El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

sábado, 31 de octubre de 2015

"Un Árbol de Noel y una Boda"

"Hace un par de días asistí yo a una boda... Pero no... Antes he de contarles algo relativo a una fiesta de Navidad. Una boda es, ya de por sí, cosa linda, y aquella de marras me gustó mucho... Pero el otro acontecimiento me impresionó más todavía. Al asistir a aquella boda, hube de acordarme de la fiesta de Navidad. Pero voy a contarles lo que allí sucedió.

Hará unos cinco años, cierto día entre Navidad y Año Nuevo, recibí una invitación para un baile infantil que había de celebrarse en casa de una respetable familia amiga mía. El dueño de la casa era un personaje influyente que estaba muy bien relacionado; tenía un gran círculo de amistades, desempeñaba un gran papel en sociedad y solía urdir todos los enredos posibles; de suerte que podía suponerse, desde luego, que aquel baile de niños sólo era un pretexto para que las personas mayores, especialmente los señores papás, pudieran reunirse de un modo completamente inocente en mayor número que de costumbre y aprovechar aquella ocasión para hablar, como casualmente, de toda clase de acontecimientos y cosas notables. Pero como a mí las referidas cosas y acontecimientos no me interesaban lo más mínimo, y como entre los presentes apenas si tenía algún conocido, me pasé toda la velada entre la gente, sin que nadie me molestara, abandonado por completo a mí mismo.

Otro tanto hubo de sucederle a otro caballero, que, según me pareció, no se distinguía ni por su posición social, ni por su apellido, y, a semejanza mía, sólo por pura causalidad se encontraba en aquel baile infantil... Inmediatamente hubo de llamarme la atención. Su aspecto exterior impresionaba bien: era de gran estatura, delgado, sumamente serio e iba muy bien vestido. Se advertía de inmediato que no era amigo de distracciones ni de pláticas frívolas. Al instalarse en un rinconcito tranquilo, su semblante, cuyas negras cejas se fruncieron, asumió una expresión dura, casi sombría. Saltaba a la vista que, quitando al dueño de la casa, no conocía a ninguno de los presentes. Y tampoco era difícil adivinar que aquella fiestecita lo aburría hasta la náusea, aunque, a pesar de ello, mostró hasta el final el aspecto de un hombre feliz que pasa agradablemente el tiempo. Después supe que procedía de la provincia y sólo por una temporada había venido a Petersburgo, donde debía de fallarse al día siguiente un pleito, enrevesado, del que dependía todo su porvenir. Se le había presentado con una carta de recomendación a nuestro amigo el dueño de la casa, por lo que aquél cortésmente lo había invitado a la velada: pero, según parecía, no contaba lo más mínimo con que el dueño de la casa se tomase por él la más ligera molestia. Y como allí no se jugaba a las cartas y nadie le ofrecía un cigarro ni se dignaba dirigirle la palabra -probablemente conocían ya de lejos al pájaro por la pluma-, se vio obligado nuestro hombre, para dar algún entretenimiento a sus manos, a estar toda la noche mesándose las patillas. Tenía, verdaderamente, unas patillas muy hermosas; pero, así y todo, se las acariciaba demasiado, dando a entender que primero habían sido creadas aquellas patillas, y luego le habían añadido el hombre, con el solo objeto de que les prodigase sus caricias.

Además de aquel caballero que no se preocupaba lo más mínimo por aquella fiesta de los cinco chicos pequeñines y regordetes del anfitrión, hubo de chocarme también otro individuo. Pero éste mostraba un porte totalmente distinto: ¡era todo un personaje!

Se llamaba Yulián Mastakóvich. A la primera mirada se comprendía que era un huésped de honor y se hallaba, respecto al dueño de la casa, en la misma relación, aproximadamente, en que respecto a éste se encontraba el forastero desconocido. El dueño de la casa y su señora se desvivían por decirle palabras lisonjeras, le hacían lo que se dice la corte, lo presentaban a todos sus invitados, pero sin presentárselo a ninguno. Según pude observar, el dueño de la casa mostró en sus ojos el brillo de una lagrimita de emoción cuando Yulián Mastakóvich, elogiando la fiesta, le aseguró que rara vez había pasado un rato tan agradable. Yo, por lo general, suelo sentir un malestar extraño en presencia de hombres tan importantes; así que, luego de recrear suficientemente mis ojos en la contemplación de los niños, me retiré a un pequeño boudoir, en el que, por casualidad, no había nadie, y allí me instalé en el florido parterre de la dueña de la casa, que cogía casi todo el aposento.

Los niños eran todos increíblemente simpáticos e ingenuos y verdaderamente infantiles, y en modo alguno pretendían dárselas de mayores, pese a todas las exhortaciones de ayas y madres. Habían literalmente saqueado todo el árbol de Navidad hasta la última rama, y también tuvieron tiempo de romper la mitad de los juguetes, aun antes de haber puesto en claro para quién estaba destinado cada uno. Un chiquillo de aquellos de negros ojos y rizos negros, hubo de llamarme la atención de un modo particular: estaba empeñado en dispararme un tiro, pues le había tocado una pistola de madera. Pero la que más llamaba la atención de los huéspedes era su hermanita. Tendría ésta unos once años, era delicada y pálida, con unos ojazos grandes y pensativos. Los demás niños debían de haberla ofendido por algún concepto, pues se vino al cuarto donde yo me encontraba, se sentó en un rincón y se puso a jugar con su muñeca. Los convidados se señalaban unos a otros con mucho respeto a un opulento comerciante, el padre de la niña, y no faltó quién en voz baja hiciese observar que ya tenía apartados para la dote de la pequeña sus buenos trescientos mil rublos en dinero contante y sonante. Yo, involuntariamente, dirigí la vista hacia el grupo que tan interesante conversación sostenía, y mi mirada fue a dar en Yulián Mastakóvich, que, con las manos cruzadas a la espalda y un poco ladeada la cabeza, parecía escuchar muy atentamente el insulso diálogo. Al mismo tiempo hube de admirar no poco la sabiduría del dueño de la casa, que había sabido acreditarla en la distribución de los regalos. A la muchacha que poseía ya trescientos mil rublos le había correspondido la muñeca más bonita y más cara. Y el valor de los demás regalos iba bajando gradualmente, según la categoría de los respectivos padres de los chicos. Al último niño, un chiquillo de unos diez años, delgadito, pelirrojo y con pecas, sólo le tocó un libro que contenía historias instructivas y trataba de la grandeza del mundo natural, de las lágrimas de la emoción y demás cosas por el estilo: un árido libraco, sin una estampa ni un adorno.

Era el hijo de una pobre viuda, que les daba clase a los niños del anfitrión, y a la que llamaban, por abreviar, el aya. Era el tal chico un niño tímido, pusilánime. Vestía una blusilla rusa de nanquín barato. Después de recoger su libro, anduvo largo rato huroneando en torno a los juguetes de los demás niños; se le notaban unas ganas terribles de jugar con ellos; pero no se atrevía; era claro que ya comprendía muy bien su posición social. Yo contemplaba complacido los juguetes de los niños. Me resultaba de un interés extraordinario la independencia con que se manifestaban en la vida. Me chocaba que aquel pobre chico de que hablé se sintiera tan atraído por los valiosos juguetes de los otros nenes, sobre todo por un teatrillo de marionetas en el que seguramente habría deseado desempeñar algún papel, hasta el extremo de decidirse a una lisonja. Se sonrió y trató de hacerse simpático a los demás: le dio su manzana a una nena mofletuda, que ya tenía todo un bolso de golosinas, y llegó hasta el punto de decidirse a llevar a uno de los chicos a cuestas, todo con tal de que no lo excluyesen del teatro. Pero en el mismo instante surgió un adulto, que en cierto modo hacía allí de inspector, y lo echó a empujones y codazos. El chico no se atrevió a llorar. En seguida apareció también el aya, su madre, y le dijo que no molestase a los demás. Entonces se vino el chico al cuarto donde estaba la nena. Ella lo recibió con cariño, y ambos se pusieron, con mucha aplicación, a vestir a la muñeca.

Yo llevaba ya sentado media horita en el parterre, y casi me había adormilado, arrullado inconscientemente por el parloteo infantil del chico pelirrojo y la futura belleza con dote de trescientos mil rublos, cuando de repente hizo irrupción en la estancia Yulián Mastakóvich. Aprovechó la ocasión de haberse suscitado una gran disputa entre los niños del salón para desaparecer de allí sin ser notado. Hacía unos minutos nada más lo había visto yo al lado del opulento comerciante, padre de la pequeña, en vivo coloquio, y, por alguna que otra palabra suelta que cogiera al vuelo, adiviné que estaba ensalzando las ventajas de un empleo con relación a otro. Ahora estaba pensativo, en pie, junto al parterre, sin verme a mí, y parecía meditar algo.

"Trescientos..., trescientos... -murmuraba-. Once.... doce..., trece..., dieciséis... ¡Cinco años! Supongamos al cuatro por ciento... Doce por cinco... Sesenta. Bueno; pongamos, en total, al cabo de cinco años... Cuatrocientos. Eso es... Pero él no se ha de contentar con el cuatro por ciento, el muy perro. Lo menos querrá un ocho y hasta un diez. ¡Bah! Pongamos... quinientos mil... ¡Hum! Medio millón de rublos. Esto es ya mejor... Bueno...; y luego, encima, los impuestos... ¡Hum!"

Su resolución era firme. Se escombró, y se disponía ya a salir de la habitación, cuando, de pronto, hubo de reparar en la pequeña. que estaba con su muñeca en un rincón, junto al niñito pobre, y se quedó parado. A mí no me vio, escondido, como estaba, detrás del denso follaje. Según me pareció, estaba muy excitado. Difícil sería, no obstante, precisar si su emoción era debida a la cuenta que acababa de echar o a alguna otra causa, pues se frotó sonriendo las manos, y parecía como si no pudiese estarse quieto. Su excitación fue creciendo hasta un extremo incomprensible, al dirigir una segunda y resuelta mirada a la rica heredera. Quiso avanzar un paso; pero volvió a detenerse y miró con mucho cuidado en torno suyo. Luego se aproximó de puntillas, como consciente de una culpa, lentamente y sin hacer ruido, a la pequeña. Como ésta se hallaba detrás del chico, se inclinó el hombre y le dio un beso en su cabecita. La pequeña lanzó un grito, asustada, pues no había advertido hasta entonces su presencia.

-¿Qué haces aquí, hija mía? -le preguntó por lo bajo, miró en torno suyo y le dio luego una palmadita en las mejillas.

-Estamos jugando...

-¡Ah! ¿Con éste? -y Yulián Mastakóvich lanzó una mirada al pequeño-. Mira, niño: mejor estarías en la sala -le dijo.

El chico no replicó, y se le quedó mirando fijo. Yulián Mastakóvich volvió a echar una rápida ojeada en torno suyo, y de nuevo se inclinó hacia la pequeña.

-¿Qué es esto, niña? ¿Una muñeca? -le preguntó.

-Sí, una muñequita... -repuso la nena algo forzada, y frunció levemente el ceño.

-Una muñeca... Pero ¿sabes tú, hija mía, de qué se hacen las muñecas?

-No... -respondió la niña en un murmullo, y volvió a bajar la cabeza.

-Bueno; pues mira: las hacen de trapos viejos, corazón. Pero tú estarías mejor en la sala, con los demás niños -y Yulián Mastakóvich, al decir esto, dirigió una severa mirada al pequeño. Pero éste y la niña fruncieron la frente y se apretaron más el uno contra el otro. Por lo visto, no querían separarse.

