El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

lunes, 18 de octubre de 2010

"La Macabra Carta"

Querida mía:

"Tanto tu como yo, sabemos que has estado evitando este ansiado momento. Pero después de tantísimo tiempo al fin he logrado que mostrases algún tipo de interés por mi y te preguntaras el porqué estoy tras de ti. Has eludido todos mis intentos para seducirte, de que estuvieras conmigo, vinieras a mi reino, de que quedaras prendida de mi, pero siempre lograbas escapar en el ultimo instante, el destino todavía no había dicho su última palabra. Han transcurrido cuarenta inviernos, te buscado y seguido tus huellas, como una manada de lobos, siguen a su líder hasta la siguiente cacería. Te estarás preguntando que quien soy yo ¿verdad?, disculpame, que descortés por mi parte, ni siquiera me presentado, pero querida no te preocupes, todo a su debido tiempo. Después de cuarenta inviernos no tendrás precisamente prisa ahora ¿no? Pero si es lo que deseas, te hablare de mi. No distingo entre razas, ni entre hombres, ni mujeres, no tengo piedad ni de niños, ni tampoco de los ancianos, tanto me sirven los ricos, como los pobres. Ni reyes, ni emperadores, tampoco sabios y eruditos han podido sobornarme nunca. Hay querida mía supongo que ya sabrás quien soy, ¿estoy en lo cierto? Se la cara que estarás poniendo, la he visto muchas veces, el miedo en tus facciones, las lagrimas resbalando por tus mejillas, y como se te encogen las tripas. Como se te escapa de las manos esa taza de humeante café y estalla en mil pedazos contra el suelo. Querida, no nos andemos con mas rodeos, ya he esperado suficiente así que abre la puerta, invitame a pasar, deja que me cobre mi merecida y ansiada recompensa".

Atentamente, El Segador de Almas, La Muerte.

KingWolf

miércoles, 18 de agosto de 2010

"Los Arqueros"

"Pasó durante la Retirada de los 80 mil, y la autoridad de la censura es suficiente excusa para no ser más explícito. Pero pasó durante el más terrible día de aquella terrible época, el día en que la ruina y el desastre llegó tan cerca que su sombra cayó sobre Londres; y, sin ninguna noticia certera, los corazones de los hombres se angustiaron; como si la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera ingresado en sus almas. En este amargo día, cuando trescientos mil soldados con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la pequeña compañía inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla que estaba en peligro atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación. Con el permiso de la Censura y de los expertos militares, esa posición podía ser descripta como una saliente, y si esa unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces, todas las fuerzas británicas serían despedazadas, y los Aliados deberían retroceder y se perdería inevitablemente el Sedán. Durante toda la mañana los cañones alemanes habían tronado y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la defendían. Los hombres bromeaban sobre los cañonazos y encontraban nombres graciosos para estos, hacían apuestas y los recibían con pequeñas canciones. Pero las balas seguían explotando y desgarrando las extremidades de buenos ingleses, y a medida que las horas del día avanzaban, también lo hacían los terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio. La artillería inglesa era buena, pero no había suficientes unidades cerca y las que quedaban, habían sido rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones. Hay momentos en una tormenta en el mar en que la gente se dice entre sí, "esto es lo peor; no puede ser más duro." y entonces hay un trueno diez veces más fiero que todos los anteriores. Así estaban en esa trinchera los británicos. No había corazones más fuertes en el mundo entero que los de aquellos hombres; pero igualmente se veían espantados por esos mortíferos cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Y en un momento pudieron divisar desde sus cubrimientos, que una tremenda muchedumbre se estaba movilizando hacia sus líneas. Los quinientos superviventes que aún resistían pudiero divisar a lo lejos a la infantería alemana que venía a presionarlos, columna tras columna, una hueste de hombres grises, diez mil de ellos. No había mucha esperanza. Algunos de ellos se chocaron las manos. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de batalla, "Adiós, adiós a Tipperary," terminando con "y no volveremos más". Todos se comenzaron a despedir con rapidez. Los oficiales creían que esta sería una buena oportunidad de ascenso; en tanto los alemanes avanzaban línea tras línea. El humorista de Tipperary preguntó: "¿qué precio tiene en Sidney Street?" Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor posible. Pero todos sabían que era inútil. Los cuerpos grises seguían su avance en compañías y batallones, y otros se les unían, y se expandían y avanzaban más y más. "Mundo sin fin. Amen," dijo uno de los soldados con cierta irrelevancia, mientras apuntaba y disparaba. Y luego recordó, no podía saber el porque, un extraño restaurant vegetariano en Londres, donde había ido una o dos veces a comer excéntricos platos de coteletas hechas de lentejas y nueces que pretendían ser bistecs. Todos los platos de ese restaurant tenían impresos una figura azulada de San Jorge, con la consigna Adsit Anglis Sanctus Geogius, que San Jorge ayude a los ingleses. Este soldado resultó que sabía latín y otras cosas inútiles, y en ese momento, mientras disparaba a su hombre en la masa que avanzaba, a 300 yardas de distancia, vociferó aquella pía frase vegetariana. Y siguió disparando hasta el fin, y al final Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo alegremente para obligarlo a detenerse, diciéndole que si seguía así, malgastaría las municiones de Su Majestad y no podía desperdiciarlas en horadar pequeños parches de alemanes muertos. El estudiante de latín, luego de pronunciar su invocación, sintió algo así como una sensación de entre estremecimiento y shock eléctrico. El rugido de la batalla se acalló en sus oídos y se trocó en un apacible murmullo, y en vez de tal sonido, escuchó, según dijo luego, una gran voz, que resonaba como el trueno: "¡Formación, formación, formación!" Su corazón comenzó a arder como una brasa y luego se enfrió como el hielo, ya que le pareció escuchar como un tumulto de voces respondía al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos que gritaban: "¡San Jorge, San Jorge!" "¡Ha! Señor; ¡ha! ¡dulce Santo, sálvanos!" "¡San Jorge por la feliz Inglaterra!" "¡Salve! ¡Salve! Monseigneur San Jorge, socórrenos." "¡Ha! ¡San Jorge! ¡Ha! ¡San Jorge! Un fuerte y enorme arco." "¡Caballero del Cielo, ayúdanos!" Y mientras el soldado escuchaba esas voces, vio frente a sí mismo, más allá de la trinchera, una larga línea de formas, con aureólas resplandescientes a su alrededor. Eran como hombres que llevaban arcos, y luego de un grito, lanzaron su nube de flechas, silbando y zumbando a través del aire, hacia la masa de alemanes. Los otros hombres en la trinchera seguían disparando. No tenían esperanza; pero seguían apuntando como si estuvieran disparando en Bisley. De pronto uno de ellos elevó su voz en inglés, "¡Dios nos ayuda!" gritó al hombre que estaba a su lado, "¡esto es maravilloso! ¡Mira a aquellos hombres, míralos! ¿Los ves? No están cayendo por docenas, ni por cientos; caen por miles. ¡Mira, mira, mira! Mientras te digo esto, ha caído un regimiento." "¡Cállate!" dijo el otro soldado, tomando un blanco, "¡que estamos por ser gaseados!" Pero luego de hablar tragó saliva del asombro, ya que era verdad que los hombres grises estaban cayendo por miles. Los ingleses podían escuchar los gritos guturales de los oficiales alemanes, el crepitar de sus revólveres al disparar a los renuentes; y como línea tras línea, caían todos por tierra. En todo momento el soldado cultivado en el latín escuchaba el grito: "¡Salve, salve! ¡Monseigneur, santo, rápido en nuestra ayuda! ¡San Jorge, ayúdanos!" "¡Sumo Caballero, defiéndenos!" Las zumbantes flechas volaban tan rápido y en espesas nubes que oscurecían el cielo; la masa pagana se iba disolviendo frente a los soldados. "¡Más ametralladoras!" gritó Bill a Tom. "No los escuches," respondió Tom. "Pero, gracias a Dios, de todas maneras; hemos triunfado." De hecho, hubo diez mil soldados alemanes muertos antes de llegar a esa saliente de la tropa inglesa, y consecuentemente no alcanzaron Sedán. En Alemania, un país regido por los principios científicos, el Alto Mando General decidió que los indignos ingleses habían utilizado tanques que contenían un gas venenoso de naturaleza desconocida, y no hallaron heridas reconocibles en los cuerpos de los soldados muertos. Pero el hombre que había probado nueces que sabían como bistec, supo que San Jorge había traído esos arqueros de Agincourt a auxiliar a sus pares".

Arthur Machen

martes, 17 de agosto de 2010

"La Tumba de Sarah"

"Mi padre fue, durante sesenta años, jefe de una firma de restauradores de iglesias. Ponía mucho interés en su trabajo, y hacía estudios de cualquier leyenda o historia que cayera bajo su observación. Había leído y era versado en todas las leyendas medievales. Mantenía un cuidadoso registro de cada caso. Los manuscritos que dejó a su muerte despertaron mi interés. Entre ellos he seleccionado el siguiente, una experiencia particularmente extraordinaria. Para presentarla al público siento que es superfluo disculpar su carácter sobrenatural.

Diario de mi padre.

1841. 17 de junio: Recibí un pedido de mi viejo amigo Peter Grant para alargar y restaurar el presbiterio de su iglesia en Hagarstone, en los despoblados de West County.
5 de julio. Fuimos a Hagarstone con mi capataz, Somers. Un viaje largo y agotador.
7 de julio. Comenzamos el trabajo. La vieja iglesia era de especial interés para el anticuario, y debo cuidarme de alterar la estructura existente lo menos posible. Sin embargo, una gran tumba debe ser movida al menos diez pies al sur. Tiene una curiosa inscripción en latín que lo prohibe, pero lamentablemente debe ser movida. Se encuentra entre los sepulcros de los Kenyons, una vieja familia de la que ya no quedan descendientes. La inscripción dice:

SARAH. 1630. POR AMOR A LOS MUERTOS Y EL BIENESTAR DE LOS VIVOS, DEJAR ESTE SEPULCRO SIN TOCAR Y SU OCUPANTE SIN MOLESTAR HASTA LA LLEGADA DE CRISTO. EN NOMBRE DEL PADRE, DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO.

8 de julio. Consulté con Grant respecto a la tumba de Sarah. Ambos somos reacios a molestarla, pero la tierra se ha hundido y la seguridad de la iglesia está comprometida, de modo que no tenemos opción. Trataremos de hacerlo de la forma mas reverente. Grant dice que hay una leyenda sobre la tumba del último de los Kenyons, la malvada condesa Sarah, asesinada en 1630. Ella vivía sola en el viejo castillo, cuyas ruinas todavía permanecen en pie a tres millas por el camino a Bristol. Su reputación era terrible. Era una bruja o una mujer-lobo, y su única compañía en la soledad era un familiar en la forma de un enorme lobo asiático. A esta criatura se le atribuía el rapto de niños y animales pequeños, que luego llevaba al castillo, donde se suponía que la condesa bebía su sangre, por lo que se creía que nunca podrían darle muerte.

Esto demostró ser un error puesto que una campesina la estranguló, enojada por haber perdido dos niños que, según declaró, fueron raptados por el familiar de la condesa. La historia es interesante dado que tiene puntos en común con la superstición del vampiro existente en la Europa eslava y húngara.

