El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

lunes, 31 de agosto de 2015

"La Condena"

"Era domingo por la mañana en lo más hermoso de la primavera. Georg Bendemann, un joven comerciante, estaba sentado en su habitación en el primer piso de una de las casas bajas y de construcción ligera que se extendían a lo largo del río en forma de hilera, y que sólo se distinguían entre sí por la altura y el color. Acababa de terminar una carta a un amigo de su juventud que se encontraba en el extranjero, la cerró con lentitud juguetona y miró luego por la ventana, con el codo apoyado sobre el escritorio, hacia el río, el puente y las colinas de la otra orilla con su color verde pálido.

Reflexionó sobre cómo este amigo, descontento de su éxito en su ciudad natal, había literalmente huido ya hacía años a Rusia. Ahora tenía un negocio en San Petersburgo, que al principio había marchado muy bien, pero que desde hacía tiempo parecía haberse estancado, tal como había lamentado el amigo en una de sus cada vez más infrecuentes visitas. De este modo se mataba inútilmente trabajando en el extranjero, la extraña barba sólo tapaba con dificultad el rostro bien conocido desde los años de la niñez, rostro cuya piel amarillenta parecía manifestar una enfermedad en proceso de desarrollo. Según contaba, no tenía una auténtica relación con la colonia de sus compatriotas en aquel lugar y apenas relación social alguna con las familias naturales de allí y, en consecuencia, se hacía a la idea de una soltería definitiva.

¿Qué podía escribírsele a un hombre de este tipo, que, evidentemente, se había enclaustrado, de quien se podía tener lástima, pero a quien no se podía ayudar? ¿Se le debía quizá aconsejar que volviese a casa, que trasladase aquí su existencia, que reanudara todas sus antiguas relaciones amistosas, para lo cual no existía obstáculo, y que, por lo demás, confiase en la ayuda de los amigos? Pero esto no significaba otra cosa que decirle al mismo tiempo, con precaución, y por ello hiriéndolo aún más, que sus esfuerzos hasta ahora habían sido en vano, que debía, por fin, desistir de ellos, que tenía que regresar y aceptar que todos, con los ojos muy abiertos de asombro, lo mirasen como a alguien que ha vuelto para siempre; que sólo sus amigos entenderían y que él era como un niño viejo, que debía simplemente obedecer a los amigos que se habían quedado en casa y que habían tenido éxito.

¿E incluso entonces era seguro que tuviese sentido toda la amargura que había que causarle? Quizá ni siquiera se consiguiese traerlo a casa, él mismo decía que ya no entendía la situación en el país natal, y así permanecería, a pesar de todo, en su extranjero, amargado por los consejos y un poco más distanciado de los amigos. Pero si siguiera realmente el consejo y aquí se le humillase, naturalmente no con intención sino por la forma de actuar, no se encontraría a gusto entre sus amigos ni tampoco sin ellos, se avergonzaría y entonces no tendría de verdad ni hogar ni amigos. En estas circunstancias ¿no era mejor que se quedase en el extranjero tal como estaba? ¿Podría pensarse que en tales circunstancias saldría realmente adelante aquí?

Por estos motivos, y si se quería mantener la relación epistolar con él, no se le podían hacer verdaderas confidencias como se le harían sin temor al conocido más lejano. Hacía más de tres años que el amigo no había estado en su país natal y explicaba este hecho, apenas suficientemente, mediante la inseguridad de la situación política en Rusia, que, en consecuencia, no permitía la ausencia de un pequeño hombre de negocios mientras que cientos de miles de rusos viajaban tranquilamente por el mundo. Pero precisamente en el transcurso de estos tres años habían cambiado mucho las cosas para Georg. Sobre la muerte de su madre, ocurrida hacía dos años y desde la cual Georg vivía con su anciano padre en la misma casa, había tenido noticia el amigo, y en una carta había expresado su pésame con una sequedad que sólo podía tener su origen en el hecho de que la aflicción por semejante acontecimiento se hacía inimaginable en el extranjero. Ahora bien, desde entonces, Georg se había enfrentado al negocio, como a todo lo demás, con gran decisión. Quizá el padre, en la época en que todavía vivía la madre, lo había obstaculizado para llevar a cabo una auténtica actividad propia, por el hecho de que siempre quería hacer prevalecer su opinión en el negocio. Quizá desde la muerte de la madre, el padre, a pesar de que todavía trabajaba en el negocio, se había vuelto más retraído. Quizá desempeñaban un papel importante felices casualidades, lo cual era incluso muy probable; en todo caso, el negocio había progresado inesperadamente en estos dos años, había sido necesario duplicar el personal, las operaciones comerciales se habían quintuplicado, sin lugar a dudas tenían ante sí una mayor ampliación.

Pero el amigo no sabía nada de este cambio. Anteriormente, quizá por última vez en aquella carta de condolencia, había intentado convencer a Georg de que emigrase a Rusia y se había explayado sobre las perspectivas que se ofrecían precisamente en el ramo comercial de Georg. Las cifras eran mínimas con respecto a las proporciones que había alcanzado el negocio de Georg. Él no había querido contarle al amigo sus éxitos comerciales y si lo hubiese hecho ahora, con posterioridad, hubiese causado una impresión extraña. Es así cómo Georg se había limitado a contarle a su amigo cosas sin importancia de las muchas que se acumulan desordenadamente en el recuerdo cuando se pone uno a pensar en un domingo tranquilo. No deseaba otra cosa que mantener intacta la imagen que, probablemente, se había hecho el amigo de su ciudad natal durante el largo período de tiempo, y con la cual se había conformado. Fue así como Georg, en tres cartas bastante distantes entre sí, informó a su amigo acerca del compromiso matrimonial de un señor cualquiera con una muchacha cualquiera, hasta que, finalmente, el amigo, totalmente en contra de la intención de Georg, comenzó a interesarse por este asunto.

Georg prefería contarle estas cosas antes que confesarle que era él mismo quien hacía un mes se había prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una joven de familia acomodada. Con frecuencia hablaba con su prometida de este amigo y de la especial relación epistolar que mantenía con él.

-Entonces no vendrá a nuestra boda -decía ella-, y yo tengo derecho a conocer a todos tus amigos.
-No quiero molestarlo -contestaba Georg-, entiéndeme, probablemente vendría, al menos así lo creo, pero se sentiría obligado y perjudicado, quizá me envidiaría y seguramente, apesadumbrado e incapaz de prescindir de esa pesadumbre, regresaría solo, solo ¿sabes lo que es eso?
-Bueno, ¿no puede enterarse de nuestra boda por otro camino?
-Sin duda no puedo evitarlo, pero es improbable dada su forma de vida.
-Si tienes esa clase de amigos, Georg, nunca debiste comprometerte.
-Sí, es culpa de ambos, pero incluso ahora no desearía que fuese de otra forma.
Y si ella, respirando precipitadamente entre sus besos, alegaba todavía:
-La verdad es que sí que me molesta.
Entonces era realmente cuando él consideraba inofensivo contarle todo al amigo.
-Así soy y así tiene que aceptarme -se decía-. No pienso convertirme en un hombre a su medida, hombre que quizá fuese más apropiado a su amistad de lo que yo lo soy.

Y, efectivamente, en la larga carta que había escrito este domingo por la mañana, informaba a su amigo del compromiso que se había celebrado, con las siguientes palabras: "Me he reservado la novedad más importante para el final. Me he prometido con la señorita Frieda Brandenfeld, una muchacha perteneciente a una familia acomodada que se estableció aquí mucho tiempo después de tu partida y a la que tú apenas conocerás. Ya habrá oportunidad de contarte más detalles acerca de mi prometida, baste hoy con decirte que soy muy feliz y que en nuestra mutua relación sólo ha cambiado el hecho de que tú, en lugar de tener en mí un amigo corriente, tendrás un amigo feliz. Además tendrás en mi prometida, que te manda saludos cordiales y que te escribirá próximamente, una amiga leal, lo que no deja de tener importancia para un soltero. Sé que muchas cosas te impiden hacernos una visita, pero ¿acaso no sería precisamente mi boda la mejor oportunidad de echar por la borda, al menos por una vez, todos los obstáculos? Pero, sea como sea, actúa sin tener en cuenta todo lo demás y según tu buen criterio".

Georg había permanecido mucho tiempo sentado en su escritorio con la carta en la mano y el rostro vuelto hacia la ventana. Con una sonrisa ausente había apenas contestado a un conocido que, desde la calle, lo había saludado al pasar. Finalmente, se metió la carta en el bolsillo y, a través de un corto pasillo, se dirigió desde su habitación a la de su padre, en la que no había estado desde hacía meses. No existía, por lo demás, necesidad de ello, porque constantemente tenía contacto con él en el negocio; comían juntos en una casa de comidas, por la noche cada uno se tomaba lo que le apetecía pero después la mayoría de las veces se sentaban un ratito, cada uno con su periódico, en el cuarto de estar común, a no ser que Georg, como ocurría con mucha frecuencia, estuviese en compañía de amigos o, como ahora, fuese a ver a su novia. Georg se extrañó de lo oscura que estaba la habitación del padre incluso en esta mañana soleada, tal era la sombra que proyectaba la alta pared que se elevaba al otro lado del estrecho patio. El padre estaba sentado ante la ventana, en un rincón adornado con recuerdos de la difunta madre, y leía el periódico, que sostenía de lado ante los ojos, con lo cual intentaba contrarrestar una cierta falta de visión. Sobre la mesa estaban aún los restos del desayuno, del que no parecía haber comido mucho.

-¡Ah Georg! -exclamó el padre, e inmediatamente se dirigió hacia él. Su pesada bata se abría al andar y los bajos revoloteaban a su alrededor.
"Mi padre sigue siendo un gigante", se dijo Georg.
-Esto está insoportablemente oscuro -dijo a continuación.
-Sí, sí que está oscuro -contestó el padre.
-¿También has cerrado la ventana?
-Lo prefiero así.
-Afuera hace bastante calor -dijo Georg como complemento a lo anterior, y se sentó.
El padre retiró la vajilla del desayuno y la colocó sobre una cómoda.
-La verdad es que sólo quería decirte -continuó Georg, que seguía los movimientos del anciano totalmente aturdido- que, por fin, he informado a San Petersburgo de mi compromiso.
Sacó un poco la carta del bolsillo y la dejó caer dentro de nuevo.
-¿Cómo que a San Petersburgo? -preguntó el padre.
-Sí, a mi amigo -dijo Georg, y buscó los ojos del padre.
"En el negocio es completamente distinto", pensó. "¡Cuánto sitio ocupa ahí sentado y cómo se cruza de brazos!"
-Sí, claro, a tu amigo -dijo el padre recalcándolo.
-Ya sabes, padre, que en un principio quería silenciar mi compromiso. Por consideración, por ningún otro motivo. Tú ya sabes que es una persona difícil. Puede enterarse de mi compromiso por otros cauces, me dije, y si bien esto apenas es probable dada su solitaria forma de vida, yo no puedo evitarlo, pero por mí mismo no debe enterarse.
-¿Y ahora has cambiado de opinión? -preguntó el padre.

Puso el periódico en el antepecho de la ventana y sobre el periódico las gafas que tapaba con las manos.

-Sí, ahora he cambiado de opinión. Si verdaderamente se trata de un buen amigo, me he dicho, entonces mi feliz compromiso es también para él motivo de alegría y por eso no he dudado más en comunicárselo. Sin embargo, antes de echar la carta quería decírtelo.
-Georg -dijo el padre, y estiró la boca sin dientes-, escucha por una vez. Has venido a mí por este asunto, para discutirlo conmigo. Esto te honra sin duda alguna, pero no sirve para nada, y menos aún que para nada, si no me dices ahora mismo toda la verdad. No quiero traer a colación cosas que nada tienen que ver con esto. Desde la muerte de nuestra querida madre han ocurrido ciertas cosas desagradables. Quizá también les llegue su turno, y quizá antes de lo que pensamos. En el negocio se me escapan algunas cosas, quizá no se me oculten, ahora no quiero en modo alguno alimentar la sospecha de que se me ocultan, ya no estoy lo suficientemente fuerte, me falla la memoria, ya no puedo abarcar tantas cosas. En primer lugar esto es ley de vida y, en segundo lugar, la muerte de tu madre me ha afligido mucho más que a ti. Pero ya que estamos tratando de este asunto de la carta, te pido, Georg, que no me engañes. Es una pequeñez, no merece la pena, así pues, no me engañes. ¿Tienes de verdad ese amigo en San Petersburgo?

Georg se levantó desconcertado.
-Dejemos en paz a mis amigos. Mil amigos no sustituyen a mi padre. ¿Sabes lo que creo?, que no te cuidas lo suficiente, pero los años exigen sus derechos. En el negocio eres indispensable para mí, bien lo sabes tú, pero si el negocio amenaza tu salud mañana mismo lo cierro para siempre. Esto no puede seguir así. Tenemos que adoptar otro modo de vida para ti, pero desde el principio. Estás sentado aquí en la oscuridad y en el cuarto de estar tendrías buena luz. Tomas un par de bocados del desayuno en lugar de comer como es debido. Estás sentado con las ventanas cerradas y el aire fresco te sentaría bien. ¡No, padre mío! Iré a buscar al médico y seguiremos sus prescripciones Cambiaremos las habitaciones. Tú te trasladarás a la habitación de delante y yo a ésta. No supondrá una alteración para ti, todo se llevará allí Ya habrá tiempo de ello, ahora te acuesto en la cama un poquito, necesitas tranquilidad a toda costa. Vamos, te ayudaré a desnudarte, ya verás cómo sé hacerlo. ¿O prefieres trasladarte inmediatamente a la habitación de delante y allí te acuestas provisionalmente en mi cama? La verdad es que esto sería lo más sensato.

Georg estaba de pie justo al lado de su padre, que había dejado caer sobre el pecho su cabeza de blancos y despeinados cabellos.
-Georg -dijo el padre en voz baja y sin moverse.

Georg se arrodilló inmediatamente junto al padre, vio las enormes pupilas en su cansado rostro dirigidas hacia él desde las comisuras de los ojos.

-No tienes ningún amigo en San Petersburgo. Tú has sido siempre un bromista y tampoco has hecho una excepción conmigo. ¡Cómo ibas a tener un amigo precisamente allí! No puedo creerlo de ninguna manera.
-Padre, haz memoria una vez más -dijo Georg, levantó al padre del sillón y le quitó la bata, estaba allí tan débil-, pronto hará ya tres años que mi amigo estuvo en casa de visita. Recuerdo todavía que no te hacía demasiada gracia. Al menos dos veces te oculté su presencia, a pesar de que en esos momentos se hallaba precisamente en mi habitación. Yo podía comprender bien tu animadversión hacia él, mi amigo tiene sus manías, pero después conversaste agradablemente con él. En aquellos momentos me sentía tan orgulloso de que lo escuchases, asintieses y preguntases... Si haces memoria tienes que acordarte. Él contó entonces historias increíbles de la revolución rusa. Cómo, por ejemplo, en un viaje de negocios a Kiev, había visto en un balcón a un sacerdote que se había cortado una ancha cruz de sangre en la palma de la mano, la levantó e invocó con ella a la multitud. Tú mismo has contado de vez en cuando esta historia.