-¿Y sabes tú también para qué te han regalado esta muñeca? -tornó a preguntar Yulián Mastakóvich, que cada vez ponía en su voz más mimo.

-No.

-Pues para que seas buena y cariñosa.

Al decir esto, tornó Yulián Mastakóvich a mirar hacia la puerta, y luego le preguntó a la niña con voz apenas perceptible, trémula de emoción e impaciencia:

-Pero ¿me querrás tú también a mí si les hago una visita a tus padres? Al hablar así, intentó Yulián Mastakóvich darle otro beso a la pequeña; pero al ver el niño que su amiguita estaba ya a punto de romper en llanto, se apretujó contra su cuerpecito, lleno de súbita congoja, y por pura compasión y cariño rompió a llorar alto con ella. Yulián Mastakóvich se puso furioso.

-¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí -le dijo con muy mal genio al chico-. ¡Vete a la sala! ¡Anda a reunirte con los demás niños!

-¡No, no, no! ¡No quiero que se vaya! ¿Por qué tiene que irse? ¡Usted es quien debe irse! -clamó la nena-. ¡Él se quedará aquí! ¡Déjele usted estar! -añadió casi llorando.

En aquel instante sonaron voces altas junto a la puerta y Yulián Mastakóvich irguió el busto imponente. Pero el niño se asustó todavía más que Yulián Mastakóvich; soltó a la amiguita y se escurrió, sin ser visto, a lo largo de las paredes, en el comedor. También al comedor se trasladó Yulián Mastakóvich, cual si nada hubiera pasado. Tenía el rostro como la grana, y como al pasar ante un espejo se mirase en él, pareció asombrarse él mismo de su aspecto. Quizá lo contrariase haberse excitado tanto y hablado de manera tan destemplada. Por lo visto, sus cálculos lo habían absorbido y entusiasmado de tal modo, que a pesar de toda su dignidad y astucia, procedió como un verdadero chiquillo, y en seguida, sin pararse a reflexionar, empezaba a atacar su objetivo. Yo lo seguí al otro cuarto..., y en verdad que fue un raro espectáculo el que allí presencié. Pues vi nada menos que a Yulián Mastakóvich, el digno y respetable Yulián Mastakóvich, hostigar al pequeño, que cada vez retrocedía más ante él y, de puro asustado, no sabía ya dónde meterse.

-¡Vamos, largo de aquí! ¿Qué haces aquí, holgazán? ¡Anda, vete! Has venido aquí a robar fruta, ¿verdad? Habrás robado alguna, ¿eh? ¡Pues lárgate en seguidita, que ya verás, si no, cómo te arreglo yo a ti!

El muchacho, azorado, se resolvió, finalmente, a adoptar un medio desesperado de salvación: se metió debajo de la mesa. Pero al ver aquello se puso todavía más furioso su perseguidor. Lleno de ira, tiró del largo mantel de batista que cubría la mesa, con objeto de sacar de allí al chico. Pero éste se estuvo quietecito, muertecito de miedo, y no se movió. Debo hacer notar que Yulián Mastakóvich era algo corpulento. Era lo que se dice un tipo gordo, con los mofletes colorados, una ligera tripa, rechoncho y con las pantorrillas gordas...; en una palabra: un tipo forzudo, que todo lo tenía redondito como la nuez. Gotas de sudor le corrían ya por la frente; respiraba jadeando y casi con estertor. La sangre, de estar agachado, se le subía, roja y caliente, a la cabeza. Estaba rabioso, de puro grande que eran su enojo o, ¿quién sabe?, sus celos. Yo me eché a reír alto. Yulián Mastakóvich se volvió como un relámpago hacia mí, y, no obstante su alta posición social, su influencia y sus años, se quedó enteramente confuso. En aquel instante entró por la puerta frontera el dueño de la casa. El chico se salió de debajo de la mesa y se sacudió el polvo de las rodillas y los codos. Yulián Mastakóvich recobró la serenidad, se llevó rápidamente el mantel, que aún tenía cogido de un pico, a la nariz, y se sonó.

El dueño de la casa nos miró a los tres sorprendido; pero, a fuer de hombre listo que toma la vida en serio, supo aprovechar la ocasión de poder hablar a solas con su huésped.

-¡Ah! Mire usted: éste es el muchacho en cuyo favor tuve la honra de interesarle... -empezó, señalando al pequeño.

-¡Ah! -replicó Yulián Mastakóvich, que seguía sin ponerse a la altura de la situación.

-Es el hijo del aya de mis hijos -continuó explicativo el dueño de la casa, y en tono comprometedor-, una pobre mujer. Es viuda de un honorable funcionario. ¿No habría medio, Yulián Mastakóvich...?

-¡Ah! Lo había olvidado. ¡No, no! -lo interrumpió éste presuroso-. No me lo tome usted a mal, mi querido Filipp Aleksiéyevich; pero es de todo punto imposible. Me he informado bien; no hay, actualmente, ninguna vacante, y aun cuando la hubiese, siempre tendría éste por delante diez candidatos con mayor derecho... Lo siento mucho, créame; pero...

-¡Lástima! -dijo pensativo el dueño de la casa-. Es un chico muy juicioso y modesto...

-Pues a mí, por lo que he podido ver, me parece un tunante -observó Yulián Mastakóvich con forzada sonrisa-. ¡Anda! ¿Qué haces aquí? ¡Vete con tus compañeros! -le dijo al muchacho, encarándose con él.

Luego no pudo, por lo visto, resistir la tentación de lanzarme a mí también una mirada terrible. Pero yo, lejos de intimidarme, me reí claramente en su cara. Yulián Mastakóvich la volvió inmediatamente a otro lado y le preguntó de un modo muy perceptible al dueño de la casa quién era aquel joven tan raro. Ambos se pusieron a cuchichear y salieron del aposento. Yo pude ver aún, por el resquicio de la puerta, cómo Yulián Mastakóvich, que escuchaba con mucha atención al dueño de la casa, movía la cabeza admirado y receloso.

Después de haberme reído lo bastante, yo también me trasladé al salón. Allí estaba ahora el personaje influyente, rodeado de padres y madres de familia y de los dueños de la casa, y hablaba en tono muy animado con una señora que acababan de presentarle. La señora tenía cogida de la mano a la pequeña que Yulián Mastakóvich besara hacía diez minutos. Ponderaba el hombre a. la niña, poniéndola en el séptimo cielo; ensalzaba su hermosura, su gracia, su buena educación, y la madre lo oía casi con lágrimas en los ojos. Los labios del padre sonreían. El dueño de la casa participaba con visible complacencia en el júbilo general. Los demás invitados también daban muestras de grata emoción, e incluso habían interrumpido los juegos de los niños para que éstos no molestasen con su algarabía. Todo el aire estaba lleno de exaltación. Luego pude oír yo cómo la madre de la niña, profundamente conmovida, con rebuscadas frases de cortesía, rogaba a Yulián Mastakóvich que le hiciese el honor especial de visitar su casa, y pude oír también cómo Yulián Mastakóvich, sinceramente encantado, prometía corresponder sin falta a la amable invitación, y cómo los circunstantes, al dispersarse por todos lados, según lo pedía el uso social, se deshacían en conmovidos elogios, poniendo por las nubes al comerciante, su mujer y su nena, pero sobre todo a Yulián Mastakóvich.

-¿Es casado ese señor? -pregunté yo alto a un amigo mío, que estaba al lado de Yulián Mastakóvich.

Yulián Mastakóvich me lanzó una mirada colérica, que reflejaba exactamente sus sentimientos.

-No -me respondió mi amigo, visiblemente contrariado por mi intempestiva pregunta, que yo, con toda intención, le hiciera en voz alta.

***

Hace un par de días hube de pasar por delante de la iglesia de ***. La muchedumbre que se apiñaba en el balcón, y sus ricos atavíos, hubieron de llamarme la atención. La gente hablaba de una boda. Era un nublado día de otoño, y empezaba a helar. Yo entré en la iglesia, confundido entre el gentío, y miré a ver quién fuese el novio. Era un tío bajo y rechoncho, con tripa y muchas condecoraciones en el pecho. Andaba muy ocupado, de acá para allá, dando órdenes, y parecía muy excitado. Por último, se produjo en la puerta un gran revuelo; acababa de llegar la novia. Yo me abrí paso entre la multitud y pude ver una beldad maravillosa, para la que apenas despuntara aún la primera primavera. Pero estaba pálida y triste. Sus ojos miraban distraídos. Hasta me pareció que las lágrimas vertidas habían ribeteado aquellos ojos. La severa hermosura de sus facciones prestaba a toda su figura cierta dignidad y solemnidad altivas. Y, no obstante, a través de esa seriedad y dignidad y de esa melancolía, resplandecía el alma inocente, inmaculada, de la infancia, y se delataba en ella algo indeciblemente inexperto, inconsciente, infantil, que, según parecía, sin decir palabra, tácitamente, imploraba piedad.

Se decía entre la gente que la novia apenas si tendría dieciséis años. Yo miré con más atención al novio, y de pronto reconocí al propio Yulián Mastakóvich, al que hacía cinco años que no volviera a ver. Y miré también a la novia. ¡Santo Dios! Me abrí paso entre el gentío en dirección a la salida, con el deseo de verme cuanto antes lejos de allí. Entre la gente se decía que la novia era rica en dinero contante y sonante y que poseía medio millón de rublos, más una renta por valor de tanto y cuanto...

"¡Le salió bien la cuenta”, pensé yo, y me salí a la calle".


Fiodor Dostoyevski

viernes, 30 de octubre de 2015

"La Cúpula de los Inválidos"

"Un hermoso día del mes de junio, entre las cuatro y las cinco, salí de la celda de la calle du Bac donde mi honorable y estudioso amigo, el barón de Werther, me había ofrecido el almuerzo más delicado del que se pueda hacer mención en los castos y sobrios anales de mi estómago; pues el estómago tiene su literatura, su memoria, su educación, su elocuencia; el estómago es un hombre dentro del hombre; y jamás experimenté de modo tan curioso la influencia ejercida por este órgano sobre mi economía mental.

Después de habernos obsequiado amablemente con vinos del Rin y de Hungría, había terminado la comida de amigos haciendo que nos sirvieran vino de Champaña. Hasta aquel momento, su hospitalidad podría considerarse normal, de no ser por su charla de artista, sus relatos fantásticos y, sobre todo, de no ser por nosotros, sus amigos, todos personas de entusiasmo, corazón y pasión.

Hacia el final del almuerzo, nos encontramos todos presas de una dulce melancolía y sumergidos en una absorción bastante lógica en personas que han comido bien. Percatándose de ello, el barón, el excelente crítico, el erudito alemán que, pese a su baronía, lleva la admirable y poética vida de los monjes del siglo XVI en su celda abacial; nuestro monje -digo-, remató su obra de gastrolatría con una auténtica salida de monje.

En un momento en el que la conversación quedó interrumpida cuando nos encontrábamos en sillones inventados por el confort inglés pero perfeccionados en París que habrían causado admiración a los benedictinos, Werther se sentó ante una especie de mesita y, levantando una parte de la tapa, sacó de un instrumento alemán unos sonidos que se encontraban a mitad de camino entre los acentos lúgubres de un gato cortejando a una gata o soñando con los placeres del canalón, y las notas de un órgano vibrando en una iglesia. No sé lo que hizo con aquel instrumento de melancolía, pero mi inteligencia no se vio jamás tan cruelmente trastornada como en aquella ocasión.

