El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

viernes, 6 de diciembre de 2013

"El Guardavía"

"-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

-¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. «Muy bien», le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.

-¿Aquella luz está a su cargo, verdad?

-¿Acaso no lo sabe? -me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí. Esto anuló la extravagante idea.

-Me mira -dije con sonrisa forzada- como si me temiera.

-No estaba seguro -me respondió- de si lo había visto antes.

-¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.

-¿Allí? -dije.

Mirándome fijamente respondió (sin palabras), «sí».

-Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.

-Creo que sí -asintió-, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo -si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación-. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña -él apenas si podía-) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra «señor», sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.

Al levantarme para irme dije:

-Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.

(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)

-Creo que solía serlo -asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio-. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.

Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.

-¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?

-Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.

-Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?

-Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.

-Vendré a las once.

Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.

-Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor -dijo en su peculiar voz baja-. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!

Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije «muy bien».

-Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!» esta noche?

-Dios sabe -dije-, grité algo parecido...

-No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.

-Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.

-¿Por ninguna otra razón?

-¿Qué otra razón podría tener?

-¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?

-No.

Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.

A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.

-No he llamado -dije cuando estábamos ya cerca-. ¿Puedo hablar ahora?

-Por supuesto, señor.

-Buenas noches y aquí tiene mi mano.

-Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.

-He decidido, señor -empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro-, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.

-¿Esa equivocación?

-No. Esa otra persona.

-¿Quién es?

-No lo sé.

-¿Se parece a mí?

-No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.

Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como «por Dios santo, apártese de la vía».

-Una noche de luna -dijo el hombre-, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!». Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía «¡Cuidado! ¡Cuidado!» y de nuevo «¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!». Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando «¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?». Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.

-¿Dentro del túnel? -pregunté.

-No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones «¿Pasa algo?». La respuesta fue la misma en ambas: «Sin novedad».

Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.

Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.

Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:

-Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.

Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.

De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.

-Esto -dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos- fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.

Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.

-¿Lo llamó?

-No, estaba callado.

-¿Agitaba el brazo?

-No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.

Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.

-¿Se acercó usted a él?

-Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.

-¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?

Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:

-Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.

Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.

-Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.

No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:

-Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.

-¿Junto a la luz?

-Junto a la luz de peligro.

-¿Y qué hace?

El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de «¡Por Dios santo, apártese de la vía!». Luego continuó:

-No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, «¡Cuidado! ¡Cuidado!». Me hace señas. Hace sonar la campanilla.

Me agarré a esto último:

-¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?

-Por dos veces.

-Bueno, vea -dije- cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.

Negó con la cabeza.

-Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.

-¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?

-Estaba allí.

-¿Las dos veces?

-Las dos veces -repitió con firmeza.

-¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?

Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.

-¿Lo ve? -le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.

Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.

-No -contestó-, no está allí.

-De acuerdo -dije yo.

Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.

-A estas alturas comprenderá usted, señor -dijo-, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta «¿Qué quiere decir el espectro?».

No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.

-¿De qué nos está previniendo? -dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando-. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?

Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.

-Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación -continuó, secándose las manos-. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: «¡Peligro! ¡Cuidado!». Respuesta: «¿Qué peligro? ¿Dónde?». Mensaje: «No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado». Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?

El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.

-Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro -continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación-, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: «alguien va a morir. Haga que no salga de casa». Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?

Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.

No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.

La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. «Seguiré paseando durante una hora -me dije a mí mismo-, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía.»

Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.

Con la inequívoca sensación de que algo iba mal -y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera- descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.

-¿Qué pasa? -pregunté a los hombres.

-Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.

-¿No sería el que trabajaba en esa caseta?

-Sí, señor.

-¿No el que yo conozco?

-Lo reconocerá si le conocía, señor -dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona-, porque el rostro está bastante entero.

-Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? -pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.

-Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.

El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:

-Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor -dijo-, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.

-¿Qué dijo usted?

-¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!

Me sobresalté.

-Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.

Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo -no él- había acompañado -y tan sólo en mi mente- los gestos que él había representado".


Charles Dickens

viernes, 1 de noviembre de 2013

"La Sombra"

"Vosotros los que leéis aún estáis entre los vivos, pero yo, el que escribe, habré entrado hace mucho en la región de las sombras. Pues en verdad ocurrirán extrañas cosas, y se sabrás cosas secretas, y pasarán muchos siglos antes de que los hombres vean este escrito. Y, cuando lo hayan visto, habrá quienes no crean en él, y otro dudarán, más unos pocos habrá que encuentren razones para meditar frente a los caracteres aquí grabados con un estilo de hierro.

El año había sido un año de terror y de sentimientos más intensos que el terror, para los cuales no hay nombre sobre la tierra. Pues habían ocurrido muchos prodigios y señales, y a lo lejos y en todas partes, sobre el mar y la tierra, se cernían las negras alas de la peste. Para aquellos versados en la ciencia de las estrellas, los cielos revelaban una faz siniestra; y para mí, el griego Oinos, entre otros, era evidente que ya había llegado la alternación de aquel año 794, en el cual, a la entrada de Aries, el planeta Júpiter queda en conjunción con el anillo rojo del terrible Saturno. Si no me equivoco, el especial espíritu del cielo no sólo se manifestaba en el globo físico de la tierra, sino en las almas, en la imaginación y en las meditaciones de la humanidad.

En una sombría ciudad llamada Ptolemáis, en un noble palacio, nos hallábamos una noche siete de nosotros frente a los frascos del rojo vino de Chíos. Y no había otra entrada a nuestra cámara que una alta puerta de bronce; y aquella puerta había sido fundida por el artesano Corinnos, y, por ser de raro mérito, se la aseguraba desde adentro. En el sombrío aposento, negras colgaduras alejaban de nuestra vista la luna, las cárdenas estrella y las desiertas calles; pero el presagio y el recuerdo del Mal no podían ser excluidos.

Estábamos rodeados por cosas que no puedo explicar distintamente; cosas materiales y espirituales, la pesadez de la atmósfera, un sentimiento de sofocación, de ansiedad; y por sobre todo, ese terrible estado de la existencia que alcanzan los seres nerviosos cuando los sentidos están agudamente vivos y despiertos, mientras las facultades intelectuales yacen amodorradas.

Un peso muerto nos agobiaba. Caía sobre los cuerpos, los muebles, los vasos en que bebíamos; todo lo que nos rodeaba cedía a la depresión y se hundía; todo menos las llamas de las siete lámparas de hierro que iluminaban nuestra orgía. Alzándose en altas y esbeltas líneas de luz, continuaban ardiendo, pálidas e inmóviles; y en el espejo que su brillo engendraba en la redonda mesa de ébano a la cual nos sentábamos cada uno veía la palidez de su propio rostro y el resplandor de las abatidas miradas de sus compañeros. Y, sin embargo, reíamos y nos alegrábamos a nuestro modo – lleno de histeria-, y cantábamos las canciones de Anacreonte – llenas de Locura-, y bebíamos copiosamente, aunque el purpúreo vino nos recordaba la sangre.

Porque en aquella cámara había otro de nosotros en la persona del joven Zoilo. Muerto y amortajado yacía tendido cuan largo era, genio y demonio de las escena. ¡Ay, no participaba de nuestro regocijo!. Pero su rostro, convulsionado por la plaga, y sus ojos, donde la muerte sólo habrá pagado a medias el fuego de la pestilencia, parecían interesarse en nuestra alegría, como quizá los muertos se interesan en la alegría de los que van a morir. Más aunque yo, Oinos, sentía que los ojos del muerto estaba fijos en mí, me obligaba a no percibir la amargura de su expresión, y mientras contemplaba fijamente las profundidades del espejo de ébano, cantaba en voz alta y sonora las canciones del hijo de Teos.

Poco a poco, sin embargo, mis canciones fueron callando y sus ecos, perdiéndose entre las tenebrosas colgaduras de la cámara, se debilitaron hasta volverse inaudibles y se apagaron del todo. Y he aquí que de aquellas tenebrosas colgaduras, donde se perdían los sonidos de la canción, se desprendió una profunda e indefinida sombra, una sombra como la que la luna, cuando está baja, podría extraer del cuerpo de un hombre; pero ésta no era la sombre de un hombre o de un dios, ni de ninguna cosa familiar.

Y, después de temblar un instante entre las colgaduras del aposento, quedó por fin, a plena vista sobre la superficie de la puerta de bronce. Mas la sombra era vaga e informe, indefinida, y no era la sombra de un hombre o de un dios, ni un dios de Grecia, ni un dios de Caldea, ni un dios egipcio. Y la sombra se detuvo en la entrada de bronce, bajo el arco del entablamento de la puerta, y sin moverse, sin decir una palabra, permaneció inmóvil. Y la puerta donde estaba la sombra, si recuerdo bien, se alzaba frente a los pies del joven Zoilo amortajado. Mas nosotros, los siete allí congregados, al ver como la sombra avanzaba desde las colgaduras, no nos atrevimos a contemplarla de lleno, sino que bajamos los ojos y miramos fijamente las profundidades del espejo de ébano. Y al final yo, Oinos, hablando en voz muy baja, pregunté a la sombra cual era su morada y su nombre. Y la sombra contestó:

"¡Yo soy sombra, y mi morada está al lado de las catacumbas de Ptolemáis, y cerca de las oscuras planicies de Clíseo, que bordean el impuro canal de Caronte!".