Mientras tanto Georg había conseguido sentar al padre y quitarle cuidadosamente el pantalón de punto que llevaba encima de los calzoncillos de lino, así como los calcetines. Al ver la ropa, que no estaba precisamente limpia, se hizo reproches por haber descuidado al padre. Seguro que también formaba parte de sus obligaciones el cuidar de que el padre se cambiase de ropa. Todavía no había hablado expresamente con su prometida de cómo iban a organizar el futuro del padre, porque tácitamente habían supuesto que él se quedaría solo en el piso viejo. Sin embargo, ahora se decidió, de repente y con toda firmeza, a llevárselo a su futuro hogar. Bien mirado, casi daba la impresión de que el cuidado que el padre iba a recibir allí podría llegar demasiado tarde. Llevó al padre en brazos a la cama. Una terrible sensación se apoderó de él cuando, a lo largo de los pocos pasos hasta ella, notó que su padre jugueteaba con la cadena del reloj sobre su pecho. Se agarraba con tal fuerza a la cadena del mismo, que no pudo acostarlo inmediatamente. Apenas se encontró en la cama, todo pareció volver de nuevo a la normalidad. Se tapó solo y se cubrió muy bien los hombros con el cobertor. No miraba a Georg precisamente con hostilidad.

-¿Verdad que ya te acuerdas de él? -preguntó Georg, y asintió con la cabeza haciendo un gesto alentador.
-¿Estoy bien tapado? -preguntó el padre como si no pudiese asegurarse él mismo de que sus pies se encontraban tapados.
-Así es que te gusta estar en la cama -dijo Georg, y colocó mejor el cobertor a su alrededor.
-¿Estoy bien tapado? -preguntó el padre de nuevo, y pareció prestar especial atención a la respuesta.
-Estate tranquilo, estás bien tapado.
-¡No! -gritó el padre de tal forma que la respuesta chocó contra la pregunta, echó hacia atrás el cobertor con una fuerza tal que por un momento quedó extendido en el aire, y se puso de pie sobre la cama. Sólo con una mano se apoyaba ligeramente en el techo.
-Querías taparme, lo sé, retoño mío, pero todavía no estoy tapado, y aunque sea la última fuerza es suficiente para ti, demasiada para ti. ¡Claro que conozco a tu amigo! Sería el hijo que desea mi corazón, por eso también lo has engañado durante todos estos años. ¿Por qué si no? ¿Acaso crees que no he llorado por él? Precisamente por eso te encierras en tu oficina: "el jefe está ocupado, no se le puede molestar". Sólo para poder escribir tus falsas cartitas a Rusia. Pero, afortunadamente, nadie tiene que dar lecciones al padre sobre cómo adivinar las intenciones del hijo. De la misma manera que ahora has creído haberlo subyugado, subyugado de tal forma que podrías sentarte con tu trasero sobre él y él no se movería, en ese momento mi señor hijo ha decidido casarse.

Georg levantó la mirada hacia el espectro de su padre. El amigo de San Petersburgo, a quien de repente el padre conocía tan bien, se apoderaba de él como nunca hasta ahora. Lo vio perdido en la lejana Rusia. Lo vio en la puerta del negocio vacío y desvalijado, entre las ruinas de las estanterías, entre los géneros hechos jirones, entre los tubos de gas que estaban caídos... y él permanecía todavía erguido. ¿Por qué había tenido que irse tan lejos?

-¡Pero mírame -gritó el padre-. Georg corrió, casi distraído, hacia la cama, con la intención de comprenderlo todo, pero se quedó parado a mitad de camino.
-Porque ella se ha levantado las faldas -comenzó a hablar el padre-, porque se ha levantado así las faldas de cerda asquerosa -y para expresarlo plásticamente se levantó el camisón tan alto que se veía sobre el muslo la cicatriz de sus años de guerra-, porque se ha levantado así, y así las faldas, te has acercado a ella y, para poder gozar con ella sin que nadie molestase, has profanado la memoria de nuestra madre, has traicionado al amigo y has metido en la cama a tu padre para que no se pueda mover, pero ¿puede moverse o no?

Permanecía en pie sin apoyo alguno y lanzaba las piernas en todas las direcciones. Sonreía con entusiasmo al comprenderlo todo. Georg estaba de pie en un rincón lo más lejos posible del padre. Desde hacía un rato había decidido firmemente observarlo todo con exactitud, para no ser indirectamente sorprendido de alguna forma por detrás o desde arriba. Entonces se acordó de nuevo de la decisión, ya hacía rato olvidada, y volvió a olvidarla tan deprisa como se pasa un hilo corto a través del ojo de una aguja.

-No obstante el amigo no ha sido todavía traicionado -gritó el padre, y lo corroboraba su índice movido de acá para allá- yo era su representante en este lugar.

Georg no pudo evitar gritar:
-¡Comediante!

Reconoció inmediatamente el daño y, demasiado tarde, los ojos fijos, se mordió la lengua hasta doblarse de dolor.

-¡Sí, por supuesto que he representado una comedia! ¡Comedia! ¡Buena palabra! ¿Qué otro consuelo le quedaba al anciano padre viudo? Dime, y durante el momento que dure la respuesta sé todavía mi hijo vivo. ¿Qué otra salida me quedaba en mi habitación interior, perseguido por un personal infiel, viejo hasta los huesos? Y mi hijo iba con júbilo por la vida, ultimaba negocios que yo había preparado, se retorcía de la risa y pasaba ante su padre con el reservado rostro de un hombre de honor. ¿Crees tú que yo no te hubiese querido, yo, de quien saliste tú?

"Ahora se inclinará hacia delante", pensó Georg, "¡si se cayese y se estrellase!" Esta palabra le pasó por la cabeza como una centella.

El padre se echó hacia delante, pero no se cayó. Puesto que Georg no se acercaba como había esperado, se irguió de nuevo.

-¡Quédate donde estás, no te necesito! Piensas que tienes todavía la fuerza suficiente para venir aquí, y solamente te contienes porque así lo deseas, ¡No te equivoques! Todavía soy el más fuerte, ¡Yo solo habría tenido quizá que retirarme, pero tu madre me ha dado su fuerza, con tu amigo me alié maravillosamente y a tu clientela la tengo aquí en el bolsillo!
-¡Incluso en el camisón tiene bolsillos! -se dijo Georg, y creyó que con esta observación podría hacerle quedar en ridículo ante todo el mundo. Pensó en esto sólo durante un momento, porque inmediatamente volvía a olvidarlo todo.
-¡Cuélgate del brazo de tu novia y ven hacia mí! ¡La barro de tu lado y no sabes cómo!

Georg hacía muecas como si no pudiese creerlo. El padre sólo asentía con la cabeza, ratificando la verdad de lo que decía y dirigiéndose al rincón en que se encontraba Georg.

-¡Cómo me has divertido hoy cuando has venido y me has preguntado si debías contarle a tu amigo lo del compromiso! ¡Si lo sabe todo, estúpido, lo sabe todo! Yo le escribía porque olvidaste quitarme las cosas para escribir. Por eso ya no viene desde hace años, lo sabe todo cien veces mejor que tú mismo, tus cartas las arruga con la mano izquierda sin haberlas leído, mientras que con la derecha se pone delante mis cartas para leerlas.

De puro entusiasmo agitaba el brazo por encima de la cabeza.

-¡Lo sabe todo mil veces mejor! -gritó.
-Diez mil veces -dijo Georg con la intención de burlarse de su padre, pero todavía en su boca estas palabras adquirieron un tono profundamente serio.
-¡Desde hace años estoy a la espera de que me vengas con esa pregunta! ¿Crees que me preocupa alguna otra cosa? ¿Crees que leo periódicos? ¡Mira! -Y tiró a Georg un periódico que, de alguna forma, había ido a parar a su cama. Un periódico viejo con un nombre que a Georg le era completamente desconocido.
-¡Cuánto tiempo has tardado en llegar a la madurez! Tuvo que morir tu madre, no llegó a ver el día de júbilo. El amigo perece en su Rusia, ya hace tres años estaba amarillo de muerte, y yo, ya ves cómo me va a mí, para eso tienes ojos.
-Entonces me has espiado -gritó Georg.

El padre, en tono compasivo e incidental, dijo:

-Probablemente eso querías haberlo dicho antes, ahora ya no viene a cuento -y en voz más alta-: Ahora ya sabes lo que había además de ti, hasta ahora no sabías más que de ti mismo. Lo cierto es que fuiste un niño inocente, pero aún más ciertamente fuiste un hombre diabólico. Por eso has de saber que yo te condeno a morir ahogado.

Georg se sintió como expulsado de la habitación, el golpe con el que el padre a su espalda había caído sobre la cama resonaba todavía en sus oídos. En la escalera, por cuyos escalones bajaba tan de prisa como si se tratase de una rampa inclinada, sorprendió a la criada que estaba a punto de subir para arreglar el piso.

-¡Jesús! -gritó, y se tapó la cara con el delantal, pero él ya se había ido.

Salió del portal de un salto, el agua lo atraía por encima de la calzada. Ya se asía firmemente a la baranda como un hambriento a la comida. Saltó por encima como el excelente atleta que, para orgullo de sus padres, había sido en sus años juveniles. Todavía seguía sujeto con las manos, débilmente. cuando divisó entre las barras de la baranda un ómnibus que cubriría con facilidad el ruido de su caída. Exclamó en voz baja: "Queridos padres, a pesar de todo siempre los he querido", y se dejó caer.

En ese momento atravesaba el puente un tráfico verdaderamente interminable".

Franz Kafka

domingo, 30 de agosto de 2015

"El Ladrón de Cadáveres"

"Todas las noches nos sentábamos los cuatro en el reservado de la posada George en Debenham: el empresario fúnebre, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacia viento como si no, si llovía, nevaba o helaba, los cuatro nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás y se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios vergonzosos eran cosas sabidas en Debenham. Mantenía opiniones vagamente radicales y cierto escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.

Una oscura noche de invierno -alrededor de las nueve- fuimos informados de que un gran terrateniente de los alrededores había enfermado en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital, personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos estábamos convenientemente impresionados.

-Ya ha llegado. -dijo el dueño, después de encender la pipa.
-¿Quién? -dije yo- ¿El médico?
-Precisamente. -contestó nuestro posadero.
-¿Cómo se llama?
-Doctor Macfarlane. -dijo el dueño.

Fettes terminaba su tercer vaso, sumido ya en la borrachera, unas veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido Macfarlane: la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda.
-Sí, -dijo el dueño- así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.

Fettes se serenó; sus ojos se aclararon, su voz se hizo firme y sus palabras más vigorosas. Todos nos quedamos sorprendidos ante aquella transformación, era como si un hombre hubiera resucitado de entre los muertos.

-Les ruego que me disculpen, -dijo- mucho me temo que no prestaba atención a sus palabras. ¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?
Y añadió, después de oír las explicaciones del dueño:
-No puede ser, claro que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a cara.
-¿Le conoce usted, doctor? -preguntó el empresario de pompas fúnebres.
-¡Dios no lo permita! -respondió— Sin embargo, el nombre no es nada corriente, sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se trata de un hombre viejo?
-No es un hombre joven. Tiene el pelo blanco; pero sí parece más joven que usted.
-Es mayor que yo, varios años mayor. Pero -dando un manotazo sobre la mesa-, es el ron lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones. ¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he sido un buen cristiano, ¿no? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso; pero, aunque mi cerebro -y se dio un manotazo sobre la calva-, aunque mi cerebro funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que vi.

-Si este doctor es la persona que usted conoce -me aventuré a apuntar, después de una pausa bastante penosa-, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión del posadero?
Fettes no me hizo el menor caso.
-Sí, -dijo, con repentina firmeza-, tengo que verlo cara a cara.
Se produjo otra pausa; luego una puerta se cerró en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.
-Es el doctor. -exclamó el dueño- Si se da prisa podrá alcanzarle.

No había más que dos pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja posada George; la ancha escaleraterminaba casi en la calle; entre el umbral y el último peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero este espacio tan reducido quedaba iluminado todas las noches, no sólo gracias a la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la posada, sino también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la cantina. La posada llamaba así la atención de los que cruzaban por la calle en las frías noches de invierno. Fettes llegó sin vacilaciones hasta el vestíbulo y los demás, quedándonos retrasados, nos dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que uno de ellos había definido como cara a cara. El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía. Iba elegantemente vestido, y lucía una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un contraste sorprendente ver a nuestro borrachín -calvo, sucio, lleno de granos y arropado en su vieja capa azul de camelote- enfrentarse con él al pie de la escalera.

-¡Macfarlane! -dijo con voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.
El gran doctor se detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad de aquel saludo sorprendiera y en cierto modo ofendiera su dignidad.
-¡Toddy Macfarlane! -repitió Fettes.
El londinense se tambaleó. Lanzó una mirada rápida al hombre que tenía delante, volvió hacia atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz llena de sorpresa:
-¡Fettes! ¡Tú!
-¡Yo, sí! -dijo el otro- ¿Creías que también yo estaba muerto? No resulta tan fácil dar por terminada nuestra relación.
-¡Calla, por favor! -exclamó el ilustre médico- ¡Calla! Este encuentro es tan inesperado. Ya veo que te has ofendido. Confieso que no te había conocido; pero me alegro mucho, me alegro mucho de tener esta oportunidad. Hoy sólo vamos a poder decirnos hola y hasta la vista; me espera el calesín y debo tomar el tren; pero debes... veamos, sí... debes darme tu dirección y te aseguro que tendrás muy pronto noticias mías. Hemos de hacer algo por ti, Fettes. Mucho me temo que estás algo apurado; pero ya nos ocuparemos de eso en recuerdo de los viejos tiempos, como solíamos cantar durante nuestras cenas.
-¡Dinero! -exclamó Fettes- ¡Dinero tuyo! El dinero que me diste estará todavía donde lo arrojé aquella noche de lluvia.
Hablando, el doctor Macfarlane había conseguido recobrar la confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquella negativa lo sumió de nuevo en su primitiva confusión. Una horrible expresión atravesó por un momento sus facciones casi venerables.
-Mi querido amigo, -dijo- haz como gustes; nada más lejos de mi intención que ofenderte. No quisiera entrometerme. Pero sí que te dejaré mi dirección...
-No. No deseo saber cuál es el techo que te cobija. -le interrumpió el otro-. Oí tu nombre; temí que fueras tú; quería saber si, después de todo, existe un Dios; ahora ya sé que no. ¡Sal de aquí!

Pero Fettes seguía en el centro de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y para escapar, el gran médico londinense iba a verse obligado a dar un rodeo. Estaban claras sus vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una humillación. A pesar de su palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos; pero, mientras seguía sin decidirse, se dio cuenta de que el cochero de su calesín contemplaba con interés desde la calle aquella escena tan poco común y advirtió también cómo le mirábamos nosotros, los del pequeño grupo del reservado, apelotonados en el rincón más próximo a la cantina. La presencia de tantos testigos le decidió a emprender la huida. Pasó pegado a la pared y luego se dirigió hacia la puerta con la velocidad de una serpiente. Pero sus dificultades no habían terminado aún, porque antes de salir Fettes le agarró del brazo y, de sus labios, aunque en un susurro, salieron con toda claridad estas palabras:

-¿Has vuelto a verlo?
El famoso doctor dejó escapar un grito ahogado, dio un empujón al que lo interrogaba y con las manos sobre la cabeza huyó como un ladrón. Antes de que a ninguno se nos ocurriera hacer el menor movimiento, el calesín traqueteaba camino de la estación La escena había terminado como podría hacerlo un sueño; pero aquel sueño había dejado pruebas y rastros de su paso. Al día siguiente la criada encontró los anteojos de oro en el umbral, rotos, y aquella noche todos permanecimos en pie, sin aliento, junto a la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sereno, pálido y con aire decidido.

-¡Que Dios nos tenga en su seno, Mr. Fettes! -dijo el posadero, el primero en recobrar el uso de sus sentidos-. ¿A qué obedece todo esto? Son cosas bien extrañas las que usted ha dicho.
Fettes se volvió hacia nosotros; nos fue mirando a la cara sucesivamente.
-Procuren atar la lengua. -dijo- Es arriesgado enfrentarse con Macfarlane; los que lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.