El aire, dirigido hacia los metales, producía unas vibraciones armónicas tan fuertes, tan graves, tan agudas, que cada nota atacaba instantáneamente una fibra, y aquella música de verdín, aquellas melodías impregnadas de arsénico, introdujeron violentamente en mi alma todas las ensoñaciones de Jean-Paul, todas las baladas alemanas, toda la poesía fantástica y doliente que me hizo huir en medio de gran agitación, a mí que soy alegre y jovial. Me sentí como si mi personalidad se hubiera desdoblado. Mi ser interior había abandonado mi forma exterior por la que una o dos mujeres, mi familia y yo, sentimos algo de amistad. El aire ya no era el aire; mis piernas ya no eran piernas, eran algo flojo y sin consistencia que se doblaba; los adoquines se hundían, los transeúntes bailaban y París me parecía singularmente alegre.

Tomé la calle de Babylone y caminé melancólicamente hacia los bulevares, adoptando como punto de referencia la cúpula de los Inválidos. Al dar la vuelta a no sé qué calle, ¡vi que la cúpula venía hacia mí!... En un primer momento me quedé algo sorprendido y me detuve. Sí, era sin duda la cúpula de los Inválidos que se paseaba boca abajo, apoyando en el suelo su punta, y tomaba el sol como cualquier buen burgués del barrio del Marais. Interpreté esta visión como un efecto óptico y gocé del mismo placenteramente, sin querer explicarme el fenómeno; pero tuve sensación de pavor cuando, viendo que se acercaba a mí, quería pisarme los talones... Eché a correr, pero oía detrás de mí el paso pesado de aquella dichosa cúpula, que parecía burlarse de mí. Sus ojos reían; efectivamente, el sol al pasar por las ventanas abiertas de tramo en tramo, le daba un vago parecido con ojos, y la cúpula me lanzaba auténticas miradas...

-¡Soy bastante tonto! -pensé-. Voy a ponerme detrás de ella...

La dejé pasar, y entonces volvió a colocarse con la punta hacia arriba. En esa posición, me hizo un gesto con la cabeza, y su maldito ropaje azul y oro se arrugó como la falda de una mujer... Entonces di unos pasos hacia atrás para plantarla allí mismo, pues empecé a sentirme inquieto. No había duda de que, al día siguiente, los periódicos no dejarían de contar que yo, autor de algunos artículos insertados en La Revue, me había llevado la cúpula de los Inválidos; aquello me resultaba indiferente porque tenía intención de defenderme y de contar abiertamente que la cúpula se había encaprichado conmigo y me había seguido por su cuenta. Mi carácter bien conocido, mis hábitos y costumbres debían hacer comprender que, lejos de degradar los monumentos públicos, yo abogaba por dialogar con ellos.

La mayor dificultad, y la que más me inquietaba, era saber qué iba a hacer yo con aquella cúpula. No hay duda de que se podía ganar una fortuna... Además de que la amistad de la cúpula de los Inválidos con un hombre no era sino algo muy halagador, podía llevarla a algún país extranjero, exponerla en Londres junto a Saint-Paul... Pero si tenía intención de seguirme, ¿cómo iba a volver yo a mi casa?... ¿Dónde la iba a poner? Naturalmente, iba a producir considerables desperfectos por las calles por donde pasara; es verdad que podría llevarla por los muelles y mantenerla siempre junto al río... Si me molestaba en avisar, la gente la dejaría pasar; pero, si se empeñaba en entrar en mi casa, derribaría el inmueble en el que vivo de alquiler. ¡Menuda indemnización me pediría el propietario! La casa no está asegurada contra cúpulas... Y, si la llevaba a Londres o a Berlín, ¡qué desperfectos no haría por el camino...!

-¡Santo Dios! ¡Qué raros están los Inválidos sin la cúpula! -exclamé.

Al oír estas palabras, las personas que se encontraban cerca levantaron los ojos hacia la iglesia y rompieron a reír. Decían: «Pero ¿qué ha sido de ella?» «¡Estoy seguro de que todo París está preocupado!» Entonces escuché un griterío, un clamor que hacía pensar en que se aproximaba el fin del mundo: «¡Ya está! ¡están reclamando su cúpula!» me dije.

Tenía razón, la cúpula de los Inválidos es uno de los monumentos más bellos de París; y, desde que, por una fantasía bastante rara entre cúpulas, era de mi propiedad, la admiraba con embeleso. Bajo los rayos del sol resplandecía como si estuviera cubierta de piedras preciosas, su azul se destacaba claramente en el del cielo, y su linterna tan graciosa, tan maravillosamente elegante y ligera, parecía ofrecerme detalles en los que no había reparado hasta entonces. Es verdad que tenía algunas zonas estropeadas y que habían perdido el dorado; pero yo no era suficientemente rico como para devolverles su esplendor imperial.

Cerca de Nemours he conocido a un agricultor que tiene la singular habilidad de fascinar a las abejas y de hacer que le sigan sin picarle. Es su rey: les silba y acuden; les dice que se marchen y huyen. Tal vez haya llegado yo a un completo desarrollo moral, a un poder sobrenatural y haya adquirido el poder de atraer a las cúpulas.

Entonces, por el interés de Francia, pensé en colocar ésta en su lugar habitual y viajar por Europa para traerme a París numerosas cúpulas célebres, las de Oriente, las de Italia, y las más bellas torres de catedrales... ¡Qué prestigio! ¡Qué serían a mi lado los Paganini, los Rossini, los Cuvier, los Canova o los Goethe! Tenía la fe más absoluta en mi poder, la fe de la que habló Cristo, la voluntad sin límites que permite mover montañas, la fuerza con cuya ayuda podemos abolir las leyes del espacio y del tiempo, cuando vi avanzar hacia mí, a la máxima velocidad que pueden alcanzar los caballos de los servicios públicos, un cabriolé que desembocó por la calle Saint-Dominique.

-¡Tenga cuidado con la cúpula! -grité.

El conductor no me oyó, lanzó su caballo hasta el centro de la cúpula; yo solté un enorme grito pues la pobre cúpula, que no había podido echarse a un lado, se hizo mil pedazos, y me salpicó totalmente. Luego, cuando pasó aquel condenado cabriolé, vi a la tozuda cúpula volverse a colocar boca abajo, sobre la punta, con pequeñas sacudidas; las piedras se armaban de nuevo, las bellas franjas doradas reaparecían, y yo me secaba la cara instintivamente; pues en aquel momento, mi ser exterior regresó y me encontré cerca de los Inválidos, ante un enorme charco de agua en el que se reflejaba la cúpula de los Inválidos.

Creo que estaba borracho... ¡Maldita fisarmónica! ¡Qué manera de atacar los nervios!..."


Honoré de Balzac

jueves, 29 de octubre de 2015

"La Transferencia"

"El niño empezó a llorar a primera hora de la tarde, a eso de las tres, para ser exacto. Recuerdo la hora porque había estado escuchando con secreto alivio el ruido de la partida del carruaje. Aquellas ruedas perdiéndose en la distancia por el paseo engravillado con mistress Frene y su hija Gladys, de la cual era yo gobernanta, significaban para mí unas horas de bendito descanso, y aquel día de junio hacía un calor opresivo, sofocante. Además, había que contar con aquella excitación que se había apoderado de todo el personal de la casa, allí en el campo, y muy especialmente de mí misma. Dicha excitación, que se propagaba delicadamente detrás de todos los acontecimientos de la mañana, se debía a cierto misterio, y, por supuesto, el tal misterio no se ponía en conocimiento de la gobernanta. Yo me había agotado a fuerza de suposiciones y vigilancia. Porque me dominaba una especie de ansiedad profunda e inexplicable, hasta tal punto que no dejaba de pensar ni un momento en lo que solía decir mi hermana de que yo era excesivamente sensitiva para resultar una buena gobernanta, y que habría dado mucho mejor rendimiento como clarividente profesional.

Para la hora del té, esperábamos la desacostumbrada visita de míster Frene, el mayor, Tío Frank. Eso sí lo sabía. También sabía que la visita tenía algo que ver con la suerte futura del pequeño Jamie, un niño de siete años, hermano de Gladys. Mis noticias no pasaban de aquí, en verdad, y ese eslabón que falta hace que mi relato sea, en cierto modo, incoherente... puesto que falta en él un trozo importante del extraño rompecabezas. Yo sólo colegía que la visita de Tío Frank tenía un carácter condescendiente, que a Jamie se le había recomendado que se portase lo mejor que supiera, a fin de causar buena impresión, y que Jamie, que no había visto nunca a su tío, le temía horriblemente ya de antemano. Luego, arrastrándose, mortecino, por entre el crujir, cada vez más débil, de las ruedas del carruaje sobre la gravilla, escuché el curioso gemidito del llanto del niño, produciendo el efecto, perfectamente inexplicable, de que todos los nervios de mi cuerpo se dispararon como movidos por un resorte eléctrico, poniéndome en pie con un inequívoco cosquilleo de alarma. El agua me caía sobre los ojos, literalmente. Recordaba la blanca aflicción del pequeño aquella mañana cuando le dijeron que Tío Frank vendría en su coche a tomar el té y que él había de ser «amable de veras» con Tío Frank. Aquella pena se me había clavado en el corazón como un cuchillo. Sí, ciertamente, el día entero había tenido ese carácter de pesadilla, de visiones terroríficas.

—¿El hombre de la «cara enorme»? —había preguntado el pequeño con una vocecita de espanto. Y luego había salido, mudo, de la habitación, disolviéndose en un llanto que ningún consuelo lograba calmar. He ahí todo lo que yo había visto; y lo que pudiera significar el niño con aquello de «la cara enorme» sólo me llenaba de un vago presentimiento. Aunque en cierto modo vino como una relajación, como una revelación súbita del misterio y la excitación que latían bajo la quietud de aquel bochornoso día de verano. Yo temía por el pequeño. Porque entre toda la gente vulgar que poblaba la casa, Jamie era mi preferido, aunque profesionalmente no tuviera nada que ver con él. Era un niño muy nervioso, ultrasensible, y a mí se me antojaba que nadie le comprendía, y menos que nadie sus buenos y tiernos padres; de modo que su vocecilla plañidera me sacó de la cama y me llevó junto a la ventana en un momento, lo mismo que una llamada de socorro.

La calígine de junio se extendía sobre el extenso jardín como una manta; las maravillosas flores, que eran el deleite de míster Frene, colgaban inmóviles; los céspedes, tan suaves y espesos, amortiguaban todos los otros sonidos; sólo las limas y las bolas de nieve zumbaban de abejas. A través de aquella atmósfera callada de calor y calígine el sonido del llanto del niño venía, flotando, débilmente hasta mis oídos, como desde una gran distancia. La verdad es que ahora me maravilla que lo oyese siquiera; porque un momento después veía a Jamie abajo, más allá del jardín, con el vestido blanco de marinero, solo, completamente solo, a unos doscientos metros de distancia. Estaba junto al feo espacio en el que no crecía nada: el Rincón Prohibido. Entonces me invadió repentinamente una debilidad, una flaqueza de muerte, al verle allí nada menos, allí precisamente... adonde no se le permitía nunca ir, y adonde, por otra parte, el más profundo terror solía impedirle ir. El verle plantado allí, solitario, en aquel punto singular, y sobre todo el oírle llorar en aquel rincón me despojaron momentáneamente del poder de actuar. Luego, antes de poder recobrar yo suficientemente la compostura para llamarle, míster Frene apareció por la esquina, viniendo de Lower Farm con los perros, y, al ver a su hijo, hizo lo que había pensado hacer yo. Con su voz potente, campechana, cordial, le llamó, y Jamie se volvió y echó a correr como si un determinado embrujo se hubiera roto en el último momento, en el instante preciso... El niño corrió hacia los abiertos brazos de aquel padre bondadoso, pero que no le comprendía, y que lo trajo adentro de la casa subido sobre los hombros, mientras le preguntaba a qué venía todo aquel alboroto. Pisándoles los talones seguían los perros de pastor, rabones, ladrando ruidosamente e interpretando lo que Jamie solía llamar el Baile de la Gravilla, porque con los pies levantaban la redonda, húmeda gravilla del suelo.

