"Vivía en otros tiempos una hechicera que tenía tres hijos, los cuales se amaban como buenos hermanos; pero la vieja no se fiaba de ellos, temiendo que quisieran arrebatarle su poder. Por eso transformó al mayor en águila, que anidó en la cima de una rocosa montaña, y sólo alguna que otra vez se le veía describiendo amplios círculos en la inmensidad del cielo. Al segundo lo convirtió en ballena, condenándolo a vivir en el seno del mar, y sólo de vez en cuando asomaba a la superficie, proyectando a gran altura un poderoso chorro de agua. Uno y otro recobraban su figura humana por espacio de dos horas cada día. El tercer hijo, temiendo verse también convertido en alimaña, oso o lobo, por ejemplo, huyó secretamente.
Se había enterado de que en el castillo del Sol de Oro residía una princesa encantada que aguardaba la hora de su liberación; pero quien intentase la empresa exponía su vida, y ya veintitrés jóvenes habían sucumbido tristemente. Sólo otro podía probar suerte, y nadie más después de él. Y como era un mozo de corazón intrépido, decidió ir en busca del castillo del Sol de Oro.
Llevaba ya mucho tiempo en camino, sin lograr dar con el castillo, cuando se encontró extraviado en un inmenso bosque. De pronto descubrió a lo lejos a dos gigantes que le hacían señas con la mano, y cuando se hubo acercado le dijeron:
-Estamos disputando acerca de quién de los dos ha de quedarse con este sombrero, y, puesto que somos igual de fuertes, ninguno puede vencer al otro. Como ustedes, los hombrecillos, son más listos que nosotros, hemos pensado que tú decidas.
-¿Cómo es posible que peleen por un viejo sombrero? -exclamó el joven.
-Es que tú ignoras sus virtudes. Es un sombrero milagroso, pues todo aquel que se lo pone, en un instante será transportado a cualquier lugar que desee.
-Venga el sombrero -dijo el mozo-. Me adelantaré un trecho con él, y, cuando llame, echen a correr. Lo daré al primero que me alcance.
Y calándose el sombrero, se alejó. Pero, llena su mente de la princesa, se olvidó en seguida de los gigantes. Suspirando desde el fondo del pecho, exclamó:
-¡Ah, si pudiese encontrarme en el castillo del Sol de Oro! -y no bien habían salido estas palabras de sus labios, se halló en la cima de una alta montaña, ante la puerta del alcázar.
Entró y recorrió todos los salones, encontrando a la princesa en el último. Pero, ¡qué susto se llevó al verla! Tenía la cara de color ceniciento, lleno de arrugas; los ojos turbios y el cabello rojo.
-¿Es usted la princesa cuya belleza ensalza el mundo entero?
-¡Ay! -respondió ella-, ésta que contemplas no es mi figura propia. Los ojos humanos sólo pueden verme en esta horrible apariencia; mas para que sepas cómo soy en realidad, mira en este espejo, que no yerra y refleja mi imagen verdadera.
Y puso en su mano un espejo, en el cual vio el joven la figura de la doncella más hermosa del mundo entero; y de sus ojos fluían amargas lágrimas que rodaban por sus mejillas. Le dijo entonces:
-¿Cómo puedes ser redimida? Yo no retrocedo ante ningún peligro.
-Quien se apodere de la bola de cristal y la presente al brujo, quebrará su poder y me restituirá mi figura original. ¡Ay! -añadió-, muchos han pagado con la vida el intento, y viéndote tan joven me duele ver el que te expongas a tan gran peligro por mí.
-Nada me detendrá -replicó él-, pero dime qué debo hacer.
-Vas a saberlo todo -dijo la princesa-: Si desciendes la montaña en cuya cima estamos, encontrarás al pie, junto a una fuente, un salvaje bisonte, con el cual habrás de luchar. Si logras darle muerte, se levantará de él un pájaro de fuego, que lleva en el cuerpo un huevo ardiente, y este huevo tiene por yema una bola de cristal. Pero el pájaro no soltará el huevo a menos de ser forzado a ello, y si cae al suelo se encenderá y quemará cuanto haya a su alrededor, disolviéndose él junto con la bola de cristal, y entonces todas tus fatigas habrán sido inútiles.
Bajó el mozo a la fuente y en seguida oyó los resoplidos y feroces bramidos del bisonte. Tras larga lucha consiguió traspasarlo con su espada, y el monstruo cayó sin vida. En el mismo instante se desprendió de su cuerpo el ave de fuego y emprendió el vuelo; pero el águila, o sea, el hermano del joven, que acudió volando entre las nubes, se lanzó en su persecución, empujándola hacia el mar y acosándola a picotazos, hasta que la otra, incapaz de seguir resistiendo, soltó el huevo. Pero éste no fue a caer al mar, sino en la cabaña de un pescador situada en la orilla, donde en seguida empezó a humear y a despedir llamas. Se elevaron entonces gigantescas olas que, inundando la choza, extinguieron el fuego. Habían sido provocadas por el hermano, transformado en ballena, y una vez el incendio estuvo apagado, nuestro doncel corrió a buscar el huevo, y tuvo la suerte de encontrarlo. No se había derretido aún, pero, por la acción del agua fría, la cáscara se había roto. Así el mozo pudo extraer, indemne, la bola de cristal.
Al presentarse con ella al brujo y mostrársela, dijo éste:
-Mi poder ha quedado destruido y desde este momento tú eres rey del castillo del Sol de Oro. Puedes también desencantar a tus hermanos, devolviéndoles su figura humana.
Corrió el joven al encuentro de la princesa y, al entrar en su aposento, la vio en todo el esplendor de su belleza y, rebosantes de alegría, los dos intercambiaron sus anillos".
Anónimo
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias
sábado, 28 de febrero de 2015
viernes, 27 de febrero de 2015
"El Terremoto en Chile"
"En Santiago, la más importante ciudad del Reino de Chile, justamente cuando se producía el gran terremoto del año de 1647, en el que tantos seres perecieron, estaba atado a una pilastra de la prisión el español Jerónimo Rugera, acusado de un hecho criminal, a punto de ser ejecutado.
Don Enrique Asterón, uno de los nobles más acaudalados de la ciudad, le había echado de su casa hacía poco más de un año, donde se desempeñaba como maestro, cuando descubrió sus relaciones con su única hija, doña Josefa.
Como después de haber amonestado a su hija con severidad el noble anciano descubriese una oculta cita que se habían dado, gracias al celo de su orgulloso hijo con este motivo decidió confiar a la joven al monasterio carmelita de Nuestra Señora del Monte. Gracias a una feliz casualidad, Jerónimo había podido reanudar sus relaciones con ella, de manera que en una tranquila noche sirviendo de escena el jardín del cementerio, alcanzaron su total felicidad.
En la fiesta del Corpus, cuando partía la procesión de las monjas, tras de las cuales iban las novicias, acaeció que justo entonces, cuando sonaban las campanas, le sorprendieron a la desdichada Josefa los dolores del parto, derrumbándose sobre los escalones de la Catedral. Este hecho provocó un escándalo extraordinario; llevose a la pobre pecadora, sin prestar atención a su estado, a la prisión, y apenas hubo dado a luz, por orden del arzobispo se le instruyó proceso. En la ciudad se comentó con gran saña este escándalo y las lenguas se dieron a tan agrias murmuraciones sobre el monasterio, donde había sucedido todo, que ni los ruegos de la familia Asterón, ni el deseo de la misma abadesa, que se había encariñado con la joven a causa de su conducta intachable, pudieron atenuar el rigor con que le amenazaba la ley eclesiástica. Todo lo más que podía suceder era que la muerte en la hoguera, a la que había sido condenada para escarmiento de doncellas y damas de Santiago, le fuese conmutada por la pena de ser decapitada. Ya se alquilaban las ventanas en las calles por donde iba a pasar el cortejo de la ejecución, ya se levantaban los tejadillos de las casas y las piadosas hijas de la ciudad invitaban a sus amigas a presenciar el espectáculo que les depararía la ira divina.
Jerónimo, que estaba en prisión, creyó perder el juicio cuando se enteró del giro que tomaba el asunto. Barajó en vano alguna posibilidad de salvación; en alas de su ardiente fantasía sólo lograba estrellarse contra los muros y los cerrojos y un intento que hizo de limar los barrotes de su ventana le costó ser encerrado en un calabozo peor. Entonces se prosternó a los pies de la Madre de Dios y rezó con ardiente piedad, pues Ella era la única que podía llevarle la salvación.
Al fin llegó el día señalado y sintió en su pecho que se desvanecía toda esperanza. Sonaron las campanas que acompañaban a Josefa al lugar de la ejecución y la desesperación se adentró en su alma. La vida le pareció repudiable y resolvió matarse colgándose de una correa que por azar le habían dejado. Estaba, como ya dijimos, sujeto a una pilastra, e intentaba asegurar el lazo que le sacaría de este valle de lágrimas de un gancho que sobresalía de la cornisa cuando, de repente, hundióse la mayor parte de la ciudad, con un crujido como si el cielo se derrumbase y todo lo que alentaba vida quedó sepultado en las ruinas.
Jerónimo Rugera quedó inmóvil de espanto, al tiempo que, como si hubiera perdido el conocimiento, se aferró a la columna donde había pensado que hallaría la muerte, para no caer. El suelo se estremeció bajo sus pies, los muros de la prisión se resquebrajaron, todo el edificio se inclinó para caer hacia la calle, lo que no sucedió gracias al edificio de enfrente, que también había cedido y le sirvió como apoyo.
Temblando, con el cabello erizado y las rodillas que parecían querer rompérsele, se deslizó Jerónimo por el declive del suelo del edificio, con el propósito de salir por el boquete que el choque de ambos edificios había abierto en la pared delantera de la prisión. Apenas estuvo a salvo cuando un segundo temblor hizo que toda la calle se desplomase por completo.
Transcurrió casi un cuarto de hora en que estuvo completamente sin conocimiento, hasta que despertó de nuevo y, con la espalda vuelta hacia la ciudad, medio se incorporó del suelo. Inconsciente, sin saber cómo podría salvarse de esta catástrofe, se apresuró a huir lejos de los cascotes y maderos, que por todos lados amenazaban con matarle, en busca de la puerta más cercana de la ciudad. Todavía aquí se derrumbó una casa, por lo que corrió, para evitar los escombros, hacia una calle cercana; más lejos, llamas refulgentes entre grandes humaredas lamían las cúpulas, haciéndole huir asustado hacia otra calle, pero he aquí que el Mapuche sale de cauce y le arrastra en sus hirvientes ondas hacia otra.
Aquí yace un montón de cadáveres, allá se oye una voz plañidera entre las ruinas, acá se oyen los gritos de la gente encaramada en los tejados ardiendo, allí hombres y animales luchan con las olas; ora un hombre de coraje se lanza a salvar a alguien, ora otro, pálido como la muerte, extiende mudo las manos trémulas al cielo.
Cuando Jerónimo estuvo a las puertas de la ciudad y pudo alcanzar una colina cayó sin sentido sobre la tierra. Luego se palpó la frente y el pecho, incapaz de saber qué debía hacer en tales circunstancias y sintió un inefable placer cuando la brisa del mar le refrescó al volver en sí, y su vista se volvió en todas direcciones para admirar la hermosa región de Santiago. Sólo la entristecida muchedumbre que se veía en derredor acongojaba su corazón; no comprendía por qué tanto él como ellos estaban en aquel lugar, y sólo cuando al volverse vio la ciudad hundida recordó los terribles instantes vividos. Se inclinó profundamente, hasta tocar el suelo con la frente, para dar gracias a Dios por su salvación; y a la vez, como si se despojase de la terrible impresión que oprimía su alma y sofocaba todas las demás, se echó a llorar, rebosante de alegría, pues aún gozaba de la vida espléndida y de todas sus bellas imágenes.
Como viese en su mano un anillo, recordó de pronto a Josefa, a la prisión, a las campanas que había oído y el instante en que todo se había desplomado. Su pecho volvió a llenarse de congoja, y se arrepintió de su alegre oración y le pareció terrible el Ser que reinaba desde el firmamento. Se confundió con el pueblo, que se preocupaba por salvar el resto de sus propiedades, y fue a la puerta, y con gran temor se atrevió a preguntar si habían ejecutado a la hija de Asterón; pero nadie supo responderle. Una mujer que cargaba una gran cantidad de utensilios, hasta el punto de llevar doblada la cerviz casi hasta tocar la tierra, y dos niños pendiendo del pecho, le dijo al pasar como si ella misma le hubiera visto, que la habían decapitado. Jerónimo diose la vuelta, y como ya no podía dudar de que Josefa hubiese muerto, se internó en un bosque donde se dejó caer entregado a su dolor. Hubiera deseado que la furia de la Naturaleza volviera a descargar sobre él. No entendía por qué ahora la muerte se apartaba de su alma ensombrecida, ya que tanto la ansiaba y le parecía su verdadera salvación. Se propuso entonces no vacilar, aunque los robles estuviesen desarraigados y las copas a punto de caer sobre él. Así pues, después de haber llorado mucho, como del ardiente llanto volviesen a renacer las esperanzas, se levantó y miró el campo en todas direcciones. Luego recorrió todas las cimas de las montañas donde la gente se había agrupado; anduvo por todos los caminos donde rebullía la corriente de la marea; allá donde el viento agitaba una túnica femenina, allí le arrastraban sus vacilantes pies; con todo, ninguna cubría a la adorada hija de Asterón.
El sol declinaba hacia el ocaso y con él morían sus esperanzas, cuando llegó a lo alto de un peñasco que daba sobre un vasto valle en el que se veían muy pocas personas. Vacilante, sin saber qué hacer, recorrió con la vista los distintos grupos, y ya estaba a punto de volverse cuando vio a una mujer joven ocupada en bañar en las ondas de un arroyo a un niño. Al ver esto, con el corazón palpitante, echó a correr cuesta abajo lleno de presentimientos, gritando: "¡Virgen Santísima!", y reconoció a Josefa, que, al oír ruidos, se había vuelto, temerosa.
¡Con cuánta dulzura se estrechan los infortunados amantes que un milagro había salvado! Josefa iba camino de la muerte y estaba al borde del cadalso, cuando de repente los edificios se desmoronaron sobre la comitiva. Lo primero que hizo fue dirigirse a la puerta más cercana, pero se detuvo a pensar y se dirigió presurosamente donde estaba su hijito desamparado. En la puerta del monasterio en llamas encontró a la abadesa, que en aquellos sus últimos momentos pedía que salvasen al niño. Josefa, con valor, se abalanzó por medio de la humareda que la ahogaba, y aunque por todas partes se desmoronaban las paredes, como si todos los ángeles del cielo la guardasen, pudo salir indemne con el niño en los brazos.
Quiso prestar auxilio a la abadesa desesperada, cuando he aquí que tanto ella como las demás monjas quedan sepultadas bajo la fachada que se derrumba. Josefa se estremeció a la vista de este horrible hecho, tan rápidamente como pudo cerró los ojos a la abadesa y se alejó aterrorizada con su adorado niño que el cielo le devolvía, para salvarlo de la catástrofe. Apenas había dado unos pasos cuando tropezó con el cuerpo del arzobispo que, al derrumbarse la Catedral, había quedado al descubierto. El Palacio del Virrey se había hundido, la Audiencia donde se le había juzgado era devorada por las llamas y en el lugar donde había estado su casa paterna había un lago del que emergían tejados encendidos. Josefa trató de darse fuerzas y conservó toda su entereza. Tratando de sofocar la pena de su pecho, con gran valor, con su preciado botín en los brazos corrió de calle en calle y ya cerca de la puerta de la ciudad vio los escombros de la cárcel donde debía estar Jerónimo. A la vista de esto vaciló y estuvo a punto de caer desvanecida, a no ser porque justamente en ese momento poco faltó para que la aplastase un edificio que se derrumbaba, de modo tal que el desfallecimiento fue superado merced al terror; besó al niño, se secó las lágrimas y sin prestar atención a la catástrofe que la rodeaba llegó a la puerta. Cuando estuvo a salvo en el campo pensó que no todos los que hubieran estado en un edificio tenían que haber perdido la vida. En el primer recodo que encontró se detuvo y aguardó por si aparecía aquel a quien amaba más que a nadie en el mundo, después de su pequeño Felipe. Después, vertiendo muchas lágrimas, se internó en un valle sombreado de pinos para orar por el alma de quien creía perdido; y he aquí que da en el valle con el amado, como si este valle fuese el del Paraíso.
Muy conmovida, refirió todo esto a Jerónimo y cuando terminó le acercó el niño para que lo besase. Jerónimo lo tomó en sus brazos y le hizo mil caricias y como el niño llorase extrañando su rostro, volvió a acariciarlo hasta hacerlo callar. Mientras tanto, caía la noche hermosísima y plateada, embalsamada por suaves aromas, tan refulgente y callada que pudiera soñarla un poeta. Por todas partes, a lo largo del valle, reposaban los hombres a la luz de la luna y disponían muelles, lechos de hierba y follaje para descansar tras tantos días penosos. Pero como muchos desdichados se lamentasen, unos por haber perdido la casa, otros la mujer y el hijo y otros por haber perdido completamente todo, Jerónimo y Josefa se deslizaron hacia un denso matorral para no molestar a nadie con el secreto júbilo de sus almas. Encontraron un granado soberbio que extendía sus ramas, cargadas de frutos, y en cuya copa el ruiseñor hacía resonar su alegre melodía.
Jerónimo y Josefa, en cuyo regazo reposaba el niño, se sentaron cerca del tronco y, cubriéndose con la capa, descansaron. La sombra del árbol, alternando con las luces, se alargaba sobre ellos y la luna se desvaneció al amanecer, antes de que se durmiesen, pues tenían mucho que decirse, del convento, de la prisión y de todo lo que los dos habían padecido; y mucho se emocionaron al considerar cuánta desgracia había tenido que caer sobre el mundo para que ellos pudiesen ser dichosos. Resolvieron que, no bien acabasen los temblores de tierra, irían a la Concepción, donde Josefa tenía una fiel amiga, para luego, con un pequeño préstamo que esperaban obtener, viajar en barco a España, donde vivían los familiares maternos de Jerónimo. Allí podrían llevar una vida feliz. Con esto, entre beso y beso, se durmieron.
Despertaron cuando el sol ya estaba muy alto en el cielo y advirtieron que cerca de ellos había muchas familias ocupadas en preparar algo de comer. Jerónimo estaba pensando que también él debería buscar provisiones para los suyos, cuando un hombre bien vestido, con un niño en los brazos, se acercó a Josefa y le preguntó con humildad si podría darle el pecho, aunque sólo fuese un poco, a aquel pobre niño, cuya madre enferma yacía entre los árboles. Josefa quedó desconcertada ante ese rostro, que le era conocido. Él, que interpretó mal su desconcierto, agregó: "Sólo un poco, doña Josefa, pues este niño, desde la hora en que nos hizo a todos desdichados, no ha probado nada". Ella repuso: "Callo por otras razones, don Fernando; en estos tiempos horribles que nos ha tocado vivir nadie se puede negar a compartir lo que tiene"; tomó al niño en sus brazos, en tanto que daba su propio hijo al padre, y se lo llevó al pecho. Don Fernando quedó muy agradecido por el favor y le preguntó si no quería unirse al grupo, donde preparaban al fuego algo de comer. Josefa respondió que aceptaba con gusto su ofrecimiento. Y como Jerónimo no hiciese ninguna objeción, le siguió hasta donde estaba su familia, por la cual fue recibido cariñosamente. Allí estaban las dos cuñadas de don Fernando, a las que reconoció como nobles damas.
También doña Elvira, esposa de don Fernando, que yacía en tierra con los pies lastimados, con mucha amabilidad atrajo hacia sí a Josefa, que aún llevaba a su pobre niño al pecho. Asimismo don Pedro, su suegro, herido en un hombro, le hizo una cordial inclinación de cabeza. Por la mente de Jerónimo y de Josefa cruzaron muchos y raros pensamientos. Al verse tratados con tanta bondad y confianza no supieron qué pensar del pasado, del cadalso, de la prisión y de las campanas. ¿Todo había sido un sueño acaso? Parecía como si los ánimos se hubiesen reconciliado después de la horrorosa conmoción. No deseaban recordar nada. Únicamente doña Isabel, que había sido invitada por una amiga el día anterior para ver el espectáculo, y que había rechazado la invitación, a veces volvía su mirada soñadora a Josefa. Con todo, la idea de haber escapado a un infortunio cruel le volvía el ánimo que parecía desalojado de su ser. Se contaba que en la ciudad, que estaba llena de mujeres, al primer temblor de tierra todas sucumbieron a la vista de los hombres, cómo los monjes con el crucifijo en la mano corrían dando gritos de que había llegado el fin del mundo y cómo un centinela a quien por orden del virrey le dijeron que evacuase una iglesia, exclamó: que ya no había virrey, y cómo este, en aquellos momentos terribles, quiso levantar patíbulos para reprimir el pillaje y cómo un infeliz que había escapado de una casa ardiendo fue atrapado por su dueño y ahorcado.
Doña Elvira, cuyas heridas Josefa cuidaba, aprovechando un momento en que los relatos tan vivazmente hechos se habían entrecruzado, aprovechó para preguntarle qué le había ocurrido aquel día terrible, a lo que Josefa respondió, con ánimo apesadumbrado, contándole lo principal, y sintió gran satisfacción al notar llanto en los ojos de la dama. Doña Elvira le tomó la mano, la oprimió y con un gesto le indicó que callara. Josefa sintió que la embargaba la felicidad. No podía desechar el sentimiento de que aquel día, por muchas desgracias que hubiera causado, era para ella un gran beneficio, mejor que ningún otro de los que el cielo le hubiese otorgado. Y aunque todos los bienes terrenales se destruían en aquellos odiosos instantes y la naturaleza entera amenazaba desplomarse, en verdad le parecía que el espíritu humano, tal una bella flor, volviera a renacer.
