"Donde la gran llanura de Tarphet asciende, como el mar por los esteros,
entre las Montañas Ciresias, se levantaba desde hace ya mucho la ciudad
de Merimna casi bajo la sombra de los escarpados. Nunca vi en el mundo
ciudad tan bella como me pareció Merimna cuando por primera vez soñé con
ella. Era una maravilla de chapiteles y figuras de bronce, de fuentes
de mármol, trofeos de guerras fabulosas y amplias calles consagradas a
la belleza. En el centro mismo de la ciudad se abría una avenida de
quince zancadas de ancho y a cada uno de sus lados se alzaba la imagen
en bronce de los Reyes de todos los países de que hubiera tenido noticia
el pueblo de Merimna. Al cabo de esa avenida se encontraba un carro
colosal tirado por tres caballos de bronce que conducía la figura alada
de la Fama y tras ella, en el carro, se erguía la talla formidable de
Welleran. El antiguo héroe de Merimna estaba de pie con la espada en
alto. Tan perentorios eran el porte y la actitud de la Fama y tan urgida
la pose de los caballos que se hubiera jurado que en un instante el
carro estaría sobre uno y que el polvo velaría ya el rostro de los
Reyes. Y había en la ciudad un poderoso recinto en el que se almacenaban
los trofeos de los héroes de Merimna. Esculpida estaba allí bajo un
domo la gloria del arte de los mamposteros, desde hace ya muertos, y en
la cúspide del domo se alzaba la imagen de Rollory que miraba por sobre
las Montañas Ciresias las anchas tierras que conocieron su espada. Y
junto a Rollory, como una vieja nodriza, se alzaba la figura de la
Victoria que a golpes de martillo fabricaba para su cabeza una dorada
guirnalda con las coronas de los reyes caídos.
Así era Merimna,
ciudad de Victorias esculpidas y de guerreros de bronce. Empero, en el
tiempo del que escribo, el arte de la guerra se había olvidado en
Merimna y su pueblo estaba casi adormecido. A todo lo largo recorrían
las calles contemplando los monumentos levantados a las cosas logradas
por las espadas de su país en manos de los que en tiempos remotos habían
querido bien a Merimna. Casi dormían y soñaban con Welleran, Soorenard,
Mommolek, Rollory, Akanax y el joven Iraine. De las tierras de más allá
de las montañas que los rodeaban por todas partes, ellos nada sabían,
salvo que habían sido teatro de las terribles hazañas de Welleran,
hechas cada cual con su espada. Desde hacía ya mucho estas tierras había
vuelto a ser posesión de las naciones flageladas por los ejércitos de
Merimna. Nada quedaba ahora a los hombres de Merimna, salvo su ciudad
inviolada y la gloria del recuerdo de su antigua fama. Por la noche
apostaban centinelas adentrados bastante en el desierto, pero éstos se
dormían siempre en sus puestos y soñaban con Rollory, y tres veces cada
noche, una guardia marchaba en torno de la ciudad vestidos de púrpura,
con luces en alto y cantos consagrados a Welleran en la voz. La guardia
estaba siempre desarmada, pero cuando el eco del sonido de la canción
llegaba por la llanura a las vagas montañas, los ladrones del desierto
oían el nombre de Welleran y se refugiaban silenciosos en sus guaridas. A
menudo avanzaba la aurora por el llano, resplandeciendo maravillosa en
los chapiteles de Merimna, abatiendo a todas las estrellas, y
encontraban todavía a la guardia que entonaba el canto a Welleran, y
cambiaba el color de sus vestidos púrpuras y empalidecía las luces que
portaban. Pero la guardia volvía dejando a salvo las murallas y, uno por
uno, los centinelas despertaban y Rollery se desvanecía de su sueño; y
volvían ateridos caminando con fatiga a la ciudad. Entonces parte de la
amenaza se desvanecía del rostro de las Montañas Ciresias, de la del
Norte, la del Oeste y la del Sur, que miraban sobre Merimna, y claros en
la mañana se levantaban los pilares y las estatuas en la vieja ciudad
inviolada. Puede que quizás asombre que una guardia inerme y centinelas
dormidos fueran capaces de defender una ciudad en la que se atesoraban
todas las glorias del arte, que era rica en oro y bronce, una altiva
ciudad que otrora oprimiera a sus vecinas y cuyo pueblo había olvidado
el arte de la guerra. Pues bien, esto es la razón por la que, aunque
todas las otras tierras le habían sido quitadas desde hacía ya mucho la
ciudad de Merimna se encontraba a salvo Algo muy extraño creían o temían
las tribus feroces de más allá de las montañas, y era ella que en
ciertas estaciones de las murallas de Merimna todavía rondaban Welleran
Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax y el joven Iraine. Sin embargo,
iban a cumplirse ya cien años desde que Iranie, el más joven de los
héroes de Merimna había librado la última de sus batallas contra las
tribus.
