estaba cubierto de pieles
rarísimas. En aquella habitación con frisos dorados, diez muchachas,
hijas de nobles y cubiertas de joyas, dormían sobre divanes de
terciopelo alrededor del lecho de la princesa, adornado con un baldaquín
de seda. Pero la princesa Yasmela no estaba en aquel tibio lecho, sino
que yacía desnuda, boca abajo, sobre el frío mármol, con la cascada de
sus negros cabellos extendida sobre la espalda y con los finos dedos
entrelazados, como una humilde suplicante. El horror le había helado la
sangre en las venas y tenía los hermosos ojos desorbitados y el esbelto
cuerpo bañado en un sudor frío. Por encima de ella, en el rincón más
oscuro de la alcoba de mármol, se cernía una enorme sombra informe. No
era una cosa viva; ni siquiera era un ser de carne y hueso, sino sólo
una mancha oscura, un borrón en los ojos, un monstruoso íncubo de la
noche, que hubiera parecido la pesadilla de un cerebro enfermo de no ser
por dos puntos luminosos, como un fuego amarillo, que brillaban como
ojos en la oscuridad. Además, de aquella sombra surgía una voz; era un
sonido suave y sibilante que no podía emanar de una garganta humana,
sino de una serpiente. Aquel sonido llenaba a Yasmela de un espanto tan
intolerable, que la hacía retorcerse como si su blanco cuerpo estuviera
sometido al castigo de un látigo.
-Eres mía, princesa; estás
marcada -decía aquella cosa aterradora en un susurro-. Antes de que me
despertara de este largo sueño, te había marcado y te tenía predestinada
para mí. Yo soy el alma de Natohk el Velado. ¡Mírame bien, princesa!
¡Pronto me verás en mi envoltura carnal y entonces me amarás!
El
murmullo fantasmagórico se convirtió en un libidinoso chasquido de
lengua que arrancó a Yasmela un gemido, al tiempo que ésta golpeaba las
losas de mármol con sus pequeños puños en un paroxismo de terror.
-Yo
duermo ahora en una habitación del palacio de Akbitana -prosiguió la
sombra-. Allí está mi cuerpo en su materialización carnal. Y sin embargo
en este momento no es más que un cascarón vacío del que ha huido el
espíritu por unos segundos. Si pudieras mirar desde las ventanas de este
palacio, te darías cuenta de la inutilidad de tu resistencia. El
desierto es como un jardín de rosas bajo la luna, donde florecen las
hogueras de mis cien mil guerreros. Así como avanza un alud creciendo en
volumen y velocidad, de la misma manera invadiré las tierras de mis
antiguos enemigos. Sus reyes me proporcionarán los cráneos para hacerme
copas, sus mujeres y niños serán los esclavos de mis esclavos. Me hice
muy fuerte durante los años en que estuve dormido... ¡Tú serás pronto mi
reina y yo te enseñaré las antiguas formas del placer, ya olvidadas!
Nosotros...
Ante el raudal de obscenidades cósmicas que comenzó a
proferir aquella sombra gigantesca, Yasmela se retorció como si un
flagelo lacerase sus delicadas carnes.
-¡Recuérdalo! -dijo el monstruo en voz baja-. ¡No pasarán muchos días antes de que yo te reclame como mía!
Yasmela
tenía el rostro pegado a las losas y se apretaba los frágiles oídos con
las manos, pero a pesar de ello le pareció oír un extraño ruido,
semejante al batir de las alas de un murciélago. Entonces, al mirar
temerosa hacia arriba, vio sólo un rayo de luna que brillaba a través de
la ventana, como si una espada de plata hubiera tomado el lugar de la
sombra. Temblando de pies a cabeza, se puso en pie y se dirigió
vacilante hacia un diván de satén, encima del cual se arrojó, llorando
desesperadamente. Las otras muchachas seguían durmiendo, pero una se
despertó y, después de bostezar y de estirar su esbelto cuerpo, miró a
su alrededor. En seguida se acercó al lecho de la princesa y se puso de
rodillas a su lado, rodeando con sus brazos la fina cintura de Yasmela.
-¿Qué ha ocurrido? ¿Era...? -preguntó la joven, con los ojos negros abiertos de espanto.
Yasmela le cogió las manos y se las apretó convulsivamente.
-¡Oh,
Vateesa, ha vuelto! ¡Lo vi..., le he oído hablar! ¡Me dijo su nombre...
se llama Natohk! ¡Es Natohk! No es una pesadilla; estaba allí arriba
mientras vosotras dormíais como narcotizadas. ¿Qué puedo hacer? Oh, ¿qué
he de hacer?
Vateesa hizo girar una de sus pulseras de oro alrededor de su nívea muñeca, mientras meditaba.
-¡Oh,
princesa! -dijo la joven-. Es evidente que ningún poder mortal puede
vencer a ese ser y que tampoco vale de nada el amuleto que los
sacerdotes de Ishtar te han dado. Por lo tanto, deberías acudir al
olvidado oráculo de Mitra.
Yasmela se estremeció. Los dioses de
ayer se convierten a veces en los demonios del mañana. Los kothios
habían abandonado hacía mucho tiempo el culto de Mitra, hasta el punto
de olvidar los atributos del dios universal de los hiborios. Yasmela
tenía la vaga idea de que, si Ishtar era de temer, aquel otro dios, por
ser antiquísimo, lo debería ser aún más. La cultura kothia, así como su
religión, habían sufrido la poderosa influencia de shemitas y estigios.
De ese modo, los sencillos usos de los hiborios se habían modificado y
corrompido en gran medida al entrar en contacto con las sensuales,
lujuriosas y despóticas costumbres orientales.
-¿Tú crees que
Mitra me ayudará? -preguntó Yasmela, aferrando las dos muñecas de
Vateesa. Hemos venerado a Ishtar desde hace tanto tiempo. ¡Claro que te
ayudará! -repuso la joven, que era hija de un sacerdote de Ofir que
había traído consigo las costumbres de su país cuando llegó a Khoraja
huyendo de sus enemigos políticos. ¡Ve al santuario! -agregó la joven-.
Yo iré contigo.
-¡Sí, lo haré! -exclamó Yasmela poniéndose en pie. Sin embargo, cuando Vateesa quiso vestirla, la princesa se negó diciendo:
-No
me parece apropiado ir vestida de seda al templo. Será mejor que vaya
desnuda y de rodillas, como las suplicantes; así, Mitra advertirá mi
humildad.
-¡Nada de eso! -repuso Vateesa, que no sentía mucho respeto
por lo que ella consideraba una falsa manifestación religiosa-. Mitra
desea que sus fieles caminen erguidos en lugar de arrastrarse como
gusanos, y tampoco quiere que se derrame sangre de animales sacrificados
ante su altar.
Convencida con estos argumentos, Yasmela
consintió en que la otra muchacha la vistiese con una ligera blusa sin
mangas, encima de la cual le puso una túnica de seda que ató a su talle
con un ancho cinturón de terciopelo. Le colocó unas zapatillas de raso
en los pies, y finalmente los diestros dedos de Vateesa peinaron su
oscura cabellera. Después, la princesa siguió a la muchacha, que apartó
un pesado tapiz y descorrió el cerrojo dorado de una puerta que había
oculta detrás. Salieron a un sinuoso pasillo que las dos muchachas
recorrieron rápidamente, hasta llegar a otra puerta que daba a un amplio
salón. Allí había un centinela con casco, coraza plateada y grebas
cinceladas, que sostenía una gran hacha de combate entre las manos.
Yasmela correspondió al saludo del soldado con un leve gesto; aquél,
después de haber presentado el arma, siguió con su guardia, inmóvil como
una estatua. Los dos jóvenes atravesaron el enorme salón iluminado a
medias por las antorchas que había en las paredes y luego descendieron
por una escalera, donde Yasmela se estremeció al ver las sombras que
parecían acurrucarse en los rincones. Tres pisos más abajo se detuvieron
ante un estrecho corredor, cuyo techo abovedado estaba constelado de
piedras preciosas y cuyo suelo estaba hecho de bloques de cristal, en
tanto que frisos dorados decoraban las paredes. Por allí avanzaron
cogidas de la mano hasta llegar a una puerta de oro. Vateesa la abrió y
pudieron ver un altar olvidado desde hacía mucho tiempo por todos, salvo
por unos pocos fieles y nobles visitantes de la corte de Khoraja, para
cuyo beneficio se mantenía aquel santuario. Yasmela jamás había entrado
allí, a pesar de que había nacido en el palacio. Sobrio y sin adornos en
comparación con el despliegue barroco de los santuarios de Ishtar, este
imponía por su dignidad y sencilla belleza, características propias de
la religión de Mitra. El cielorraso era bastante alto, pero no tenía
forma de cúpula. Las paredes, al igual que el suelo y el techo, eran de
mármol blanco. Detrás de un altar de jade de color verde claro se
hallaba el pedestal sobre el cual se alzaba la representación material
del dios. Yasmela contempló sobrecogida los amplios hombros, las
facciones definidas, la mirada serena, la barba patriarcal y la
cabellera rizada que caracterizaban al dios Mitra. Aquello, aunque ella
no lo supiera, era el arte en forma más elevada; era la manifestación de
una raza de gran sentido estético, no inhibido por el simbolismo
convencional.
La princesa cayó de rodillas y se prosternó sin
importarle las críticas de Vateesa. Ésta, para no desentonar, siguió su
ejemplo, pues ella era al fin y al cabo sólo una adolescente y el
santuario de Mitra era muy imponente. Cuando estuvieron de rodillas, no
pudo contenerse y le susurró a la princesa Yasmela:
-Ésta no es
más que una imagen del dios. Nadie pretende saber cuál es el aspecto
real de Mitra. Aquí está representado con una forma de hombre
idealizada, tan perfecto como puede concebirlo la mente humana. Pero no
vive en esta fría piedra, como te enseñan de Ishtar sus sacerdotes, sino
que está en todas partes, por encima de nosotros y a nuestro alrededor,
y sueña en lo alto, entre las estrellas. Pero aquí es donde su ser se
concentra. Ahora puedes invocarlo.
-¿Qué debo decir? -inquirió Yasmela con un balbuceo, presa del pánico.
-Antes de que empieces a hablar, Mitra ya sabe lo que pasa por tu mente... -comenzó a decir Vateesa.