Yo me aparté prestamente de la ventana para que no me vieran. Si hubiera presenciado cómo salvaban al niño de un incendio, o de morir ahogado, apenas habría podido experimentar un alivio mayor. Sólo que, estaba segura, míster Frene no sabría decir ni hacer lo que convenía, en modo alguno. Protegería al niño de sus vanas imaginaciones; pero no con la explicación que pudiera remediarle de verdad. Padre e hijo desaparecieron detrás de los rosales, en dirección a la casa. Y no vi nada más hasta después, cuando llegó el otro míster Frene, es decir, el hermano mayor.

Describir como «singular» aquel feo trozo de tierra acaso no se pueda justificar fácilmente; y, sin embargo, ésta es la palabra que toda la familia buscaba, aunque nunca —¡oh, no, nunca!— la utilizaron. Para Jamie y para mí, si bien tampoco lo mencionáramos nunca, aquel paraje sin árboles ni flores era más que singular. Estaba situado en el extremo más distante de la preciosa rosaleda, y era un lugar desnudo, lacerado, donde la negra tierra mostraba su feo rostro en invierno, casi como un trozo de ciénaga peligrosa, y en verano se recocía y agrietaba con fisuras donde los lagartos verdes disparaban su fuego al pasar. En contraste con la esplendorosa lozanía de todo aquel jardín maravilloso, era como un atisbo de la muerte en medio de la vida, un centro de enfermedad que reclamaba que lo sanasen, si no querían que se extendiera. Pero nunca se extendió. Detrás se levantaba la densa espesura de hayas plateadas y, más allá brillaba el prado del vergel, donde jugueteaban los corderos.

Los jardineros explicaban de una manera muy simple su desnudez. Decían que por culpa de las pendientes que formaba el terreno a su alrededor, el agua que caía allí corría y se marchaba inmediatamente, sin que quedara la necesaria para dar vida a la tierra. Yo no sé nada a este respecto. Era Jamie..., Jamie que percibía su hechizo y lo rondaba, que se pasaba horas enteras allí, a pesar de morirse de miedo, y para el cual se calificó finalmente aquel terreno de «estrictamente prohibido» porque estimulaba su ya muy desarrollada imaginación, pero no favorablemente, sino de manera demasiado tenebrosa..., era Jamie quien enterraba ogros allí y oía gritar aquel suelo con voz terrena, y juraba que a veces, mientras lo estaba contemplando, su superficie temblaba, y, en secreto, le daba alimento, bajo la forma de pájaros, o ratones, o conejos que hallaba muertos en sus excursiones. Y era Jamie el que había expresado, con tan extraordinario acierto, la sensación que aquel horrible lugar me causó desde el primer instante que lo vi.

—Es malo, miss Gould —me dijo.
—Pero, Jamie, en la naturaleza nada hay malo..., precisamente malo; sólo distinto de lo demás, a veces.
—Si usted prefiere, miss Gould, entonces está vacio. No está alimentado. Se está muriendo porque no puede procurarse el alimento que necesita.
Y cuando yo clavaba la mirada en aquella carita pálida donde los ojos brillaban tan negros y adorables, buscando en mi interior la réplica apropiada, él añadió con un énfasis y una convicción que me llenaron repentinamente de un frío glacial;
—Miss Gould... —él siempre utilizaba mi nombre de este modo, en todas sus frases—, «eso» tiene hambre. ¿No lo ve? Pero yo sé qué es lo que le satisfaría.

Sólo la convicción de un niño hablando muy en serio habría justificado, acaso, que se prestara oídos por un momento siquiera a una idea tan disparatada; pero para mí, que opinaba que aquello que un niño imaginativo creyera tenía verdadera importancia, vino como un tremendo y desazonador impacto de realidad. Jamie, a su manera exagerada, había cogido el filo de un hecho pasmoso; una insinuación de oscura, no descubierta verdad había saltado dentro de aquella imaginación sensitiva. No sabría decir por qué aquellas palabras estaban preñadas de horror; pero creo que una indicación del poder de las tinieblas cabalgaba a través de la sugerencia de la frase final: «yo sé qué es lo que la satisfaría». Recuerdo que me abstuve, asustada, de pedir una explicación. Pequeños grupos de otras palabras, afortunadamente veladas por el silencio del niño, dieron vida a una posibilidad inexpresable que hasta el momento había permanecido oculta en el fondo de mi propia conciencia. Su manera de cobrar vida demuestra, creo yo, que mi mente seguía albergándola. La sangre huía de mi corazón mientras escuchaba. Recuerdo que me temblaban las rodillas. La idea de Jamie era, y había sido en todo momento, la misma que tenía yo también.

Y ahora, mientras permanecía tendida en la cama y pensaba en todo aquello, comprendía la causa de que la llegada del tío del niño implicase, fuera como fuere, una experiencia que envolvía el corazón del niño en un sudario de terror. Con una sensación de certidumbre de pesadilla que me dejaba demasiado débil para resistir la absurda idea, demasiado trastornada, en verdad, para discutirla o rechazarla a fuerza de razonamientos, esta certidumbre se abría paso con el estallido negro y poderoso de la convicción; y la única manera que tengo de ponerla en palabras, puesto que el horror de las pesadillas no se puede expresar de verdad, parece ser ésta: que realmente en aquel trozo agonizante de jardín faltaba algo; faltaba algo que aquel suelo buscaba eternamente; algo que, una vez hallado y asimilado, lo volvería tan fértil y vivo como el resto; más aún, que existía una persona en el mundo que podía prestarle este servicio. Míster Frene, el mayor, en una palabra «Tío Frank», era la persona que con su abundancia de vida, podía suplir aquella falta... inconscientemente.

Porque esta relación entre el moribundo, estéril trozo de terreno y la persona de aquel hombre vigoroso, sano, rico, triunfador, se había alojado ya en mi subconsciente aun antes de que yo me diera cuenta de ella. Era indudable, había de haber morado allí desde el principio, aunque escondida. Las palabras de Jamie, su repentina palidez, el emocionado vibrar de asustada expectación revelaron la placa; pero había sido su llanto, solo allí, en el Rincón Prohibido, lo que la impresionó. La fotografía brillaba, enmarcada delante de mí, en el aire. Me cubrí los ojos. De no haber temido el enrojecimiento —el hechizo de mi rostro desaparece como por ensalmo si no tengo los ojos despejados—, habría llorado. Las palabras que había pronunciado Jamie aquella mañana sobre la «cara enorme» volvieron a mi mente como un ariete.

Míster Frene el mayor, había constituido tan a menudo el tema de las conversaciones de la familia; desde mi llegada, había oído hablar de él tantísimas veces y, por añadidura, había leído tantas cosas sobre su persona en los periódicos —su energía, su filantropía, los triunfos conseguidos en todo aquello que emprendió—, que me había formado un cuadro completo de aquel hombre. Le conocía tal como era interiormente; o, cómo habría dicho mi hermana, por clarividencia. Y la única vez que le vi, cuando llevé a Gladys a una reunión que presidía él, y más tarde percibí su atmósfera y su presencia mientras él hablaba, en tono protector, con la niña, justificó el retrato que me había trazado. Lo demás, acaso digan ustedes, era fruto de la imaginación desbocada de una mujer; pero yo más bien creo que se trataba de esa especie de intuición divina que las mujeres comparten con los niños. Si se pudiera hacer visibles las almas, apostaría la vida en favor de la realidad y la fidelidad del retrato que me había trazado.

Porque el tal míster Frene era un hombre que cuando estaba solo se quedaba alicaído, y adquiría vitalidad estando en medio de la gente... porque utilizaba la vitalidad de los demás. Era un artista supremo, si bien inconsciente, en la ciencia de apoderarse del fruto del trabajo y la vida de los otros... en provecho propio. Actuaba como un vampiro —sin saberlo él mismo, no cabe duda— sobre todos aquellos con quienes entraba en contacto; los dejaba exhaustos, cansados, inermes. Se alimentaba de lo de los demás; de manera que mientras en un salón lleno a rebosar brillaba y resplandecía, a solas, sin vida que absorber, languidecía y declinaba. Si uno se hallaba en la vecindad inmediata de aquel hombre sentía cómo su presencia se le llevaba todo lo que tuviera dentro: él se apoderaba de tus ideas, de tus energías, de tus mismas palabras, y luego las utilizaba para beneficio y engrandecimiento propios. No con maldad, por supuesto; era un hombre bueno de veras; pero uno sentía que resultaba peligroso a causa de lo fácilmente que absorbía toda la vitalidad suelta que encontrase a su entorno. Su voz, sus ojos, su presencia le desvitalizaban a uno. Parecía como si la vida no estuviera suficientemente bien organizada para resistir y hubiera de evitar la proximidad excesiva de aquel hombre, y tuviera que esconderse por miedo a que él se la apropiara, es decir, por miedo a... morir.

Sin saberlo, Jamie había dado la última pincelada al retrato que yo había trazado, inconscientemente. El hombre poseía, y ponía en juego, cierta callada, irresistible facultad de despojarte de todas tus reservas, para luego, rápidamente, asimilárselas él. Al principio te dabas cuenta de una tensa resistencia; poco a poco esta resistencia se teñía de cansancio; la voluntad se volvía flaccida; y luego, o te marchabas, o cedías... aceptando todo lo que él dijera con una sensación de debilidad presionando hasta los mismos bordes del colapso. Con un antagonista masculino acaso fuera diferente, pero aun en este caso el esfuerzo de resistencia generaba una fuerza que absorbía él y no el otro. El nunca cedía. Una especie de instinto le enseñaba a protegerse contra toda rendición. Quiero decir que nunca cedía ante seres humanos. Esta vez se trataba de una cuestión muy diferente. No tenía más posibilidad que una mosca ante los engranajes de un enorme motor de «atracción de feria», como solía decir Jamie.

Así era como le veía yo, como una gran esponja humana, atiborrada y empapada de vida, o de los frutos de la vida absorbidos de otros..., robados. Mi idea de un vampiro humano quedaba confirmada. Aquel hombre andaba por el mundo transportando aquellas acumulaciones de vida de los demás. En este sentido, su «vida» no le pertenecía realmente. Por cierta razón, me figuro, no la tenía tan plenamente bajo su dominio como se figuraba.

Y dentro de una hora ese hombre estaría aquí. Me fui a la ventana. La vista se me extravió hacia el trecho vacío, negro mate, que se extendía en medio de la estupenda lozanía de las flores del jardín. Se me antojaba un borroso pedazo de vacío que bostezaba pidiendo ser llenado y alimentado. La idea de que Jamie jugase en torno de sus desnudas orillas se me hacía aborrecible. Yo contemplaba las grandes nubes de verano, arriba en el cielo, la quietud de la tarde, la calígine. Por el jardín se extendía un silencio recalentado, opresivo. No recordaba otro día tan sofocante, tan inmóvil. Un día tendido allí, aguardando. También el personal de la casa aguardaba; esperaba que míster Frene llegase de Londres, con su gran automóvil.