En los campos hasta donde llegaba la mirada veíanse hombres de toda condición, príncipes y mendigos, damas y campesinas, funcionarios y jornaleros, monjes y monjas, ayudándose unos a otros y compadeciéndose, comportándose entre sí, con alegría quien había salido con vida, como si la desgracia general los hubiera agrupado en una gran familia en lugar de las intranscendentes conversaciones que son corrientes en los comensales cuando se reúnen en torno a una mesa. Referíanse casos de acciones heroicas: hombres que apenas eran tomados en cuenta por la sociedad habían realizado hechos de romanos, ejemplos sin par de coraje, de total desdén por el peligro, de abnegación y de entrega maravillosa, de inmediato sacrificio de la vida como si poco o nada valiera, y poco después se volviera a encontrar. Sí, no había nadie en este día que no pudiese dar cuenta de algo emocionante que le hubiese sucedido o algo grandioso que hubiese realizado de modo que el dolor se confundía con el placer en el pecho de los hombres hasta el punto de que Josefa no podía asegurar si la suma de la generosidad no vencería los perjuicios que habían sido ocasionados. Jerónimo tomó a Josefa por el brazo, después que ambos se habían hecho, callados, estas reflexiones y, con mucha alegría, la llevó hacia el sombreado rincón del bosquecillo de granados. Allí le dijo que, después de considerar el estado de los ánimos y de las circunstancias, desistía del viaje a Europa: que iría a echarse a los pies del virrey, en caso de que aún estuviese con vida, y que tenía esperanzas (y aquí le dio un beso) de poder vivir con ella en Chile. Josefa respondió que a ella ya se le habían pasado por la mente las mismas ideas, que no dudaba que su padre, si aún vivía, la perdonaría, pero que en vez de ir a echarse de rodillas era preferible ir a la Concepción y desde allí pedir clemencia por escrito, de manera que pudiesen estar cerca del puerto, y en caso de que todo se resolviese favorablemente poder regresar con facilidad a Santiago. Después de meditar un poco, Jerónimo aprobó la prudencia de estas medidas y después de alejar sus pasos adelantándose a los alegres instantes del futuro, regresó con ella hacia el grupo.
Mientras tanto la tarde había caído y los exaltados ánimos de quienes habían escapado al terremoto se habían tranquilizado un poco, cuando se divulgó la noticia de que en la iglesia de los Dominicos, la única librada del terremoto, iba a celebrarse una misa de acción de gracias que diría el prelado del monasterio para pedir al cielo protección de posibles desgracias.
El pueblo de todas las comarcas se abalanzó en masa hacia la ciudad. En el grupo de don Fernando todos se preguntaron si no convendría participar de la solemnidad y unirse a la comitiva. Doña Isabel recordó con timidez la desgracia que había acaecido la víspera en la iglesia y dijo que estos oficios de acción de gracias volverían a repetirse, y que entonces, cuando todo el peligro hubiese quedado atrás, podrían entregarse con mucha más tranquilidad y alegría a estas manifestaciones. Josefa, manifestando un excepcional entusiasmo, dijo que jamás hasta entonces había sentido tan vivos deseos de prosternarse ante el Creador, que demostraba así sus insondables y poderosos designios. Doña Elvira se puso de parte de Josefa con tanta decisión que se resolvió ir a oír misa y se llamó a don Fernando para que encabezase la comitiva, a la que también se incorporó doña Isabel.
Como ésta asistiese a los preparativos de la marcha toda temblorosa y anhelante, al preguntarle qué le ocurría respondió que no sabía por qué pero tenía el presentimiento de que algo malo les iba a acontecer. Doña Elvira la tranquilizó y le pidió que se quedara con ella y con su padre enfermo. Josefa dijo: "Doña Isabel, tomad ahora al niño, que como habréis advertido se encuentra muy a gusto conmigo". "De muy buena gana" -respondió doña Isabel, disponiéndose a tomarlo, pero éste, al ver lo que ocurría, empezó a gritar lastimosamente y no accedió, según dijo Josefa, a que lo separasen, por lo que Josefa volvió a besarlo dulcemente.
Don Fernando, que estaba muy complacido con su generoso proceder, le ofreció el brazo; Jerónimo, que cargaba en brazos al pequeño Felipe, acompañaba a doña Constanza, y tras de éstos iban todos los demás componentes del grupo. Apenas habían dado cincuenta pasos cuando doña Isabel, que entre tanto había hablado por lo bajo y con cierta viveza a doña Elvira, gritó: "Don Fernando" y fue presurosa hacia la comitiva con pasos vacilantes. Don Fernando se detuvo y se volvió; esperó a que llegase, sin abandonar a Josefa, y como pareciese que ella le aguardaba a cierta distancia, le preguntó qué quería. Doña Isabel se acercó, aunque al parecer de no muy buena gana y le susurró unas palabras al oído, de modo que Josefa no pudiese oírlas. "Entonces -preguntó don Fernando-, ¿qué desgracia puede seguir a esto?". Doña Isabel continuó secreteando a su oído con rostro descompuesto. Don Fernando enrojeció molesto y respondió: "Está bien". Doña Elvira pareció tranquilizarse y continuó dando el brazo a su dama.
Cuando llegaron a la iglesia de los dominicos el órgano resonaba en toda su majestuosa belleza y una gigantesca muchedumbre se agitaba en el interior. La multitud llegaba hasta la puerta principal y salía hasta la explanada de la iglesia; subidos por las paredes, tomándose de los marcos de los cuadros, había niños que, con el gorro en la mano, observaban todo con mirada expectante. Las lámparas brillaban, las pilastras en el atardecer proyectaban sus sombras misteriosas y el gran rosetón de cristal de colores relucía enrojecido sobre el muro del fondo de la iglesia, como el sol poniente que lo encendía. Callado ahora el órgano, la muchedumbre permanecía silenciosa como si se hubieran ahogado las voces en su pecho. Nunca, en ninguna catedral cristiana, se había visto una llama de piedad que subiese hasta el cielo tan alta como aquel día en la catedral de los dominicos de Santiago; y en ningún pecho alentaba una fe más viva que en los de Jerónimo y Josefa.
La solemnidad comenzó con un sermón que dijo desde el púlpito el monje más antiguo de la comunidad, vestido con el atavío de fiesta. Empezó por dar gracias y alabanzas a Dios y elevando sus trémulos brazos hacia el cielo agradeció que todavía hubiese seres humanos, rescatados de las ruinas de este descomunal derrumbamiento, con fuerzas para balbucear el nombre de Dios. Describió lo que parecía una advertencia del Todopoderoso, agregando que el Juicio Final no le iría en zaga, y como dijese que el terremoto de la víspera era una señal -y mientras decía esto indicaba una brecha en la catedral- toda la asistencia sintió un estremecimiento. Después, dejándose llevar por esa fluida elocuencia de los predicadores, destacó la corrupción de la ciudad; dirigió toda clase de horrores sobre ella, como Sodoma y Gomorra no habían conocido, y pintó la inagotable indulgencia divina que no les había reducido a polvo. Pero como si un puñal atravesase el corazón de los dos desdichados, oyeron al predicador mencionar la criminal acción que había tenido como escenario el monasterio de los carmelitas; refutó impía la indulgencia que habían recibido del mundo, y en una de sus rebuscadas imprecaciones encomendó a los príncipes del infierno las almas de los culpables, cuyos nombres pronunció cuidadosamente.
Doña Constanza, sacudiendo el brazo de Jerónimo, dijo: "Don Fernando..." Éste respondió con energía, pero tan quedo que ambos apenas pudieron oír: "Callad, doña Elvira. No pestañeéis siquiera y simulad que os da un desmayo, con lo que podremos dejar la iglesia". Pero antes de que doña Constanza hubiese podido llevar a cabo estas prudentes medidas para su salvación una voz interrumpió el sermón al grito de: "Apartaos, gente de Santiago, aquí están los impíos". Como otra voz espantada, que promovió en torno suyo un círculo de horror, preguntase: "¿Dónde?" "Aquí" -respondió un tercero que, dominado por una santa ira, agarró a Josefa por los cabellos, de modo tal que hubiera caído al suelo con el hijo de don Fernando de no haber sido porque éste la sostuvo. "Estáis locos -exclamó el joven, y tomó a Josefa por el brazo". "Soy Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, a quien todos conocéis". "¿Don Fernando Ormez?" -gritó, plantándose ante él un zapatero remendón, que había trabajado para Josefa y la conocía por lo menos tanto como a sus diminutos pies. "¿Quién es el padre de esta criatura?" -preguntó con desenfado a la hija de Asterón. Don Fernando palideció al oír la pregunta. Tan pronto echó una mirada a Jerónimo, como encaró a la multitud, por si había alguien que le conociera. Obligada por la horrible situación, Josefa exclamó: "Éste no es mi hijo, maestro Pedrillo, como creéis", y mientras miraba con infinita angustia a don Fernando dijo: "Este joven caballero es don Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, al que todos conocéis". El zapatero preguntó: "¿Quién de vosotros, señores, conoce a este joven?". Y varios de los presentes vociferaron: "Quien conozca a Jerónimo Rugera que se adelante". Sucedió que en ese mismo momento el pequeño Juan, asustado por el tumulto, se desprendió del pecho de Josefa y alargó los brazos hacia don Fernando. Una voz exclamó: "Es el padre" y otra dijo: "Es Jerónimo Rugera", y una tercera voz agregó: "Aquí están los sacrílegos. ¡Lapidadlos, lapidadlos!", gritaba toda la cristiandad en el templo de Jesús. Entonces Jerónimo exclamó: "¡Alto, monstruos! Si es a Jerónimo Rugera a quien buscáis, aquí está. Libertad a ese caballero, que es inocente". La turba, enardecida y desconcertada por las declaraciones de Jerónimo, se contuvo: varias manos soltaron a don Fernando, y como en el mismo momento se apresurase un marino de alto rango, y saliendo de entre la multitud, inquiriese: "Don Fernando Ormez, ¿qué os sucede?", éste respondió, ya libre, con verdadera sangre fría, propia de un héroe: "Ya lo veis, don Alonso, son estos desaforados. A estas horas estaría perdido de no haber sido por este honrado hombre que, para calmar a la muchedumbre rabiosa, ha simulado ser Jerónimo Rugera. Hacedme la gracia de guardarles en prisión junto a esta joven dama para su mayor seguridad: y también a este mequetrefe -dijo agarrando al maestro Pedrillo-, que es el que ha provocado todo el alboroto".
El zapatero gritó: "Don Alonso Onoreja, en conciencia os pregunto: ¿Acaso no es esta joven Josefa Asterón?". Como don Alonso, que conocía muy bien a Josefa, demorase en responder, y varias voces enardecidas por la ira exclamasen: "Es ella, es ella", y "Matadla", Josefa dio a don Fernando el pequeño Felipe, que Jerónimo tenía en sus brazos, y casi al mismo tiempo al pequeño Juan que ella llevaba, diciéndole: "Don Fernando, guardad a los niños y dejadnos librados a nuestro destino". Don Fernando tomó a ambos niños, y dijo que prefería morir antes que ceder y que les acaeciese algo malo a sus amigos. Después de pedirle la espada al oficial marino, ofreció el brazo a Josefa y dijo a la otra pareja que le siguiesen. De tal manera lograron salir de la iglesia, mientras todos con respeto les hacían sitio suficiente para pasar y creyéronse a salvo. Pero apenas habían salido de entre la muchedumbre que llenaba la plaza, cuando una voz gritó, destacándose de entre el rabioso gentío: "Éste es Jerónimo Rugera, ciudadanos; yo soy su propio padre", mientras descargaba un mazazo sobre doña Constanza, que iba a su lado y que se desplomó sin vida junto a Jerónimo. "Bárbaro -exclamó un desconocido-, ésta era doña Constanza Xares". "¿Por qué nos habéis mentido? - respondió el zapatero-. Buscad a la verdadera y matadla". Don Fernando, al ver el cadáver de doña Constanza, presa de incontenible frenesí, sacó la espada y, blandiéndola, la descargó sobre el fanático asesino que había causado la atrocidad, el cual se libró del golpe merced a un rápido giro de su cuerpo. Como viese que no podía contener a la multitud que se abalanzaba, Josefa gritó: "¡Salvaos, don Fernando, y salvad a los niños!", y exclamando: "¡Matadme, tigres sedientos de sangre!", se arrojó sin vacilar sobre ellos, para dar fin a la contienda. El maestro Pedrillo la golpeó con la maza. Luego, salpicado con su sangre, gritó: "Enviad a ese bastardo al infierno", y lo acometió presa de insaciable ferocidad homicida.
Don Fernando, este divino héroe, apoyada su espalda en la pared del templo, sostenía en su mano izquierda a los niños y en su derecha la espada. De un golpe abatió a uno. Un león no se defiende mejor. Siete perros cayeron muertos ante él, incluso el cabecilla de la turba satánica estaba herido. Pero el maestro Pedrillo no cejó hasta arrancarle uno de los niños del brazo, y después de haberle girado en alto, fue a estamparle contra una pilastra que había en un rincón de la iglesia. Con esto se apaciguó y todos se retiraron. Don Fernando, a la vista de su pequeño Juan con los sesos derramados fuera del cráneo, levantó los ojos al cielo, embargado por un indecible dolor. El oficial marino acudió de nuevo a su lado, intentó consolarle y le aseguró que le dolía haber permanecido inactivo durante los desgraciados sucesos aunque había sido incapaz debido a las circunstancias. Don Fernando le dijo que no había nada que reprocharle y le rogó que le ayudase a sacar los cadáveres. Los llevaron en la oscuridad de la noche a casa de don Alonso, donde don Fernando los siguió, llorando sin consuelo sobre el cuerpo del pequeño Felipe. Pasó la noche con don Alonso y dudó si decirle a su esposa, mediante falsos rodeos, toda la verdad del infortunio, en parte porque estaba enferma y en parte porque no sabía cómo juzgaría su conducta en estos sucesos; poco después, enterada ésta casualmente por una visita que recibió de todo lo acaecido, esta excelente dama lloró en silencio su dolor de madre y una mañana, con lágrimas en los ojos, abrazó a su marido. Don Fernando y doña Elvira adoptaron al pequeño, y cuando don Fernando comparaba a Felipe con Juan, y cómo los había logrado, le parecía que hasta debía alegrarse".
Heinrich Von Kleist
Don Enrique Asterón, uno de los nobles más acaudalados de la ciudad, le había echado de su casa hacía poco más de un año, donde se desempeñaba como maestro, cuando descubrió sus relaciones con su única hija, doña Josefa.
Como después de haber amonestado a su hija con severidad el noble anciano descubriese una oculta cita que se habían dado, gracias al celo de su orgulloso hijo con este motivo decidió confiar a la joven al monasterio carmelita de Nuestra Señora del Monte. Gracias a una feliz casualidad, Jerónimo había podido reanudar sus relaciones con ella, de manera que en una tranquila noche sirviendo de escena el jardín del cementerio, alcanzaron su total felicidad.
En la fiesta del Corpus, cuando partía la procesión de las monjas, tras de las cuales iban las novicias, acaeció que justo entonces, cuando sonaban las campanas, le sorprendieron a la desdichada Josefa los dolores del parto, derrumbándose sobre los escalones de la Catedral. Este hecho provocó un escándalo extraordinario; llevose a la pobre pecadora, sin prestar atención a su estado, a la prisión, y apenas hubo dado a luz, por orden del arzobispo se le instruyó proceso. En la ciudad se comentó con gran saña este escándalo y las lenguas se dieron a tan agrias murmuraciones sobre el monasterio, donde había sucedido todo, que ni los ruegos de la familia Asterón, ni el deseo de la misma abadesa, que se había encariñado con la joven a causa de su conducta intachable, pudieron atenuar el rigor con que le amenazaba la ley eclesiástica. Todo lo más que podía suceder era que la muerte en la hoguera, a la que había sido condenada para escarmiento de doncellas y damas de Santiago, le fuese conmutada por la pena de ser decapitada. Ya se alquilaban las ventanas en las calles por donde iba a pasar el cortejo de la ejecución, ya se levantaban los tejadillos de las casas y las piadosas hijas de la ciudad invitaban a sus amigas a presenciar el espectáculo que les depararía la ira divina.
Jerónimo, que estaba en prisión, creyó perder el juicio cuando se enteró del giro que tomaba el asunto. Barajó en vano alguna posibilidad de salvación; en alas de su ardiente fantasía sólo lograba estrellarse contra los muros y los cerrojos y un intento que hizo de limar los barrotes de su ventana le costó ser encerrado en un calabozo peor. Entonces se prosternó a los pies de la Madre de Dios y rezó con ardiente piedad, pues Ella era la única que podía llevarle la salvación.
Al fin llegó el día señalado y sintió en su pecho que se desvanecía toda esperanza. Sonaron las campanas que acompañaban a Josefa al lugar de la ejecución y la desesperación se adentró en su alma. La vida le pareció repudiable y resolvió matarse colgándose de una correa que por azar le habían dejado. Estaba, como ya dijimos, sujeto a una pilastra, e intentaba asegurar el lazo que le sacaría de este valle de lágrimas de un gancho que sobresalía de la cornisa cuando, de repente, hundióse la mayor parte de la ciudad, con un crujido como si el cielo se derrumbase y todo lo que alentaba vida quedó sepultado en las ruinas.
Jerónimo Rugera quedó inmóvil de espanto, al tiempo que, como si hubiera perdido el conocimiento, se aferró a la columna donde había pensado que hallaría la muerte, para no caer. El suelo se estremeció bajo sus pies, los muros de la prisión se resquebrajaron, todo el edificio se inclinó para caer hacia la calle, lo que no sucedió gracias al edificio de enfrente, que también había cedido y le sirvió como apoyo.
Temblando, con el cabello erizado y las rodillas que parecían querer rompérsele, se deslizó Jerónimo por el declive del suelo del edificio, con el propósito de salir por el boquete que el choque de ambos edificios había abierto en la pared delantera de la prisión. Apenas estuvo a salvo cuando un segundo temblor hizo que toda la calle se desplomase por completo.
Transcurrió casi un cuarto de hora en que estuvo completamente sin conocimiento, hasta que despertó de nuevo y, con la espalda vuelta hacia la ciudad, medio se incorporó del suelo. Inconsciente, sin saber cómo podría salvarse de esta catástrofe, se apresuró a huir lejos de los cascotes y maderos, que por todos lados amenazaban con matarle, en busca de la puerta más cercana de la ciudad. Todavía aquí se derrumbó una casa, por lo que corrió, para evitar los escombros, hacia una calle cercana; más lejos, llamas refulgentes entre grandes humaredas lamían las cúpulas, haciéndole huir asustado hacia otra calle, pero he aquí que el Mapuche sale de cauce y le arrastra en sus hirvientes ondas hacia otra.
Aquí yace un montón de cadáveres, allá se oye una voz plañidera entre las ruinas, acá se oyen los gritos de la gente encaramada en los tejados ardiendo, allí hombres y animales luchan con las olas; ora un hombre de coraje se lanza a salvar a alguien, ora otro, pálido como la muerte, extiende mudo las manos trémulas al cielo.
Cuando Jerónimo estuvo a las puertas de la ciudad y pudo alcanzar una colina cayó sin sentido sobre la tierra. Luego se palpó la frente y el pecho, incapaz de saber qué debía hacer en tales circunstancias y sintió un inefable placer cuando la brisa del mar le refrescó al volver en sí, y su vista se volvió en todas direcciones para admirar la hermosa región de Santiago. Sólo la entristecida muchedumbre que se veía en derredor acongojaba su corazón; no comprendía por qué tanto él como ellos estaban en aquel lugar, y sólo cuando al volverse vio la ciudad hundida recordó los terribles instantes vividos. Se inclinó profundamente, hasta tocar el suelo con la frente, para dar gracias a Dios por su salvación; y a la vez, como si se despojase de la terrible impresión que oprimía su alma y sofocaba todas las demás, se echó a llorar, rebosante de alegría, pues aún gozaba de la vida espléndida y de todas sus bellas imágenes.
Como viese en su mano un anillo, recordó de pronto a Josefa, a la prisión, a las campanas que había oído y el instante en que todo se había desplomado. Su pecho volvió a llenarse de congoja, y se arrepintió de su alegre oración y le pareció terrible el Ser que reinaba desde el firmamento. Se confundió con el pueblo, que se preocupaba por salvar el resto de sus propiedades, y fue a la puerta, y con gran temor se atrevió a preguntar si habían ejecutado a la hija de Asterón; pero nadie supo responderle. Una mujer que cargaba una gran cantidad de utensilios, hasta el punto de llevar doblada la cerviz casi hasta tocar la tierra, y dos niños pendiendo del pecho, le dijo al pasar como si ella misma le hubiera visto, que la habían decapitado. Jerónimo diose la vuelta, y como ya no podía dudar de que Josefa hubiese muerto, se internó en un bosque donde se dejó caer entregado a su dolor. Hubiera deseado que la furia de la Naturaleza volviera a descargar sobre él. No entendía por qué ahora la muerte se apartaba de su alma ensombrecida, ya que tanto la ansiaba y le parecía su verdadera salvación. Se propuso entonces no vacilar, aunque los robles estuviesen desarraigados y las copas a punto de caer sobre él. Así pues, después de haber llorado mucho, como del ardiente llanto volviesen a renacer las esperanzas, se levantó y miró el campo en todas direcciones. Luego recorrió todas las cimas de las montañas donde la gente se había agrupado; anduvo por todos los caminos donde rebullía la corriente de la marea; allá donde el viento agitaba una túnica femenina, allí le arrastraban sus vacilantes pies; con todo, ninguna cubría a la adorada hija de Asterón.
El sol declinaba hacia el ocaso y con él morían sus esperanzas, cuando llegó a lo alto de un peñasco que daba sobre un vasto valle en el que se veían muy pocas personas. Vacilante, sin saber qué hacer, recorrió con la vista los distintos grupos, y ya estaba a punto de volverse cuando vio a una mujer joven ocupada en bañar en las ondas de un arroyo a un niño. Al ver esto, con el corazón palpitante, echó a correr cuesta abajo lleno de presentimientos, gritando: "¡Virgen Santísima!", y reconoció a Josefa, que, al oír ruidos, se había vuelto, temerosa.
¡Con cuánta dulzura se estrechan los infortunados amantes que un milagro había salvado! Josefa iba camino de la muerte y estaba al borde del cadalso, cuando de repente los edificios se desmoronaron sobre la comitiva. Lo primero que hizo fue dirigirse a la puerta más cercana, pero se detuvo a pensar y se dirigió presurosamente donde estaba su hijito desamparado. En la puerta del monasterio en llamas encontró a la abadesa, que en aquellos sus últimos momentos pedía que salvasen al niño. Josefa, con valor, se abalanzó por medio de la humareda que la ahogaba, y aunque por todas partes se desmoronaban las paredes, como si todos los ángeles del cielo la guardasen, pudo salir indemne con el niño en los brazos.