En
ese momento, una voz que llegaba desde lo alto hizo temblar a las dos
muchachas. La voz, de tono profundo y sereno, no procedía de la imagen
ni de ningún lugar especial del santuario. Un nuevo escalofrío recorrió
el cuerpo de Yasmela, pero ahora no era de horror ni de repulsión.
-No
necesitas hablar, hija mía, pues sé muy bien lo que te sucede -dijo la
voz con la entonación musical que parecía latir rítmicamente-. Hay una
forma de salvar tu reino y de que, al hacerlo, salves también a todo el
mundo de los colmillos de una serpiente que ha salido reptando de la
noche de los siglos. Vete sola a la calle y pon tu reino en manos del
primer hombre que encuentres.
La voz etérea se extinguió y las
muchachas se miraron. Luego se pusieron en pie y no volvieron a hablar
hasta que se hallaron de nuevo en la alcoba de Yasmela. La princesa miró
afuera a través de los barrotes dorados de las ventanas. Era bastante
más de medianoche y la luna se había puesto. Ya se habían apagado todos
los ruidos de la ciudad. Khoraja dormía bajo las estrellas, que se
reflejaban en los jardines, en las calles y techos de las casas.
-¿Qué vas a hacer? -preguntó Vateesa en voz baja, sin poder dominar aún su turbación.
-Dame mi capa -dijo Yasmela con decisión.
-Pero sola por las calles, a esta hora... -objetó la otra joven.
-Mitra
ha hablado -replicó la princesa-. Es posible que haya sido la voz del
dios o el truco de un sacerdote. De todas formas, estoy decidida a ir.
Yasmela
se envolvió en una amplia capa de seda y se tocó con un gorro de
terciopelo del que colgaba un fino velo. Luego recorrió apresuradamente
los pasillos hasta llegar a una puerta de bronce, donde una docena de
alabarderos se quedaron mirándola llenos de asombro cuando pasó a su
lado. Aquel ala del palacio conducía directamente a la calle, mientras
que en los demás sectores había amplios jardines rodeados por una alta
muralla. Yasmela salió a la calle, iluminada por farolas emplazadas a
intervalos regulares. La joven vaciló, pero antes que su resolución
flaquease, cerró la puerta detrás de ella. Un ligero temblor la sacudió
al lanzar una mirada hacia la calle desierta, sumida en el más absoluto
silencio. Esta hija de casta real jamás se había aventurado sin compañía
fuera de su antiguo palacio. Finalmente, se decidió y avanzó
rápidamente calle arriba. Sus pies, calzados con finas zapatillas de
raso, pisaron suavemente el empedrado, pero incluso aquel imperceptible
sonido le encogía el corazón. La parecía que el tenue eco de sus pasos
resonaba estruendosamente en toda la ciudad, despertando a los monstruos
ratiformes que corrían por las cloacas. Todas las sombras le parecían
ocultar a un asesino; en todos los vanos de las puertas creía ver
agazapados a los sabuesos de las tinieblas. En ese momento, volvió a
sentir un profundo estremecimiento. Delante de ella, por la oscura
callejuela, apareció una misteriosa figura. Yasmela se escondió
rápidamente en un lugar poco iluminado, que ahora le parecía un refugio
acogedor. Su pulso latía aceleradamente. El desconocido no avanzaba
furtivamente, como un ladrón, ni con timidez, como un viajero temeroso.
Por el contrario, su caminar era el de una persona que no tiene
necesidad ni deseo de andar con sigilo. Sus pasos resonaban en el
empedrado con la fuerza que da la confianza en sí mismo. Cuando pasó
junto a la farola, Yasmela lo vio claramente. Se trataba de un hombre
alto, cubierto con la cota de malla de los mercenarios. La princesa sacó
fuerzas de flaqueza y salió de las sombras, oprimiendo la capa contra
su cuerpo.
El hombre desenvainó su espada a medias, pero se
detuvo al ver que se trataba de una mujer. No obstante, la mirada del
desconocido escrutó más allá de la figura femenina, para ver si traía
acompañantes. El desconocido se quedó inmóvil, mirando a la mujer con la
mano en la empuñadura, la cual sobresalía por debajo de su capa
escarlata. La luz de las farolas se reflejaba en el bruñido acero de su
casco, pero otro fuego más intenso brillaba en el azul de sus ojos.
Yasmela se dio cuenta inmediatamente de que aquel hombre no era un
nativo de Koth y, cuando habló, pudo advertir que tampoco era hiborio.
Iba vestido como un capitán de mercenarios, cargo que desempeñaban
hombres de muy diversos países, tanto bárbaros como civilizados. Pero en
aquel guerrero había algo que indicaba claramente que era bárbaro. Los
ojos de un hombre civilizado, fuese un criminal o un desesperado, no
brillaban de aquel modo. Por otro lado, aunque exhalaba un ligero olor a
vino, en modo alguno se tambaleaba y tampoco vaciló al hablar.
-Vaya, ¿te han dejado en la calle, muchacha? -preguntó él en lengua kothia, con fuerte acento bárbaro.
Los
dedos des desconocido aferraron con delicadeza la muñeca de Yasmela,
pero ella sintió que él le podía destrozar los huesos sin ningún
esfuerzo.
-Vengo de la última taberna que encontré abierta
-agregó él-. ¡Ishtar maldiga a esos condenados puritanos que cierran las
casas de bebida! «Dejad que los hombres duerman, en lugar de que
beban», afirman. ¡Sí, así pueden trabajar y luchar mejor para sus amos!
Eunucos despreciables, los llamo yo. Cuando servía en las tropas
mercenarias de Corinthia, nos emborrachábamos y pasábamos todas las
noches con mujeres, sin que eso nos impidiera combatir durante el día.
Sí, la sangre chorreaba de la hoja de nuestras espadas... Pero ¿qué me
dices tú, muchacha? Vamos, quítate ese condenado velo...
Ella
eludió con agilidad el ademán del bárbaro, para que no pareciera que lo
rechazaba. Se daba cuenta del peligro que corría estando sola con un
hombre que, seguramente, habíha bebido demasiado. Si ella le revelaba su
identidad, el desconocido podría reírse de ella abiertamente o bien
marcharse. Ni siquiera estaba segura de que aquel hombre no fuera a
cortarle el cuello. Los bárbaros hacían cosas extrañas e inexplicables.
Luchó contra su creciente temor y le dijo con una sonrisa:
-No, aquí no. Ven conmigo...
-¿Adonde?
-preguntó el mercenario con la sangre alterada, pero alerta como un
lobo-. ¿Me llevas acaso a alguna cueva de ladrones?
-¡No, no, te lo juro! -contestó Yasmela, tratando de evitar una vez más la mano que él tendía hacia su velo.
-¡El
diablo te confunda! -dijo él con un gruñido-. Eres tan necia como todas
las hirkanias, con sus malditos velos. ¡Vamos, enséñame tu cara de una
vez!
Antes que ella pudiera evitarlo, el desconocido le arrancó
la tapa y dejó su rostro al descubierto. Luego se quedó mirándola, como
si su rico atuendo le hubiese impresionado hasta el punto de disipar los
efectos de la bebida. Yasmela vio un fulgor receloso en sus ojos.
-¿Quién
demonios eres? -musitó él-. No eres una mujer de la calle... a menos
que tu protector haya robado el guardarropa del harén del rey.
-No importa -respondió Yasmela, apoyando su mano en el fornido brazo cubierto de malla de acero-. Ven conmigo a otra calle.
Él
vaciló un momento y luego se encogió de hombros. La muchacha se dio
cuenta de que él la había tomado por una noble dama que, cansada quizá
de sus corteses amantes, buscaba un modo de divertirse por otro lado.
Dejó que ella se cubriera de nuevo y luego la siguió. Por el rabillo del
ojo Yasmela observó a su acompañante mientras avanzaban juntos calle
abajo. Su cota de malla no llegaba a ocultar la reciedumbre del cuerpo
de tigre de aquel hombre. Todo en él era felino, elemental, indómito. Le
resultaba tan extraño como la selva, comparado con los delicados
cortesanos a los que ella estaba acostumbrada. La princesa temía su ruda
fuerza bruta y su innegable carácter de bárbaro; sin embargo, algo en
él la atraía. Aquella cuerda primitiva que se oculta en el alma de toda
mujer había resonado con fuerza. Cuando sintió la recia mano sobre su
brazo, algo la hizo estremecerse. Muchos hombres se habían arrodillado
ante ella y allí había uno que, según ella presentía, jamás se había
puesto de rodillas ante nadie. La muchacha estaba asustada y fascinada a
un tiempo, como en presencia de un enorme tigre. Yasmela se detuvo ante
la puerta del palacio y luego la abrió. Miró furtivamente a su
acompañante y no vio recelo en sus ojos.
-El palacio, ¿eh? -dijo él en voz baja-. De modo que eres dama de honor, ¿no es así?
La
princesa se preguntó con un extraño sentimiento de envidia si alguna de
sus damas lo habría llevado alguna vez a su palacio. Los soldados no se
inmutaron cuando Yasmela hizo pasar al desconocido entre ellos, pero
éste los miró con la fiereza de un perro de caza que observa una jauría
extraña. Yasmela lo condujo por una puerta hasta una habitación. El
hombre se quedó de pie, contemplando con aire algo tímido los tapices
que colgaban de las paredes. Vio una jarra de vino sobre una mesa de
ébano, la cogió y se la llevó a los labios con expresión de
satisfacción. En este momento entró Vateesa, que los miro con inquietud y
exclamó:
-¡Oh, mi princesa...!
-¿Princesa?
La jarra se
estrelló contra el suelo. Con un movimiento demasiado rápido para que
pudiera seguirlo con la vista, el mercenario arrancó el velo del rostro
de Yasmela. Al reconocerla, retrocedió profiriendo una maldición, al
tiempo que su espada trazaba un arco azul en el aire. Sus ojos
centellearon como los de un tigre en una trampa. El aire estaba cargado
de tensión, como la calma que precede a la tormenta. Vateesa se arrojó
al suelo, presa de terror, pero Yasmela se enfrentó al bárbaro
enfurecido sin vacilar. Se daba cuenta de que su vida dependía de lo que
hiciese. Enloquecido por la sospecha y por un pánico irracional, el
extranjero estaba dispuesto a matar a la menor provocación, pero ella se
sentía extrañamente serena.
-No temas -le dijo la princesa-. Soy Yasmela, pero no hay razón alguna para que desconfíes de mí.
-¿Para
qué me has traído a este lugar? -preguntó el mercenario con brusquedad,
mientras sus ojos ardientes miraban en derredor-. ¿Qué clase de trampa
es ésta?