Y jamás olvidaré !a sensación de encogimiento y pena glaciales con que escuché el roncar del coche. Tío Frank había llegado. Habían servido el té en el césped, bajo las limas, y mistress Frene y Gladys, de regreso de la excursión, se habían sentado en sillones de mimbre. Míster Frene, el menor, esperaba en el vestíbulo para dar la bienvenida a su hermano; pero Jamie —según supe más tarde— había manifestado una alarma tan histérica y ofrecido una resistencia tan desesperada que se consideró más prudente tenerle en su habitación. Quizá, después de todo, su presencia no fuese necesaria. Se adivinaba perfectamente qué la visita tenía algo que ver con el lado desagradable de la vida: dinero, capitulaciones, o qué sé yo. Nunca me enteré bien; sólo supe que los padres de Jamie estaban ansiosos y que había que ganarse la benevolencia de Tío Frank. No importa. Eso no tiene nada que ver con el asunto. Lo que sí tuvo que ver —de lo contrario no escribiría yo esta narración— es que mistress Frene me hizo llamar, pidiéndome que bajase «luciendo mi bonito vestido blanco, si no me importaba», y que yo estaba aterrorizada, aunque al mismo tiempo halagada, porque aquello significaba que una cara bonita se consideraba una preciada adición al panorama que le ofrecían al visitante. Además, por raro que parezca, yo sentía que mi presencia era, en cierto modo, inevitable; que, fuese por la razón que fuere, estaba dispuesto que yo presenciara lo que presencié. Y en el instante en que llegué al prado... —titubeo antes de ponerlo por escrito, porque parece una cosa tan tonta, tan inconexa— había jurado, mientras mis ojos se encontraban con los de aquel hombre, que se produjo una especie de oscuridad repentina; una oscuridad que robó el esplendor veraniego de todos los seres y todos los objetos, y que la producían unos escuadrones de caballitos negros salidos de su persona, que corrían en derredor nuestro, dispuestos al ataque.

Después de una primera mirada momentánea de aprobación, el hombre no volvió a fijarse en mí. El té y la conversación discurrían apaciblemente; yo ayudaba a pasar platos y tazas, llenando las pausas con comentarios intrascendentes dirigidos a Gladys. A Jamie no se le mencionó siquiera. Exteriormente todo parecía bien; pero interiormente todo era horrible... aquello bordeaba el límite de las cosas inenarrables, y parecía tan cargado de peligro que cuando hablaba yo no lograba dominar el temblor de mi voz.

Contemplaba la cara dura, inexpresiva del visitante; advertía su extraordinaria delgadez y el brillo raro, aceitoso, de sus ojos firmes. No centelleaban; pero le absorbían a uno con una especie de brillo suave, cremoso, como el de los ojos de los orientales. Y todo lo que decía o hacía anunciaba lo que yo osaría llamar la succión de su presencia. Su naturaleza lograba este resultado de una manera automática. Nos dominaba a todos, aunque de una manera tan suave que hasta que había tenido lugar el hecho nadie lo advertía.

No obstante, antes de haber transcurrido cinco minutos, yo me daba cuenta de una sola cosa. Mi mente se enfocaba sobre ella, nada más, y con tal viveza que me maravillaba que los otros no se pusieran a gritar, o a correr, o a tomar alguna medida violenta para impedir aquello. Y aquello era esto: que, separado meramente por menos de una docena de metros, aquel hombre, que vibraba con la vitalidad adquirida de otros, estaba fácilmente al alcance de aquel punto de vacío que bostezaba y esperaba, ansiando que lo llenasen. La tierra olfateaba su presa.

Aquellos dos «centros» activos se hallaban en posición de combate; el hombre tan delgado, tan duro, tan vivaz, aunque en realidad abarcando una gran dimensión con el amplio entorno de vida de los otros que se había apropiado, tan práctico y victorioso; el otro tan paciente, profundo, con la poderosísima atracción de la tierra entera detrás, y... —¡ay!—, tan consciente de que, por fin, se le presentaba la oportunidad.

Lo vi todo tan claramente como si hubiera estado contemplando a dos grandes animales preparándose para la batalla, ambos inconscientemente; aunque en cierta inexplicable manera, aquello yo lo veía, por supuesto, dentro de mí, no fuera. El conflicto sería aborreciblemente desigual. Cada bando había enviado ya sus emisarios, aunque yo no pudiera decir cuánto tiempo hacía, porque la primera prueba que él dio de que algo anormal sucedía en su interior fue cuando, de pronto, la voz se le volvió confusa, se equivocaba de palabras y los labios le temblaron un momento y perdieron tono. Un segundo después su rostro delataba aquel cambio singular y horrible, como si adquiriese una especie de flaccidez alrededor de los pómulos y creciese, creciese, de modo que yo recordé la angustiosa frase de Jamie. En aquel preciso segundo, yo adiviné que los emisarios de los dos reinos, el humano y el vegetal, se habían encontrado ya. Por primera vez en su larga carrera de medrar a costa ajena, míster Frene se veía enfrentado contra un reino más vasto de lo que suponía, y al descubrir esta realidad, se estremecía interiormente en aquella reducida pequeña porción que era su verdadera y auténtica persona. Advertía la llegada del enorme desastre.

—Sí, John —estaba diciendo, con aquella voz pausada, como felicitándose a sí mismo—, sir George me regaló ese coche; me lo dio para obsequiarme. ¿Verdad que fue un gesto encan...? —pero aquí se interrumpió bruscamente, balbució, tomó aliento, se puso en pie y miró, inquieto, a su alrededor. Por un segundo hubo una pausa sorprendida e incómoda. Fue como el chasquido que pone en marcha una enorme maquinaria, ese momento de pausa que precede al verdadero arranque. Luego, en verdad, todo sucedió con la velocidad de una máquina que rueda cuesta abajo y sin control. Yo pensé en una dinamo gigante que girase en silencio, e invisible.
—¿Qué es aquello? —gritó con voz apagada y saturada de alarma—. ¿Qué es aquel horrible lugar? ¡Oh, además, alguien llora allí...! ¿Quién es?
Y señalaba el terreno desnudo. En seguida, antes de que nadie pudiera contestarle, se puso a cruzar el prado en aquella dirección, andando a cada instante con paso más rápido. Antes de que nadie pudiera moverse, había llegado al borde. Se inclinó... y fijó la mirada en el suelo.

Tuve la sensación de que transcurrían varias horas; pero en realidad fueron segundos; porque el tiempo se mide por la cualidad y no la cantidad de las sensaciones que contiene. Lo vi todo con detalle despiadado, fotográfico, grabado vivamente entre la confusión general. Ambos bandos desplegaban una tremenda actividad, aunque sólo uno, el humano, ejercía toda su fuerza... en forma de resistencia. El otro se limitaba a extender, por así decirlo, un solo tentáculo de su vasta enorme fuerza potencial; no se precisaba más. Fue una victoria tranquila, fácil. ¡Ah, resultaba más bien lamentable! No hubo jactancia ni gran esfuerzo, en un bando al menos. Casi pegada a la vera del hombre, presencié la escena; pues parece que fui la única persona que se movió y le siguió. Nadie más dejó su puesto, aunque mistress Frene armaba un tremendo ruido con las tazas, realizando no sé qué impulsivos gestos con las manos, y Gladys, recuerdo, profirió un grito... como un pequeño alarido:

—¡Oh, madre, es el calor!, ¿verdad?
Míster Frene, el padre, estaba pálido como la ceniza, y mudo.
Pero en el mismo instante que yo llegaba al lado de Tío Frank se vio claramente qué era lo que me había llevado allí tan instintivamente. Al otro lado, entre las hayas plateadas estaba el pequeño Jamie. Estaba observando. Yo sentí —por él— uno de estos impulsos que estremecen el corazón; un miedo líquido recorrió todo mi ser, tanto más efectivo cuanto que era realmente ininteligible. Sin embargo, comprendía que si hubiera podido saberlo todo, y qué era lo que quedaba detrás, el miedo habría sido más justificado; comprendía que aquello era espantoso, estaba lleno de terror.

Y entonces sucedió —fue una visión verdaderamente perversa—, como el contemplar un universo en acción, contenido, no obstante, en una reducida superficie de terreno. Creo que el hombre comprendió vagamente que si alguien ocupara su puesto, quizá pudiera salvarse, y que éste fue el motivo de que, discerniendo instintivamente el sustituto que tenía más fácilmente a su alcance, vio al niño y le llamó en voz alta, desde el otro lado del suelo desnudo:
—¡Jamie, hijo mío, ven acá!
Su voz fue como un disparo agudo, pero al mismo tiempo monótono y sin vida, como cuando un rifle falla el tiro; una voz seca pero débil sin «estallido». En realidad era una súplica. Y, con profunda sorpresa, yo escuché mi propia voz, vibrando imperiosa y fuerte, aunque no tuviera consciencia de decir las palabras que estaba pronunciando:
—¡Jamie, no te muevas! ¡Quédate donde estás! —Pero Jamie, el pequeñín, no obedeció a ninguno de los dos. Se acercó todavía más al borde y se quedó plantado allí... ¡riendo! Yo escuchaba aquella risa; pero habría jurado que no procedía de él. Era la tierra, el trecho de suelo desnudo el que producía aquel sonido.

Míster Frene se volvió de costado, levantando los brazos. Vi su cara dura, descolorida, ensanchándose un poco, desparramarse por el aire y caer hacia el suelo. Y vi que, al mismo tiempo le ocurría algo similar a toda su persona, porque se perdió en la atmósfera en un chorro de movimiento. Por un segundo, la cara me hizo pensar en esos juguetes de caucho de los que tiran los niños. Se hizo enorme. Aunque esto era solamente una impresión externa. Lo que sucedía realmente —lo comprendí con toda claridad—, era que toda la vida y la energía que había absorbido de los demás durante años ahora se las quitaban y las transferían... a otra parte.

Por un momento, en el borde, se bamboleó horriblemente; luego, con aquel raro movimiento de costado, rápida pero desmañadamente, penetró en el centro del espacio desnudo y cayó pesadamente de bruces. Sus ojos, mientras caía, se apagaron de manera extraña, y por todo su rostro aparecía escrita, con claridad prístina, una expresión que yo ahora sólo sabría calificar de destrucción. Se le veía completamente destruido. Capté un sonido —¿de Jamie?—, pero esta vez no era una carcajada. Era como una deglución; era un sonido bajo y apagado, profundamente hundido en la tierra. De nuevo pensé en unos escuadrones de caballitos negros alejándose al galope por un pasillo subterráneo, bajo mis pies, hundiéndose en las profundidades y sus pisadas se iban debilitando más y más, enterrándose en la distancia. En mi olfato penetraba un fuerte olor de tierra.

Y luego... todo pasó. Volví en mí. Míster Frene, el menor, levantaba la cabeza de su hermano del prado donde había caído, junto a la mesa del té. En realidad no se había movido de allí. Y Jamie, según supe después, había estado todo el rato durmiendo arriba, en su cama, rendido por el llanto y la inexplicable alarma. Gladys vino corriendo, con agua fría, esponja, toalla, y también brandy..., en fin, multitud de cosas.
—Madre, ha sido el calor, ¿verdad? —Oí el murmullo de la niña; pero no la respuesta de la madre. A juzgar por su cara, habría dicho que, por su parte, mistress Frene estaba al borde del colapso. Luego vino el mayordomo, y entre todos levantaron al caído y le llevaron al interior de la casa. Tío Frank se recobró aun antes de que llegara el médico.
Pero lo que me extrañó mayormente a mí fue la profunda convicción que tenía de que todos los demás habían visto lo mismo que vi yo, sólo que ninguno dijo ni media palabra del suceso; ni la ha dicho nadie hasta el día de hoy. Y esto acaso fuera lo más horrendo de todo.