A veces, a decir verdad, había jóvenes en las tribus que dudaban y decían:
—¿Cómo es posible que un hombre escape por siempre a la muerte?
Pero hombres más graves les respondían:
—Escuchadnos,
vosotros de quienes la sabiduría ha logrado discernir tanto, y
discernid por nosotros como es posible que un hombre escape a la muerte
cuando dos veintenas de jinetes cargan sobre él blandiendo espadas,
juramentados todos a matarlo, y juramentados todos a hacerlo por los
dioses de su país; como a menudo Welleran lo ha hecho. O discernid por
nosotros cómo pueden dos hombres solos entrar en una ciudad amurallada
por la noche y salir de ella con su rey, como lo hicieron Soorenard y
Mommolek. Sin duda hombres que han escapado a tantas espadas y a tantas
dagas voladoras sabrán escapar a los años y al Tiempo.
Y los
jóvenes quedaban humillados y guardaban silencio. Con todo, la sospecha
ganó fuerza. Y a menudo cuando el sol se ponía en las Montañas Ciresias,
los hombres de Merimna discernían las formas de los salvajes de las
tribus que, recortadas negras sobre la luz, atisbaban la ciudad. Todos
sabían en Merimna que las figuras en torno a las murallas eran sólo
estatuas de piedra, no obstante, unos pocos aún abrigaban la esperanza
de que algún día sus viejos héroes volverían, pues, por cierto, nunca
nadie los había visto morir. Ahora bien, había sido costumbre de estos
seis guerreros de antaño, al recibir cada uno la última herida y saberla
mortal, cabalgar hacia cierta profunda barraca y arrojar su cuerpo en
ella, como lo hacen los elefantes, según leí en alguna parte, para
ocultar sus huesos de las bestias menores. Era una barranca empinada y
estrecha aun en sus extremos, una gran hendidura a la cual nadie tenia
acceso por sendero alguno. Hacia allí cabalgó Welleran, solitario y
jadeante; y hacia allí más tarde cabalgaron Soorenard y Mommolek,
Mommolek mortalmente herido, para no volver, pero Soorenard estaba ileso
y volvió solo después de dejar a su querido amigo descansando entre los
huesos poderosos de Welleran. Y hacia allí cabalgó Soorenard cuando
llegó su día, con Rollory y Akanax, y Rollory iba en el medio y
Soorenard y Akanax a los lados. Y la larga cabalgata fue dura y fatigosa
para Soorenard y Akanax porque ambos estaban heridos mortalmente; pero
la larga cabalgata fue sencilla para Rollory, porque estaba muerto. De
modo que los huesos de estos cinco héroes se blanquearon en tierra
enemiga y muy aquietados estaban aunque fueron perturbadores de
ciudades, y nadie sabía dónde yacían excepto Iraine, el joven capitán,
que sólo contaba veinticinco años cuando cabalgando Mommolek, Rollery y
Akanax. Y entre ellos estaban esparcidas sus monturas y sus riendas y
los avíos de sus caballos para que nadie nunca los encontrara luego y
fuera a decir en una ciudad extranjera:
—He aquí las riendas o las monturas de los capitanes de Merimna, cobradas en la guerra.
Pero a sus fieles caballos amados dejaron en libertad.
