"Hacia finales de la guerra americana, cuando los oficiales del ejército
de lord Cornwallis que se rindieron en la ciudad de York y otros, que
habían sido hechos prisioneros durante la imprudente y desafortunada
contienda, estaban regresando a su país, a relatar sus aventuras y
reponerse de las fatigas, había entre ellos un oficial con grado de
general llamado Browne. Era un oficial de mérito, así como un caballero
muy considerado por sus orígenes y por sus prendas. Ciertos asuntos
habían llevado al general Browne a hacer un recorrido por los condados
occidentales, cuando, al concluir una jornada matinal, se encontró en
las proximidades de una pequeña ciudad de provincias que presentaba una
vista de incomparable belleza y unos rasgos marcadamente ingleses.
El
pueblo, con su antigua y majestuosa iglesia, cuyas torres daban
testimonio de la devoción de épocas muy pretéritas, se alzaba en medio
de praderas y pequeños campos de cereal, rodeados y divididos por
hileras de setos vivos de gran tamaño y edad. Había pocas señales de los
adelantos modernos. Los alrededores del lugar no delataban ni el
abandono de la decadencia ni el bullicio de la innovación; las casas
eran viejas, pero estaban bien reparadas; y el hermoso riachuelo fluía
libre y rumoroso por su cauce, a la izquierda del pueblo, sin una presa
que lo contuviera ni ningún camino que lo bordease para remolcar. Sobre
un suave promontorio, casi una milla al sur del pueblo, se distinguían,
entre abundantes robles venerables y el enmarañado matorral, las
torretas de un castillo tan antiguo como las guerras entre los York y
los Lancaster, pero que parecía haber sufrido importantes reformas
durante la ‚poca isabelina y la de los reyes siguientes. Nunca debió ser
una plaza de grandes dimensiones; pero cualesquiera que fuesen los
alojamientos que en otro tiempo ofreciera, cabía suponer que seguirían
disponibles dentro de sus murallas; al menos eso fue lo que dedujo el
general Browne observando el humo que se elevaba alegremente de algunas
de las chimeneas talladas y festoneadas. La tapia del parque corría a lo
largo del camino real durante doscientas o trescientas yardas; y desde
los distintos puntos en que el ojo vislumbraba el aspecto del bosque
interior, daba la sensación de estar muy poblado. Sucesivamente, se
abrían otras perspectivas: una íntegra de la fachada del antiguo
castillo y una visión lateral de sus muy especiales torres; en éstas
abundaban los recargamientos del estilo isabelino, mientras la sencillez
y solidez de otras partes del edificio parecían indicar que hubiera
sido erigido más con ánimo defensivo que de ostentación.
Encantado
con las vistas parciales del castillo que captaba entre los rboles y
los claros que rodeaban la antigua fortaleza feudal, nuestro viajero
castrense se decidió a preguntar si merecía la pena verlo más de cerca y
si albergaba retratos de familia u otros objetos curiosos que pudieran
contemplar los visitantes; y entonces, al alejarse de las inmediaciones
del parque, penetró en una calle limpia y bien pavimentada, y se detuvo
en la puerta de una posada muy concurrida.
Antes de solicitar los
caballos con los que proseguir el viaje, el general Browne hizo
preguntas sobre el propietario del palacio que tanta admiración le había
despertado, y le sorprendió y complació oír por respuesta el nombre de
un aristócrata a quien nosotros llamaremos lord Woodville. ¡Qué suerte
la suya! Buena parte de los primeros recuerdos de Browne, tanto en el
colegio como en la universidad, estaban vinculados al joven Woodville,
el mismo que, como pudo cerciorarse con unas cuantas preguntas,
resultaba ser el propietario de aquella hermosa finca. Woodville había
ascendido a la dignidad de par al morir su padre pocos meses antes y,
según supo el general por boca del posadero, habiendo concluido el
tiempo de luto, ahora estaba tomando posesión de los dominios paternos,
en la alegre estación del festivo otoño, acompañado por un selecto grupo
de amigos con quienes disfrutaba de todo lo que ofrecía una campiña
famosa por su abundante caza.