-No hay trampa alguna -respondió ella-. Te he traído aquí
porque puedes ayudarme. Consulté a Mitra y él me dijo que saliera a la
calle y pidiera ayuda al primer hombre que encontrara.
Eso era algo que él podía entender. Los bárbaros también tenían sus oráculos. Entonces bajó la espada, aunque no la envainó.
-Si
eres Yasmela, sin duda necesitas ayuda -dijo el mercenario con un
gruñido-. Tu reino es un verdadero caos. Pero, ¿cómo puedo ayudarte? Si
deseas cortarle el cuello a alguien, entonces...
-Toma asiento -le rogó la princesa-. Vateesa, trae más vino.
El
hombre se sentó, pero tuvo cuidado de situarse junto a una pared, para
poder vigilar bien toda la habitación. Luego colocó la espada
desenvainada sobre sus rodillas, que cubría una malla de acero. Ella
contempló fascinada aquel brillo de color azulino que parecía reflejar
saqueos y gestas sangrientas. También advirtió Yasmela el tamaño de las
manos del bárbaro y pensó que no eran las toscas zarpas de un
troglodita. Con un estremecimiento de culpabilidad, imaginó aquellos
dedos acariciando sus oscuros cabellos. Cuando la princesa tomó asiento
en el diván frente al desconocido, éste pareció cobrar más confianza. Se
quitó el casco y lo puso sobre una mesa. Luego se echó hacia atrás la
malla que le cubría la cabeza, y los pliegues metálicos cayeron sobre
sus enormes hombros. Yasmela comprobó entonces que el hombre no se
parecía en absoluto a los de la raza hiboria. En su rostro oscuro
cubierto de pequeñas cicatrices había cierta expresión taciturna, y
aunque sus facciones no expresaban depravación ni maldad, había en ellas
algo siniestro que subrayaban sus ardientes ojos azules. Enmarcaba su
ancha frente una melena de corte cuadrado, negra como las alas de un
cuervo.
-¿Quién eres? -le preguntó de improviso Yasmela.
-Soy
Conan, un capitán de lanceros mercenarios -contestó él mientras vaciaba
su jarra de vino de un trago y la tendía para que le sirviera más-. Nací
en Cimmeria.
Aquel nombre significaba poco para la princesa, que
sólo sabía que se trataba de un país salvaje, hosco y montañoso,
situado en el norte, muy lejos, más allá de los últimos fortines
hiborios y poblado por gente fiera y huraña. Yasmela jamás había visto a
un cimmerio hasta ese momento. La muchacha apoyó la barbilla en sus
manos y observó a Conan con aquellos ojos oscuros y profundos cuya
mirada había esclavizado a tantos corazones.
-Conan el cimmerio -dijo al fin-. Antes has dicho que yo necesitaba ayuda. ¿Por qué?
-Bueno,
cualquiera puede darse cuenta de eso -respondió él-. Tu hermano, el
rey, está prisionero en una cárcel de Ofir. Ahí tienes a las gentes de
Koth, que planean esclavizaros. Hay un brujo shemita que esparce el
fuego y la destrucción por donde pasa. Y lo que es peor, ahí están tus
soldados, que desertan a diario.
La princesa no respondió en
seguida. El hecho de que un hombre le hablase tan sinceramente, sin
disfrazar las palabras con un velo de cortesía, era algo completamente
nuevo para ella.
-¿Y por qué desertan mis soldados, Conan? -preguntó ella.
-Algunos
son reclutados por Koth -repuso el cimmerio, mientras tomaba unos
sorbos de vino, con aire satisfecho-. Muchos otros creen que Khoraja
está destinado a desaparecer como estado independiente. Otros se asustan
ante lo que se cuenta de ese perro de Natohk.
-¿Y crees que los mercenarios resistirán? -inquirió Yasmela llena de ansiedad.
-Sí,
mientras nos paguen bien -afirmó él con franqueza-. Tus motivos
políticos no nos interesan. Para ello puedes confiar en nuestro general
Amalric, pero los demás somos hombres simples a los que sólo nos
preocupa obtener un buen botín. Si pagas a Ofir el rescate que pide, se
dice que no tendrás con qué pagarnos. En ese caso, tal vez nos pasáramos
a las filas del rey de Koth a pesar de que son pocos los que simpatizan
con ese miserable. O quizá saqueemos esta ciudad. En una guerra civil,
el botín suele ser cuantioso.
-¿Y no pensáis uniros a Natohk? -inquirió la princesa.
-¿Con
qué iba a pagarnos? -repuso el cimmerio-. ¿Con los ídolos de latón
robados a las ciudades shemitas? No; mientras sigas luchando contra
Natohk, puedes confiar en nosotros.
-¿Te seguirán tus camaradas? -le preguntó ella, inesperadamente.
-¿Qué quieres decir?
-¡Digo que te voy a nombrar comandante de los ejércitos de Khoraja!
Conan
se detuvo en seco, con la jarra en los labios, que se curvaron en
seguida en una amplia sonrisa. Los ojos del cimmerio brillaron con una
nueva luz.
-¿Comandante en jefe? ¡Por Crom! Pero ¿qué dirán a eso tus perfumados cortesanos?
-¡Tendrán que obedecerme!
La princesa golpeó las manos y al momento entró un esclavo, que se inclinó ante ella.
-Has que vengan inmediatamente el conde Thespides, el canciller Taurus, el general Amalric y Agha Shupras -dijo Yasmela.
Una
vez que el esclavo se hubo retirado, la joven miró a Conan, que
devoraba con gran apetito la comida que había colocado ante él la
temblorosa Vateesa.
-Deposito mi confianza en Mitra -dijo la princesa-. Y ahora, dime, ¿has participado en muchos combates?
-Nací
en medio de una batalla -respondió el cimmerio mientras daba grandes
mordiscos a un trozo de carne con sus fuertes dientes-. Lo primero que
oyeron mis oídos fue el sonido metálico de las espadas y los lamentos de
los moribundos. He peleado en luchas tribales, en guerras civiles y en
campañas imperiales.
-Pero ¿eres capaz de dirigir ejércitos y de ordenar líneas de batalla?
-Bueno,
puedo intentarlo -repuso él imperturbable-. No es más que una pelea a
gran escala. Se trata de sorprender la guardia del adversario, y
luego... ¡atacar! Entonces, o bien cae su cabeza o bien la nuestra.
El
esclavo volvió a entrar para anunciar la llegada de los hombres
convocados. Yasmela salió al salón adyacente y los noblesse inclinaron
doblando una rodilla, evidentemente extrañados de que los hubiese
llamado a esa hora.
-Os he reunido para haceros conocer mi decisión -dijo Yasmela-. El reino está en peligro...
-Es una gran verdad, mi princesa -manifestó el conde Thespides.
El
noble era un hombre alto, de cabellera rizada y perfumada. Con una mano
se atusaba la punta de los bigotes y en la otra sostenía un gorro de
terciopelo adornado con una pluma de color escarlata asegurada con un
broche de oro. Llevaba zapatos de raso y un jubón de terciopelo bordado.
Sus modales eran ligeramente afectados, pero debajo de las sedas se
adivinaban unos músculos de hierro.
-Sería oportuno ofrecer a Ofir más oro por el rescate de vuestro real hermano -agregó el conde.
-Me
opongo terminantemente -dijo Taurus, el canciller, que era un hombre
anciano ataviado con una túnica ribeteada de armiño y en cuyas facciones
se percibían las huellas de muchos años al servicio de su país-. Ya
hemos ofrecido más de lo que puede pagar nuestro reino. Dar más sería
fomentar la codicia de los ofireos. Mi princesa, repito lo que ya he
dicho: Ofir no hará nada mientras no detengamos a esa horda de
invasores. Si perdemos, el rey Khossus será entregado a Koth, y si
ganamos, nos devolverá a Su Majestad previo pago del rescate.
-Y
mientras tanto -intervino Amalric-, los soldados desertan a diario y los
mercenarios están inquietos, pues no saben por qué perdemos el tiempo y
qué estamos planeando. Debemos actuar rápidamente, de lo contrario...
Amalric era nemedio, un hombre corpulento con una gran melena leonina.
-Mañana marcharemos hacia el sur -dijo Yasmela-. ¡Y ahí está el hombre que os conducirá!
Tras
apartar la cortina de terciopelo, la princesa señaló con gesto
dramático al cimmerio. Quizá aquél no era el momento más oportuno para
hacer la presentación del nuevo comandante, pues Conan estaba
repantigado en un sillón, con los pies encima de la mesa de ébano y muy
ocupado en roer un hueso de venado, que sujetaba fuertemente con ambas
manos. El comensal lanzó una mirada indiferente a los asombrados nobles,
sonrió a Amaine y siguió masticando con indudable deleite.
-¡Mitra
nos proteja! -estalló Amalric-. ¡Ése es Conan el cimmerio, el más
pendenciero de todos mis bribones! ¡Lo habría ahorcado hace mucho
tiempo, si no fuese el que mejor maneja la espada!
-Sin duda, Su
Alteza bromea -terció el conté Thespides, y su aristocrático rostro se
ensombreció-. Este hombre es un salvaje, un individuo sin cultura ni
educación. ¡Considero un insulto que nosotros, unos caballeros, tengamos
que estar a sus órdenes! Yo...
-Conde Thespides -le dijo Yasmela-, tú llevas a mi gente bajo tus arreos. Por favor, devuélvemelos y márchate.
-¿Marcharme? -exclamó él-. ¿Adonde?
-¡A Koth o al infierno! -respondió ella, con una energía insospechada-. Si no me obedeces, no necesito de tus servicios.
-Te
equivocas, mi princesa -repuso el conde, inclinándose con gesto
ofendido-. Yo no puedo abandonarte. Sólo por ti pondré mi espada a
disposición de ese bárbaro.
-¿Y tú, general Amalric?
Éste juró
en voz baja y luego sonrió. Era un verdadero soldado de fortuna, y
ningún avalar de la suerte, por duro que fuera, lo inmutaba.
-Aceptaré
sus órdenes -declaró-. Vida corta y placentera es mi lema. Y teniendo a
Conan el Degollador por comandante, estoy seguro de que la vida va a
ser tan alegre como breve. ¡Por Mitra, si ese perro ha mandado alguna
vez algo más que una compañía de degolladores, soy capaz de comérmelo
con arnés incluido!
-¿Y tú, Agha? -preguntó Yasmela, dirigiéndose a Shupras.