Desde aquel día hasta el de hoy, apenas oí nombrar jamás a míster Frene, el mayor. Pareció como sí, súbitamente, hubiera desaparecido de este mundo. Los periódicos no le mencionaban. Por lo visto, sus actividades cesaron por completo. Sea como fuere, la vida que llevó luego se distinguió por su inanidad. Realmente, nunca hizo nada digno de la mención pública. Aunque también puede ser que, habiendo dejado de estar a las órdenes de mistress Frene, no tuviera yo ocasión alguna de enterarme de nada. Sin embargo, la vida ulterior de aquel trozo estéril de jardín siguió un rumbo completamente distinto. Que yo sepa, los jardineros no procedieron a ninguna enmienda de su suelo, ni se abrió ningún desagüe, ni se trajo tierra nueva; pero ya antes de que me marcharse yo, al verano siguiente, había cambiado. Permanecía inculto; pero poblado de grandes y lozanas hierbas y enredaderas, fuertes, bien alimentadas, reventando literalmente de vida".

Algernon Blackwood

miércoles, 28 de octubre de 2015

"El Brazo Marchito"

I. Una lechera abandonada.
"Era una granja de ochenta vacas, y toda la tropa de ordeñadores, los permanentes y los provisionales, estaban trabajando; porque, a pesar de que la época del año no era aún sino primeros de abril, el alimento crecía ya abundante en los pastizales, y las vacas estaban «llenando los cubos hasta los topes». La hora era alrededor de las seis de la tarde y, habiendo ya terminado con tres cuartos de los grandes, rojos, rectangulares animales, había ocasión de charlar un poco.

–He oído decir que mañana se trae a la novia a casa. Hoy han llegado a Anglebury.

La voz parecía salir del vientre de la vaca llamada «Cherry», pero la que hablaba era una ordeñadora que tenía la cara hundida en el costado de aquel plácido animal.

–¿La ha visto ya alguien? –dijo otra.
La primera respondió negativamente.
–Pero dicen que es una muchachita de mejillas sonrosadas que parece una flor –añadió; y, mientras hablaba, la ordeñadora volvió la cabeza para poder mirar, por encima del rabo de la vaca, al otro extremo del establo, donde una mujer de unos treinta años, delgada y desvaída, estaba ordeñando, algo apartada de los demás.
–Dicen que es varios años más joven que él –prosiguió la segunda, lanzando, asimismo, una mirada llena de intención en aquella dirección.
–¿Cuántos años le echas a él?
–Unos treinta o así.
–Más bien unos cuarenta –intervino un viejo ordeñador que estaba cerca, con un largo delantal o mandil blanco y el ala del sombrero echada hacia abajo y atada, de tal forma que parecía una mujer–. Nació antes de que se construyera la gran presa, y yo no tenía jornal de hombre cuando sacaba agua de allí.

La discusión se hizo tan acalorada que el murmullo de los chorros de leche se hizo espasmódico, hasta q una voz que salió del vientre de otra vaca gritó con autoridad.

–¡Ya está bien! ¿Qué diablos nos importa a nosotros la edad del granjero Lodge o la nueva mujer del granjero Lodge? Tendré que pagarle nueve libras al año por el alquiler de cada una de estas vacas lecheras, sea la que sea su edad o la de ella. Seguid con vuestro trabajo o se nos hará de noche antes de que hayamos terminado. Ya se está poniendo rosa el cielo.

El que así habló era el dueño de la vaquería en persona, el que daba empleo a los ordeñadores. Ya no se dijo nada más acerca de la boda del granjero Lodge en voz alta, pero la primera mujer le susurró, por debajo de la vaca, a su vecina más próxima:

–Es muy duro para ella –refiriéndose a la lechera flaca y ajada, antes mencionada.
–Oh, no –dijo la segunda–. Hace varios años que él no se habla con Rhoda Brook.

Cuando acabaron de ordeñar lavaron los cubos y los colgaron de una especie de perchero con muchos ganchos, hecho, como era de costumbre, de la rama descortezada de un roble puesta verticalmente sobre el suelo: parecía una descomunal asta de ciervo. Después, la mayoría se dispersó por diferentes direcciones hacia sus casas. Un muchacho de unos doce años recogió a la mujer delgada, que no había dicho nada, y los dos se fueron también, campo arriba. La ruta que siguieron estaba apartada de las que seguían los demás y conducía a un paraje solitario que estaba más arriba de los pastizales y no lejos de los confines del erial de Egdon, cuyo oscuro perfil podían ver en la lejanía al acercarse a casa.

–Acaban de decir en el establo que tu padre se trae mañana a casa a su joven esposa desde Anglebury –comentó la mujer–. Quiero que vayas al mercado a comprar unas cuantas cosas, y seguro que te los encontrarás.
–Sí, madre –dijo el muchacho–. Entonces, ¿se ha casado padre?
–Sí...; podrás echarle un vistazo a ella y decirme cómo es, si la ves.
–Sí, madre.
–Si es morena o rubia, y si es alta..., tan alta como yo. Y si tiene aspecto de ser una mujer que ha trabajado siempre para ganarse la vida o de una que siempre ha tenido dinero y nunca ha hecho nada, y si tiene aire de dama, como espero que tenga.
–Sí.

Treparon por la colina bajo la luz del crepúsculo y entraron en la cabaña. Los muros eran de barro; muchas lluvias habían bañado sus superficies, produciendo en ellos canalillos y depresiones que hacían invisibles las lisas fachadas originales; mientras que aquí y allá, en la barda que hacía las veces de tejado, sobresalía una viga como un hueso que asoma entre la piel. Ella se arrodilló junto a la chimenea, delante de dos matojos de turba puestos juntos con brezos en medio; los encendió y sopló las cenizas candentes hasta que la turba ardió. El resplandor iluminó sus pálidas mejillas e hizo que sus ojos oscuros, que una vez habían sido hermosos, parecieran hermosos otra vez.

–Sí –prosiguió–, mira si es morena o rubia, y si puedes, fíjate en si sus manos son blancas; si no lo son, m ira a ver si son como las de la mujer que siempre ha hecho faenas caseras únicamente, o si son manos de lechera, como las mías.

El muchacho volvió a asentir, esta vez sin prestar atención, y sin que su madre se diera cuenta de que estaba haciendo, con su navaja, una incisión en la silla con respaldo de madera de haya.

II. La joven esposa.
La carretera que va de Anglebury a Holmstoke es llana en general; pero hay un lugar en el que una brusca elevación rompe su monotonía. Los granjeros que regresan a casa desde el mercado del pueblo mencionado en primer lugar, que hacen trotar a sus caballos durante el resto del camino, les hacen ir al paso durante esta breve cuesta o pendiente.

Al día siguiente por la tarde, cuando el sol aún resplandecía, un soberbio birlocho nuevo de color limón y ruedas rojas iba por la llana carretera en dirección oeste tirado por una poderosa yegua. El conductor era un pequeño terrateniente de edad viril, pulcramente afeitado como un actor, y su rostro tenía esa tonalidad bermejo azulada que con tanta frecuencia agracia las facciones de los granjeros prósperos cuando van de vuelta a sus casas después de haber hecho un buen negocio en la ciudad. A su lado iba sentada una mujer bastantes años más joven que él –casi, de hecho, una muchacha–. También su cara tenía buen color, pero era de una calidad totalmente distinta: suave y evanescente, como la luz a través de un puñado de pétalos de rosa.

Poca gente viajaba por aquel camino, pues la carretera no era principal; y la larga faja blanca de gravilla que se extendía ante los ojos de la pareja estaba vacía excepto por una pequeña mancha en el horizonte que apenas se movía, y que al cabo de unos instantes se reveló como la figura de un muchacho, que subía a paso de caracol y miraba hacia atrás continuamente, llevando un pesado bulto que era el pretexto, si no la causa, de su dilación. Cuando los ocupantes del oscilante birlocho aminoraron la marcha al principio de la cuesta ya mencionada, el caminante estaba sólo unas pocas yardas delante de ellos. Sujetó el enorme bulto poniéndose una mano sobre la cadera y se volvió para mirar fijamente a la mujer del granjero, como si estuviera leyendo a través de ella, mientras seguía caminando, de lado junto al caballo.

El sol poniente daba de lleno en la cara de la joven, haciendo que cada rasgo, cada sombra, cada perfil, fuera claro y preciso, desde la curva de su naricilla hasta el color de sus ojos. El granjero, aunque pareció sentirse molesto por la insistente presencia del muchacho, no le ordenó que se quitara de en medio; y así el chico les fue precediendo, sin dejar nunca de escudriñar a la dama, hasta que llegaron a la cima de la elevación, donde el granjero hizo trotar a la yegua con cierta expresión de alivio en el rostro –si bien, en apariencia, no le había hecho al muchacho el menor caso.

–¡De qué manera tan fija me miraba ese pobre chico! –dijo la joven esposa.
–Sí, querida; ya me he fijado.
–Supongo que será del pueblo, ¿no?
–Es de la vecindad. Creo que vive con su madre a una o dos millas del pueblo.
–Sabe quiénes somos, ¿verdad?
–Sí, claro. Tienes que acostumbrarte a que te miren fijamente al principio, mi preciosa Gertrude.
–Ya lo estoy... aunque tal vez el pobre chico nos haya mirado con la esperanza de que le aligerásemos de su pesada carga, más que por curiosidad.
–Oh, no –dijo su marido con naturalidad–. Estos chicos del campo cargan con un quintal una vez que se lo han echado sobre la espalda; además, su fardo tenía más volumen que peso. Bueno, otra milla más y te podré mostrar nuestra casa desde lejos, si para cuando lleguemos allí no ha oscurecido demasiado.

Las ruedas siguieron girando, y las piedrecillas volvieron a saltar a su alrededor como antes, hasta que apareció en lontananza una casa blanca de grandes dimensiones, con narras y construcciones granjeras a su espalda. Mientras tanto, el muchacho había avivado el paso, y, torciendo por una vereda que estaba a milla y media de la granja blanca, ascendió en dirección a los pastos más pobres hasta llegar a la cabaña de su madre. Ella había llegado ya a casa después de su jornada de ordeño en la vaquería de las afueras y estaba lavando coles en la entrada, a la luz del crepúsculo.

–Sujeta la red un momento –dijo sin preámbulos mientras el muchacho llegaba.
Este dejó su paquete en el suelo, sujetó uno de los extremos de la red en que estaban las coles, y ella, mientras la llenaba con las hojas mojadas, añadió:
–Bueno, ¿la has visto?
–Sí; perfectamente.
–¿Parece una dama?
–Sí; y más. Una verdadera dama.
–¿Es joven?
–Bueno, ya está crecida y tiene bastante aire de mujer.
–Por supuesto. ¿De qué color tiene el pelo y la cara?
–El pelo es claro, y su cara es tan bonita como la de una muñeca de carne y hueso.
–Entonces, ¿no tiene los ojos castaños, como los míos?
–No, son de un tono azulado, y la boca es muy linda y roja; y cuando sonríe se le ven unos dientes muy blancos.
–¿Es alta? –dijo la mujer bruscamente.
–No lo pude ver. Estaba sentada.
–Pues entonces irás mañana por la mañana a la iglesia de Holmstoke; seguro que ella estará allí. Ve pronto y fíjate cuando entre, y vienes a casa a decirme si es más alta que yo.
–Muy bien, madre. Pero, ¿por qué no vas tú y así lo ves por ti misma?
–¿Yo, ir a verla? No la miraría ni aunque fuera a pasar por delante de mi ventana en este mismo instante. Iba con el señor Lodge, por supuesto. ¿Qué te dijo o qué hizo él?
–Lo mismo que de costumbre.
–¿No prestaste la menor atención?
–Ninguna.