Y entonces los siete nos levantamos llenos de horror y permanecimos de pie temblando, estremecidos, pálidos; porque el tono de la voz de la sombra no era el tono de un solo ser, sino el de una multitud de seres, y variando en sus cadencias de una sílaba a la otra, penetraba oscuramente en nuestros oídos con los acentos familiares y harto recordados de mil y mil amigos muertos".


Edgar Allan Poe

martes, 22 de octubre de 2013

"Dos Botellas Negras"

"Ninguno de los pocos habitantes que quedan en Daalbergen, localidad de las Montañas Ramapo, cree que mi tío, el viejo dómine Vanderhoof, esté realmente muerto. Piensan algunos que se encuentra suspendido en la maldición del viejo sacristán. De no haber sido por aquel viejo mago, acaso pudiera estar todavía rezando en la pequeña y húmeda iglesia del otro lado del páramo.

Después de lo que me ocurrió en Daalbergen, difícilmente podría compartir la opinión de los aldeanos. No estoy seguro de que mi tío esté muerto, pero sí lo estoy, en cambio, de que no está vivo en ningún lugar de este mundo. No hay duda de que el viejo sacristán lo enterró una vez, pero, como fuera, no se encuentra ya en aquella tumba. Podría decir que siento su presencia a mi espalda mientras escribo esto; una presencia que me impele a decir la verdad de las extrañas cosas ocurridas en Daalbergen hace tantos años.

En respuesta a una llamada, llegué a Daalbergen el cuatro de octubre. La carta era de un antiguo miembro de la parroquia de mi tío, y me contaba que éste había pasado a mejor vida y que sin duda habría algunas pequeñas posesiones que yo, único pariente vivo que tenía, podía heredar. Después de haber alcanzado el pequeño y apartado villorrio mediante incontables empalmes ferroviarios, me dirigí al almacén de Mark Haines, firmante de la carta, y éste, tras conducirme a una estancia trasera llena de trastos, me contó un peculiar relato concerniente a la muerte del dómine Vanderhoof.

-Debe tener cuidado, Hoffman -me dijo Haines-, cuando tenga que vérselas con el viejo sacristán, Abel Foster. Tan seguro como que usted está vivo, tiene al diablo por aliado. No hará ni dos semanas que Sam Pryor, al cruzar el viejo camposanto, le oyó conversar con los fiambres. No era normal que hablara de aquella manera; y Sam jura que había una voz que le respondía, una especie de semivoz, hueca y ahogada, como si procediera de las entrañas de la tierra. Y otros hay que pueden decirle a usted que le han visto plantando delante de la tumba del viejo dómine Slott, la que está pudriéndose junto a la pared de la iglesia, frotándose las manos y hablando al musgo de la lápida como si ése fuera el viejo dómine en persona. Según Haines, el viejo Foster había llegado a Daalbergen unos diez años atrás, y había sido contratado inmediatamente por Vanderhoof para que se hiciera cargo de la húmeda iglesia de piedra, a la que acudían casi todos los aldeanos.

Era un tipo que no agradaba a nadie que no fuera Vanderhoof mismo, ya que su presencia despertaba sugerencias rayanas en lo siniestro. Cuando la gente entraba en la iglesia, él solía quedarse junto a la puerta, los hombres le devolvían fríamente su servil saludo, en tanto que las mujeres rehuían su gesto y se hacían las sayas a un lado para evitar su contacto. Se le podía ver durante los días de faena cortando la hierba del cementerio y esparciendo flores en las tumbas, siempre murmurando para sí. Algunos se dieron cuenta de que prestaba una atención especial a la tumba del reverendo Guilliam Slott, primer pastor de la iglesia en 1701.

Poco después de establecerse definitivamente en el pueblo, comenzaron los desastres. Primero fue lo del agotamiento de la mina de la montaña, donde trabajaban casi todos los hombres. El hierro se acabó y muchos desempleados se trasladaron a otros sitios más rentables, mientras que los que poseían ciertas extensiones de terreno por los alrededores se dedicaron al trabajo de granja y se las arreglaron como pudieron para vivir en las laderas rocosas. Luego ocurrieron aquellas cosas en la iglesia. Se susurraba que el reverendo Johannes Vanderhoof había hecho un pacto con el diablo y que predicaba la palabra de éste en la casa de Dios. Sus sermones se volvieron extravagantes y grotescos, aderezados con cosas siniestras que la gente ignorante de Daalbergen no comprendía. Transportaba a su auditorio a edades de miedo y superstición, a regiones de espíritus odiosos e invisibles, poblando su fantasía de fantasmas nocturnos. Poco a poco fue mermando la parroquia, mientras que los más ancianos y los diáconos le rogaban en vano que cambiara el tema de sus sermones. Aunque el viejo prometía hacerlo, parecía estar sometido a algún poder superior que le obligaba a hacer su voluntad.

De estatura gigantesca, Johannes Vanderhoof era reputado como débil de espíritu y tímido, y sin embargo, aunque fue amenazado con la expulsión, continuó sus sermones espantosos hasta que no quedó en la mañana del domingo más que un pequeño puñado de oyentes. Al no haber mucho dinero, resultaba imposible llamar a otro pastor, y llegó el momento en que ningún aldeano se atrevió a acercarse a la iglesia. Lo mismo ocurrió con la rectoría adjunta. El miedo a las fuerzas espectrales con las que Vanderhoof parecía haber pactado campaba por doquier. Mi tío, continuó diciéndome Mark Haines, siguió viviendo en la rectoría porque no había nadie con valentía suficiente como para decirle que se marchara. Nadie volvió a verlo, pero las luces eran visibles por la noche en la rectoría, y hasta podían entreverse en la misma iglesia de vez en cuando. Por todo el pueblo se susurraba que Vanderhoof predicaba regularmente en la iglesia todos los domingos por la mañana, sin que hubiera advertido que las naves estaban vacías. Sólo el viejo sacristán estaba con él: vivía en la parte trasera de la iglesia, cuidaba de Vanderhoof y hacía visitas semanales al pueblo para comprar provisiones. Ya no se inclinaba ante nadie servilmente; lejos de ello, parecía incubar algún odio demoníaco que no se cuidaba mucho de ocultar. No hablaba con nadie salvo con quien era necesario al efectuar sus compras, y cuando caminaba por la calle ayudado de un bastón con el que golpeaba el empedrado irregular, miraba a derecha e izquierda con los ojos llenos de maldad. Combado y arrugado por la edad, cualquiera podía notar su presencia cuando se acercaba; tan poderosa era aquella personalidad que, según los rumores, había hecho que Vanderhoof se pusiera bajo la tutela del diablo.

Ningún ciudadano de Daalbergen dudaba que Abel Foster fuera en el fondo la causa de la malaventura de la aldea; pero nadie se atrevía a mover un dedo contra él, ni tan siquiera a aproximársele sin sentir escalofríos. Su nombre, así como el de Vanderhoof, no era mencionado nunca en voz alta. Siempre que se sacaba a colación la iglesia que estaba del otro lado del páramo, se hacía entre susurros; y si ocurría que la conversación era por la noche, los susurradores lanzaban miradas de desconfianza por encima del hombro para asegurarse de que no había nada informe o siniestro en la oscuridad que pudiera ser testigo de sus palabras. El camposanto seguía tan verde y hermoso como cuando la iglesia estaba en funcionamiento, y había flores en las tumbas tan cuidadosamente dispuestas como en tiempos pasados. A veces podía verse trabajar allí al viejo sacristán, como si todavía recibiera algún estipendio por sus servicios, y quienes se atrevían a acercarse decían que mantenía una continua conversación con el diablo y los espíritus que rondaban dentro de las tapias del cementerio.

Una mañana, Foster fue visto cuando cavaba una tumba donde el chapitel de la iglesia vuelca su sombra a la caída de la tarde, antes de que el sol se oculte tras el cerro y sumerja a todo el pueblo en la penumbra. Poco después la campana de la iglesia, muda desde hacía meses, dobló suavemente durante media hora. Alrededor del ocaso los que observaban desde lejos vieron que Foster sacaba un ataúd de la rectoría ayudándose de una carretilla, lo metía en la tumba con escasa ceremonia y volvía a poner la tierra en el agujero. El sacristán fue al pueblo a la mañana siguiente, cumpliendo su cita semanal y de mejor humor que el acostumbrado. Parecía deseoso de hablar, de hacer notar que Vanderhoof había muerto el día anterior y que había enterrado su cuerpo junto al del dómine Slott, junto a los muros de la iglesia. Sonreía a menudo y se frotaba las manos con una efusión imposible de describir. Al parecer, la muerte de Vanderhoof lo llenaba de alborozo diabólico. Los aldeanos eran conscientes de que había algo siniestro en su persona y lo evitaban tanto como podían. Con la desaparición de Vanderhoof, se sintieron más inseguros que nunca, pues el viejo sacristán estaba en entera libertad de lanzar sus sortilegios contra la aldea desde la iglesia. Murmurando algo en un idioma que nadie entendía, Foster regresó siguiendo la carretera que cruzaba el marjal.

