" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias
domingo, 12 de julio de 2009
"Las Alas Robadas"
"Érase una vez un príncipe llamado Sakaye Macina que viajaba por placer. Y he aquí que llegó a una ciudad en un día de feria. Al apearse de su caballo oyó a un viejo que voceaba: -¿Quién quiere, por una jornada de trabajo, ganar cien monedas de oro? Sakaye se acercó al anciano y le dijo: -Yo estoy dispuesto a trabajar todo un día por ese salario. El viejo era un guinarú que frecuentaba los mercados con el único propósito de engañar a algún forastero y llevárselo a su choza para comérselo. Respondió: -Pues bien, Sakaye Macina. Deja tu caballo aquí y ven conmigo hasta el pie de aquella alta montaña. Allí encontrarás la faena que has de hacer. Sakaye siguió, sin pronunciar palabra, al guinarú, que había tomado el camino de la montaña indicado. Así que llegaron a las estribaciones del monte altísimo, el guinarú dijo: -Sube a la cúspide. Arriba hallarás a tus compañeros ocupados ya en la labor. -Pero, ¿por dónde puedo escalar la cima? -preguntó Sakaye-. No veo la posibilidad. ¡Si está cortada casi a cuchillo! -Yo te proporcionaré una montura que te llevará a destino -respondió el viejo guinarú. Palmoteo éste y al punto apareció una tórtola gigantesca ensillada. -Monta este corcel -ordenó el viejo. Sakaye obedeció y el pájaro se elevó hasta la cima de la alta montaña. Una vez allí, depositó a su jinete sobre una enorme roca y desapareció. Sakaye miró en derredor y vio una choza amarilla. Esta choza era de oro puro. Se aproximó y con asombro observó a un anciano cuyos ojos eran tan grandes y amarillos como el sol de mediodía. Y divisó, cuando se dirigía hacia este viejo, a lo lejos y por encima de él, el Universo entero, pues la montaña sobre la cual se encontraba era la más alta de toda la tierra. Muy cerca de este viejo de "los ojos de sol" vio una gran cantidad de cráneos humanos esparcidos por el suelo. Preguntó al viejo de quién era la choza de oro y quién había matado a los dueños de aquellos cráneos. Le preguntó también por qué razón un hombre tan viejo como él se encontraba en un lugar tan espantoso, mayormente cuando, según todas las apariencias, era el único ser que moraba en aquella soledad altísima. -Sakaye Macina -respondió el anciano- yo soy el guardián de esta choza. Los que aquí habitan son yébem, devoradores de hombres. ¡He aquí que tú estás en poder de ellos y no te escaparás! El padre de ellos te ha encontrado en el mercado y te sedujo con la esperanza de poseer el oro que te ofreció por un jornal. En consecuencia, espera aquí tu fin, porque dentro de un instante caerás en sus manos, donde hallarás la muerte. Te devorarán tan pronto el yébem que te ha encontrado esté de regreso. ¡Y no tardará mucho! -¿Tú también eres un devorador de hombres? -le preguntó Sakaye. -¿Yo? -exclamó el anciano-. ¡No! Yo soy un yébem, pero en ningún modo de los devoradores de hombres. Yo pertenezco a otra raza diferente. Me obligan a permanecer aquí en virtud de un sortilegio que me priva del uso de las piernas; a no ser por esto, hace mucho tiempo que habría regresado al lado de los míos. Delante de la choza les sirvo de guardián y me es imposible escapar. -Muy bien, anciano. ¿Y dónde están en este momento esos ogros propietarios de la choza de oro y dueños de tus piernas? -Están de caza y volverán al mismo tiempo que su padre, a quien tú ya conoces. -Entonces, ¿ahora no hay nadie en la vivienda? -Nadie, a excepción de unos yébem muy jóvenes que se distraen jugando a las conchas. -Entraré, pues, y me esconderé en algún granero, en espera de la noche para escapar. -Te suplico que no hagas tal cosa -gritó el viejo-. Tú serías la causa de mi perdición, pues los yébem, a su regreso, me matarían sin compasión al oler carne humana en su casa. Sakaye, que sabía que el guinarú de los "ojos de sol" no podía nada contra él, porque el sortilegio le impedía el uso de las piernas, entró precipitadamente, sin hacer caso de sus advertencias y súplicas. Al ver al intruso, los jóvenes yébem, que estaban jugando y se habían quitado las alas para estar más desembarazados, se asustaron y se metieron de un salto en un gran agujero que había en el centro de la guarida. Pero tuvieron tiempo de recoger sus alas. Tan sólo la hermana, una muchacha muy jovencita, abandonó las suyas en la precipitación de la huida. Cuando ella se encontró en medio de sus hermanos, éstos le dijeron: -Pequeña, has dejado tus alas a la discreción del intruso. Anda por ellas, aunque ello te cueste la libertad. Debes intentar recuperarlas, pues jamás se ha dado el caso de que una yébem haya dejado sus alas en poder de un humano. La joven yébem, a pesar de su espanto, regresó a la choza y, dirigiéndose a Sakaye, le dijo: -¡Humano, yo te suplico que me devuelvas mis alas! -Te las devolveré con una condición -respondió el príncipe-. Quiero que me lleves a mi pueblo. -Te lo prometo -dijo ella. Entonces Sakaye le devolvió las alas y ella se las puso en lugar adecuado. Hecho esto, el príncipe montó sobre la espalda de la joven yébem y voló tan alto, tan alto, que ya no podía distinguir siquiera la tierra. Ella lo depositó delante de la puerta del palacio del rey y quiso, inmediatamente, regresar a la choza de la alta cumbre, pero Sakaye la retuvo a la fuerza. Para lograrlo, le quitó las alas y las escondió en los almacenes del rey. Y acaeció luego, que la tomó por esposa. Desposados, vivieron así algunos años, y la joven yébem dio a luz tres hijos, todos derechos como un huso y lindos como flores. A pesar de la alegría que ella sentía de ser madre, la yébem tenía el corazón apesadumbrado. Añoraba y sentía nostalgia de la soledad de las altas cumbres. Una noche, mientras su marido y sus hijos dormían, se transformó en un ratoncillo y, por un diminuto agujero, penetró en el almacén de su suegro el rey. Cogió las alas y se las ajustó en los hombros. Luego, volvió para buscar a sus hijos, los ocultó bajo sus alas y, remontando el vuelo, se dirigió rauda hasta la montaña de sus amores".
Anónimo Africano
Anónimo Africano
"El Monstruo del Lago"
"Érase una vez la hija de un poderoso rey. Se llamaba Untombina y era muy valiente. En el país en que ella habitaba existía un lago encantado al que ningún ser humano se acercaba. En el lago vivía un Monstruo que, sin compasión ni piedad, se llevaba al fondo a cuantos se extraviaban por aquella región y a los que equivocadamente intentaban bañarse en las claras aguas del lago. Untombina había oído hablar con frecuencia del Monstruo y también sabía dónde estaba el lago que aquél habitaba. Cayeron lluvias torrenciales y muy continuas en todo el país, y las tierras quedaron inundadas; entonces Untombina dijo a sus padres: -Yo quiero ir a ver al Monstruo del lago para preguntarle si podría hacer cesar esta lluvia pertinaz. Pero su padre, el Rey, se lo prohibió, y su madre derramó abundantes lágrimas a la sola idea de lo que pudiese suceder, ya que era terca Untombina, y lo más fácil de suponer era que el Monstruo la devorase. En consecuencia, la muchacha permaneció en casa, más que por la prohibición paterna y los llantos de la madre, porque, estando el país inundado, se hacían los caminos intransitables. Pero, al año siguiente, empezó a llover de nuevo y las aguas llegaron hasta lo más alto de los más altos muros que rodeaban el poblado, y Untombina no pudo contenerse por más tiempo. Quiso ir a toda costa al lago encantado y fue imposible disuadirla; ya ni escuchó la voz autorizada del padre, ni las lágrimas de desconsuelo de la madre la cambiaron de propósito. Convocó a todas las muchachas del pueblo y eligió, de entre todas, a doscientas para que la acompañasen en el viaje. Se vistió como una novia. Siguiendo su ejemplo, las muchachas se ataviaron con sus mejores galas y sus más preciadas joyas. Salieron juntas por las puertas del poblado. Untombina en medio y cien muchachas a cada lado del camino, formando como una Corte de honor. Riendo y cantando caminaban las jóvenes, como si llevaran a la novia al novio, y cuando encontraban por el camino a los mercaderes que, en grandes carretas tiradas por bueyes, recorrían el país, llamábanlos con voces joviales y gozosas y les preguntaban cuál, de entre todas, era la más bella. Los hombres se acercaban y contestaban que ellos encontraban a todas muy lindas, pero ninguna comparable con Untombina. -Pues -decían los mercaderes- la hija del rey de ustedes es esbelta como el árbol de la altura y tan lozana coma la fresca hierba que brota después de las lluvias fecundas. Cuando las otras jóvenes oían estas palabras se enfadaban tanto que maltrataban a los mercaderes y los llenaban de improperios. Luego proseguían su camino. Era un alegre espectáculo ver a aquellas encantadoras jóvenes caminando jovialmente, ataviadas con primor y luciendo sus mejores joyas, refulgentes al sol, y sus