Cuarenta
años más tarde, en ocasión de una gran victoria, la última herida se le
abrió a Iraine, y esa herida era terrible y de ningún modo quería
cerrar. E Iraine era el último de los capitanes y cabalgó solo. Era
largo el camino hasta la oscura barranca e Iraine temía no llegar nunca
al lugar de descanso de los viejos héroes, e instaba a su caballo a ir
más de prisa y se aferraba con las manos a la montura. Y a menudo
mientras cabalgaba se adormecía y soñaba con días de otrora y con los
tiempos en que por primera vez cabalgó a las grandes guerras de Welleran
y con la ocasión en que Welleran le dirigió la palabra por primera vez,
y con el rostro de los camaradas de Welleran cuando cargaban en
batalla. Y toda vez que despertaba un hondo anhelo le embargaba el alma
al revolotearle ésta al borde del cuerpo, el anhelo de yacer entre los
huesos de los viejos héroes. Por fin, cuando vio la barranca oscura que
trazaba una cicatriz a través del llano, el alma de Iraine se deslizó
por la gran herida y tendió las alas y el dolor desapareció del pobre
cuerpo tajado y, aún instando al apuro a su caballo, Iraine murió. Pero
su viejo y fiel caballo galopó todavía hasta que de pronto vio delante
de sí la oscura barranca y clavó las manos en su borde mismo y se
detuvo. Entonces el cuerpo de Iraine cayó hacia adelante por sobre la
derecha del caballo, y sus huesos se mezclan y descansan al transcurrir
los años con los huesos de los héroes de Merimna.
Ahora bien,
había un niñito en Merimna llamado Rold. Lo vi por primera vez, yo el
soñador, sentado dormido junto al fuego, lo vi por primera vez en
ocasión en que su madre lo llevaba a recorrer el gran recinto en que se
guardaban los trofeos de los héroes de Merimna. Tenía cinco años y
estaba allí de pie delante del gran cofre de cristal que guardaba la
espada de Welleran y su madre dijo:
—La espada de Welleran.
Y Rold preguntó:
—¿Qué debe hacerse con la espada de Welleran?
Y su madre le respondió:
—Los hombres miran la espada y recuerdan a Welleran.
Y siguieron camino y se detuvieron delante de la gran capa roja de Welleran y el niño preguntó:
—¿Por qué llevaba Welleran esta gran capa roja?
Y su madre le respondió:
—Así prefería él hacerlo.
Cuando
Rold fue algo mayor, abandonó la casa de su madre silencioso en medio
de la noche mientras todo el mundo estaba acallado y Merimna dormía
soñando con Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax y el joven
Iraine. Y descendió a las murallas para escuchar a la guardia vestida de
púrpura que marchaba cantando cantos a Welleran. Y la guardia vestida
de púrpura llegó con sus luces, todos cantando en el silencio, y las
formas oscuras que se deslizaban por el desierto, se volvieron y
huyeron. Y Rold volvió a casa de su madre sintiendo un vivo anhelo
despertado por el nombre de Welleran, como el anhelo que sienten los
hombres por las cosas muy sagradas. Y con el tiempo Rold llegó a conocer
el camino en torno a las murallas y a las seis estatuas ecuestres que
guardaban allí a Merimna inmóviles. Estas estatuas no se asemejaban a
ninguna otra: estaban talladas tan hábilmente en mármoles multicolores,
que nadie podía estar seguro, hasta no encontrarse muy cerca, de que no
fueran hombres con vida. Había un caballo de mármol moteado: el caballo
de Akanax. El caballo de Rollory era de puro alabastro blanco, su
armadura había sido tallada en una piedra que resplandecía y la capa del
jinete estaba hecha de piedra azul, muy preciosa. Miraba hacia el
Norte.
Pero el caballo de mármol de Welleran era perfectamente
negro, y sobre él montaba Welleran, que miraba solemne hacia el Oeste.
Era el de su caballo el cuello que prefería acariciar Rold, y era a
Welleran a quien con más claridad veían quienes se acercaban al ponerse
el sol en las montañas a atisbar la ciudad. Y Rold amaba las ventanas de
la nariz del gran caballo negro y la capa de jaspe de su jinete. Ahora
bien, más allá de las Montañas Ciresias, crecía la sospecha de que los
héroes de Merimna estaban muertos y se concibió el plan de que un hombre
debía ir en la noche y acercarse a las figuras apostadas sobre las
murallas y comprobar si eran en realidad Welleran, Soorenard, Mommolek,
Rollory, Akanax y el joven Iraine. Y todos accedieron al plan y muchos
nombres se mencionaron de quienes deberían ejecutarlo, y el plan fue
madurando por muchos años. Y en estos años los vigías se apiñaban a
menudo al ponerse el sol en las montañas, pero no se acercaban.
Finalmente se trazó un plan mejor y se decidió que a dos hombres a
quienes se había condenado a muerte se les concedería el perdón si
descendían al llano por la noche y averiguaban si los héroes de Merimna
vivían o no. En un principio los dos prisioneros no osaban partir, pero
al cabo de un rato uno de ellos, Seejar, dijo a su compañero, Sajar-Ho:
—Considéralo: cuando el hachero del Rey hiere el cuello de un hombre, ese hombre muere.