Después, sin terminar el tercer vaso, ni mucho menos quedarse para consumir los otros dos, nos dijo adiós y se perdió en la noche.
Nosotros tres regresamos a los sillones, con un buen fuego y cuatro velas nuevas. A medida que recapitulábamos, el primer escalofrío se convirtió muy pronto en curiosidad. Nos quedamos hasta muy tarde; no recuerdo ninguna otra noche en la que se prolongara tanto. Antes de separarnos, cada uno tenía una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros asunto más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso contertulio y descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor londinense. No es un gran motivo de gloria, pero creo que me dí mejor maña que mis compañeros para desvelar la historia; y quizá no haya en estos momentos otro ser vivo que pueda narrarles a ustedes aquellos monstruosos y abominables sucesos.

De joven, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto talento, que le permitía retener lo que oía y asimilarlo en seguida. Trabajaba poco; pero era cortés, atento e inteligente en presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su capacidad de atención y su buena memoria; y, aunque a mí me pareció bien extraño cuando lo oí por primera vez, Fettes era en aquellos días bien parecido y cuidaba mucho de su aspecto exterior. Existía por entonces fuera de la universidad un profesor de anatomía al que designaré aquí mediante la letra K. Su nombre llegó más adelante a ser tristemente célebre. El hombre que lo llevaba se escabulló disfrazado por las calles de Edimburgo, mientras el gentío, que aplaudía la ejecución de Burke, pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero Mr. K estaba entonces en la cima de su popularidad; disfrutaba de la fama debido en parte a su propio talento, y en parte a la incompetencia de su rival, el profesor universitario. Los estudiantes, al menos, tenían absoluta fe en él y el mismo Fettes creía, e hizo creer a otros, que había puesto los cimientos de su éxito al lograr el favor de este hombre meteóricamente famoso. Mr. K era un bon vivant además de un excelente profesor; y apreciaba tanto una hábil ilusión como una preparación cuidadosa. En ambos campos Fettes disfrutaba de su merecida consideración, y durante el segundo año de sus estudios recibió el encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o subasistente en su clase.

Debido a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía sobre Fettes. Era responsable de la limpieza y del comportamiento de los estudiantes y también constituía parte de su deber proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a esta última ocupación, Mr. K hizo que se alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de turbulentos placeres, con la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía que abandonar la cama en la oscuridad de las horas que preceden al alba invernal, para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que después han alcanzado tan terrible reputación en todo el país, recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio y quedarse solo, al marcharse los otros, con aquellos desagradables despojos de humanidad. Terminada tal escena, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una o dos horas para reparar así los abusos de la noche y refrescarse un tanto para los trabajos del día siguiente.

Pocos muchachos podrían haberse mostrado más insensibles a las impresiones de una vida pasada bajo los emblemas de la moralidad. Su mente estaba impermeabilizada contra cualquier consideración de carácter general. Era incapaz de sentir interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier persona, esclavo total de sus propios deseos y ambiciones. Frío, superficial y egoísta, no carecía de ese mínimo de prudencia, a la que se da equivocadamente el nombre de moralidad, que mantiene a un hombre alejado de borracheras inconvenientes o latrocinios castigables. Como Fettes deseaba además que sus maestros y condiscípulos tuvieran de él una buena opinión, se esforzaba en guardar las apariencias. Decidió también destacar en sus estudios y día tras día servía a su patrón impecablemente en las cosas más visibles y que más podían reforzar su reputación de buen estudiante. Para indemnizarse de sus días de trabajo, se entregaba por las noches a placeres ruidosos y desvergonzados; y cuando los dos platillos se equilibraban, el órgano al que Fettes llamaba su conciencia se declaraba satisfecho.

La obtención de cadáveres era continua causa de dificultades. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho, la materia prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse; y las transacciones que esta situación hacía necesarias no sólo eran desagradables en sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas para todos los implicados. La norma de Mr. K era no hacer preguntas en el trato con los de la profesión. Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el precio, solía decir, recalcando la aliteración; quid pro quo. Y de nuevo, y con cierto cinismo, les repetía a sus asistentes que No hicieran preguntas por razones de conciencia.

No es que se diera por sentado implícitamente que los cadáveres se conseguían mediante el asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, Mr. K se habría horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un problema tan serio era, en sí misma, una ofensa contra las normas más elementales de la responsabilidad social y una tentación ofrecida a los hombres con los que negociaba. Fettes, por ejemplo no había dejado de advertir que, con frecuencia, los cuerpos que le llevaban habían perdido la vida muy pocas horas antes. También le sorprendía una y otra vez el aspecto abominable y los movimientos solapados de los rufianes que llamaban a su puerta antes del alba; y, atando cabos para sus adentros, quizá atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a las imprudentes advertencias de su maestro. En resumen: Fettes entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo que le traían, pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible crimen.

Una mañana de noviembre esta consigna de silencio se vio puesta a prueba. Fettes, después de pasar la noche en vela debido a un atroz dolor de muelas, y caer ya de madrugada en ese sueño profundo e intranquilo que con tanta frecuencia es la consecuencia de una noche de dolor, se vio despertado por la tercera o cuarta impaciente repetición de la señal convenida. La luna, aunque menguante, derramaba abundante luz; hacía frío y la ciudad dormía, pero una indefinible agitación preludiaba ya el ruido y el tráfico del día. Los profanadores habían llegado más tarde de lo normal y parecían tener más prisa por marcharse que otras veces. Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus roncas voces, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño; y mientras aquellos hombres vaciaban el lúgubre contenido de su saco, él dormitaba, con un hombro apoyado contra la pared; tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en movimiento sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su sobresalto; dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.

-¡Santo cielo! -exclamó- ¡Si es Jane Galbraith!
Los hombres no respondieron pero se movieron imperceptiblemente en dirección a la puerta.
-La conozco. -continuó Fettes- Ayer estaba viva y muy contenta. Es imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cuerpo de forma correcta.
-Está usted completamente equivocado, señor. -dijo uno de los hombres. Pero el otro lanzó a Fettes una mirada amenazadora y pidió que se les diera el dinero inmediatamente.

Era imposible malinterpretar su expresión o el peligro que implicaba. Al muchacho le faltó valor. Tartamudeó, contó la suma convenida y acompañó a sus visitantes hasta la puerta. Tan pronto como desaparecieron, Fettes se apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una docena de marcas que no dejaban lugar a dudas identificó a la muchacha con la que había bromeado el día anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo que podían muy bien ser pruebas de una muerte violenta. Se sintió dominado por el pánico y buscó refugio en su habitación. Una vez allí reflexionó sobre el descubrimiento; consideró la importancia de las instrucciones de Mr. K y el peligro para su persona; finalmente, lleno de dudas, determinó esperar y pedir consejo a su inmediato superior, el primer asistente.

Era un médico joven, Tolfe Macfarlane, favorito de los estudiantes temerarios, hombre inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos. Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y atrevidos. Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no había nadie más hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más destreza los palos de golf; vestía con audacia y, como toque final de distinción, era propietario de un calesín y de un robusto trotón. Su relación con Fettes había llegado a ser muy íntima; de hecho sus cargos respectivos hacían necesaria una cierta comunidad; y cuando escaseaban los cadáveres, los dos se adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para visitar y profanar algún cementerio y, antes del alba, presentarse con su botín en la puerta de la sala de disección.
Aquella mañana Macfarlane apareció un poco antes de lo que solía. Fettes le oyó, salió a recibirle a la escalera, le contó su relato y terminó mostrándole la causa de su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.

-Sí, -dijo- parece sospechoso.
-¿Qué debería hacer? -preguntó Fettes.
-¿Hacer? -repitió el otro- ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, antes se arreglará, diría yo.
-Quizá la reconozca alguna otra persona. -objetó Fettes- Era tan conocida...
-Esperemos que no, -dijo Macfarlane- y si alguien lo hace, bien, tú no la reconociste, ¿comprendes?, y no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva demasiado tiempo sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K en una situación desesperada; tampoco tú saldrías bien librado, ni yo. Me gustaría saber cómo quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran como testigos. Porque hay una cosa cierta: prácticamente, todo nuestro material han sido personas asesinadas.
-¡Macfarlane! -exclamó Fettes.
-¡Vamos, vamos! -se burló el otro- ¡Como si no lo hubieras sospechado!
-Sospechar es una cosa...
-Y probar otra. Lo sé; y siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí -dando unos golpes en el cadáver con su bastón-. Pero en esta situación, lo mejor que puedo hacer es no reconocerla; y así es: no la reconozco. Tú puedes, si es tu deseo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, pero creo que un hombre de mundo haría lo mismo que yo; y me atrevería a añadir que eso es lo que K esperaría de nosotros. La cuestión es ¿por qué nos eligió a nosotros como asistentes? Y yo respondo: porque no quería viejas chismosas.

Aquella manera de hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho como Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada pasó a la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario ni pareció reconocerla.

Una tarde, después de haber terminado su trabajo, Fettes entró en una taberna y encontró allí a Macfarlane sentado con un extraño. Era un hombre pequeño, pálido y de cabellos muy oscuros, y ojos negros como carbones. Su cara parecía prometer una inteligencia y un refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque nada más empezar a tratarle, se ponía de manifiesto su vulgaridad. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control sobre Macfarlane; le daba órdenes como si fuera el Gran Bajá; se indignaba ante el menor inconveniente o retraso, y hacía groseros comentarios sobre el servilismo con que era obedecido. Esta persona manifestó una inmediata simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo invitándolo a beber y le honró con extraordinarias confidencias sobre su pasado. Si una décima parte de lo que confesó era verdad, se trataba de un bribón de lo más odioso; y la vanidad del muchacho se sintió halagada por el interés de un hombre de tanta experiencia.

-Yo no soy precisamente un ángel -hizo notar el desconocido-, pero Macfarlane... Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu amigo.
O bien: -Toddy, levántate y cierra la puerta.
-Toddy me odia -dijo después-. Sí, Toddy, ¡claro que me odias!
-No me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe. -gruñó Macfarlane.
-¡Escúchalo! ¿Has visto a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría hacer eso por todo mi cuerpo. -explicó el desconocido
-Nosotros, la gente de medicina, tenemos un sistema mejor -dijo Fettes-. Cuando no nos gusta un amigo muerto, lo llevamos a la mesa de disección.

Macfarlane le miró enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado. Pasó la tarde. Gray, porque tal era el nombre del desconocido, invitó a Fettes a cenar con ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna entera tuvo que movilizarse, y cuando terminó mandó a Macfarlane que pagara la cuenta. Se separaron ya de madrugada; el tal Gray estaba completamente borracho. Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación reflexionaba sobre el dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que había tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de la cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos. Al día siguiente Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus adentros al imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna. Tan pronto como quedó libre de sus obligaciones, se puso a buscar por todas partes a sus compañeros de la noche anterior. Pero no consiguió encontrarlos en ningún sitio; de manera que volvió pronto a su habitación, se acostó en seguida, y durmió el sueño de los justos. A las cuatro de la mañana le despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la puerta, grande fue su asombro cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y dentro del vehículo uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien conocía.

-¡Cómo! -exclamó- ¿Has salido tú solo?
Pero Macfarlane le hizo callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que tenían entre manos. Después de subir el cuerpo y depositarlo sobre la mesa, Macfarlane hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció dudar.
-Será mejor que le veas la cara. -dijo después lentamente, como si le costara cierto trabajo hablar- Será mejor. -repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando, asombrado.
-¿Dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos? -exclamó el otro.
-Mírale la cara. -fue la única respuesta.

Fettes titubeó. Contempló al joven médico y después el cuerpo; luego volvió otra vez la vista hacia Macfarlane. Finalmente hizo lo que se le pedía. Casi estaba esperando el espectáculo que se tropezaron sus ojos pero de todas formas el impacto fue violento. Ver, inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo sobre el basto tejido de arpillera, al hombre del que se había separado dejándolo bien vestido y con el estómago satisfecho en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el atolondrado Fettes, algunos de los terrores de la conciencia. Dos personas que había conocido habían terminado sobre las heladas mesas de disección. Con todo, aquellas eran sólo preocupaciones secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe. Falto de preparación para enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con él y le faltaban tanto las palabras como la voz con que pronunciarlas. Fue Macfarlane mismo quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás y puso una mano, con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.

-Richardson -dijo- puede quedarse con la cabeza.
Richardson era un estudiante que desde tiempo atrás se venía mostrando muy deseoso de disponer de esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No recibió ninguna respuesta, y el asesino continuó:
-Hablando de negocios, debes pagarme.
Fettes encontró una voz que no era más que una sombra de la suya:
-¡Pagar! -exclamó- ¿Pagarte por eso?
-No tienes más remedio. Desde cualquier punto de vista que lo consideres. Yo no me atrevería a darlo gratis; ni tú a aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Este es otro caso como el de Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K?
-Allí. -contestó Fettes con voz ronca, señalando al armario.
-Entonces, dame la llave. -dijo el otro, extendiendo la mano.

Después de un momento de vacilación, Macfarlane no pudo suprimir un estremecimiento, manifestación insignificante de un inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó pluma, tinta y el libro diario que descansaban sobre una de las baldas, y del dinero que había en un cajón tomó la suma adecuada para el caso.
-Ahora, mira, -dijo Macfarlane- ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe, primer escalón hacia la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un segundo paso. Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer frente al mismo demonio.

La mente de Fettes fue un torbellino de ideas; pero al contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier dificultad le pareció casi insignificante comparada con una confrontación con Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo aquel tiempo y con mano segura anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.
-Y ahora, -dijo Macfarlane- es de justo que te quedes con el dinero. Yo he cobrado ya mi parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se encuentra en el bolsillo con unos cuantos chelines extra, me da vergüenza hablar de ello, pero hay una regla de conducta para esos casos. No hay que dedicarse a invitar, ni a comprar libros caros para las clases, ni a pagar viejas deudas; hay que pedir prestado en lugar de prestar.
-Macfarlane, -empezó Fettes, con voz todavía un poco ronca- me he puesto el nudo alrededor del cuello por complacerte.
-¿Por complacerme? -exclamó Wolfe- ¡Vamos! No has hecho más que lo que estabas obligado a hacer. Supongamos que yo tuviera dificultades, ¿qué sería de ti? Este segundo accidente sin importancia procede sin duda alguna del primero. Mr. Gray es la continuación de Miss Galbraith. No es posible empezar y pararse luego. Si empiezas, tienes que seguir adelante; ésa es la verdad. Los malvados nunca encuentran descanso.
Una horrible sensación de oscuridad y una clara conciencia de la perfidia del destino se apoderaron del alma del infeliz estudiante.
-¡Dios mío! -exclamó- ¿Qué es lo que he hecho? ¿Cuándo puede decirse que haya empezado todo esto? ¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service quería ese puesto; Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la situación en la que yo me encuentro ahora?

-Mi querido amigo, -dijo Macfarlane- ¡qué ingenuidad! ¿Acaso te ha pasado algo malo? ¿Es que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta? ¿Es que todavía no te has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de personas: los leones y los corderos. Si eres un cordero terminarás sobre una de esas mesas como Gray o Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y tendrás un caballo como tengo yo, como lo tiene K; como todas las personas con inteligencia o con valor. Al principio se titubea. Pero ¡mira a K! Mi querido amigo, eres inteligente, tienes valor. Yo te aprecio y K también te aprecia. Has nacido para ir a la cabeza, dirigiendo la cacería; y yo te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de estos espantapájaros tanto como un colegial que presencia una farsa.

Y con esto Macfarlane se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a recogerse antes del alba. Fettes se quedó solo con los remordimientos. Vio los peligros que le amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su debilidad, y cómo, de concesión en concesión, había descendido a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo entero por haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero no se le ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane Galbraith y la maldita entrada en el libro diario habían cerrado su boca definitivamente.