La tumba está construida en mármol negro, coronado por una losa del mismo material. En la losa hay un conjunto magnífico de figuras. Una hermosa joven descansa sobre un sofá; una cuerda rodea su cuello, sosteniendo el extremo en su mano. A su lado hay un enorme perro mostrando los colmillos y la lengua. La cara de la joven es cruel: las comisuras de su boca están curiosamente levantadas, mostrando las puntas afiladas de sus largos caninos. El grupo de figuras, aunque admirable por su ejecución, deja una sensación desagradable.

De mover la tumba, tendrá que hacerse en dos partes: primero la losa que la cubre y luego la tumba propiamente dicha. Hemos decidido quitar la losa mañana.

9 de julio. 6 de la tarde.
Un día muy extraño. Para el mediodía todo estaba listo para quitar la piedra. Luego de que los hombres cenaron comenzamos con las poleas. Fue fácil levantarla, aunque estaba bien asegurada en su apoyo por un algún tipo de mortero o masilla que mantenía el interior perfectamente hermético. Ninguno estaba preparado para el asqueroso aire mohoso que escapó mientras levantábamos la cubierta. Y a medida que podíamos ver mejor su contenido, el temor se hacía presente. Allí yacía el cuerpo de una mujer completamente vestida, seco y encogido, con la palidez que produce la desnutrición. Alrededor de su cuello tenia una cuerda floja. A juzgar por las cicatrices, la historia sobre su estrangulación era cierta.

Lo más horrible, sin embargo, era la extraordinaria frescura del cuerpo. A excepción de su aspecto desnutrido, parecería que habría muerto recientemente. La carne era suave y blanca, los ojos abiertos de par en par y parecían mirarnos fijamente con una temerosa comprensión en ellos. El cuerpo mismo yacía firme, sin nada que lo sostuviera.

Por un largo instante miramos con horrible curiosidad, pero pronto los trabajadores no lo soportaron y nos pidieron poner la losa para taparlo. Por supuesto que no lo haríamos, pero le pedí a los carpinteros que hicieran una cubierta temporal mientras movíamos la tumba a su nueva posición. Será un trabajo duro que nos llevará dos o tres días por lo menos.

9 de julio. 9 de la noche.
Al crepúsculo nos estremeció el aullido de, aparentemente, cada perro en la aldea. Duró entre diez y quince minutos, para luego cesar tan repentinamente como comenzó.

Esto, y una curiosa niebla que se ha levantó alrededor de la iglesia, me hizo sentir ansioso acerca de la tumba de Sarah. Acorde a las tradiciones mas difundidas en los países frecuentados por Vampiros, el malestar de los perros o lobos al caer el sol se atribuye a la presencia de uno de estos demonios, y la niebla localizada es siempre una señal. El vampiro tiene el poder de producirla en cualquier momento para cubrir sus movimientos.

No me atrevo a mencionar mis temores al Rector porque él descree de muchas cosas que yo se, por experiencia, que son altamente probables. En principio debo arreglármelas solo y obtener su ayuda sin que sepa en qué me está ayudando. Vigilaré hasta la medianoche, por lo menos.

10:15 P.M.
Como temía y casi esperaba. Justo antes de las diez hubo otro arrebato de aullidos. Comenzó con una lamentación que helaba la sangre, en la vecindad del cementerio. El coro duró sólo unos minutos, sin embargo, cuando cesó vi una enorme figura oscura, como un perro enorme, emergiendo de la niebla y alejarse rápidamente hacia el descampado. Asumiendo que sea lo que temo, lo veré regresar pasada la medianoche.

12.30 P.M.
Tenía razón. Casi a medianoche vi a la bestia regresar. Se detuvo en el punto donde parecía comenzar la niebla y, levantando la cabeza, soltó la misma lamentación que precedió al escándalo de esa tarde. Mañana le diré al rector lo que he visto; y, si como espero, oímos de algún establo de la vecindad asaltado, lo invitaré a que observemos juntos a este merodeador nocturno. También examinaré la tumba de Sarah por si puede notar algo sin que yo le dé alguna pista.

10 de julio.
Encontré a los trabajadores alarmados por el aullido de los perros. No nos gusta, señor, me dijo uno de ellos, no nos gusta; hubo algo la última noche que fue maligno. Estuvieron más molestos cuando llegaron noticias de un gran perro que incursionó sobre unas ovejas, dispersándolas y dejando a tres de ellas muertas con las gargantas destrozadas. Cuando le dije al rector lo que había visto y lo comentado en la aldea, inmediatamente decidió que debíamos atrapar o identificar a la bestia. -Por supuesto, -dijo- se trata de un perro de la vecindad, porque no sé de ningún animal en los alrededores como el que usted describe, claro que la luz de la luna puede resultar engañosa...

Esta tarde le pedí al Rector que me ayudara a levantar la cubierta temporal para la tumba, con la excusa que deseaba obtener una muestra del curioso mortero con que había sido sellada. Después de un rato consintió y levantamos la cubierta. La visión que nuestros ojos captaron me sacudió y aterró a Grant. -¡Por dios! -exclamó- ¡La mujer esta viva!

Y así pareció por un momento. El cadáver había perdido su aspecto desnutrido y parecía horriblemente fresco y vivo. Todavía estaba arrugado y encogido, pero sus labios eran firmes con la saludable tonalidad rojiza. Los ojos, si tal cosa era posible, eran más espantosos que antes, con su mirada fija. En la comisura de la boca me pareció verle una espuma levemente oscura, pero no dije nada. -Toma tu trozo de mortero, Harry -jadeo Grant- y déjanos cerrar la tumba otra vez. ¡Dios me ayude! ¡Por muy párroco que sea, estos rostros muertos me asustan!

No me molestaba ocultar nuevamente esa terrible cara, sino obtener un pedazo de mortero y avanzar hacia la solución del misterio. Esta tarde la tumba fue movida varios pies hacia su nueva ubicación, pero pasaran dos o tres días antes de estar listos para sustituir la losa.

10.15 P.M.
Nuevamente los aullidos al ocaso, la misma niebla envolviendo la iglesia, y a las diez en punto la misma bestia que silenciosa se desliza hacia el descampado. Debo conseguir la ayuda del Rector y vigilar su regreso. Pero debemos tomar precauciones, porque si las cosas son como creo, nos estaremos jugando la vida al aventuramos de noche para acechar al Vampiro. ¿Por qué no admitirlo de una vez? Por la bestia que he visto, no tengo ninguna duda que esa cosa en la tumba es un vampiro.

Todavía sin todas sus fuerzas, ¡gracias al cielo! Después del hambre de casi dos siglos, al parecer, ella solo puede merodear como lobo. Pero, en un día o dos, cuando recupere plenamente sus poderes, esa terrible mujer podrá dejar su refugio con renovada fuerza y belleza. Entonces no será simplemente con ovejas con que saciara su repugnante lujuria de sangre, las víctimas entregaran su sangre sin un murmullo ante su cuidadoso toque; víctimas que, muriendo en su abrazo asqueroso, se convertirán también en vampiros y volverán cazando a otros. Afortunadamente mi conocimiento me da seguridad; ese pequeño pedazo de mortero que rescaté de la tumba contenía una porción de hostia sagrada, y creyendo en su virtud, me hará soportar con éxito la dura prueba a la que seremos sometidos esta noche el Rector y yo.

12.30 P.M.
Por el momento nuestra aventura ha terminado, y regresamos a salvo. Después de escribir la última entrada, salí para encontrar a Grant y decirle que el merodeador estaba vagabundeando otra vez. -Pero, Grant, -dije- antes de que comencemos esta noche debo insistir en que me deje actuar a mi manera; debe prometer ponerse totalmente bajo mis órdenes, sin hacer preguntas- Después de dudar un poco, y viendo lo seriamente que me estaba tomando lo que él llamó una cacería de perro, me dio su promesa. Entonces le dije que esa noche debíamos vigilar e intentar seguir a la bestia, pero no interferir con ella. Pienso que, a pesar de sus bromas, lo impresioné con el hecho de que podía haber, después de todo, buenas razones para mis precauciones.

Eran pasadas las once cuando salimos hacia la quietud de la noche. Nuestra primer intención era penetrar la niebla densa alrededor de la iglesia, pero había algo escalofriante en ella, y un olor tan repugnante y aborrecible, que ni nuestros nervios ni nuestros estómagos parecían soportarlo. En lugar de eso, nos colocamos a la sombra de un árbol que nos daba una buena vista de la entrada del cementerio. A la medianoche el aullido de los perros comenzó otra vez, y en algunos minutos vimos una enorme figura gris, con ojos verdes brillando como lámparas, pasando rápidamente cerca nuestro.

El rector comenzó a avanzar, pero con mi mano firme sobre su brazo, le susurré una advertencia ¡Recuerde! Entonces nos quedamos quietos y miramos como la gran bestia corría cerca. Era bastante real, pues podíamos oír sus uñas golpeando la piedra. Pasó a algunas yardas de nosotros, y no parecía ni más ni menos que un gran lobo gris, flaco, con el pelo que se erizaba y las quijadas babeantes. Paró donde la niebla comenzaba, y dio vueltas alrededor. Era una visión horrible, e hizo que se nos helara la sangre. Los ojos encendidos como brasas, gruñendo con el labio superior levantado, mostrando sus enormes colmillos, mientras que de la boca le goteaba una espuma oscura.

Levantó su cabeza y soltó un largo aullido lastimero, que fue respondido por los perros de la aldea. Después de unos instantes dio la vuelta y desapareció en la niebla. Poco después el aire comenzó a despejarse, y al cabo de diez minutos la niebla se había ido del todo, los perros de la aldea se callaron, y la noche parecía reanudar su aspecto normal. Examinamos el punto donde la bestia había estado parada y encontramos, sobre la piedra, manchas oscuras de espuma y saliva.

-Bien, Rector, -dije- ahora admitirá, debido a las cosas que ha visto hoy, considerando la leyenda, la mujer en la tumba, la niebla, los perros aullando, y, por ultimo, la bestia misteriosa que vimos bien cerca, que hay algo no muy normal aquí. ¿Se pondrá en mis manos sin reservas y me ayudara, en lo que sea que haga para poner fin a este horror nocturno?
Vi que la misteriosa influencia de la noche era fuerte sobre él, y deseaba impresionarlo tanto como fuera posible.
-Es necesario, -contestó- cuando el diablo se muestra: y frente a lo que he visto debo reconocer que están operando fuerzas profanas. ¿Aun así, cómo pueden hacerlo en los sagrados recintos de una iglesia? Debemos pedir asistencia al cielo en nuestra necesidad.
-Grant, -dije solemnemente- lo que debemos hacer, cada uno lo hará a su manera. Dios ayuda a quienes se ayudan, y con su asistencia y mi conocimiento debemos luchar esta batalla en Su Nombre y por esa pobre alma perdida.

Entonces volvimos a la rectoría y a nuestros cuartos, aunque me he sentado para escribir estas líneas mientras la escena está fresca en mi mente.

11 de julio.
Otra vez encontré molestos a los trabajadores, hablando de un extraño perro que había sido visto durante la noche por varias personas, quienes habían tratado de cazarlo. El granjero Stotman, que había estado vigilando sus ovejas (el mismo rebaño que había sido atacado la noche anterior), lo había sorprendido sobre una res muerta y había intentado espantarlo, pero su tamaño y ferocidad le hicieron ir en busca de un arma. Cuando volvió el animal se había ido, aunque encontró otras tres ovejas de su rebaño muertas.