Fue entonces cuando recordó Mark Haines haber oído hablar de su sobrino al dómine Vanderhoof. Haines decidió llamarme, con la esperanza de que yo supiera algo que pudiera aclarar el misterio de los últimos años de mi tío. Aseguré, sin embargo, que nada sabía sobre mi tío o su pasado, salvo que mi madre lo había descrito como hombre de un físico gigantesco, pero de poco ánimo y fuerza de voluntad. Tras haber oído lo que Haines tenía que decirme, eché mi silla hacia delante, la equilibré sobre el suelo y miré el reloj. Era ya bien entrada la tarde.

-¿A cuánto está de aquí la iglesia? -pregunté-. ¿Podría llegar antes de la puesta del sol?
-Ay, muchacho, no se le ocurra ir allí de noche. A ese sitio no. -Todos los miembros del viejo temblaron y medio se levantó de la silla al tender hacia mí una mano delgada que quería hacer de impedimento-. ¡Es una locura! – exclamó.

Me reí para mis adentros de sus temores y le dije que, ocurriera lo que ocurriese, estaba resuelto a ver al viejo sacristán aquella misma noche para acabar con el asunto lo antes posible. No tenía el menor interés en aceptar como ciertas las supersticiones de aquellos ignorantes, pues estaba convencido de que todo lo que acababa de oír no era más que una cadena de sucesos que los fantasiosos de Daalbergen habían querido engarzar con su mala suerte. Por mi parte, no experimentaba ni miedo ni horror. Al ver mi decisión, Haines me acompañó cuando salí de su oficina y me dio las pocas indicaciones requeridas, suplicándome más de una vez que cambiara de idea. Nos dimos la mano y noté en su gesto la emoción que se siente cuando se despide a alguien que no se va a volver a ver.

-Tenga cuidado con Foster, no se fíe de él -me advirtió una y otra vez-. Yo no me arrimaría a él después de oscurecido por nada del mundo. ¡No, señor! -

Sacudiendo solemnemente la cabeza, volvió a entrar en su almacén mientras yo tomaba la carretera que conducía a las afueras de la localidad. Apenas había caminado dos minutos cuando divisé el pantano del que Haines me había hablado. La carretera, flanqueada por una valla pintada de blanco, atravesaba todo el marjal, lleno de matojos y arbustos medio sumergidos en la ciénaga. El aire estaba saturado de pestilencias e incluso podían verse leves volutas de vapor que se levantaban de aquel lugar insano bajo la luz de la tarde. Al llegar al otro lado del pantano, torcí a la izquierda, según se me había indicado, y abandoné la carretera principal. Había varias casas por los alrededores; casas que eran poco más que chozas, que reflejaban la extrema pobreza de sus habitantes. La carretera pasaba ahora bajo las ramas colgantes de sauces inmensos que casi ocultaban el paso de los rayos solares. El olor miasmático de la charca castigaba todavía mi olfato y el aire era frío y húmedo.

Aceleré el paso para salir de aquel túnel lo antes posible. Al cabo, salí de nuevo a campo descubierto. El sol, a la sazón como una bola roja que pendiera sobre la cresta de la montaña, comenzaba a hundirse lentamente, y entonces vi, bañada por una iridiscencia ensangrentada, la fachada de la iglesia solitaria. Comencé a experimentar la sensación siniestra que había mencionado Haines, aquel sentimiento de miedo que obligaba a todo Daalbergen a evitar el lugar. La misma armazón pétrea de la iglesia, con su campanario sin aguja, me parecía como un ídolo ante el que las lápidas circundantes se inclinaran y rindieran pleitesía, con sus puntas arqueadas como los hombros de una persona que permaneciera de rodillas, mientras que el conjunto de la vieja rectoría se alzaba como un alma en pena. Reduje el paso nada más entrar en el escenario. El sol estaba desapareciendo tras la montaña rápidamente y el aire húmedo me producía escalofríos. Me subí el cuello del abrigo y seguí andando. Al lanzar una nueva mirada escudriñadora, me percaté de algo. Había un objeto blanco protegido por la sombra de la iglesia, un objeto que me pareció exento de forma definida.

Aguzando la vista a medida que me aproximaba, vi que se trataba de una cruz de madera nueva, que coronaba un montoncillo de tierra removida hacía poco. El descubrimiento me produjo un nuevo escalofrío. Me percaté de que debía de ser la tumba de mi tío; pero algo me dijo que no era igual que las tumbas que había junto a ella. No parecía la tumba de un muerto. En cierto modo intangible, se hubiera dicho que era una tumba viva, si es que puede calificarse de viva a una tumba. Muy pegada a ella, según vi al acercarme, había otra tumba: un montículo viejo con una losa desmoronada encima. Pensé que se trataba de la tumba del dómine Slott, recordando la historia que me contara Haines. No había señales de vida por los alrededores. Bajo la luz del atardecer subí el terraplén en que se alzaba la rectoría y golpeé en la puerta. No hubo respuesta. Rodeé el edificio y miré por las ventanas. El lugar entero parecía desierto. La sombra de las montañas había hecho caer la noche con la repentina ocultación del sol. Me di cuenta de que podía ver poco más que lo que estaba a unos pies delante de mí. Avanzando con mucha precaución, doblé una esquina del edificio y me detuve, preguntándome qué haría a continuación.

Todo estaba en calma. No había ni el menor soplo de viento, ni tampoco oía los ruidos que suelen hacer los animales en sus refugios nocturnos. Todo lo odioso parecía haberse esfumado; pero en presencia de una calma tan sepulcral afloraron de nuevo mis aprensiones. Imaginé que el aire estaba lleno de espíritus fantasmales que me rodeaban y hacían el aire casi irresistible. Me pregunté, por centésima vez, dónde estaría el viejo sacristán. Allí estaba yo, medio esperando que brotara algún demonio de las sombras, cuando advertí el resplandor de dos ventanas iluminadas en la torre de la iglesia. Recordé entonces que Haines me había dicho que Foster vivía en la parte trasera del edificio. Avanzando con cautela en la negrura, di con una puerta lateral entornada. El interior olía a moho. Todo lo que toqué estaba cubierto de humedad fría. Encendí una cerilla y me puse a explorar, a fin de descubrir, si podía, un camino que me llevara al campanario. Entonces me detuve en seco.

Por encima de mí se deslizó un retazo de canción, ruidosa y obscena, entonada con una voz profundamente gutural. La cerilla me quemó los dedos y la apagué. Dos alfileres de luz taladraron la oscuridad en el muro delantero de la iglesia y debajo de ellos, a un lado, pude ver el perfil de una puerta por cuyas grietas se filtraba la luz. La canción cesó tan bruscamente como había comenzado y de nuevo reinó el silencio. El corazón me latía con fuerza y la sangre me presionaba en las sienes. De no haber estado petrificado por el miedo, habría salido de estampía inmediatamente. No me entretuve en encender otra cerilla. Seguí caminando en la oscuridad hasta que llegué ante la puerta. Tan profunda era la depresión de mi ánimo que me pareció estar comportándome como en un sueño. Mis actos eran casi involuntarios. La puerta estaba cerrada, según descubrí al manipular el pomo. La golpeé unas cuantas veces, pero no obtuve respuesta. El silencio era tan completo como antes. Tanteando en los bordes de la puerta, di con las bisagras, quité los pernos y dejé que la puerta cayera hacia mí. Vi un tramo de escalera inundado por una luz suave. Y olisqueé un asqueroso tufo a whisky. Podía oír ya el movimiento que alguien hacía en el campanario. Al aventurar un saludo en voz no muy alta, me pareció recibir un gruñido por respuesta, y comencé a subir los peldaños con precaución.

La impresión que me produjo aquel lugar non sancto fue ciertamente extraña. Esparcidos por la pequeña habitación había libros y manuscritos viejos y polvorientos: objetos extraños que debían de datar de fecha remotísima. Colocados en estantes que llegaban al techo pude ver cosas horribles en frascos y botellas de cristal: serpientes, lagartos y murciélagos. El polvo, el moho y las telarañas lo llenaban todo. En el centro, detrás de una mesa en la que había un candil encendido, una botella de whisky casi vacía y un vaso, había una figura inmóvil con cara arrugada y delgada y ojos feroces que me miraban con mirada muerta. Reconocí en seguida a Abel Foster, el viejo sacristán. Cuando me aproximé temerosamente a él, no hizo el menor movimiento ni articuló ningún sonido.

-¿El señor Foster? -pregunté, temblando con miedo sin cuento al oír el eco de mi voz resonando en los estrechos confines de la estancia. No hubo respuesta, ni tampoco ningún movimiento. Me pregunté si no estaría tan borracho que se hubiera vuelto insensible, y rodeé la mesa para sacudirlo por el hombro. Nada más ponerle la mano encima, el extraño viejo saltó de la silla con un espasmo de terror. Sus ojos, que mantenían aún la mirada perdida, me buscaron. Retrocedió haciendo aspavientos.
-¡Atrás! -gritó-. ¡No me toque! ¡Lárguese…! ¡Lárguese!