Quiso prestar auxilio a la abadesa desesperada, cuando he aquí que tanto ella como las demás monjas quedan sepultadas bajo la fachada que se derrumba. Josefa se estremeció a la vista de este horrible hecho, tan rápidamente como pudo cerró los ojos a la abadesa y se alejó aterrorizada con su adorado niño que el cielo le devolvía, para salvarlo de la catástrofe. Apenas había dado unos pasos cuando tropezó con el cuerpo del arzobispo que, al derrumbarse la Catedral, había quedado al descubierto. El Palacio del Virrey se había hundido, la Audiencia donde se le había juzgado era devorada por las llamas y en el lugar donde había estado su casa paterna había un lago del que emergían tejados encendidos. Josefa trató de darse fuerzas y conservó toda su entereza. Tratando de sofocar la pena de su pecho, con gran valor, con su preciado botín en los brazos corrió de calle en calle y ya cerca de la puerta de la ciudad vio los escombros de la cárcel donde debía estar Jerónimo. A la vista de esto vaciló y estuvo a punto de caer desvanecida, a no ser porque justamente en ese momento poco faltó para que la aplastase un edificio que se derrumbaba, de modo tal que el desfallecimiento fue superado merced al terror; besó al niño, se secó las lágrimas y sin prestar atención a la catástrofe que la rodeaba llegó a la puerta. Cuando estuvo a salvo en el campo pensó que no todos los que hubieran estado en un edificio tenían que haber perdido la vida. En el primer recodo que encontró se detuvo y aguardó por si aparecía aquel a quien amaba más que a nadie en el mundo, después de su pequeño Felipe. Después, vertiendo muchas lágrimas, se internó en un valle sombreado de pinos para orar por el alma de quien creía perdido; y he aquí que da en el valle con el amado, como si este valle fuese el del Paraíso.
Muy conmovida, refirió todo esto a Jerónimo y cuando terminó le acercó el niño para que lo besase. Jerónimo lo tomó en sus brazos y le hizo mil caricias y como el niño llorase extrañando su rostro, volvió a acariciarlo hasta hacerlo callar. Mientras tanto, caía la noche hermosísima y plateada, embalsamada por suaves aromas, tan refulgente y callada que pudiera soñarla un poeta. Por todas partes, a lo largo del valle, reposaban los hombres a la luz de la luna y disponían muelles, lechos de hierba y follaje para descansar tras tantos días penosos. Pero como muchos desdichados se lamentasen, unos por haber perdido la casa, otros la mujer y el hijo y otros por haber perdido completamente todo, Jerónimo y Josefa se deslizaron hacia un denso matorral para no molestar a nadie con el secreto júbilo de sus almas. Encontraron un granado soberbio que extendía sus ramas, cargadas de frutos, y en cuya copa el ruiseñor hacía resonar su alegre melodía.
Jerónimo y Josefa, en cuyo regazo reposaba el niño, se sentaron cerca del tronco y, cubriéndose con la capa, descansaron. La sombra del árbol, alternando con las luces, se alargaba sobre ellos y la luna se desvaneció al amanecer, antes de que se durmiesen, pues tenían mucho que decirse, del convento, de la prisión y de todo lo que los dos habían padecido; y mucho se emocionaron al considerar cuánta desgracia había tenido que caer sobre el mundo para que ellos pudiesen ser dichosos. Resolvieron que, no bien acabasen los temblores de tierra, irían a la Concepción, donde Josefa tenía una fiel amiga, para luego, con un pequeño préstamo que esperaban obtener, viajar en barco a España, donde vivían los familiares maternos de Jerónimo. Allí podrían llevar una vida feliz. Con esto, entre beso y beso, se durmieron.
Despertaron cuando el sol ya estaba muy alto en el cielo y advirtieron que cerca de ellos había muchas familias ocupadas en preparar algo de comer. Jerónimo estaba pensando que también él debería buscar provisiones para los suyos, cuando un hombre bien vestido, con un niño en los brazos, se acercó a Josefa y le preguntó con humildad si podría darle el pecho, aunque sólo fuese un poco, a aquel pobre niño, cuya madre enferma yacía entre los árboles. Josefa quedó desconcertada ante ese rostro, que le era conocido. Él, que interpretó mal su desconcierto, agregó: "Sólo un poco, doña Josefa, pues este niño, desde la hora en que nos hizo a todos desdichados, no ha probado nada". Ella repuso: "Callo por otras razones, don Fernando; en estos tiempos horribles que nos ha tocado vivir nadie se puede negar a compartir lo que tiene"; tomó al niño en sus brazos, en tanto que daba su propio hijo al padre, y se lo llevó al pecho. Don Fernando quedó muy agradecido por el favor y le preguntó si no quería unirse al grupo, donde preparaban al fuego algo de comer. Josefa respondió que aceptaba con gusto su ofrecimiento. Y como Jerónimo no hiciese ninguna objeción, le siguió hasta donde estaba su familia, por la cual fue recibido cariñosamente. Allí estaban las dos cuñadas de don Fernando, a las que reconoció como nobles damas.
También doña Elvira, esposa de don Fernando, que yacía en tierra con los pies lastimados, con mucha amabilidad atrajo hacia sí a Josefa, que aún llevaba a su pobre niño al pecho. Asimismo don Pedro, su suegro, herido en un hombro, le hizo una cordial inclinación de cabeza. Por la mente de Jerónimo y de Josefa cruzaron muchos y raros pensamientos. Al verse tratados con tanta bondad y confianza no supieron qué pensar del pasado, del cadalso, de la prisión y de las campanas. ¿Todo había sido un sueño acaso? Parecía como si los ánimos se hubiesen reconciliado después de la horrorosa conmoción. No deseaban recordar nada. Únicamente doña Isabel, que había sido invitada por una amiga el día anterior para ver el espectáculo, y que había rechazado la invitación, a veces volvía su mirada soñadora a Josefa. Con todo, la idea de haber escapado a un infortunio cruel le volvía el ánimo que parecía desalojado de su ser. Se contaba que en la ciudad, que estaba llena de mujeres, al primer temblor de tierra todas sucumbieron a la vista de los hombres, cómo los monjes con el crucifijo en la mano corrían dando gritos de que había llegado el fin del mundo y cómo un centinela a quien por orden del virrey le dijeron que evacuase una iglesia, exclamó: que ya no había virrey, y cómo este, en aquellos momentos terribles, quiso levantar patíbulos para reprimir el pillaje y cómo un infeliz que había escapado de una casa ardiendo fue atrapado por su dueño y ahorcado.
Doña Elvira, cuyas heridas Josefa cuidaba, aprovechando un momento en que los relatos tan vivazmente hechos se habían entrecruzado, aprovechó para preguntarle qué le había ocurrido aquel día terrible, a lo que Josefa respondió, con ánimo apesadumbrado, contándole lo principal, y sintió gran satisfacción al notar llanto en los ojos de la dama. Doña Elvira le tomó la mano, la oprimió y con un gesto le indicó que callara. Josefa sintió que la embargaba la felicidad. No podía desechar el sentimiento de que aquel día, por muchas desgracias que hubiera causado, era para ella un gran beneficio, mejor que ningún otro de los que el cielo le hubiese otorgado. Y aunque todos los bienes terrenales se destruían en aquellos odiosos instantes y la naturaleza entera amenazaba desplomarse, en verdad le parecía que el espíritu humano, tal una bella flor, volviera a renacer.
En los campos hasta donde llegaba la mirada veíanse hombres de toda condición, príncipes y mendigos, damas y campesinas, funcionarios y jornaleros, monjes y monjas, ayudándose unos a otros y compadeciéndose, comportándose entre sí, con alegría quien había salido con vida, como si la desgracia general los hubiera agrupado en una gran familia en lugar de las intranscendentes conversaciones que son corrientes en los comensales cuando se reúnen en torno a una mesa. Referíanse casos de acciones heroicas: hombres que apenas eran tomados en cuenta por la sociedad habían realizado hechos de romanos, ejemplos sin par de coraje, de total desdén por el peligro, de abnegación y de entrega maravillosa, de inmediato sacrificio de la vida como si poco o nada valiera, y poco después se volviera a encontrar. Sí, no había nadie en este día que no pudiese dar cuenta de algo emocionante que le hubiese sucedido o algo grandioso que hubiese realizado de modo que el dolor se confundía con el placer en el pecho de los hombres hasta el punto de que Josefa no podía asegurar si la suma de la generosidad no vencería los perjuicios que habían sido ocasionados. Jerónimo tomó a Josefa por el brazo, después que ambos se habían hecho, callados, estas reflexiones y, con mucha alegría, la llevó hacia el sombreado rincón del bosquecillo de granados. Allí le dijo que, después de considerar el estado de los ánimos y de las circunstancias, desistía del viaje a Europa: que iría a echarse a los pies del virrey, en caso de que aún estuviese con vida, y que tenía esperanzas (y aquí le dio un beso) de poder vivir con ella en Chile. Josefa respondió que a ella ya se le habían pasado por la mente las mismas ideas, que no dudaba que su padre, si aún vivía, la perdonaría, pero que en vez de ir a echarse de rodillas era preferible ir a la Concepción y desde allí pedir clemencia por escrito, de manera que pudiesen estar cerca del puerto, y en caso de que todo se resolviese favorablemente poder regresar con facilidad a Santiago. Después de meditar un poco, Jerónimo aprobó la prudencia de estas medidas y después de alejar sus pasos adelantándose a los alegres instantes del futuro, regresó con ella hacia el grupo.
Mientras tanto la tarde había caído y los exaltados ánimos de quienes habían escapado al terremoto se habían tranquilizado un poco, cuando se divulgó la noticia de que en la iglesia de los Dominicos, la única librada del terremoto, iba a celebrarse una misa de acción de gracias que diría el prelado del monasterio para pedir al cielo protección de posibles desgracias.
El pueblo de todas las comarcas se abalanzó en masa hacia la ciudad. En el grupo de don Fernando todos se preguntaron si no convendría participar de la solemnidad y unirse a la comitiva. Doña Isabel recordó con timidez la desgracia que había acaecido la víspera en la iglesia y dijo que estos oficios de acción de gracias volverían a repetirse, y que entonces, cuando todo el peligro hubiese quedado atrás, podrían entregarse con mucha más tranquilidad y alegría a estas manifestaciones. Josefa, manifestando un excepcional entusiasmo, dijo que jamás hasta entonces había sentido tan vivos deseos de prosternarse ante el Creador, que demostraba así sus insondables y poderosos designios. Doña Elvira se puso de parte de Josefa con tanta decisión que se resolvió ir a oír misa y se llamó a don Fernando para que encabezase la comitiva, a la que también se incorporó doña Isabel.
Como ésta asistiese a los preparativos de la marcha toda temblorosa y anhelante, al preguntarle qué le ocurría respondió que no sabía por qué pero tenía el presentimiento de que algo malo les iba a acontecer. Doña Elvira la tranquilizó y le pidió que se quedara con ella y con su padre enfermo. Josefa dijo: "Doña Isabel, tomad ahora al niño, que como habréis advertido se encuentra muy a gusto conmigo". "De muy buena gana" -respondió doña Isabel, disponiéndose a tomarlo, pero éste, al ver lo que ocurría, empezó a gritar lastimosamente y no accedió, según dijo Josefa, a que lo separasen, por lo que Josefa volvió a besarlo dulcemente.
Don Fernando, que estaba muy complacido con su generoso proceder, le ofreció el brazo; Jerónimo, que cargaba en brazos al pequeño Felipe, acompañaba a doña Constanza, y tras de éstos iban todos los demás componentes del grupo. Apenas habían dado cincuenta pasos cuando doña Isabel, que entre tanto había hablado por lo bajo y con cierta viveza a doña Elvira, gritó: "Don Fernando" y fue presurosa hacia la comitiva con pasos vacilantes. Don Fernando se detuvo y se volvió; esperó a que llegase, sin abandonar a Josefa, y como pareciese que ella le aguardaba a cierta distancia, le preguntó qué quería. Doña Isabel se acercó, aunque al parecer de no muy buena gana y le susurró unas palabras al oído, de modo que Josefa no pudiese oírlas. "Entonces -preguntó don Fernando-, ¿qué desgracia puede seguir a esto?". Doña Isabel continuó secreteando a su oído con rostro descompuesto. Don Fernando enrojeció molesto y respondió: "Está bien". Doña Elvira pareció tranquilizarse y continuó dando el brazo a su dama.
Cuando llegaron a la iglesia de los dominicos el órgano resonaba en toda su majestuosa belleza y una gigantesca muchedumbre se agitaba en el interior. La multitud llegaba hasta la puerta principal y salía hasta la explanada de la iglesia; subidos por las paredes, tomándose de los marcos de los cuadros, había niños que, con el gorro en la mano, observaban todo con mirada expectante. Las lámparas brillaban, las pilastras en el atardecer proyectaban sus sombras misteriosas y el gran rosetón de cristal de colores relucía enrojecido sobre el muro del fondo de la iglesia, como el sol poniente que lo encendía. Callado ahora el órgano, la muchedumbre permanecía silenciosa como si se hubieran ahogado las voces en su pecho. Nunca, en ninguna catedral cristiana, se había visto una llama de piedad que subiese hasta el cielo tan alta como aquel día en la catedral de los dominicos de Santiago; y en ningún pecho alentaba una fe más viva que en los de Jerónimo y Josefa.
La solemnidad comenzó con un sermón que dijo desde el púlpito el monje más antiguo de la comunidad, vestido con el atavío de fiesta. Empezó por dar gracias y alabanzas a Dios y elevando sus trémulos brazos hacia el cielo agradeció que todavía hubiese seres humanos, rescatados de las ruinas de este descomunal derrumbamiento, con fuerzas para balbucear el nombre de Dios. Describió lo que parecía una advertencia del Todopoderoso, agregando que el Juicio Final no le iría en zaga, y como dijese que el terremoto de la víspera era una señal -y mientras decía esto indicaba una brecha en la catedral- toda la asistencia sintió un estremecimiento. Después, dejándose llevar por esa fluida elocuencia de los predicadores, destacó la corrupción de la ciudad; dirigió toda clase de horrores sobre ella, como Sodoma y Gomorra no habían conocido, y pintó la inagotable indulgencia divina que no les había reducido a polvo. Pero como si un puñal atravesase el corazón de los dos desdichados, oyeron al predicador mencionar la criminal acción que había tenido como escenario el monasterio de los carmelitas; refutó impía la indulgencia que habían recibido del mundo, y en una de sus rebuscadas imprecaciones encomendó a los príncipes del infierno las almas de los culpables, cuyos nombres pronunció cuidadosamente.
Doña Constanza, sacudiendo el brazo de Jerónimo, dijo: "Don Fernando..." Éste respondió con energía, pero tan quedo que ambos apenas pudieron oír: "Callad, doña Elvira. No pestañeéis siquiera y simulad que os da un desmayo, con lo que podremos dejar la iglesia". Pero antes de que doña Constanza hubiese podido llevar a cabo estas prudentes medidas para su salvación una voz interrumpió el sermón al grito de: "Apartaos, gente de Santiago, aquí están los impíos". Como otra voz espantada, que promovió en torno suyo un círculo de horror, preguntase: "¿Dónde?" "Aquí" -respondió un tercero que, dominado por una santa ira, agarró a Josefa por los cabellos, de modo tal que hubiera caído al suelo con el hijo de don Fernando de no haber sido porque éste la sostuvo. "Estáis locos -exclamó el joven, y tomó a Josefa por el brazo". "Soy Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, a quien todos conocéis". "¿Don Fernando Ormez?" -gritó, plantándose ante él un zapatero remendón, que había trabajado para Josefa y la conocía por lo menos tanto como a sus diminutos pies. "¿Quién es el padre de esta criatura?" -preguntó con desenfado a la hija de Asterón. Don Fernando palideció al oír la pregunta. Tan pronto echó una mirada a Jerónimo, como encaró a la multitud, por si había alguien que le conociera. Obligada por la horrible situación, Josefa exclamó: "Éste no es mi hijo, maestro Pedrillo, como creéis", y mientras miraba con infinita angustia a don Fernando dijo: "Este joven caballero es don Fernando Ormez, hijo del comandante de la ciudad, al que todos conocéis". El zapatero preguntó: "¿Quién de vosotros, señores, conoce a este joven?". Y varios de los presentes vociferaron: "Quien conozca a Jerónimo Rugera que se adelante". Sucedió que en ese mismo momento el pequeño Juan, asustado por el tumulto, se desprendió del pecho de Josefa y alargó los brazos hacia don Fernando. Una voz exclamó: "Es el padre" y otra dijo: "Es Jerónimo Rugera", y una tercera voz agregó: "Aquí están los sacrílegos. ¡Lapidadlos, lapidadlos!", gritaba toda la cristiandad en el templo de Jesús. Entonces Jerónimo exclamó: "¡Alto, monstruos! Si es a Jerónimo Rugera a quien buscáis, aquí está. Libertad a ese caballero, que es inocente". La turba, enardecida y desconcertada por las declaraciones de Jerónimo, se contuvo: varias manos soltaron a don Fernando, y como en el mismo momento se apresurase un marino de alto rango, y saliendo de entre la multitud, inquiriese: "Don Fernando Ormez, ¿qué os sucede?", éste respondió, ya libre, con verdadera sangre fría, propia de un héroe: "Ya lo veis, don Alonso, son estos desaforados. A estas horas estaría perdido de no haber sido por este honrado hombre que, para calmar a la muchedumbre rabiosa, ha simulado ser Jerónimo Rugera. Hacedme la gracia de guardarles en prisión junto a esta joven dama para su mayor seguridad: y también a este mequetrefe -dijo agarrando al maestro Pedrillo-, que es el que ha provocado todo el alboroto".
El zapatero gritó: "Don Alonso Onoreja, en conciencia os pregunto: ¿Acaso no es esta joven Josefa Asterón?". Como don Alonso, que conocía muy bien a Josefa, demorase en responder, y varias voces enardecidas por la ira exclamasen: "Es ella, es ella", y "Matadla", Josefa dio a don Fernando el pequeño Felipe, que Jerónimo tenía en sus brazos, y casi al mismo tiempo al pequeño Juan que ella llevaba, diciéndole: "Don Fernando, guardad a los niños y dejadnos librados a nuestro destino". Don Fernando tomó a ambos niños, y dijo que prefería morir antes que ceder y que les acaeciese algo malo a sus amigos. Después de pedirle la espada al oficial marino, ofreció el brazo a Josefa y dijo a la otra pareja que le siguiesen. De tal manera lograron salir de la iglesia, mientras todos con respeto les hacían sitio suficiente para pasar y creyéronse a salvo. Pero apenas habían salido de entre la muchedumbre que llenaba la plaza, cuando una voz gritó, destacándose de entre el rabioso gentío: "Éste es Jerónimo Rugera, ciudadanos; yo soy su propio padre", mientras descargaba un mazazo sobre doña Constanza, que iba a su lado y que se desplomó sin vida junto a Jerónimo. "Bárbaro -exclamó un desconocido-, ésta era doña Constanza Xares". "¿Por qué nos habéis mentido? - respondió el zapatero-. Buscad a la verdadera y matadla". Don Fernando, al ver el cadáver de doña Constanza, presa de incontenible frenesí, sacó la espada y, blandiéndola, la descargó sobre el fanático asesino que había causado la atrocidad, el cual se libró del golpe merced a un rápido giro de su cuerpo. Como viese que no podía contener a la multitud que se abalanzaba, Josefa gritó: "¡Salvaos, don Fernando, y salvad a los niños!", y exclamando: "¡Matadme, tigres sedientos de sangre!", se arrojó sin vacilar sobre ellos, para dar fin a la contienda. El maestro Pedrillo la golpeó con la maza. Luego, salpicado con su sangre, gritó: "Enviad a ese bastardo al infierno", y lo acometió presa de insaciable ferocidad homicida.
Don Fernando, este divino héroe, apoyada su espalda en la pared del templo, sostenía en su mano izquierda a los niños y en su derecha la espada. De un golpe abatió a uno. Un león no se defiende mejor. Siete perros cayeron muertos ante él, incluso el cabecilla de la turba satánica estaba herido. Pero el maestro Pedrillo no cejó hasta arrancarle uno de los niños del brazo, y después de haberle girado en alto, fue a estamparle contra una pilastra que había en un rincón de la iglesia. Con esto se apaciguó y todos se retiraron. Don Fernando, a la vista de su pequeño Juan con los sesos derramados fuera del cráneo, levantó los ojos al cielo, embargado por un indecible dolor. El oficial marino acudió de nuevo a su lado, intentó consolarle y le aseguró que le dolía haber permanecido inactivo durante los desgraciados sucesos aunque había sido incapaz debido a las circunstancias. Don Fernando le dijo que no había nada que reprocharle y le rogó que le ayudase a sacar los cadáveres. Los llevaron en la oscuridad de la noche a casa de don Alonso, donde don Fernando los siguió, llorando sin consuelo sobre el cuerpo del pequeño Felipe. Pasó la noche con don Alonso y dudó si decirle a su esposa, mediante falsos rodeos, toda la verdad del infortunio, en parte porque estaba enferma y en parte porque no sabía cómo juzgaría su conducta en estos sucesos; poco después, enterada ésta casualmente por una visita que recibió de todo lo acaecido, esta excelente dama lloró en silencio su dolor de madre y una mañana, con lágrimas en los ojos, abrazó a su marido. Don Fernando y doña Elvira adoptaron al pequeño, y cuando don Fernando comparaba a Felipe con Juan, y cómo los había logrado, le parecía que hasta debía alegrarse".
Heinrich Von Kleist
jueves, 26 de febrero de 2015
"Temor de la Cólera"
"En una de sus guerras, Alí derribó a un hombre y se arrodilló sobre su pecho para decapitarlo. El hombre le escupió en la cara. Alí se incorporó y lo dejó. Cuando le preguntaron por qué había hecho eso, respondió:
-Me escupió en la cara y temí matarlo estando yo enojado. Sólo quiero matar a mis enemigos estando puro ante Dios".