La tumba de Sarah fue movida hoy a su nueva posición; pero resulto una tarea larga y pesada, que no nos dejo tiempo para sustituir la losa de la cubierta. Por un lado me reconforta ver que el Rector descree de los acontecimientos de la noche, y estaba dispuesto a pensar que todo había sido magnificado y distorsionado por nuestra imaginación. Sin embargo, yo no podría proceder en mi cruzada de exterminación contra esta cosa asquerosa sin su ayuda, y como no hay nadie más en quien confiar, apelé a él para una noche mas, convenciéndolo de que no era ninguna ilusión, sino una verdad horrible, la cual debíamos combatir por nosotros y por quienes vivían en la vecindad.

-Póngase en mis manos, Rector, -dije- por esta noche al menos. Tomemos las precauciones que mi estudio del tema aconseja. Esta noche usted y yo debemos vigilar en la iglesia; y confío que mañana estará tan convencido como yo, y estará igualmente preparado para tomar las tremendas medidas que sé son apropiadas, y debo advertirle que encontremos un cambio alarmante en el cuerpo que vió ayer.

Mis palabras resultaron ciertas; al levantar la cubierta de madera una vez más, nos asaltó el hedor espeso de un matadero, enfermándonos. Ahí yacía el vampiro, ¡cómo había cambiado el cadáver desnutrido y encogido que vimos por primera vez hace dos días! Las arrugas casi habían desaparecido, la carne era firme y rellena, los labios carmesí formaban una mueca horrible sobre los dientes puntiagudos, y un hilillo de sangre caía de su boca. Fijamos nuestros dientes, sin embargo, y endurecimos nuestros corazones, después substituimos la cubierta y pusimos lo que habíamos recogido en un lugar seguro en la sacristía. Con todo, incluso ahora Grant no podía creer que había un peligro verdadero encubierto en esa tumba tremenda, pues él suscitó objeciones vigorosas a cualquier profanación evidente del cuerpo sin prueba adicional. Esta noche las tendrá. ¡Dios sabe que no lo imagino! Si hay las viejas leyendas son ciertas, sería bastante fácil destruir ahora al vampiro; pero Grant no lo hará. Espero lo mejor del trabajo de esta noche, pero el peligro que nos aguarda es muy grande.

6 de la tarde.
He preparado todo: los cuchillos afilados, la estaca puntiaguda, ajo fresco, y las rosas salvajes. Todo lo he ocultado en la sacristía, donde lo tendremos a mano cuando comience nuestra solemne vigilia. Si cualquiera de nosotros dos muere sin concluir la tarea, aquellos que lean mi expediente procuren completarla. Los pongo en esta obligación solemne. Que el Vampiro sea perforado a través del corazón con la estaca, entonces el Responso debe ser leído para liberarlo de su condenación. Así el Vampiro dejará de ser, y su alma perdida descansara.

12 de julio.
Todo ha terminado. Después de la noche más terrible, al menos un Vampiro dejará de ser problema. ¡Pero cómo debemos estar agradecidos a la Providencia de que esa tumba tremenda no fuera molestada por alguna persona sin los conocimientos necesarios para tratar a su terrible inquilino! Escribo esto sin sensaciones de autosatisfacción personal, sino simplemente con una gran gratitud por los años de estudio que he podido dedicar a este tema especial. Y ahora a mi relato.

Momentos antes de puesta de sol, el Rector y yo nos encerramos en la iglesia, y tomamos nuestra posición en el púlpito. Era uno de esos púlpitos, muy común en algunas iglesias, que se entra desde la sacristía, donde el predicador aparece a buena altura en una abertura arqueada en la pared. Esto nos dio una sensación de seguridad (que necesitábamos), una buena vista del interior, y acceso directa a los instrumentos que había escondido en la sacristía.

El crepúsculo llegó y la luz comenzó a decaer gradualmente. No había, hasta ahora, muestra de la niebla, ni el aullido de los perros. A las nueve en punto la luna se presentó, y su luz pálida inundó gradualmente los pasillos, y aún ninguna señal proveniente de la tumba de Sarah. El Rector me pregunto varias veces qué debíamos esperar, pero yo estaba determinado a que ninguna de mis palabras o pensamientos lo influenciaran, y que él se convenciera por sus propios sentidos.

Pasada media hora de las diez ambos nos sentíamos cansados, y comencé a pensar que quizás después de todo no veríamos nada esa noche. Sin embargo, poco después de las once observamos una niebla ligera levantándose desde la tumba de Sarah. Parecía centellear y chispear a medida que se alzaba en una especie de pilar espiralado. No dije nada, pero oí al Rector dar un jadeo mientras aferraba mi brazo con fuerza.

-¡Por todos los Cielos!, -susurró- está tomando forma.

Y, en verdad, en pocos segundos vimos la figura horrorosa de la condesa Sarah erguida sobre la tumba.

Todavía parecía delgada y ojerosa, y su cara era mortalmente blanca; pero los labios carmesí lucían como una incisión en las pálidas mejillas, y sus ojos se deslumbraron como los carbones rojos en la penumbra de la iglesia. Daba miedo verla caminar inestable en el pasillo, consecuencia de la debilidad y el agotamiento. Esto era quizás natural, pues su cuerpo debe haber sufrido físicamente tras su largo encarcelamiento, a pesar de las fuerzas diabólicas que lo mantuvieron fresco y conservado. La vimos en la puerta, y nos preguntábamos qué sucedería; pero no nos presentaría dificultad, porque simplemente se desvaneció.

-Ahora, Grant, -dije- ¿me cree usted?
-Si. -contestó- Debo. Todo está en sus manos, y obedeceré sus órdenes a la letra, con tal de librar a mi gente de este terror innombrable.
-Lo haremos con la ayuda de Dios, -dije- pero usted debía estar convencido primero, porque tenemos una tarea terrible por hacer antes de que dejemos la iglesia en la mañana. Y ahora trabajar, porque en su débil estado el vampiro no vagará lejos, por lo que puede volver en cualquier momento y no debe encontrarnos desprevenidos.

Bajamos del púlpito y, tomando las rosas y el ajo de la sacristía, procedimos a la tumba. Llegué primero y, quitando la cubierta de madera, grité: ¡Mire! ¡Esta vacía!
¡No había nada allí! ¡Nada excepto la impresión del cuerpo en el molde húmedo!

Tomé las flores y las puse en un círculo alrededor de la tumba, porque la leyenda nos enseña que los vampiros no pasarán sobre estas flores particulares si pueden evitarla. Entonces, alejado unos ocho o diez pies, hice un círculo en el pavimento de piedra, lo bastante grande para que el Rector y yo pudiéramos pararnos en él, y dentro del círculo coloqué los instrumentos que había traído de la iglesia.

-Ahora, -dije- de este círculo, a través del cual nada profano puede cruzar, usted verá al Vampiro cara a cara, y lo vera asustado de cruzar el círculo de ajo y rosas para recuperar su profano refugio. Pero no salga usted del circulo, porque el vampiro tiene una fuerza de temer, y, como una serpiente, puede obligar a su víctima a caminar hacia su propia destrucción.

Completado mi trabajo llame al Rector, y ambos nos paramos Círculo Sagrado para aguardar la vuelta del vampiro.

No fue mucha la demora. Comenzó con un olor frío y húmedo que parecía impregnar la iglesia, haciendo erizar nuestro cabello y nos estremeció la carne. Entonces, abajo en el pasillo con pies silenciosos, apareció lo que esperábamos. Oí al Rector murmurar una plegaria, y lo sostuve con fuerza del brazo, porque él temblaba violentamente.

Mucho antes de que pudiéramos distinguir su silueta vimos los ojos brillantes y el carmesí de su boca sensual. Ella fue derecho a su tumba, pero se detuvo al encontrarse con las flores. Rodeó la tumba buscando un lugar para entrar, y entonces nos vió. Un espasmo de odio y furia diabólica pasó por su cara; pero desapareció rápidamente, y una sonrisa amorosa, más diabólica aún, tomó su lugar. Ella estiró sus brazos hacia nosotros. Entonces vimos que alrededor de su boca había una espuma sangrienta, y de debajo de sus labios asomaban dientes puntiagudos.

Y habló: una voz suave, cargada de un hechizo que nos afectó a ambos, y particularmente al Rector. Yo deseaba probar, sin poner en peligro nuestras vidas, la energía del vampiro. Su voz tenía un efecto soporífero, la cual pude resistir fácilmente, pero que parecía lanzar al Rector a una especie de trance. Más que esto: parecía arrastrarlo a ella a pesar de sus esfuerzos por resistir.

¡Ven! -dijo ella-, ¡Ven! Te daré descanso y paz, descanso y paz, descanso y paz.

Ella avanzó; pero no mucho, porque observé que el círculo sagrado parecía detenerla como una mano de hierro. Mi compañero parecía desmoralizado por el hechizo. Él intentó avanzar y al tratar de detenerlo, susurró: -¡Harry, déjame ir! ¡Debo ir! ¡Ella me llama! ¡Debo! ¡Debo! ¡Oh, ayúdame! ¡Ayúdame!

Y comenzó a luchar.
Era hora de terminar.

-¡Grant! -grité, con voz firme-, ¡En nombre de todo lo que se considera sagrado, contrólese!
Él se estremeció y jadeó:
-¿Dónde estoy?
Entonces recordó, y se aferró a mí por un momento.
En esto una mirada del odio condenable reemplazó la cara sonriente ante nosotros, y con un chillido ella retrocedió.
-¡Regresa! -grité- ¡Regresa de nuevo a tu tumba maldita! ¡No molestarás a nadie en este mundo! Tu final está cerca.

Era miedo lo que había ahora en su hermosa cara (porque era hermosa a pesar de su horror) pues ella se replegó detrás y por sobre el anillo de flores, temblando. Por último, con un grito lastimero, ella pareció fundirse otra vez en su tumba. Al hacerlo los primeros destellos del amanecer se encendieron sobre el mundo, y supe que todo el peligro había terminado.

Tomando a Grant por el brazo, lo arrastré conmigo fuera del círculo y lo llevé a la tumba. Ahí yacía el Vampiro, tan inmóvil en su muerte viviente como diabólica la habíamos visto antes en vida. Pero en los ojos permanecía esa expresión de odio, y de espantoso miedo. Grant trataba de componerse.

-Ahora, -dije-, ¿se atreverá al ultimo acto para librar al mundo de este horror?
-¡Por Dios! Lo haré. Dígame que hacer.
-Ayudeme a levantarla de su tumba. Ella no puede dañarnos. -contesté.
Evitando mirarnos cumplimos la tarea, y la pusimos sobre la tierra.
-Ahora -dije-, lea el Responso sobre este pobre cuerpo, y liberémosle del infierno que alberga.

Con reverencia, el Rector leyó las hermosas palabras. Cuando hubo terminado tomé la estaca y, sin permitirme pensar, la hundí con toda mi fuerza en su corazón.