El
aludido se encogió de hombros, con aire resignado. Era un individuo con
el aspecto típico de los nativos de la frontera meridional de Koth: un
hombre alto y delgado, con cara de halcón.
-Ishtar nos manda, princesa -repuso, y el fatalismo de sus antepasados hablaba por su boca.
-Esperad
aquí -ordenó ella y, mientras Thespides estrujaba una punta de su capa
de terciopelo, Taurus murmuraba algo en voz baja y Amalric paseaba de un
lado a otro mesándose la barba sonriendo como un león hambriento, la
princesa volvió a desaparecer tras las cortinas y llamó a sus esclavos.
Siguiendo
sus órdenes, éstos volvieron con un arnés para reemplazar la cota de
malla que vestía Conan. El cimmerio se puso el gorguero, el escarpe, la
coraza, el espaldar, la rodillera, la celada del casco y, en fin, todo
lo que componía la armadura de un caballero. Cuando Yasmela corrió de
nuevo las cortinas, un cimmerio cubierto de acero bruñido apareció ante
los nobles. Tenía la visera alzada y el semblante oscurecido por las
negras plumas de su casco, y de su figura emanaba un aire sombrío e
imponente que hasta el mismo Thespides no pudo menos que advertir, a su
pesar. Unas palabras de broma murieron en los labios de Amalric, que
dijo con voz pausada:
-¡Por Mitra, nunca creí que te vería con
armadura completa, Conan de Cimmeria, pero debo reconocer que no quedas
mal! ¡Por los huesos de mis dedos, que he visto a muchos reyes que
llevaban la armadura con bastante menos majestad que tú!
Conan se
quedó callado. Una vaga sombra cruzó por su mente, como una profecía.
En los años venideros iba a recordar las palabras de Amalric, cuando el
sueño se convirtiera en realidad. Bajo la temprana luz del alba, las
calles de Khoraja se atestaron de gentes que observaban la partida de
las huestes hacia el sur. El ejército se había puesto en camino, al fin.
Allí iban los caballeros, con sus brillantes armaduras plateadas y
plumas de colores ondeando sobre los bruñidos cascos. Sus caballos,
cubiertos de petos de seda, arreos de cuero barnizado y hebillas
doradas, piafaban mientras los jinetes les hacían guardar el paso. Los
primeros rayos de sol arrancaban reflejos a las puntas de las lanzas,
que se alzaban como un bosque por encima de los escuadrones, mientras
los pendones ondeaban al viento. Cada uno de los caballeros llevaba una
prenda concedida por una dama -un guante, un velo o una flor-, que ataba
a su casco o al cinto de la espada. Era la caballería noble de Khoraja,
quinientos hombres conducidos por el conde Thespides, quien, según se
decía, aspiraba a la mano de la misma Yasmela. Seguía a éstos la
caballería ligera, en apretadas filas. Los jinetes era montañeses
típicos, hombres delgados con rostro de halcón. Llevaba bacinetes en
punta, y la cota de malla resplandecía bajo sus amplios caftanes. Su
arma principal era el terrible arco shemita, capaz de enviar una flecha a
una distancia de quinientos pasos. Había cinco mil jinetes ligeros, a
cuya cabeza cabalgaba Agha Shupras, taciturno e inescrutable bajo el
casco puntiagudo. A corta distancia los seguían a pie los lanceros de
Khoraja. Eran relativamente pocos, al igual que en cualquier otro estado
hiborio, donde se estimaba que la caballería era el único cuerpo
distinguido y honroso. Estos, al igual que los caballeros, pertenecían a
la antigua raza de Koth; eran hijos de familias arruinadas, hombres
fracasados, jóvenes sin dinero que no podían pagarse los caballos y las
armaduras plateadas. Sumaban unos quinientos.
Los mercenarios
cerraban la marcha. Se trataba de un millar de jinetes y dos mil
lanceros de a pie. Los esbeltos corceles de la caballería mercenaria
parecían recios y salvajes, al igual que sus jinetes, y no piafaban ni
daban brincos al andar. Había algo sombrío en el aspecto de aquellos
profesionales de la muerte, veteranos de incontables campañas
sangrientas. Cubiertos de la cabeza a los pies con cotas de malla,
usaban bacinetes sin visera para protegerse la cabeza. Sus escudos eran
lisos y sus largas lanzas estaban despojadas de todo adorno. De sus
monturas colgaban hachas de guerra y mazas de acero, y llevaban una
larga cimitarra en la cintura. Los lanceros iban armados de forma
parecida, aunque empuñaban picas en lugar de las lanzas que llevaba la
caballería. Eran hombres de todas las razas, que habían cometido toda
clase de crímenes. Entre ellos había altos hiperbóreos, gente delgada,
de grandes huesos, pocas palabras y carácter violento; rubios hombres de
Gunderland, que procedían de las montañas del noroeste; renegados
corinthios, fanfarrones como pocos; cetrinos zingarios, de hirsutos
bigotes negros y temperamento fiero, y aquilonios, que llegaban del
lejano oeste. Pero todos ellos, salvo los zingarios, eran hiborios.
Detrás de todos ellos venía un camello con espléndidos arreos, conducido
por una caballero que montaba en un enorme corcel, rodeado de un
escuadrón de guerreros escogidos entre las tropas reales. El que iba en
el camello era un personaje delgado y esbelto, vestido de seda. Al
verlo, la turba, siempre sensible a la realeza, arrojó los sombreros al
aire y lanzó fuertes vítores. Conan el cimmerio, arrogante en su
armadura plateada, lanzó una mirada de desaprobación hacia el camello y
le dijo algo a Amalric, que cabalgaba a su lado, resplandeciente con su
coraza dorada encima de la cota de malla y el casco sobre el que flotaba
una cresta de negras crines de caballo.
-La princesa ha querido
venir con nosotros. Pero es demasiado delicada y endeble para esto. De
todas formas, tendrá que cambiarse de ropa.
Amalric se atusó el
rubio bigote para disimular una sonrisa. Pensó que Conan imaginaba que
Yasmela empuñaría una espada y tomaría parte activa en la lucha, como
hacían a menudo las mujeres bárbaras.
-Las mujeres de los
hiborios no combaten como la de los cimmerios, Conan -dijo
Amalric-.Yasmela sólo viene con nosotros para observar la campaña. De
todos modos -agregó inclinándose y bajando la voz-, entre nosotros,
tengo la impresión de que la princesa no quiere quedarse sola. Creo que
tiene miedo de algo...
-¿Un alzamiento? Sí, tal vez deberíamos haber ahorcado a algunos revoltosos antes de partir.
-No,
no es eso. Una de sus doncellas dijo quealgo se le había aparecido en
el palacio por la noche y había aterrorizado a Yasmela. Serán brujerías
de Natohk, sin duda, ¡Conan, te aseguro que estamos combatiendo contra
algo más que seres de carne y hueso!
-Bien -repuso el cimmerio-, de todas formas es mejor ir en busca del enemigo que esperarlo.
Conan
lanzó una mirada hacia la prolongada fila de carromatos y ayudantes de
campo que seguían a las tropas, después observó a éstas y, al ver que
todo estaba en orden, alzó una mano y profirió el grito de los
mercenarios.
-¡Botín o infierno, camaradas! ¡Adelante!
Detrás
de la interminable fila se cerraron las macizas puertas de Khoraja.
Algunas cabezas se asomaron a las ventanas. Los habitantes de la ciudad
sabían que estaban contemplando su vida o su muerte. Si las huestes
resultaban derrotadas, el futuro de Khoraja se escribiría con sangre.
Las hordas que venían de las tierras salvajes del sur no conocían la
piedad. Las columnas avanzaron durante todo el día. Atravesaron
onduladas praderas y vadearon ríos hasta que el terreno se fue haciendo
cada vez más escarpado. Delante de las tropas se veía una serie de
montes bajos que se extendían sin solución de continuidad de este a
oeste. Aquella noche acamparon en la ladera norte de aquellos montes, y
llegaron hasta las hogueras muchos hombres de nariz aguileña y ojos
fieros procedentes de las montañas cercanas, que transmitieron las
noticias que llegaban del misterioso desierto. En todos los rumores
aparecía el nombre de Natohk como un ondulante reptil. A su conjuro,
afirmaban los montañeses, los demonios del aire traían el trueno, el
viento y la niebla, y los diablos subterráneos sacudían la tierra con
espantosos terremotos. Natohk hacía caer de las alturas un fuego con el
que destruían las puertas de las ciudades amuralladas y quemaban a sus
defensores hasta reducirlos a huesos calcinados. Sus guerreros eran tan
numerosos que cubrían el horizonte, y contaba con cinco mil estigios con
carros de combate bajo las órdenes del príncipe Kutamún. Conan
escuchaba, imperturbable. La guerra era su oficio. La vida era para él
una continua batalla o, mejor dicho, una serie ininterrumpida de
batallas. Desde su nacimiento, la muerte había sido su compañera
habitual. Ella cabalgaba con aire siniestro a su lado, se alzaba sobre
su hombro cuando Conan se sentaba en las mesas de juego, hacía tintinear
con sus dedos huesudos las copas de vino, se cernía sobre él como una
sombra monstruosa cuando se acostaba a dormir. Él le prestaba tan poca
atención como un rey a su copero. Algún día, aquellas manos huesudas se
apoderarían de él. Eso era todo. Lo importante era estar vivo, por el
momento. Pero había otros que no se sentían tan animosos. Conan pasó
entre los centinelas y se detuvo ante una esbelta figura cubierta con
una capa, que le hizo una señal con la mano para que se detuviera.
-Princesa, deberías estar en tu tienda de campaña -le dijo el cimmerio.
-No podía dormir -repuso ella con los ojos velados por una sombra-. ¡Conan, tengo miedo!
-¿Hay alguien entre estos hombres a quien temas? -preguntó él, echando mano a la empuñadura de su espada.
-No se trata de un hombre -declaró Yasmela con un ligero temblor-. Dime, Conan, ¿tú no temes a nada?
Él reflexionó un momento, se acarició la barbilla y admitió al fin:
-Sí, temo la maldición de los dioses.
La princesa tembló visiblemente, y al cabo de unos instantes agregó:
-Yo
estoy maldita, Conan. Un demonio de los abismos me ha marcado. Noche
tras noche se alza entre las sombras susurrándome cosas terribles.
Quiere arrastrarme a los infiernos para hacerme su reina. No me atrevo a
dormir, pues sé que vendrá a mi tienda, igual que vino a mi alcoba del
palacio. Conan, tú eres fuerte. ¡Déjame estar a tu lado! ¡Tengo miedo!