Y el otro afirmó que así era, en efecto. Luego dijo Seejar:
—Y aún cuando Welleran hiere a un hombre con su espada, no más le acaece a éste que la muerte.
Entonces Sajar-Ho meditó por un rato. En seguida dijo:
—Sin
embargo, el ojo del hachero del Rey podría errar en el momento de
asestar el golpe o flaquearle el brazo, y el ojo de Welleran no ha
errado nunca ni su brazo ha flaqueado. Sería mejor quedarnos aquí
Entonces dijo Seejar:
—Quizás
ese Welleran esté muerto y algún otro lo reemplaza en su lugar en las
murallas o aun una estatua de piedra es el guardián.
A lo cual respondió Sajar-Ho:
—¿Cómo
puede Welleran estar muerto cuando escapó aún de dos veintenas de
jinetes con espadas, juramentados a matarlo y juramentados todos por los
dioses de nuestro país?
Y dijo Seejar:
—Esta historia de Welleran
la contó a mi abuelo su padre. El día que se perdió la batalla en los
llanos de Kurlistan vio a un caballo en agonía cerca del río y el
caballo miraba dolorosamente el agua, pero no podía llegar a ella. Y el
padre de mi abuelo vio a Welleran llegarse a la orilla del río y traer
de él agua en sus propias manos que le dio al caballo. Nos encontramos
ahora en una situación tan grave como era la de ese caballo y como él
tan cerca de la muerte; puede que Welleran se apiade de nosotros,
mientras que eso no le es posible al hachero del Rey por causa de la
orden que de éste ha recibido.
Entonces dijo Sajar-Ho:
—Siempre
supiste argüir con astucia. Tú fuiste el que nos trajo a este aprieto
con tu astucia y tus artimañas; veremos si puedes sacarnos de él.
Iremos.
De modo que la nueva se le transmitió al Rey que los dos
prisioneros bajarían a Merimna. Esa noche los vigilantes los condujeron
al borde de la montaña y Seejar y Sajar-Ho bajaron hacia la llanura por
el camino de un profundo desfiladero, y los vigilantes custodiaron su
partida. En seguida sus figuras quedaron enteramente escondidas en el
crepúsculo. Luego vino la noche, inmensa y sagrada, de los marjales
baldíos hacia el Este y las tierras bajas y el mar; y los ángeles que
guardan a todos los hombres de día cerraron sus grandes ojos y se
durmieron; y los ángeles que guardan a todos los hombres de noche,
despertaron y desplegaron sus alas azules, se pusieron en pie y velaron.
Pero el llano se convirtió en un lugar misterioso habitado de temores.
De modo que los dos espías descendieron por el profundo desfiladero y al
salir al llano se lanzaron furtivos y veloces campo traviesa. No
tardaron en llegar a la línea de centinelas dormidos en la arena y uno
de ellos se agitó en sueños e invocó el nombre de Rollory y un gran
temor se apoderó de los espías, que susurraron:
—Rollory vive.
Pero
recordaron al hachero del Rey y siguieron camino. Y luego llegaron a la
gran estatua de bronce del Miedo, tallada por algún escultor de los
viejos años gloriosos, en la actitud de volar hacia las montañas y
llamar al mismo tiempo a sus hijos en su vuelo. Y los hijos del miedo
estaban tallados a la imagen de los ejércitos de las tribus
transciresias de espaldas a Merimna, con un rebaño en pos del Miedo. Y
de donde él estaba montado en su caballo tras las murallas, la espada de
Welleran se tendía sobre sus cabezas como siempre había sucedido. Y los
dos espías se arrodillaron en la arena y besaron el inmenso pie de
bronce del Miedo diciendo:
—Oh, Miedo, Miedo.
Y mientras
estaban allí arrodillados vieron luces a lo lejos a lo largo de las
murallas que iban acercándose más y más y oyeron a los hombres cantar el
canto a Welleran. Y la guardia de púrpura se acercó y pasó junto a
ellos con sus luces y se perdieron a la distancia todavía cantando el
canto a Welleran. Y todo ese tiempo los dos espías estuvieron aferrados
al pie de la estatua susurrando:
—Oh, Miedo, Miedo.