Estas noticias eran deliciosas para
nuestro viajero. Frank Woodville había sido el colegial que le hizo de
asistente en Eton y su íntimo amigo en el Christ Church; sus placeres y
sus deberes habían sido los mismos; y el honrado corazón del militar se
emocionó al encontrar al amigo de la juventud en posesión de una
residencia tan encantadora y de una hacienda, según le aseguró el
posadero con un movimiento de cabeza y un guiño, más que suficiente para
sostener y acrecentar su dignidad. Nada más natural para este viajero
que suspender el viaje, que no corría la más mínima prisa, para rendir
visita al antiguo amigo en tan agradables circunstancias.
Por lo
tanto, los caballos de refresco sólo tuvieron la breve tarea de acarrear
el carruaje del general al castillo de Woodville. Un portero le abrió
paso a una moderna logia gótica, construida en un estilo a juego con el
del castillo, y al tiempo tocó una campana para advertir de la llegada
del visitante. En apariencia, el sonido de la campana debió suspender la
partida del grupo, dedicado a diversos entretenimientos matinales;
pues, al entrar en el patio del palacio, había varios jóvenes en ropa de
recreo repantigados y mirando, y criticando, los perros que los
guardabosques tenían dispuestos para participar en sus pasatiempos. Al
apearse el general Browne, el joven lord salió a la puerta del vestíbulo
y durante un instante estuvo observando como si fuera un extraño el
aspecto de su amigo, en el que la guerra, con sus penalidades y sus
heridas, había producido grandes cambios. Pero la incertidumbre sólo
perduró hasta que hubo hablado el visitante, y la alborozada bienvenida
que siguió fue de esas que sólo se intercambian entre quienes han pasado
juntos los días felices de la despreocupada infancia y la primera
juventud.
-Si algún deseo hubiera podido yo tener, mi querido
Browne -dijo lord Woodville-, hubiera sido el de tenerte aquí, a ti
mejor que a nadie, en esta ocasión, que mis amigos están dispuestos a
convertir en una especie de vacaciones. No te creas que no se te han
seguido los pasos durante los años en que has estado ausente. He ido
siguiendo los peligros por los que has pasado, tus triunfos e
infortunios, y me ha complacido saber que, tanto en la victoria como en
la derrota, el nombre de mi viejo amigo siempre ha merecido aplausos.
El
general le dio la pertinente réplica y felicitó a su amigo por su nueva
dignidad y por poseer una casa y una finca tan hermosas.
-Pero
si todavía no has visto nada -dijo lord Woodville-; y cuento con que no
pienses en dejarnos hasta haberte familiarizado con todo esto. Cierto
es, lo confieso, que el grupo que ahora me acompaña es bastante numeroso
y que la vieja casa, como otros lugares de este tipo, no dispone de
tantos alojamientos como prometen las dimensiones de la tapia. Pero
podemos proporcionarte un cómodo cuarto a la antigua; y me aventuro a
suponer que tus campañas te habrán habituado a sentirte a gusto en
peores condiciones.
El general se encogió de hombros y se echó a reír.
-Presumo
-dijo- que el peor aposento de vuestro palacio es notablemente mejor
que el viejo tonel de tabaco donde me vi obligado a alojarme por la
noche cuando estuve en la Maleza, como le llaman los virginianos, con el
cuerpo expedicionario. Allí me tumbaba, como el propio Diógenes, tan
satisfecho de protegerme de los elementos que, aunque en vano, traté de
llevarme conmigo el barril a mi siguiente acuartelamiento; pero el que a
la sazón era mi comandante no consintió tal lujo y hube de decir adiós a
mi querido barril con l grimas en los ojos.
-Pues muy bien.
Puesto que no temes a tu alojamiento -dijo lord Woodville-, te quedarás
conmigo por lo menos una semana. Tenemos montones de escopetas, perros,
cañas de pescar, moscas y material para entretenernos por mar y tierra:
no es fácil divertirse, pero contamos con medios para conseguirlo. Y si
prefieres las escopetas y los pointers, yo mismo te acompañaré y
comprobaré si has mejorado la puntería viviendo entre los indios de las
lejanas colonias.