Como si estuviera realmente vivo, por un momento el cuerpo se sacudió y pateó convulsivamente, y un chillido desgarrador despertó la iglesia silenciosa; luego quedó inmóvil. Entonces otra vez levantamos el cuerpo; y, ¡gracias a Dios! nos llegó el consuelo que dice la leyenda nunca se niega a quienes tengan que hacer el tremendo trabajo que debimos enfrentar. Sobre el rostro se posó una paz enorme; los labios perdieron su tonalidad carmesí, los dientes agudos se hundieron dentro de la boca, y por un momento vimos el calmo y pálido rostro de una hermosa mujer, que sonreía dormida. Casi de inmediato, ella se tornó polvo ante nuestros ojos. Nos pusimos a limpiar todo rastro de nuestro trabajo, y después fuimos hacia la rectoría. Más agradecidos estuvimos al caminar fuera de la iglesia, sintiendo el atractivo calor de esa mañana de verano.

Con esto terminan las notas en el diario de mi padre, aunque hay otra entrada algunos días más adelante:

15 de julio.
Desde el 12 todo ha estado tranquilo como de costumbre. Substituimos y sellamos la cubierta de la tumba de Sarah esta mañana. Sorprendió a los trabajadores encontrar que el cuerpo había desaparecido, pero que lo tomaron como el resultado natural de exponerlo al aire. Una noticia llegó hoy a mis oídos. Parece que el niño de uno de los aldeanos faltó del hogar la noche del 11, y fue encontrado dormido en un soto cerca de la iglesia, muy pálido y agotado. Había dos marcas pequeñas en su garganta, pero han desaparecido.

¿Qué significa esto? Supongo que ahora que el Vampiro ya no existe, ningún peligro amenaza ni a ese niño ni a cualquier otro de ser convertido. Pues solamente los que mueren en el abrazo del vampiro que se tornan también vampiros al volver de la muerte".

F.G Loring

lunes, 16 de agosto de 2010

"El Horror en la Playa Martin"

"Nunca escuché una explicación convincente y adecuada del horror de la Playa Martin. A pesar de un gran número de testigos, no hay dos que concuerden entre sí; y el testimonio tomado por autoridades locales contiene las más sorprendentes discrepancias. Quizás esta vaguedad sea normal en vista del carácter inaudito del horror en sí, el terror más paralizante para todos aquellos que lo vieron, y de los esfuerzos hechos por la elegante posada Wavecrest para silenciar todo luego de la publicidad creada por el Prof. Ahon y su artículo "¿Están los poderes hipnóticos reservados a los Seres Humanos?" Contra todos estos obstáculos me esfuerzo en presentar una versión coherente; he visto el espantoso hecho y creo que debería darse a conocer en vista de las aterradores posibilidades sugeridas. La Playa Martin es una vez más un lugar populoso, un balneario muy visitado, y yo tiemblo cuando pienso en ello. Sin embargo, no puedo mirar al océano sin temblar. El destino no carece siempre de un sentido de drama y clímax. En consecuencia el terrible suceso del 8 de agosto fue seguido por un período de menor excitación en torno a la Playa Martin. Todo comenzó el 17 de mayo, cuando la tripulación de un pesquero, el "Alma de Gloucester", bajo el mando del capitán James P. Orne, mató, tras una batalla de casi cuarenta horas, a un monstruo marino cuyo tamaño y aspecto produjeron luego gran conmoción en círculos científicos y que ciertos naturalistas de Boston tomaran grandes recaudos para su preservación taxidérmica. El animal tenía unos 50 pies de longitud y era de forma cilíndrica, de unos diez pies de diámetro. Inconfundiblemente era un pez branquiado, en su mayor afiliación; pero tenía ciertas curiosas modificaciones, tales como rudimentarias extremidades delanteras en forma de seis patas con dedos en lugar y de aletas pectorales (las que promovían las más amplias especulaciones entre los especialistas). Su extraordinaria boca, su gruesa y escamosa piel y su único y profundo ojo eran maravillas apenas menos remarcables que su colosal tamaño; y cuando los naturalistas se pronunciaron diciendo que era una criatura recién nacida, de pocos días de vida, el interés del público tomó dimensiones extraordinarias. El capitán Orne, con astucia yanqui, obtuvo un buque lo suficientemente grande como para albergar al monstruo en su bodega, y arreglar allí la exhibición del trofeo. Aplicando una cuidada carpintería, logró montar un excelente museo marino, y zarpó hacia el sur, hacia el lujoso distrito marino de la Playa Martin. Una vez que ancló en el muelle del hotel se dedicó a recaudar onerosas cuotas de admisión. La intrínseca prodigiosidad de la bestia y la importancia biológica para muchos turistas científicos, se combinaron para convertirse en la sensación de la temporada. Era absolutamente único, único a niveles de revolución científica, eso estaba bien comprendido. Los naturalistas habían demostrado que este ejemplar difería radicalmente de un inmenso animal pescado en las costas de la Florida; éste, siendo obviamente un habitante de profundidades increíbles, quizás de miles de pies, poseía un cerebro y unos órganos que indicaban una vasta evolución, algo totalmente fuera de lo hasta ahora relacionado con la tribu piscícola. La mañana del 20 de julio la atención del público se centró en la pérdida del buque y su extraño tesoro. En la tormenta de la noche precedente se había librado de sus amarras y desvanecido para siempre de la vista del ser humano, llevándose consigo al único guardia que había dormido a bordo, a pesar del vendaval. El capitán Orne, respaldado por el excesivo interés científico y asistido por un gran número de barcos pesqueros desde Gloucester, emprendió una exhaustiva búsqueda, pero sin más resultados que la incitación de comentarios e interés. El 7 de agosto se perdió toda esperanza y el capitán Orne regresó a Wavecrest para resolver sus negocios en la Playa Martin y conversar con algunos de los científicos que aún permanecían allí. El horror se desató el 8 de agosto. Fue en la penumbra, cuando las grises gaviotas sobrevolaban cerca de la costa y la luna comenzaba a resplandecer sobre las aguas. La escena es importante de recordar, puesto que cada impresión cuenta. En la playa había varias personas paseando y algunos bañistas rezagados, provenientes de las casas de campo que se elevan modestamente en las colinas del norte o de la adyacente posada, cuyas imponentes torres proclamaban su fidelidad a la riqueza y la grandeza. A buena distancia había otro grupo de espectadores, que descansaban en las terrazas cubiertas e iluminadas de la posada, y que disfrutaban de la música del suntuoso salón. Estos testigos, incluidos el capitán Orne y su grupo de científicos, se unieron al grupo de la playa antes de que el horror progresara demasiado; lo mismo hicieron muchos de la posada. Ciertamente no hubo carencia de testigos, sino que confundieron en sus relatos (por el miedo y la duda) aquello que vieron. No hay registro exacto de la hora en que comenzó todo, aunque la mayoría dijo que la luna estaba "a un pie" por encima del vaporoso horizonte. Mencionaron la luna porque lo que vieron pareció sutilmente conectado con ésta. Era una especie de furtiva y deliberada onda que parecía venir desde la lejana línea del horizonte a través de una trémula senda, difusa por los reflejos de la luna, y que pareció atenuarse antes de llegar a la costa. Muchos no se dieron cuenta de esta onda hasta que la recordaron por los siguientes eventos. Pero pareció haber sido muy marcada, diferenciada en altura y movimiento de las olas contiguas. Algunos la vieron como sutil y calculada. Y, como si se extinguiera taimadamente por los remotos arrecifes negros, de pronto un grito de muerte centelló desde el agua salada; un grito de angustia y desesperanza que inmediatamente movió la piedad de todos aquellos que lo escucharon. Los primeros en responder fueron los dos salvavidas de turno; robustos hombres en atavío de baño, con su oficio proclamado en letras rojas a través de sus pechos. Acostumbrados al trabajo de rescate y a los gritos de los que corren peligro de ahogarse, no pudieron hallar nada familiar en las ululaciones de ultratumba; pero sus sentidos del deber les hicieron ignorar este detalle y procedieron a seguir el curso usual del trabajo. Apresuradamente tomaron un cojinete inflado con aire, aferrado a una bobina de soga. Uno de ellos corrió a través de la costa hasta la escena en donde ya se había apiñado la multitud; desde ahí lanzó el objeto, luego de girarlo varias veces para ganar velocidad, en dirección hacia donde había venido el sonido. Luego que el cojinete desapareció entre las olas, el gentío curioso aguardó para ver a aquel cuyo dolor había sido tan grande, impacientes de que el salvavidas lo condujera de nuevo a la playa. Pero pronto quedó claro que el rescate no sería rápido; por más que los dos salvavidas tiraban de la soga, no podían mover aquel objeto que estaba al otro extremo. En cambio, notaron que algo hacía fuerza, igual y aún mayor, en la dirección opuesta. En cierto momento ambos salvavidas fueron arrastrados de sus posiciones hacia el agua por la extraña fuerza. Uno de ellos, recobrándose al instante, clamó por ayuda a la multitud en la playa, en donde se hallaba la bobina con el remanente de la soga. Al siguiente instante los hombres más forzudos, entre los que se contaban el capitán Orne en primer lugar, comenzaron a pujar junto con los salvavidas. Más de una docena de rudas manos estaban ahora remolcando desesperadamente la gruesa cuerda. Entre más fuerte bregaban, la extraña fuerza igualaba el esfuerzo al otro extremo; y debido a que en ningún momento se relajaba, la cuerda se volvió rígida como el acero. Los pujadores, al igual que los espectadores por su curiosidad, se vieron consumidos por la naturaleza de esta fuerza marina. La idea de un hombre ahogado había sido ya desechada e insinuaciones de ballenas, submarinos, monstruos y demonios eran libremente tenidas en cuenta. Todos seguían tirando con la sombría determinación de descubrir el misterio. Finalmente se decidió que una ballena se habría engullido el cojinete. El capitán Orne, ya como líder natural, gritó a quienes estaban en tierra firme que sería necesario un bote como medio para acercarse, arponear y cazar al leviatán oculto. Varios hombres se dispersaron en busca de una embarcación adecuada, en tanto que otros fueron a suplantar al capitán en la tensa cuerda, ya que su lugar era lógicamente al frente de la partida que se formaría para tripular el bote. Su idea de la situación era muy clara y no se limitaba a una ballena, ya que se había entreverado con un monstruo mucho más extraño. Se preguntaba cómo podría actuar y manifestarse un adulto de esa misma especie a la que pertenecía el infante de cincuenta pies. Entonces, con espantosa brusquedad, todos comprendieron el hecho crucial que mutó el marco de maravilla y sorpresa reinante hasta ese momento en uno de horror, y el grupo de trabajadores y testigos se vieron presa del pánico. El capitán Orne, dejando su lugar en la soga, se dio cuenta de que no podía quitar las manos de su lugar, que estaban adheridas con inenarrable fuerza; y en un segundo comprendió que era incapaz de retirarse de la cuerda. Su apuro fue adivinado instantáneamente por los demás, y cada uno probó su propia situación llegando a la conclusión de que todos estaban en una misma condición. El hecho no podía ser negado: cada uno de los hombres estaba irresistiblemente retenido a la línea de cáñamo que lenta, horrible e implacablemente los empujaba hacia el mar. Un horror mudo se sucedió; un horror durante el cual los espectadores quedaron petrificados, sumidos en la inmovilidad y el caos mental. Su completa desmoralización se reflejó en las conflictivas narraciones que proporcionaron luego, y las pusilánimes excusas que ofrecieron por sus aparentes inacciones. Yo fui uno de ellos, lo sé. Todos los que pujaban, luego de una serie de frenéticos gritos y fútiles quejidos, sucumbieron a la paralizante influencia y guardaron silencio frente a tan desconocidos poderes. Estaban bajo la luz de la luna, pujando ciegamente contra una espectral condenación, e inclinándose monótonamente hacia atrás y hacia adelante, a medida que el agua trepaba primero a sus rodillas, luego a sus caderas. La luna se ocultó parcialmente tras una nube, y en la penumbra la línea de hombres semejaba algún siniestro y gigantesco ciempiés, retorciéndose en garras de una muerte terrible. La cuerda se volvía cada vez más dura, a medida que la puja entre ambos extremos se incrementaba. Las olas iban ocupando cada vez más terreno a la playa, avanzando lentamente, hasta que las arenas, pobladas tardíamente por niños risueños y amantes susurrantes, eran engullidas por la inexorable marea. La manada de espectadores, atacados por el pánico, iba retrocediendo a medida que el agua le empantanaba los pies, mientras la aterrorizada línea de contendientes seguían ondulando, con medio cuerpo sumergido, y ahora a considerable distancia de su audiencia. El silencio era completo. La multitud, habiendo logrado una desordenada retirada más allá del alcance de la marea, observaba con muda fascinación; sin poder brindar una palabra de advertencia o de ánimo, mucho menos intentar alguna clase de auxilio. Había en el aire un pavor pesadillesco de mal inminente, algo que nunca antes se había visto. Los minutos parecían alargarse en horas. Aún la serpiente humana de torsos ondulantes se podía ver por encima del mar. Ondulaba rítmicamente, lenta y horriblemente, con la garantía de la muerte. Espesas nubes ocultaron nuevamente la luna, y la luz que iluminaba el agua desapareció. La línea de cabezas serpenteante ya ondulaba muy débilmente; de vez en cuando se veía algún rostro lívido fulgurando pálido en la oscuridad. Las nubes se acumularon hasta que de sus interiores surgieron afiladas lenguas de fuego. Los truenos surgieron, suaves al principio, luego incrementándose hasta llegar a una ensordecedora y demente intensidad. Entonces sobrevino uno culminante -que pareció reverberar tierra y mar-, tras el cual se desató un aguacero de tal violencia que pareció que se hubieran abierto de par en par las compuertas del cielo. Los testigos actuaron instintivamente, a pesar de la ausencia de conciencia y pensamiento coherente, y se retiraron hacia la loma sobre la que se elevaba la terraza de la posada. Los rumores habían llegado a los turistas del interior, así que los refugiados se encontraron con que las demás personas estaban tan aterrorizadas como ellos mismos. Creo que se vociferaron algunas palabras de terror, pero no puedo asegurarlo. Varios de los que estaban en la posada se habían retirado paranoicos a sus cuartos. Otros se quedaron para observar la línea de cabezas meneantes que aún se veía por encima de las ascendientes olas cada vez que un relámpago iluminaba la playa. Recuerdo haber pensado en esas cabezas y los desorbitados ojos que contendrían; ojos que podían reflejar bien todo el pánico, el terror y el delirio de un universo maligno; todas las culpas, pecados, miserias, esperanzas perdidas y deseos no satisfechos, miedo, repugnancia y angustia de las edades, desde el principio de los tiempos; ojos iluminados con todos los dolores espirituales de los eternamente ígneos infiernos. Y cuando miré más allá de las cabezas, mi imaginación conjuró otro ojo; un ojo individual, igualmente encendido, aunque con un propósito tan perturbador para mi mente, que la visión pronto se desvaneció. Presas de una desconocida fuerza, la línea de condenados se sumergió; sus gritos silenciados y plegarias no elevadas sólo serán conocidas por los demonios de las olas y del nocturno viento. El torrente que el enfurecido cielo estaba expeliendo en medio de un loco cataclismo de sonidos satánicos pareció aminorar. Entre el resplandor de los fogonazos, una voz celestial resonó contra las blasfemias del infierno, y la agonía de todos los idos reverberó en un apocalíptico y ciclópeo estrépito. Fue el fin de la tormenta, ya que el espantoso temporal cesó y la luna, una vez más, alumbró con sus pálidos rayos sobre un mar extrañamente calmo. Ya no había línea de cabezas. El agua estaba calma y desierta, y sólo era alterada por las ondas de lo que parecía ser un remolino, en el mismo lugar de donde provino primeramente el grito. Y cuando miré hacia esa traicionera zona, con febril imaginación y sentidos agobiados, se escurrió en mis oídos, proveniente de un abismo inmensamente profundo, el débil y siniestro eco de una risa".