Pero
cuando ya no les fue posible oír el nombre de Welleran, se pusieron en
pie, se acercaron a las murallas, treparon a ellas y llegaron sin demora
a la figure de Welleran; y se inclinaron hasta el suelo y Seejar dijo:
—Oh, Welleran, vinimos a ver si todavía vivías.
Y
por lo largo tiempo esperaron con la cara vuelta a tierra. Por fin
Seejar miró la terrible espada de Welleran que todavía apuntaba inmóvil
hacia los ejércitos esculpidos que iban en pos del miedo. Y Seejar se
inclinó nuevamente hasta el suelo y tocó el casco del caballo y le
pareció frío. Y deslizó su mano más arriba y tocó la pata del caballo y
le pareció totalmente fría. Y por último tocó el pie de Welleran y la
armadura que lo cabría pareció dura y rígida. Luego, como Welleran no se
movía ni decía nada, Seejar se puso en pie por fin y tocó su mano, la
terrible mano de Welleran, y era de mármol. Entonces Seejar rió en voz
alto y él y Sajar-Ho se apresuraron por el sendero vacío y se toparon
con Rollory, y también él era de mármol. Luego descendieron de las
murallas y volvieron por el llano pasando despectivos junto a la figura
del Miedo, y oyeron que la guardia volvía en torno a las murallas por
tercera vez cantando siempre el canto a Welleran; y Seejar dijo:
—Sí, podéis cantar el canto a Welleran, pero Welleran ha muerto y la condena pende sobre vuestra ciudad.
Y
siguieron adelante y encontraron al centinela, todavía inquieto en la
noche, que llamaba el nombre de Rollory. Y Sajar-Ho musitó:
—Sí, puedes invocar el nombre de Rollory, pero Rollory ha muerto y nada hay que pueda salvar tu ciudad.
Y
los dos espías volvieron vivos a sus montañas y al llegar a ellas, el
primer rayo de sol surgió rojo sobre el desierto que se extiende tras
Merimna y dio luz a sus chapiteles. Era la hora en que la guardia de
púrpura solía volver a la ciudad con sus velas empalidecidas y sus
vestidos de color más vivo, en que los centinelas entumecidos volvían
trabajosamente de soñar en el desierto; era la hora en que los ladrones
del desierto se escondían y volvían a sus cuevas de la montaña, era la
hora en que nacen los insectos con alas de gasa que no han de vivir sino
un día; era la hora en que los condenados a muerte mueren y a esa hora
un gran peligro, nuevo y terrible, se cernía sobre Merimna, y Merimna no
lo sabía.
Entonces Seejar se volvió y dijo:
—Mira cuán rojo
es el amanecer y cuán rojos están los chapiteles de Merimna. Están
enfadados con Merimna en el Paraíso y han prometido su condenación .
De
modo que los dos espías volvieron y llevaron la nueva al Rey, y por
unos cuantos días los Reyes de esos países estuvieron reuniendo sus
ejércitos; y una tarde los ejércitos de cuatro Reyes se sumaron todos en
lo alto del profundo desfiladero, todos agazapados al pie de la cumbre a
la espera de la puesta del sol. En la cara de todos había resolución y
coraje; no obstante en su interior cada uno de los hombres rezaba a sus
dioses, a uno por uno en sucesión. Luego se puso el sol y era la hora en
que los murciélagos y las criaturas oscuras salen y los leones
descienden de sus cubiles y los ladrones del desierto van de nuevo a la
llanura y las fiebres se levantan aladas y calientes del frío de los
marjales, y era la hora en que la seguridad abandona el trono de los
Reyes, la hora en que cambian las dinastías. Pero en el desierto la
guardia de púrpura salía de Merimna con sus luces cantando el canto a
Welleran y los centinelas se echaban a dormir. Ahora bien, no puede
llegar dolor alguno al Paraíso, sólo puede repiquetear como lluvia
contra sus muros de cristal; sin embargo, las almas de los héroes de
Merimna tenían a medias conocimiento de algún dolor a lo lejos, como el
durmiente siente en su sueño que alguien siente frío, pero no sabe que
es él mismo quien lo siente. Y se estremecieron un tanto en su hogar
estrellado. Entonces, invisibles, volaron hacia tierra a través del sol
poniente las almas de Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax y
el joven Iraine. Ya cuando llegaron a las murallas de Merimna oscurecía,
ya los ejércitos de los cuatro Reyes empezaban a descender con
metálicos sonidos por el profundo desfiladero. Pero cuando los seis
guerreros volvieron a ver su ciudad, tan poco cambiada al cabo de tantos
años, la miraron con una nostalgia que estaba más cerca de las lágrimas
que nada que hubieran experimentado nunca antes, y clamaron:
—Oh, Merimna, ciudad nuestra; Merimna nuestra ciudad amurallada.