Al día siguiente la madre le puso al muchacho una camisa limpia y le hizo ir a la iglesia de Holmstoke. El chico llegó al antiguo y pequeño edificio de piedra cuando estaban abriendo las puertas, y fue el primero en entrar. Cogió un asiento cerca de la pila bautismal y observó la entrada en fila de todos los feligreses. El acomodado granjero Lodge llegó de los últimos; y su joven esposa, que le acompañaba, atravesó el pasillo con la timidez natural en una mujer recatada que aparecía allí por primera vez. Como todas las demás miradas se posaron en ella, la del mozalbete pasó esta vez desapercibida. Cuando llegó a casa su madre le dijo, antes de que hubiera entrado en la habitación:

–¿Y bien?
–No es alta. Es más bien baja –respondió él.
–¡Ah! –dijo la madre con satisfacción.
–Pero es muy bonita. Mucho. En realidad es guapísima. –La juvenil fragancia de la esposa del hacendado había, evidentemente, causado sensación hasta en la naturaleza algo tosca del muchacho.
–Eso es todo lo que quiero saber –dijo su madre rápidamente–. Ahora pon el mantel. La liebre que atrapaste con alambres está muy tierna; pero ándate con cuidado, no te vaya a pescar alguien. No me has dicho nunca cómo son sus manos.
–Nunca se las he visto. No se ha quitado nunca los guantes.
–¿Qué llevaba puesto esta mañana?
–Un sombrerito blanco y un vestido plateado. Crujía y silbaba tanto al rozar los bancos de la iglesia que la dama se puso más colorada que nunca de pura vergüenza que le daba el ruido, y tiró del vestido hacia M. para evitar que rozara; pero cuando se sentó, el vestido crujió más que nunca.

El señor Lodge parecía estar complacido, y le asomaba el chaleco, y sus enormes sellos dorados le colgaban como si fuera un lord; pero ella parecía estar deseando que su ruidoso vestido estuviera en cualquier parte menos en ella.

–¿Ella? ¡No! Bueno, con eso basta por hoy.

El muchacho continuó haciendo estas descripciones de la pareja de recién casados, a petición de su madre, de vez en cuando: cada vez que tenía algún encuentro fortuito con ellos. Pero Rhoda Brook, aunque podría haber visto con facilidad a la joven señora Lodge con sólo haber recorrido un par de millas, nunca había tratado de hacer una excursión hasta las cercanías de la granja. Ni tampoco hablaba jamás, mientras ordeñaba a diario en el establo de la segunda granja de Lodge, en las afueras, del tema del nuevo matrimonio. El dueño de la vaquería, que le alquilaba las vacas a Lodge y conocía a la perfección la historia de la lechera de elevada estatura, siempre impedía, con varonil gentileza, que los cotilleos del establo importunasen a Rhoda. Pero el ambiente estaba impregnado de aquel tema durante los primeros días de la llegada de la señora Lodge; y Rhoda Brook, a través de las descripciones de su chico y de las palabras que oía al azar en boca de los demás ordeñadores, pudo reconstruir una imagen de la inocente señora Lodge tan real como una fotografía.

III. Una visión.
Una noche, dos o tres semanas después del regreso nupcial, cuando su hijo ya se había acostado, Rhoda permaneció sentada durante largo rato junto a las cenizas del fuego de la turba. Estaba frente a ellas, las había estado atizando para apagarlas, y ahora contemplaba con tanta intensidad; por encima de los rescoldos, a la recién casada tal y como se le presentaba en su imaginación que se olvidó del tiempo. Finalmente, cansada por el trabajo del día, se retiró también. Pero la figura que tanto la había obsesionado durante aquel día y los anteriores no iba a verse desterrada durante la noche. Por primera vez Gertrude Lodge visitó en sueños a la mujer que había suplantado. Rhoda Brook soñó –pues sus afirmaciones de que realmente la había visto, antes de quedarse dormida, no iban a ser creídas– que la joven esposa, con su pálido vestido de seda y su sombrerito blanco, pero con las facciones espantosamente desfiguradas y arrugadas como por la edad, estaba sentada encima de su tórax mientras ella yacía dormida en la cama. La presión del cuerpo de la señora Lodge se hizo mayor; los azules ojos observaban cruel y furtivamente el rostro de Rhoda; y entonces la figura extendió su mano izquierda en un gesto de burla, como para hacer que el anillo de casada que llevaba puesto centelleara ante los ojos de Rhoda. La mujer dormida, enloquecida mentalmente y casi asfixiada por la presión forcejeó; el personaje de la pesadilla, mirándola todavía, se retiró hasta los pies de la cama, sólo, sin embargo, para volver a aproximarse poco a poco, ocupar de nuevo su lugar y hacer brillar su mano izquierda como antes.

Anhelando en busca de aire, Rhoda, en un último esfuerzo desesperado, sacó su mano derecha, agarró por su entrometido brazo izquierdo al espectro que le hacía frente y lo hizo rodar hasta el suelo mientras se levantaba rápidamente con un grito sofocado.

–¡Oh, Dios misericordioso! –gritó, empapada de sudor frío, sentándose en el borde de la cama–; ¡no ha sido un sueño... ella estaba aquí!

Aún podía sentir el brazo de su antagonista mientras lo agarraba: parecía en verdad de carne y hueso. Miró hacia el suelo, al lugar al que había hecho rodar al espectro, pero no vio nada, no había nada. Rhoda Brook no volvió a dormirse aquella noche, y al ir a ordeñar a la mañana siguiente todos advirtieron cuán pálida y ojerosa estaba. La leche que extraía caía en el cubo temblorosa; ni siquiera su mano se había tranquilizado todavía, y aún conservaba el tacto del brazo. Volvió a casa para desayunar tan cansada como si hubiera sido la hora de cenar.

–¿Qué fue ese ruido que hubo esta noche en tu cuarto, madre? –le preguntó su hijo–. ¿Te caíste de la cama?
–¿Oíste caer algo? ¿A qué hora?
–Justo cuando el reloj estaba dando las dos.

Ella no se lo pudo explicar, y cuando hubieron terminado de desayunar, Rhoda se puso a hacer sus quehaceres domésticos en silencio, ayudada por el muchacho, pues éste detestaba ir al campo, a las granjas, y ella era indulgente con sus aversiones. Entre las once y las doce oyó que alguien abría la portezuela del jardín y levantó la mirada hasta la ventana. A la entrada del jardín, pasada ya la portezuela, estaba la mujer de la visión. Rhoda se quedó traspuesta.

–¡Ah, dijo que vendría! –exclamó el muchacho, al reparar también en ella.
–¿Dijo eso? ¿Cuándo? ¿Cómo nos conoce?
–La vi y hablé con ella. Hablé con ella ayer.
–Te tengo dicho –dijo la madre enrojeciendo de indignación– que nunca hables con nadie de esa casa, y que no vayas por allí.
–Yo no le hablé hasta que ella me habló. Y no fui por allí. Me la encontré en la carretera.
–¿Qué le dijiste?
–Nada. Ella me dijo: «¿No eres tú el pobre chico que tenía que llevar aquel pesado bulto desde el mercado?», y me miró las botas, y dijo que no conservarían secos mis pies si llovía, porque estaban muy agrietadas. Le dije que vivía con mi madre y que nos daba bastante quehacer mantenernos, y así fue todo; y ella dijo entonces: «Iré a tu casa y te llevaré unas botas mejores, y veré a tu madre.»

Da cosas a la gente de los prados vecinos. La señora Lodge estaba ya al lado de la puerta –no con seda, como Rhoda había soñado en su alcoba, sino con un sombrero de mañana y un vestido ligero de tela corriente, que le sentaba mejor que la seda–. Llevaba una cesta colgada del brazo. La impresión que le quedaba de la experiencia nocturna era todavía fuerte. La Brook casi había esperado ver las arrugas, el desprecio y la crueldad en el rostro de la visita. Habría escapado del encuentro, si la huida hubiera sido posible. Pero no había puerta trasera en la cabaña, y unos instantes después el muchacho había levantado el picaporte ante la suave llamada de la señora Lodge.

–Veo que he venido a la casa indicada –dijo ésta, mirando al chico y sonriendo–. Pero no he estado segura hasta que has abierto tú la puerta.

La figura y los movimientos eran los del fantasma; pero su voz era tan indescriptiblemente dulce, su mirada tan encantadora, su sonrisa tan tierna, tan distinta de la del visitante nocturno de Rhoda, que ésta apenas podía creer en la evidencia que le mostraban sus sentidos. Se alegró sinceramente de no haberse escondido por pura aversión, como se había sentido inclinada a hacer. La señora Lodge traía en su cesta el par de botas que le había prometido al muchacho y otras prendas de vestir de utilidad. Ante esta demostración de buenos sentimientos hacia ella y los suyos, el corazón de Rhoda le hizo amargos reproches. Aquella joven inocente tenía que recibir su bendición y no su maldición.

Cuando se marchó pareció que una luz se había ido del lugar. Dos días después volvió para saber si las botas eran del número adecuado; y, antes de que pasaran dos semanas desde ese día, hizo otra visita a Rhoda. En esta ocasión el muchacho no estaba.

–Ando mucho –dijo la señora Lodge–, y su casa es la más cercana fuera de nuestro distrito. Espero que se encuentre usted bien. No tiene muy buen aspecto.

Rhoda le dijo que se encontraba bastante bien; y, en efecto, aunque era la más pálida de las dos, había más fuerza y más resistencia en sus bien dibujadas facciones y en su cuadrado esqueleto que en la joven mujer de suaves mejillas que estaba frente a ella. La conversación se hizo bastante confidencial en lo referente a las fuerzas y flaquezas de ambas; y cuando la señora Lodge ya se iba, Rhoda dijo:

–Espero que no le siente mal el aire de por aquí, señora, y que no le haga daño la humedad de los pastizales.
La más joven contestó que no se preocupara por ello, ya que su salud era buena por lo general.
–Aunque, ahora que me acuerdo –añadió–, tengo una pequeña dolencia que me tiene perpleja. No es nada grave, pero no lo puedo entender.

Se descubrió la mano y el brazo izquierdos; y la forma de éste se apareció ante la vista de Rhoda como el exacto original del miembro que había contemplado y agarrado en su sueño. Sobre la superficie rosa y redondeada del brazo había unas débiles señales de un color malsano, como producidas por un agarrón brutal. Los ojos de Rhoda parecieron quedarse clavados en las manchas; se le antojó que discernía en ellas las huellas de sus propios cuatro dedos.

–¿Cómo sucedió? –dijo de manera lacónica.
–No puedo decírselo –contestó la señora Lodge, negando con la cabeza–. Una noche, cuando estaba profundamente dormida, soñando que estaba lejos, en algún lugar extraño, sentí un dolor repentino ahí, en el brazo, tan agudo que me despertó. Debo de haberme dado un golpe durante el día, supongo, aunque no recuerdo habérmelo dado. –Y añadió, riéndose: Le digo a mi marido que parece como si él hubiera tenido un arrebato de cólera y me hubiera pegado ahí. ¡Oh, supongo que desaparecerá pronto!
–¡Ja, ja! Sí... ¿Y qué noche sucedió?
La señora Lodge pensó, y dijo que haría dos semanas al día siguiente.
–Cuando me desperté no podía recordar dónde estaba –añadió–; hasta que el reloj, que en aquel momento estaba dando las dos, me lo recordó.

Había mencionado la noche y la hora del encuentro de Rhoda con el espectro, y la Brook sintió un escalofrío de culpabilidad. El mero descubrimiento la sobrecogió; no razonó acerca de los caprichos del azar, y todas las circunstancias de aquella horrible noche volvieron a su mente con redoblada intensidad.

–Oh ¿es posible –se dijo a sí misma cuando su visita hubo partido– que yo ejerza un poder maligno sobre la gente en contra de mi propia voluntad?