Yasmela,
en ese momento, no era una princesa, sino tan sólo una muchacha
aterrada. Su orgullo la había abandonado, dejándola con el alma desnuda.
Presa de pánico, había acudido al cimmerio. La implacable fuerza que la
había repelido al principio, ahora la atraía. Por toda respuesta, Conan
se quitó la capa escarlata y envolvió con ella a la princesa. Lo hizo
con gesto rudo, como si la ternura le estuviera vedada. Su mano férrea
descansó por un instante sobre los delicados hombros de Yasmela, y ésta
volvió a temblar, pero ahora no era de miedo. Una fuerza primitiva,
semejante al rayo, se había adueñado de ella por el simple contacto de
la mano del cimmerio, como si él le hubiera transmitido parte de su
enorme fuerza y vitalidad.
-Acuéstate ahí -le dijo él, indicando un espacio libre que había junto a una hoguera.
Conan
no veía nada extraño en el hecho de que una princesa se acostase en el
suelo al lado de la fogata de un campamento, envuelta en la capa de un
soldado. La muchacha obedeció sin hacer la menor objeción. Él se sentó
cerca de ella, sobre una roca, y colocó la cimitarra sobre sus rodillas.
Con el fuego reflejándose en su armadura, parecía una imagen de acero,
la encarnación del poder y de la fuerza en un momento de quietud,
aguardando una señal para volver a sumergirse en la acción. La luz de
las llamas jugaba con sus facciones, que parecían duras como el hierro.
Pero sus ojos ardían con una vida salvaje. Ya no era solamente un
bárbaro, sino que formaba parte de la indómita naturaleza. Por sus venas
corría la sangre de una manada de lobos. En su cerebro se agazapaban
las sombrías tinieblas de las noches del norte. Su corazón latía al
ritmo de la vida del bosque. Mientras meditaba en una especie de
semisueño, Yasmela se quedó profundamente dormida, envuelta en una
placentera sensación de seguridad. Tenía la certeza de que ninguna
sombra de ojos llameantes se inclinaría sobre ella en la oscuridad
mientras aquella implacable figura cubierta de acero velase a su lado. A
pesar de todo, volvió a despertarse y se estremeció con un miedo
cósmico que no pudo explicarse. La despertó un rumor de voces apagadas.
Al abrir los ojos Yasmela vio que el mego apenas ardía. Se notaba en el
aire la cercanía del alba. Podía ver a Conan en la semioscuridad,
todavía sentado sobre la piedra, con el sable encima de las rodillas.
Cerca de él había un hombre de nariz aguileña y ojos diminutos y
brillantes bajo el turbante blanco. El desconocido hablaba muyrápido en
un dialecto shemita que ella no entendía.
-¡Qué Bel me corte un
brazo si no digo la verdad! -decía el hombre-. Por Derketa, Conan, soy
el príncipe de los embusteros, pero jamás mentiría a un antiguo
compañero. ¡Lo juro por los días en que ambos éramos ladrones en tierras
de Zamora, antes de que vistieras la cota de malla! Te digo que he
visto a Natohk -continuó- y, junto con los demás, me arrodillé ante él
cuando lanzó conjuros a Set. Pero enterré mi nariz en la arena como
hicieron los otros. Soy un ladrón de Shumir y mi vista es más aguda que
la de un águila. Levanté un poco la cabeza y vi que su velo flotaba al
viento. Él lo abrió y vi... ¡Bel me ayude, Conan, lo que vi! La sangre
se me heló en las venas y se me erizó el cabello. Lo que vi me quemó el
alma como un hierro candente. No puede descansar hasta que estuve seguro
de lo que sospechaba. Me dirigí entonces a las ruinas -prosiguió el
desconocido-de Kuthchemes. La puerta que hay bajo la cúpula de marfil
estaba abierta. Al entrar, me encontré con una enorme serpiente
traspasada por una espada. Debajo de la cúpula yacía el cuerpo de un
hombre, tan consumido y deforme que al principio apenas pude
reconocerlo. Luego vi que se trataba de Shevatas el zamorio, el único
ladrón en el mundo al que reconocía como superior a mí. El tesoro estaba
intacto y aparecía en montones relucientes en torno al cadáver. Eso era
todo.
-No había huesos... -comenzó a decir el cimmerio.
-¡No había nada! -interrumpió el otro con vehemencia-. ¡Nada! ¡Sólo el cadáver!
Hubo un silencio, y Yasmela se sintió presa de un horror inenarrable.
-¿Sabes
de dónde llegó Natohk? -dijo al fin con un vibrante susurro el
shemita-. Pues vino del desierto, una noche en que el cielo y la tierra
parecían enloquecidos, las nubes huían con frenesí bajo las estrellas y
el aullido del viento se mezclaba con los lamentos de los espíritus de
la llanura. Los vampiros estaban por todas partes aquella noche; las
brujas andaban desnudas y los lobos aullaban por toda la estepa. Natohk
llegó entonces en un camello negro, rápido como el viento. Lo rodeaba un
fulgor infernal y las huellas que dejaba su animal brillaban en la
oscuridad. Cuándo Natohk desmontó ante el templo de Set, junto al oasis
de Afaka, el animal se dio la vuelta y desapareció en la noche. Luego
hablé con las gentes de las tribus cercanas, y juraban haber visto que
el animal desplegaba unas alas gigantescas y remontaba hacia las nubes,
dejando atrás una estela luminosa. Nadie ha vuelto a ver a ese camello
desde aquella noche, pero sí se ha visto una sombra negra y brutal, con
vago aspecto humano, que habla con Natohk en su tienda antes del
amanecer. Te digo, Conan, que Natohk es... Mira, te voy a enseñar una
imagen de lo que vi aquel día en que el viento apartó el velo y dejó su
rostro al descubierto.
Yasmela vio un fulgor de oro en la mano
del shemita cuando éste se inclinó sobre un objeto. Conan lanzó un
gruñido. De repente, la oscuridad se abatió sobre la joven. Por primera
vez en su vida, Yasmela se había desmayado. El amanecer era sólo una
difusa línea rojiza en el horizonte, cuando el ejército reanudó la
marcha. Los nómadas de las tribus habían acudido al campamento, con los
caballos agotados por la larga marcha, para informar que la horda del
desierto acampaba junto al pozo de Altaku. Por consiguiente, los
soldados avanzaron con rapidez a través de las montañas, dejando que los
siguieran los carromatos. Yasmela iba con las tropas, pero sus ojos
estaban velados por el miedo. Un horror más atroz aún se había apoderado
de ella desde que reconociera la moneda que había mostrado el shemita
la noche anterior. Se trataba de una de las que habían acuñado en
secreto los devotos del decadente culto zugita y que reproducía las
facciones de un hombre muerto hacía tres mil años. El camino serpenteaba
entre escarpados riscos y lúgubres despeñaderos y bordeaba estrechos
desfiladeros. Aquí y allá se veían aldeas colgadas de la roca, cuyas
chozas de piedra estaban revocadas de barro. Los habitantes del lugar se
apresuraron a reunirse con sus hermanos de raza, de modo que, antes de
haber atravesado las montañas, el ejército había incrementado su número
con tres mil arqueros salvajes.
De repente, se vieron ante una
inmensa llanura que se extendía hacia el sur. En la vertiente
meridional, los montes perdían altura súbitamente, señalando una clara
división geográfica entre las mesetas de Koth y el desierto del sur.
Aquellas montañas eran el borde de la altiplanicie y constituían una
muralla casi ininterrumpida. En aquella zona, la tierra parecía desnuda y
desolada, habitada tan sólo por los miembros del clan zaheemi, cuyo
deber era proteger el camino de las caravanas. Más allá de las montañas,
aparecía un enorme desierto polvoriento y sin vida. No obstante,
allende el horizonte, se encontraba el pozo de Altaku, junto al cual
acampaban las hordas de Natohk. Las huestes miraron hacia abajo, al paso
de Shamla, por el cual afluía la riqueza del norte y del sur, y a
través del cual pasaban los ejércitos de Koth, Khoraja, Shem, Turan y
Estigia. Allí, la muralla impenetrable de montañas se interrumpía. Las
laderas descendían abruptamente hacia el desierto formando inhóspitos
valles cerrados por enormes riscos, con excepción de uno. Este era el
único paso hacia la desierta llanura. El desfiladero era como una gran
mano abierta desde las montañas; dos dedos separados constituían el
valió en forma de abanico. Los dedos estaban representados por amplias
colinas hacia ambos lados, con la parte externa lisa y la interna
separada. Más allá se encontraban la planicie y el pozo, y en torno a
éste se alzaba un grupo de torres de piedra ocupadas por los zaheemis.
Conan se detuvo, tirando de las riendas de su caballo. Se había
despojado de la armadura plateada, ya que se sentía más a gusto con la
cota de malla. Thespides se le acercó y le preguntó con aire extrañado:
-¿Por qué te detienes?
-Esperaremos aquí -respondió el cimmerio.
-Sería más digno seguir avanzando y enfrentarnos a ellos -dijo el conde en tono cortante.
-Nos superan ampliamente en número -repuso Conan-. Y además, allí no hay agua. Acamparemos en esta meseta...
-Mis
caballeros y yo lo haremos en el valle -dijo Thespides enojado-. Somos
la vanguardia, y nosotros, al menos, no tememos a una turba de
harapientos del desierto.
Conan se encogió de hombros, y el
irritado noble se alejó a caballo. Amalric se detuvo asombrado al ver
que la reluciente tropa descendía por la ladera de la montaña en
dirección al valle.
-¡Los muy necios! -comentó-. Sus cantimploras pronto estarán vacías y tendrán que regresar al pozo para abrevar a sus caballos.
-Que
hagan lo que quieran -repuso Conan-, ya que no les gusta recibir mis
órdenes. Di a los soldados que descansen. Hemos andado mucho y por
terreno accidentado. Que coman los hombres y que den de beber a los
caballos.
