A la memoria de Howard Phillip Lovecraft.
"A
punto de rendir el ultimo examen en la Universidad de Texas, en Austin,
supe que mi tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín
remoto del continente. Senti lo que sentimos cuando alguien muere: La
congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido mas
buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos. La
materia que yo cursaba era filosofia; recorde que mi tio, sin invocar un
solo nombre propio, me habia revelado sus hermosas perplejidades, alla
en la casa colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue
su instrumento para iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de
ajedrez le basto para las paradojas eleaticas. Años después, me
prestaria los tratados de Hinton, que quiere demostrar la realidad de
una cuarta dimension del espacio, que el lector puede intuir mediante
complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidare los prismas y
pirámides que erigimos en el piso del escritorio.
Mi tio era
ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el ferrocarril decidio
establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi
agreste y de la cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el
arquitecto fuera su íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre rígido
profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío a la manera de casi todos
los señores de su época, era librepensador, o mejor dicho, agnóstico,
pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de
Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban
los perros; tenia un gran ovejero al que le había puesto el apodo de
Samuel Jonson en memoria de Lichfield, su lejano pueblo natal.
La
casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos
anegadizos. Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su
aire de pesadez. En lugar de azoteas había tejados de pizarras a dos
aguas y una torra cuadrada con un reloj, que parecían oprimir las
paredes y las parcas ventanas. De chico, yo aceptaba esas fealdades como
se aceptan esas cosas incompatibles que solo por razón de coexistir
llevan el nombre de Universo.
Regrese a la patria en 1921. Para
evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un forastero, Max
Preetorius, que abono el doble de la suma ofrecida por el mejor postro.
Firmada la escritura, llego al atardecer con dos asistentes y tiraron a
un vaciadero, no lejos del camino de las Tropas, todos los muebles,
todos los libros y todos los enseres de la casa. (Recordé con tristeza
los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran esfera terráquea.) Al
otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones,
que este rechazo con indignación. Ulteriormente, una empresa de la
capital se encargo de la obra. Los carpinteros de la localidad se
negaron a amueblar de nuevo la casa: un tal Mariano, de Glew, acepto al
fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante una quincena, tuvo
que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche que se
instalo en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se
abrieron, pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero
dio una mañana con el ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado.
En el invierno talaron las araucarias. Nadie volvió a ver a Preetorius,
que, según parece, no tardo en dejar el país.
Tales noticias,
como es de suponer, me inquietaron. Se que mi rasgo mas notorio es la
curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo
ajena a mí, solo para saber quien era y como era, a practicar (sin
resultado apreciable) el uso del laudano, a explorar los números
transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a referir.
Fatalmente decidí indagar el asunto.
Mi primer trámite fue ver a
Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que no
excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida
barba era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente
se parecía a la de mi tío, ya que las dos correspondían a las sólidas
normas del buen poeta y mal constructor William Morris.
El
dialogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí,
no obstante, que el cargado té de Ceylan y la equitativa fuente de
scones (que mi huésped partía y enmantecaba como si yo aun fuera un
niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista, dedicado al sobrino
de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un
largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.
Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir habló.
-Muchacho
(Young man) —dijo--, usted no se ha costeado hasta aquí para que
hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo
que le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso
comprador. A mí, también. Francamente, la historia me desagrada, pero le
diré lo que pueda. No será mucho.
Al rato, prosiguió sin premura:
-Antes
que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el
cura párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla
católica. Remunerarían bien mi trabajo. Les conteste en el acto que no.
Soy un servidor del Señor y no puedo cometer la abominación de erigir
altares para ídolos.
Aquí se detuvo.
-¿Eso es todo? –me atreví a preguntar.
-No.
El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en
su lugar pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas
formas.
Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.
Al
doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la
gente se conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando.
Nunca me interesaron los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos
de almacén mas o menos apócrifos y brutales, pero me resigné y acepte.
Era casi de noche. Al divisar la casa Colorada en el alto, Iberrra se
desvió. Le pregunte por qué. Su respuesta no fue la que yo esperaba.