Vi que estaba borracho y conmocionado por alguna especie de terror sin nombre. Empleando un tono suave, le dije quién era yo y por qué estaba allí. Pareció entender vagamente y volvió a dejarse caer en la silla, abatido e inmóvil.

-Creí que usted era él -murmuró-. Creí que era él que regresaba. Lo ha estado intentando… intentando salir desde que lo puse allí. -Su voz se alzó como un grito y se agarró a la silla con fuerza-. ¡Quizás haya salido ya! ¡Quizás haya salido!

Miré alrededor, medio esperando ver alguna forma espectral subiendo la escalera.

-¿Quién tiene que salir? -pregunté.
-¡Vanderhoof! -dijo estremeciéndose-. La cruz que hay en su tumba se cae por la noche. Cada mañana encuentro removida la tierra y se hace cada vez más difícil allanarla. Saldrá y yo no podré hacer nada por evitarlo.

Conteniéndolo, me senté en un cajón cerca de él. Estaba temblando, presa de un terror mortal, y la saliva le resbalaba por las comisuras de la boca. De vez en cuando me asaltaba aquella sensación de terror que Haines me había descrito al hablarme del viejo sacristán. Ciertamente, había algo siniestro en aquel tipo. Su cabeza estaba vencida sobre el pecho y parecía más calmado, mientras murmuraba para sí. Me levanté despacio y abrí una ventana para despejar el aire del hedor a moho y whisky. La luz de la luna, que se levantaba en aquel instante, volvía un tanto visibles los objetos de abajo. Alcanzaba a ver la tumba del dómine Vanderhoof desde donde me encontraba y parpadeé un par de veces mientras aguzaba la vista. ¡La cruz estaba inclinada! Recordé haberla visto vertical una hora antes. El miedo volvió a apoderarse de mí. Me volví con rapidez. Foster me estaba mirando. Su mirada parecía más cuerda que antes.

-Así que es usted el sobrino de Vanderhoof -murmuró con tono nasal-. Bueno, entonces puede saberlo usted todo. Dentro de nada vendrá a buscarme, y lo hará tan pronto pueda salir de su tumba. Será mejor que se lo cuente todo ahora que puedo.

El terror parecía haberle abandonado. Se dijera que se había resignado a algún destino terrible que esperaba se cumpliera de un momento a otro. Dejó caer la cabeza sobre el pecho otra vez y prosiguió su murmullo con un monótono tono nasal.

-¿Ve todos estos libros y papeles? Bueno, pues pertenecieron al dómine Slott… al dómine Slott, que estuvo aquí hace años. Todas estas cosas sirven para hacer magia, la magia negra que el viejo dómine sabía hacer antes de llegar a este lugar. Solía quemarlas y hervirlas con aceite para ver que pasaba. Pero el viejo Slott sabía cosas y no fue a decírselo a nadie. Sí, señor, el viejo Slott solía predicar aquí hace varias generaciones y solía subir a este sitio para estudiar sus libros, y usaba todas esas cosas de los frascos y pronunciaba frases mágicas y otras cosas, pero no dejaba que nadie lo supiera. No, nadie sabía nada salvo el dómine Slott y yo.
-¿Usted? -le solté, al tiempo que me inclinaba hacia él.
-Eso es, yo, después de lo que aprendí -y al decirlo, su rostro formó ciertas arrugas de truhanería-. Cuando vine aquí para hacer de sacristán, me encontré con todas estas cosas, y acostumbraba a leerlas cuando no tenía nada que hacer. Así que pronto lo supe todo.

El viejo siguió su historia, mientras yo escuchaba atónito. Me dijo que había aprendido las difíciles fórmulas de la demonología, así que, mediante encantamientos, podía formular sortilegios que afectaban a los seres humanos. Había practicado horribles ritos ocultos propios de un credo infernal, lanzando el anatema sobre la aldea y sus habitantes. Enloquecido de deseo, quiso hacer caer a la iglesia bajo sus hechizos, pero el poder de Dios era demasiado fuerte.

Dado que Johannes Vanderhoof era débil de voluntad, lo embrujó para que predicara sermones extraños y místicos que llevaran el miedo a los sencillos corazones de las gentes del lugar. Desde aquella habitación del campanario, dijo, detrás de una pintura de la tentación de Jesús que adornaba la pared trasera de la iglesia, observaba a Vanderhoof mientras éste predicaba, por medio de ciertos agujeros que correspondían a los ojos del diablo en la pintura. Aterrorizada por las extrañas cosas que sucedían, la congregación fue disolviéndose y Foster se encontró con que podía hacer lo que le venía en gana en la iglesia y con Vanderhoof.

-Pero, ¿qué le hizo a él? -pregunté con voz hueca cuando el viejo sacristán hizo una pausa. Rompió a reír con un cloqueo y echó hacia atrás la cabeza con alegría de borracho.
-¡Cogí su alma! -aulló en un tono que me hizo temblar-. Cogí su alma y la puse en una botella… en una botellita negra. ¡Y lo enterré! Pero no tiene alma, y no puede ir ni al cielo ni al infierno. Por eso intenta ir tras ella. Por eso quiere salir ahora de su tumba. Es un hombre muy fuerte y puedo oírle mientras se abre paso en la fosa.

Según hablaba, me convencía cada vez más de que me estaba contando la verdad y no una fantasía alcohólica. Cada detalle encajaba con lo que Haines me había dicho. El miedo crecía en mi interior a pasos agigantados. Delante de aquel viejo brujo sacudido por una risa demoníaca, me sentí tentado de lanzarme escaleras abajo y salir zumbando de aquellos alrededores maldecidos. Para calmarme, me levanté y me acerqué de nuevo a la ventana. Los ojos estuvieron a punto de salírseme de las órbitas cuando vi que la cruz de la tumba de Vanderhoof había acortado su ángulo con el suelo desde la última vez que la viera. Apenas alcanzaba ya cuarenta y cinco grados.

-¿No podríamos sacar a Vanderhoof y devolverle su alma? -pregunté casi sin aliento, intuyendo que había que hacer algo en seguida. El viejo se levantó lleno de espanto.
-¡No, no, no! -gritó-. ¡Me mataría! ¡He olvidado la fórmula, y si sale vivirá aunque sea sin alma! ¡Nos mataría a ambos!
-¿Dónde está la botella que contiene su alma? -pregunté, avanzando amenazadoramente hacia él. Intuía que estaba a punto de ocurrir algo espectral y que yo debía hacer todo lo que estuviera a mi alcance por impedirlo.
-¡No te lo diré, mozalbete! -gruñó. Intuí más que vi una curiosa luminosidad en sus ojos mientras retrocedía hacia un rincón-. ¡Y no me toques o lamentarás haberlo hecho!

Di un paso al frente, advirtiendo que en un estante que había a su espalda había dos botellas negras. Foster murmuró unas palabras peculiares en voz baja y canturreante. Todo comenzó a emborronarse ante mis ojos, y algo que había en mi interior parecía pujar por salir, amenazando llenar mi garganta. Sentí que se me debilitaban las rodillas. Lanzándome hacia delante, agarré por el cuello al viejo sacristán y con la mano que me quedaba libre traté de coger las botellas. Pero el viejo cayó hacia atrás, golpeó con el pie una de las botellas y ésta cayó al suelo mientras me hacía con la otra. Hubo un brote de llama azul y un olor sulfuroso llenó la habitación. De los vidrios rotos surgió un vapor blanco que se lanzó hacia la ventana.

-¡Maldito seas, ladrón! -dijo una voz que parecía lejana y apagada. Foster, a quien había soltado en el momento de romperse la botella, estaba acurrucado contra la pared y daba la sensación de ser más menudo y estar más amedrentado que antes. Su rostro se volvía lentamente de color verdinegro.
-¡Maldito seas! -dijo la voz de nuevo, que sonó muy extraña para proceder de sus labios-. ¡Estoy perdido! La que había ahí era la mía. Me la secuestró el dómine Slott hace doscientos años.

Resbaló hasta el suelo, mirándome con ojos de odio que disminuían rápidamente. Su carne blanca volviose negra y luego amarilla. Vi con horror que su cuerpo parecía desintegrarse y que sus ropas se desplomaban formando pliegues nítidos. La botella que tenía en la mano comenzaba a calentarse. La miré con temor. Brillaba con fosforescencia mitigada. Tenso de miedo, la dejé en la mesa, pero sin poder apartar los ojos de ella. Tras un ominoso momento de silencio, el brillo volviose más encendido y entonces oí inequívocamente el sonido de la tierra que se removía. Boqueando, miré por la ventana. La luna estaba bien alta ya y a su luz alcancé a ver que la cruz de la tumba de Vanderhoof estaba completamente caída. Volví a oír el ruido de la tierra y, ya incapaz de dominarme, me lancé escaleras abajo y corrí hasta llegar a la puerta. Cayendo una y otra vez mientras corría por el terreno desigual, me sentía espoleado por un terror abyecto. Al llegar al comienzo del otero, a la entrada del sombrío túnel que se abría bajo los sauces, oí un horrible crujido a mis espaldas. Me volví y miré hacia la iglesia. El muro reflejaba la luz de la luna y recortada sobre él vi una sombra gigantesca y negra que salía de la tumba de mi tío y corría tambaleándose hacia la iglesia.