Pasaron las horas; los alumnos empezaron a llegar; se fue haciendo entrega de los miembros del infeliz Gray a unos y otros, y los estudiantes los recibieron sin hacer el menor comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la cabeza; y, antes de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba, exultante, al darse cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la seguridad. Durante dos días siguió observando, con creciente alegría, el terrible proceso de enmascaramiento. Al tercer día Macfarlane reapareció. Había estado enfermo, dijo; pero compensó el tiempo perdido con la energía que desplegó dirigiendo a los estudiantes. Consagró su ayuda y sus consejos a Richardson de manera especial, y el alumno, animado por los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de esperanzas, viéndose dueño ya de la medalla a la aplicación.

Antes de que terminara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes había sobrevivido a sus terrores. Empezó a adornarse con las plumas de su valor y logró reconstruir la historia de tal manera que podía rememorar aquellos sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se encontraban en las clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes de Mr. K. A veces, intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane se mostraba de principio a fin particularmente amable y jovial. Pero estaba claro que evitaba cualquier referencia a su común secreto; e incluso cuando Fettes susurraba que había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de los corderos, se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.

Finalmente se presentó una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la clase de Mr. K volvían a escasear los cadáveres; los alumnos se mostraban impacientes y una de las aspiraciones del maestro era estar siempre bien provisto. Al mismo tiempo llegó la noticia de que iba a efectuarse un entierro en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del tiempo ha modificado muy poco el sitio en cuestión. Estaba situado, como ahora, en un cruce de caminos, lejos de toda humana habitación y bajo el follaje de seis cedros. Los balidos de las ovejas en las colinas de los alrededores; los riachuelos a ambos lados: uno cantando con fuerza entre las piedras y el otro goteando furtivamente entre remanso y remanso; el rumor del viento en los viejos castaños florecidos y, una vez a la semana, la voz de la campana y las viejas melodías del chantre, eran los únicos sonidos que turbaban el silencio de la iglesia rural. El Resurreccionista -por usar un término de la época- no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar los pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el afecto de los que aún siguen vivos.

En las zonas rústicas, donde el amor es más tenaz de lo corriente y donde lazos de sangre o camaradería unen a toda la sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse repelido por natural respeto agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra, en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos restos, vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos. De manera semejante a como dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero agonizante, Fettes y Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había vivido sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y bondadosa conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y transportada, desnuda y sin vida, a la lejana ciudad que ella siempre había honrado poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales; el lugar que le correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del Juicio Final; sus miembros inocentes y siempre venerables habrían de ser expuestos a la fría curiosidad del disector.

A última hora de la tarde los viajeros se pusieron en camino, envueltos en sus capas y provistos con una botella de formidables dimensiones. Llovía sin descanso: una lluvia densa y fría que se desplomaba sobre el suelo con inusitada violencia. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero la cortina de lluvia acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta Panicuik, donde pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron en un espeso bosque no lejos del cementerio para esconder sus herramientas; y volvieron a pararse en la posada Fisher's Tryst, para brindar delante del fuego e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky. Cuando llegaron al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio de comer al caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para disfrutar de la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las luces, el fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y absurdo trabajo que les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con cada vaso que bebían su cordialidad aumentaba. Muy pronto Macfarlane entregó a su compañero un montoncito de monedas de oro.

-Un pequeño obsequio. -dijo.
Fettes se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor el sentir de su colega.
-Eres un verdadero filósofo. -exclamó- Yo no era más que un ignorante hasta que te conocí. Tú y K. ¡Por Belcebú que entre los dos haréis de mí un hombre!
-Por supuesto que sí. -asintió Macfarlane- Aunque si he de serte franco, se necesitaba un hombre para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de cuarenta años, muy corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos al ver el cadáver; pero tú no, tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.
-¿Y por qué tenía que haberla perdido? -presumió Fettes- No era asunto mío. Hablar no me hubiera producido más que molestias, mientras que si callaba podía contar con tu gratitud, ¿no es cierto? -y golpeó el bolsillo con la mano, haciendo sonar las monedas de oro.

Macfarlane sintió una punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que lamentara la eficacia de sus enseñanzas en el comportamiento de su joven colaborador, pero no tuvo tiempo de intervenir porque el otro continuó en la misma línea jactanciosa.

-Lo importante es no asustarse. Confieso, entre nosotros, que no quiero que me cuelguen, y eso no es más que sentido práctico; pero la mojigatería, Macfarlane, nací ya despreciándola. El infierno, Dios, el demonio, el bien y el mal, el pecado, el crimen, y toda esa vieja galería de curiosidades quizá sirvan para asustar a los chiquillos, pero los hombres de mundo como tú y como yo desprecian esas cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!

Para entonces se estaba haciendo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín delante de la puerta con los dos faroles encendidos y una vez cumplimentada su orden emprendieron la marcha. Explicaron, que iban camino de Peebles y tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas del pueblo; luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo que les devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo; tenían que avanzar al paso y casi a tientas mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad en dirección hacia su destino. En la zona de bosques tupidos que rodea el cementerio la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver a encender uno de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles goteantes y rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron al escenario de sus impíos trabajos.

Los dos eran expertos en aquel asunto y muy eficaces con la pala; y cuando apenas llevaban veinte minutos de tarea se vieron recompensados con el sordo retumbar de sus herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al hacerse daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su cabeza sin mirar. La tumba, en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya casi hasta los hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto; y para que iluminara mejor sus trabajos habían apoyado el farol del calesín contra un árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía hasta el arroyo. La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó en el acto un estrépito de vidrios rotos; la oscuridad les envolvió; ruidos secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria del farol terraplén abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en su camino. Una piedra o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron dando tumbos hasta el fondo del vallecillo; y luego el silencio, como la oscuridad, se apoderó de todo; y por mucho que aguzaron el oído no se oía más que la lluvia, que tan pronto llevaba el compás del viento como caía sin altibajos sobre millas y millas de campo abierto.

Como casi estaban terminando ya su aborrecible tarea, juzgaron prudente acabarla a oscuras. Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo en el saco, que estaba completamente mojado, y entre los dos lo transportaron hasta el calesín; uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al caballo por el bocado fue a tientas junto al muro y entre los árboles hasta llegar a un camino más ancho cerca de la posada Fisher's Tryst. Celebraron el débil y difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara; con su ayuda consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a traquetear alegremente camino de la ciudad.

Los dos se habían mojado hasta los huesos y ahora, al saltar el calesín entre los profundos surcos de la senda, el objeto que sujetaban entre los dos caía con todo su peso primero sobre uno y luego sobre el otro. A cada repetición del horrible contacto ambos rechazaban instintivamente el cadáver con más violencia; y aunque los tumbos del vehículo bastaban para explicar aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a los dos compañeros. Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del granjero que brotó ya sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar en silencio. Pero su extraña carga seguía chocando a un lado y a otro; tan pronto la cabeza se recostaba confianzudamente sobre un hombro como un trozo de empapada arpillera aleteaba gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó a sentir frío en el alma. Al contemplar el bulto tenía la impresión de que hubiera aumentado de tamaño. Por todas partes, cerca del camino y también a lo lejos, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos; y el muchacho se fue convenciendo más y más de que algún inconcebible milagro había tenido lugar; que en aquel cuerpo muerto se había producido algún cambio misterioso y que los perros aullaban debido al miedo que les inspiraba su terrible carga.

-Por el amor de Dios, -dijo, haciendo un gran esfuerzo para hablar- por el amor de Dios, ¡encendamos una luz!

Macfarlane, al parecer, se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y, aunque no dio respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su compañero, se apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían llegado más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny. La lluvia seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no era nada fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando por fin la vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y hacerse más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor del calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también el objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al contorno del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía perfectamente del tronco, y los hombros se recortaban con toda claridad; algo a la vez espectral y humano les obligaba a mantener los ojos fijos en aquel horrible compañero de viaje.

Durante algún tiempo Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror inexpresable envolvía el cuerpo de Fettes como una sábana humedecida, crispando al mismo tiempo sus lívidas facciones, un miedo que no tenía sentido, un horror a lo que no podía ser se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera hablado. Pero su compañero se le adelantó.

-Esto no es una mujer. -dijo Macfarlane en un susurro.
-Era una mujer cuando la subimos. -respondió Fettes.
-Sostén el farol. -dijo el otro- Tengo que verle la cara.

Y mientras Fettes mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó la cabeza al descubierto. La luz iluminó las moldeadas facciones y afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos jóvenes habían contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido rasgó la noche; ambos a una saltaron del coche; el farol cayó y se rompió, apagándose; y el caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo corriente, se encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope, llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con el que los estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás".

Robert Louis Stevenson

sábado, 29 de agosto de 2015

"La Senda"

"El joven Norman viajaba a gran velocidad en uno de los más modernos y aerodinámicos expresos, en dirección norte. Se recostó en su asiento de primera clase, en el vagón de fumadores, y encendió un cigarrillo. En la red de equipajes que tenía enfrente iba su estuche con el par de escopetas que jamás consentía perder de vista, si podía; al lado, la caja de munición con más de mil cartuchos; el resto de su equipaje, sabía, iba seguro en el furgón. Esperaba pasar una espléndida semana de caza en Greystones, uno de los mejores cotos de Inglaterra. Se daba cuenta de que había tenido una suerte increíble al haber sido invitado. Sin embargo, tenía una interrogante. ¿Por qué, se preguntaba, le habían invitado precisamente a él? Para empezar, conocía muy superficialmente a sir Hiram Digby, su anfitrión. Había hablado con él una o dos veces en otras tantas cacerías en Norfolk; y aunque había sabido causar buena impresión cuando estuvo cerca de él, no creía francamente que fuera razón para que le invitase. Habían participado demasiadas buenas escopetas para venir a escogerle precisamente a él. Estaba seguro de que había otro motivo. Sus pensamientos, mientras daba chupadas, ensimismado, al cigarrillo, se orientaron fácilmente hacia otra dirección: hacia Diana Travers, la sobrina de sir Hiram Digby.

El deseo, recordó, es a menudo padre del pensamiento; pero se aferró a él con obstinación y con morosa complacencia. Era Diana Travers quien había sugerido su nombre; podía muy bien ser así, y probablemente lo era; y cuanto más lo pensaba, más convencido se sentía. Eso explicaba la invitación, en todo caso. Un singular estremecimiento de emoción y placer le recorrió al retroceder en la memoria y evocar el recuerdo de ella. La veía como una criatura extraña, totalmente distinta de las chicas normales y corrientes; pero extraña en el mismo sentido en que era extraño él también; porque ya tenía años suficientes para darse cuenta de que era extraño, de que se mantenía algo apartado de los jóvenes de su edad y posición. De buena cuna, rico, deportista y demás, no pertenecía sin embargo a su tiempo en algunos aspectos. Podía beber, divertirse, enfurecerse, disfrutar con sus compañeros; pero sólo hasta un punto, a partir del cual se retiraba insatisfecho. Había «otras cosas» que le reclamaban con terrible fuerza interior; y no podía mezclar las unas con las otras. No lograba explicarse a sí mismo cuáles eran estas otras cosas, y menos aún explicarlo a sus alegres camaradas. ¿Eran cosas del espíritu? No estaba seguro. Eran cosas extrañas, paganas, que pertenecían a tiempos antiguos. No sabía. Eran de un encanto y un poder inefables, y le alejaban de la corriente de la vida moderna... Eso si lo sabia. No podía precisarlas para sí mismo; mucho menos hablar de ellas a otros.

Luego conoció a Diana Travers y supo —aunque no se atrevía a expresar con palabras su descubrimiento— que ella sentía algo parecido. La vio por primera vez en un baile en la ciudad, recordaba; y recordaba también cómo se había estado aburriendo, hasta que la conoció casualmente; y lo feliz, encantado y satisfecho que se había sentido después. No es que se hubiese enamorado de repente, por supuesto; ni que ella fuese irresistiblemente hermosa: era alta, rubia, con un rostro radiante aunque no bello, una voz suave y movimientos graciosos; Norman sabía que había miles que la aventajaban en todas estas cualidades. No; no fue el clásico flechazo, la fiebre del apareamiento, el instinto gregario que le decía que ella podía ser su chica, sino la vieja convicción, más bien, de que ocultaba los mismos anhelos misteriosos y oscuros que él, la fuerza deliciosa y terrible que le apartaba de la especie humana hacia «otras cosas» desconocidas.

Estando juntos en la terraza, donde se habían refugiado huyendo del calor y el clamor del salón de baile, reconoció ante sí mismo, aunque sin formularla, la abrumadora, la extraña convicción de que sus destinos estaban ligados de algún modo. No pudo explicárselo entonces; no se lo podía explicar ahora, mientras lo meditaba en este vagón de ferrocarril; y su razón lo tachaba de imaginario. Sin embargo, seguía allí. La conversación que habían sostenido, desde luego, había sido completamente corriente, y no recordaba haber tenido el menor deseo de flirtear o hacerle el amor; lo que ocurrió fue que «conectaron», como suele decirse, y que se habían encontrado deliciosamente a gusto en mutua compañía, felices y contentos. Fue casi, pensó, como si compartiesen un secreto maravilloso y profundo sin necesidad de palabras, un secreto que, evidentemente, estaba más allá de cuanto podían abarcar las palabras.

Se habían visto en varias ocasiones desde entonces, y en cada una de ellas había tenido él conciencia de ese mismo sentimiento; y una vez en que se encontraron casualmente en el parque, estuvieron paseando juntos alrededor de una hora, durante la cual había charlado ella con más libertad. De repente se había puesto a hablar de sí misma con toda franqueza y naturalidad, como si supiese que él iba a comprenderla. Al aire libre, descubrió Norman, era más espontánea que en un ambiente artificial de muebles y paredes. No era que dijera nada importante; sino más bien la voz, el ademán y los gestos que empleaba. Le había confesado lo mucho que le desagradaba Londres con todas sus obras, y que detestaba de manera especial la temporada con su brillante rutina de supuestas diversiones, añadiendo que ella siempre ansiaba volver a Marston, morada de sir Hiram en Essex. «Allí están las marismas —dijo con sosegado entusiasmo—, y el mar; allí voy con mi tío a la caza del palo, al atardecer, o de madrugada, cuando el sol sale del mar como un globo y disipa las brumas de las marismas... y, bueno, pueden ocurrir... cosas.»

Norman había estado observando con admiración sus movimientos mientras hablaba, pensando que habían elegido bien al ponerle nombre de cazadora; y había una nota de extraña pasión en su voz que en aquel momento percibió por primera vez. Toda su persona, además, transmitía la impresión de que daba por sentado que él comprendía cierto anhelo emocional que sus palabras no explicaban. Norman se detuvo, y se quedó mirándola.

—Es estar viva —añadió con una risa que hizo centellear sus ojos—. El viento y la lluvia te azotan en la cara, y los patos pasan en bandadas. Te sientes parte de la naturaleza. Se abren sus puertas, por así decir.

Así es como estaba previsto que viviéramos, desde luego. Tales palabras, de haberlas dicho otra muchacha, le habrían hecho sentirse tímido y cohibido; en ella, eran meramente naturales y sinceras. Norman no le siguió la corriente, sin embargo, aparte de reconocer que estaba de acuerdo con ella, y la conversación había derivado hacia otros temas. Aunque el motivo por el que no se había entusiasmado él, ni había seguido la pequeña clave que ella le brindaba, era que en lo más dentro de sí sabía qué quería decir. Su confesión, nada sorprendente en sí misma, ocultaba —y revelaba— toda una región de «otras cosas» significativas e importantes que era mejor no confiar a las palabras. «Tú y yo pensamos igual», fue lo que ella había dicho en realidad. «Tú y yo compartimos este anhelo extraño y preternatural, ¡pero por Dios, no hablemos de él...» «Rara chica, en verdad», sonrió ahora para sí, mientras el tren corría hacia el norte, y a continuación se preguntó qué sabía exactamente de ella. Muy poco, prácticamente nada, aparte que no tenía padres, que vivía con su tío viejo y soltero y que estaba pasando la temporada en Londres.