El general aceptó de buena gana todos los
puntos de la amistosa invitación de su amigo. Después de una mañana de
viril ejercicio, el grupo se reunió a comer y lord Woodville se
complació en poner de relieve las altas cualidades de su recobrado
amigo, recomendándolo de este modo a sus invitados, muchos de los cuales
eran personas muy distinguidas. Hizo que el general Browne hablara de
las escenas que había presenciado; y, como en cada palabra se ponía de
manifiesto por igual el oficial valeroso y el hombre prudente, que sabía
mantener el juicio frío frente a los más inminentes peligros, el grupo
miraba al soldado con general respeto, como a quien ha demostrado ante
sí mismo poseer una provisión de valor personal poco común, ese atributo
que es, entre todos, el que todo mundo desea que se le reconozca.
El
día concluyó en el castillo de Woodville como es habitual en tales
mansiones. La hospitalidad se mantuvo dentro de los límites del orden;
la música, en la que era diestro el joven lord, sucedió a las copas; las
cartas y el billar estuvieron a disposición de quienes preferían estos
entretenimientos; pero el ejercicio de la mañana requería madrugar, y no
mucho después de las once comenzaron a retirarse los huéspedes a sus
respectivas habitaciones.
El señor de la casa en persona condujo a
su amigo, el general Browne, a la cámara que le había destinado, que
respondía a la descripción que había hecho, pues era confortable pero a
la antigua. El lecho era de esos imponentes que se utilizaban a finales
del siglo XVII y las cortinas de seda descolorida estaban profusamente
adornadas con oro deslustrado. En cambio, las sábanas, los almohadones y
las mantas le parecieron una delicia al soldado, que recordaba su otra
mansión, el barril. Había algo tenebroso en los tapices que, con los
ornamentos desgastados, cubrían las paredes de la reducida cámara y se
ondulaban brevemente al colarse la brisa otoñal por la vieja ventana
enrejada, la cual daba golpes y silbaba al abrirse paso el aire. También
el lavabo, con el espejo rematado en turbante, al estilo de principios
de siglo, con su peinador de seda color morado y su centenar de estuches
de formas extravagantes, previstos para tocados en desuso desde hacía
cincuenta años, tenía un aspecto vetusto a la vez que melancólico. Pero
nada hubiera podido dar una luz más resplandeciente y alegre que las dos
grandes velas de cera; y si algo podía hacerles la competencia eran los
luminosos y flamantes haces de leña de la chimenea, que irradiaban a la
vez luz y calor por el acogedor cuarto. Éste, no obstante lo anticuado
de su aspecto general, no carecía de ninguna de las comodidades que las
costumbres modernas hacen necesarias o deseables.
-Es un
dormitorio a la antigua, general -dijo el joven anfitrión-, pero espero
que no encuentres motivos para echar de menos tu barril de tabaco.
-No
soy yo muy exigente con las habitaciones -replicó el general-; no
obstante, por mi gusto, prefiero esta cámara, con mucha diferencia, a
las alcobas más modernas y vistosas de la mansión de vuestra familia.
Tened la seguridad de que cuando veo unidos este ambiente de confort
moderno con su venerable antigüedad, y recuerdo que pertenece a vuestra
señoría, mejor alojado me siento aquí de lo que estuviera en el mejor
hotel de Londres.
-Confío, y no lo dudo, en que te sentirás tan
cómodo como yo te lo deseo, mi querido general -dijo el joven
aristócrata; y volviendo a desearle las buenas noches a su huésped, le
estrechó la mano y se retiró.
El general volvió a mirar en
derredor y, congratulándose para sus adentros de su retorno a la vida
pacífica, cuyas comodidades se le hacían más sensibles al recordar las
privaciones y los peligros que últimamente había afrontado, se desnudó y
se dispuso a pasar una noche de sibarítico descanso. Ahora, al
contrario de lo que es habitual en el género de cuentos, dejaremos al
general en posesión de su cuarto hasta la mañana siguiente.
Los
huéspedes se reunieron para desayunar a una hora temprana, sin que
compareciese el general Browne, que parecía ser, de todos lo que lo
rodeaban, el invitado que más interés tenía en honrar lord Woodville.