Qué
bella eres con todos tus chapiteles, Merimna. Por ti abandonamos la
tierra sus reinos y florecillas, por ti abandonamos por un tiempo el
Paraíso. Es muy difícil alejarse del rostro de Dios: es como un cálido
fuego, es como el caro sueño, es como un himno inmenso, aunque hay un
profundo silencio alrededor de él, un silencio lleno de luces.
Abandonamos el Paraíso un tiempo por ti, Merimna. A muchas mujeres hemos
amado, Merimna, pero sólo a una ciudad. Mirad ahora a todo el pueblo
que sueña, a todo nuestro amado pueblo. ¡Qué bellos son los sueños! En
sueños los muertos viven, aun los que han muerto desde hace ya mucho y
están sumidos en un gran silencio. Tus luces todas se han atenuado, se
han apagado, no hay sonido en tus calles. ¡Paz! Eres como una doncella
que ha cerrado sus ojos y duerme, que respira dulcemente y está
perfectamente inmóvil, acallada e imperturbada. Mirad ahora las almenas,
las viejas almenas. ¿Las defienden los hombres todavía como las
defendimos nosotros? Se han desgastado un tanto las almenas —y
acercándose más atisbaron ansiosos—. No es por la mano del hombre que
nuestras almenas se han desgastado. Sólo los años lo han hecho y el
Tiempo indomable. Tus almenas son como la faja de una doncella, una faja
redondeada en su cintura. Mirad ahora el rocío que las cubre, son como
una faja enjoyada. Te encuentras en grave peligro Merimna, porque eres
hermosa. ¿Debes perecer esta noche porque no te defendemos, porque
clamamos y nadie nos oye, como claman los lirios magullados sin que
nadie haya nunca conocido sus voces?...
Así hablaron esas firmes
voces, hechas a dar órdenes en batalla, clamando a su querida ciudad, y
sus voces no subieron más alto que el susurro de los pequeños
murciélagos que se mueven en el crepúsculo de la tarde. Entonces la
guardia de púrpura se acercó recorriendo el contorno de las murallas por
primera vez esa noche, y los guerreros clamaron:
—¡Merimna está en peligro! Ya sus enemigos se agazapan en la oscuridad.
Pero
sus voces no fueron oídas porque eran sólo fantasmas errantes Y la
guardia siguió adelante y pasaron junto a ellos sin advertir nada,
todavía cantando el canto a Welleran.
Entonces dijo Welleran a sus camaradas:
—Nuestras
manos no pueden ya sostener la espada, nuestras voces no pueden oírse,
ya no somos hombres con fuerza. No somos sino sueños; entremos en los
sueños pues. Id todos, y también tú joven Iraine, y perturbad el sueño
de todos los hombres que sueñan e instadlos a que cojan las espadas de
sus predecesores que cuelgan de los muros y vayan a la boca del
desfiladero; y yo hallaré un guía y haré que coja mi espada.
Luego
pasaron por sobre las murallas y entraron a su querida ciudad. Y el
viento soplaba aquí y allí mientras se trasladaba el alma de Welleran,
que en su día había resistido la carga de tempestuosos ejércitos. Y las
almas de sus camaradas y con ellos el joven Iraine entraron en la ciudad
y perturbaron el sueño de todo aquel que dormía y a cada cual las almas
le decían en sueños:
—Hace calor en la ciudad y está todo muy
silencioso. Ve ahora al desierto donde está fresco bajo las montañas,
pero lleva contigo la vieja espada que cuelga del muro por temor de los
ladrones del desierto.