«Una chica con clase, en todo caso», se dijo; «y encantadora como una ninfa, además...»; y sus pensamientos siguieron divagando caprichosamente. Luego, de repente, mientras encendía otro cigarrillo, emergió.-en su cerebro un pensamiento mucho más concreto. Le produjo cierto sobresalto, porque irrumpió súbitamente en su ensoñación a la manera como suele hacerse de pronto evidente un juicio en ese estado entre la vigilia y el sueño. Diana sabe. Conoce esas otras cosas bellas y misteriosas que siempre me han subyugado. Las ha... sí, las ha experimentado. Puede explicármelas. Quiere compartirlas conmigo.,.»

Norman se enderezó en su asiento con un respingo, como si le hubiese asustado algo. Había estado soñando, estas ideas eran fantasmagorías de un sueño. Sin embargo, notó que el corazón le latía deprisa, como si le hubiese acometido una honda excitación en su estado de somnolencia. Alzó los ojos hacia el estuche de las escopetas y los cartuchos, en la red de equipaje, luego se asomó a la ventanilla haciéndose sombra en los ojos. El tren iba lo menos a sesenta millas. La fisonomía del campo iba cambiando. Habían desaparecido los setos típicos de la región central y empezaban a ser sustituidos por tapias de piedra. El paisaje se volvía más agreste, más solitario, menos habitado. Exhaló, inconscientemente) un largo suspiro de satisfacción. Sin duda había dormido mucho rato, comprendió, porque su reloj indicaba que dentro de unos minutos iba a llegar a la estación de empalme donde debía hacer trasbordo. Recordaba que Bracendale, estación vecinal de Greystones, estaba en un pequeño ramal que serpeaba entre los montes. Y unos quince minutos más tarde se encontraba, con equipaje y todo, en el tren traqueteante que iba a dejarle en Bracendale hacia las cinco. Oscurecía ya cuando, con gran esfuerzo al parecer, la trabajosa locomotora le depositó con sus preciadas escopetas y cartuchos en el andén desierto, en medio de remolinos de vapor y aire húmedo, dispuesto a afrontar su recibimiento. Con gran alivio, vio que había un automóvil esperando para llevarle las diez millas restantes hasta la Residencia de caza, y un momento después se hallaba confortablemente instalado entre lujosas mantas de viaje, presto para el trayecto a través de los montes.

Se arrellanó, dispuesto a disfrutar del aire penetrante de la montaña. Tras dejar la estación, el coche tomó un camino que durante un tramo corría por un estrecho valle; un arroyuelo caía de los montes a su izquierda, donde de vez en cuando surgían oscuras plantaciones de abetos que descendían en tropel hasta el borde del camino; pero lo que le sorprendía sobre todo era el aire de desolación y aislamiento que reinaba en todo el contorno. El paisaje le parecía más agreste y menos habitado, incluso, que las tierras altas de Escocia, No se veía ni una casa, ni una huerta. Una sensación de abandono, debida en parte, sin duda, a la oscuridad, flotaba sobre todas las cosas, como si no fuese bien recibida aquí la influencia humana, o no fuese posible, quizá. La impresión que producía era, desde luego, de lugar desolado e inhóspito; aunque para él, esta soledad contenía un temblor de belleza salvaje que le atraía. De cuando en cuando pasaban en fila unas pocas ovejas de cara negra por el camino, y una de las veces vio un pastor con barba que bajaba presuroso con su perro- Desaparecieron en la niebla como espectros. A Norman le parecía increíble que el campo tuviese este aspecto tan desolado y desierto, cuando sabía que a sólo una veintena de millas estaban las grandes urbes industriales de Lancashire. El coche, entretanto, seguía subiendo por el valle; y poco después llegó a un terreno más abierto, con unas pocas granjas dispersas y algún campo de avena junto a ellas.

Norman preguntó al chófer si vivía mucha gente por allí, y el hombre se mostró encantado de tener ocasión de hablar.
—No, señor —dijo—; es un lugar desolado en la mejor época del año; yo me alegro —añadió— cuando llega el momento de regresar al sur —había sido una época estupenda para el urogallo, y prometía ser un año récord.
Norman observó un detalle sorprendente en las casas que pasaban: muchas de ellas, si no todas, tenían una gran cruz tallada en el dintel de la puerta; incluso algunas de las verjas que daban paso del camino a los campos tenían crucifijos más pequeños tallados en el último barrote. Los faros del coche los hacían resaltar. Le recordaban las capillas y crucifijos diseminados por el campo en los países católicos; pero parecían algo incongruentes en Inglaterra. Preguntó al chófer si la mayoría de la gente de por aquí era católica; y la respuesta del hombre, en la que puso todo el énfasis, picó su curiosidad.

—Oh, no; no creo —dijo—. En realidad, señor, ya que me lo pregunta, la gente de aquí es tan pagana como la que pueda encontrar en cualquier país cristiano.
Norman le señaló las cruces que había por todas partes, preguntándole cómo se explicaba esto, siendo paganos los habitantes; y el hombre vaciló antes de responder; como si, aunque contento de hablar, no acabara de gustarle el tema de la conversación.
—Bueno, señor —dijo por fin, fijando la mirada en el camino que tenía delante—, esta gente no me cuenta gran cosa de lo que piensa, porque para ellos soy forastero, puesto que vengo del sur. Pero hay algo raro, en mi opinión. Lo que me han dicho —añadió tras una nueva pausa—, es que tallan esas cruces para protegerse.
—¿Para protegerse? —exclamó Norman un poco sobresaltado—. ¿Para protegerse de qué?
—De... bueno, señor —dijo el hombre, vacilando otra vez—; eso es más de lo que sé decir. He oído hablar de casas encantadas, pero nunca de campos encantados. Sin embargo, eso es lo que creen, según tengo entendido. Está encantado, señor,, todo él. Es endiabladamente difícil hacer salir a ninguno de ellos después de anochecer, eso lo sé muy bien; incluso durante el día, no se quieren alejar de sus hogares sin un crucifijo colgado del cuello. Ni siquiera los hombres.

El coche había cogido velocidad mientras hablaban, y Norman tuvo que pedirle que redujese un poco la marcha; estaba seguro de que algún supersticioso temor había asaltado al hombre, mientras corrían por el camino cada vez más oscuro, si bien se alegraba de hablar, con tal que él no se riese. Tras su última parrafada, había aspirado profundamente, como aliviado de habérsela sacado de dentro.
—Lo que me cuenta es de lo más interesante —comentó Norman, halagador—; me he tropezado con ese tipo de cosas en el extranjero, pero nunca aquí, en Inglaterra. Debe de haber algo detrás, ¿no le parece? añadió persuasivo—, aunque no sabemos qué. Me gustaría averiguar el motivo; porque estoy convencido de que es una equivocación reírse de todo esto—encendió un cigarrillo y tendió otro a su compañero, obligándole a aminorar la velocidad mientras lo encendía—. Veo que es usted persona observadora —prosiguió—, y apuesto a que ha visto más de una cosa rara. Ojalá tuviese yo su oportunidad. Me interesa muchísimo,
—Tiene razón, señor —concedió el chófer, mientras volvían a coger velocidad—; no es cosa de reírse, ni mucho menos. Hay algo en estos parajes que no es normal, podríamos decir. Me chocó un poco la primera vez que vine aquí, hace unos años; pero ahora estoy acostumbrado.
—Yo creo que no me acostumbraría nunca del todo —dijo Norman—, hasta que no llegara al fondo del asunto. Cuénteme algo que haya observado. Me encantará oírlo... ¡y lo guardaré para mí!

Convencido de que el hombre tenía cosas interesantes que contar, y habiéndose ganado su confianza, le rogó que condujese más despacio; temía llegar a la casa antes de que le diese tiempo a contar más; tal vez, incluso, alguna experiencia personal.
—Hay una especie de camino, o vereda más bien; puede que la vea usted durante la cacería —prosiguió el chófer bastante animado, aunque algo nervioso—. Cruza el páramo, y ningún hombre ni mujer lo recorrerían a pie aunque les fuese la vida; ni siquiera de día; no digamos de noche.
Norman dijo ansiosamente que le gustaría verla, y le pidió que le indicase por dónde caía; pero como es natural, las explicaciones no hicieron más que confundirle.
—Puede que la vea uno de estos días, señor, cuando salga de caza; y sí se fija en los de aquí, comprobará que tengo razón.
—¿Qué le ocurre? —preguntó Norman—, ¿Está encantada?
—Así es, señor —reconoció el hombre tras una pausa bastante larga—. Aunque con una rara clase de encantamiento. Dicen que es demasiado hermoso de ver... que se le mete a uno en los sentidos.

Ahora le tocó al otro vacilar; porque algo se le estremeció dentro. El joven Norman tuvo clara conciencia de dos cosas: primera, que no era éste el tipo de información que sonsacar a un empleado de su anfitrión; y segunda, que lo que el hombre decía tenía un interés extraordinario, casi alarmante para él. Todo el folclore le interesaba enormemente, leyendas y supersticiones locales incluidas. ¿Acaso era éste un territorio «infestado de duendes»? Sin embargo, no estaba en Irlanda, donde habría sido natural, sino en la flemática y materialista Inglaterra- El chófer era claramente un vulgar habitante del sur; sin embargo, lo que había observado le había impresionado, incluso le había asustado un poco. Eso era evidente; y le aliviaba hablar con alguien que no se burlaba de él; aunque le asustaba un poco a la vez. Una tercera impresión se hizo clara a su mente también: esta conversación sobre el campo embrujado, fantasmas, hadas y demás, aunque fantástica, despertaba en su interior—en su corazón, sin duda— la rara y deliciosa sensación de que se relacionaba de alguna manera con Diana, la sobrina de su anfitrión. Es difícil descubrir el origen de una profunda intuición. No hizo intento alguno de averiguarlo. Éste era el lugar natal de Diana; debía de saber estas cosas de las que hablaba el chófer, e incluso más. Sin duda había algo en la atmósfera que la atraía.

Debió de pedir a su tío que le invitase. Era ella la que quería que fuese, que probase y compartiese cosas —«otras cosas»— que eran vitales para ella. Todos estos pensamientos se le ocurrieron con una elaboración y un detalle imposibles de describir. Era indudable que el deseo había vuelto a actuar de generador de pensamientos; sin embargo, persistía el convencimiento, y el destello intuitivo proporcionaba, al parecer, la inspiración; así que acosó al chófer con nuevas preguntas que obtuvieron valiosos resultados. Habló incluso de duendes, de hadas, sin mostrar desprecio ni sarcasmo... con el resultado de que, finalmente, el hombre dio muestras de cierta peligrosa confianza. Advirtiendo solemnemente a su pasajero que «sir Hiram no debía saber nada de esto», o él perdería el empleo, describió un incidente extraordinario que había ocurrido ante sus propios ojos, por así decir. La hermana de sir Hiram se había extraviado en los páramos unos años atrás, y no la habían encontrado... Y la creencia y rumores locales eran que «se la habían llevado». Aunque no en contra de su voluntad: ella había querido ir.

—¿Era ésa la señora Travers? —preguntó Norman.
—Esa era, señor, exactamente; porque ya veo que conoce a la familia. Y fue la más extraña desaparición con que me he tropezado jamás —se estremeció ligeramente y, aunque no con entera sorpresa de su oyente, se santiguó de pronto.
¡La madre de Diana!
Una pausa siguió a esta extraordinaria historia; y, a continuación, siquiera por una vez. Norman dirigió unas palabras (destinadas a Horacio) a un hombre que jamás las había oído, el cual las recibió como correspondía.
—Sí, señor —prosiguió—; y ahora la ha traído, por primera vez desde que ocurrió eso, aquí, al mismo terreno donde se llevaron a su madre... me han dicho que la idea de sir Hiram es que espera que se ponga bien...
—¿Que se ponga bien?
—Quiero decir, que se cure, señor. Se dice que tiene el mismo... el mismo... —buscó con torpeza la palabra— desequilibrio que su madre.
Una extraña oleada de esperanza y terror cruzó por la mente y el corazón de Norman, pero hizo un gran esfuerzo y rechazó ambas cosas, de manera que su compañero ignoró por completo esta furiosa tormenta. Cambiando de tema lo mejor que pudo, dominando a duras penas la voz para que sonase normal, preguntó como sin dar importancia:
—¿Desaparece... o sea ha desaparecido más gente, aquí?
—Eso dicen, señor —fue la respuesta—. He oído contar muchas historias, aunque no podría decir que se haya demostrado nada. Según dicen, ha desaparecido gente de aquí, sin que hayan encontrado nunca el menor rastro de ella. Niños sobre todo. Pero no quieren hablar de esto; y es difícil esclarecer nada, ya que jamás acuden a la policía, y lo ocultan entre ellos...
—¿No pueden haberse caído en una sima o algo parecido? —le interrumpió Norman; a lo que el hombre replicó que sólo había una en toda la región, y dicho lugar estaba cuidadosamente cercado a todo su alrededor.
—Es la región, señor-—añadió finalmente con convicción, como si pudiese hablar de una experiencia personal de primera mano, si se atreviese—; la región entera, que es muy extraña.
Norman arriesgó una pregunta directa.
—¿Y lo que usted ha visto con sus propios ojos —preguntó—, le... le asustó? Me refiero a que, como es usted tan observador, cualquier cosa que usted denunciara sería de gran valor.
—Bueno, señor —contestó tras una breve vacilación—; no es que me asustara exactamente; aunque, ya que me lo pregunta, no me hizo ninguna gracia. Me produjo una sensación muy rara, y no soy hombre religioso...
—Por favor, cuéntemelo —le apremió Norman, dándose cuenta de que ya no estaban lejos de la casa y quedaba poco tiempo—. Guardaré el secreto... y le creeré. Yo también he tenido experiencias extrañas.
Pero el hombre no necesitaba que le insistiesen: parecía alegrarse de poder contar su historia.
—En realidad no es mucho —dijo, bajando la voz—. Verá, señor; fue lo siguiente: el garaje y mi alojamiento están abajo en una vieja granja, como a un cuarto de milla de la residencia; y desde la ventana de mi dormitorio puedo ver una perspectiva bastante amplia del páramo. Incluida esa vereda de la que le he hablado; y a lo largo de ella precisamente he visto a veces luces que avanzaban en una especie de procesión balanceante. Un poco débiles eran, y como danzantes; y desaparecían y volvían a aparecer; al principio las tomé por fuegos fatuos: yo he visto los fuegos fatuos en los pantanos de nuestra tierra: gas de los pantanos, lo llaman. Eso es lo que me parecieron al principio; pero ahora sé qué eran.
—¿Nunca ha salido a verlas de cerca?
—No señor, no he salido —replicó con énfasis.
—¿Ni preguntó a la gente qué les parecían?
El chófer dejó escapar una curiosa risita; una risita medio tímida, medio de embarazo. Sí, una vez topó con uno de aquí con ganas de hablar; pero a Norman le costó trabajo convencerle para que se lo repitiese.
—Pues verá, señor, lo que me dijo —otra vez soltó esa risita—, lo que me dijo fue que «era la Gente Alegre que cambiaba de terreno de caza». Eso es lo que dijo; y se santiguó al decirlo. Siempre cambian de terreno de caza cuando llega lo que llaman el equinoccio.
—La Gente Alegre... el equinoccio...