No había necesidad de enviar exploradores, ya que el
desierto se extendía ante sus ojos, si bien ahora unas nubes bajas y
blanquecinas, procedentes del sur, limitaban la visibilidad. La
monotonía del desierto sólo quedaba rota por unas ruinas de piedra que
se alzaban a algunas leguas en el desierto y de las que se decía que
eran restos de un antiguo asentamiento estigio. Conan hizo desmontar a
los arqueros y los distribuyó por las colinas, junto con los salvajes
montañeses. Luego situó a los mercenarios y a los lanceros de Khoraja en
la alta meseta, en torno al pozo. Más atrás, en el lugar donde el
desfiladero desembocaba en la meseta, se procedió a instalar la tienda
de Yasmela. Al no haber enemigos a la vista, los soldados se tomaron un
merecido descanso. Se quitaron los bacinetes y las cofias, y echaron
hacia atrás la malla que les cubría la cabeza y el cuello. Hicieron
algunas bromas groseras mientras comían con apetito y bebían grandes
jarras de cerveza. En las laderas de las montañas, los nómadas también
descansaban y reponían fuerzas con sus provisiones de dátiles y
aceitunas. Amalric se adelantó hasta una gran piedra grisácea sobre la
que se había sentado el cimmerio, y dijo:
-Conan, ¿has oído lo
que dicen los nómadas acerca de Natohk? Dicen... Por Mitra, me parece
una locura hasta el hecho de repetirlo. ¿Tú que piensas?
-Las
semillas a veces duermen en la tierra durante siglos sin echar raíces
-respondió Conan-.Pero Natohk es un hombre, sin duda alguna.
-No
estoy seguro de ello -dijo Amalric-. Y hablando de otra cosa, veo que
has dispuesto las tropas como lo hubiera hecho un general veterano. Si
los demonios de Natohk caen sobre nosotros, no nos cogerán
desprevenidos. ¡Por Mitra, qué niebla endiablada!
-Al principio pensé que eran nubes -dijo Conan-. ¡Mira cómo avanza!
Lo
que parecían nubes era en realidad una densa niebla que se dirigía
hacia el norte como una marea, ocultando rápidamente el desierto. En
seguida estuvo sobre las ruinas estigias y siguió adelante. Los hombres
miraban aquello llenos de asombro. Era algo inaudito..., algo
antinatural e inexplicable.
-No podemos enviar una partida de
exploradores -dijo Amaine, disgustado-, pues no podrán ver nada. Pronto
estará cubierta toda la zona.
Conan, que había observado con
creciente inquietud la niebla que avanzaba, se inclinó de pronto y apoyó
una oreja en el suelo. Inmediatamente dio un salto y profirió una
maldición.
-¡Son caballos y carros de combate! -exclamó-. ¡Son miles y miles y hacen vibrar el suelo a su paso!
A continuación levantó la voz, que resonó estruendosamente por todo el valle, poniendo a las
tropas en pie:
-¡Eh, mis hombres! ¡Alzad las picas y alabardas! ¡Formad filas!
Ante
estas órdenes, los soldados se alinearon, después de ponerse
apresuradamente los cascos y armaduras. En ese momento, la niebla se
disipó como si ya no resultara necesaria. No desapareció lentamente,
como suele ocurrir, sino que se esfumó como una llama que se extingue.
El desierto, oculto un momento antes por el espeso manto blanco,
brillaba ahora bajo un cielo soleado y sin nubes. Pero ya no estaba
vacío, sino atestado por el aparato viviente de la máquina bélica. Un
grito de asombro sacudió las montañas. A primera vista, los atónitos
observadores parecían estar contemplando un fulgurante mar de bronce y
oro, sobre el que las puntas de las lanzas titilaban como miríadas de
estrellas. Al desaparecer la niebla, los invasores se habían detenido,
súbitamente, en líneas apretadas cuyas armas brillaban bajo los rayos
del sol. En primera línea se hallaban los pesados carros de combate,
arrastrados por grandes y fieros caballos de Estigia adornados con
plumas, que relinchaban inquietos mientras los semidesnudos aurigas se
echaban atrás apoyados en sus robustas piernas para tirar con fuerza de
las riendas. Los hombres que iban en carros eran guerreros de gran
estatura, con rostros e halcón bajo los cascos de bronce y una cimera en
forma de media luna sobre una esfera dorada. Empuñaban pesados arcos y
se advertía que no eran arqueros comunes; se trataba de nobles del sur,
criados para la guerra y la caza, y acostumbrados a abatir leones con
sus flechas. Tras ellos aparecía un abigarrado conjunto de hombres de
aspecto salvaje, con caballos no menos fieros. Eran los guerreros de
Kush, el primero de los grandes reinos negros situados al sur de
Estigia. Parecían hechos de ébano pulido y cabalgaban completamente
desnudos, sin utilizar sillas de montar bajo su cuerpo ágil y flexible.
Detrás
de ellos había unas hordas que parecían reunir a todos los habitantes
del desierto. Eran miles y miles de belicosos hijos de Shem, jinetes con
armaduras de escamas de metal y cascos cilíndricos. Eran los asshuri de
Nippr, Shumir, Eruk y ciudades vecinas; hordas salvajes vestidas de
blanco e integradas por diversos clanes nómadas. En ese momento las
tropas comenzaron a agitarse en un remolino desordenado. Los carros de
combate se apartaron a un lado, en tanto que el grueso de las huestes
avanzaba como un tropel desorganizado. En el extremo del valle, los
caballeros de Khoraja habían montado en sus corceles y el conde
Thespides galopó laderas arriba hacia donde se encontraba Conan. Ni
siquiera se dignó desmontar, sino que habló con tono brusco desde su
caballo.
-¡La desaparición de la niebla los ha desconcertado!
-dijo Thespides-. ¡Ahora es el momento de atacar! Los kushitas no tienen
arcos y entorpecen su vanguardia. Una carga de mis caballeros los
aniquilará hasta las mismas filas de los shemitas, destrozando su
formación. ¡Seguidme! ¡Seguidme! ¡Ganaremos esta batalla con un solo
golpe!
Conan movió negativamente la cabeza y dijo:
-Si
estuviéramos luchando con un enemigo corriente, estaría de acuerdo. Pero
la confusión que demuestran me parece más fingida que real. Me temo que
sea una trampa.
-Entonces, ¿te niegas a avanzar? -increpó Thespides indignado.
-Sé razonable -repuso Conan-. Tenemos la ventaja de nuestra posición...
Tras
lanzar un furioso juramento, el conde Thespides giró en redondo con su
caballo y volvió galopando al valle, donde sus caballeros esperaban
impacientes. Amalric movió la cabeza con gesto de desaliento y dijo:
-No debiste dejarlo volver, Conan. Me parece que... ¡Mira allí!
Conan
se levantó de un salto y profirió una maldición. Thespides se había
puesto a la cabeza de sus hombres y podía escucharse su voz exaltada a
lo lejos. Aunque no se percibieran sus palabras, el gesto que hizo
señalando la horda enemiga era significativo. Un segundo después,
quinientas lanzas apuntaron al frente y toda la compañía de caballeros
armados descendía con un ruido atronador por el último tramo del valle.
Un joven paje llegó corriendo desde la tienda de Yasmela y le dijo a
Conan con voz chillona y apremiante:
-Mi señor, la princesa pregunta por qué no sigues y apoyas al conde Thespides.
-Porque
no soy tan necio como él -repuso el cimmerio con un gruñido y, tras
volver a sentarse en la roca, comenzó a devorar una enorme pata de
carnero.
-El mando te ha vuelto sensato -dijo Amalric-. Esa clase de locuras fueron siempre tu debilidad.
-Sí; cuando sólo jugaba con mi propia vida. Pero ahora... ¡Eh, por todos los infiernos...!
Las
hordas enemigas se habían detenido. Del ala más alejada avanzó un carro
de guerra cuyo desnudo auriga azotaba a los caballos como un poseso. El
otro ocupante del carro era un hombre alto cuya túnica flotaba al
viento dándole un aire fantasmagórico. Sostenía en sus brazos una gran
vasija de oro de la que dejaba caer un fino polvillo que resplandecía
bajo la luz del sol. El carro cruzó por delante de la horda. Detrás de
sus imponentes ruedas quedaba, como la estela de un barco, una larga
línea luminosa que brillaba sobre la arena como la huella fosforescente
de una serpiente.
-¡Ése es Natohk! -exclamó Amalric, profiriendo un juramento-. ¿Qué semilla infernal está sembrando?
Los
caballeros de Khoraja no habían disminuido la velocidad de su ataque.
Cincuenta pasos más y embestirían a las filas irregulares de los
kushitas, que permanecían quietas, con las lanzas levantadas. Ahora, los
caballeros que iban en vanguardia llegaban a la delgada línea que
brillaba sobre la arena, y cuando los cascos de los caballos la pisaron
fue como el acero cuando choca contra el pedernal, pero con resultados
mucho más terribles. Una explosión aterradora conmovió el desierto, que
pareció desgarrarse entre llamas blanquecinas a lo largo de la línea. La
primera fila de caballeros quedó envuelta en llamas, y tanto los
caballeros como los jinetes de pesadas armaduras comenzaron a retorcerse
como insectos al caer a una hoguera. Un instante después, el grueso de
la tropa se abalanzaba sobre los cuerpos carbonizados de sus compañeros.
Incapaces de detenerse, se precipitaron fila tras fila sobre el
creciente e informe montón de cadáveres. Con increíble rapidez, el
ataque de los poderosos jinetes se había convertido en un caos en el que
los caballeros morían uno tras otro entre los relinchos de los animales
agonizantes. Entonces, la aparente confusión que reinaba en las filas
kushitas se esfumó. Las filas más cercanas se organizaron con toda
precisión y atacaron a los jinetes caídos, destrozándolos sin piedad y
rematando a otros con mazas y piedras. Todo ocurrió con tal rapidez que
los observadores que estaban en las montañas quedaron atónitos. Las
hordas seguían avanzando, tratando de evitar el montón de cuerpos
carbonizados. Desde las montañas se alzó una exclamación:
-¡No luchamos contra hombres, sino contra demonios!
Los
que estaban allí apostados vacilaron. Uno de ellos echó a correr hacia
atrás, en dirección a la planicie, con el rostro bañado en sangre y con
espuma en la boca.
-¡Huid, huid! -farfullaba babeando-. ¿Quién puede luchar contra la magia de Natohk?
El
cimmerio lanzó un gruñido, se levantó de un salto y con el enorme hueso
de carnero le asestó un golpe en la cabeza al asustado fugitivo, que
cayó al suelo mientras la sangre manaba en abundancia de su nariz y de
su boca. Conan desenvainó la espada con los ojos convertidos en esferas
de fuego azul y gritó con voz atronadora:
-¡Volved a vuestros
puestos! ¡Si cualquiera de vosotros da un solo paso atrás, le separo la
cabeza del cuerpo! ¡Luchad como hombres, maldición!