Ah'med el Qalyubi
-Me escupió en la cara y temí matarlo estando yo enojado. Sólo quiero matar a mis enemigos estando puro ante Dios".
Ah'med el Qalyubi
miércoles, 25 de febrero de 2015
"El Joven Goodman Brown"
"El joven Goodman Brown salió a la calle de la aldea de Salem cuando el sol se ponía. Pero después de cruzar el umbral introdujo de nuevo la cabeza para cambiar besos de despedida con su reciente esposa. Y Fe, como tan apropiadamente se llamaba, sacó a su vez su linda cabecita, permitiendo que el viento jugara con las cintas rosadas de la cofia mientras llamaba a Goodman Brown.
-Corazón mío -susurró suavemente y con un dejo de tristeza cuando sus labios le rozaron la oreja-, te suplico que postergues el viaje hasta la madrugada y que esta noche duermas en tu cama. A una mujer cuando se queda sola la perturban tales sueños y tales pensamientos, que a veces tiene miedo de sí misma. Te lo ruego, quédate conmigo esta noche, entre todas las noches del año.
-Mi amor y mi Fe -replicó el joven Goodman Brown-, entre todas las noches del año, tengo que pasar esta única noche lejos de ti. Mi viaje, como tú lo llamas, sin falta debe hacerse de ida y vuelta de aquí al amanecer. ¡Cómo! Mi dulce, bella esposa, ¿dudas tú ya de mí, cuando apenas llevamos tres meses de casados?
-Siendo así, que Dios te bendiga -dijo Fe, la de las cintas rosas-; y ojalá encuentres todo bien a tu regreso.
-Amén -respondió Goodman Brown-. Reza tus oraciones, querida Fe, acuéstate temprano y nada malo va a ocurrirte.
Así se despidieron. Y el joven prosiguió su camino hasta que, a punto de doblar la esquina del templo, miró hacia atrás y vio la cabeza de Fe todavía asomada, contemplándolo con aire melancólico a pesar de las cintas rosadas.
"Pobrecita Fe -pensó, puesto que el corazón lo castigaba-. ¡Soy un canalla, dejarla para embarcarme en semejante cometido! Ella también habla de sueños. Mientras lo hacía me pareció ver angustia en su rostro, como si un sueño la hubiera prevenido sobre la clase de tarea que esta noche ha de llevarse a cabo. ¡Pero no, no; la mataría el solo pensarlo! En fin, ella es un ángel bendito en este mundo; y después de esta única noche me coseré a sus faldas y la seguiré hasta el cielo."
Con esta excelente decisión para el futuro Goodman Brown se sintió justificado para apurarse todavía más en su presente propósito maligno. Había cogido por un camino lúgubre, oscurecido por los árboles más siniestros del bosque, que apenas si se hacían a un lado para dejar que la trocha se escurriera entre ellos, cerrándose en el acto por detrás. La ruta no podía ser más despoblada; y en tales soledades se presenta la particularidad de que el viajero ignora si hay alguien escondido tras los innumerables troncos y arriba en el ramaje, de modo que al andar a solas puede así y todo estar pasando en medio de una multitud invisible.
"Detrás de cada árbol puede haber un indio endemoniado -se dijo Goodman Brown, mirando para atrás mientras añadía-: ¡Hasta el diablo en persona me puede estar pisando los talones!"
Así, con la cabeza vuelta, dobló un recodo del camino. Cuando volvió a mirar de frente avistó la silueta de un hombre trajeado de modo sobrio y digno, que esperaba sentado al pie de un árbol añoso y que se levantó cuando él estuvo cerca para seguirle el paso hombro a hombro.
-Llegas tarde, Goodman Brown -le dijo-. El reloj de la iglesia de Old South daba la hora cuando pasé por Boston y eso fue hace quince minutos cumplidos.
-Fe me detuvo un rato -replicó el joven, con la voz temblorosa por la súbita aparición del compañero, aunque no era del todo inesperada.
El bosque estaba ya sumido en las sombras, más intensas en el paraje por el que transitaban. Hasta donde podía discernirse, el segundo viajero aparentaba unos cincuenta años, por lo visto ocupaba un rango social similar al de Goodman Brown y se le parecía bastante, quizás más en el porte que en los rasgos. Con todo, podrían pasar por padre e hijo. No obstante, aunque el mayor vestía de modo tan sencillo como el joven e igualmente sencillo era su comportamiento, tenía el aire indescriptible de alguien que conocía el mundo y que no se habría sentido apocado en la mesa de banquetes del Gobernador o en la corte del rey Guillermo, de ser posible que hasta allá lo hubieran conducido sus asuntos. Pero la única cosa en su persona que se podría señalar como extraordinaria era su bastón, que tenía la apariencia de una gran culebra negra y estaba labrado de modo tan curioso que parecía enroscarse y retorcerse por sí solo, como una serpiente viva. Esto, por supuesto, debía de ser una ilusión óptica, favorecida por la luz incierta.
-Vamos, Goodman Brown -lo llamó el compañero de jornada-, este paso es muy lento para empezar un viaje. Toma mi bastón, si es que tan pronto te has cansado.
-Amigo -dijo el otro, que de la marcha lenta pasó a parar del todo-, ya cumplí con el pacto encontrándonos aquí; y ahora mi intención es devolverme al punto de partida. Tengo escrúpulos respecto del asunto que sabemos.
-¿Conque eso dices? -respondió el de la serpiente, riendo para sí-. De todos modos sigamos caminando mientras lo discutimos; y si no te convenzo, te devuelves. Todavía no hemos recorrido más que un corto trecho.
-¡Demasiado lejos, demasiado! -exclamó el joven esposo, reanudando la marcha sin darse cuenta-. Mi padre nunca se adentró en el bosque para emprender semejante aventura, ni antes su padre. Desde los tiempos de los mártires hemos sido un linaje de hombres honrados y buenos cristianos; y yo sería el primer Brown en tomar por este camino y andar...
-En semejante compañía, ibas a decir -observó el personaje mayor, interpretando la pausa-. ¡Bien dicho, Goodman Brown! Conozco a tu familia tan bien como a ninguna otra entre los puritanos. Le ayudé a tu abuelo el alguacil cuando con tantos bríos azotó a la cuáquera por las calles de Salem; y fui yo el que le procuró a tu padre la tea de pino embreado, encendida en mi propio hogar, para que le prendiera fuego al poblado de indios durante la guerra del jefe Metacomet. Ambos fueron buenos amigos míos; y dimos más de un paseo agradable por este mismo camino y regresábamos llenos de alegría pasada la medianoche. Por consideración a ellos me gustaría ser tu amigo.
-Si es como usted dice -respondió Goodman Brown-, me sorprende que jamás hablaran de estas cosas; o, en realidad, no me sorprende, en vista de que el menor rumor al respecto los habría expulsado de Nueva Inglaterra. Somos gente de oración y, por si fuera poco, gente de buenas obras, y no practicamos semejantes maldades.
-Maldades o no -dijo el caminante del bastón retorcido-, gozo de un trato muy amplio aquí en Nueva Inglaterra. Los diáconos de más de una parroquia han bebido conmigo el vino de la comunión; los administradores de diversos pueblos consideran que soy su presidente; y en la Asamblea Legislativa la mayoría de los miembros apoya firmemente mis intereses. Además, el Gobernador y yo... Pero esos son secretos de Estado.
-¿Podrá ser cierto? -exclamó Goodman Brown, lanzando una mirada de estupor a su desaprensivo acompañante-. Sea como sea, no tengo nada que ver con el Gobernador o la Asamblea. Ellos hacen lo que les parece y no tienen autoridad sobre un simple granjero como yo. Pero, si yo siguiera con usted, ¿cómo podría darle después la cara a ese buen anciano, a mi pastor en la aldea de Salem? El mero sonido de su voz me pondría a temblar en los días de fiesta y en los días de prédica.
Hasta entonces el caminante de mayor edad había escuchado con la circunspección debida, pero ahora echó a reír de modo incontenible, sacudiéndose con tal violencia que el sinuoso bastón de veras pareció culebrear en concordancia.
-¡Ja, ja, ja! -rió una y otra vez hasta que, recobrando la compostura, dijo-: está bien, continúa Goodman Brown, pero por favor no hagas que me muera de risa.
-Bien, entonces, para que terminemos de una vez con el asunto -dijo Goodman Brown, bastante picado-, está mi esposa, Fe. Le partiría su frágil y tierno corazón; y yo más bien me partiría el mío.
-No, si ese es el caso -respondió el otro-, es mejor que hagas como te parezca, Goodman Brown. Ni por veinte viejas como la que va rengueando allá adelante querría yo que tu Fe sufriera daño alguno.
Al decir esto apuntó con el bastón hacia la silueta de una mujer en el camino, que Goodman Brown reconoció como la de una señora devota y ejemplar que le había enseñado el catecismo en la infancia y que seguía siendo su consejera moral y espiritual, conjuntamente con el pastor y el diácono Gookin.
-Un prodigio, de veras, que la tía Closse ande de noche tan lejos en el bosque -dijo Brown-. Pero con su permiso, amigo, voy a tomar un atajo por el monte hasta que hayamos dejado atrás a esa cristiana. Como no se conocen, podría preguntarme con quién ando asociado y adónde me dirijo.
-Así sea -dijo el acompañante-. Métete por el monte y deja que yo siga por el camino.
Por consiguiente, el joven se desvió. Pero se daba maña para ir observando al compañero, que prosiguió tranquilamente hasta que estuvo a pocos pasos de la vieja señora. Mientras tanto, ella avanzaba como mejor podía, con inusitada rapidez para tratarse de una mujer de tanta edad y mascullando palabras indistintas -una oración, sin duda- al andar. El caminante levantó el bastón y le tocó la nuca marchita con lo que parecía la cola de la serpiente.
-¡El demonio! -chilló la vieja beata.
-¿De modo que la tía Cloyse reconoce a su viejo amigo? -inquirió el viajero, poniéndosele enfrente y apoyándose en el palo retorcido.
-¡Ah, cómo no! ¿Pero efectivamente se trata de su señoría? -exclamó la buena mujer-. Sí, claro, y a imagen y semejanza de mi viejo compinche Goodman Brown, el abuelo del tonto que ahora lleva el nombre. Pero, ¿lo creería su señoría?, mi escoba desapareció como por ensalmo, sospecho que robada por esa bruja sin colgar de la tía Cory, y eso cuando además yo andaba toda ungida de jugo de cañarejo, y de cincoenrama, y de acónito...
-Majado todo con trigo menudo y con la grasa de un recién nacido -dijo la aparición del viejo Goodman Brown.
-¡Ah, su señoría conoce la receta! -exclamó la anciana, soltando un cacareo-. Así que, como venía diciendo, estando lista para la reunión, y sin caballo, me decidí a recorrer a pie todo el camino. Porque me dicen que esta noche vamos a admitir en comunión a un agradable jovencito. Pero ahora su atenta señoría me va a dar el brazo y estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos.
-A duras penas puede ser -contestó su amigo-. No puedo ofrecerle mi brazo, tía Cloyse. Pero aquí tiene mi bastón si lo desea.
Diciendo esto lo arrojó a los pies de la vieja; en donde acaso cobró vida, pues se trataba de uno de los báculos que en tiempos pasados el dueño les facilitara a los magos de Egipto. Sin embargo, Goodman Brown no pudo tomar conocimiento de este hecho. La sorpresa lo había hecho alzar la vista al cielo. Y cuando otra vez bajó los ojos no vio a la tía Cloyse ni al bastón serpentino, sino a su compañero, solo y esperándolo tan tranquilo como si nada hubiera sucedido.
-Esa anciana me enseñó el catecismo -dijo el joven.
Y había todo un mundo de significación en este escueto comentario.
Siguieron andando mientras el mayor exhortaba al otro a que fuera más rápido y a que perseverara en el camino, arguyendo con tanta habilidad que sus razonamientos parecían brotar del pecho de su oyente más bien que sugeridos por él mismo. Arrancó de pasada una rama de arce que le sirviera de bastón y comenzó a despojarla de tallos y retoños, humedecidos por el rocío vespertino. Cuando sus dedos los tocaban, se ajaban de modo singular y se secaban como si hubieran recibido una semana de sol. Y así, a buen paso y sin obstáculos, prosiguió la pareja hasta que, de pronto, en una oscura hondonada del camino, Goodman Brown se sentó en el tocón de un árbol y se negó a seguir adelante.
-Amigo -dijo tercamente-, ya lo he decidido: no voy a dar un paso más en estas andanzas. Qué importa que una vieja desgraciada prefiera irse al diablo cuando yo pensaba que iba a ir al cielo. ¿Es esa una razón para que yo abandone a mi querida Fe y la siga a ella?
-Con el tiempo vas a pensar mejor sobre todo esto -dijo serenamente el conocido-. Quédate aquí sentado y descansa un rato. Y cuando tengas ganas de moverte otra vez, aquí está mi bastón para ayudarte en el camino.
Sin más palabras le arrojó al compañero el palo de arce y se perdió de vista velozmente, como si se hubiera esfumado en las tinieblas cada vez más densas. El joven permaneció sentado un rato a la vera del camino, felicitándose fervorosamente y pensando en la limpia conciencia con que le haría frente al pastor en su paseo matinal y en que no tendría que rehuir la mirada del buen diácono Gookin. ¡Y qué sueño apacible sería el suyo aquella misma noche, que antes iba a emplear malignamente, pero tan pura y dulcemente ahora en los brazos de Fe! Estando absorto en tan placenteras y encomiables meditaciones, Goodman Brown escuchó trancos de caballos por el camino y consideró prudente esconderse en la orilla del bosque, sabedor del culpable propósito que lo había traído hasta ese lugar, aunque ya lo había abandonado felizmente.
Hasta él llegaron el ruido de los cascos y el de las graves y cascadas voces de dos jinetes que charlaban despreocupadamente mientras se iban acercando. Estos sonidos varios parecieron pasar a unos cuantos pasos del escondite del joven. Pero, sin duda debido a la espesura de la oscuridad en aquel paraje singular, no se vieron los viajeros ni sus bestias. Si bien rozaron con el cuerpo las bajas frondas que bordeaban el camino, no pudo verse que interceptaran ni por un instante el tenue resplandor que provenía de la franja de cielo contra la cual habían debido recortarse. Goodman Brown se acurrucó y se empinó por turnos, apartando las ramas y asomando la cabeza hasta donde se atrevió, sin discernir una sombra siquiera. Esto lo inquietó aún más, porque podría haber jurado que, si tal cosa fuera posible, había reconocido las voces del pastor y el diácono Gookin, quienes cabalgaban a trote corto, en calma, como solían hacer cuando iban rumbo a una ordenación o un concilio de iglesias. Mientras estaban todavía al alcance del oído, uno de los jinetes se detuvo a sacar una fusta.
-De las dos, su reverencia -dijo la voz parecida a la del diácono-, preferiría perderme la cena de ordenación y no la reunión de esta noche. Dicen que algunos miembros de nuestra comunidad van a venir de Falmouth y más lejos, y otros de Connecticut y Rhode Island, aparte de varios indios hechiceros que, a su manera, saben tanto de artes diabólicas como los mejores de los nuestros. Además, hay una joven de buenas aptitudes que vamos a admitir en comunión .
-¡Excelente, diácono Gookin! -respondió el timbre solemne y cascado del pastor-. Piquemos las espuelas o llegaremos tarde. No puede hacerse nada, ya lo sabes, hasta que yo no esté sobre el terreno.
Se escuchó otra vez el ruido de los cascos. Y las voces que tan extrañamente conversaban en el aire vacío siguieron bosque adentro, en donde nunca se había congregado iglesia alguna o había rezado ningún cristiano solitario. ¿Adónde entonces podían dirigirse estos hombres de Dios, en las entrañas de la selva pagana?
A punto de irse al suelo, desfalleciente y agobiado por un infinito malestar del corazón, el joven Goodman Brown tuvo que agarrarse a un árbol para sostenerse. Alzó la vista al firmamento, dudando si en realidad había un cielo sobre su cabeza. Sin embargo, allá estaba la bóveda azul; y los luceros titilando en ella.
-Con el cielo arriba y con Fe en la tierra seguiré firme contra el demonio!-gritó Goodman Brown.
En tanto que miraba fijamente la profunda bóveda celeste con las manos levantadas para orar, una nube, a pesar de que el viento no soplaba, cubrió el cenit rápidamente y ocultó las estrellas que lo iluminaban. Todavía se veía el cielo azul, excepto en la zona que quedaba directamente arriba, por donde la masa nubosa surcaba veloz con dirección al norte. Desde los aires, como viniendo de las profundidades de la nube, descendía un sonido de voces equívoco y confuso. Por un instante él creyó distinguir los acentos de gentes de su pueblo, hombres y mujeres, unos píos y otros profanos, con muchos de los cuales se había encontrado en la mesa de la santa cena mientras a otros los había visto de farra en la taberna. Tan indistintos eran los sonidos, que al momento dudó haber oído otra cosa que el murmullo del viejo bosque, susurrando sin viento. Pero otra vez cobraron fuerza aquellos tonos familiares que escuchaba a diario bajo el sol de la aldea de Salem, mas nunca hasta el presente procedentes de una nube de sombras. Había una voz, la de una joven, que profería lamentos, aunque lo hacía con una pena incierta, y que imploraba alguna merced que acaso le afligiría obtener; mientras la turba invisible, justos y pecadores, parecía alentarla a que siguiera adelante.
-¡Fe! -exclamó Goodman Brown, con un grito de agonía y desesperación; y los ecos del bosque lo imitaron, gritando "¡Fe, Fe!" como si un coro de infelices anduviera perplejo buscándola por todos los rincones de la espesura.
El alarido de terror, furia y congoja hendía la noche mientras el desdichado esposo contenía el aliento esperando respuesta. Se escuchó un grito, de inmediato ahogado por un recrudecer del vocerío, que se fue apagando en medio de remotas carcajadas a medida que la nube se perdía en lontananza, dejando el cielo claro y silencioso sobre Goodman Brown. Pero algo liviano cayó revoloteando por el aire y se enganchó en la rama de un árbol. El joven lo tomó y se encontró con una cinta rosa.
-¡Mi Fe se ha ido! -gimió, tras un momento de estupefacción-. No existe el bien sobre la tierra. Y el pecado es sólo un nombre. Ven pues, demonio; ya que este mundo a ti te ha sido adjudicado.
Y enloquecido de desesperación, de tal manera que estuvo riendo en voz alta un largo rato, Goodman Brown agarró el bastón y partió otra vez, con tal velocidad que parecía volar sobre el camino más bien que andar o que correr. La senda se fue haciendo cada vez más agreste y más tétrica y su trazo cada vez más borroso, hasta que desapareció del todo, abandonándolo en las entrañas de la selva oscura. Pero él siguió adelante, propulsado vertiginosamente por el instinto que guía a los hombres hacia el mal. El bosque todo estaba poblado de sonidos horrísonos: crujidos de los árboles, aullidos de fieras, ululares de indios; mientras que a ratos el viento tañía como la campana de una iglesia lejana y a ratos envolvía al viajero en un rugido penetrante, como si la naturaleza en pleno se burlara de él. Pero él mismo era el horror principal de esta escena y no se amilanaba con los demás horrores.
-¡Ja, ja ja!-estallaba estrepitosamente Goodman Brown cuando el viento se reía de él-. Vamos a ver quién ríe más fuerte. No creas que vas a asustarme con tus artes satánicas. ¡Vengan brujas, vengan magos, vengan indios hechiceros, venga hasta el diablo mismo, que aquí viene Goodman Brown! ¡No hay razón para que no le teman tanto cómo él les teme a ustedes!
Ciertamente, en todo el bosque encantado no podía haber nada más aterrador que el espectáculo de Goodman Brown. Volaba entre los negros pinos blandiendo el bastón con ademanes de locura, ya dando rienda suelta a una andanada de blasfemias horribles, ya profiriendo risotadas que hacían que todos los ecos de la selva rompieran a reír como demonios a su alrededor. El Maligno en persona es menos espantoso que cuando rabia en el pecho de un hombre. Y así el endemoniado siguió su veloz curso, hasta que, temblorosa a través del follaje, divisó al frente una luz roja, como cuando los troncos y las ramazones de los árboles talados de un desmonte son pasto de las llamas y arrojan contra el cielo un fulgor espectral a la hora de la medianoche. Se detuvo, aprovechando que amainaba la tormenta que lo había impelido, y escuchó elevarse el canto de lo que parecía ser un himno, cuyas cadencias majestuosas venían desde lejos con el peso de numerosas voces. Él conocía la música; el coro del templo de la aldea la entonaba con frecuencia. Los ecos de la letra se iban extinguiendo con cierta pesadez y fueron prolongados por otro coro, no de voces humanas, sino de todos los sonidos de la naturaleza anochecida, que tronaron a un tiempo en atroz armonía. Goodman Brown lanzó un grito que se perdió para su propio oído, pues lo hizo al unísono con este grito de la selva.
Enseguida, durante la pausa de silencio, se adelantó furtivamente hasta que el resplandor pegó de lleno en sus ojos. En un extremo del claro, enmarcado por la negra muralla del bosque, se levantaba una roca que tenía cierto parecido tosco y natural con un altar o un púlpito. Estaba rodeada por cuatro pinos llameantes, los copos encendidos, los troncos intactos, como los cirios de un oficio nocturno. La fronda que cubría la cima de la roca ardía toda, hiriendo la noche con altas llamaradas y alumbrando caprichosamente el descampado entero. Cada gajo colgante, cada festón de hojas estaba envuelto en llamas. Al ritmo que crecía o se atenuaba la refulgencia roja, una nutrida congregación se iluminaba, desaparecía entre las sombras y resurgía, por así decirlo, de las tinieblas, poblando en el acto el corazón del bosque solitario.
-Solemne compañía ataviada de negro -se dijo Goodman Brown.