No eran nuevos para Norman estos nombres; pero ahora los oyó como por primera vez: tenían sentido. El equinoccio, el solsticio; naturalmente, sabía qué significaban estas palabras, pero la «Gente Alegre» pertenecía a cierta fantasmagoría personal suya que hasta ahora había supuesto imaginaria. Es decir, pertenecía a cieno «credo imaginario» particular en el que creía él cuando leía a Yeats, a James Stephens, a A.E., o cuando intentaba hacer pinitos en poesía. Ahora, junto a este chófer fornido del escéptico Sur, tropezaba justamente con ella. Y reconoció ante sí mismo que le había producido un casi increíble estremecimiento de asombro, placer y pasión.
—La Gente Alegre —repitió, medio para sí, medio para el conductor—. ¿La llamó así el campesino?
—Sí —Así es como la llamó —repitió el prosaico chófer—-. Y pasaba —añadió, casi desafiante, como esperando que le llamasen embustero, y merecerlo—, pasaba como un río de luces danzantes a lo largo de la Senda.
—La Senda —murmuró Norman.
—La Senda —repitió el hombre en un susurro—; la vereda de la que le he hablado... —y el coche dio un viraje, como si la rueda hubiese resbalado un segundo; aunque recobró instantáneamente firmeza, al meterse por el camino de entrada.

Pasaron la casa del guarda —que tenía su cruz, observó Norman, como todos los demás edificios—, y unos minutos después surgió a la vista la residencia de caza, edificio pequeño y sencillo de piedra gris. La propia Diana estaba en la escalinata para recibirle, para gran satisfacción suya. «¡Qué estampa!», pensó al verla en traje de tweed, su perro cobrador junto a ella, la lámpara del recibimiento alumbrando sus cabellos dorados, y protegiéndose los ojos con una mano. Radiante, embriagadora, deliciosa, preternatural... Norman no encontraba palabras; y en ese súbito instante se dio cuenta de que la amaba mucho más de lo que el lenguaje podía expresar. El fondo oscuro del edificio de piedra gris, con los sombríos, misteriosos páramos detrás, era justo el preciso. Allí estaba —enmarcada en el prodigio de dos mundos— ...¡su chica!
Pero la acogida que le dispensó le enfrió hasta los huesos. Llegaba excitado, burbujeante, con las palabras de agradecimiento prestas a salir atropellándose unas a otras y el corazón henchido de historias encantadas y prodigios; sin embargo, ella se limitó a anunciarle que el té estaba dispuesto, y que esperaba que hubiera tenido un buen viaje. No hubo respuesta ninguna a sus propias emociones: la encontró cortés, amable, cordial incluso, pero apañe de eso, nada. Intercambiaron frases triviales y ella comentó que había abundancia de urogallos, que su tío había reunido algunas de las mejores «escopetas» de Inglaterra —lo que halagó la vanidad de Norman un momento—, y que esperaba que disfrutase.

La desalentadora reacción de ella le dejó sin habla. Se sintió culpable de una fantasía idiota y pueril.
—He sido yo quien le ha pedido especialmente que le invitase —reconoció ella con franqueza, mientras cruzaban el recibimiento—. Imaginé que le gustaría estar aquí.
Norman le dio las gracias, pero no manifestó nada de su primer entusiasmo, ahora frío y enmudecido.
—Es la clase de terreno que le va —añadió, volviéndose hacia él con un susurro de su falda—. Al menos, eso creo.
—Si le gusta a usted —replicó él suavemente—, por supuesto que me gustará a mí también.
La joven se detuvo un momento y le miró con atención. «Pues claro que me gusta —dijo con convicción—. Y es muchísimo más hermoso que esas marismas de Essex.»
Recordando su primera descripción de las marismas de Essex, a Norman se le ocurrieron un centenar de respuestas; pero antes de dar con la adecuada se descubrió a sí mismo en el salón, hablando con su anfitriona, lady Digby. El resto de los invitados estaba todavía en el páramo.
—Diana le enseñará el jardín, antes de que se haga de noche —sugirió lady Digby poco después—. Tiene una vista preciosa.

La «vista preciosa» emocionó a Norman con su belleza salvaje; porque más allá se extendía el páramo hasta el mar, en Saltbeck, y en la otra dirección se alineaban tos pliegues, uno tras otro, hasta la lejanía borrosa y azul. La residencia y el jardín parecían un oasis en medio de la soledad de primordial belleza, tosca y silvestre como cuando Dios la creó. Se dio cuenta de que su intensa y seductora belleza llamaba a cuanto había de extraño y misterioso en él, pero al mismo tiempo sentía la poderosa, incitante atracción humana de la Joven que le guiaba. Y ambas fuerzas entraron en violento conflicto en su alma. Conflicto que le tenía perplejo, turbado, atontado, ya que unas veces dominaba una y otras otra. Lo que le salvó, probablemente, de una súbita y tumultuosa confesión de su imaginada pasión fue la serena, casi fría indiferencia de la joven. Evidentemente sin respuesta, no sentía nada del tumulto que le dominaba a él. Admiraron Juntos la «vista preciosa» intercambiando lugares comunes; luego, al cabo de un rato, regresaron a la casa, «Oigo sus voces —comentó Diana—, Entremos a escuchar lo que han hecho y las aves que han cazado.» Y fue al cruzar la puertaventana cuando le asombró ella y, a decir verdad, casi le asustó.

—Dick —dijo, utilizando su nombre por primera vez, para su completo asombro y placer, y cogiéndole fuertemente una mano entre las suyas—: puede que necesite tu ayuda —habló con encendida vehemencia.
Sus ojos centellearon de repente—. Yo estaba aquí. cuando mi madre... se fue. Y creo, estoy segura, que van detrás de mí, también. No sé qué es mejor: si irme o quedarme. Todo esto —hizo un movimiento con al brazo abarcando la casa, la habitación donde estaban los demás charlando, el jardín— es inmundicia barata y despreciable. Lo otro es gratificante: eterna belleza; aunque... —su voz se convirtió en un susurro— sin alma, sin esperanza, sin futuro- Tú puedes ayudarme —sus ojos se volvieron hacia él con un fuego súbito, asombroso—. Por eso he querido que vinieras.

Le besó los ojos: fue un beso impersonal, desapasionado; y un instante después estaban en el atestado salón, con «las escopetas» que acababan de llegar de una larga jornada de caza. Nunca comprendió Norman cómo se mezcló con la ruidosa muchedumbre y desempeñó su papel como un invitado más. El caso es que lo hizo, mientras sonaba en su corazón la música salvaje de ese susurro del hada irlandesa: «Con mi beso, el mundo empieza a desvanecerse». Le invadió la extraña sensación de que iba a perderse para la vida tal como la conocía; de que Diana, con su beso dulce y desapasionado, había sellado su destino; de que el mundo conocido debía desvanecerse y morir, porque ella conocía el acceso a una región más hermosa donde nada podía ocurrir, ni nadie podía morir, puesto que era literalmente eterna: el estadio de evolución correspondiente al país de las ha das, al país de la inmortal Gente Alegre...

Sir Hiram le dio cordialmente la bienvenida, y a continuación le presentó a los demás; tras lo cual siguió la habitual descripción de la Jornada por parte de los cazadores. Estuvieron tomándose sus whiskies con soda; llegado el momento, subieron a vestirse para cenar; pero después de la cena no hubo juerga, ya que su anfitrión mandó a todo el mundo a la cama temprano. Al día siguiente iban a dar la mejor batida al páramo y era muy importante tener la vista clara y las manos firmes. Iban a hacer los dos recorridos por los que era célebre Greystones: el de Telegraph Hill y el de Silvermine; conocidos los dos allí donde había una reunión de cazadores; de modo que era comprensible la expectación y el entusiasmo. Acostarse temprano era un precio pequeño; y Norman, ávido y deseoso como el que más, se alegró de llegar a su habitación cuando el resto subía en tropel. Naturalmente, verse incluido como buen tirador entre todos estos cazadores famosos era todo un acontecimiento para él. Estaba deseando justificarse. Sin embargo, sentía el corazón oprimido y descontento: le roía una extraña inquietud, pese a todos sus esfuerzos por pensar sólo en las emociones del día siguiente. Porque Diana no había bajado a cenar, ni la había visto en toda la noche. Al preguntar cortésmente por ella, su anfitrión le contestó, riendo alegremente: «Se encuentra bien. Norman, gracias; se retrae un poco cuando estamos de caza. La caza no es lo suyo exactamente; pero puede que salga con nosotros mañana —no habló de los gustos de ella—. Intente convencerla, SÍ puede. El aire le sentará bien».

Una vez en su habitación, trató en vano de ordenar de manera satisfactoria sus pensamientos y emociones; tenía una extraña confusión mental, una sensación de inquietud que era medio placentera, medio de temerosa espera, aunque espera de no sabía exactamente qué. El haberle llamado ella de repente por su nombre por primera vez, el extraordinario beso que establecía una repentina, profunda aunque desapasionada intimidad, le habían dejado durante la noche en un estado de expectación, con los nervios a flor de piel. ¡Ojalá hubiera acudido a cenar, ojalá hubiera podido tener otra conversación con ella! Se preguntó cómo Iba a conciliar el sueño con este tumulto en el cerebro; y si dormía mal, cazaría mal. Esta reflexión de que podía cazar mal le convenció de repente de que su súbito «amor» no era de los normales y corrientes; de haberse «enamorado» humanamente, ninguna consideración de este tipo le habría venido al pensamiento ni un momento. Aumentó su extraña inquietud medio mezclada de gozo. El vínculo era sin duda de otro género. Apagó la luz eléctrica y se asomó a la ventana a mirar más allá del páramo, preguntándose si podría ver las extrañas luces de las que le había hablado el chófer. Sólo vio el tapiz confuso de ondulado páramo que se perdía en la oscuridad, donde la luna se ocultaba detrás de unas nubes algodonosas que iban a la deriva. Un soplo de brisa fragante, suave, pasó junto a él; se oía un murmullo de cascada. Era embriagador; aspiró profundamente el aire delicioso. Durante un segundo, imaginó una Diana de cabellos dorados, con la cabellera agitada y los ojos llameantes, persiguiendo a su madre en medio de nubes plateadas y el páramo sombrío... Luego volvió a meterse en la habitación, y la inundó de luz... instante en el que descubrió algo concreto encima de la almohada: un trozo de papel; no, un sobre. Lo abrió.

«Lleve siempre esto cuando salga. Yo llevo uno también. No pueden alcanzarte a menos que usted quiera, si lo lleva. Mi madre...» La palabra «madre», llena de sugerencias, estaba tachada; en la firma ponía «Diana». Con débil tintineo musical, del interior de la nota se escurrió un pequeño crucifijo de plata que cayó al suelo. Estaba Norman junto a la cama, con el papel en la mano, e iba a inclinarse a coger el crucifijo, cuando le llegó con asombrosa certidumbre la extraña convicción de que todo esto había sucedido ya. Por regla general, esta rara impresión es demasiado fugaz para poderla someter a análisis; sin embargo, consiguió conservarla varios segundos sin esfuerzo. Sobresaltado, comprendió claramente que no estaba ocurriendo según el tiempo ordinario que conocía, sino en algún lugar fuera de él. Había sucedido «antes» porque estaba sucediendo «siempre». Lo había sorprendido in fraganti. Durante un instante fugaz, comprendió: el crucifijo simbolizaba la seguridad en circunstancias conocidas, y si lo conservaba estaría protegido, mental y espiritualmente, contra una terrible atracción hacia condiciones desconocidas. No representaba más que eso: un apoyo para la mente. Esa «atracción» antagónica de terrible poder comprendía los anhelos secretos de su naturaleza fundamental. Diana, conocedora de este conflicto interior, participaba de ese gozo y ese terror. Su madre —cuyo caso le había brindado la oportunidad— había cedido... y había desaparecido de la vida según la conocen los seres humanos. La misma Diana estaba sufriendo ahora la misma tentación, y tenía miedo. Le pedía ayuda a él. Los dos se habían conocido en alguna situación ajena al tiempo ordinario, se habían enfrentado ya muchas veces a este conflicto. Norman había experimentado todo esto antes; el incidente del crucifijo, su petición de ayuda, el gozo, la alegría, el temor que encerraba. Y aunque se daba cuenta de todo esto, se diluyó esta sensación extraña y misteriosa, y desapareció como si jamás hubiese existido. Se volvió inasible, irrecuperable. Le dejó con una impresión de pérdida, de frío, de aislamiento, con un sentimiento de desamparo, aunque de intensa atracción hacia un mundo no realizado.

Se inclinó, recogió el pequeño crucifijo de plata, releyó la nota escrita a lápiz, palabra por palabra, besó el papel que habían tocado las manos de ella, y luego se sentó en la cama y sonrió con una súbita oleada de alivio y de dicha. La singular sensación había desaparecido de manera definitiva. Lo único importante era que Diana había pensado en él. Era dulce y conmovedora esta pequeña superstición, de llevar puesto el crucifijo; y por supuesto, lo llevaría sobre el corazón. ¡Y haría lo posible por que ella saliese por la mañana con él, también' Su alivio era sincero. Ahora podía dormir. No lo haría demasiado mal con la escopeta, mañana. Pero antes de acostarse, consultó en su agenda cuándo era el equinoccio, y vio, para su asombro, que el 23 de septiembre; ¡y que hoy era 2l! Este descubrimiento le produjo cierto sobresalto; pero no tardó en dormirse con la carta junto a su mejilla, y el pequeño crucifijo de plata alrededor del cuello. Se despenó a la mañana siguiente, cuando le llamaron, para descubrir que el sol entraba a raudales en su habitación, prometiendo un tiempo espléndido para la caza. Con el día, como suele suceder, llegaron las reacciones normales; ahora parecían algo ridículos los incidentes del día anterior: su conversación con Diana, el crucifijo, y sobre todo el cuento fantasmal del chófer. Había topado con un nido de delirios histéricos, originados por una misteriosa desaparición hacía muchos anos. Era natural, pensó mientras se afeitaba, que a su anfitrión le desagradase (oda referencia al asunto y sus secuelas. A pesar de todo, mientras bajaba a desayunar, se sintió secretamente reconfortado llevando alrededor del cuello el pequeño crucifijo de plata.

Hizo plena justicia al bien provisto aparador; y estaba terminándose el café cuando entró Diana en el comedor desierto; y el cerebro de Norman, concentrado ahora en las prosaicas perspectivas de la inminente cacería, acusó un sobresalto. En él chocaron la realidad y la imaginación. La Joven estaba pálida y demacrada. Antes de que él tuviese tiempo de levantarse para saludarla, se dirigió ella directamente a la silla que tenía al lado,
—Dick —empezó inmediatamente—, ¿Lo has cogido?
El sacó el crucifijo tras manotear un instante.
—Por supuesto que sí —dijo—. Me has pedido que lo lleve.
Recordando su vacilación en el dormitorio, se sintió un poco estúpido. En todo caso, se sentía así ahora, por llevar un supersticioso crucifijo el día que iba a salir de caza.
A continuación, las palabras de ella disiparon toda sensación de incongruencia.
—He salido esta madrugada —dijo con voz tensa, baja—, y he oído la voz de mi madre llamándome en el páramo. Era inconfundible. Cerca de mi oído; y luego muy lejana. Llevaba al perro conmigo, y el perro la ha oído también, y ha corrido a esconderse. Estaba erizado.
—¿Qué has oído? —preguntó Norman con suavidad, cogiéndole la mano.
—Mi diminutivo: «Diss» —dijo—; así es como mi madre me llamaba.
—¿Qué palabras has oído? —preguntó Norman, temblando a pesar de sí mismo.
—He oído que decía claramente, con esa voz distante y apagada: «¡Ven, Diss, ven conmigo; corre!».
Durante un momento. Norman no dijo nada. Sentía temblar la mano de ella entre las suyas. Luego se volvió y la miró directamente a los ojos.
—¿Y querías ir? —preguntó.