La desbandada
se detuvo tan rápidamente como había comenzado. La fiera personalidad
de Conan fue como un cubo de agua fría en la hoguera de terror de sus
hombres.
-¡Regresad a vuestros puestos y resistid! -ordenó-. ¡Ni los hombres ni los demonios cruzarán el desfiladero de Shamla!
Allí
donde la meseta se interrumpía y comenzaba el valle descendente, los
mercenarios se ajustaron los cinturones y empuñaron las alabardas.
Detrás de ellos, los jinetes montaron en sus caballos, mientras que en
uno de los flancos quedaban los lanceros de Khoraja como tropas de
reserva. A Yasmela, que estaba pálida y silenciosa mucho más atrás, ante
la puerta de su tienda de campaña, sus huestes le parecían un
lamentable puñado de hombres, en comparación con las densas hordas del
desierto. Conan se quedó entre los lanceros. Sabía que los invasores no
efectuarían un ataque por el desfiladero para no ponerse al alcance de
las flechas de los arqueros, pero lanzó un gruñido de sorpresa al ver
que los jinetes enemigos desmontaban. Aquellos salvajes no tenían
fuerzas de aprovisionamiento. Las cantimploras y las bolsas de alimentos
colgaban de sus sillas de montar. Bebieron la poca agua que les quedaba
y luego arrojaron a un lado las cantimploras.
-Esto no me gusta nada -musitó el cimmerio-. Hubiera preferido un ataque de caballería por
parte de ellos; los animales heridos entorpecen el avance.
Las
hordas habían formado una enorme cuña cuya punta eran los estigios y el
cuerpo los asshuri; los flancos estaban ocupados por los nómadas.
Avanzaron lentamente, en cerrada formación y con los escudos levantados,
mientras detrás de ellos una sombría figura alzaba los brazos cubiertos
por los pliegues de la túnica, en una terrible invocación. Cuando la
horda de atacantes entró en el amplio valle, los montañeses lanzaron sus
flechas. A pesar de la fuerte formación defensiva, los hombres del
desierto cayeron por docenas. Los estigios habían desechado sus arcos.
Con las cabezas inclinadas hacia adelante y los ojos oscuros mirando
fieramente por encima del borde de sus escudos, se adelantaron como una
marea implacable, pisando a sus compañeros caídos. Los shemitas
devolvieron el ataque, y nubes de flechas oscurecieron el cielo. Conan
lanzó una mirada por encima de las olas de flechas y se preguntó qué
nuevo horror estaría invocando el hechicero. Intuía que Natohk, como
todos los de sus especie, era más temible en la defensa que en el
ataque. Tomar la ofensiva contra él suponía un desastre inevitable.
Seguramente era alguna magia lo que hacía avanzar a las hordas hacia las
fauces de la muerte. Conan contuvo el aliento ante la destrucción
causada por sus arqueros entre las filas atacantes. Los bordes de la
cuña parecían fundirse y el valle estaba sembrado de muerte. Pero los
sobrevivientes seguían adelante como locos, inconscientes del desastre.
Algo más atrás, los arqueros volvieron a empuñar sus armas y nuevas
nubes de flechas se remontaron hacia las posiciones superiores,
obligando a los montañeses a ponerse a cubierto. El pánico se apoderó de
éstos ante aquel avance irresistible y miraron hacia abajo como lobos
atrapados. Cuando la horda estigia cruzó la parte más estrecha del
desfiladero, una lluvia de rocas rodó por el talud, aplastando a cientos
deinvasores. A pesar de ello, el ataque no se detuvo. Los mercenarios
de Conan se prepararon para el choque inevitable. Su cerrada formación y
sus mejores armaduras impidieron que las flechas enemigas los
aniquilaran. El cimmerio temía el impacto del ataque cuando la enorme
cuña embistiera contra sus filas. En ese momento comprendió que no había
forma de evitar la masacre. Aferró entonces por el hombro a un zaheemi
que se hallaba cerca de él y le preguntó:
-¿Hay algún modo de que unos jinetes puedan llegar hasta el valle que hay del otro lado de esa cordillera que se ve allí?
-Sí -contestó el otro-. Es un camino escarpado y peligroso,pero...
Conan llevó al hombre hasta donde estaba Amalric, sentado sobre su enorme caballo de batalla.
-¡Amalric!
-exclamó-. ¡Sigue a este hombre! Él os guiará a ti y a tus tropas hasta
el valle exterior. Debes descender y, después de rodear aquella
montaña, atacar a las hordas por la retaguardia. ¡No hables y haz lo que
te digo! Sé que es una locura, pero de todas formas estamos condenados.
Haremos todo el daño que podamos antes de sucumbir. ¡Vamos, poneos en
marcha deprisa!
El bigote de Amalric se curvó en una fiera
sonrisa. Poco después, los lanceros seguían a su jefe por la maraña de
desfiladeros que conducían hasta la planicie. Conan corrió espada en
mano hasta donde se hallaban las tropas armadas de picas. El cimmerio
llegaba a tiempo. A cada lado del valle, los montañeses de Shupras,
enloquecidos por la certeza de la derrota, dejaban caer sus armas con
desesperación. Los hombres morían como moscas, tanto en el valle como
por las laderas. Con un estruendo ensordecedor, los estigios embistieron
al fin contra el resto de las tropas mercenarias. Las líneas fueron
sacudidas por un huracán de acero. Los nobles del desierto, criados para
la guerra, se enfrentaban a duros soldados profesionales. Los escudos
chocaban entre sí, mientras las lanzas sembraban la muerte. Conan
distinguió la poderosa figura del príncipe Kutamún a través del mar de
espadas, pero la presión de los atacantes lo mantenía pecho contra pecho
ante oscuros combatientes que jadeaban y asestaban mandobles a diestra y
siniestra. Y es que detrás de los estigios, los asshuri llegaban a
manadas, al tiempo que lanzaban sus gritos tribales. Los nómadas del
ejército enemigo treparon por los riscos que había a ambos lados del
valle y se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo con los montañeses.
El combate feroz se generalizó por toda la cordillera. Con uñas y
dientes, enloquecidos por el fanatismo de antiguas querellas, los
nómadas y los montañeses mataban y morían. Con la melena al viento, los
desnudos kushitas se mezclaron en la refriega profiriendo aullidos.
Conan
tuvo la sensación de que sus ojos, velados por el sudor, contemplaban
un océano de acero que ondulaba, avanzaba y retrocedía, llenando el
valle de lado a lado. La batalla estaba en su punto culminante y más
sangriento. Los montañeses se mantenían en las cimas y los mercenarios,
aferrando sus ensangrentadas picas, resistían en el centro del
desfiladero. La superioridad de la posición y la calidad de las
armaduras defensivas compensaban la abrumadora superioridad numérica de
los enemigos. Pero aquello no podía durar demasiado: oleada tras oleada,
los rostros feroces y las lanzas resplandecientes seguían ascendiendo
por las laderas. Los asshuri llenaban los huecos que dejaban los
estigios caídos. El cimmerio miró hacia la cordillera occidental para
ver si aparecían las lanzas de Amalric, pero no vio nada. Los lanceros
comenzaban a retroceder ante la embestida de las gentes del desierto.
Conan abandonó entonces toda esperanza de victoria e incluso de
supervivencia. Al tiempo que daba una orden a sus capitanes, se abrió
paso entre los combatientes y corrió por la meseta en dirección a las
tropas de infantería que se mantenían más atrás con reserva, temblando
de ansiedad. Ni siquiera miró hacia la tienda de Yasmela. Había olvidado
totalmente a la princesa. Su único pensamiento era el instinto salvaje
de matar antes de morir.
-¡Hoy os convertís en caballeros! -dijo
el cimmerio con una risa salvaje mientras señalaba con su espada los
caballos de los montañeses, que estaban agrupados cerca de allí-.
¡Montad en los corceles y acompañadme al infierno!
Conan seguía
riendo con expresión sombría al tiempo que guiaba hacia una ramificación
de la planicie a quinientos infantes -patricios empobrecidos,
segundones, ovejas descarriadas de buenas familias- montados en caballos
shemitas semisalvajes. Atacaban a un ejército en un terreno inclinado
donde ninguna caballería hubiese osado hacerlo. Atravesaron la garganta
del desfiladero con un ruido atronador, pisando los cuerpos caídos que
cubrían el suelo. El terreno todavía era bastante escarpado, y una
veintena de caballos resbalaron y cayeron rodando con sus jinetes. Más
abajo, los hombres proferían maldiciones y arrojaban sus armas. El
impacto del ataque era como una avalancha que se abre camino por entre
un bosque de árboles jóvenes. Los improvisados caballeros fueron dejando
tras de sí una alfombra de cuerpos caídos. Y entonces, cuando la horda
se revolvía y se replegaba sobre sí misma, los lanceros de Amalric,
después de abrirse paso a través de una columna de jinetes que habían
encontrado en el valle exterior, irrumpieron por el recodo de la
cordillera occidental y atacaron a las huestes del desierto con la
fiereza que da la desesperación. Su ataque llevaba consigo la sorpresa
que desmoraliza al enemigo. Creyéndose rodeados por unas fuerzas muy
superiores y temerosos de quedar aislados del desierto que era su
morada, muchos nómadas dieron media vuelta e iniciaron una huida
tumultuosa, causando estragos entre las filas de las tropas más
ordenadas que tenían detrás. En las laderas de las montañas, los hombres
del desierto veían el cariz que tomaban la batalla en terreno llano, y
los montañeros que estaban a la defensiva, por su parte, cayeron sobre
sus enemigos con renovada furia y los rechazaron hacia el valle.
Desconcertados,
los guerreros del desierto rompieron filas sin ver, en su
precipitación, que sólo los atacaba un puñado de hombres. Y cuando una
tropa heterogénea y numerosa se desorganiza en la lucha, ni un mago es
capaz de volver a agruparla. A través del mar de cabezas y lanzas, los
hombres de Conan vieron que los jinetes de Amalric avanzaban imparables
entre los anárquicos combatientes del desierto. Un júbilo victorioso se
apoderó de ellos. Con el corazón lleno de una fuerza indómita, sus
brazos parecían aún más diestros en el manejo de las lanzas. Por su
parte, los alabarderos que se encontraban en el desfiladero afirmaron
los pies en el suelo resbaladizo, enrojecido por la sangre, e iniciaron
el avance, chocando brutalmente contra las filas que tenían enfrente.