A la mañana siguiente conté todo a un grupo de aldeanos en el almacén de Haines. Se miraron entre sí con leves sonrisas mientras duró el relato, pero cuando les insinué que me acompañaran se deshicieron en excusas. Aunque su credulidad parecía tener límites, no querían correr riesgos. Les informé de que iría solo, aunque debo confesar que el proyecto no me entusiasmaba. Nada más salir del almacén, un viejo de barba larga y blanca corrió tras de mí y me cogió de un brazo.

-Yo te acompañaré, chaval -dijo-. Creo que mi abuelo me dijo algo cierta vez sobre lo que le había pasado al viejo dómine Slott. Me han dicho que fue un tipo raro, pero Vanderhoof fue mucho peor.

La tumba del dómine Vanderhoof estaba abierta y vacía. Por supuesto, podía haberse tratado de ladrones de tumbas, según acordamos ambos, y sin embargo… Subimos al campanario. La botella que había dejado yo en la mesa había desaparecido, aunque todavía se veían fragmentos de la otra en el suelo. Y sobre el montoncillo de polvo negro y ropa arrugada que había sido Abel Foster se advertían ciertas huellas gigantescas. Después de echar una ojeada a los libros y papeles de la estancia, los llevamos abajo y los quemamos, por tratarse de cosa profana e impura. Con un azadón que encontramos en el sótano rellenamos la tumba de Johannes Vanderhoof y, como por un presentimiento, arrojamos la cruz caída a las llamas.

Las viejas comadres dicen que, cuando hay luna llena, en los alrededores de la iglesia se pasea una gigantesca y extraña figura que porta una botella en la mano y busca algo que nadie recuerda ya".


H.P Lovecraft/ Wilfred Blanch Talman

sábado, 28 de septiembre de 2013

"En el valle de la sombra"

"Las ruedas con neumáticos de goma traqueteaban desigualmente sobre los adoquines de granito. Reconocí vagamente las familiares calles grises y las plazas con jardines en el centro. Nos detenemos, y a través de la pequeña multitud en el pavimento soy trasladado adentro y arriba del pabellón de altos techos. Suavemente me levantan de la camilla y me ponen en la cama, y yo digo: "¡Que cortinas tan extrañas tiene usted! Tienen rostros labrados en el borde. ¿Son ellos sus amigos?"

El ama de llaves sonríe, y pienso que es una idea extraña. Entonces súbitamente se me ocurre que he dicho algo tonto, pero los rostros están todavía ahí. (Aún cuando me recuperé podía verlos bajo ciertas luces). Uno de los rostros me es familiar, y estoy justamente por preguntar cómo conocen al Fulano, cuando me dejan solo. Por horas y horas (me parece) nadie se me acerca. Al principio soy paciente, pero gradualmente una furia feroz se apodera de mí. ¿Acaso me he sometido a ser trasladado aquí tan solo para morir en soledad y sofocante oscuridad? ¡No voy a permanecer en este lugar; mucho mejor sería volver y morir en casa! Súbitamente soy llevado hacia arriba en una máquina alada, dentro del aire fresco. Lejos allá abajo e infinitesimalmente yace el "Nuevo Pueblo", escondido a medias entre el humo brumoso; allá a lo lejos, claro y azul y centelleante, está el Fiordo de Forth: y más allá de la luz del sol las colinas de Fife son la vanguardia de los Grampianos. Solo un momento de puro éxtasis palpitante, luego el alma se hace añicos cayendo dentro del negro abismo del olvido (sostengo que el señor H. G. Wells fue parcialmente responsable de esta pequeña excursión).

Está luminoso nuevamente, pero ¿qué es lo que me impide ver la ventana? ¿Una mampara? ¿Qué significa eso? Una negrura de desesperación me aprisiona. ¡Todo ha terminado, entonces! No más alpinismo, no más vacaciones placenteras. Esto es el final de todas mis pequeñas ambiciones. Esto es, en verdad, la amargura de la muerte. Inmediatamente una enfermera se me acerca con una bebida fresca, y, haciendo un tremendo esfuerzo para parecer concentrado, le pido que saque la mampara. Se ríe y la pliega, cuando veo otra mampara opuesta ocultando parcialmente una cama. Entonces tengo compañía. (Esto fue un intervalo comparativamente lúcido.) ¡Qué extraño lugar para tener textos! Inmediatamente a la vuelta de la cornisa de la habitación. Y están constantemente cambiando también. "El Señor es mi Pastor" "Yo me levantaré". Realmente esto es lo más irritante. No puedo terminar ninguno de ellos. ¡Si tan solo las letras se estuvieran quietas por un momento!

¿Pero qué es aquello de abajo? Es una ancha playa arenosa con el mar azul más allá. En el tope de un mástil en el frente hay una... ¿qué es eso? Sí, la cabeza de un hombre, por supuesto. (Era en realidad una bombilla eléctrica colgando la que de alguna curiosa manera había visto en posición invertida.)

-Hermana, estoy seguro de que podría trabajar en alguna espléndida historia. Por favor deme algo de papel y mi pluma fuente. Si no lo escribo ahora lo voy a olvidar.

(De hecho, cuando estaba convaleciente yo quise escribir no solo esta historia en particular, sino una narración completa de mis visiones. Por supuesto, no se me permitió hacerlo, ¡y ahora, que pena! Ha ido a reunirse en la gran compañía de las ideas magníficas pero aparentes que uno tiene en sueños.)

-Honestamente, Hermana, debo salir por unos momentos. El hombre está en gran peligro, y yo solo puedo salvarlo. Hay un complot desesperado contra su vida. Vive bastante cerca en una de las dos casas a cada lado de esta.

La Hermana prometió fijarse en ello, y yo me recosté satisfecho solo a medias. Inmediatamente mi cama comienza a moverse ruidosamente. Pasa a través de la pared dentro de la siguiente casa. Habitación tras habitación es visitada, pero mi condenado amigo no está allí. Las otras casas son inspeccionadas una por una, sin resultado. Tengo la sensación de que está siendo secuestrado justo enfrente de mí para estar siempre en la próxima casa. La Hermana está detrás de todo este truco, estoy seguro. (Aquí comienza aquel absurdo rencor y sospecha sobre ella, el que me deja solo con mi delirio.)

-¡Oh, doctor, qué contento estoy de verlo! Realmente en un país libre es intolerable que no se me conceda un simple pedido como este, y también salvar la vida de un hombre. Puede ver por usted mismo que soy bastante sensato y lo digo en serio. Pruébeme.

El doctor pregunta qué día de la semana es. Yo respondo, a la manera escocesa:

-¡Oh, eso es fácil! Si yo soy el hombre que vino aquí el lunes, entonces es miércoles, pero si vine el jueves, entonces es sábado. Si usted me dice qué hombre soy, yo le diré qué día es hoy.

Superado por esta lógica, el doctor se da por vencido, pero sugiere un compromiso, el cual acepto. Consiste en que las cuatro casas vecinas sean traídas y ubicadas delante de mi cama, para que yo pueda asegurarme de ver y advertir a mi amigo en problemas.

-No, yo no tomaré whisky. Seguramente usted sabe perfectamente bien que soy musulmán y tengo prohibido beber alcohol. Usted no puede pedirme que viole los principios de mi religión

La Hermana me asegura que la bebida no es whisky, y acerca el vaso a mis labios.

Lo arrojo con horror al piso.

-Demonio en forma humana, que me tientas a la destrucción. Vete y déjame morir en la fe verdadera.

(Por supuesto no era whisky, sino algo de una naturaleza absolutamente opuesta. Semanas después, recordando el incidente, recordé haber leído casualmente una página o dos de una novela en la cual un mahometano es tentado a beber vino. No me causó ninguna impresión en ese momento, pero debe haber quedado registrado en algún lado.)

Inmediatamente la Hermana vuelve con otras tres enfermeras y una provisión fresca de la sustancia maldita. Tratan por todos los medios, desde el argumento, en el cual son vencidas de manera contundente, a la persuasión y fuerza moderada. Súbitamente resuelvo volar, y alcanzo en realidad la puerta de la habitación antes de ser sometido y devuelto a la cama. Luego se me pide que ponga mi dedo en la dosis y compruebe por mí mismo que no es whisky. En esta sugerencia veo la astucia maliciosa de la Hermana, entonces huelo el dedo húmedo, y triunfalmente insisto con que es whisky. Cuando dicen que son las doce en punto, y que estoy impidiéndoles ir a la cama, les contesto que no necesitan quedarse por mí, y, de todas formas, ¿qué significa eso para la pérdida de mi alma? Finalmente soy derribado, y el vaso es puesto contra mis dientes apretados. Ruego internamente por ayuda en esta espantosa situación extrema. ¡Veremos! Una idea brillante. Pretenderé que estoy muerto. Me pongo rígido y contengo mi respiración.

(Puedo recordar que no hice ningún esfuerzo adicional, pero luego me dijeron que la imitación fue fabulosa. Aún las enfermeras se alarmaron y llamaron al doctor. Tengo un oscuro recuerdo de su venida, y antes de darme cuenta de dónde estaba me inyectaron algo, que yo pensé que era el whisky, en mi brazo.)