Hubo una pausa antes de contestar. «Dick—dijo—; al oír su voz, ninguna otra cosa en el mundo me pareció que tenía importancia...!»; en ese momento irrumpió en el comedor la figura de su tío, gritando que los coches esperaban, y la conversación terminó de esta forma repentina. Esta súbita interrupción en el momento de mayor interés dejó a Norman, como es fácil imaginar, excusable y terriblemente desasosegado. Cualquier palabra de su anfitrión sobre esta cacería en particular era, como es natural, una orden. No se atrevió a hacer esperar a estas grandes «escopetas». Diana, también, salió como disparada. Pero sus últimas palabras: «Ninguna otra cosa en el mundo me pareció que tenía importancia», quedaron resonando en los oídos y el corazón de él. Comprendía en lo más hondo de su ser qué quería decir. Era una «llamada» para alejarla de las cosas humanas, y atraerla a algún inimaginable estado de beatitud que ninguna palabra podía describir; y Diana la había oído; la había oído con la voz de su madre, el vínculo más fuene que conoce la humanidad. Su madre, que había abandonado este mundo, le había transmitido un mensaje. Norman, temblando inexplicablemente, se apresuró a recoger sus escopetas y acudir al coche; y Diana, obediente a las órdenes de su tío, subió al Ford con su perro cobrador. Tuvo el tiempo justo para susurrarle: «Mantente apartado de la Senda; no pongas los pies en ella»; y arrancaron los dos coches a gran velocidad, y les separaron.

Por lo que se refiere a Norman, no obstante, la cacería se desarrolló con normalidad; porque su pasión de cazador era demasiado fuerte para que quedase sofocada. Aunque tenía un alma mística, su cuerpo era primitivo. Era cazador nato a los ojos del Señor. Su concepción mística, imaginativa de la vida, como en los campesinos y los leñadores, se hallaba muy en el fondo; las primeras aves pusieron fin a todas sus reflexiones. No tardó en estar demasiado ocupado para pensar en nada que no fuera disparar lo más deprisa posible y cambiar de escopeta con presteza y soltura. Abriéndose paso en esta excitación práctica, no obstante, le venían pensamientos e imágenes: el rostro y los ojos y la voz de Diana, la llamada preternatural de su madre, sus propios anhelos secretos y, sobre todo, la advertencia de ella sobre la Senda. Los dos lados de su naturaleza mixta trabajaban furiosamente. Al parecer, disparaba bien; pero sólo Dios sabía cómo lo conseguía.

Llegaron al final del trayecto y completaron el reparto de puestos. Sir Hiram se acercó a preguntarle si le importaba ocupar el del extremo exterior en la primera batida.
—Verá —explicó cortésmente—, siempre pido a los más jóvenes de la partida que se encarguen de la parte exterior, porque supone una caminata fatigosa para los viejos camaradas. Probablemente —añadió— tendrá más caza que nadie; porque las aves se desvían con cierta ingenuidad hacía ese extremo. ¡Ya verá cómo merece la pena el esfuerzo de más!
Norman y su cargador emprendieron el largo recorrido, en tanto el resto de los cazadores se dirigía a los coches que les llevarían hasta donde permitiese el camino. Tras un rodeo de casi una milla. Norman vio con sorpresa que su cargador echaba por entre los brezos, en vez de seguir el camino evidente. Naturalmente, él siguió por el sendero, ya que era lo más cómodo. No había avanzado diez yardas cuando le sobresaltó la voz del cargador, que le gritó:
—¡Por el amor de Dios, señor, salga de ahí! ¡Está caminando por la Senda!
—Es buen camino —exclamó Norman—. ¿Qué tiene de malo?
El hombre se le quedó mirando un momento. «¿Qué tiene de malo? —dijo gravemente, como si con eso fuera suficiente—. Los de aquí no andamos por ella..., sobre todo en esta época del año —se santiguó—- Salga de ahí, señor, y venga por los brezos.»
Los dos hombres se miraron un minuto.
—Si no me cree, señor, observe a las ovejas —dijo el hombre, con una voz llena de excitación y emoción—. Ya verá cómo no ponen la pezuña en ella. Ni ningún otro animal.
Norman vio un grupo de ovejas de cara negra que caminaba vacilante, cuesta abajo, por el páramo. Estaba impaciente por seguir, medio irritado. Por un momento, había olvidado la advertencia de Diana. Se puso a observar, contrariado y molesto. Para su asombro, el pequeño rebaño, al llegar al sendero, lo saltó claramente. Todas saltaron por encima de la Senda. Ni una la tocó. Fue una escena asombrosa. Los animales la fueron saltando, uno tras otro, como si la Senda pudiese quemarles o herirles. Siguieron por el brezal y se perdieron de vista.
Recordando la advertencia con desazón, se detuvo y encendió un cigarrillo.
—Qué raro —dijo—. Es el camino más cómodo.
—Puede ser —replicó el cargador—. Pero puede que el más cómodo no sea el mejor... ni el más seguro-
—¿El más seguro?
—Yo tengo hijos —dijo el cargador. Fue una declaración significativa. Hizo reflexionar a Norman un momento-
—El más seguro —repitió, recordando todo lo que había oído, aunque deseoso de saber más—. ¿Quiere decir que es especialmente peligroso para los niños? ¿Para sus hijos? ¿Es eso? —un momento después, añadió—: sepa que lo creo de veras; es un campo raro... en mi opinión.
Su comprensiva simpatía ganó la confianza del hombre, como era su intención.
—Y es el equinoccio, ¿verdad? —aventuró Norman. El hombre contestó con rapidez, al haber dado con un cazador que no se burlaba de él. Como le había sucedido al chófer, mostró evidente alivio de poder expresar sus temores supersticiosos, de los que en el fondo se avergonzaba, y en los que al mismo tiempo creía.
—No me importa por mí, señor —prorrumpió, contento de hablar—, porque yo voy a dejar estos lugares tan pronto como termine la temporada del urogallo; pero tengo dos chicos aquí, y quiero seguir teniéndolos. Se han perdido demasiados muchachos en el páramo, para mí gusto. Mañana mismo los voy a mandar a casa de una tía mía, en Crossways...
—Bien hecho —dijo Norman—. Precisamente empieza ahora el equinoccio, ¿no? Y ésa es una época peligrosa, dicen.
El cargador le miró un momento con cautela, calculando quizá su valor como destinatario de secretos temores, creencias, figuraciones y demás, aunque finalmente decidió que Norman merecía su confianza.
—Es lo que ha dicho siempre mi padre —reconoció.
—¿Su padre? Siempre es prudente escuchar lo que dice un padre —sugirió el otro—- Sin duda debió de ver algo... digno de ver.
Cayó un silencio entre ellos. Norman pensó que quizá se había mostrado demasiado ansioso de sonsacarle; sin embargo, el cargador estaba pensando solamente. Había algo que estaba deseando contar.
—¿Digno de ver? —repitió el hombre—; bueno... tal vez. Pero no de este mundo; y desde luego, fue pavoroso. Se le helaron los huesos, eso se lo puedo jurar. Y no era él de los que se dejan embaucar fácilmente, permita que se lo diga. Fue en su lecho de muerte; me lo contó... y un hombre no miente cuando tiene la muerte delante de los ojos.
El hecho de que Norman estuviese parado, sin hacer nada, en una cacería tan importante como ésta, era prueba suficiente de su enorme interés; y el hombre se dio cuenta evidentemente.
—¿Fue de día? —preguntó Norman tranquilamente, dando por sentado que era verdad lo que esperaba oír.
—Fue justo al anochecer —dijo el otro—; regresaba de visitar a un amigo enfermo que vivía en una granja que hay pasado el garaje. El médico le había asustado, creo; de manera que era un poco tarde cuando emprendió el regreso por el páramo; y, sin acordarse de que era la noche del equinoccio, se encontró en la Senda antes de darse cuenta. Y para terror suyo, estaba (oda llena de luces, y vio una columna de figuras que avanzaba hacia él. Eran todas brillantes y hermosas, según las describió él, alegres y terribles, e iban riendo y cantando y gritando, y con joyas en el pelo; y lo peor de todo, jura que vio algunos de los niños que se habían perdido en el páramo años atrás; y a una muchacha a la que él había querido hacía veinte años, con la misma cara que cuando él la vio por última vez, y riendo contenta y feliz como si los años transcurridos no significasen nada...
—¿Y le llamaron? —preguntó Norman, extrañamente emocionado—. ¿Le pidieron que fuera con ellos?
—La chica sí —replicó el hombre—- La chica, dijo, sin un año más a sus espaldas, le llamaba de manera terrible. «Ven con nosotros», jura que le decía seductora; «ven con nosotros y sé feliz y joven eternamente», y si mi padre no llega a agarrar a tiempo su crucifijo, ¡Dios mío!, se habría ido...
Calló, pensando, nervioso, si no habría dicho demasiado.
—Si llega a irse, habría perdido su alma —dijo Norman, movido por una horrible intuición.
—Eso es lo que dicen, señor —convino el hombre con evidente alivio.
Echaron a andar los dos a la vez, presurosos, al irrumpir de pronto el mundo práctico de sir Hiram en este extraño intermedio. Estaba en curso una gran cacería. No debían llegar tarde al punto asignado.
—¿Y dónde empieza la Senda? —preguntó Norman poco después; y el hombre describió la pequeña caverna de Aguas Negras, de la que manaba el riachuelo, negro a causa de la turba, que discurría hacia el mar por los páramos desolados. El paisaje prestaba un admirable escenario al «cuento de hadas» que acababa de oír; sin embargo, sus pensamientos, mientras avanzaban entre las matas de brezo, volvieron a la historia mágica y fascinante, al sueño supersticioso de la «Gente Alegre» que cambiaba de terreno de caza a lo largo de esta Senda impía cuando el equinoccio se inflamaba con resplandor ultraterreno, cuando la juventud humana, insatisfecha con los placeres mundanos, podía ser invitada a unirse a otra evolución intemporal que, s¡ no conocía la esperanza, participaba al menos de un presente eterno, feliz y sin mancha. La tentación de Diana, la increíble desaparición de su madre, los anhelos abrasadores de su propio corazón, incluso, adoptaron una extraña forma de posibilidades prácticas.

El efecto acumulado de todo lo que había oído al chófer, al cargador y a la misma joven, empezaba, quizá, a influir en él. Porque la esencia de la mente humana, especialmente la imaginativa, está siempre expuesta a los ataques en los frentes de menos resistencia. Marchaba tropezando, con la escopeta fuertemente sujeta, como si una moderna arma de destrucción pudiese transmitir firmeza a sus pies, por no decir a su mente, ahora llena de agitadas fantasías. Llegaron al puesto asignado. Y no había hecho más que instalarse en él cuando empezaron a llegar las primeras aves, de manera que fue imposible toda conversación. Era la famosa «batida de Silvermine»; en su vida había visto Norman tantos urogallos. Sus escopetas se calentaron tanto que no podía sostenerlas; sin embargo, seguían llegando bandadas... Concluyó la batida a su debido tiempo, y tras un almuerzo apresurado llegó la igualmente famosa de Telegraph Hill, en la que cobraron más piezas incluso que en la primera; y al terminar, Norman se dio cuenta de que le dolía el hombro a causa del retroceso, y la cabeza a causa de los estampidos; de manera que se alegró de subir al coche y regresar a la residencia a tomar el té. La excitación, naturalmente, había sido grande; su nerviosismo, esperando haber cazado lo bastante bien como para justificar su inclusión en la partida, había influido también en su vitalidad. Notó que estaba agotado, y después del té se alegró de refugiarse en su habitación durante una hora o dos.

Tumbado cómodamente en el sofá con un cigarrillo, pensando en el fuego y la furia de las horas recientes, su meditación fue derivando gradualmente hacia otras cuestiones. El cazador, al parecer, se retiró, y reapareció el soñador, que jamás quedaba sepultado del todo. Su imaginación revivió los relatos que le habían contado el chófer y el cargador, en tanto la historia de la madre de Diana y las extrañas palabras de la propia joven se adueñaron de sus pensamientos. Demasiado cansado para adoptar una postura crítica, dejó simplemente que desfílase todo en su memoria. Su inclinación natural reforzaba su posible veracidad, a la vez, que el agotamiento hacía muy difícil el análisis para empeñarse en él; de manera que la imaginación ejerció su seductor hechizo sin obstáculo... Ardía en deseos de conocer la verdad. Por último, decidió salir la noche siguiente a observar la Senda. Sería la noche del equinoccio. Tenía que poner en claro las cosas de una manera o de otra: confirmándolo o desmintiéndolo. Sólo que debía examinarlo primero a la luz del día. Le llenó de desasosiego descubrir, a la hora de la cena, que no estaba Diana; que de hecho —según sir Hiram—, se había ido a pasar uno o dos días con una antigua compañera de colegio que vivía en un pueblo vecino. De todos modos, añadió, estaría de regreso al finalizar la cacería; explicación que Norman interpretó como que su tío la había alejado deliberadamente para que no corriese ningún peligro- Estaba convencido de que era eso. Quizá sir Hiram se burlaba de estas «patrañas», pero no quería correr riesgos. Fue en el equinoccio cuando había desaparecido misteriosamente su hermana. Era mejor que la muchacha no estuviese- Las gratas felicitaciones que expresó a Norman por su buena actuación en las dos batidas no pudieron ocultar la sincera inquietud de su anfitrión. Era mejor que Diana «estuviese en otra parte».

Norman se acostó, firmemente decidido a explorar la Senda al día siguiente con buena luz, poner señales, salir por la noche cuando la casa estuviese tranquila, y ver qué ocurría. Al día siguiente no hubo cacería. Su empresa fue fácil. Los guardas y los perros habían salido a recoger las aves abatidas el día anterior. Después de desayunar, se fue secretamente a recorrer el páramo de brezales, y no tardó en descubrirla: era un surco bastante hundido que a veces corría por depresiones donde no había agua, ni se veía rastro alguno de hombre o animal en su negra superficie de turba. Evidentemente, era un sendero en el páramo que nadie —ni hombres ni animales— utilizaba. Volvió a comprobar cuidadosamente los puntos de referencia, y tuvo la seguridad de poderlos reconocer a oscuras... y el día transcurrió con toda normalidad; después de cenar, las «escopetas» deliberaron sobre la batida del día siguiente, y se retiraron temprano, disfrutando de antemano de la Jornada que les esperaba. Norman subió a acostarse con el corazón palpitante, dado que su plan de salir en secreto más tarde —cuando todos durmiesen— a explorar el páramo y su «Senda encantada» no era precisamente lo que sir Hiram esperaba de un invitado. La ausencia de Diana, además, planeada con toda intención, aumentaba su profunda inquietud. Su súbita marcha para ir a visitar a «una antigua compañera de colegio» era poco convincente. Ni siquiera le había dejado una línea de explicación. Se le ocurrió que, además del chófer y del cargador, había otros que se tomaban en serio estas fantasías. Los pensamientos le bordoneaban como abejas alrededor de una colmena...