Los estigios resistieron, pero, más atrás, los asshuri comenzaron a
ceder. Los mercenarios embistieron entonces contra los nobles del
desierto, que sucumbieron en sus puestos hasta el último hombre. Arriba,
entre los riscos, el viejo Shupras yacía con una flecha clavada en el
corazón. A Amaine lo habían derribado del caballo y maldecía como un
pirata mientras se apretaba una herida que tenía en una pierna. De la
infantería montada de Conan apenas quedaban ciento cincuenta hombres
sobre sus caballos. Pero la horda estaba destrozada. Nómadas y arqueros
huían hacia los campamentos, donde estaban sus caballos, mientras los
montañeses descendían por las laderas atacando a los fugitivos por la
espalda con los sables y cortando las cabezas a los heridos. En aquel
caos de sangre surgió de repente una terrible aparición delante del
caballo de Conan. Era el príncipe Kutamún, tan sólo cubierto con un
taparrabo, pues había sido despojado de su armadura en el fragor de la
batalla. Su cuerpo estaba cubierto de sangre y de magullones. El
príncipe lanzó un grito terrible y arrojó la empuñadura rota de su
espada contra el rostro de Conan; luego dio un salto y asió por las
riendas el corcel del cimmerio. Conan se revolvió en su silla,
desconcertado. Mientras tanto, poniendo en juego una fuerza increíble,
el gigante de piel oscura empujó el caballo hacia arriba y atrás hasta
que, perdido el equilibrio, el animal cayó al suelo, encima de los
cuerpos que se retorcían.
Conan saltó en el preciso momento en
que su caballo se desplomaba. Kutamún se abalanzó sobre él rugiendo.
Debido al furor de la batalla, el bárbaro no pudo recordar luego
exactamente cómo había dado muerte a su enemigo. Sólo sabía que una
piedra que tenía el estigio en la mano le golpeó varias veces en el
casco, impidiéndole ver. Luego Conan extrajo su daga y la hundió una y
otra vez en el cuerpo del príncipe, sin que ello pareciera afectar a su
terrible vitalidad. El mundo ya daba vueltas ante los ojos del cimmerio,
cuando el adversario se estremeció convulsivamente y cayó hacia un
lado. Conan se incorporó con el rostro empapado de sangre bajo el
abollado casco y observó mareado el panorama de destrucción que se
ofrecía a sus ojos. Los cadáveres yacían por todas partes, como una
alfombra roja que cubriera el valle. Y abajo, en el desierto, continuaba
la masacre. Los sobrevivientes habían llegado hasta sus caballos y se
desparramaban por la planicie, perseguidos por los vencedores. Conan
quedó espantado al ver el menguado grupo a que éstos habían quedado
reducidos. Entonces se oyó un alarido espantoso que cortó el clamor de
la batalla. Por el desfiladero ascendía un carro de guerra a una
velocidad tremenda, sin que parecieran molestarle los cadáveres
amontonados en el suelo. El carro no iba tirado por caballos, sino por
un enorme animal negro, parecido a un camello. Sobre el carruaje se veía
a Natohk, con la túnica flotando al viento. Delante, sosteniendo las
riendas y dando latigazos como un loco, iba un ser antropomórfico oscuro
y deforme, con vaga apariencia humana, que parecía un monstruoso simio.
El
carro de guerra ascendió el último tramo del valle y llegó a la meseta,
dirigiéndose hacia la tienda de campaña en la que se encontraba sola
Yasmela, pues hasta la guardia se había unido a los combatientes. Conan
oyó el grito de terror de la princesa cuando el largo brazo del
hechicero Natohk se tendió hacia ella y la subió al carruaje. Luego, el
monstruoso animal que tiraba del carro giró rápidamente y regresó valle
abajo, sin que ninguno de los hombres de Yasmela se atreviese a arrojar
una lanza o una flecha por temor a herir a la princesa, que se debatía
aterrada en los brazos de Natohk. Conan lanzó un grito inhumano y, tras
recoger la espada del suelo, saltó hacia el sitio por donde debía pasar
el carruaje infernal. Pero cuando alzaba su espada, las patas delanteras
de la negra bestia golpearon al cimmerio en el pecho y lo enviaron a
varios metros de distancia, dejándolo aturdido y herido. El grito de
Yasmela llegó hasta los oídos de Conan en el momento en que el carruaje
pasaba ante él. El cimmerio reaccionó al instante y, asiendo las riendas
de un caballo que corría sin jinete, tomó impulso y saltó sobre la
montura sin que el animal detuviese siquiera su carrera. Corrió con loco
frenesí en pos del carruaje de Natohk y cruzó como un torbellino el
campamento shemita. Luego se dirigió al desierto pasando al lado de sus
propios jinetes, que perseguían a los del hechicero. El carro de guerra
siguió delante y Conan no abandonó la persecución, a pesar de que el
jadeo de su caballo se hacía cada vez más intenso. El desierto los
rodeaba por todas partes, con sus arenales bañados por el esplendor del
sol poniente. Delante de ellos se alzaban las antiguas ruinas del
tiempo. Un nuevo alarido heló la sangre en las venas de Conan. El
cimmerio levantó la vista y vio que el monstruoso auriga de Natohk
arrojaba a éste y a la muchacha del carro. Ambos rodaron sobre la arena y
entonces, ante el asombro de Conan, el carruaje sufrió una
extraordinaria transformación. La negra bestia desplegó unas enormes
alas y remontó el vuelo hacia el cielo, dejando atrás una llama cegadora
sobre la cual un humanoide negro se reía con carcajadas triunfales.
Pasó tan rápido como el monstruo de una pesadilla inconcebible.
Natohk
se puso en pie de un salto y lanzó una mirada a su amenazante
perseguidor, que llegaba a todo galope, con la espada dispuesta a
asestar un golpe mortal. El brujo recogió a Yasmela, que se había
desmayado, y corrió con ella en brazos hasta las ruinas. Conan saltó de
su caballo y se lanzó a la carrera tras el hechicero, que entraba ya en
lo que había sido el antiguo templo. El cimmerio también entró en una
habitación iluminada con un fulgor ultraterreno, aún cuando en el
exterior caía la tarde. Sobre un altar de jade negro yacía la princesa;
su cuerpo desnudo resplandecía como si fuera de marfil. Sus ropas
estaban desparramadas por el suelo, como si hubieran sido arrancadas en
un apresuramiento brutal. Natohk se enfrentó al cimmerio. Una brillante
túnica de seda verde cubría el inhumano cuerpo, alto y delgado, del
hechicero. Apartó el velo que le ataba el rostro y Conan pudo ver las
facciones que aparecían en la moneda del zugita.
-¡Sí, perro
maldito! -exclamó el brujo con una voz sibilante como la de una
gigantesca serpiente-. ¡Soy Thugra Khotan! He yacido mucho tiempo en mi
tumba, esperando el día de mi despertar y de mi liberación. Las artes
que me salvaron de los bárbaros hace muchos siglos me retuvieron
prisionero, pero yo sabía que uno de aquellos mismos bárbaros llegaría,
tarde o temprano... ¡Y al fin llegó para que se cumpliera el destino y
para que muriera como nadie ha muerto en tres mil años! ¡Necio! ¿Crees
que has vencido porque mi gente se ha dispersado y porque me traicionó y
me abandonó el demonio al que había logrado esclavizar? ¡No! ¡Soy
Thugra Khotan y dominaré el mundo a pesar de vuestros ridículos dioses!
Los desiertos están llenos de mis gentes; los demonios hacen mi voluntad
y todos los reptiles de la tierra me obedecen. Mi deseo por una mujer
debilitó mis poderes mágicos. ¡Ahora esa mujer es mía, y recreándome en
su alma seré invencible! ¡Atrás, necio! ¡No has derrotado a Thugra
Khotan!
El hechicero arrojó su bastón a los pies de Conan y éste
retrocedió profiriendo un grito involuntario, ya que al caer al suelo la
vara sufrió una terrible transformación; se derritió, se retorció y
ante el horrorizado cimmerio apareció una cobra. La reacción de Conan
fue instantánea: alzó su enorme espada y de un solo corte seccionó en
dos partes al espantoso reptil. Entonces vio que a sus pies había sólo
las dos mitades de un bastón de ébano. Thugra Khotan se echó a reír con
carcajadas malignas; luego se agachó y recogió algo que avanzaba por el
suelo polvoriento. En su mano extendida, algo se contorsionaba
amenazadoramente. No se trataba de trucos de sombras, esta vez. En la
palma de la mano de Thugra Khotan se veía un escorpión negro de casi
medio metro de largo. Era el animal más mortífero del desierto y su
picadura significaba la muerte instantánea. El rostro del hechicero,
parecido al de una calavera, se distendió en una espantosa sonrisa de
momia. Conan vaciló, pero atacó como una centella. Sorprendido en un
gozo infernal, Thugra Khotan ni siquiera pudo hacer un movimiento para
eludir la espada de Conan, que atravesó su corazón y le salió por los
hombros. El brujo cayó al suelo, estrujando al venenoso escorpión con el
puño mientras se desplomaba. El cimmerio se acercó al altar y levantó a
Yasmela en sus ensangrentados brazos. La princesa estiró sus manos
convulsivamente y se apretó contra él sollozando desesperadamente,
aferrándose a su cuello como si no fuera a soltarlo jamás.
-¡Por
los demonios de Crom, muchacha! -dijo Conan, con un gruñido-. ¡Suéltame!
Hoy han muerto cincuenta mil hombres y todavía hay mucho que hacer...
-¡No!
-repuso ella, jadeando y aferrándose a él con todas sus fuerzas-. ¡No
te dejaré marchar! ¡Soy tuya, por el fuego, el acero y la sangre! ¡Y tú
eres mío! ¡Allí pertenezco a otros..., pero aquí tan sólo a ti! ¡No te
irás!
El cimmerio vaciló al notar que su espíritu era ya un
volcán de encontradas pasiones. El fulgor sobrenatural aún brillaba en
la sombría habitación, alumbrando con una luz espectral el rostro muerto
de Thugra Khotan, que parecía sonreírles con una mueca siniestra.
Afuera, en el desierto, los hombres morían, aullaban y mataban como
locos, y los reinos se tambaleaban sobre sus cimientos. Pero todo
aquello pareció borrarse del alma de Conan mientras apretaba con fuerza
entre sus brazos de hierro el esbelto cuerpo marfileño que brillaba en
la penumbra como una blanca llama embrujada".
Robert E. Howard