Esto era cierto. Allí, fluctuando ya más cerca, ya más lejos, entre el resplandor y la penumbra, aparecían rostros que al día siguiente se verían en el Consejo Provincial y otros que, domingo tras domingo, desde los más sagrados púlpitos de la comarca dirigían con devoción la vista al cielo y con benignidad a los bancos atestados de fieles. Hay quienes aseguran que la señora del Gobernador estuvo allí. Al menos vinieron altas damas muy cercanas a ella; y las mujeres de maridos ilustres; y viudas, en gran cantidad; y vetustas solteronas, todas de intachable reputación; y bellas jovencitas que temblaban por miedo a que sus madres alcanzaran a verlas. O bien los súbitos relámpagos que cintilaban sobre el campo oscuro deslumbraron a Goodman Brown, o él reconoció a una veintena de miembros de la Iglesia de la aldea de Salem famosos por su extraordinaria santidad. El viejo y bueno del diácono Gookin había llegado y aguardaba al lado de ese santo venerable, su pastor respetado. Pero en asociación irreverente con estas personas graves, honestas y devotas, estos patriarcas de la Iglesia, estas castas damas y estas vírgenes puras, había hombres de vida disoluta y mujeres de honra mancillada, desdichados entregados a todo vicio ruin e inmundo, e incluso sospechosos de crímenes horrendos. Era extraño ver cómo los buenos no esquivaban a los malos, cómo los pecadores no sentían vergüenza de los santos. Dispersos entre sus enemigos carapálidas estaban también los sacerdotes indios o chamanes, que tantas veces habían sembrado el pánico en su bosque nativo con conjuros más terribles que cualquiera de los conocidos por la brujería de Inglaterra.
-¿Pero dónde está Fe? -pensaba Goodman Brown, estremeciéndose a medida que el corazón se le llenaba de esperanza.
Se elevó otro verso del himno, una melodía lenta y pesarosa, de esas que aman los beatos, pero acoplada a palabras que expresaban todo lo que nuestra naturaleza puede concebir sobre el pecado y que insinuaban turbiamente mucho más. Insondable para los simples mortales es el saber de los espíritus del mal. Se cantaba un verso tras otro y el coro de la selva seguía elevándose en las pausas como la nota más profunda de un poderoso órgano. Y con la última cadencia de aquel himno horripilante se elevó un estridor, como si el viento que rugía, las aguas que corrían a chorros, las fieras que aullaban y todas las voces del desconcierto de la selva se mezclaran y armonizaran con la voz del hombre culpable en homenaje al Príncipe de todos. Los cuatro pinos encendidos despidieron una llama más alta y alumbraron vagos rostros y figuras monstruosas remontadas en las espirales de humo que se cernían sobre la sacrílega asamblea. En el mismo momento el fuego de la roca se avivó con rojos estallidos y formó un arco incandescente sobre su superficie, en donde ahora aparecía una silueta.
Dicho sea con la debida reverencia, ésta tenía un parecido no muy leve, tanto en las vestiduras como en el porte, con la de algún importante clérigo de las iglesias de Nueva Inglaterra.
-¡Traigan a los conversos! -gritó un vozarrón que retumbó en el claro y cuyos ecos se perdieron en el bosque.
Al escuchar la orden, Goodman Brown abandonó las sombras y se acercó a la congregación, hacia la cual sentía una repugnante fraternidad, por concordancia de todo lo que en su corazón era perverso. Casi podría haber jurado que la aparición de su difunto padre le hacía señas para que avanzara, mirándolo desde una vedija de humo, mientras que una mujer con desvaído gesto de desesperación extendía la mano para prevenirlo. ¿Era su madre? Pero él no tuvo fuerzas para retroceder un solo paso, ni para resistirse, aun de pensamiento, cuando el pastor y el buen diácono Gookin lo tomaron de los brazos y lo condujeron a la roca incendiada. Allí llegó también la esbelta figura de una mujer cubierta con un velo, arrastrada entre la tía Cloyse, aquella pía maestra de catecismo, y Martha Carrier, a quien el diablo le había prometido el trono del infierno, bruja desvergonzada como era. Los prosélitos fueron ubicados bajo la cúpula de fuego.
-Bienvenidos, hijos míos -dijo la aparición misteriosa-, a la comunión de la raza de ustedes. Han descubierto, así tan jóvenes, su naturaleza y su destino. Hijos míos, miren tras de ustedes.
Se volvieron y contemplaron a los adoradores del demonio, que con un fogonazo, por así decirlo, aparecieron retratados contra una cortina de candela.
En cada rostro fulguraba una siniestra sonrisa de saludo.
-Allí -prosiguió la figura renegrida- están todos los que han venerado desde niños. Ustedes los consideran más santos que ustedes y aborrecen su pecado, poniéndolo en contraste con sus vidas de rectitud y de devotas aspiraciones celestiales. Sin embargo, aquí están todos en mi asamblea de adoradores. Esta noche les será permitido conocer sus actos secretos: cómo han susurrado los ancianos de la Iglesia, tras sus barbas blanquecinas, palabras de lujuria a las doncellas de sus casas; cómo, ávida de luto, más de una mujer le ha dado a su marido un bebedizo a la hora de acostarse y ha dejado que duerma el postrer sueño en su regazo; cómo se han dado prisa algunos jóvenes imberbes para heredar las fortunas de sus padres; y cómo las lindas damiselas -no se ruboricen, dulces muchachas- han cavado pequeñas tumbas en el jardín y me han convidado, como único invitado, al funeral de una criatura. Por la simpatía que hacia el pecado sienten sus corazones humanos, rastrearán todos los lugares, bien sea la iglesia, la alcoba, la calle, el campo o el bosque, en donde el crimen ha sido perpetrado; y se regocijarán al ver que el mundo entero es una mácula de culpa, una descomunal mancha de sangre. Mucho más que esto: les será dado columbrar en cada pecho el profundo misterio del pecado, la fuente de todas las artes malignas, la cual genera de modo inagotable tal cantidad de malvados impulsos, que ni el poder humano ni mi suma potencia serían capaces de convertirlos en acciones. Y ahora, hijos míos, mírense unos a otros.
Así lo hicieron. Y bajo el resplandor de las antorchas infernales el desgraciado joven descubrió a su Fe, y ella a su marido, estremecidos ante aquel altar profano.
-¡Miren! Ahí están, hijos míos -dijo la aparición con tonos hondos y solemnes, casi tristes en su desconsolada atrocidad, como si su antigua naturaleza angélica todavía pudiera llorar por nuestra raza abyecta-. Confiando en sus respectivos corazones, todavía esperaban que la virtud no fuera sólo un sueño. Ahora han salido del engaño. El mal es la naturaleza de la humanidad. El mal ha de ser su única dicha. Otra vez bienvenidos, hijos míos, a la comunión de su raza.
-¡Bienvenidos! -corearon los adoradores del Maligno, con un grito de desesperación y de victoria.
Y allí seguían ellos, los dos únicos, según parecía, que todavía vacilaban al borde de la perversidad en este mundo tenebroso. Labrada en la roca había una pila natural. ¿Contenía agua, enrojecida por la luz espectral? ¿O sangre? ¿O acaso fuego líquido? Allí introdujo la mano la aparición del mal, preparándose para imponerles en la frente la señal del bautismo de modo que pudieran compartir el misterio del pecado y fueran más conscientes de la culpa secreta de los otros, tanto de obra como de pensamiento más de lo que por su propia cuenta podían ser ahora. El marido dirigió una mirada a la pálida esposa; y Fe lo miró a él. Otra mirada, y se verían como corruptos infelices, temblando tanto por lo que revelaban como por lo que descubrían.
-¡Fe, Fe! -gritó el esposo-. ¡Mira hacia el cielo y repudia al maligno!
No supo si Fe obedeció. Acabando de hablar se encontró en medio de la noche tranquila y de la soledad, escuchando el bramido del viento que se iba extinguiendo por el bosque. Tambaleándose, tropezó con la roca, que estaba fría y húmeda. Una ramita que colgaba y que había estado ardiendo le salpicó la mejilla con el rocío más helado.
Al otro día el joven Goodman Brown entró despacio por la calle de la aldea de Salem, mirando con asombro en derredor como un hombre perplejo. El anciano pastor, que daba un paseo por el cementerio haciendo apetito para el desayuno y preparando el sermón, le concedió una bendición cuando lo vio pasar. Goodman Brown huyó del venerable santo como evitando un anatema. El viejo diácono Gookin se encontraba enfrascado en el culto doméstico y las sagradas palabras de sus rezos se escuchaban salir por la ventana.
-¿A qué deidad rezará el brujo? -se preguntó Goodman Brown.
La tía Cloyse, esa eximia cristiana de antaño, disfrutaba del sol tempranero ante la verja de su casa, catequizando a una niñita que le había traído una pinta de leche ordeñada esa mañana. Goodman Brown arrebató a la niña de su sitio como si la librara de las garras del Maligno. Al doblar la esquina del templo divisó la cabeza de Fe, con las cintas rosadas, que atisbaba de lejos con ansiedad y que prorrumpió en tal alegría de verlo, que salió disparada por la calle y casi besa a su marido frente a toda la aldea. Pero Goodman Brown la miró a la cara con severidad y con tristeza y pasó de largo, sin siquiera un saludo.
¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el bosque y tan sólo tuvo un sueño turbulento sobre un aquelarre3?
Que así sea, si usted quiere. Pero ¡ay! fue un sueño de mal augurio para el joven Goodman Brown. En efecto, a partir de esa noche del sueño pavoroso se convirtió en un hombre inflexible, triste, meditabundo y desconfiado, si no desesperado. En el día domingo, cuando la congregación entonaba un salmo sagrado, no podía escuchar porque un ensordecedor himno de pecado se agolpaba en sus oídos y sofocaba por completo los acordes benditos. Cuando el pastor predicaba desde el púlpito con vigor y febril elocuencia y, con la mano en la Biblia abierta, hablaba de las verdades sagradas de nuestra religión, de vidas santas y de muertes triunfantes, de la dicha futura o la infelicidad inexpresable, entonces Goodman Brown se ponía lívido, temeroso de que el techo se fuera a desplomar sobre el viejo blasfemo y sus oyentes. Con frecuencia, despertando de pronto a medianoche, se apartaba del regazo de Fe. Y de mañana o al atardecer, cuando la familia se arrodillaba en oración, fruncía el ceño y murmuraba para sí, miraba con severidad a su mujer y volvía la cabeza. Y cuando hubo vivido largos años y su blanco cadáver fue llevado a la tumba, seguido por Fe, una mujer envejecida, y por hijos y nietos, un cortejo nutrido sin contar los vecinos, que no eran pocos, no esculpieron en su lápida ningún versículo de esperanza, ya que la hora de su muerte fue sombría".
Nathaniel Hawthorne
-Corazón mío -susurró suavemente y con un dejo de tristeza cuando sus labios le rozaron la oreja-, te suplico que postergues el viaje hasta la madrugada y que esta noche duermas en tu cama. A una mujer cuando se queda sola la perturban tales sueños y tales pensamientos, que a veces tiene miedo de sí misma. Te lo ruego, quédate conmigo esta noche, entre todas las noches del año.
-Mi amor y mi Fe -replicó el joven Goodman Brown-, entre todas las noches del año, tengo que pasar esta única noche lejos de ti. Mi viaje, como tú lo llamas, sin falta debe hacerse de ida y vuelta de aquí al amanecer. ¡Cómo! Mi dulce, bella esposa, ¿dudas tú ya de mí, cuando apenas llevamos tres meses de casados?
-Siendo así, que Dios te bendiga -dijo Fe, la de las cintas rosas-; y ojalá encuentres todo bien a tu regreso.
-Amén -respondió Goodman Brown-. Reza tus oraciones, querida Fe, acuéstate temprano y nada malo va a ocurrirte.
Así se despidieron. Y el joven prosiguió su camino hasta que, a punto de doblar la esquina del templo, miró hacia atrás y vio la cabeza de Fe todavía asomada, contemplándolo con aire melancólico a pesar de las cintas rosadas.
"Pobrecita Fe -pensó, puesto que el corazón lo castigaba-. ¡Soy un canalla, dejarla para embarcarme en semejante cometido! Ella también habla de sueños. Mientras lo hacía me pareció ver angustia en su rostro, como si un sueño la hubiera prevenido sobre la clase de tarea que esta noche ha de llevarse a cabo. ¡Pero no, no; la mataría el solo pensarlo! En fin, ella es un ángel bendito en este mundo; y después de esta única noche me coseré a sus faldas y la seguiré hasta el cielo."
Con esta excelente decisión para el futuro Goodman Brown se sintió justificado para apurarse todavía más en su presente propósito maligno. Había cogido por un camino lúgubre, oscurecido por los árboles más siniestros del bosque, que apenas si se hacían a un lado para dejar que la trocha se escurriera entre ellos, cerrándose en el acto por detrás. La ruta no podía ser más despoblada; y en tales soledades se presenta la particularidad de que el viajero ignora si hay alguien escondido tras los innumerables troncos y arriba en el ramaje, de modo que al andar a solas puede así y todo estar pasando en medio de una multitud invisible.
"Detrás de cada árbol puede haber un indio endemoniado -se dijo Goodman Brown, mirando para atrás mientras añadía-: ¡Hasta el diablo en persona me puede estar pisando los talones!"
Así, con la cabeza vuelta, dobló un recodo del camino. Cuando volvió a mirar de frente avistó la silueta de un hombre trajeado de modo sobrio y digno, que esperaba sentado al pie de un árbol añoso y que se levantó cuando él estuvo cerca para seguirle el paso hombro a hombro.
-Llegas tarde, Goodman Brown -le dijo-. El reloj de la iglesia de Old South daba la hora cuando pasé por Boston y eso fue hace quince minutos cumplidos.
-Fe me detuvo un rato -replicó el joven, con la voz temblorosa por la súbita aparición del compañero, aunque no era del todo inesperada.
El bosque estaba ya sumido en las sombras, más intensas en el paraje por el que transitaban. Hasta donde podía discernirse, el segundo viajero aparentaba unos cincuenta años, por lo visto ocupaba un rango social similar al de Goodman Brown y se le parecía bastante, quizás más en el porte que en los rasgos. Con todo, podrían pasar por padre e hijo. No obstante, aunque el mayor vestía de modo tan sencillo como el joven e igualmente sencillo era su comportamiento, tenía el aire indescriptible de alguien que conocía el mundo y que no se habría sentido apocado en la mesa de banquetes del Gobernador o en la corte del rey Guillermo, de ser posible que hasta allá lo hubieran conducido sus asuntos. Pero la única cosa en su persona que se podría señalar como extraordinaria era su bastón, que tenía la apariencia de una gran culebra negra y estaba labrado de modo tan curioso que parecía enroscarse y retorcerse por sí solo, como una serpiente viva. Esto, por supuesto, debía de ser una ilusión óptica, favorecida por la luz incierta.
-Vamos, Goodman Brown -lo llamó el compañero de jornada-, este paso es muy lento para empezar un viaje. Toma mi bastón, si es que tan pronto te has cansado.
-Amigo -dijo el otro, que de la marcha lenta pasó a parar del todo-, ya cumplí con el pacto encontrándonos aquí; y ahora mi intención es devolverme al punto de partida. Tengo escrúpulos respecto del asunto que sabemos.
-¿Conque eso dices? -respondió el de la serpiente, riendo para sí-. De todos modos sigamos caminando mientras lo discutimos; y si no te convenzo, te devuelves. Todavía no hemos recorrido más que un corto trecho.
-¡Demasiado lejos, demasiado! -exclamó el joven esposo, reanudando la marcha sin darse cuenta-. Mi padre nunca se adentró en el bosque para emprender semejante aventura, ni antes su padre. Desde los tiempos de los mártires hemos sido un linaje de hombres honrados y buenos cristianos; y yo sería el primer Brown en tomar por este camino y andar...
-En semejante compañía, ibas a decir -observó el personaje mayor, interpretando la pausa-. ¡Bien dicho, Goodman Brown! Conozco a tu familia tan bien como a ninguna otra entre los puritanos. Le ayudé a tu abuelo el alguacil cuando con tantos bríos azotó a la cuáquera por las calles de Salem; y fui yo el que le procuró a tu padre la tea de pino embreado, encendida en mi propio hogar, para que le prendiera fuego al poblado de indios durante la guerra del jefe Metacomet. Ambos fueron buenos amigos míos; y dimos más de un paseo agradable por este mismo camino y regresábamos llenos de alegría pasada la medianoche. Por consideración a ellos me gustaría ser tu amigo.
-Si es como usted dice -respondió Goodman Brown-, me sorprende que jamás hablaran de estas cosas; o, en realidad, no me sorprende, en vista de que el menor rumor al respecto los habría expulsado de Nueva Inglaterra. Somos gente de oración y, por si fuera poco, gente de buenas obras, y no practicamos semejantes maldades.
-Maldades o no -dijo el caminante del bastón retorcido-, gozo de un trato muy amplio aquí en Nueva Inglaterra. Los diáconos de más de una parroquia han bebido conmigo el vino de la comunión; los administradores de diversos pueblos consideran que soy su presidente; y en la Asamblea Legislativa la mayoría de los miembros apoya firmemente mis intereses. Además, el Gobernador y yo... Pero esos son secretos de Estado.
-¿Podrá ser cierto? -exclamó Goodman Brown, lanzando una mirada de estupor a su desaprensivo acompañante-. Sea como sea, no tengo nada que ver con el Gobernador o la Asamblea. Ellos hacen lo que les parece y no tienen autoridad sobre un simple granjero como yo. Pero, si yo siguiera con usted, ¿cómo podría darle después la cara a ese buen anciano, a mi pastor en la aldea de Salem? El mero sonido de su voz me pondría a temblar en los días de fiesta y en los días de prédica.
Hasta entonces el caminante de mayor edad había escuchado con la circunspección debida, pero ahora echó a reír de modo incontenible, sacudiéndose con tal violencia que el sinuoso bastón de veras pareció culebrear en concordancia.
-¡Ja, ja, ja! -rió una y otra vez hasta que, recobrando la compostura, dijo-: está bien, continúa Goodman Brown, pero por favor no hagas que me muera de risa.
-Bien, entonces, para que terminemos de una vez con el asunto -dijo Goodman Brown, bastante picado-, está mi esposa, Fe. Le partiría su frágil y tierno corazón; y yo más bien me partiría el mío.
-No, si ese es el caso -respondió el otro-, es mejor que hagas como te parezca, Goodman Brown. Ni por veinte viejas como la que va rengueando allá adelante querría yo que tu Fe sufriera daño alguno.
Al decir esto apuntó con el bastón hacia la silueta de una mujer en el camino, que Goodman Brown reconoció como la de una señora devota y ejemplar que le había enseñado el catecismo en la infancia y que seguía siendo su consejera moral y espiritual, conjuntamente con el pastor y el diácono Gookin.
-Un prodigio, de veras, que la tía Closse ande de noche tan lejos en el bosque -dijo Brown-. Pero con su permiso, amigo, voy a tomar un atajo por el monte hasta que hayamos dejado atrás a esa cristiana. Como no se conocen, podría preguntarme con quién ando asociado y adónde me dirijo.
-Así sea -dijo el acompañante-. Métete por el monte y deja que yo siga por el camino.
Por consiguiente, el joven se desvió. Pero se daba maña para ir observando al compañero, que prosiguió tranquilamente hasta que estuvo a pocos pasos de la vieja señora. Mientras tanto, ella avanzaba como mejor podía, con inusitada rapidez para tratarse de una mujer de tanta edad y mascullando palabras indistintas -una oración, sin duda- al andar. El caminante levantó el bastón y le tocó la nuca marchita con lo que parecía la cola de la serpiente.
-¡El demonio! -chilló la vieja beata.
-¿De modo que la tía Cloyse reconoce a su viejo amigo? -inquirió el viajero, poniéndosele enfrente y apoyándose en el palo retorcido.
-¡Ah, cómo no! ¿Pero efectivamente se trata de su señoría? -exclamó la buena mujer-. Sí, claro, y a imagen y semejanza de mi viejo compinche Goodman Brown, el abuelo del tonto que ahora lleva el nombre. Pero, ¿lo creería su señoría?, mi escoba desapareció como por ensalmo, sospecho que robada por esa bruja sin colgar de la tía Cory, y eso cuando además yo andaba toda ungida de jugo de cañarejo, y de cincoenrama, y de acónito...
-Majado todo con trigo menudo y con la grasa de un recién nacido -dijo la aparición del viejo Goodman Brown.
-¡Ah, su señoría conoce la receta! -exclamó la anciana, soltando un cacareo-. Así que, como venía diciendo, estando lista para la reunión, y sin caballo, me decidí a recorrer a pie todo el camino. Porque me dicen que esta noche vamos a admitir en comunión a un agradable jovencito. Pero ahora su atenta señoría me va a dar el brazo y estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos.
-A duras penas puede ser -contestó su amigo-. No puedo ofrecerle mi brazo, tía Cloyse. Pero aquí tiene mi bastón si lo desea.
Diciendo esto lo arrojó a los pies de la vieja; en donde acaso cobró vida, pues se trataba de uno de los báculos que en tiempos pasados el dueño les facilitara a los magos de Egipto. Sin embargo, Goodman Brown no pudo tomar conocimiento de este hecho. La sorpresa lo había hecho alzar la vista al cielo. Y cuando otra vez bajó los ojos no vio a la tía Cloyse ni al bastón serpentino, sino a su compañero, solo y esperándolo tan tranquilo como si nada hubiera sucedido.
-Esa anciana me enseñó el catecismo -dijo el joven.
Y había todo un mundo de significación en este escueto comentario.
Siguieron andando mientras el mayor exhortaba al otro a que fuera más rápido y a que perseverara en el camino, arguyendo con tanta habilidad que sus razonamientos parecían brotar del pecho de su oyente más bien que sugeridos por él mismo. Arrancó de pasada una rama de arce que le sirviera de bastón y comenzó a despojarla de tallos y retoños, humedecidos por el rocío vespertino. Cuando sus dedos los tocaban, se ajaban de modo singular y se secaban como si hubieran recibido una semana de sol. Y así, a buen paso y sin obstáculos, prosiguió la pareja hasta que, de pronto, en una oscura hondonada del camino, Goodman Brown se sentó en el tocón de un árbol y se negó a seguir adelante.
-Amigo -dijo tercamente-, ya lo he decidido: no voy a dar un paso más en estas andanzas. Qué importa que una vieja desgraciada prefiera irse al diablo cuando yo pensaba que iba a ir al cielo. ¿Es esa una razón para que yo abandone a mi querida Fe y la siga a ella?