Más de una vez expresó su sorpresa por la ausencia del general y,
finalmente, envió un criado a ver qué pasaba. El hombre volvió diciendo
que el general había estado paseando por el exterior desde primera hora
de la mañana, a despecho del tiempo, que era neblinoso y desapacible.
-Costumbres
de soldado -dijo el joven aristócrata a sus amigos-; muchos de ellos se
habitúan a ser vigilantes y no pueden dormir después de la temprana
hora en que por regla general tienen la obligación de estar alerta.
Sin
embargo, la explicación que de este modo ofreció lord Woodville a sus
invitados le pareció poco satisfactoria a él mismo, y aguardó silencioso
y abstraído el regreso del general. Éste se personó una hora después de
haber sonado la campanilla del desayuno. Parecía fatigado y febril.
Tenía el pelo -cuyo empolvamiento y arreglo constituían en aquella ‚poca
una de las ocupaciones más importantes de la jornada diaria de un
hombre, y decía tanto de su elegancia como en los tiempos actuales el
nudo de la corbata o su ausencia- despeinado, sin rizar, falto de polvos
y mojado de rocío. Llevaba las ropas desordenadas y puestas de
cualquier modo, lo cual llamaba la atención en un militar, entre cuyos
deberes diarios, reales o supuestos, suele incluirse el cuidado de su
atavío; y tenía el semblante demacrado y hasta cierto punto cadavérico.
-Te
has ido de marcha a hurtadillas esta mañana, mi querido general -dijo
lord Woodville-; ¿o acaso no has encontrado el lecho tan de tu gusto
como yo esperaba y tú dabas por supuesto? ¿Cómo has dormido esta noche?
-¡Oh,
de mil maravillas! ¡Estupendo! No he dormido mejor en mi vida -dijo
rápidamente el general Browne, pero con un aire de embarazo que era
evidente para su amigo. Luego, a toda prisa, se tragó una taza de té y,
desatendiendo o rechazando todo cuanto se le ofrecía, pareció sumirse en
sus pensamientos.
-Hoy saldrás con la escopeta, general -dijo el
amigo y anfitrión, pero hubo que repetir dos veces la propuesta antes de
recibir la abrupta respuesta:
-No, milord; lo siento, pero no puedo
aceptar el honor de pasar otro día en vuestra mansión; he pedido mis
caballos de posta, que estarán aquí dentro de muy poco.
Todos los presentes demostraron su sorpresa y lord Woodville replicó inmediatamente:
-¡Caballos
de posta, mi buen amigo! ¿Para qué vas a necesitarlos si me prometiste
permanecer tranquilamente conmigo durante una semana?
-Tal vez -dijo
el general, visiblemente turbado-, con la alegría del primer momento, al
volverme a encontrar con vuestra señoría, tal vez dijera de permanecer
aquí algunos días; pero posteriormente he caído en la cuenta de que me
es imposible.
-Esto es increíble -dijo el joven aristócrata-. Ayer
parecías no tener ninguna clase de compromisos y no es posible que hoy
te haya convocado nadie, pues no ha venido el correo del pueblo y, por
lo tanto, no has podido recibir ninguna carta.
Sin ninguna otra
explicación, el general musitó algo sobre un asunto inaplazable e
insistió en la absoluta necesidad de su marcha, en unos términos que
acallaron toda oposición por parte de su amigo, que comprendió que había
tomado una decisión y se abstuvo de ser impertinente.
-Pero, por lo
menos -dijo-, permíteme, mi querido Browne, puesto que quieres o debes
irte, que te muestre el panorama desde la terraza, pues la niebla se
está levantando y pronto será visible.
Abrió una ventana de
guillotina y salió a la terraza mientras hablaba. El general lo siguió
mecánicamente, pero parecía atender poco a lo que iba diciendo su
anfitrión mientras, de cara al amplio y espléndido panorama, señalaba
distintos motivos dignos de contemplarse. De este modo fueron avanzando
hasta que lord Woodville hubo conseguido el propósito de aislar por
completo a su amigo del resto de los huéspedes; entonces, dándose media
vuelta con gran solemnidad en el porte, se dirigió a él de este modo:
-Richard
Browne, mi viejo y muy querido amigo, ahora estamos solos. Permíteme
que te conjure a contestarme bajo palabra de amigo y por tu honor de
soldado. ¿Cómo has pasado, en realidad, la noche?
