"Sí, os supero a todos en mi innata crueldad, que no estuvo en mi mano
reprimir. ¿Es esta la razón por la que estáis todos postrados frente a
mí? ¿O bien el estupor de verme, fenómeno inaudito, recorrer como
horrible cometa el espacio ensangrentado?.
Una lluvia de sangre
brota de mi cuerpo inmenso, semejante a una nube negra que empuje ante
sí el huracán. No temáis nada, hijos míos. No quiero maldeciros. El mal
que me habéis ocasionado es demasiado grande; demasiado grande el mal
que yo os he ocasionado, para que sea intencional. Vosotros habéis
recorrido vuestro camino y yo el mío, ambos semejantes, ambos perversos.
Era natural encontrarnos, dada nuestra afinidad. El choque que ha
seguido al encuentro nos ha resultado recíprocamente fatal”.
Al
llegar a este punto, los hombres empezarán a levantar las cabezas,
adquiriendo de nuevo valor, y, para ver quién esta hablando, alargarán
el cuello igual que caracoles. De repente, su rostro alterado,
descompuesto, se deformará en una mueca tan monstruoso que incluso los
lobos quedarán aterrorizados. Todos a la vez, los hombres se enderezarán
de golpe, como un muelle gigantesco. ¡Cuántas imprecaciones!¡Qué clamor
de voces! Me han reconocido. Y he ahí que los animales terrestres se
unen a los hombres y hacen oír sus extraños alborotos. Ningún odio
divide ya a ambas razas. El odio de cada uno está dirigido contra el
enemigo común: yo. El consentimiento universal les une. Vientos que me
estáis transportando, levantadme todavía más alto: temo la perfidia. Sí,
desaparezcamos, poco a poco de su vista... Adiós, viejo, y piensa en
mí, si me has leído...; y tú, joven, no desesperes. En efecto, tienes en
el vampiro a un amigo, aunque seas de otra opinión. Si además, tienes en cuenta el ácaro sarcopto que te pega la roña, ¡tendrás dos amigos!"
Isidore Ducasse, conde de Lautréamont