H.P. Lovecraft y Sonia H. Green

martes, 27 de julio de 2010

"Encender una Hoguera"

"Acababa de amanecer un día gris y frío, enormemente gris y frío, cuando el hombre abandonó la ruta principal del Yukón y trepó el alto terraplén por donde un sendero apenas visible y escasamente transitado se abría hacia el este entre bosques de gruesos abetos. La ladera era muy pronunciada, y al llegar a la cumbre el hombre se detuvo a cobrar aliento, disculpándose a sí mismo el descanso con el pretexto de mirar su reloj. Eran las nueve en punto. Aunque no había en el cielo una sola nube, no se veía el sol ni se vislumbraba siquiera su destello. Era un día despejado y, sin embargo, cubría la superficie de las cosas una especie de manto intangible, una melancolía sutil que oscurecía el ambiente, y se debía a la ausencia de sol. El hecho no le preocupaba. Estaba hecho a la ausencia de sol. Habían pasado ya muchos días desde que lo había visto por última vez, y sabía que habían de pasar muchos más antes de que su órbita alentadora asomara fugazmente por el horizonte para ocultarse prontamente a su vista en dirección al sur.

Echó una mirada atrás, al camino que había recorrido. El Yukón, de una milla de anchura, yacía oculto bajo una capa de tres pies de hielo, sobre la que se habían acumulado otros tantos pies de nieve. Era un manto de un blanco inmaculado, y que formaba suaves ondulaciones. Hasta donde alcanzaba su vista se extendía la blancura ininterrumpida, a excepción de una línea oscura que partiendo de una isla cubierta de abetos se curvaba y retorcía en dirección al sur y se curvaba y retorcía de nuevo en dirección al norte, donde desaparecía tras otra isla igualmente cubierta de abetos. Esa línea oscura era el camino, la ruta principal que se prolongaba a lo largo de quinientas millas, hasta llegar al Paso de Chilcoot, a Dyea y al agua salada en dirección al sur, y en dirección al norte setenta millas hasta Dawson, mil millas hasta Nulato y mil quinientas más después, para morir en St. Michael, a orillas del Mar de Bering.

Pero todo aquello (la línea fina, prolongada y misteriosa, la ausencia del sol en el cielo, el inmenso frío y la luz extraña y sombría que dominaba todo) no le produjo al hombre ninguna impresión. No es que estuviera muy acostumbrado a ello; era un recién llegado a esas tierras, un chechaquo, y aquel era su primer invierno. Lo que le pasaba es que carecía de imaginación. Era rápido y agudo para las cosas de la vida, pero sólo para las cosas, y no para calar en los significados de las cosas. Cincuenta grados bajo cero significaban unos ochenta grados bajo el punto de congelación. El hecho se traducía en un frío desagradable, y eso era todo. No lo inducía a meditar sobre la susceptibilidad de la criatura humana a las bajas temperaturas, ni sobre la fragilidad general del hombre, capaz sólo de vivir dentro de unos límites estrechos de frío y de calor, ni lo llevaba tampoco a perderse en conjeturas acerca de la inmortalidad o de la función que cumple el ser humano en el universo. Cincuenta grados bajo cero significaban para él la quemadura del hielo que provocaba dolor, y de la que había que protegerse por medio de manoplas, orejeras, mocasines y calcetines de lana. Cincuenta grados bajo cero se reducían para él a eso... a cincuenta grados bajo cero. Que pudieran significar algo más, era una idea que no hallaba cabida en su mente.

Al volverse para continuar su camino escupió meditabundo en el suelo. Un chasquido seco, semejante a un estallido, lo sobresaltó. Escupió de nuevo. Y de nuevo crujió la saliva en el aire, antes de que pudiera llegar al suelo. El hombre sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva cruje al tocar la nieve, pero en este caso había crujido en el aire. Indudablemente la temperatura era aún más baja. Cuánto más baja, lo ignoraba. Pero no importaba. Se dirigía al campamento del ramal izquierdo del Arroyo Henderson, donde lo esperaban sus compañeros. Ellos habían llegado allí desde la región del Arroyo Indio, atravesando la línea divisoria, mientras él iba dando un rodeo para estudiar la posibilidad de extraer madera de las islas del Yukón la próxima primavera. Llegaría al campamento a las seis en punto; para entonces ya habría oscurecido, era cierto, pero los muchachos, que ya se hallarían allí, habrían encendido una hoguera y la cena estaría preparada y aguardándolo. En cuanto al almuerzo... palpó con la mano el bulto que sobresalía bajo la chaqueta. Lo sintió bajo la camisa, envuelto en un pañuelo, en contacto con la piel desnuda. Aquel era el único modo de evitar que se congelara. Se sonrió ante el recuerdo de aquellas galletas empapadas en grasa de cerdo que encerraban sendas lonchas de tocino frito.

Se introdujo entre los gruesos abetos. El sendero era apenas visible. Había caído al menos un pie de nieve desde que pasara el último trineo. Se alegró de viajar a pie y ligero de equipaje. De hecho, no llevaba más que el almuerzo envuelto en el pañuelo. Le sorprendió, sin embargo, la intensidad del frío. Sí, realmente hacía frío, se dijo, mientras se frotaba la nariz y las mejillas insensibles con la mano enfundada en una manopla. Era un hombre velludo, pero el vello de la cara no lo protegía de las bajas temperaturas, ni los altos pómulos, ni la nariz ávida que se hundía agresiva en el aire helado.

Pegado a sus talones trotaba un perro esquimal, el clásico perro lobo de color gris y de temperamento muy semejante al de su hermano, el lobo salvaje. El animal avanzaba abrumado por el tremendo frío. Sabía que aquél no era día para viajar. Su instinto le decía más que el raciocinio al hombre a quien acompañaba. Lo cierto es que la temperatura no era de cincuenta grados, ni siquiera de poco menos de cincuenta; era de sesenta grados bajo cero, y más tarde, de setenta bajo cero. Era de setenta y cinco grados bajo cero. Teniendo en cuenta que el punto de congelación es treinta y dos sobre cero, eso significaba ciento siete grados bajo el punto de congelación. El perro no sabía nada de termómetros. Posiblemente su cerebro no tenía siquiera una conciencia clara del frío como puede tenerla el cerebro humano. Pero el animal tenía instinto. Experimentaba un temor vago y amenazador que lo subyugaba, que lo hacía arrastrarse pegado a los talones del hombre, y que lo inducía a cuestionarse todo movimiento inusitado de éste como esperando que llegara al campamento o que buscara refugio en algún lugar y encendiera una hoguera. El perro había aprendido lo que era el fuego y lo deseaba; y si no el fuego, al menos hundirse en la nieve y acurrucarse a su calor, huyendo del aire.