-Verdaderamente, de
un modo penosísimo, milord -respondió el general, con el mismo tono
solemne-; tan penoso que no querría correr el riesgo de una segunda
noche semejante, ni por todas las tierras que pertenecen a este castillo
ni por todo el campo que estoy viendo desde este elevado mirador.
-Esto
es todavía más extraordinario -dijo el joven lord como si hablara para
sí-; entonces debe haber algo de verdad en los rumores sobre ese
cuarto.-Dirigiéndose de nuevo al general, dijo- Por Dios, mi querido
amigo, sé honrado conmigo y cuéntame cuáles han sido las molestias
concretas que has padecido bajo un techo donde, por voluntad del
propietario, no hubieras debido hallar más que bienestar.
El general dio la sensación de angustiarse ante el requerimiento y tardó unos momentos en contestar:
-Mi
querido lord -dijo al cabo-, lo que ha sucedido la pasada noche es de
una naturaleza tan peculiar y desagradable que me costaría entrar en
detalles incluso con vuestra señoría, si no fuera porque,
independientemente de mi deseo de complacer cualquier petición vuestra,
creo que mi sinceridad puede conducir a alguna explicación sobre una
circunstancia no menos dolorosa y misteriosa. Para otros, lo que voy a
decir pudiera ser motivo de que se me tomara por un débil mental, un
loco supersticioso que sufre a consecuencia de que su propia imaginación
lo engaña y confunde; pero su señoría me conoce desde que éramos niños y
jóvenes, y no sospechar que yo haya adquirido, en la madurez,
sentimientos y flaquezas de que estaba libre cuando tenía menos años.
Aquí hizo una pausa y su amigo le replicó:
-No
dudes de mi absoluta confianza en la veracidad de lo que me participes,
por extravagante que sea; conozco muy bien tu firmeza de carácter para
sospechar que pudieras ser embaucado, y s‚ muy bien que tu sentido del
honor y de la amistad te impediría asimismo exagerar en nada lo que
hayas presenciado.
-Pues entonces -dijo el general- os contaré mi
historia tan bien como sepa hacerlo, confiando en vuestra equidad; y eso
pese a tener la convicción de que preferiría enfrentarme a una batería
mejor que repasar mentalmente los odiosos recuerdos de esta noche.
Se
detuvo por segunda vez y, luego, viendo que lord Woodville se mantenía
en silencio y en actitud de escuchar, comenzó, bien que no sin
manifiesta contrariedad, la historia de sus aventuras nocturnas en la
Cámara de los Tapices.
-Me desnudé y me acosté, tan pronto vuestra
señoría me dejo solo anoche; pero la leña de la chimenea, que casi
estaba enfrente del lecho, ardía resplandeciente y con viveza, y esto,
junto con el centenar de excitantes recuerdos de mi infancia y juventud
que me había traído a la cabeza el inesperado placer de encontrarme con
vuestra señoría, me impidió rendirme en seguida al sueño. Debo decir, no
obstante, que las reverberaciones del fuego eran muy agradables y
acogedoras, con lo que durante un rato dieron pie a la sensación de
haber cambiado los trabajos, las fatigas y los peligros de mi profesión
por un disfrute de una vida apacible y la reanudación de aquellos lazos
amistosos y afectivos que habían despedazado las rudas exigencias de la
guerra.
Mientras me iban pasando por la cabeza estos gratos
pensamientos, que poco a poco me arrullaban y adormecían, de repente me
espabiló un ruido parecido al fru-fru de un vestido de seda y a los
pasos de unos zapatos de tacón, como si una mujer estuviera paseando por
el cuarto. Antes de que pudiese descorrer la cortina para ver que era
lo que pasaba, cruzó entre la cama y el hogar la figura de una
mujercita. La silueta estaba de espaldas a mí, pero puede observar, por
la forma de los hombros y del cuello, que correspondía a una anciana
vestida con un traje a la antigua, de esos que, creo, las damas llaman
un saco; es decir, una especie de bata, completamente suelta sobre el
cuerpo, pero recogida por unos grandes pliegues en el cuello y los
hombros, que llega hasta el suelo y termina en una especie de cola.