collares y brazaletes de ricas perlas. Declinaba el día cuando las bellas muchachas llegaron al encantado lago. Y, al llegar, se despojaron de todas sus galas y saltaron al agua fresca y cristalina para bañarse a los últimos rayos del sol. ¡Qué alegres estaban las lindas negritas! Chapoteaban, se tiraban unas a otras agua del lago, brincaban, saltaban y nadaban alborozadas. Desapareció el sol y tuvieron que buscar un sitio donde pudieran dormir. Realmente ya era hora de abandonar el placer del lago. Así lo hicieron, pero podrán imaginarse su espanto cuando advirtieron la falta de sus lindas sayas y vestidos, de los aros de los tobillos, collares y brazaletes. -¡Oh, oh, oh! -gritaron a una. ¡Mira, Untombina, el Monstruo del lago nos ha robado todas nuestras prendas y joyas! ¿Qué hacemos ahora?... Oh, Untombina, ¿qué hacemos ahora? Gritaban tan fuerte como podían; tan sólo Untombina permanecía indiferente y altiva, contemplando a las muchachas asustadas. Al fin la más atrevida de todas dijo gritando: -¡La culpa es tuya, Untombina; sólo tú nos has traído esta desgracia! Otra, muy piadosa por cierto, propuso que todas se arrodillaran y suplicaran al Monstruo que les devolviera lo que les había robado. Pero Untombina rehusó, altiva, la proposición. -Yo soy la hija del rey -dijo- y no pienso humillarme ante el Monstruo. Y diciendo esto se apartó de las otras muchachas que, entre lágrimas y sollozos, suplicaban al Monstruo les devolviese sus tesoros. -¡Oh, señor de este lago -clamaron- devuélvenos nuestras preciosas joyas y ricos vestidos! No quisimos hacerte ofensa ni daño. Fue Untombina, la hija de nuestro rey, la que aquí nos trajo. Solamente ella tiene toda la culpa. Y entonces, de repente, vestido tras vestido, aro tras aro, collar tras collar, brazalete tras brazalete, empezaron a caer como llovidos del cielo sobre la orilla del lago. Y, al cabo de un corto espacio de tiempo, las doscientas muchachas que habían acompañado a Untombina estaban vestidas y dispuestas a regresar al poblado. Tan sólo Untombina no se había vestido. Altiva, permanecía erguida con los brazos cruzados sobre su pecho y, cuando las muchachas le rogaban que pidiera al Monstruo que le devolviese sus vestidos y sus joyas, ninguna palabra salió de sus labios. -Oh, Untombina, hazlo, por favor. Pídeselos, Untombina -le suplicaban las muchachas. Pero Untombina se irguió más altiva y más orgullosa aún, tanto que a los ojos de sus compañeras no parecía tan linda, y contestó: - Jamás. Yo soy la hija de un rey y no le suplico a nadie. Cuando el Monstruo del lago oyó estas palabras, salió a flor de agua, se apoderó de la orgullosa muchacha y se la tragó. Lanzando gritos de terror las muchachas huyeron como galgos y al llegar al poblado contaron lo que le había ocurrido a la hija del rey. -¡Oh! -sollozó el desventurado padre- yo se lo había advertido innumerables veces, pero ella no quiso escucharme. Pero aguarden, muy pronto la libertaremos de las garras del Monstruo. Y ordenó: -¡Mis guerreros, ármense de vuestros escudos, lanzas, hondas, arcos y agudas flechas! ¡Vamos a libertar a mi hija! Pronto todo un ejército de guerreros negros se puso en marcha hacia el lago encantado. El Monstruo asomó la cabeza fuera del agua, y al ver a tantos guerreros, abrió su descomunal y gigantesca boca y se tragó a un sinfín de ellos con la facilidad con que antes se tragara a Untombina. Su enorme cuerpo parecía que iba agrandándose por momentos, y era verdaderamente espantoso ver cómo perseguía a los que intentaban salvarse; y así fue la persecución hasta las mismas puertas del poblado. Pero junto a la puerta estaba el rey con la más aguda de las lanzas que poseía y se enfrentó con el Monstruo, cuyo cuerpo se extendía por casi sobre una legua de distancia, ¡tan enormes eran sus proporciones! El viejo rey era un valiente guerrero muy diestro en el arte de batallar, y supo al instante dónde tenía que atacar a su enemigo. Primero le hundió la lanza en la garganta y luego le hizo un agujero en un costado. Por este costado empezaron a salir todos sus guerreros y finalmente la valerosa Untombina, más altiva que nunca. El rey la tomó de la mano y la acompañó en triunfo hasta su madre, que tanto había llorado por ella. Afortunadamente el Monstruo fue muerto, y el lago donde habitaba quedó, desde aquel instante, desencantado".
Anónimo Africano
Anónimo Africano
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