La humedad helada de su respiración cubría sus lanas de una fina escarcha, especialmente allí donde el morro y los bigotes blanqueaban bajo el aliento cristalizado. La barba rojiza y los bigotes del hombre estaban igualmente helados, pero de un modo más sólido; en él la escarcha se había convertido en hielo y aumentaba con cada exhalación. El hombre mascaba tabaco, y aquella mordaza helada mantenía sus labios tan rígidos que cuando escupía el jugo no podía limpiarse la barbilla. El resultado era una barba de cristal del color y la solidez del ámbar que crecía constantemente y que si cayera al suelo se rompería como el cristal en pequeños fragmentos. Pero al hombre no parecía importarle aquel apéndice a su persona. Era el castigo que los aficionados a mascar tabaco habían de sufrir en esas regiones, y él no lo ignoraba, pues había ya salido dos veces anteriormente en días de intenso frío. No tanto como en esta ocasión, eso lo sabía, pero el termómetro en Sesenta Millas había marcado en una ocasión cincuenta grados, y hasta cincuenta y cinco grados bajo cero.

Anduvo varias millas entre los abetos, cruzó una ancha llanura cubierta de matorrales achaparrados y descendió un terraplén hasta llegar al cauce helado de un riachuelo. Aquel era el Arroyo Henderson. Se hallaba a diez millas de la bifurcación. Miró la hora. Eran las diez. Recorría unas cuatro millas por hora y calculó que llegaría a ese punto a las doce y media. Decidió que celebraría el hecho almorzando allí mismo.

Cuando el hombre reanudó su camino con paso inseguro, siguiendo el cauce del río, el perro se pegó de nuevo a sus talones, mostrando su desilusión con el caer del rabo entre las patas. La vieja ruta era claramente visible, pero unas doce pulgadas de nieve cubrían las huellas del último trineo. Ni un solo ser humano había recorrido en más de un mes el cauce de aquel arroyo silencioso. El hombre siguió adelante a marcha regular. No era muy dado a la meditación, y en aquel momento no se le ocurría nada en qué pensar excepto que comería en la bifurcación y que a las seis de la tarde estaría en el campamento con los compañeros. No tenía a nadie con quien hablar, y aunque lo hubiera tenido le habría sido imposible hacerlo debido a la mordaza que le inmovilizaba los labios. Así que siguió adelante mascando tabaco monótonamente y alargando poco a poco su barba de ámbar.

De vez en cuando se reiteraba en su mente la idea de que hacía mucho frío y que nunca había experimentado temperaturas semejantes. Conforme avanzaba en su camino se frotaba las mejillas y la nariz con el dorso de una mano enfundada en una manopla. Lo hacía automáticamente, alternando la derecha con la izquierda. Pero en el instante en que dejaba de hacerlo, los carrillos se le entumecían, y al segundo siguiente la nariz se le quedaba insensible. Estaba seguro de que tenía heladas las mejillas; lo sabía y sentía no haberse ingeniado un antifaz como el que llevaba Bud en días de mucho frío y que le protegía casi toda la cara. Pero al fin y al cabo, tampoco era para tanto. ¿Qué importancia tenían unas mejillas entumecidas? Era un poco doloroso, es cierto, pero nada verdaderamente serio.

A pesar de su poca inclinación a pensar era buen observador y reparó en los cambios que había experimentado el arroyo, en las curvas y los meandros y en las acumulaciones de troncos y ramas provocadas por el deshielo de la primavera. Tenía especial cuidado en mirar dónde ponía los pies. En cierto momento, al doblar una curva, se detuvo sobresaltado como un caballo espantado; retrocedió unos pasos y dio un rodeo para evitar el lugar donde había pisado. El arroyo, el hombre lo sabía, estaba helado hasta el fondo (era imposible que corriera el agua en aquel frío ártico), pero sabía también que había manantiales que brotaban en las laderas y corrían bajo la nieve y sobre el hielo del río. Sabía que ni el frío más intenso helaba esos manantiales, y no ignoraba el peligro que representaban. Eran auténticas trampas. Ocultaban bajo la nieve verdaderas lagunas de una profundidad que oscilaba entre tres pulgadas y tres pies de agua. En ocasiones estaban cubiertas por una fina capa de hielo de un grosor de media pulgada oculta a su vez por un manto de nieve. Otras veces alternaban las capas de agua y de hielo, de modo que si el caminante rompía la primera, continuaba rompiendo sucesivas capas con peligro de hundirse en el agua, en ocasiones hasta la cintura. Por eso había retrocedido con pánico. Había notado cómo cedía el suelo bajo su pisada y había oído el crujido de una fina capa de hielo oculta bajo la nieve. Mojarse los pies en aquella temperatura era peligroso. En el mejor de los casos representaba un retraso, pues le obligaría a detenerse y a hacer una hoguera, al calor de la cual calentarse los pies y secar sus mocasines y calcetines de lana. Se detuvo a estudiar el cauce del río, y decidió que la corriente de agua venía de la derecha. Reflexionó unos instantes, sin dejar de frotarse las mejillas y la nariz, y luego dio un pequeño rodeo por la izquierda, pisando con cautela y asegurándose cuidadosamente de dónde ponía los pies. Una vez pasado el peligro se metió en la boca una nueva porción de tabaco y reemprendió su camino.

En el curso de las dos horas siguientes tropezó con varias trampas semejantes. Generalmente la nieve acumulada sobre las lagunas ocultas tenía un aspecto glaseado que advertía del peligro. En una ocasión, sin embargo, estuvo a punto de sucumbir, pero se detuvo a tiempo y quiso obligar al perro a que caminara ante él. El perro no quiso adelantarse. Se resistió hasta que el hombre se vio obligado a empujarlo, y sólo entonces se adentró apresuradamente en la superficie blanca y lisa. De pronto el suelo se hundió bajo sus patas, el perro se ladeó y buscó terreno más seguro. Se había mojado las patas delanteras, y casi inmediatamente el agua adherida a ellas se había convertido en hielo. Sin perder un segundo se aplicó a lamerse las pezuñas, y luego se tendió en el suelo y comenzó a arrancar a mordiscos el hielo que se había formado entre los dedos. Así se lo dictaba su instinto. Permitir que el hielo continuara allí acumulado significaba dolor. Él no lo sabía, simplemente obedecía a un impulso misterioso que surgía de las criptas más profundas de su ser. Pero el hombre sí lo sabía, porque su juicio le había ayudado a comprenderlo, y por eso se quitó la manopla de la mano derecha y ayudó al perro a quitarse las partículas de hielo. Se asombró al darse cuenta de que no había dejado los dedos al descubierto más de un minuto y ya los tenía entumecidos. Sí, señor, hacía frío. Se volvió a enfundar la manopla a toda prisa y se golpeó la mano con fuerza contra el pecho.

A las doce, la claridad era mayor, pero el sol había descendido demasiado hacia el sur en su viaje invernal, como para poder asomarse sobre el horizonte. La tierra se interponía entre él y el Arroyo Henderson, donde el hombre caminaba bajo un cielo despejado, sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto llegó a la bifurcación. Estaba contento de la marcha que llevaba. Si seguía así, a las seis estaría con sus compañeros. Se desabrochó la chaqueta y la camisa y sacó el almuerzo La acción no le llevó más de un cuarto de minuto y, sin embargo, notó que la sensibilidad huía de sus dedos. No volvió a ponerse la manopla; esta vez se limitó a sacudirse los dedos contra el muslo una docena de veces. Luego se sentó sobre un tronco helado a comerse su almuerzo. El dolor que le había provocado sacudirse los dedos contra las piernas se desvaneció tan pronto que se sorprendió. No había mordido siquiera la primera galleta. Volvió a sacudir los dedos repetidamente y esta vez los enfundó en la manopla, descubriendo, en cambio, la mano izquierda. Trató de hincar los dientes en la galleta, pero la mordaza de hielo le impidió abrir la boca. Se había olvidado de hacer una hoguera para derretirla. Se rió de su descuido, y mientras se reía notó que los dedos que había dejado a la intemperie se le habían quedado entumecidos. Sintió también que las punzadas que había sentido en los pies al sentarse se hacían cada vez más tenues. Se preguntó si sería porque los pies se habían calentado o porque habían perdido sensibilidad. Trató de mover los dedos de los pies dentro de los mocasines y comprobó que los tenía entumecidos.

Se puso la manopla apresuradamente y se levantó. Estaba un poco asustado. Dio una serie de patadas contra el suelo, hasta que volvió a sentir las punzadas de nuevo. Sí, señor, hacía frío, pensó. Aquel hombre del Arroyo del Sulfuro había tenido razón al decir que en aquella región el frío podía ser estremecedor. ¡Y pensar que cuando se lo dijo él se había reído! No había vuelta que darle, hacía un frío de mil demonios. Paseó de arriba a abajo dando fuertes patadas en el suelo y frotándose los brazos con las manos, hasta que volvió a calentarse. Sacó entonces los fósforos y comenzó a preparar una hoguera. En el nivel más bajo de un arbusto cercano encontró un depósito de ramas acumuladas por el deshielo la primavera anterior. Estaban completamente secas y se avenían perfectamente a sus propósitos. Añadiendo ramas poco a poco a las primeras llamas logró hacer una hoguera perfecta; a su calor se derritió la mordaza de hielo y pudo comerse las galletas. De momento había logrado vencer al frío del exterior. El perro se solazó al fuego y se tendió sobre la nieve a la distancia precisa para poder calentarse sin peligro de quemarse.

Cuando el hombre terminó de comer llenó su pipa y fumó sin apresurarse. Luego se puso las manoplas, se ajustó las orejeras y comenzó a caminar siguiendo la orilla izquierda del arroyo. El perro, desilusionado, se resistía a abandonar el fuego. Aquel hombre no sabía lo que hacía. Probablemente sus antepasados ignoraban lo que era el frío, el auténtico frío, el que llega a los ciento setenta grados bajo el punto de congelación. Pero el perro sí sabía; sus antepasados lo habían experimentado y él había heredado su sabiduría. Él sabía que no era bueno ni sensato echarse al camino con aquel frío salvaje. Con ese tiempo lo mejor era acurrucarse en un agujero en la nieve y esperar a que una cortina de nubes ocultara el rostro del espacio exterior de donde procedía el frío. Pero entre el hombre y el perro no había una auténtica compenetración. El uno era siervo del otro, y las únicas caricias que había recibido eran las del látigo y los sonidos sordos y amenazadores que las precedían. Por eso el perro no hizo el menor esfuerzo por comunicar al hombre sus temores. Su suerte no le preocupaba; si se resistía a abandonar la hoguera era exclusivamente por sí mismo. Pero el hombre silbó y le habló con el lenguaje del látigo, y el perro se pegó a sus talones y lo siguió.

El hombre se metió en la boca una nueva porción de tabaco y dio comienzo a otra barba de ámbar. Pronto su aliento húmedo le cubrió de un polvo blanco el bigote, las cejas y las pestañas. No había muchos manantiales en la orilla izquierda del Henderson, y durante media hora caminó sin hallar ninguna dificultad. Pero de pronto sucedió. En un lugar donde nada advertía del peligro, donde la blancura ininterrumpida de la nieve parecía ocultar una superficie sólida, el hombre se hundió. No fue mucho, pero antes de lograr ponerse de pie en terreno firme se había mojado hasta la rodilla.