Y el dios de esa ciudad envió una fiebre
sobre ella, y la fiebre cundió y las calles estaban caldeadas; y todos
los que dormían despertaron de soñar que estaría fresco y placentero
donde las brisas bajan por el desfiladero que corre entre las montañas; y
cogieron las espadas de sus antecesores de acuerdo con lo soñado, por
temor de los ladrones del desierto. Y las almas de los camaradas de
Welleran y también la del joven Iraine entraron en los sueños y salieron
de ellos con gran prisa así que avanzaban la noche; y uno por uno
perturbaban los sueños de los hombres de Merimna y los instaban a
levantarse y salir armados, a todos menos a la guardia de púrpura que,
ignorante del peligro, cantaba todavía el canto a Welleran, porque los
hombres en vela no pueden oír a las almas de los muertos. Pero Welleran
se deslizó por sobre los techos de la ciudad hasta llegar al cuerpo de
Rold que yacía profundamente dormido. Por ese entonces Rold se había
vuelto fuerte y tenía dieciocho años, y era de cabellos claros y alto
como Welleran, y el alma de Welleran revoloteó sobre él y penetró en sus
sueños como una mariposa atraviesa un enrejado para llegarse a un
jardín de flores; y el alma de Welleran le dijo a Rold en su sueño:
—Ve
y vuelve a contemplar la espada de Welleran, la gran espada curva de
Welleran. Ve y contémplala en la noche a la luz de la luna.
Y el
anhelo que sintió Rod en su sueño al ver la espada fue causa de que
abandonara aún dormido la casa de su madre y fuera al recinto donde se
guardaban los trofeos de los héroes. Y el alma de Welleran que inspiraba
el sueño de Rold fue causa de que se detuviera ante la gran capa roja, y
allí el alma le dijo en sueños:
—Tienes frío en medio de la noche; envuélvete en una capa.
Y
Rold se envolvió en la inmensa capa roja de Welleran. Luego el sueño de
Rold lo condujo junto a la espada y el alma le dijo en sueños:
—Anhelas sostener la espada de Welleran: cógela en la mano.
Pero Rold respondió:
—¿Qué debe hacerse con la espada de Welleran?
Y el alma del viejo capitán le dijo en sueños:
—Es una espada hecha a la mano: coge la espada de Welleran.
Y Rold, todavía dormido, respondió:
—No está permitido; nadie debe tocar la espada.
Y
Rold se volvió para irse. Entonces un inmenso grito espantable creció
en el alma de Welleran, tanto más amargo cuanto no podía darle voz, y
giró y giró en su alma sin encontrar puerta de emisión, como el grito
evocado de algún antiguo hecho asesino en alguna vieja cámara encantada
que susurra a través de las edades sin que nadie nunca lo oiga.
Y el alma de Welleran gritó a los sueños de Rold:
—¡Tus rodillas están atadas! ¡Has caído en un marjal! No te puedes mover.
Y los sueños de Rold le dijeron a éste
—Tus
rodillas están atadas, has caído en un marjal —y Rold se encontraba
todavía frente a la espada. Luego el alma del guerrero se lamentó en los
sueños de Rold mientras éste estaba delante de la espada.
—Welleran
llora por su espada, su maravillosa espada curva. El pobre Welleran que
otrora luchó por Merimna llora por su espada en la noche. No debes
permitir que Welleran se quede sin su hermosa espada cuando él mismo
está muerto y no puede venir por ella, pobre Welleran que luchó por
Merimna.
Y Rold rompió el cofre de cristal con su mano y cogió la
espada curva de Welleran; y el alma del guerrero dijo en los sueños de
Rold:
—Welleran aguarda en el fondo desfiladero que penetra en las montañas llorando por su espada.
Y
Rold atravesó la ciudad y subió a las murallas, y anduvo con los ojos
del todo abiertos, pero todavía sumido en sueños, por el desierto hacia
las montañas. Ya una gran multitud de ciudadanos de Merimna se había
reunido en el desierto ante el profundo desfiladero con las viejas
espadas en la mano, y Rold pasó entre ellos mientras dormía sosteniendo
la espada de Welleran, y la gente irrumpió en exclamaciones asombradas
diciéndose los unos a los otros:
—¡Rold tiene la espada de Welleran!
Y
Rold llegó a la boca del desfiladero y allí las voces de la gente lo
despertaron. Y Rold nada sabía de lo que había hecho en sueños y miró
asombrado la espada que llevaba en la mano y dijo:
—¿Qué eres tú, hermoso objeto? La luz resplandece en ti, estás inquieta. ¡Es la espada de Welleran, la espada curva de Welleran!
Y Rold besó su empuñadura, que fue salada en sus labios por el sudor de las batallas de Welleran.
Y Rold dijo:
—¿Qué debe hacerse con la espada de Welleran?
Y toda la gente se asombraba ante Rold mientras él se estaba allí musitando:
—¿Qué debe hacerse con la espada de Welleran?