Pensé
que era una intrusión bien extraña, pero ni por un momento se me
ocurrió la idea de que lo que veía fuese otra cosa que la forma mortal
de alguna anciana de la casa que tenía el capricho de vestirse como su
abuela y que, puesto que su señoría mencionó que andaba bastante escaso
de habitaciones, habiendo sido desalojada de su cuarto para mi acomodo,
se había olvidado de tal circunstancia y regresaba a las doce a su sitio
de costumbre. Con este convencimiento, me removí en la cama y tosí un
poco, para hacer saber al intruso que yo había tomado posesión del
sitio. Ella fue dándose la vuelta despacio, pero, ¡santo cielo!, milord,
¡qué semblante me mostró! Ya no cabía la menor duda de lo que era ni
cabía pensar en absoluto que fuese una persona viva. Sobre el rostro,
que presentaba las facciones rígidas de un cadáver, llevaba impresos los
rasgos de la más vil y repugnante de las pasiones que la habían animado
durante la vida. Parecía que hubiera salido de la tumba el cuerpo de
algún atroz criminal y se le hubiera devuelto el alma desde el fuego de
los condenados, para, durante un tiempo, aunarse con el viejo cómplice
de su culpa. Yo me incorporé en la cama y me senté derecho,
sosteniéndome sobre las palmas de las manos, mientras miraba fijamente
aquel horrible espectro. Ella avanzó con una zancada r pida, o eso me
pareció a mí, hacia el lecho donde yo yacía, y se acuclilló, una vez
arriba, precisamente en la misma postura que yo había adoptado en el
paroxismo del horror, adelantando su diabólico semblante hasta ponerlo a
menos de media yarda del mío, con una mueca que parecía expresar la
maldad y el escarnio de un demonio colorado.
Al llegar allí, el
general Browne se detuvo y se enjugó el sudor frío que le había perlado
la frente al recordar la horrible visión.
-Milord -dijo-, yo no
soy cobarde. He pasado por todos los peligros de muerte propios de mi
profesión y en verdad puedo presumir de que ningún hombre ha visto a
Richard Browne deshonrar la espada que luce; pero, en estas horribles
circunstancias, ante aquellos ojos y, por lo que parecía, casi apresado
por la encarnación de un espíritu maligno, toda firmeza me abandonó,
toda mi hombría se derritió dentro de mí como la cera en un horno, y
sentí ponérseme de punta todos los pelos de mi cuerpo. Dejó de
circularme la sangre por las venas y me hundí en un desvanecimiento, más
víctima del terror y del pánico que lo haya sido nunca una moza de
aldea o un niño de diez años. Me es imposible conjeturar durante cuánto
tiempo estuve en ese estado.
Pero me despertó el reloj del
castillo al dar la una, con tanta fuerza que tuve la impresión de que
sonaba dentro del cuarto. Transcurrió algún tiempo antes de que osara
abrir los ojos, no fuesen a encontrar de nuevo la horripilante visión.
No obstante, cuando reuní valor para mirar, la mujer ya no se veía. Mi
primera idea fue tocar la campanilla, despertar a los criados y
trasladarme a un desván o un henil, con tal de estar seguro de no
recibir una segunda visita. Pero, he de confesar la verdad, mi decisión
se vio alterada, no por la vergüenza de ponerme en evidencia, sino por
el miedo que me daba de que, al ir hasta la chimenea, junto a la cual
colgaba el cordón de la campanilla, volviera a interponérseme la
diabólica mujer, que, me imaginaba yo, debía seguir al acecho en
cualquier rincón de la alcoba.