Me senté en la cama, y los mire a todos con odio concentrado, luego me recosté, con mi corazón destrozado por mi forzada herejía, sollozando, sollozando. Estoy sufriendo por mi pecado. La Hermana me está apuñalando en el hombro con una daga candente (era una picadura de mosquito, y mi piel es muy sensible). Me duele por todas partes. Súbitamente me encuentro solo en un dolor chato y desierto. Estoy sentado con mi espalda contra uno de los pilares de piedra de un enorme portal cerrado que llega hasta el cielo. Enfrente de mí sucede un espectáculo cinematográfico de estupenda escala.

(No puedo recordar ahora mucho de él, pero la serie era larga y de un carácter espantoso. Debajo de cada escena había un letrero estableciendo el tema de la siguiente. Tenía la sensación de que no había ninguna escena, sino eventos reales en proceso de sucesión; aparte de eso, contestando una pregunta sugerida por una misteriosa voz podría llevar las series a un final, pero aunque conocía la respuesta, estaba absolutamente fuera de mi alcance darla. Inmediatamente a continuación de mi fallo en responder, de algún lado detrás de mí tronó un órgano y un coro de voces rompió en una canzoneta burlona, que incluía la respuesta apropiada, y también palabras de escarnio dirigidas contra mí. Hasta hace poco esta canzoneta frecuentemente me obsesionaba, pero ahora, me complace decirlo, he olvidado tanto la música como las palabras. Todo lo que sé es que era como una cantinela monótona, y totalmente desconocida para mí. Cuando la horrible canción terminó caí en un estado de autocondenación mezclada con una indefensa expectativa, la cual era tan patética como para movilizarme aún cuando pienso en ella.)

La escena es una de guerras y terremotos y montañas en llamas. Por debajo tiene las palabras "Fin del Mundo". Tengo una visión de las innumerables miríadas de la humanidad arrodilladas en agonía al otro lado de la puerta. Un murmullo multitudinario explota en un horrendo alarido suplicando piedad. ¿Quién soy yo, Oh Dios, para que esta carga sea impuesta sobre mí? ¿Acaso soy yo el guardián de esa incontable multitud? No puedo contestar.

Aún si hablo, un escalofrío corta el aire, un delirio cataclísmico se me aparece, el órgano truena y el travieso coro comienza su torturante estribillo. No hay letrero por debajo de esta escena. La terrible música cesa, y la horrible escena ante mí se transforma en silencio. Pasa, y luego no hay más luz ni oscuridad. El desierto desaparece, el portal ya no está, la multitud infinita se ha ido como el rocío de la mañana, yo quedo en presencia de la nada. La toma de conciencia es aterradora; mi cerebro gira en espiral: el alivio debe venir; la naturaleza humana no puede soportarlo. Ah, gracias, Dios, estoy enloqueciendo, cuando desde alguna parte, pero no sé de donde, viene una leve risa burlona, una voz satánica dice "¡Vendido nuevamente!", el órgano sube, el invisible coro canta nuevamente, y la serie completa de escenas comienza otra vez desde el principio. Por un momento la tensión se relaja, "Dios está en Su cielo" después de todo, cuando, como el estruendo del acero, la Voz pronuncia la pregunta incontestable. Oh, Dios, yo debo, yo hablaré. La respuesta, la respuesta es:

-¿Qué hora es, Russell?

(¡Russell era el enfermero nocturno, la necesidad de cuya presencia el lector a esta altura ya entenderá por completo!)

-Cuatro y media, señor.

-Bueno, debo levantarme para alcanzar el primer tren a Glasgow. Es un hecho de vida o muerte. Por favor, deme mis ropas.

Russell se esfuerza en apaciguarme con promesas de ir mañana, y demás, todo lo cual yo veo con una despiadada lucidez. Finalmente, amenazando con alarmar el establecimiento entero, soy envuelto en mantas, llevado a una poltrona al lado del fuego, y una mampara es colocada detrás de mí.

-Usted no puede alcanzar un tren, señor, antes de las seis y media.

-Discúlpeme, hay un tren a las 5.55, y yo voy a alcanzarlo. Por otro lado, ¿está usted seguro que la Hermana no está? Pensé que la había visto a la vuelta de la esquina de la mampara. ¿No? Entonces deme algo de soda y leche, y ¿tiene usted un cigarrillo por algún lado?

Russell naturalmente me negó tener cigarrillos, entonces, como él me contó luego, yo procedí a maldecirlo a él, a su familia, sus ancestros y descendientes juntos, con tal copiosidad y minuciosidad de dicción ¡que hablé sin parar durante hora y media! Me figuro que el señor Kipling es responsable por al menos la meticulosidad hindú de mis conminaciones. De todas formas, habiéndome dejado exhausto tal esfuerzo, con Russell diciendo que ahora había perdido el tren, y que mejor me volviera a la cama para esperar el próximo, yo accedí con gran sensatez.

Ese fue el clímax, y despertándome algunas horas más tarde de un pacífico sueño me encontré con que la crisis había pasado, y que estaba nuevamente tan sano como siempre. El primer libro por el que pedí fue el Progreso del peregrino, y tan pronto como se me permitió leer me dirigí al pasaje de cristiano a través del Valle de la Sombras. Había sentido antes que los demonios de Bunyan eran demonios de escenario, sus ciénagas y penas mero simulacro, los cómplices tales como Drury Lane generalmente se reirían con escarnio. Ahora estoy seguro de ello. La dificultad real, por supuesto, es hacerlo mejor".


Bram Stoker

viernes, 30 de agosto de 2013

"El Pescador y el Pez Dorado"

"Érase una vez un pescador anciano que vivía con su también anciana esposa en una triste y pobre cabaña junto al mar. Durante treinta y tres años el anciano se dedicó a pescar con una red y su mujer hilaba y tejía. Eran muy pero que muy pobres.

Un día, se fue a pescar y volvió con la red llena de barro y algas.

La siguiente vez, su red se llenó de hierbas del mar. Pero la tercera vez pescó un pequeño pececito.

Pero no era un pececito normal, era dorado. De repente, el pez le dijo con voz humana:

-Anciano, devuélveme al mar, te daré lo que tú desees por caro que sea.

Asombrado, el pescador se asustó. En sus treinta y tres años de pescador, nunca un pez le había hablado. Entonces le dijo con voz cariñosa:

-¡Dios esté contigo, pececito dorado! Tus riquezas no me hacen falta, vuelve a tu mar azul y pasea libremente por la inmensidad.

Cuando volvió a casa, le contó a la anciana el milagro: que había pescado un pez dorado que hablaba y que le había ofrecido riquezas a cambio de su libertad. Pero que no fue capaz de pedirle nada y lo devolvió al mar. La anciana se enfadó y le dijo:

-¡Estás loco! ¡Desgraciado! ¿No supiste qué pedirle al pescado? ¡Dale este balde para lavar la ropa, está roto!

Así, se volvió al mar y miró. El mar estaba tranquilo aunque las pequeñas olas jugueteaban. Empezó a llamar al pez que nadó hasta su lado y con mucho respeto le dijo:

-¿Qué quieres, anciano?

-Su majestad pez, mi anciana mujer me ha regañado. No me da descanso. Ella necesita un nuevo balde porque el nuestro está roto.

El pez dorado contestó:

-No te preocupes, ve con Dios, tendrás un balde nuevo.

Volvió el pescador con su mujer y ella le gritó:

-¡Loco, desgraciado! ¡Pediste, tonto, un balde! Del balde no se puede sacar ningún beneficio. Regresa, tonto, pídele al pez una isba1.

Así volvió el viejo al mar y este estaba revuelto. Llamó de nuevo al pez y este le preguntó:

-¿Qué quieres, anciano?

-Su majestad pez, mi anciana mujer me ha regañado aún más. No me da descanso. La anciana amargada pide una isba.

El pez dorado contestó:

-No te preocupes, ve con Dios, tendrás una isba.

Cuando volvió, se encontró a la anciana sentada en una piedra y, a sus espaldas, había una maravillosa isba con chimenea de ladrillo y un gran portón.

No quedaba rastro de la cabaña de madera.

-¡Estás loco! Desgraciado! -volvió a gritarle la anciana-. No quiero vivir como una pobre campesina, quiero ser una burguesa.

De nuevo, volvió al mar a buscar al pez. El mar no estaba en absoluto tranquilo. Llamó al pez y este le dijo:

-¿Qué quieres, anciano?

-Su majestad pez, mi anciana mujer me ha regañado nuevamente. No me da descanso. Ella quiere dejar de ser campesina, quiere ser burguesa.

-No te preocupes, anciano. Ve con Dios.

Cuando volvió, vio a su esposa ataviada con ropas caras, un collar de perlas, botas rojas y una corona. Tenía criados a los que azotaba continuamente.

El viejo le dijo:

-¡Buenos días, noble señora! ¡Estarás ahora contenta!

Pero ella ni lo miró y lo hizo llevar a las cuadras.

Volvió a obligarle a ir al mar por la fuerza. Incluso llegó a pegarle en la cara.