En
seguida llegó a oídos de Rold un sonido metálico que venía del
desfiladero, y toda la gente, la gente que nada sabía de la guerra, oyó
el sonido metálico acercarse en la noche: porque los cuatro ejércitos
venían sobre Merimna aunque no esperaban encontrar al enemigo. Y Rold
asió la empuñadura de la gran espada curva y la espada pareció elevarse
un tanto. Y un nuevo pensamiento se iluminó en el corazón del pueblo de
Merimna mientras asían las espadas de sus antecesores. Más y más se
acercaban los ejércitos desprevenidos de los cuatro Reyes y viejos
recuerdos ancestrales empezaron a surgir en la memoria del pueblo de
Merimna en el desierto con las espadas en la mano en pos de Rold. Y
todos los centinelas estaban despiertos con su lanza en ristre, porque
Rollory había echado sus sueños a volar, Rollory, que otrora había
echado a volar ejércitos, ahora no era sino un sueño que luchaba con
otros sueños. Y entonces los ejércitos estuvieron muy cerca. De pronto
Rold dio un salto clamando:
—¡Welleran! ¡Y la espada de Welleran!
Y
la salvaje espada lujuriosa que había padecido sed por cien años, se
elevó en la mano de Rold y se abrió camino por entre las costillas de
los hombres de las tribus. Y con la cálida sangre que la bañaba hubo
alegría en el alma curva de la poderosa espada, como la alegría de un
nadador que sube de las aguas cálidas del mar después de haber vivido
mucho en tierra seca. Cuando vieron la capa roja y la terrible espada,
un grito cundió entre los ejércitos tribales:
—¡Welleran vive!
Y
se elevó el sonido de la exultación de hombres victoriosos, y el jadeo
de los que huían y, el quedo canto que la espada cantaba para sí
mientras giraba goteante en el aire. Y lo último que vi de la batalla
mientras se vertía presurosa por la profundidad y la oscuridad del
desfiladero, fue la espada de Welleran que subía y bajaba,
resplandeciendo azul a la luz de la luna al alzarse y después roja, para
desaparecer luego en la oscuridad. Pero al amanecer los hombres de
Merimna volvieron y el sol, al levantarse para dar nueva vida al mundo,
brilló en cambio sobre las cosas espantosas cometidas por la espada de
Welleran. Y Rold dijo:
—¡Oh, espada, espada! ¡Qué horrible eres!
Es terrible que te hayas abierto lugar entre los hombres. ¿Cuántos ojos
ya no mirarán jardines por tu causa? ¿Cuántos campos permanecerán
vacíos, que podrían haber lucido rubios de cabañas, blancas cabañas
habitadas por niños? ¿Cuántos valles permanecerán desolados, que podrían
haber dado alimento a cálidos villorrios porque hace ya mucho que
degollaste a los que deberían haberlos construido? ¡Oigo llorar al
viento junto a ti, espada! Viene de los valles vacíos. Hay voces de
niños en él. Nunca nacieron. La muerte pone fin al llanto de los que una
vez tuvieron vida, pero éstos deben llorar por siempre ¡Oh, espada,
espada! ¿Por qué te dieron un lugar los dioses entre los hombres?
Y
las lágrimas de Rold cayeron sobre la orgullosa espada, pero no
pudieron lavarla. Y ahora que el ardor de la batalla se había apagado,
los espíritus del pueblo de Merimna empezaron a languidecer un tanto,
como el de su guía, con la fatiga y con el frío de la mañana; y miraron
la espada de Welleran en la mano de Rold y dijeron:
—Ya no más,
ya no más, por siempre volverá ahora Welleran, porque su espada está en
manos de otro. Sabemos ahora que de hecho está muerto. Oh, Welleran, tú
fuiste nuestro sol, nuestra luna y nuestras estrellas. Ahora el sol ha
caído y la luna se ha roto y todas las estrellas están dispersas como
los diamantes de un collar arrancado del cuello de alguien muerto por la
violencia.
Así lloraba la gente Merimna en la hora de su gran
victoria, pues es extraño el ánimo del hombre, mientras junto a ellos la
vieja ciudad inviolada dormía segura. Pero desde las murallas y más
allá de las montañas y por sobre las tierras que antaño habían
conquistado, más allá del mundo, volvían al Paraíso las almas de
Welleran, Soorenard, Mommolek, Rollory, Akanax y el joven Iraine".
Lord Dunsany