No intentaré describiros qué
paroxismos de calor y de frío me atormentaron durante el resto de la
noche, en medio de las cabezadas, las vigilias penosas y ese estado
incierto que es la tierra de nadie que los separa. Parecía que un
centenar de objetos terribles me rondaran; pero había una gran
diferencia entre la visión que os he descrito y esas otras que
siguieron, de modo que yo me daba cuenta de que las últimas eran
supercherías de mi imaginación y de mis nervios.
Por fin clareó
el día, y me levanté de la cama, con el cuerpo enfermo y el espíritu
humillado. Estaba avergonzado de mí mismo, como hombre y como soldado,
más aún al percibir mis vivísimos deseos de huir del cuarto embrujado,
deseos que, no obstante, se imponían sobre todas las demás
consideraciones; de manera que, echándome encima las ropas a toda prisa,
sin el menor cuidado, escapé de la mansión de vuestra señoría para
buscar en el aire libre algún alivio a mis nervios, que estaban
perturbados por el horrible encuentro con el visitante del otro mundo,
pues no otra cosa creo que fuese aquella mujer. Ahora su señoría ya
conoce las causas de mi desasosiego y de mi repentino deseo de abandonar
vuestro hospitalario castillo. Confío en que podremos vernos a menudo
en otros lugares; pero ¡Dios me libre de pasar jamás una segunda noche
bajo este techo!
Aunque el relato
del general era extravagante, había hablado con tal tono de profunda
convicción que no daba pie a los comentarios que suelen despertar tales
historias. Lord Woodville no le preguntó ni una sola vez si estaba
seguro de que la aparición no fue un sueño ni propuso ninguna de las
explicaciones en boga para justificar las apariciones sobrenaturales,
como las excentricidades de la imaginación o los engaños de los nervios
ópticos. Por el contrario, se mostró profundamente impresionado por la
veracidad y autenticidad de lo que acababa de oír; y, luego de un largo
silencio, se dolió, con abiertos visos de sinceridad, de que aquel amigo
de la juventud lo hubiese pasado tan mal en su casa.
-Lamento
tanto más tu malestar, mi querido Browne -dijo-, cuanto que la desgracia
es consecuencia, aunque imprevisible, de un experimento mío. Debes
saber que, al menos en los tiempos de mi padre y de mi abuelo, la
habitación que te asigné anoche estuvo cerrada por los rumores de que
allí ocurrían ruidos y visiones sobrenaturales. Cuando tomé posesión de
la hacienda, hace pocas semanas, pensé que el castillo no ofrecía
suficientes aposentos a mis invitados como para permitir que los
habitantes del mundo invisible retuvieran para sí una alcoba tan
confortable. Por eso hice que abrieran la Cámara de los Tapices, que es
como la llamamos; y sin destruir su ambiente vetusto, hice que le
agregaran el mobiliario que imponen los tiempos modernos. Pero, como la
idea de que el cuarto estaba embrujado seguía firmemente arraigada entre
los criados, y también era conocida en el vecindario y por muchos de
mis amigos, temí que los prejuicios del primer ocupante de la Cámara de
los Tapices reavivaran la mala fama de que es objeto, frustrándose así
mis intenciones de convertirla en parte útil de la casa. Debo
confesarte, mi querido Browne, que tu llegada de ayer, tan de mi agrado
por otras mil razones, me pareció la ocasión ideal para acabar con esos
desagradables cuentos sobre tal cuarto, puesto que tu valor estaba fuera
de toda duda y tu entendimiento libre de todo temor preconcebido. En
consecuencia, no hubiera podido elegir mejor sujeto para mi experiencia.
-Por
mi vida -dijo el general Browne, con algo de precipitación-, que quedo
infinitamente obligado a vuestra señoría, verdaderamente reconocido. Es
muy probable que durante algún tiempo recuerde las consecuencias del
experimento, según gusta de denominarlo vuestra señoría.
-No, ahora
estás siendo injusto, mi querido amigo -dijo lord Woodville-. Bastará
con que reflexiones un momento para convencerte de que yo no podía
prever la posibilidad de exponerte a las angustias que desgraciadamente
has sufrido. Ayer por la mañana yo era absolutamente escéptico en cuanto
a las apariciones sobrenaturales. Pero estoy seguro de que si te
hubieran hablado de la habitación, esos mismos rumores te habrían
impulsado, por tu propio gusto, a elegirla como dormitorio. Ese ha sido
mi revés, quizás mi error, pero que de verdad no puede calificarse de
falta: haber dado lugar a que tú hayas sufrido de un modo tan increíble.