Ya no quería ser burguesa y le dijo que le pidiera al pescado que la convirtiera en zarina2. Eso hizo el anciano. Volvió al mar, que estaba de color negro y agitado y le pidió al pez lo que su anciana mujer le había solicitado.

Cuando volvió a la aldea, su mujer estaba sentada en una gran mesa llena de manjares y servida por infinidad de criados. Detrás había soldados con hachas que vigilaban su seguridad. El viejo hizo una reverencia y le dijo:

-¡Buenas, su alteza zarina! -y ella lo hizo sacar de allí a palos y casi le dan con las hachas.

Esa semana la anciana lo hizo llamar de nuevo. Le dijo que quería ser la dueña del mar y poseer incluso al pez mágico. Lo mandó de vuelta al mar para que cumpliera con sus deseos.

El anciano le dijo al pez que su mujer quería ser la dueña de todo, vivir en el mar y por supuesto, poseerlo a él. El mar estaba absolutamente revuelto. Había una tormenta con olas tremendamente grandes y daba miedo acercarse.

El pez le salpicó con la cola y no dijo nada.

De repente, el anciano se encontró en su barca pescando con su vieja red. En la orilla, su anciana y amargada mujer estaba sentada frente a la casucha en la que habían vivido siempre.

A sus pies, estaba el balde roto".


Alexander Pushkin

jueves, 29 de agosto de 2013

"La Casa del Pasado"


 
"Una noche una Visión vino a mí, trayendo con ella una antigua y herrumbrosa llave. Me llevó a través de campos y senderos de dulce aroma, donde los setos ya susurraban en la oscuridad primaveral, hasta que llegamos a una inmensa y sombría casa, de ventanas conspicuas y tejado elevado, medio escondido en las sombras de la madrugada. Advertí que las persianas eran de un pesado negro y que la casa parecía revestida por una tranquilidad absoluta.

-Ésta -susurró ella en mi oído-, es la Casa del Pasado. Ven conmigo y recorreremos algunas de sus habitaciones y pasadizos; pero apresúrate, pues no tendré la llave por mucho tiempo y la noche ya casi se acaba. Aún así, por ventura, ¡debes recordar!

La llave produjo un espantoso ruido cuando giró en la cerradura, y cuando la puerta estuvo abierta a un vestíbulo vacío y hubimos entrado, escuché los sonidos de murmullos y llantos, y el roce de telas, como de gente moviéndose en sueños, a punto de despertar. Entonces, instantáneamente, un espíritu de gran tristeza vino a mí, empapando mi alma; mis ojos comenzaron a arder y picar y en mi corazón advertí una extraña sensación, como si algo que había dormido por años se desenrollara. Todo mi ser, incapaz de resistir, se rindió inmediatamente al espíritu de la melancolía más profunda, y el dolor de mi corazón, mientras las Cosas se movían y despertaban, por un momento se hizo demasiado fuerte para expresarlo en palabras...

Mientras avanzábamos, las débiles voces y sollozos escaparon delante nuestro hacia el interior de la Casa, y me di cuenta de que el aire estaba lleno de manos suspendidas, de vestimentas oscilantes, de trenzas colgantes, y de ojos tan tristes y nostálgicos, que las lágrimas -que ya casi desbordaban de los míos-, se retenían por milagro ante la contemplación de tan intolerable anhelo.

-No permitas que esta tristeza te aplaste -susurró la Visión a mi lado-. No despiertan frecuentemente. Duermen por años y años y años. Los cuartos están todos ocupados y a no ser que lleguen visitantes como nosotros a perturbarlos, jamás despertarían por propio acuerdo. Pero cuando uno se agita, el sueño de los otros también se ve perturbado, y también despiertan, hasta que el movimiento es comunicado de una habitación a otra y así finalmente, a través de toda la Casa... Pero, a veces, la tristeza es demasiado grande como para soportarla, y la mente se debilita. Por esta razón, la Memoria les entrega el sueño más dulce y profundo que posee y cuida de usar poco esta pequeña y herrumbrosa llave. Pero, escucha ahora -agregó ella, tomándome la mano- ¿no oyes, acaso, el temblor del aire a través de toda la Casa, que se asemeja al murmullo de agua cayendo? ¿Y quizá ahora tú... recuerdas?

Aún antes de que ella hablara, yo ya había captado débilmente el inicio de un nuevo sonido; y ahora, en lo profundo de los sótanos bajo nuestros pies, y también desde las regiones superiores de la gran Casa, me llegaba el murmullo y el crujido y el movimiento ligero y contenido de las Sombras durmientes. Se elevaba como una cuerda tañida suavemente de entre las inmensas e invisibles cuerdas pulsadas en algún lugar de las bases de la Casa, y su vibración corría suavemente por sus paredes y techos. Y supe que había escuchado el lento despertar de los Espíritus del Pasado.

¡Ay de mí!, con qué terrible invasión de amargura me sostenía allí, con los ojos inundados, escuchando las tenues voces muertas mucho tiempo atrás... Porque de hecho, toda la Casa estaba despertando; y en ese momento llegó hasta mi nariz el sutil y penetrante perfume del tiempo: de cartas, por largo tiempo conservadas, con la tinta borrosa y las cintas desteñidas; de olorosas trenzas, doradas y castañas, guardadas, ¡oh, tan tiernamente!, entre las flores prensadas que aún conservaban la profunda delicadeza de su olvidada fragancia; la aromática presencia de memorias perdidas, el intoxicante incienso del pasado. Mis ojos se inundaron, mi corazón se contrajo y expandió, mientras me rendía sin reserva a esas antiguas influencias de sonidos y aromas. Estos Espíritus del Pasado -olvidados en el tumulto de memorias más recientes- se apretaban alrededor mío, tomaron mis manos en las suyas y, siempre susurrando lo que yo hace tiempo había olvidado, siempre suspirando, exhalando de sus cabellos y vestiduras los aromas inefables de las épocas muertas, me guiaron a través de la inmensa Casa, de cuarto en cuarto, de piso en piso.

Pero no todos los Espíritus me eran igualmente claros. De hecho, algunos tenían sólo la más débil vida, y me agitaban tan poco que sólo dejaban una impresión indistinta y borrosa en el aire; mientras que otros me observaban casi con reproche con sus apagados y desteñidos ojos, como anhelando retornar a mis recuerdos; y entonces, al ver que no eran reconocidos regresaban flotando suavemente hacia las sombras de sus habitaciones, para volver a dormir imperturbados hasta el Día Final, cuando no fallaré en reconocerlos.

-Muchos de ellos han dormido por tanto tiempo -dijo la Visión a mi lado- que despiertan sólo a duras penas. Sin embargo, una vez despiertos te reconocen y recuerdan, aunque tú no logres hacerlo. Pues es la regla de la Casa del Pasado que, mientras tú no los evoques claramente, no recuerdes precisamente cuándo los conociste y con qué causas particulares de tu evolución pasada están asociados, no podrán mantenerse despiertos. A menos que los recuerdes cuando sus ojos se encuentren, a menos que su mirada de reconocimiento les sea devuelta por la tuya, están obligados a regresar a su sueño, silenciosa y desconsoladamente -sus manos sin estrechar, sus voces sin ser oídas-, para soñar un sueño inmortal y paciente, hasta que...

En ese instante, sus palabras se extinguieron repentinamente en la distancia y tomé conciencia de un abrumador sentimiento de deleite y alegría. Algo me había tocado los labios, y un fuego poderoso y dulce se precipitó hacia mi corazón y envió la sangre tumultuosamente por mis venas. Mi pulso latía locamente, mi piel resplandecía, mis ojos se enternecieron, y la terrible tristeza del lugar fue instantáneamente disipada, como por arte de magia. Volviéndome con una exclamación de júbilo, que de inmediato fue tragada por el coro de sollozos y suspiros que me rodeaban, observé... e instintivamente adelanté mis brazos en un rapto de felicidad hacia... hacia la visión de un Rostro... cabello, labios, ojos; una tela dorada rodeaba el hermoso cuello, y el antiguo, antiguo perfume del Este -¡por las estrellas, cuánto hace de ello!- estaba en su aliento. Sus labios nuevamente estaban en los míos; su cabello sobre mis ojos; sus brazos alrededor de mi cuello, y el amor de su antigua alma vertiéndose en la mía a través de unos ojos todavía fulgurantes y claros. Oh, el feroz tumulto, la maravilla inenarrable, ¡si sólo pudiese recordar!... Aquel aroma, sutil y disipador de brumas, de muchas eras atrás, una vez tan familiar... antes de que las Colinas de la Atlántida estuvieran sobre el mar azul, o que las arenas comenzaran a formar el lecho de la esfinge. Pero, un momento; ya regresa; comienzo a recordar. Cortina tras cortina se levantan de mi alma, y casi puedo ver más allá. Pero el espantoso elástico de los años, horrible y siniestro, milenio tras milenio... Mi corazón se estremece, y tengo miedo. Otra cortina se eleva y otra perspectiva, que va más allá que las otras, se hace visible, interminable, corriendo hacia un punto rodeado de gruesas brumas. ¡Y he aquí, que ellas también se mueven!, elevándose, iluminándose. Finalmente veré... ya comienzo a recordar… la piel morena... la gracia Oriental, los maravillosos ojos que contenían el conocimiento de Buda y la sabiduría de Cristo, aún antes que aquéllos hubieran soñado con alcanzarla. Como un sueño dentro de un sueño, me cautiva nuevamente, tomando una apremiante posesión de todo mi ser... la forma esbelta... las estrellas en aquel mágico cielo Oriental... los susurrantes vientos entre las palmeras... el murmullo del río y la música de los setos al inclinarse y suspirar en la dorada superficie de arena. Hace miles de años, hace evos de distancia. Se difumina un poco y comienza a pasar; luego parece surgir nuevamente. ¡Ay de mi!, aquella sonrisa de dientes resplandecientes... aquellos párpados de venas de encaje. Oh, quién me ayudará a recordar, pues se encuentra demasiado lejos, demasiado oscuro, y yo no puedo recordarlo completamente; aunque mis labios aún se estremecen, y mis brazos se encuentran aún extendidos, nuevamente comienza a desvanecerse. Ya hay una mirada de tristeza, demasiado profunda para expresar con palabras, al darse cuenta de que no es reconocida.... ella, cuya mera presencia pudo una vez extinguir para mí el universo entero... y ella se devuelve, lentamente, tristemente, silenciosamente a su oscuro e inmenso sueño, para soñar y soñar con el día en que la recordaré y que vendrá a donde pertenece...