Se enfureció y maldijo en voz alta su suerte. Quería llegar al campamento a las seis en punto y aquel percance representaba una hora de retraso. Ahora tendría que encender una hoguera y esperar a que se le secaran los pies, los calcetines y los mocasines. Con aquel frío no podía hacer otra cosa, eso sí lo sabía. Trepó a lo alto del terraplén que formaba la ribera del riachuelo. En la cima, entre las ramas más bajas de varios abetos enanos, encontró un depósito de leña seca hecho de troncos y ramas principalmente, pero también de algunas ramillas de menor tamaño y de briznas de hierba del año anterior. Arrojó sobre la nieve los troncos más grandes, con objeto de que sirvieran de base para la hoguera e impidieran que se derritiera la nieve y se hundiera en ella la llama que logró obtener arrimando una cerilla a un trozo de corteza de abedul que se había sacado del bolsillo La corteza de abedul ardía con más facilidad que el papel. Tras colocar la corteza sobre la base de troncos, comenzó a alimentar la llama con las briznas de hierba seca y las ramas de menor tamaño.

Trabajó lentamente y con cautela, sabedor del peligro que corría. Poco a poco, conforme la llama se fortalecía, fue aumentando el tamaño de las ramas que a ella añadía. Decidió ponerse en cuclillas sobre la nieve para poder sacar la madera de entre las ramas de los abetos y aplicarlas directamente al fuego. Sabía que no podía permitirse un solo fallo. A setenta y cinco grados bajo cero y con los pies mojados no se puede fracasar en el primer intento de hacer una hoguera. Con los pies secos siempre se puede correr media milla para restablecer la circulación de la sangre, pero a setenta y cinco bajo cero es totalmente imposible hacer circular la sangre por unos pies mojados. Cuanto más se corre, más se hielan los pies.

Esto el hombre lo sabía. El veterano del Arroyo del Sulfuro se lo había dicho el otoño anterior, y ahora se daba cuenta de que había tenido razón. Ya no sentía los pies. Para hacer la hoguera había tenido que quitarse las manoplas, y los dedos se le habían entumecido también. El andar a razón de cuatro millas por hora había mantenido bien regadas de sangre la superficie del tronco y las extremidades, pero en el instante en que se había detenido, su corazón había aminorado la marcha. El frío castigaba sin piedad en aquel extremo inerme de la tierra y el hombre, por hallarse en aquel lugar, era víctima del castigo en todo su rigor. La sangre de su cuerpo retrocedía ante aquella temperatura extrema. La sangre estaba viva como el perro, y como el perro quería ocultarse, ponerse al abrigo de aquel frío implacable. Mientras el hombre andaba a cuatro millas por hora obligaba a la sangre a circular hasta la superficie, pero ahora ésta, aprovechando su inacción, se retraía y se hundía en los recovecos más profundos de su cuerpo. Las extremidades fueron las primeras que notaron los efectos de su ausencia. Los pies mojados se helaron, mientras que los dedos expuestos a la intemperie perdieron sensibilidad, aunque aún no habían empezado a congelarse. La nariz y las mejillas estaban entumecidas, y la piel del cuerpo se enfriaba conforme la sangre se retiraba.

Pero el hombre estaba a salvo. El hielo sólo le afectaría los dedos de los pies y la nariz, porque el fuego comenzaba ya a cobrar fuerza. Lo alimentaba ahora con ramas del grueso de un dedo. Un minuto más y podría arrojar a él troncos del grosor de su muñeca. Entonces se quitaría los mocasines y los calcetines y mientras se secaban acercaría a las llamas los pies desnudos, no sin antes frotarlos, naturalmente, con un puñado de nieve. La hoguera era un completo éxito. Estaba salvado. Recordó el consejo del veterano del Arroyo del Sulfuro y sonrió. El anciano había enunciado con toda seriedad la ley según la cual por debajo de cincuenta grados bajo cero no se debe viajar solo por la región del Klondike. Pues bien, allí estaba él; había sufrido el accidente más temido, iba solo, y, sin embargo, se había salvado. Abuelos veteranos, pensó, eran bastante cobardes, al menos algunos de ellos. Mientras no se perdiera la cabeza no había nada que temer. Se podía viajar solo con tal de que se fuera hombre de veras. Aun así era asombrosa la velocidad a que se helaban la nariz y las mejillas. Nunca había sospechado que los dedos pudieran quedar sin vida en tan poco tiempo. Y sin vida se hallaban los suyos porque apenas podía unirlos para coger una rama y los sentía lejos, muy lejos de su cuerpo. Cuando trataba de coger una rama tenía que mirar para asegurarse con la vista de que había logrado su propósito. Entre su cerebro y las yemas de sus dedos quedaba escaso contacto.

Pero todo aquello no importaba gran cosa. Allí estaba la hoguera crujiendo y chisporroteando y prometiendo vida con cada llama retozona. Trató de quitarse los mocasines. Estaban cubiertos de hielo. Los gruesos calcetines alemanes se habían convertido en láminas de hierro que llegaban hasta media pantorrilla. Los cordones de los mocasines eran cables de acero anudados y enredados en extraña confabulación. Durante unos momentos trató de deshacer los nudos con los dedos; luego, dándose cuenta de la inutilidad del esfuerzo, sacó su cuchillo.

Pero antes de que pudiera cortar los cordones ocurrió la tragedia. Fue culpa suya o, mejor dicho, consecuencia de su error. No debió hacer la hoguera bajo las ramas del abeto. Debió hacerla en un claro. Pero le había resultado más sencillo recoger el material de entre las ramas y arrojarlo directamente al fuego. El árbol bajo el que se hallaba estaba cubierto de nieve. El viento no había soplado en varias semanas y las ramas estaban excesivamente cargadas. Cada brizna de hierba, cada rama que cogía, comunicaba al árbol una leve agitación, imperceptible a su entender, pero suficiente para provocar el desastre. En lo más alto del árbol una rama volcó su carga de nieve sobre las ramas inferiores, y el impacto multiplicó el proceso hasta acumularse toda la nieve del árbol sobre las ramas más bajas. La nieve creció como en una avalancha y cayó sin previo aviso sobre el hombre y sobre la hoguera. El fuego se apagó. Donde pocos momentos antes había crepitado, no quedaba más que un desordenado montón de nieve fresca.

El hombre quedó estupefacto. Fue como si hubiera oído su sentencia de muerte. Durante unos instantes se quedó sentado mirando hacia el lugar donde segundos antes ardiera un alegre fuego. Después se tranquilizó. Quizá el veterano del Arroyo del Sulfuro había tenido razón. Si tuviera un compañero de viaje, ahora no correría peligro. Su compañero podía haber encendido el fuego. Pero de este modo sólo él podía encender otra hoguera y esta segunda vez un fallo sería mortal. Aun si lo lograba, lo más seguro era que perdería para siempre parte de los dedos de los pies. Debía tenerlos congelados ya, y aún tardaría en encender un fuego.

Estos fueron sus pensamientos, pero no se sentó a meditar sobre ellos. Mientras merodeaban por su mente no dejó de afanarse en su tarea. Hizo una nueva base para la hoguera, esta vez en campo abierto, donde ningún árbol traidor pudiera sofocarla. Reunió luego un haz de ramillas e hierbas secas acumuladas por el deshielo. No podía cogerlas con los dedos, pero sí podía levantarlas con ambas manos, en montón. De esta forma cogía muchas ramas podridas y un musgo verde que podría perjudicar al fuego, pero no podía hacerlo mejor. Trabajó metódicamente; incluso dejó en reserva un montón de ramas más gruesas para utilizarlas como combustible una vez que el fuego hubiera cobrado fuerza. Y mientras trabajaba, el perro lo miraba con la ansiedad reflejándose en los ojos, porque lo consideraba el encargado de proporcionarle fuego, y el fuego tardaba en llegar.

Cuando todo estuvo listo, el hombre buscó en su bolsillo un segundo trozo de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, y aunque no podía sentirla con los dedos la oía crujir, mientras revolvía en sus bolsillos. Por mucho que lo intentó no pudo hacerse con ella. Y, mientras tanto, no se apartaba de su mente la idea de que cada segundo que pasaba los pies se le helaban más y más. Comenzó a invadirlo el pánico, pero supo luchar contra él y conservar la calma. Se puso las manoplas con los dientes y blandió los brazos en el aire para sacudirlos después con fuerza contra los costados. Lo hizo primero sentado, luego de pie, mientras el perro lo contemplaba sentado sobre la nieve con su cola peluda de lobo enroscada en torno a las patas para calentarlas, y las agudas orejas lupinas proyectadas hacia el frente. Y el hombre, mientras sacudía y agitaba en el aire los brazos y las manos, sintió una enorme envidia por aquella criatura, caliente y segura bajo su cobertura natural.

Al poco tiempo sintió la primera señal lejana de un asomo de sensación en sus dedos helados. El suave cosquilleo inicial se fue haciendo cada vez más fuerte hasta convertirse en un dolor agudo, insoportable, pero que él recibió con indecible satisfacción. Se quitó la manopla de la mano derecha y se dispuso a buscar la astilla. Los dedos expuestos comenzaban de nuevo a perder sensibilidad. Luego sacó un manojo de fósforos de sulfuro. Pero el tremendo frío había entumecido ya totalmente sus dedos. Mientras se esforzaba por separar una cerilla de las otras, el paquete entero cayó al suelo Trató de recogerlo, pero no pudo. Los dedos muertos no podían ni tocar ni coger. Ejecutaba cada acción con una inmensa cautela. Apartó de su mente la idea de que los pies, la nariz y las mejillas se le helaban a enorme velocidad, y se entregó en cuerpo y alma a la tarea de recoger del suelo las cerillas. Decidió utilizar la vista en lugar del tacto, y en el momento en que vio dos de sus dedos debidamente colocados uno a cada lado del paquete, los cerró, o mejor dicho quiso cerrarlos, pero la comunicación estaba ya totalmente cortada y los dedos no obedecieron. Se puso la manopla derecha y se sacudió la mano salvajemente sobre la rodilla. Luego, utilizando ambas manos, recogió el paquete de fósforos entre un puñado de nieve y se lo colocó en el regazo. Pero con esto no había conseguido nada. Tras una larga manipulación logró aprisionar el paquete entre las dos manos enguantadas, y de esta manera lo levantó hasta su boca. El hielo que sellaba sus labios crujió cuando con un enorme esfuerzo consiguió separarlos. Contrajo la mandíbula, elevó el labio superior y trató de separar una cerilla con los dientes. Al fin lo logró, y la dejó caer sobre las rodillas. Seguía sin conseguir nada. No podía recogerla. Al fin se le ocurrió una idea. La levantó entre los dientes y la frotó contra el muslo. Veinte veces repitió la operación, hasta que logró encender el fósforo. Sosteniéndolo aún entre los dientes lo acercó a la corteza de abedul, pero el vapor de azufre le llegó a los pulmones y le causó una tos espasmódica. El fósforo cayó sobre la nieve y se apagó.