-¡Verdaderamente
increíble! -dijo el general, recuperando el buen humor-. Y reconozco
que no tengo derecho a estar ofendido con vuestra señoría por haberme
tratado tal y como yo acostumbro a considerarme a mí mismo: un hombre
firme y valiente. Pero veo que han llegado mis caballos de posta, y no
quiero interrumpir las diversiones de vuestra señoría.
-Pero, viejo
amigo -dijo lord Woodville-, ya que no te es posible permanecer con
nosotros ni un día más, lo cual, desde luego, no tengo derecho a
exigirte, concédeme al menos otra media hora. A ti te gustaban los
cuadros, y yo tengo una galería de retratos, algunos de ellos de Van
Dyke, que representan a los antepasados a quienes pertenecieron esta
hacienda y este castillo. Creo que varios de ellos te impresionarán por
su gran mérito.
El general Browne aceptó la invitación, aunque no
de muy buena gana. Era evidente que no respiraría con libertad y a sus
anchas hasta haber dejado a sus espaldas el castillo de Woodville. No
obstante, no podía rechazar la invitación de su amigo; y mucho menos
cuanto que estaba un poco avergonzado por el mal humor que había
mostrado a su bienintencionado anfitrión.
Así pues, el general
siguió a lord Woodville por varias salas hasta la galería donde estaban
expuestos los cuadros, que este último fue señalando a su huésped,
diciéndole los nombres y contándole algunas cosas sobre los sucesivos
personajes cuyos retratos contemplaban. Al general Browne le interesaban
muy poco los pormenores de los que se le iba informando. Los cuadros,
de hecho, eran muy del estilo de todos los que se ven en las antiguas
galerías familiares: un caballero que había arruinado su hacienda al
servicio del rey, una hermosa dama que la había restaurado contrayendo
matrimonio con un acaudalado puritano, un caballero galante que se había
arriesgado a mantener correspondencia con la corte exiliada de St
Germain, otro que había tomado las armas en favor de William Cromwell
durante la revolución, y otro que había volcado alternativamente su peso
en el platillo de los whig y en el de los tory.
Mientras lord
Woodville atiborraba con estas palabras los oídos de su huésped, como se
ceba a los pavos, alcanzaron el centro de la galería. De pronto, el
general se sobresaltó y adoptó una actitud casi de asombro, no sin algo
de temor, al recaer sus ojos, súbitamente atraídos por el cuadro, sobre
el retrato de una anciana dama vestida según la usanza de la moda de
finales del siglo XVII.
-¡Ésta es! -exclamó-. Ésta es, por el
tipo y por los rasgos, aunque la expresión no llegue a ser tan demoníaca
como la de la detestable mujer que me visitó anoche.
-Si es así
-dijo el joven aristócrata-, ya no queda ninguna duda sobre la horrible
realidad de la aparición. Este retrato es de una desdichada antepasada
mía sobre cuyos crímenes se conserva una siniestra y espantosa relación
en una historia de mi familia que guardo en mi escritorio. Enumerarlos
sería demasiado horrible; baste decir que en vuestro funesto dormitorio
se cometió un incesto y un asesinato perverso. Lo devolveré al
aislamiento al que lo habían confinado quienes me precedieron; y nadie,
mientras yo pueda impedirlo, se expondrá a que se repitan los horrores
sobrenaturales capaces de hacer vacilar un valor como el vuestro.
Así
que los dos amigos, que con tanto regocijo se habían encontrado, se
despidieron con muy distintos ánimos: lord Woodville pensando en ordenar
que la Cámara de los Tapices fuese desmantelada y cegada la puerta; el
general Browne decidido a buscar, en algún paraje menos hermoso y con
algún amigo menos encumbrado, el olvido de la deplorable noche que había
pasado en el castillo de Woodville".
Walter Scott