-Con el tiempo vas a pensar mejor sobre todo esto -dijo serenamente el conocido-. Quédate aquí sentado y descansa un rato. Y cuando tengas ganas de moverte otra vez, aquí está mi bastón para ayudarte en el camino.
Sin más palabras le arrojó al compañero el palo de arce y se perdió de vista velozmente, como si se hubiera esfumado en las tinieblas cada vez más densas. El joven permaneció sentado un rato a la vera del camino, felicitándose fervorosamente y pensando en la limpia conciencia con que le haría frente al pastor en su paseo matinal y en que no tendría que rehuir la mirada del buen diácono Gookin. ¡Y qué sueño apacible sería el suyo aquella misma noche, que antes iba a emplear malignamente, pero tan pura y dulcemente ahora en los brazos de Fe! Estando absorto en tan placenteras y encomiables meditaciones, Goodman Brown escuchó trancos de caballos por el camino y consideró prudente esconderse en la orilla del bosque, sabedor del culpable propósito que lo había traído hasta ese lugar, aunque ya lo había abandonado felizmente.
Hasta él llegaron el ruido de los cascos y el de las graves y cascadas voces de dos jinetes que charlaban despreocupadamente mientras se iban acercando. Estos sonidos varios parecieron pasar a unos cuantos pasos del escondite del joven. Pero, sin duda debido a la espesura de la oscuridad en aquel paraje singular, no se vieron los viajeros ni sus bestias. Si bien rozaron con el cuerpo las bajas frondas que bordeaban el camino, no pudo verse que interceptaran ni por un instante el tenue resplandor que provenía de la franja de cielo contra la cual habían debido recortarse. Goodman Brown se acurrucó y se empinó por turnos, apartando las ramas y asomando la cabeza hasta donde se atrevió, sin discernir una sombra siquiera. Esto lo inquietó aún más, porque podría haber jurado que, si tal cosa fuera posible, había reconocido las voces del pastor y el diácono Gookin, quienes cabalgaban a trote corto, en calma, como solían hacer cuando iban rumbo a una ordenación o un concilio de iglesias. Mientras estaban todavía al alcance del oído, uno de los jinetes se detuvo a sacar una fusta.
-De las dos, su reverencia -dijo la voz parecida a la del diácono-, preferiría perderme la cena de ordenación y no la reunión de esta noche. Dicen que algunos miembros de nuestra comunidad van a venir de Falmouth y más lejos, y otros de Connecticut y Rhode Island, aparte de varios indios hechiceros que, a su manera, saben tanto de artes diabólicas como los mejores de los nuestros. Además, hay una joven de buenas aptitudes que vamos a admitir en comunión .
-¡Excelente, diácono Gookin! -respondió el timbre solemne y cascado del pastor-. Piquemos las espuelas o llegaremos tarde. No puede hacerse nada, ya lo sabes, hasta que yo no esté sobre el terreno.
Se escuchó otra vez el ruido de los cascos. Y las voces que tan extrañamente conversaban en el aire vacío siguieron bosque adentro, en donde nunca se había congregado iglesia alguna o había rezado ningún cristiano solitario. ¿Adónde entonces podían dirigirse estos hombres de Dios, en las entrañas de la selva pagana?
A punto de irse al suelo, desfalleciente y agobiado por un infinito malestar del corazón, el joven Goodman Brown tuvo que agarrarse a un árbol para sostenerse. Alzó la vista al firmamento, dudando si en realidad había un cielo sobre su cabeza. Sin embargo, allá estaba la bóveda azul; y los luceros titilando en ella.
-Con el cielo arriba y con Fe en la tierra seguiré firme contra el demonio!-gritó Goodman Brown.
En tanto que miraba fijamente la profunda bóveda celeste con las manos levantadas para orar, una nube, a pesar de que el viento no soplaba, cubrió el cenit rápidamente y ocultó las estrellas que lo iluminaban. Todavía se veía el cielo azul, excepto en la zona que quedaba directamente arriba, por donde la masa nubosa surcaba veloz con dirección al norte. Desde los aires, como viniendo de las profundidades de la nube, descendía un sonido de voces equívoco y confuso. Por un instante él creyó distinguir los acentos de gentes de su pueblo, hombres y mujeres, unos píos y otros profanos, con muchos de los cuales se había encontrado en la mesa de la santa cena mientras a otros los había visto de farra en la taberna. Tan indistintos eran los sonidos, que al momento dudó haber oído otra cosa que el murmullo del viejo bosque, susurrando sin viento. Pero otra vez cobraron fuerza aquellos tonos familiares que escuchaba a diario bajo el sol de la aldea de Salem, mas nunca hasta el presente procedentes de una nube de sombras. Había una voz, la de una joven, que profería lamentos, aunque lo hacía con una pena incierta, y que imploraba alguna merced que acaso le afligiría obtener; mientras la turba invisible, justos y pecadores, parecía alentarla a que siguiera adelante.
-¡Fe! -exclamó Goodman Brown, con un grito de agonía y desesperación; y los ecos del bosque lo imitaron, gritando "¡Fe, Fe!" como si un coro de infelices anduviera perplejo buscándola por todos los rincones de la espesura.
El alarido de terror, furia y congoja hendía la noche mientras el desdichado esposo contenía el aliento esperando respuesta. Se escuchó un grito, de inmediato ahogado por un recrudecer del vocerío, que se fue apagando en medio de remotas carcajadas a medida que la nube se perdía en lontananza, dejando el cielo claro y silencioso sobre Goodman Brown. Pero algo liviano cayó revoloteando por el aire y se enganchó en la rama de un árbol. El joven lo tomó y se encontró con una cinta rosa.
-¡Mi Fe se ha ido! -gimió, tras un momento de estupefacción-. No existe el bien sobre la tierra. Y el pecado es sólo un nombre. Ven pues, demonio; ya que este mundo a ti te ha sido adjudicado.
Y enloquecido de desesperación, de tal manera que estuvo riendo en voz alta un largo rato, Goodman Brown agarró el bastón y partió otra vez, con tal velocidad que parecía volar sobre el camino más bien que andar o que correr. La senda se fue haciendo cada vez más agreste y más tétrica y su trazo cada vez más borroso, hasta que desapareció del todo, abandonándolo en las entrañas de la selva oscura. Pero él siguió adelante, propulsado vertiginosamente por el instinto que guía a los hombres hacia el mal. El bosque todo estaba poblado de sonidos horrísonos: crujidos de los árboles, aullidos de fieras, ululares de indios; mientras que a ratos el viento tañía como la campana de una iglesia lejana y a ratos envolvía al viajero en un rugido penetrante, como si la naturaleza en pleno se burlara de él. Pero él mismo era el horror principal de esta escena y no se amilanaba con los demás horrores.
-¡Ja, ja ja!-estallaba estrepitosamente Goodman Brown cuando el viento se reía de él-. Vamos a ver quién ríe más fuerte. No creas que vas a asustarme con tus artes satánicas. ¡Vengan brujas, vengan magos, vengan indios hechiceros, venga hasta el diablo mismo, que aquí viene Goodman Brown! ¡No hay razón para que no le teman tanto cómo él les teme a ustedes!
Ciertamente, en todo el bosque encantado no podía haber nada más aterrador que el espectáculo de Goodman Brown. Volaba entre los negros pinos blandiendo el bastón con ademanes de locura, ya dando rienda suelta a una andanada de blasfemias horribles, ya profiriendo risotadas que hacían que todos los ecos de la selva rompieran a reír como demonios a su alrededor. El Maligno en persona es menos espantoso que cuando rabia en el pecho de un hombre. Y así el endemoniado siguió su veloz curso, hasta que, temblorosa a través del follaje, divisó al frente una luz roja, como cuando los troncos y las ramazones de los árboles talados de un desmonte son pasto de las llamas y arrojan contra el cielo un fulgor espectral a la hora de la medianoche. Se detuvo, aprovechando que amainaba la tormenta que lo había impelido, y escuchó elevarse el canto de lo que parecía ser un himno, cuyas cadencias majestuosas venían desde lejos con el peso de numerosas voces. Él conocía la música; el coro del templo de la aldea la entonaba con frecuencia. Los ecos de la letra se iban extinguiendo con cierta pesadez y fueron prolongados por otro coro, no de voces humanas, sino de todos los sonidos de la naturaleza anochecida, que tronaron a un tiempo en atroz armonía. Goodman Brown lanzó un grito que se perdió para su propio oído, pues lo hizo al unísono con este grito de la selva.
Enseguida, durante la pausa de silencio, se adelantó furtivamente hasta que el resplandor pegó de lleno en sus ojos. En un extremo del claro, enmarcado por la negra muralla del bosque, se levantaba una roca que tenía cierto parecido tosco y natural con un altar o un púlpito. Estaba rodeada por cuatro pinos llameantes, los copos encendidos, los troncos intactos, como los cirios de un oficio nocturno. La fronda que cubría la cima de la roca ardía toda, hiriendo la noche con altas llamaradas y alumbrando caprichosamente el descampado entero. Cada gajo colgante, cada festón de hojas estaba envuelto en llamas. Al ritmo que crecía o se atenuaba la refulgencia roja, una nutrida congregación se iluminaba, desaparecía entre las sombras y resurgía, por así decirlo, de las tinieblas, poblando en el acto el corazón del bosque solitario.
-Solemne compañía ataviada de negro -se dijo Goodman Brown.
Esto era cierto. Allí, fluctuando ya más cerca, ya más lejos, entre el resplandor y la penumbra, aparecían rostros que al día siguiente se verían en el Consejo Provincial y otros que, domingo tras domingo, desde los más sagrados púlpitos de la comarca dirigían con devoción la vista al cielo y con benignidad a los bancos atestados de fieles. Hay quienes aseguran que la señora del Gobernador estuvo allí. Al menos vinieron altas damas muy cercanas a ella; y las mujeres de maridos ilustres; y viudas, en gran cantidad; y vetustas solteronas, todas de intachable reputación; y bellas jovencitas que temblaban por miedo a que sus madres alcanzaran a verlas. O bien los súbitos relámpagos que cintilaban sobre el campo oscuro deslumbraron a Goodman Brown, o él reconoció a una veintena de miembros de la Iglesia de la aldea de Salem famosos por su extraordinaria santidad. El viejo y bueno del diácono Gookin había llegado y aguardaba al lado de ese santo venerable, su pastor respetado. Pero en asociación irreverente con estas personas graves, honestas y devotas, estos patriarcas de la Iglesia, estas castas damas y estas vírgenes puras, había hombres de vida disoluta y mujeres de honra mancillada, desdichados entregados a todo vicio ruin e inmundo, e incluso sospechosos de crímenes horrendos. Era extraño ver cómo los buenos no esquivaban a los malos, cómo los pecadores no sentían vergüenza de los santos. Dispersos entre sus enemigos carapálidas estaban también los sacerdotes indios o chamanes, que tantas veces habían sembrado el pánico en su bosque nativo con conjuros más terribles que cualquiera de los conocidos por la brujería de Inglaterra.
-¿Pero dónde está Fe? -pensaba Goodman Brown, estremeciéndose a medida que el corazón se le llenaba de esperanza.
Se elevó otro verso del himno, una melodía lenta y pesarosa, de esas que aman los beatos, pero acoplada a palabras que expresaban todo lo que nuestra naturaleza puede concebir sobre el pecado y que insinuaban turbiamente mucho más. Insondable para los simples mortales es el saber de los espíritus del mal. Se cantaba un verso tras otro y el coro de la selva seguía elevándose en las pausas como la nota más profunda de un poderoso órgano. Y con la última cadencia de aquel himno horripilante se elevó un estridor, como si el viento que rugía, las aguas que corrían a chorros, las fieras que aullaban y todas las voces del desconcierto de la selva se mezclaran y armonizaran con la voz del hombre culpable en homenaje al Príncipe de todos. Los cuatro pinos encendidos despidieron una llama más alta y alumbraron vagos rostros y figuras monstruosas remontadas en las espirales de humo que se cernían sobre la sacrílega asamblea. En el mismo momento el fuego de la roca se avivó con rojos estallidos y formó un arco incandescente sobre su superficie, en donde ahora aparecía una silueta.
Dicho sea con la debida reverencia, ésta tenía un parecido no muy leve, tanto en las vestiduras como en el porte, con la de algún importante clérigo de las iglesias de Nueva Inglaterra.
-¡Traigan a los conversos! -gritó un vozarrón que retumbó en el claro y cuyos ecos se perdieron en el bosque.
Al escuchar la orden, Goodman Brown abandonó las sombras y se acercó a la congregación, hacia la cual sentía una repugnante fraternidad, por concordancia de todo lo que en su corazón era perverso. Casi podría haber jurado que la aparición de su difunto padre le hacía señas para que avanzara, mirándolo desde una vedija de humo, mientras que una mujer con desvaído gesto de desesperación extendía la mano para prevenirlo. ¿Era su madre? Pero él no tuvo fuerzas para retroceder un solo paso, ni para resistirse, aun de pensamiento, cuando el pastor y el buen diácono Gookin lo tomaron de los brazos y lo condujeron a la roca incendiada. Allí llegó también la esbelta figura de una mujer cubierta con un velo, arrastrada entre la tía Cloyse, aquella pía maestra de catecismo, y Martha Carrier, a quien el diablo le había prometido el trono del infierno, bruja desvergonzada como era. Los prosélitos fueron ubicados bajo la cúpula de fuego.
-Bienvenidos, hijos míos -dijo la aparición misteriosa-, a la comunión de la raza de ustedes. Han descubierto, así tan jóvenes, su naturaleza y su destino. Hijos míos, miren tras de ustedes.
Se volvieron y contemplaron a los adoradores del demonio, que con un fogonazo, por así decirlo, aparecieron retratados contra una cortina de candela.
En cada rostro fulguraba una siniestra sonrisa de saludo.
-Allí -prosiguió la figura renegrida- están todos los que han venerado desde niños. Ustedes los consideran más santos que ustedes y aborrecen su pecado, poniéndolo en contraste con sus vidas de rectitud y de devotas aspiraciones celestiales. Sin embargo, aquí están todos en mi asamblea de adoradores. Esta noche les será permitido conocer sus actos secretos: cómo han susurrado los ancianos de la Iglesia, tras sus barbas blanquecinas, palabras de lujuria a las doncellas de sus casas; cómo, ávida de luto, más de una mujer le ha dado a su marido un bebedizo a la hora de acostarse y ha dejado que duerma el postrer sueño en su regazo; cómo se han dado prisa algunos jóvenes imberbes para heredar las fortunas de sus padres; y cómo las lindas damiselas -no se ruboricen, dulces muchachas- han cavado pequeñas tumbas en el jardín y me han convidado, como único invitado, al funeral de una criatura. Por la simpatía que hacia el pecado sienten sus corazones humanos, rastrearán todos los lugares, bien sea la iglesia, la alcoba, la calle, el campo o el bosque, en donde el crimen ha sido perpetrado; y se regocijarán al ver que el mundo entero es una mácula de culpa, una descomunal mancha de sangre. Mucho más que esto: les será dado columbrar en cada pecho el profundo misterio del pecado, la fuente de todas las artes malignas, la cual genera de modo inagotable tal cantidad de malvados impulsos, que ni el poder humano ni mi suma potencia serían capaces de convertirlos en acciones. Y ahora, hijos míos, mírense unos a otros.
Así lo hicieron. Y bajo el resplandor de las antorchas infernales el desgraciado joven descubrió a su Fe, y ella a su marido, estremecidos ante aquel altar profano.
-¡Miren! Ahí están, hijos míos -dijo la aparición con tonos hondos y solemnes, casi tristes en su desconsolada atrocidad, como si su antigua naturaleza angélica todavía pudiera llorar por nuestra raza abyecta-. Confiando en sus respectivos corazones, todavía esperaban que la virtud no fuera sólo un sueño. Ahora han salido del engaño. El mal es la naturaleza de la humanidad. El mal ha de ser su única dicha. Otra vez bienvenidos, hijos míos, a la comunión de su raza.
-¡Bienvenidos! -corearon los adoradores del Maligno, con un grito de desesperación y de victoria.
Y allí seguían ellos, los dos únicos, según parecía, que todavía vacilaban al borde de la perversidad en este mundo tenebroso. Labrada en la roca había una pila natural. ¿Contenía agua, enrojecida por la luz espectral? ¿O sangre? ¿O acaso fuego líquido? Allí introdujo la mano la aparición del mal, preparándose para imponerles en la frente la señal del bautismo de modo que pudieran compartir el misterio del pecado y fueran más conscientes de la culpa secreta de los otros, tanto de obra como de pensamiento más de lo que por su propia cuenta podían ser ahora. El marido dirigió una mirada a la pálida esposa; y Fe lo miró a él. Otra mirada, y se verían como corruptos infelices, temblando tanto por lo que revelaban como por lo que descubrían.
-¡Fe, Fe! -gritó el esposo-. ¡Mira hacia el cielo y repudia al maligno!
No supo si Fe obedeció. Acabando de hablar se encontró en medio de la noche tranquila y de la soledad, escuchando el bramido del viento que se iba extinguiendo por el bosque. Tambaleándose, tropezó con la roca, que estaba fría y húmeda. Una ramita que colgaba y que había estado ardiendo le salpicó la mejilla con el rocío más helado.
Al otro día el joven Goodman Brown entró despacio por la calle de la aldea de Salem, mirando con asombro en derredor como un hombre perplejo. El anciano pastor, que daba un paseo por el cementerio haciendo apetito para el desayuno y preparando el sermón, le concedió una bendición cuando lo vio pasar. Goodman Brown huyó del venerable santo como evitando un anatema. El viejo diácono Gookin se encontraba enfrascado en el culto doméstico y las sagradas palabras de sus rezos se escuchaban salir por la ventana.
-¿A qué deidad rezará el brujo? -se preguntó Goodman Brown.
La tía Cloyse, esa eximia cristiana de antaño, disfrutaba del sol tempranero ante la verja de su casa, catequizando a una niñita que le había traído una pinta de leche ordeñada esa mañana. Goodman Brown arrebató a la niña de su sitio como si la librara de las garras del Maligno. Al doblar la esquina del templo divisó la cabeza de Fe, con las cintas rosadas, que atisbaba de lejos con ansiedad y que prorrumpió en tal alegría de verlo, que salió disparada por la calle y casi besa a su marido frente a toda la aldea. Pero Goodman Brown la miró a la cara con severidad y con tristeza y pasó de largo, sin siquiera un saludo.
¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el bosque y tan sólo tuvo un sueño turbulento sobre un aquelarre3?
Que así sea, si usted quiere. Pero ¡ay! fue un sueño de mal augurio para el joven Goodman Brown. En efecto, a partir de esa noche del sueño pavoroso se convirtió en un hombre inflexible, triste, meditabundo y desconfiado, si no desesperado. En el día domingo, cuando la congregación entonaba un salmo sagrado, no podía escuchar porque un ensordecedor himno de pecado se agolpaba en sus oídos y sofocaba por completo los acordes benditos. Cuando el pastor predicaba desde el púlpito con vigor y febril elocuencia y, con la mano en la Biblia abierta, hablaba de las verdades sagradas de nuestra religión, de vidas santas y de muertes triunfantes, de la dicha futura o la infelicidad inexpresable, entonces Goodman Brown se ponía lívido, temeroso de que el techo se fuera a desplomar sobre el viejo blasfemo y sus oyentes. Con frecuencia, despertando de pronto a medianoche, se apartaba del regazo de Fe. Y de mañana o al atardecer, cuando la familia se arrodillaba en oración, fruncía el ceño y murmuraba para sí, miraba con severidad a su mujer y volvía la cabeza. Y cuando hubo vivido largos años y su blanco cadáver fue llevado a la tumba, seguido por Fe, una mujer envejecida, y por hijos y nietos, un cortejo nutrido sin contar los vecinos, que no eran pocos, no esculpieron en su lápida ningún versículo de esperanza, ya que la hora de su muerte fue sombría".
Nathaniel Hawthorne
martes, 24 de febrero de 2015
"Maurice, o la Cabaña del Pescador"
A Laurette, de su amiga Mary Shelley.
"En una tarde de domingo del mes de septiembre, un viajero llegó a Torquay, ciudad y puerto marítimo de la costa meridional de Devonshire. La tarde se presentaba cálida y apacible, y en el mar las olas, ligeramente agitadas por la brisa, destellaban bajo el sol. Las calles de la ciudad estaban desiertas, pues, tras acudir a la iglesia, sus habitantes aprovechaban el intervalo entre los servicios religiosos para almorzar. Nuestro hombre recorrió las calles más modestas de la ciudad, en dirección al semicírculo de casas que bordeaba el puerto, y se detuvo frente a la puerta de una posada de aspecto pulcro. El forastero, que rondaría los cuarenta y cinco años de edad, era un hombre de porte recto, espíritu despierto e incluso cierta distinción en el modo de caminar. Tenía el pelo negro y rizado, si bien un poco ralo en las sienes. Era apuesto, aunque traía la piel castigada por el sol, y cuando sonreía parecía tan afable y bondadoso que era imposible no quererlo a primera vista. Por su atuendo y sus modales, ofrecía el aspecto de alguien que había conocido tiempos mejores y se veía ahora sumido en la pobreza; sin embargo, y pese a su gesto circunspecto, no parecía abatido por esta circunstancia. Sus vestimentas eran toscas y estaban cubiertas de polvo. Viajaba a pie y cargaba un morral a la espalda.
Entró en la posada, pidió de comer, descolgó el morral del hombro y se sentó a descansar cerca de la puerta. Estando allí sentado, un cortejo fúnebre desfiló ante la posada. Era a todas luces el entierro de una persona humilde; un grupo de campesinos transportaba el ataúd, seguido de cuatro allegados del difunto. Aunque en sus rostros asomaba un gesto grave, tres de ellos parecían indiferentes y ajenos a la tragedia. El cuarto era un muchacho de unos trece años de edad; lloraba, y tan sumido estaba en su propia pena que sus ojos no registraban nada de cuanto ocurría alrededor. Algo en su apariencia llamó de inmediato la atención del viajero y, cuando por un instante el muchacho logró contener su llanto y dirigió la mirada hacia la puerta de la posada, el forastero pensó que rara vez habían visto sus ojos un joven tan hermoso. Se volvió hacia la mesonera y preguntó quiénes eran el difunto y el muchacho que lo acompañaba.