El veterano del Arroyo del Sulfuro tenía razón, pensó el hombre en el momento de resignada desesperación que siguió al incidente. A menos de cincuenta grados bajo cero se debe viajar siempre con un compañero. Dio unas cuantas palmadas, pero no notó en las manos la menor sensación. Se quitó las manoplas con los dientes y cogió el paquete entero de fósforos con la base de las manos. Como aún no tenía helados los músculos de los brazos pudo ejercer presión sobre el paquete. Luego frotó los fósforos contra la pierna. De pronto estalló la llama. ¡Sesenta fósforos de azufre ardiendo al mismo tiempo! No soplaba ni la brisa más ligera que pudiera apagarlos. Ladeó la cabeza para escapar a los vapores y aplicó la llama a la corteza de abedul. Mientras lo hacía notó una extraña sensación en la mano. La carne se le quemaba. A su olfato llegó el olor y allá dentro, bajo la superficie, lo sintió. La sensación se fue intensificando hasta convertirse en un dolor agudo. Y aún así lo soportó manteniendo torpemente la llama contra la corteza que no se encendía porque sus manos se interponían, absorbiendo la mayor parte del fuego.

Al fin, cuando no pudo aguantar más, abrió las manos de golpe. Los fósforos cayeron chisporroteando sobre la nieve, pero la corteza de abedul estaba encendida. Comenzó a acumular sobre la llama ramas y briznas de hierba. No podía seleccionar, porque la única forma de transportar el combustible era utilizando la base de las manos. A las ramas iban adheridos fragmentos de madera podrida y de un musgo verde que arrancó como pudo con los dientes. Cuidó la llama con mimo y con torpeza. Esa llama significaba la vida, y no podía perecer. La sangre se retiró de la superficie de su cuerpo, y el hombre comenzó a tiritar y a moverse desarticuladamente. Un montoncillo de musgo verde cayó sobre la llama. Trató de apartarlo, pero el temblor de los dedos desbarató el núcleo de la hoguera. Las ramillas se disgregaron. Quiso reunirlas de nuevo, pero a pesar del enorme esfuerzo que hizo por conseguirlo, el temblor de sus manos se impuso y las ramas se disgregaron sin remedio. Cada una de ellas elevó en el aire una pequeña columna de humo y se apagó. El hombre, el encargado de proporcionar el fuego, había fracasado. Mientras miraba apáticamente en torno suyo, su mirada recayó en el perro, que sentado frente a él, al otro lado de los restos de la hoguera, se movía con impaciencia, levantando primero una pata, luego la otra, y pasando de una a otra el peso de su cuerpo.

Al ver al animal se le ocurrió una idea descabellada. Recordó haber oído la historia de un hombre que, sorprendido por una tormenta de nieve, había matado a un novillo, lo había abierto en canal y había logrado sobrevivir introduciéndose en su cuerpo. Mataría al perro e introduciría sus manos en el cuerpo caliente, hasta que la insensibilidad desapareciera. Después encendería otra hoguera. Llamó al perro, pero el tono atemorizado de su voz asustó al animal, que nunca lo había oído hablar de forma semejante. Algo extraño ocurría, y su naturaleza desconfiada olfateaba el peligro. No sabía de qué se trataba, pero en algún lugar de su cerebro el temor se despertó. Agachó las orejas y redobló sus movimientos inquietos, pero no acudió a la llamada. El hombre se puso de rodillas y se acercó a él. Su postura inusitada despertó aún mayores sospechas en el perro, que se hizo a un lado atemorizado.

El hombre se sentó en la nieve unos momentos y luchó por conservar la calma. Luego se puso las manoplas con los dientes y se levantó. Tuvo que mirar al suelo primero para asegurarse de que se había levantado, porque la ausencia de sensibilidad en los pies le había hecho perder contacto con la tierra. Al verle en posición erecta, el perro dejó de dudar, y cuando el hombre volvió a hablarle en tono autoritario con el sonido del látigo en la voz, volvió a su servilismo acostumbrado y lo obedeció. En el momento en que llegaba a su lado, el hombre perdió el control. Extendió los brazos hacia él y comprobó con auténtica sorpresa que las manos no se cerraban, que no podía doblar los dedos ni notaba la menor sensación. Había olvidado que estaban ya helados y que el proceso se agravaba por momentos. Aun así, todo sucedió con tal rapidez que antes de que el perro pudiera escapar lo había aferrado entre los brazos. Se sentó en la nieve y lo mantuvo aferrado contra su cuerpo, mientras el perro se debatía por desasirse.

Aquello era lo único que podía hacer. Apretarlo contra sí y esperar. Se dio cuenta de que ni siquiera podía matarlo. Le era completamente imposible. Con las manos heladas no podía ni empuñar el cuchillo ni asfixiar al animal. Al fin lo soltó y el perro escapó con el rabo entre las patas, sin dejar de gruñir. Se detuvo a unos cuarenta pies de distancia, y desde allí estudió al hombre con curiosidad, con las orejas enhiestas y proyectadas hacia el frente.

El hombre se buscó las manos con la mirada y las halló colgando de los extremos de sus brazos. Le pareció extraño tener que utilizar la vista para encontrarlas. Volvió a blandir los brazos en el aire golpeándose las manos enguantadas contra los costados. Los agitó durante cinco minutos con violencia inusitada, y de este modo logró que el corazón lanzara a la superficie de su cuerpo la sangre suficiente para que dejara de tiritar. Pero seguía sin sentir las manos. Tenía la impresión de que le colgaban como peso muerto al final de los brazos, pero cuando quería localizar esa impresión, no la encontraba.

Comenzó a invadirle el miedo a la muerte, un miedo sordo y tenebroso. El temor se agudizó cuando cayó en la cuenta de que ya no se trataba de perder unos cuantos dedos de las manos o los pies, que ahora constituía un asunto de vida o muerte en el que llevaba todas las de perder. La idea le produjo pánico; se volvió y echó a correr sobre el cauce helado del arroyo, siguiendo la vieja ruta ya casi invisible. El perro trotaba a su lado, a la misma altura que él. Corrió ciegamente sin propósito ni fin, con un miedo que no había sentido anteriormente en su vida. Mientras corría desesperado entre la nieve comenzó a ver las cosas de nuevo: las riberas del arroyo, los depósitos de ramas, los álamos desnudos, el cielo... Correr le hizo sentirse mejor. Ya no tiritaba. Era posible que si seguía corriendo los pies se le descongelaran y hasta, quizá, si corría lo suficiente, podría llegar al campamento. Indudablemente perdería varios dedos de las manos y los pies y parte de la cara, pero sus compañeros se encargarían de cuidarlo y salvarían el resto. Mientras acariciaba este pensamiento le asaltó una nueva idea. Pensó de pronto que nunca llegaría al campamento, que se hallaba demasiado lejos, que el hielo se había adueñado de él y pronto sería un cuerpo rígido, muerto. Se negó a dar paso franco a este nuevo pensamiento, y lo confinó a los lugares más recónditos de su mente, desde donde siguió pugnando por hacerse oír, mientras el hombre se esforzaba en pensar en otras cosas.

Le extrañó poder correr con aquellos pies tan helados que ni los sentía cuando los ponía en el suelo y cargaba sobre ellos el peso de su cuerpo. Le parecía deslizarse sobre la superficie sin tocar siquiera la tierra. En alguna parte había visto un Mercurio alado, y en aquel momento se preguntó qué sentiría Mercurio al volar sobre la tierra.

Su teoría acerca de correr hasta llegar al campamento tenía un solo fallo: su cuerpo carecía de la resistencia necesaria. Varias veces tropezó y se tambaleó, y al fin, en una ocasión, cayó al suelo. Trató de incorporarse, pero le fue imposible. Decidió sentarse y descansar; cuando lograra poder levantarse andaría en vez de correr, y de este modo llegaría a su destino. Mientras esperaba a recuperar el aliento notó que lo invadía una sensación de calor y bienestar. Ya no tiritaba, y hasta le pareció sentir en el pecho una especie de calorcillo agradable. Y, sin embargo, cuando se tocaba la nariz y las mejillas no experimentaba ninguna sensación. A pesar de haber corrido del modo en que lo había hecho, no había logrado que se deshelaran, como tampoco las manos ni los pies. De pronto se le ocurrió que el hielo debía ir ganando terreno en su cuerpo. Trató de olvidarse de ello, de pensar en otra cosa. La idea despertaba en él auténtico pánico, y tenía miedo al pánico. Pero el pensamiento iba cobrando terreno, afirmándose y persistiendo hasta que el hombre conjuró la visión de un cuerpo totalmente helado. No pudo soportarlo y comenzó a correr de nuevo.

Y siempre que corría, el perro lo seguía, pegado a sus talones. Cuando el hombre se cayó por segunda vez, el animal se detuvo, reposó el rabo sobre las patas delanteras y se sentó a mirarlo con fijeza extraña. El calor y la seguridad de que disfrutaba enojaron al hombre de tal modo que lo insultó hasta que el animal agachó las orejas con gesto contemporizador. Esta vez el temblor invadió al hombre con mayor rapidez. Perdía la batalla contra el hielo, que atacaba por todos los flancos a la vez. El temor lo hizo correr de nuevo, pero no pudo sostenerse en pie más de un centenar de pies. Tropezó y cayó de bruces sobre la nieve. Aquella fue la última vez que sintió el pánico. Cuando recuperó el aliento y se dominó, comenzó a pensar en recibir la muerte con dignidad. La idea, sin embargo, no se le presentó de entrada en estos términos. Pensó primero que había perdido el tiempo al correr como corre la gallina con la cabeza cortada (aquel fue el símil que primero se le ocurrió). Si tenía que morir de frío, al menos lo haría con cierta decencia. Y con esa paz recién estrenada llegaron los primeros síntomas de sopor. ¡Qué buena idea, pensó, morir durante el sueño! Como si le hubieran dado anestesia. El frío no era tan terrible como la gente creía. Había peores formas de morir.

Se imaginó el momento en que los compañeros lo encontrarían al día siguiente. Se vio avanzando junto a ellos en busca de su propio cuerpo. Surgía con sus compañeros de una revuelta del camino y hallaba su cadáver sobre la nieve. Ya no era parte de sí mismo... Había escapado de su envoltura carnal y junto con sus amigos se miraba a sí mismo muerto sobre el hielo. Sí, la verdad es que hacía frío, pensó. Cuando volviera a su país le contaría a su familia y a sus conocidos lo que era aquello. Recordó luego al anciano del Arroyo del Sulfuro. Lo veía claramente con los ojos de la imaginación, cómodamente sentado al calor del fuego, mientras fumaba su pipa.

-Tenías razón, viejo zorro, tenías razón -susurró quedamente el hombre al veterano del Arroyo del Sulfuro.

Y después se hundió en lo que le pareció el sueño más tranquilo y reparador que había disfrutado jamás. Sentado frente a él esperaba el perro. El breve día llegó a su fin con un crepúsculo lento y prolongado. Nada indicaba que se preparara una hoguera. Nunca había visto el perro sentarse un hombre así sobre la nieve sin aplicarse antes a la tarea de encender un fuego. Conforme el crepúsculo se fue apagando, fue dominándolo el ansia de calor, y mientras alzaba las patas una tras otra, comenzó a gruñir suavemente al tiempo que agachaba las orejas en espera del castigo del hombre. Pero el hombre no se movió. Más tarde el perro gruñó más fuerte, y aún más tarde se acercó al hombre, hasta que olfateó la muerte. Se irguió de un salto y retrocedió. Durante unos segundos permaneció inmóvil, aullando bajo las estrellas que brillaban, brincaban y bailaban en el cielo gélido. Luego se volvió y avanzó por la ruta a un trote ligero, hacia un campamento que él conocía, donde estaban los otros proveedores-de-alimento y proveedores-de-fuego".

Jack L
ondon