Se asomó a la noche desde su ventana. La luna, en su segunda fase, brillaba de vez en cuando con esplendor, luego se ocultaba tras alguna nube algodonosa. Arriba, evidentemente, soplaba un viento furioso; abajo en el páramo, en cambio, reinaba una quietud mortal. Esta quietud afectaba a sus nervios; y los perros, aullando en sus perreras, aumentaban cierta sensación de supersticioso desasosiego que le corría por la sangre. La profunda quietud parecía ocultar una afanosa actividad detrás del silencio. Algo se movía en la oscuridad, allá en el páramo. Se volvió de espaldas a la ventana y miró la habitación encendida, su acogedora comodidad, su bien iluminado lujo, su cama deliciosa aguardando dar descanso a sus miembros agotados. Vaciló. Chocaron las dos partes de su naturaleza... Pero la extraña ausencia de Diana, sus palabras, su beso repentino y sensacional, su singular silencio, el sentimiento quijotesco de que podía ayudarla... todas estas cosas le decidieron al final. Se puso rápidamente las ropas deportivas, comprobó que todas las ventanas de los dormitorios estaban con la luz apagada, bajó a la puerta principal en calcetines, con un par de zapatillas de tenis en la mano. La puerta no estaba cerrada con llave; abrió sin ruido, y cruzó calladamente el camino de grava hacia la yerba; de ahí, tras ponerse las zapatillas, se dirigió al páramo. La casa se perdió detrás de él; entre las nubes veloces surgían manchas plateadas de luz lunar; era embriagadora la fragancia del aire de la noche- ¿Cómo podía haber dudado? El prodigio y misterio del campo agreste le fascinaron o, mejor, le agarraron por el cuello. Al saltar la valla que separaba la huerta del páramo, oyó detrás un susurro débil, extraño; así que se detuvo y prestó atención un momento. ¿Había sido el viento, o rumor de pasos? Ninguna de las dos cosas; sólo el golpe de su abrigo abierto al rozar sobre la valla. ¡Bah!, tenía los nervios a flor de piel. Se rió —casi soltó una carcajada, tal era el alborozo que sentía— y echó a andar deprisa entre claridades semiespectrales. Y por alguna razón, se le levantó el ánimo y la sangre comenzó a galoparle: ante sí tenía una aventura que entusiasmaba a la otra mitad de su naturaleza, aunque esa «otra mitad» predominaba de manera inquietante.

Cuan primitivas eran, en realidad, «estas partidas» de caza! ¡Que hombres con inteligencia y carácter, los mejores que era capaz de dar Inglaterra, dedicaran todo este tiempo y dinero a cazar como lo hicieron los hombres de las cavernas! El hombre primitivo necesitaba del zorro, del ciervo, de las aves... para alimentarse; sin embargo, miles de años después, los hombres más inteligentes del siglo XX —deportistas todos ellos— gastaban millones en armas superiores, que no dejaban ninguna posibilidad de escapar a la pieza, para abatirla. ¡No ser «deportista» equivalía a ser un inglés inferior...! El «deportista» era la flor y nata de la raza. Le pareció —y no era la primera vez— un ideal mezquino y siniestro. ¿No había otra cumbre de proeza caballeresca más deseable? Estos pensamientos se le habían ocurrido ya un centenar de veces, aunque reconocía que también él era «deportista» nato. Frente a esto, sentía una extraña atracción hacia las cosas eternas e inmortales que no tenían que ver con matar, hacia cosas que le embargaban el alma. Los cuentos de hadas sólo eran cuentos de hadas, por supuesto; aunque dentro de su dorada «insensatez» encerraban verdades imperecederas de la vida y la naturaleza humanas, tratando de perfilar los contornos del prodigio luminoso, susurrando secretos intemporales del alma, sugiriendo atisbos de glorias inefables que estaban más allá de la escala espacio-temporal aceptada por la razón lógica. Y esta actitud se alzó ahora sobre él como un viento incontenible, fragante, delicioso, embriagador. Las hadas, los duendes, la «Gente Alegre»... habitantes felices de alguna región no-humana...

La madre de Diana, desaparecida, susurraba secretas, furtivas llamadas a su hija para que corriera a reunirse con ella. La misma joven reconocía esas llamadas y tenía miedo, mientras que su práctico y duro tío se preocupaba especialmente de alejarla. Incluso para él, «deportista» típico, era peligroso el equinoccio. Estas reflexiones, tras irrumpir en la mente y el corazón de Norman, inundaron todo su ser, al tiempo que su anhelo y deseo de la muchacha le abrasaba como una llama. El páramo, entretanto, por el que de día se caminaba con facilidad, parecía inesperadamente dificultoso de noche, el terreno más desigual, las matas de brezo más altas. Andaba pisando constantemente desniveles que no veía; y se alegró cuando al fin logró vislumbrar el garaje, que era uno de los puntos de referencia. Sabía que no quedaba mucho que andar para llegar a la Senda.

El tumulto de su cerebro era tal que prestaba poca atención a los leves ruidos que de vez en cuando oía, como si llevase a alguien a sus talones; pero ahora, al llegar a la Senda, tuvo el convencimiento de que alguien marchaba no lejos de él. Tan convencido estaba de la presencia de otro que se agachó en silencio entre los brezos, y esperó. Prestó atención, respirando muy suavemente. En ese mismo instante supo que estaba en lo cieno. No eran imaginados los ruidos. Sonaban pasos detrás. El siseo de un cuerpo al avanzar entre los matorrales era inequívoco. A continuación oyó claramente pasos. Pasos que se detuvieron cerca de donde él se había agazapado. Justo en ese momento se apartaron las nubes de la luna, y ésta proyectó un área de luz plateada, lo que le permitió ver perfectamente recortado al «seguidor». Era Diana.

—Lo sabía; estaba seguro desde hacía rato —dijo casi en voz alta, mientras .su corazón, enfrentado a una anhelada esperanza y a un temor, ambos medio colmados, no tuvo un solo laudo de alivio ni placer. Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal. Bien agazapado entre los brezos, en el borde de la Senda, experimentó más terror que alegría. Todo era demasiado claro para tergiversarlo. La joven había sido atraída de manera irresistible, la noche del equinoccio, hacia la zona de peligro donde su madre había «desaparecido» misteriosamente.
—Estoy aquí —añadió con gran esfuerzo en el mismo tono bajo—. Me habías pedido ayuda. He venido a buscarte... cariño...
Las palabras, aunque llegó a pronunciarlas, murieron en sus labios. Vio que la joven se quedaba inmóvil un instante, mirando perpleja, como desconcertada ante un obstáculo que le impidiera el paso. Igual que los sonámbulos, miró a su alrededor, hermosa como un sueño, aunque consciente sólo a medias de su entorno, Sus ojos brillaban a la luz de la luna; y tenía las manos extendidas, aunque no hacia él.
—Diana —se oyó gritar a sí mismo—, ¿Puedes verme? ¿Ves quién soy? ¿No me reconoces? He venido a ayudarte... ¡A salvarte!
Era evidente que ni le oía ni le veía, aunque estaba de pie delante de ella. La joven tenía conciencia de una presencia obstructora, nada más. Sus ojos relucientes, víitreos, miraban más allá de él... a lo largo de la Senda. Y Norman comprendió con terror que, a menos que él hiciese lo adecuado, Diana se perdería para siempre.
Se incorporó de un salto y corrió hacia ella; pero inmediatamente tuvo la extraordinaria sensación de que tropezaba con un muro que dificultaba el normal movimiento. Era casi como abrirse paso en el agua de una corriente o en una ráfaga de viento, y sólo con gran esfuerzo llegó junto a ella.
—¡Diana! —exclamó—. ¡Diss... Diss! —utilizando el nombre con que la llamaba su madre—. ¿Puedes ver quién soy? ¿No me reconoces? He venido a salvarte... —y alargó las manos hacia ella.
No obtuvo respuesta; la joven no hizo muestra ninguna.
—He venido a llevarte de regreso... a conducirte a casa. ¡Por el amor de Dios, contéstame, mírame!

Diana volvió los ojos hacia él, como para mirarle a la cara, pero su mirada pasó por encima de él, perdiéndose en el páramo iluminado por la luna. Sólo observó Norman, mientras ella miraba fijamente con ojos ciegos, que su mano izquierda toqueteaba débilmente un minúsculo crucifijo que colgaba de una cadenita de plata alrededor de su cuello. Norman alargó la mano y le cogió el brazo; pero en el instante en que la tocó, se sintió imposibilitado para moverse. Una extraña parálisis se apoderó de él. Y a la vez, la Senda entera se encendió asombrosamente con una especie de resplandor preternatural, y una extraña luz verdosa cubrió su recorrido a través del páramo, más allá de donde estaban ellos. Un profundo temor por sí mismo y por ella le invadió simultáneamente. Comprendió, con frío sobresalto, que tanto su alma como la de ella corrían súbito peligro. Sus ojos se volvieron irremisiblemente hacia la Senda, tan extrañamente iluminada en la noche. Aunque su mano aún tocaba a la muchacha, su mente estaba sumida en posibilidades fantasmales. Porque dos pasiones le dominaban y luchaban dentro de él: el deseo furioso de poseerla en el mundo de los hombres y las mujeres, y el de irse con ella, temerariamente, y compartir algún inefable éxtasis de felicidad más allá del mundo conocido y del tiempo y el espacio que lo gobernaban. La propia naturaleza de ella tenía ya la clave y sabía el peligro... El ser entero de Norman se estremeció.

Las dos pasiones incompatibles le alanceaban el corazón. De repente, comprendió cuál era la alternativa: la oscura desolación del progreso humano con su futuro opresivo, o el gozo y la gloria de una felicidad sin alma que la razón negaba y el corazón acogía no obstante como suprema verdad. ¡Una de dos! Sin embargo, ¿Qué valor y significado podía tener Diana para él, como esposa y madre, si era arrastrada ahora... al lugar donde vivía ahora su madre una vida imperecedera, dorada, intemporal? ¿Cómo podría afrontar este exilio diario del alma de ella, este aislamiento hora tras hora, este rapto de su ser normal que su propia naturaleza terrena tenía por tan preciado y valioso? Por otro lado —en caso de salvarla, de retenerla en el hogar humano— ¿cómo la conservaría para él, si él mismo se manchaba con el dorado veneno...? Norman vio las dos opciones con implacable claridad en ese instante fugaz, mientras la Senda adquiría una radiante luminiscencia. Sabía que su mente lógica se había retirado; predominaba su corazón, que latía furiosamente. Con supremo esfuerzo, seguía manteniendo el contacto del brazo de Diana. Sus dedos atenazaban el fuerte tejido de su manga. Todo su ser parecía embargado por un éxtasis increíble. Estaba de pie, mirándola, asombrado, sumido en un inefable sueño de belleza- Sólo a un lazo con lo normal se agarraba con la fuerza de un torno: su contacto con la manga de recia tela de tweed y, en su memoria evanescente, la imagen de un crucifijo que los dedos desmayados de ella toqueteaban débilmente.

Ahora había figuras que caminaban furiosas, deprisa, a lo largo de la Senda; Norman podía verlas acercarse de lejos. Era una visión inspiradora, embriagadora y, no obstante, totalmente creíble, sin fantasmagorías estúpidas e infantiles de ningún tipo. Todo lo veía con la misma claridad que si presenciara una parada militar en Whitehall o el desfile de una Batalla floral en algún país del sur. No obstante, era hermoso, alegre, espléndido, e irresistiblemente seductor. A medida que se acercaban las figuras, aumentaba el esplendor, de manera que se hizo evidente que irradiaban luz propia en la oscuridad del páramo. No eran especialmente sorprendentes las figuras en sí, y menos aún excepcionales. Parecían cosa «natural», aunque sólo en el sentido de que eran ciertas y probadas. A la cabeza, cuando se acercaron más, vio Norman un hombre alto y oscuro sobre un caballo blanco; detrás iba una mujer rubia y radiante, con un vestido verde, y largos cabellos dorados que le llegaban a la cintura; sobre su cabeza vio una diadema de oro en la que había engarzada una piedra roja que brillaba con ardiente llama. Junto a ella marchaba otra mujer, morena y hermosa, con el cabello salpicado de piedras blancas que centelleaban como diamantes o cristales. Era un espectáculo alegre y luminoso. Sus rostros brillaban con el éxtasis de la Juventud. De alguna indescriptible manera, todos difundían felicidad a su alrededor, y sus ojos irradiaban una paz y una benevolencia que jamás había visto Norman en unos ojos humanos.

Pasaron éstos, y luego otros, y otros, unos a caballo, otros a pie, jóvenes y viejos y niños, hombres con jabalinas y arcos sin tensar, después figuras juveniles con arpas y liras, todos haciendo gestos amistosos de invitación a que se incorporasen a la comitiva, al cruzar ante ellos en silencio. En silencio, sí, en silencio; sin un ruido de pasos o un susurro de los brezos; en silencio, a lo largo de la Senda iluminada. Y aunque era un desfile silencioso. Norman percibía cantos, risas, incluso música de baile. Estas figuras, se dio cuenta, no podían moverse sin un ritmo; un ritmo de sonido y de gesto, porque era tan esencial para ellas como la respiración. Eran felices, radiantes, alegres, ajenas a la agotadora lucha y enconadas batallas evolutivas del mundo: eran libres, aunque sin alma. La «Gente Alegre», como las llamaban los de la región. Y la visión removió las más profundas raíces de su propio ser heterogéneo. ¿Irse con ellos y participar eternamente de su dicha desalmada... o quedarse y afrontar la batalla agotadora de la terrible —noble, sí, pero casi desesperanzada— evolución humana? Decir que se sentía, desgarrado en dos sería poco. El dolor abrasaba y consumía sus centros vitales. Diana, la joven, tiraba con una fuerza que parecía provenir de las estrellas; y su mano aún sentía la tela de la manga de ella bajo los dedos. Su cabeza y su corazón, sus nervios, sus músculos tensos, parecían fundirse en una furia de contradicciones y aceptaciones. La gloriosa procesión discurría interminable, como si las estrellas hubiesen rozado la tierra común del páramo, desprendiendo gotas de su oro generoso en mudo esplendor... cuando, de repente. Diana se soltó de un tirón y echó a correr hacia ellos.

La mujer de los cabellos dorados, vio Norman, se había salido de la Senda y se había detenido frente a él. Radiante y maravillosa, permaneció un segundo en suspenso.
—Diss... Diss... —oyó Norman, con un acento como de música—. Ven... ven conmigo. ¡Únete a nosotros! El camino está siempre abierto. ¡No hay excusa...!

La joven se hallaba ya a medio de camino en dirección a su madre antes de que él hubiese logrado romper el espantoso hechizo que le tenía inmovilizado. Pero el recio tejido de la manga se quedó entre sus dedos, y con él la cadena rota que sostenía el pequeño crucifijo de ella. Osciló la cruz de plata y se balanceó unos momentos; luego cayó entre los brezos. Y al inclinarse frenéticamente a recogerla, el Destino jugó esa carta extraña e insólita que siempre tiene de reserva para los momentos en que el mundo parece perdido; porque al inclinarse, centelleó su propio crucifijo, en el que no había pensado ni una sola vez, y le rozó los labios. Creyendo que era una punta de brezo que le había pinchado, lo apartó de una manotada, sólo para descubrir que era el ridículo símbolo de metal que Diana le había hecho prometer que llevaría para su propia seguridad. Fue su viva punzada de dolor, no la supersticiosa reacción mental, lo que le impulsó a actuar inmediatamente. En un segundo estuvo de píe otra vez; y al segundo siguiente había alcanzado a la joven, rodeando su figura posesivamente con ambos brazos. Un instante más tarde, sus labios se posaron sobre los de ella, y la cabeza y los hombros de Diana descansaron sobre su pecho.

—¡Diss! —exclamó Norman frenéticamente—. ¡Debemos quedarnos aquí juntos! ¡Tú me perteneces! ¡Te retendré con todas mis fuerzas, aquí... siempre!

No recuerda qué más gritó. Sintió que ella se derrumbaba en él con todo su peso. Al parecer, la cogió en brazos: sentía sus sollozos convulsivos contra el corazón. El brazo de ella le rodeaba con fuerza. Vio perderse a lo lejos el desfile de figuras, a medida que se internaba en el páramo envolvente y se hundía en la curvada oscuridad. Las nubes cruzaban veloces sobre la luna. No se oía un solo ruido, el aire seguía inmóvil, no sonaba ningún rumor de cascada; las avefrías dormían. Cubriendo a Diana con su propio abrigo, la llevó a casa... Y pasado un tiempo se casó con ella; se casó con Diana, con Diss, una muchacha rara y adorable, aunque sin alma, y casi sin mente; una muchacha corriente como la esplendorosa nulidad retratada, con los dientes centelleantes, en las cubiertas de las revistas populares: una criatura estereotipada cuya esencia se había ido «a otra parte»".

Algernon Blackwood