-El difunto -contestó la mujer- es el viejo Barnet, el pescador, y ese chico era una especie de sirviente o aprendiz que se fue a vivir con él tras la muerte de la vieja señora Barnet, la esposa del pescador.
-¿Es de por aquí?
-No, señor. Y tampoco sabría decirle de dónde ha venido. Lo que sí puedo asegurarle es que es hijo de gentes muy humildes, pues de lo contrario sus padres jamás lo habrían enviado a vivir a la cabaña del viejo Barnet.
Los vecinos dicen que es buen chico, pero yo no sé nada de él.
El viajero suspiró y dijo:
-Nada me une a este pobre muchacho y, sin embargo, me han conmovido su porte y su talante.
Desde una mesa que ocupaba uno de los rincones del comedor se elevó entonces la voz de un joven campesino, que también estaba almorzando:
-Yo vivo cerca de la cabaña del viejo Barnet y conozco bien al muchacho. No hay en el mundo mejor persona, y le aseguro que conocerlo es quererlo. Si así lo desea, puesto que al parecer le interesa la historia del chico, le contaré cuanto sé de él.
El viajero expresó su asentimiento y el campesino inició su relato:
-La cabaña del viejo Barnet se encuentra a unas tres millas de aquí, al pie del acantilado, resguardada por las ramas de unos cuantos árboles que cuelgan sobre ella. Es una cabaña muy solitaria y humilde. La marea viva arrastra las olas casi hasta los escalones de la puerta y, cuando sopla el viento, la espuma marina fustiga las ventanas. Los vecinos a menudo nos hemos preguntado cómo es posible que una cabaña tan vieja resista a las inclemencias del tiempo o cómo, estando tan cerca del mar, los fuertes vientos del sur no arrojan las olas sobre el tejado. Pero el peñasco la protege y, puesto que está construida sobre un terreno algo más elevado que la orilla, al abrigo del oleaje tormentoso, allí sigue, tal como la conozco desde que tengo uso de razón, una casucha azotada por los elementos, con su techumbre cubierta de líquenes y musgo. A un lado de la cabaña existe una pequeña caleta, en la que fondea el bote de pesca, y hay un cobertizo donde el viejo pescador solía guardar las redes y las velas al volver de faenar. Un pequeño arroyo fluye por el acantilado, cerca de la cabaña, antes de ir a morir al mar, y recuerdo que de niño yo iba allí a menudo a botar barquitos de papel para verlos flotar corriente abajo hasta llegar al mar, donde pronto se perdían entre las grandes olas.
El viejo Barnet y su señora vivían en la cabaña. Él era un trabajador infatigable. Día y noche se lo veía en el mar, a bordo de su pequeño bote, y con frecuencia salía a pescar cuando ningún otro pescador se atrevía a hacerlo, para volver con excelente pescado fresco que vendía en el mercado de Torquay. Su esposa estaba lisiada y apenas se movía del viejo y desgastado sillón de respaldo alto en el que pasaba las horas remendando las redes o enseñando a leer a los niños de las granjas vecinas. La granja de mi familia queda a tan sólo media milla de la cabaña, y yo fui uno de los muchachos de los alrededores que aprendieron a leer en la gran Biblia de la señora Barnet. Se negaba a cobrar por sus enseñanzas y las consideraba un mero gesto de buena vecindad, pero todos los domingos yo le llevaba una cesta de verduras y fruta, y en otoño siempre apartábamos para ella una docena de botellas de nuestra mejor sidra.
Pues bien, hará cosa de un año, esta buena mujer pasó a mejor vida, y todos los niños de los alrededores lloraron en su funeral, pues además de enseñarles a leer, lo que siempre hizo sin necesidad de regañarlos -su único castigo consistía en no permitir que la visitáramos-, solía confeccionar pelotas de estambre para ellos y contarles cuentos populares, como Goody Two-shoes o The Babes in the Wood, o cantarles la balada de Chevy Chase y muchas otras que hacían las delicias no sólo de los niños, sino también de los que ya habíamos dejado de serlo. Además, zurcía desgarrones accidentales y prestaba otros mil pequeños servicios que la convertían en una persona muy querida por todos. Tras la muerte de su esposa, Barnet se sumió en una profunda desolación. No es que ella le fuera de gran ayuda, ya que sólo con mucho esfuerzo lograba moverse de su sillón; pero en los fríos días de invierno, cuando cada nueva ola traía consigo una amenaza de zozobra y el pescador volvía a casa calado hasta los huesos, ella siempre se las apañaba para esperarlo en la pequeña y vieja cabaña con el fuego encendido y todo dispuesto para la cena. En cambio, una vez fallecida su esposa, cuando volvía de faenar no tenía más remedio que desplazarse hasta el mercado con el estómago vacío, a veces empapado de pies a cabeza, y al regresar a casa debía cocinarse la comida y adecentar la casa, tareas que no se le daban demasiado bien. También se veía obligado a remendar las redes con sus propias manos y en esta labor consumía gran parte de su tiempo, por lo que no podía salir a pescar tan a menudo como antes. Todo esto le producía una profunda desazón, y cerca de dos meses después de la muerte de su señora vino a nuestra granja con lágrimas en los ojos. Había llegado a la conclusión de que lo mejor sería abandonar la pesca y partir hacia el norte, a probar fortuna, pues la vieja cabaña al pie del acantilado se había convertido en un lugar detestable para él desde la muerte de su esposa. El viejo Barnet era un anciano robusto, pero su pelo se había vuelto blanco como la nieve y la espalda se le arqueaba bajo el peso de los años, por lo que daba mucha lástima oírle hablar de abandonar su cabaña y su barco y todo lo que tenía en el mundo para salir a buscar su suerte entre extraños. Mi padre trató de consolarlo, insistiendo en que se quedara a comer con nosotros y prometiendo enviar a mi hermana Betsy de vez en cuando a poner orden en la cabaña, así que el viejo Barnet regresó a casa con el corazón un poco más ligero.
Al día siguiente, el viento soplaba hacia la costa y, al no poder salir a pescar, el anciano se sentó a remendar sus redes en una roca cercana a la cabaña, que formaba una suerte de asiento natural. Mientras esto hacía, el muchacho del que hemos venido hablando, cuyo nombre es Maurice, se acercó y tomó asiento en la roca junto al pescador. El chico era forastero en esa parte del país, así que, tras intercambiar un saludo, ambos guardaron silencio durante un rato. Al cabo, Maurice tomó la palabra:
-Creo que podría ayudarle a hacer eso y, puesto que no tengo nada mejor que hacer, me gustaría que me dejara intentarlo.
-Adelante, y bienvenido -le agradeció Barnet-, pero ¿cómo es que no tienes nada mejor que hacer? Los buenos chicos trabajan. No eres de por aquí y no está bien que un muchacho de tu edad ande vagando por su cuenta. »-Mis padres son pobres -contestó Maurice- y no pueden mantenerme, así que trato de ganarme mi propio sustento. No me enseñaron ningún oficio y siempre he sido débil de salud e inservible para las tareas más arduas. Cuando abandoné la casa de mis padres, un conocido me trajo hasta aquí y me llevó a una granja cercana, donde me hacían trabajar de sol a sol en los campos, establos y graneros. Mi amo era un hombre severo y las faenas que me encargaba resultaban demasiado duras, así que a la larga caí enfermo. Cuando vieron que no podía seguir trabajando, me echaron de la granja, y creo que estaría muerto de no ser por una mujer humilde que me recogió y me cuidó. Era tan pobre que me fui en cuanto pude porque no soportaba ser una carga para ella, y ahora me encuentro demasiado débil para volver a trabajar para mi antiguo amo, así que estoy solo en el mundo y estaría para siempre en deuda con quien tuviera la amabilidad de ayudarme, ya fuera dándome algún trabajo acorde con mis capacidades, ya indicándome dónde puedo encontrarlo; porque la verdad es que deseo trabajar y, aunque me esté mal decirlo, soy honrado y siempre me han considerado hábil y diligente. El viejo Barnet se volvió para escrutar su rostro. Ya sabe usted qué cara de ángel tiene el muchacho, y entonces tenía un aspecto enfermizo que movía aún más a la compasión. Tiene también la voz más dulce del mundo y, al parecer, sus palabras hicieron mella en el corazón del viejo pescador, que pensaría: "no tengo hijos, y mi único pariente vivo es un hermano que desprecia a un viejo y pobre pescador como yo. Mi esposa ha muerto y estoy completamente solo, sin nadie que me auxilie si caigo enfermo o que me despida con un alegre ¡hasta luego, y que Dios te guíe! cuando salgo a faenar. Este chico parece haberme sido enviado por los cielos, y juraría que ya empiezo a quererlo como si fuera mi propio hijo. Se quedará conmigo y lo mantendré como mantuve a mi pobre esposa, que en paz descanse. Podrá poner un poco de orden en la cabaña, remendar mis velas y redes y, quién sabe..., en las noches de tormenta puede incluso que me lea la Biblia como solía hacer mi señora."
Aquello fue lo que se dice una intuición certera. No tardaron en dar el trato por cerrado, y desde entonces Maurice ha vivido con el viejo Barnet en su cabaña. Es un buen chico, honrado, hábil y también listo. En cuanto empezamos a conocerlo, todos en mi casa le hicimos un hueco en nuestro corazón. Sabe leer razonablemente, por lo que mis hermanos más pequeños empezaron a ir cada domingo a que les enseñara, tal como solía hacer la difunta señora Barnet, y le aseguro que no hay en el mundo criatura más dulce y paciente. Gracias a él, la vieja cabaña parece otra: la limpió de arriba abajo, reparó las sillas rotas, encaló la chimenea y abrillantó los cazos y las ollas para luego disponerlos en perfectas hileras. Siempre estaba alegre y siempre trabajando, siempre dispuesto a echar una mano a pobres y ricos por igual. El viejo Barnet se fue encariñando cada vez más con él y a menudo daba las gracias a Dios y bendecía la hora en que Maurice había entrado en su vida. A lo largo del día, desde el mar, el anciano contemplaba los árboles que se mecían sobre el tejado de su cabaña, y por la noche sus ojos distinguían la llama de la vela que Maurice colocaba en la ventana para indicarle hacia dónde debía mover el timón. Cuando alcanzaba la orilla, el chico siempre estaba allí, esperando para ayudarlo a arrastrar el bote hasta la caleta, y en invierno siempre encontraba un buen fuego a punto para preparar la cena y sobre la mesa un mantel tosco y ajado, pero limpio. Por la mañana, cuando el viejo Barnet salía hacia el mercado, Maurice achicaba el agua del bote, remendaba las redes y recogía las velas y, cuando el pescador volvía a echarse a la mar, lo des pedía con un sonriente "¡que Dios le guíe!". Así vivieron varios meses, felices y contentos, hasta que hace ahora una semana el viejo Barnet murió.
El campesino hizo una pausa, que el viajero aprovechó para formular una pregunta: -¿Qué será ahora del chico?
-No lo sé, pero es tan querido que no creo que llegue a pasar necesidades. Por mi parte, voy a ausentarme del condado durante varias semanas, pues me dispongo a visitar a mi abuela, que vive en Sidmouth, pero en cuanto regrese lo primero que haré será preguntar qué ha sido de Maurice. Le he contado una larga historia, señor, y espero que me perdone por haberle robado tanto tiempo. Veo que ha terminado su almuerzo y no deseo seguir reteniéndole, así que me despido.
-Gracias, de corazón. Le deseo un buen día y un buen viaje -contestó el viajero, tras lo cual el joven salió de la posada.
El viajero permaneció un rato con la cabeza apoyada en la mano, reflexionando sobre lo que debía hacer. Por mucho que deseara seguir indagando acerca de Maurice, el recuerdo de la empresa que lo esperaba en Exeter le impedía posponer el viaje. Así pues, tras concederse otra hora de descanso, se echó el morral al hombro, abandonó la posada y enfiló la carretera que conducía a Exeter.
A la mañana siguiente llegó a dicha ciudad. Más adelante explicaré en qué consistía la mencionada empresa, pero por ahora me limitaré a decir que, después de pasar allí tres angustiosos días, se vio obligado a dar el viaje por perdido y decidió regresar al lugar de donde había partido, con la intención de averiguar si durante su ausencia se había producido alguna novedad que pudiera serle útil. Decidió también que, en el camino de vuelta, se detendría a visitar la cabaña del viejo Barnet, preguntaría por Maurice y se ofrecería para buscarle una mejor posición, un trabajo que le permitiera ganarse el pan honradamente sin necesidad de esforzarse más de la cuenta. Dejémoslo, pues, caminando con su morral a cuestas por la carretera que comunica Exeter con Torquay, echemos un vistazo a la cabaña que se alza a la sombra del acantilado y veamos qué ha sido de Maurice y qué clase de ayuda le depara el destino para hacer frente a sus infortunios.
Los tres dolientes que, junto con Maurice, cerraban el cortejo fúnebre del viejo Barnet eran el hermano del pescador al que se había referido el campesino y sus dos hijos. Tras asistir al funeral, este hermano, comerciante de Torquay y hombre codicioso, se dirigió a Maurice para decirle lo siguiente:
-Al parecer, mi pobre hermano te acogió bajo su tutela y compartió techo contigo. Debes saber que, según la ley, como mi hermano murió sin redactar testamento, todas sus posesiones, desde la cabaña a los muebles que contiene, el barco y las redes, me pertenecen en exclusiva. Y, aunque no fuera así, tú eres demasiado joven para desempeñar su oficio, de modo que no veo razón alguna por la que debas permanecer en la cabaña. Los vecinos dicen que eres un chico honrado, así que seré benévolo contigo. Puedes quedarte en la cabaña una semana más, y te aconsejo que aproveches ese plazo para buscar un nuevo techo porque, una vez concluido, un amigo mío vendrá a vivir en la cabaña con sus tres hijos. Ha comprado el barco y se dedicará a la pesca, pero no desea tenerte a su servicio, o sea que para entonces deberás haberte ido. Puesto que eres honrado, huelga decirte que nada de lo que hay en el interior de la cabaña te pertenece, excepto aquellos objetos que trajeras contigo al llegar, y que a excepción de éstos no tienes permiso para llevarte nada en absoluto.
Maurice dio las gracias al hermano de su viejo amigo por permitirle quedarse en la cabaña una semana más. Pensó en pedirle consejo sobre lo que debía hacer, pero había algo tan hosco y desabrido en su modo de conducirse que no se atrevió a hacerlo, sino que se fue apesadumbrado y echó a andar por la orilla en dirección a la vieja cabaña. Cuando llego, ésta le pareció tan desolada y extraña que no tuvo valor para entrar, por lo que se sentó cerca del pequeño arroyo a observar las olas que rompían a sus pies. Por primera vez en varios meses, no tenía nada en lo que ocupar sus manos, pues de nada serviría remendar las redes si su antiguo protector no iba a poder usarlas ni preparar la cena si la pesadumbre que le oprimía el pecho no le permitía probar bocado. Maurice lloró la pérdida de su querido Barnet, hasta quedar exhausto, y luego contempló la puesta de sol sobre el mar azul y casi se convenció de que Barnet no estaba muerto, sino pescando, y de que podía distinguir su vela blanca a lo lejos. Pero al volverse vio el bote vacío en la caleta y se rindió ante la evidencia de que su único amigo había muerto y que, por tanto, estaba solo en el mundo. Al cabo de un rato, agotado por el disgusto y destemplado por la brisa nocturna que mientras tanto se había levantado y blanqueaba el mar con guirnaldas de espuma, se levantó y se dirigió a la cabaña. Una vez dentro, sin cenar ni encender una sola luz, se arrodilló, dijo sus plegarias y se acostó.
Varias jornadas transcurrieron de este modo, hasta que un día se dijo a sí mismo que no podía seguir viviendo como un holgazán. El plazo de una semana que tenía para abandonar la cabaña estaba a punto de cumplirse, ¿y que haría después para ganarse el pan? A veces le rondaba el pensamiento de volver con sus padres, pero no tardaba en descartarlo. Decidió entonces ir a ver a Benson, el granjero, padre del campesino que le había contado su historia al viajero. Mientras esto cavilaba, sentado en su roca de costumbre a la vera del arroyo, Maurice contemplaba el océano, sereno como un espejo bajo el cielo crepuscular, donde el lucero de la tarde brillaba envuelto en el fulgor que el sol dejaba tras de sí. Había una gran quietud en el aire, y el murmullo de la marea, que emprendía el descenso, apenas alcanzaba a romper el silencio. Unas pocas gaviotas regresaban a sus nidos en el acantilado que se elevaba por encima de la cabeza del muchacho. Fue entonces cuando oyó un ruido de pasos a su espalda y al volverse vio a un hombre apuesto y de rostro amable, que no era otro que el viajero con el que he dado comienzo a este relato. El chico se sorprendió mucho, pues nunca hasta entonces un forastero había visitado la cabaña, que distaba tres kilómetros de la carretera más cercana. Su natural bondadoso lo llevó a levantarse de inmediato para preguntarle al viajero si se había perdido y ofrecerse para indicarle el camino hasta la población más cercana.
-No me he perdido -respondió el viajero-. He venido hasta aquí a propósito. Tengo mis razones para querer visitar esta cabaña y te estaría muy agradecido si pudieras ofrecerme alojamiento por esta noche.
-Sea bienvenido. La cabaña es humilde, pero la cama está limpia, así que confío en que pueda complacerle.
-He viajado demasiado, buen muchacho, para andarme con remilgos a la hora de buscar un techo bajo el que dormir. Pero no te levantes, te lo ruego. Disfrutemos de este agradable atardecer frente al mar, mirando las olas que con tanta suavidad besan la orilla. Tu cabaña está construida en un lugar muy hermoso.
-Sí, ya lo creo. Puede que sea humilde y muy vieja, pero para mí no existe ninguna más bonita en todo el condado. Los árboles la cobijan bajo sus ramas, y junto al arroyo que fluye desde la cima del rojo acantilado crecen flores de gran belleza. Nada se me antoja más hermoso que el musgo y los líquenes, amarillos, verdes, blancos y azules, que trepan por el viejo tejado de juncos, dándole una apariencia mucho más rica y bella de la que jamás tendría un tejado de pizarra. En primavera brotan entre el musgo alhelíes amarillos, y la hierba frente a la puerta se llena de margaritas. Además, si uno llega rodeando la casa por detrás, por el lado que da a la montaña, encuentra una bonita celosía cubierta de madreselvas y varios geranios en la ventana.. Los geranios eran las flores preferidas de la esposa del viejo Barnet, y él los adoraba porque le recordaban a ella. El señor Gregory Barnet dice que no puedo llevarme nada de la cabaña, y de sobra lo sé; pero si Benson me toma a su servicio en la granja gastaré los dos chelines que tengo ahorrados en comprar los geranios, si es que el hombre que vendrá a vivir aquí tiene la bondad de vendérmelos.
-¿Quiere eso decir que tienes intención de abandonar la cabaña?
-Debo hacerlo. No soy lo bastante fuerte para manejar el bote y salir a pescar solo, así que todo esto pasará a manos de un pescador. Este domingo deberé irme; pero espero encontrar trabajo por los alrededores y no creo que vaya a ser desgraciado de ahora en adelante, pues pocas veces he llorado a causa de mis propias penas y vaya si he tenido motivos para hacerlo; y no me disgusta el trabajo, siempre que no me haga caer enfermo. Quería de veras al viejo Barnet, me gustaba vivir con él en la cabaña y he llorado mucho su muerte, pero, si logro encontrar trabajo en una granja cercana, confío en que dentro de un mes o dos volveré a cantar con tanta alegría como cuando avistaba su vela blanca en el mar, entre las de los demás barcos.
Maurice no dijo todo esto de una sentada, pero el forastero sonreía de forma tan cálida, y eran tantas las preguntas que formulaba del modo más afectuoso, que al chico no le costó abrirle su corazón y hablar de sus cuitas como si estuviera en compañía de un viejo amigo.
-No volveré con mis padres -continuó-, pues me fui de casa con la determinación de no regresar hasta que pudiera ganarme mi propio sustento. Mi padre trabaja mucho, pero los salarios son bajos y, como a duras penas lograba llenar su propio estómago, se enfurecía por tener que mantener a un inútil como yo. Por lo que respecta a mi madre, bastante tiene ya con soportar su mal carácter para que yo añada mis penas a las suyas. Por desgracia, tengo una salud delicada y no puedo trabajar como él hubiera querido, y a menudo me he visto aquejado de fiebres que me obligaban a guardar cama. Cuando esto ocurría, mi padre no creía que yo estuviera realmente enfermo, por lo que me pegaba y me enviaba a la cama sin cenar cuando apenas lograba tenerme en pie. Pero tampoco pretendo quejarme de él, y aunque le he confiado todo esto a usted, que es tan amable, le ruego que no se lo cuente a nadie.