-Soy
el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordaras
de aquel mozo Urgoiti que se costeo a buscarme de Merlo y de cómo le
fue. Mirá. Noches pasadas, yo venia de una farra. A unas cien varas de
la quinta, vi algo. El tubiano se me espanto y si no me le afirmo y lo
hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento. Lo que vi no
era para menos.
Muy enojado, agrego una mala palabra.
Aquella
noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de
Piranesi, que no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que
representaba el laberinto. Era un anfiteatro de piedra, cercado de
cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No había ni puertas
ni ventanas, pero si una hilera infinita de hendijas verticales y
angostas. Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al
fin lo percibí. Era el monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que
de bisonte y, tendido en la tierra el cuerpo, parecía dormir y soñar.
¿Soñar con que o con quien?
Esa tarde pase frente a la casa. El
portón de la verja estaba cerrado y unos barrote retorcidos. Lo que
antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa
hondura y los bordes estaban pisoteados.
Una jugada me quedaba,
que fui demorando durante días, no solo por sentirla del todo vana sino
porque me arrastraría a la inevitable, a la ultima.
Sin mayores
esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y
rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me basto verlo
para descartar las estratagemas que había urdido la víspera. Le entregue
mi tarjeta, que deletreo pomposamente en voz alta, con algún tropezón
reverencial al llegar a doctor. Le dije que me interesaba el moblaje
fabricado por el para la propiedad que fue de mi tío, en Turdera. El
hombre hablo y hablo. No tratare de transcribir sus muchas y
gesticuladas palabras, pero me declaro que su lema era satisfacer todas
las exigencias del cliente, por estrafalarias que fueran, y que el había
ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de hurgar en varios
cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el elusivo
Preetorius. (Sin duda me tomo por un abogado.) Al despedirnos, me confió
que por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y
menos en la casa. Agrego que el cliente es sagrado, pero que en su
humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco. Luego se calló,
arrepentido. Nada más pude sonsacarle.
Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.
Repetidas
veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita
urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas
profundas reflexiones resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al
estudio de Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche tras noche, por
los caminos de tierra que cercan la casa Colorada. Algunas veces divise
arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el 19 de
enero.
Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre
se siente no solo maltratado y ultrajado por el verano sino hasta
envilecido. Serian las once de la noche cuando se desplomo la tormenta.
Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando un
árbol. A la brusca luz de un relámpago me halle a unos pasos de la
verja. No se si con temor o con esperanza probé el portón.
Inesperadamente, cedió. Avance empujado por la tormenta. El cielo y la
tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba a medio abrir.
Una racha de lluvia me azoto la cara y entre.
Adentro habían
levantado las baldosas y pise pasto desgreñado. Un olor dulce y
nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no se muy bien,
tropecé con una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin
proponérmelo hice girar la llave de luz.
El comedor y la
biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared divisoria,
una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No tratare de
describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la
despiadada luz blanca. Me explicare. Para ver una cosa hay que
comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y
partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de
un vehiculo? El salvaje no puede percibir la Biblia del misionero; el
pasajero no ve el mismo cordaje que los hombre de a bordo. Si viéramos
realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.
Ninguna de las
formas insensatas que esa noche me deparo correspondía a la figura
humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los
ángulos descubrí una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los
anchos tramos de hierro, que no pasarían de diez, había huecos
irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era comprensible y
de algún modo me alivio. Apague la luz y aguarde un tiempo en la
oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas
incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.
Ya arriba mi
temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La
pesadilla que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el
último. Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero
ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con
hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del
habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como
la de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano,
leída hace años y olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que
sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos.
Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía en la tiniebla
superior.
¿Cómo seria el habitante? ¿Qué podía buscar en este
plantea, no menos atroz para él que él para nosotros? ¿Desde qué
secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo y
ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal
sudamericano y esta precisa noche?
Me sentí un intruso en el
caos. Afuera había cesado la lluvia. Mire el reloj y vi con asombro que
eran casi las dos, Deje la luz prendida y acometí cautelosamente el
descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes de
que el habitante volviera. Conjeture que no había cerrado las dos
puertas porque no sabía como hacerlo.
Mis pies tocaban el
penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la
rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y
no cerré los ojos".
Jorge Luis Borges