Me observa desde el final de la habitación, donde las Sombras comienzan a cubrirla y a ganarla de vuelta con sus brazos estirados hacia su sueño de siglos en la Casa del Pasado.

Estremeciéndome entero, con el extraño perfume aún en mi nariz y el fuego en mi corazón, me di la vuelta y seguí a mi Sueño por una amplia escalera, hacia otra parte de la Casa. Al entrar en los corredores superiores oí al viento pasar cantando sobre el tejado. Su música tomó posesión de mí hasta que sentí como si todo mi cuerpo fuera un solo corazón, doliente, tenso, palpitante, como si fuera a quebrarse; y todo porque escuché al viento cantar alrededor de la Casa del Pasado.

-Recuerda -murmuró la Visión, respondiendo a mi inexpresada pregunta- que estás escuchando la canción que ha cantado por incontables siglos y para miríadas de incontables oídos. Se remonta asombrosamente lejos; y en ese simple salmo, profundo en su terrible monotonía, se encuentran las asociaciones y los recuerdos de las alegrías, penas y luchas de toda tu existencia previa. El viento, como el mar, le habla a la memoria mas íntima -agregó- y es por eso que su voz es de tal tristeza, profundamente espiritual. Es la canción de las cosas por siempre incompletas, inconclusas, insatisfechas.

"Mientras pasábamos por las abovedadas habitaciones, advertí que nadie se agitaba. Realmente no había ningún sonido, sólo una impresión general de una respiración profunda y colectiva, como el vaivén de un mar amortiguado. Mas los cuartos, lo supe inmediatamente, estaban llenos hasta las paredes, repletos, fila tras fila... Y, desde los pisos inferiores, a veces se elevaba el murmullo de las Sombras llorosas al retornar a su sueño, instalándose nuevamente en el silencio, la oscuridad y el polvo. El polvo... oh, el polvo que flotaba en esta Casa del Pasado, tan denso, tan penetrante; tan fino que llenaba los ojos y la garganta sin dolor; tan fragante, que aliviaba los sentidos y tranquilizaba el corazón; tan suave, que resecaba la boca, sin molestar; y cayendo tan silenciosamente, acumulándose, posándose sobre todo, que el aire lo sostenía como una fina bruma y las sombras durmientes lo usaban como mortajas.

-Y éstas son las más antiguas -dijo mi Sueño- las dormidas hace más tiempo- apuntando hacia las filas repletas de silenciosos durmientes-. Nadie aquí ha despertado por siglos, demasiados para contarlos; y aún si despertaran no podrías reconocerlos. Ellos son, como los otros, todos tuyos, sólo que son los recuerdos de tus etapas más tempranas a lo largo del gran Camino de Evolución. Algún día, sin embargo, despertarán, y deberás reconocerlos y contestar sus preguntas, pues ellos no pueden morir hasta no agotarse a sí mismos a través de ti, quien les dio la vida.

-¡Ay de mí! -pensé, escuchando y entendiendo a medias estas palabras- cuántas madres, padres, hermanos, pueden entonces estar dormidos en este cuarto; cuántas fieles amantes, cuántos amigos de verdad, ¡cuántos antiguos enemigos! Y pensar que un día se levantarán y me confrontarán, y yo deberé encontrarme con sus ojos nuevamente, reclamarles, conocerlos, perdonarlos, y ser perdonado... los recuerdos de todo mi Pasado...

Me volteé para hablarle al Sueño a mi lado, y toda la Casa se disolvió en el brillo del cielo oriental, y escuché a los pájaros cantando y vi las nubes arriba velando las estrellas en la luz del día que se acercaba".


Algernon Blackwood

miércoles, 28 de agosto de 2013

"El Viejo Manuscrito"

"Podría decirse que el sistema de defensa de nuestra patria adolece de serios defectos. Hasta el momento no nos hemos ocupado de ellos sino de nuestros deberes cotidianos; pero algunos acontecimientos recientes nos inquietan.

Soy zapatero remendón; mi negocio da a la plaza del palacio imperial. Al amanecer, apenas abro mis ventanas, ya veo soldados armados, apostados en todas las bocacalles que dan a la plaza. Pero no son soldados nuestros; son, evidentemente, nómades del Norte. De algún modo que no llego a comprender, han llegado hasta la capital, que, sin embargo, está bastante lejos de las fronteras. De todas maneras, allí están; su número parece aumentar cada día.

Como es su costumbre, acampan al aire libre y rechazan las casas. Se entretienen en afilar las espadas, en aguzar las flechas, en realizar ejercicios ecuestres. Han convertido esta plaza tranquila y siempre pulcra en una verdadera pocilga. Muchas veces intentamos salir de nuestros negocios y hacer una recorrida para limpiar por lo menos la basura más gruesa; pero esas salidas se tornan cada vez más escasas, porque es un trabajo inútil y corremos, además, el riesgo de hacernos aplastar por sus caballos salvajes o de que nos hieran con sus látigos.

Es imposible hablar con los nómades. No conocen nuestro idioma y casi no tienen idioma propio. Entre ellos se entienden como se entienden los grajos. Todo el tiempo se escucha ese graznar de grajos. Nuestras costumbres y nuestras instituciones les resultan tan incomprensibles como carentes de interés. Por lo mismo, ni siquiera intentan comprender nuestro lenguaje de señas. Uno puede dislocarse la mandíbula y las muñecas de tanto hacer ademanes; no entienden nada y nunca entenderán. Con frecuencia hacen muecas; en esas ocasiones ponen los ojos en blanco y les sale espuma por la boca, pero con eso nada quieren decir ni tampoco causan terror alguno; lo hacen por costumbre. Si necesitan algo, lo roban. No puede afirmarse que utilicen la violencia. Simplemente se apoderan de las cosas; uno se hace a un lado y se las cede.

También de mi tienda se han llevado excelentes mercancías. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, lo que ocurre con el carnicero. Apenas llega su mercadería, los nómades se la llevan y la comen de inmediato. También sus caballos devoran carne; a menudo se ve a un jinete junto a su caballo comiendo del mismo trozo de carne, cada cual de una punta. El carnicero es miedoso y no se atreve a suspender los pedidos de carne. Pero nosotros comprendemos su situación y hacemos colectas para mantenerlo. Si los nómades se encontraran sin carne, nadie sabe lo que se les ocurriría hacer; por otra parte, quien sabe lo que se les ocurriría hacer comiendo carne todos los días.

Hace poco, el carnicero pensó que podría ahorrarse, al menos, el trabajo de descuartizar, y una mañana trajo un buey vivo. Pero no se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo me pasé toda una hora echado en el suelo, en el fondo de mi tienda, tapado con toda mi ropa, mantas y almohadas, para no oír los mugidos de ese buey, mientras los nómades se abalanzaban desde todos lados sobre él y le arrancaban con los dientes trozos de carne viva. No me atreví a salir hasta mucho después de que el ruido cesara; como ebrios en torno de un tonel de vino, estaban tendidos por el agotamiento, alrededor de los restos del buey.

Precisamente en esa ocasión me pareció ver al emperador en persona asomado por una de las ventanas del palacio; casi nunca sale a las habitaciones exteriores y vive siempre en el jardín más interior, pero esa vez lo vi, o por lo menos me pareció verlo, ante una de las ventanas, contemplando cabizbajo lo que ocurría frente a su palacio.

-¿En qué terminará esto? -nos preguntamos todos-. ¿Hasta cuando soportaremos esta carga y este tormento? El palacio imperial ha traído a los nómadas, pero no sabe cómo hacer para repelerlos. El portal permanece cerrado; los guardias, que antes solían entrar y salir marchando festivamente, ahora están siempre encerrados detrás de las rejas de las ventanas. La salvación de la patria sólo depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no estamos preparados para semejante empresa; tampoco nos hemos jactado nunca de ser capaces de cumplirla. Hay cierta confusión, y esa confusión será nuestra ruina".


Franz Kafka