Y así siguieron conversando hasta que el lucero de la tarde se hubo ocultado y el mar, sumido en la oscuridad, se volvió invisible más allá de la orilla, donde asomaban las blancas crestas de las olas. La marea iba subiendo y el húmedo soplo del oleaje rociaba la roca en la que estaban sentados, así que buscaron cobijo en el interior de la cabaña y compartieron una cena compuesta de pan y ensalada. Antes de acostarse, el viajero informó al muchacho de que al día siguiente se quedaría a desayunar y a almorzar. Maurice se despertó antes del alba, dejó a su huésped durmiendo profundamente y se fue a Torquay tan deprisa como pudo con el fin de comprar algunas vituallas: un poco de pan blanco, carne y patatas. Para ello hubo de gastar, no sin mucho lamentarlo, los dos chelines con los que pretendía adquirir sus adorados geranios. No obstante, era un muchacho de espíritu alegre y optimista y se consoló pensando que trabajaría con redoblado ahínco para volver a ganar esa cantidad de dinero antes de que llegara la primavera. Mientras tanto, rogaría al futuro arrendatario de la cabaña que cuidara por él aquellas hermosas plantas. Cuando llegó a la cabaña encontró al viajero sentado en la roca de la playa. Se saludaron cordialmente y luego, a petición de su huésped, Maurice sacó de la cabaña una mesita, la instaló sobre la arena y sirvió el desayuno al aire libre, pues hacía una mañana espléndida; el ambiente era cálido y no había en el cielo una sola nube. El desayuno, sencillo y rústico, se componía de pan, un trozo de queso y un tazón de la estupenda crema de leche que se elabora en Devonshire. Tal era el apetito de nuestros amigos, y con tanto gusto comieron, que poco quedó en la mesa. Luego se comodaron de nuevo en la roca y siguieron hablando de las bondades de la vida en el campo, de lo hermoso que es ver brotar las flores entre los setos y la hierba verde, de la belleza de los pajarillos y la crueldad de quienes los matan, de lo agradable que sería dedicarse al cuidado de una buena granja, sin trabajar demasiado, aunque sí lo suficiente para hacerse fuerte y vigoroso por medio del ejercicio, y entretenerse por la noche leyendo libros de los que cuentan cómo se trabaja la tierra y cómo cada país cultiva distintos frutos. Hablaron del mar y de los distintos viajes y descubrimientos que en él se han hecho, del cielo y de cómo se mueven las hermosas estrellas que vemos por la noche, y de los signos con los que éstas anuncian el invierno y el verano. El viajero desveló a Maurice la existencia de libros más emocionantes que éstos, libros que hablaban de lo que habían hecho muchos años atrás ciertos hombres buenos y sabios, de cómo algunos de ellos dieron la vida por sus semejantes y de cómo todos habíamos ganado en bondad, sabiduría y felicidad gracias a su sacrificio. Maurice dijo que jamás había leído nada semejante, excepto en la Biblia, y confesó haber llorado a menudo con el sufrimiento de José cuando fue vendido como esclavo y con la pena de David cuando Absalón, su propio hijo, se rebeló contra él.
Más tarde, tras una pausa, el viajero dijo: -Me has hablado, querido Maurice, de tu intención de acudir a Benson, el granjero, en busca de trabajo. Pues bien, ¿qué dirías si te propongo abandonar esa idea para venir a vivir conmigo? No te haría trabajar más de lo debido, te daría a leer algunos de los hermosos libros de los que te he hablado y haría cuanto estuviera en mis manos para que fueras feliz.
Maurice alzó la mirada y vio que una sonrisa benévola iluminaba el rostro del amable forastero.
-¡Qué bueno es usted! -contestó. -Seré bueno contigo -lo animó su huésped-, pero soy un extraño para ti y tal vez temas poner tu vida en manos de alguien a quien nunca antes habías visto. Hemos hablado mucho y se nos ha hecho tarde, así que volvamos dentro y preparemos el almuerzo. Después volveremos a sentarnos aquí y te diré quién soy, por qué recorro a pie este condado, qué sinsabores me ha deparado este viaje y qué esperanzas albergo.
Así hicieron. Prepararon un buen fuego y pusieron a hervir la carne y las patatas. Maurice llenó una jarra con agua límpida del arroyo y el viajero sacó de su morral una pequeña botella de buen vino. Hacia mediodía, el almuerzo estaba listo y, tras dar buena cuenta de él, se sentaron en la roca y el viajero inició su relato.
-Mi padre era profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford. No era un hombre rico, pero me dio una excelente educación y yo era un alumno sumamente aplicado y sediento de nuevos conocimientos. Hasta donde me alcanza la memoria, allá donde iba llevaba siempre un libro en el bolsillo, y nada me gustaba más que dar largos paseos solitarios y sentarme a leer durante horas y horas a la sombra de un árbol o a la orilla del río; y no me dejaba adormecer como un haragán, arrullado por el murmullo del agua, sino que me dedicaba a estudiar y reflexionar con gran fervor y curiosidad. Todo lo que veían mis ojos se me antojaba maravilloso, y quería saber por qué el agua del río fluye incesantemente sin que por ello merme su caudal, qué leyes gobiernan el tránsito del sol en el cielo y por qué la luna cambia de apariencia y se presenta unas veces redonda, llena y amarilla, y otras reducida a una pequeña hoz de plata. Otra cosa que me procuraba un enorme placer era estudiar los tres grandes volúmenes de grabados que poseía mi padre, en los que se reproducían bellos templos antiguos. Pasaba días enteros contemplándolos, estudiando sus dimensiones y el modo en que fueron construidos. Creía entonces que sería el hombre más feliz sobre la faz de la tierra si algún día llegaba a construir edificios tan bellos como los que veía impresos en aquellos libros. Conforme me fui haciendo mayor, mi pasión por la arquitectura fue en aumento y, puesto que sin dedicación es imposible adquirir ninguna clase de conocimientos, invertía todo mi tiempo en el estudio de las matemáticas y de todas las ciencias que nos enseñan a levantar edificios como los que se construían en la Antigüedad. Cuando cumplí veinticinco años, mi buen padre me envió a conocer Asia, Italia y Grecia para que pudiera visitar las ruinas de los templos antiguos que han llegado a nuestros días. Cinco felices años pasé de este modo, residiendo en países ajenos, a menudo en tierras desérticas cuyas gentes no viven, como nosotros, de la siembra y la cosecha del maíz y del trabajo en las granjas, sino que dependen de la caza para subsistir. Allí, los hombres abandonan su aldea natal durante meses para partir en busca de sustento y llevan una vida salvaje en bosques y montañas mientras las esposas y las hijas aguardan su regreso en el hogar, tejiendo sus propios ropajes sentadas al aire libre, pues los inviernos son tan suaves que no conocen las heladas ni la nieve .
Cuando volví a Inglaterra me puse manos a la obra y, siendo como era un buen arquitecto, no tardé en hacerme rico. En cuanto consideré que había amasado una buena fortuna, abandoné la arquitectura para dedicarme al cultivo de la tierra y al estudio de toda clase de materias, ocupaciones que me resultaban más placenteras que seguir levantando iglesias y puentes allí donde las personas carecen del buen gusto o del dinero suficiente para permitir que se edifiquen de la manera hermosa que yo hubiera deseado. Por aquellas fechas me casé con una dama a la que pronto conocerás, mi querido Maurice, y entonces podrás comprobar por ti mismo lo sabia y buena que es. Poco después, tuvimos un hijo al que queríamos por encima de todas las cosas. Nada nos hacía más felices que contemplar a aquella pequeña criatura, que era tan hermosa y buena como imaginarse pueda. Cuando tenía dos años, hicimos un viaje en verano y pasamos un mes en Ilfracombe, un puerto de mar que queda a más de cincuenta millas de este lugar. Fue allí donde nos ocurrió una desgracia de la que nunca hemos llegado a reponernos completamente. Han pasado ya once años, pero no puedo pensar en aquellos sucesos sin verme sumido en la desdicha.
A menudo salíamos a pasear en carruaje, mi esposa y yo, en compañía de una criada que se encargaba de atender a nuestro hijo. Cuando llegábamos a un paraje digno de contemplar, dejábamos a la niñera y al pequeño en el coche mientras dábamos largos paseos por el campo. Un día, nos detuvimos al llegar a la orilla de un río muy hermoso y, tras decirle a la niñera que nos esperara allí con el niño, echamos a caminar y estuvimos paseando durante horas, disfrutando del tiempo soleado, escuchando el canto de las aves entre los olmos que flanqueaban el río y observando los pequeños insectos con alas de color púrpura, verde y dorado que volaban a ras del agua. Al volver, un miedo espantoso se apoderó de nosotros, pues encontramos a la niñera dormida sobre una pila de heno, pero del niño no había ni rastro. Cuando la despertamos y se percató de lo ocurrido, su rostro se volvió pálido como la cera y todo su cuerpo empezó a temblar. Lo último que recordaba era el momento en que el niño se quedó dormido entre sus brazos, poco antes de que ella, sin pensar en el peligro y amodorrada por el sol, se dejara vencer también por el sueño. Lo primero que hicimos fue salir corriendo hacia el río; pero te ahorraré, amiguito mío, la descripción de la angustia que vivimos durante aquella búsqueda. No encontramos a nuestro hijo, ni rastro de él, en las inmediaciones del río. Sí hallamos, sin embargo, uno de sus zapatitos en un prado algo alejado de allí, lo que nos indujo a pensar que alguien lo hubiera raptado. Pasamos muchos meses buscándolo por todo el condado, pero fue en vano. No volvimos a tener noticias de nuestro adorado hijo.
Por mi parte, jamás he abandonado la esperanza de volver a encontrarlo algún día, pues sigo convencido de que no murió ahogado en el río, así que todos los años viajo a Devonshire y durante dos meses me dedico a buscarlo por todo el condado. Me visto con ropas humildes para que los campesinos me abran la puerta de sus hogares y contesten sin reparos a las preguntas que les formulo. Voy caminando de poblado en poblado y nunca paso por delante de una vivienda solitaria sin observar a los niños que en ella viven y hacer preguntas acerca de ellos. Hace dos semanas, pasé por delante de una casa situada a unas cinco millas de Ilfracombe, en cuya puerta había una mujer llorando y retorciéndose las manos. Me detuve y le pregunté qué le sucedía, a lo que contestó que su marido había muerto dos días atrás y que no tenía noticias de su único hijo desde que éste se marchara de casa un año y medio antes. Intenté consolarla y le dije que yo también me sentía desdichado porque perdí a mi único hijo siendo un bebé y jamás había vuelto a verlo. Le relaté entonces los pormenores de mi desgracia y cuál no sería mi sorpresa al ver que, tras escucharme, la mujer parecía aún más afligida. Cuando le hablé del profundo disgusto de mi esposa, gritó:
-¡Yo soy la culpable! ¡Yo soy la mujer malvada que raptó a su hijo!
Me quedé perplejo al oír sus palabras y, tan pronto como recuperé el habla, le pregunté qué había sido de mi pobre niño. La mujer rompió a llorar de nuevo y me dijo entre sollozos que el hijo al que buscaba no era otro que aquel cuya pérdida ella lamentaba y del cual nada sabía desde hacía casi dos años. Tan incontenible era su llanto y tan desolada parecía que hube de pasar casi una hora consolándola hasta que al fin pudo contarme su historia. Su marido era marinero, y después de varios años de matrimonio no habían logrado tener descendencia. Él era un hombre cruel que pegaba y reprochaba a su esposa por no darle un hijo. Esto la hacía muy desdichada, y pensaba que su felicidad sería completa si el cielo atendiera sus ruegos de ser madre. Algún tiempo después, habiendo él partido para hacer un largo viaje, le escribió al mes de haber zarpado para anunciarle que estaba encinta. El marinero tardó mucho tiempo en regresar y ella siguió escribiéndole cartas llenas de falsedades, en las que le contaba que el niño había nacido y crecía sano y robusto. Actuó de forma insensata, sin pensar en las consecuencias ni en lo que diría su marido cuando regresara y descubriera que no tenía hijo alguno. Se da la circunstancia de que él viajaba a bordo de una nave del rey y, habiendo resultado malherido en una batalla, escribió a su esposa, que entonces vivía en Londres, para que se uniera a él en su tierra natal de Ilfracombe, puesto que no podría volver a trabajar como marino y había decidido retirarse allí a pasar el resto de sus días.
La mujer emprendió el viaje muy apesadumbrada, preguntándose cómo justificaría la ausencia de su inexistente hijo. Para no tener que relacionarse con los conocidos de su marido, que esperaban verla llegar acompañada de un hermoso niño de dos años, se alojó bajo un nombre falso en un humilde hostal de una población cercana a Ilfracombe. Allí pasó dos meses, sumida en una profunda pena y vagando por los campos aledaños sin acertar a tomar una determinación, cuando un día, para nuestra gran desdicha, decidió encaminar sus pasos hacia Ilfracombe con el fin de averiguar si su esposo había llegado ya. Por el camino, encontró a nuestro pobre hijo dormido entre los brazos de su negligente niñera. Una mala acción lleva a otra, y esta mujer, que había engañado a su marido y durante dos años le escribió un sinfín de mentiras, que se había acostumbrado a convivir con la culpa y la conciencia de haber obrado mal, decidió en aquel momento apropiarse del niño, sin detenerse a pensar en la desdicha que causaría a sus padres. Lo sacó con suave sigilo de entre los brazos de la niñera y corrió con él a campo traviesa hacia la aldea en la que se hospedaba desde hacía dos meses. Estando ya a las puertas de la aldea, ocultó al niño en un granero, bajo un manto de paja, y se encaminó al hostal tan rápido como le permitían sus piernas. Pagó su estancia, hizo un atado con sus pertenencias, regresó al granero y allí permaneció oculta todo el día con el niño. Por la noche, emprendió viaje. Había decidido ir hasta Plymouth para esperar allí a su marido, cuyo barco debía fondear en ese puerto, y así alejarse de las poblaciones cercanas a Ilfracombe hasta que el rapto cayera en el olvido. Caminaba desde el alba hasta la puesta del sol y se ocultaba de noche por temor a ser descubierta. Confeccionó nuevas prendas para el niño con retales de sus propias ropas y quemó las que éste llevaba puestas, excepto un pequeño collar de coral, en cuyo cierre habíamos hecho grabar su nombre de pila, y el zapato que formaba pareja con el que nos encontramos y que aún hoy atesoramos con gran ternura. La mujer residió en Plymouth durante seis meses hasta la llegada de su marido. Luego, se fueron juntos y se instalaron en la casa donde los encontré. La desdichada mujer no tardó en querer a nuestro pequeñín como si fuera sangre de su sangre y lo cuidó lo mejor que pudo, derrochando caricias y atenciones con el cariño de una verdadera madre.
Pero las personas que hacen lo que no deben rara vez obtienen por sus delitos la recompensa que habían previsto. Nuestro pobre hijo estaba acostumbrado a una alimentación completa y un trato exquisito, y ya fuera porque ahora comía mal y no recibía toda la atención que necesitaba (no por dejadez de la mujer, sino porque no disponía del tiempo necesario para dedicarle todos los cuidados a los que nosotros lo habíamos acostumbrado), ya fuera por otros motivos que ignoro, lo cierto es que nuestro pequeño Henry se fue convirtiendo en un niño enfermizo y delicado, carente por completo de la lozanía que a ella la impulsara a cometer la perversa acción de raptarlo. Su marido, que era un hombre malvado y que antes rezongaba porque su mujer no le daba ningún hijo, se volvió más irascible que nunca. Afirmaba que aquel mocoso enfermizo nunca llegaría a ninguna parte y que se veía obligado a mantenerlo con el sudor de su frente aun sabiendo que no podía esperar lo mismo de él cuando se hiciera mayor.
Entonces la mujer me dijo:
-Graves han sido mis pecados, pero no más que mis desdichas, pues no sólo cargo un gran peso en la conciencia por haber arrebatado aquel bebé a sus padres, sino que mi marido se volvió más cruel que nunca y, en lugar de querer al niño, lo detestaba con todas sus fuerzas. Además, el pobre perdió la salud y aunque era la criatura más buena del mundo, la más voluntariosa e inteligente, no podía hacer trabajos duros y a menudo se veía aquejado de fiebres y otros males. Mi marido se negaba a llamar al médico y yo me sentaba a la cabecera de su cama llorando y pensando que si no lo hubiera apartado de sus padres, que eran gentes adineradas, no estaría allí tendido sin ayuda en su lecho de dolor.
Conforme se iba haciendo mayor, mi marido se volvió más violento y a veces pegaba al muchacho porque éste no podía trabajar, y lo trataba de un modo tan cruel que no me atrevo a decírselo a usted, que es su padre, así que un día Henry (así lo llamaba porque así deduje, a partir de sus balbucientes palabras, que lo habían bautizado sus padres) me confió que Jackson, el granjero, le había prometido encontrarle trabajo y que había decidido marcharse y tratar de ganarse su propio sustento. Lloré amargamente, pero no pude disuadirle de su propósito, aunque entonces habría dado cuanto tenía en el mundo para averiguar quiénes eran sus padres y poder así restituírselo. Le di mi bendición, se fue y desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas.
No te cansaré, amiguito mío, con el relato de mis idas y venidas ni de la angustia que he sentido a lo largo de estos últimos quince días, tiempo que he empleado en recorrer Devonshire de cabo a rabo en busca de mi hijo perdido. Pero sí te diré que todos mis esfuerzos han resultado inútiles. Ahora me dispongo a visitar de nuevo a la señora Smithson para averiguar si mi hijo ha vuelto con ella. Ésta es mi historia; ¿deseas venir a vivir conmigo? Si nunca encuentro a mi querido hijo, tú ocuparás su lugar en mi corazón, y si lo encuentro...
Maurice había escuchado el relato sin perder detalle, y hacia el final los ojos se le llenaron de lágrimas y su rostro era el vivo retrato de la impaciencia. Al oír las últimas palabras del viajero, no pudo contenerse y se arrojó a sus brazos, exclamando entre sollozos: -¡Yo soy tu verdadero hijo! ¡El viejo Smithson no es mi padre! ¡Yo soy tu hijo perdido! Maurice le contó entonces al viajero que siempre había visto a la señora Smithson como su madre y lo cariñosa que era con él y lo mucho que lo quería; y que su marido lo maltrataba, por lo que un día decidió marcharse de casa para no volver hasta que pudiera ganarse su propio sustento. Desde entonces se hacía llamar Maurice porque temía que el hombre cruel que creía ser su padre pudiera viajar hasta aquella parte del condado, descubrirlo y molerlo a palos como solía hacer en casa. Ninguna estampa podría representar mejor la felicidad que la imagen del viajero y su hijo sentados juntos frente al mar, charlando sobre lo que harían y anticipando la dicha de su pobre madre cuando volviera a verlo. Henry lloró de alegría al pensar en la vida feliz que llevaría a partir de entonces, leyendo libros maravillosos, viviendo con un padre y una madre bondadosos, sin más preocupación que la de obedecerlos y hacerlos felices. Aquella misma noche se fueron a Torquay, donde alquilaron un tílburi que los llevó de vuelta al hogar del viajero, sin detenerse a descansar hasta que hubieron llegado y la madre de Henry lo estrechó entre sus brazos.
¿Y qué fue de la vieja cabaña con el tejado cubierto de musgo y levantada a orillas del mar? Pues bien, a petición de Henry, su padre se la compró a Gregory Barnet, junto con el bote de pesca, los geranios y todo lo que en ella había. No podían trasladarse a vivir allí, dado que Henry tenía que ir a Eton para reanudar sus estudios. La casa de su padre quedaba cerca del parque de Windsor, a escasa distancia del colegio, por lo que jamás volvió a vivir apartado de sus seres queridos; pero todos los años, por las festividades de Pentecostés y San Bartolomé , iban de visita a Devonshire y pasaban dos meses en la hermosa cabaña. Era demasiado pequeña para acoger también al servicio, así que el padre se vestía de la misma guisa que cuando viajaba por el condado en busca de su hijo, y eran ellos mismos quienes se encargaban de cuidar el jardín y de comprar los alimentos que luego cocinaban con sus propias manos. Y, cuando hacía buen tiempo y lucía el sol, se sentaban en la roca del arroyo y hablaban de todas las cosas hermosas que habían visto o verían algún día, o se entretenían leyendo libros maravillosos, cuyas lecciones y conocimientos los hacían más sabios y felices. Mientras veraneaban en la cabaña, Henry se hacía llamar Maurice y visitaba a sus antiguos amigos, a los que conocía de cuando vivía con el viejo Barnet. Si los encontraba enfermos o afligidos, hacía cuanto estaba en su mano para socorrerlos y consolarlos, prestándoles toda la ayuda que un niño puede prestar, o bien consiguiendo, por intercesión de su padre, devolver la sonrisa a quienes la pobreza o el infortunio había hecho desgraciados.
En las noches serenas se hacían a la mar a bordo del viejo bote. No pescaban, pues no les gustaba causar dolor a los animales ni arrebatarles la vida, pero contemplaban el baile de las olas y el litoral rocoso y, si se quedaban fuera hasta bastante después de la puesta del sol, veían cómo las estrellas iban saliendo una tras otra hasta llenar todo el cielo. Durante el resto del año, la señora Smithson vivía en la cabaña. Lamentaba profundamente lo que había hecho y quería mucho a Henry, quien nunca olvidó que un día la quiso como a una buena madre. Muchos años después, ya hecho un hombre, Henry viajó a países distantes donde lo aguardaban infinidad de bellos paisajes, con sus peñascos, montañas, árboles y ríos. Sin embargo, siempre llevaba en el corazón el recuerdo de su adorable cabaña, que le seguía pareciendo el lugar más maravilloso que habían visto sus ojos. Como he dicho antes, la cabaña era muy vieja y, algún tiempo después de la muerte de la señora Smithson, parte del tejado cubierto de musgo se desplomó, de tal suerte que cuando llovía se colaba el agua en su interior. Era demasiado vieja para repararla y poco a poco se fue cayendo a trozos, que el mar se encargó de ir recogiendo, así que apenas quedó rastro de ella.
Cuando Henry regresó de sus viajes descubrió que su adorada cabaña había desaparecido, los geranios habían muerto y no quedaba ningún muro por el que pudieran trepar los alhelíes amarillos de dulce perfume. La pérdida le causó una gran pena, pero se alegró de comprobar que el acantilado de tierra rojiza, los árboles mecidos por el viento, el arroyo de agua clara y la roca sobre la que su padre y él se sentaban tan a menudo seguían allí, tal como los viera por última vez, si bien el bote estaba hecho pedazos en la caleta y el jardín se había asilvestrado. Se negó a levantar una nueva cabaña en el mismo lugar porque habría sido demasiado distinta a la del viejo Barnet, que él tanto había querido; pero mandó levantar una casa no muy lejos de allí para dar cobijo a un humilde pescador con dos hijos que, tras perder su barco algunos meses antes en una tormenta que a punto había estado de costarle la vida, pasaba una gran penuria. Hizo construir otro bote para la pequeña caleta y a menudo iba a visitar el acantilado, los árboles y la roca, donde se sentaba a reflexionar sobre la vida que había llevado de pequeño junto al viejo Barnet, en la hermosa y destartalada cabaña del pescador, y sobre su padre, que fue a su encuentro y le tendió la mano en un momento de pobreza y debilidad sin sospechar que los unía un poderoso lazo de sangre; y cómo en aquella misma roca había descubierto que era el hijo de dos personas buenas y generosas, con las que ahora vivía feliz y gozoso".
Mary Shelley
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