Sabía que desde que había caído en desgracia se la había llamado bruja a sus espaldas; pero como nunca había comprendido por qué razón se le había atribuido aquel estigma en particular no había hecho ningún caso. ¿Podría ser aquello la explicación? ¿Habrían sucedido alguna vez, antes, cosas como aquélla?

IV. Una sugerencia.
El verano se aproximaba, y Rhoda Brook casi temía volver a ver a la señora Lodge, aun cuando sus sentimientos por la joven esposa estaban muy próximos al cariño. Algo en su interior parecía declararla culpable de un crimen. Pero la fatalidad dirigía a veces sus pasos hacia las inmediaciones de Holmstoke: cada vez, de hecho, que salía de casa con otra intención que la de ir al trabajo diario; y así ocurrió que su siguiente encuentro tuvo lugar en la calle. Rhoda no pudo evitar sacar el tema que tanto le había ofuscado, y tras las primeras frases de cortesía balbuceó:

–Espero que su... brazo esté ya bien, señora. –Había advertido con consternación que Gertrude Lodge llevaba yerto el brazo izquierdo.
–No; no está nada bien. De hecho, no está mejor en absoluto; está bastante peor. A veces me duele terriblemente.
–Tal vez lo mejor sería que fuera usted a ver a un médico, señora.

Ella contestó que ya había ido a ver a un médico. Su marido había insistido en que fuera a uno. Pero el cirujano no parecía haber entendido en absoluto la aflicción del miembro; le había dicho que lo bañara en agua caliente, y ella lo había bañado, pero el tratamiento no había servido de nada.

–¿Me deja verlo? –dijo la lechera.

La señora Lodge se subió la manga y descubrió el lugar, que estaba a unas pocas pulgadas de la muñeca. Tan pronto como lo vio, Rhoda apenas si puso guardar la compostura. No tenía ningún aspecto de herida, sino que el brazo, a aquella altura, tenía un aire marchito, y la huella de los cuatro dedos aparecía más clara que la vez anterior. Además, a Rhoda se le antojó que estaban impresos precisamente en la misma posición que sus propios dedos habían tenido al agarrar el brazo durante el trance: el primero cerca de la muñeca de Gertrude y el cuarto cerca del codo. La semejanza de la señal parecía haber afectado a la misma Gertrude desde su último encuentro.

–Casi parecen huellas de dedos –dijo; y añadió con una débil risa–: Mi marido dice que es como si alguna bruja, o el diablo en persona, me hubiera cogido por ahí y hubiera podrido la carne.
Rhoda sintió un escalofrío.
–Eso son imaginaciones –dijo apresuradamente–. Yo de usted no haría caso.
–No le haría tanto caso –dijo la más joven, con un titubeo– si no tuviera la sensación de que hace que mi marido... me aborrezca... no, me quiera menos. Los hombres piensan tanto en el aspecto físico.
–Algunos sí... él, por ejemplo.
–Sí; y estaba muy orgulloso de mí al principio. –Mantenga el brazo tapado ante su vista.
–Ah... ¡él sabe que la desfiguración está allí! –Trató de ocultar las lágrimas que asomaban a sus ojos.
–Bueno, señora, espero de veras que desaparezca pronto.

Y así la mente de la lechera se vio nuevamente encadenada a aquel tema, al volver a casa, por una especie de horrible encantamiento. La sensación de ser culpable de un acto de perversión aumentó, por mucho que hiciera para ridiculizar sus supersticiones. En el fondo de su corazón Rhoda no se oponía enteramente a una ligera disminución de la belleza de su sucesora, hubiera aquélla tenido lugar por los medios que fuera: pero no deseaba infligirle dolor físico. Porque, aun cuando aquella bonita mujer había hecho imposible que Lodge reparara de alguna forma su pasada conducta para con ella, cualquier cosa que se pareciera al resentimiento por aquella inconsciente usurpación había desaparecido por completo de la mente de la mayor de las dos mujeres. ¿Qué pensaría la dulce y gentil Gertrude si tuviera conocimiento, tan sólo, de la escena del sueño del dormitorio? No hablarle de aquello le parecía a Rhoda una traición a la amistad existente entre ambas; pero no podía decírselo espontáneamente... y tampoco podía inventar un remedio.

Reflexionó acerca del asunto durante la mayor parte de la noche; y al día siguiente, después del ordeño matinal, se puso en camino con el fin de ver nuevamente a Gertrude –si podía–, atraída hacia ella por una horrible fascinación. Mientras vigilaba la casa a cierta distancia, pudo discernir, al cabo de un rato de estar allí, a la mujer del granjero cabalgando a solas, probablemente para reunirse con su marido en algún campo alejado. La señora Lodge la vio, y fue en su dirección a medio galope.

–¡Buenos días, Rhoda! –dijo Gertrude al llegar junto a ella–. Iba a hacerte una visita.
Rhoda notó que la señora Lodge sujetaba las riendas con cierta dificultad.
–Espero que... el brazo malo... –dijo Rhoda.
–Me han dicho que tal vez haya un medio de averiguar la causa, y por tanto quizá también de hallar el remedio –contestó la otra con excitación–. Hay que ir a ver a un hombre muy habilidoso del erial de Egdon. No sabían si vive todavía... y no puedo acordarme de su nombre en este momento; pero me dijeron que tú sabías más acerca de sus movimientos que ninguna otra persona de por aquí, y que me podrías decir si aún se le pueden hacer consultas. Dios mío, ¿cómo se llamaba? Tú lo tienes que saber.
–No será el brujo Trendle, ¿verdad? –dijo su delgada interlocutora, empalideciendo.
–Trendle... eso es. ¿Vive todavía?
–Creo que sí –dijo Rhoda a regañadientes.
–¿Por qué le llamas el brujo?
–Bueno... se dice... solía decirse que era un... que tenía poderes que la demás gente no tiene.
–Oh, ¡cómo ha podido mi gente ser tan supersticiosa como para recomendarme a un hombre de esos! Creí que se referían a un médico. No pensaré más en ello.

Rhoda pareció sentirse aliviada, y la señora Lodge reanudó su paseo a caballo. La lechera se había dado cuenta en su interior, desde el momento en que oyó que se la mencionaba como intermediaria de aquel hombre, de que los trabajadores de la granja habían insinuado sarcásticamente que una hechicera conocería el paradero del exorcista. Sospechaban de ella, entonces. Poco tiempo antes esto no habría sido motivo de preocupación para una mujer de sentido común como ella. Pero ahora tenía una obsesionante razón para ser supersticiosa; y la embargó un repentino temor a que aquel brujo Trendle pudiera mencionarla como el influjo maligno que estaba marchitando la inmaculada persona de Gertrude, y a que, en consecuencia, esto pudiera hacer que su amiga la odiara para siempre y la tratara como a un demonio con forma humana. Pero no todo había terminado. Dos días después apareció una sombra en la forma de la ventana, proyectada en el suelo de Rhoda Brook por el sol de la tarde. La mujer abrió la puerta inmediatamente, casi sin aliento.

–¿Estás sola? –dijo Gertrude. No parecía menos atormentada y ansiosa que la misma Brook.
–Si –dijo Rhoda.
–La mancha de mi brazo parece que está peor y me inquieta –prosiguió la joven esposa del granjero–. ¡Es tan misteriosa! Espero que no sea una herida incurable. He estado pensando otra vez en lo que me dijeron acerca del brujo Trendle. Realmente no creo en esos hombres, pero no me importaría hacerle una visita, por curiosidad... aunque bajo ninguna circunstancia debe enterarse mi marido. ¿Está lejos el lugar donde vive?
–Sí... a cinco millas –dijo Rhoda de mala gana–. En el corazón de Egdon.
–Bueno, pues tendré que andar. ¿No podrías venir conmigo para enseñarme el camino... Digamos mañana por la tarde?
–Oh, yo no; es decir... –murmuró la lechera, a punto de desfallecer. De nuevo la embargó el temor a que algo que tuviera que ver con su bárbara acción del sueño fuera revelado y a que su figura se desplomara sin remisión a los ojos de la amiga más beneficiosa que había tenido nunca.

La señora Lodge insistió, y Rhoda, finalmente, asintió, si bien con mucho recelo. Triste como iba a ser el viaje para ella, no podía, de manera consciente, poner dificultades en el camino de un posible remedio para la extraña aflicción de su protectora. A fin de evitar que se sospechara su místico propósito, decidieron encontrarse a la entrada del erial, en el rincón de un plantío que se podía ver desde el lugar que ellas ocupaban ahora.

V. El brujo Trendle.
Al día siguiente, por la tarde, Rhoda habría hecho cualquier cosa para eludir aquel compromiso. Pero había prometido ir. Además, sentía en algunos momentos una horrible fascinación por convertirse en el instrumento que arrojara sobre su propia persona una luz que podría revelar que, en el mundo de lo desconocido, Rhoda Brook era algo más grande de lo que ni ella misma había sospechado nunca.

Partió justo antes de la hora que habían acordado, y al cabo de treinta minutos de paso veloz se encontró en la extensión sudoriental –donde estaba el plantío de abetos– del erial de Egdon. Una delicada figura envuelta en una capa y un velo estaba allí ya. Rhoda comprobó, casi con un estremecimiento, que la señora Lodge llevaba el brazo en cabestrillo. Cruzaron muy pocas palabras e inmediatamente se pusieron en marcha en su escalada hacia el interior de esta región solemne, mucho más alta que el fértil terreno aluvial que habían dejado atrás media hora antes. El paseo era largo; las espesas nubes oscurecían la atmósfera, a pesar de que todavía era sólo prima tarde; y el viento aullaba lúgubremente sobre los desniveles del erial (acaso el mismo erial que contempló la agonía del rey de Wessex, Ina, conocido como Lear por la posteridad). Gertrude Lodge era la que más hablaba de las dos, y Rhoda respondía con monosílabos que denotaban su preocupación. Le daba una extraña repugnancia caminar a la izquierda de su acompañante, donde colgaba el brazo afligido, y se cambiaba al otro cada vez que, sin darse cuenta, se encontraba junto a él. Sus pies habían rozado ya mucho brezo cuando descendieron hasta un camino de carretas, al lado del cual estaba la casa del hombre que buscaban.

Este no practicaba abiertamente sus experimentos terapéuticos y tampoco se ocupaba en absoluto de la continuidad de los mismos, pues sus principales ingresos provenían del tráfico de retama, turba, «arena menuda» y otros productos locales. Afectaba, de hecho, no creer demasiado en sus propios poderes, y cuando, por ejemplo, verrugas que le habían sido enseñadas para que las curase desaparecían milagrosamente –lo cual, ha de reconocerse, sucedía de manera infalible–, él decía con ligereza: «Oh, pero si lo único que hice fue beberme un vaso de grog por ellas a tu costa: quizá sea todo una casualidad», y acto seguido cambiaba de tema.

Estaba en casa cuando ellas llegaron, y en realidad ya las había visto descender hasta el valle. Era un hombre de barba gris, cara rojiza, y miró a Rhoda de una forma singular desde el primer momento en que la vio. La señora Lodge le contó su problema; y entonces, con unas palabras de descrédito hacia sí mismo, examinó el brazo.

–La medicina no lo puede curar –dijo inmediatamente–. Esto es obra de un enemigo.
Rhoda se encogió y retrocedió.
–¿Un enemigo? ¿Qué enemigo? –preguntó la señora Lodge.
Él hizo un gesto de negación con la cabeza.
–Eso lo tiene usted que saber mejor que yo –dijo–. Si quiere, puedo mostrarle a la persona, aunque yo no sabré quién es. No puedo hacer más; y no me gusta hacer esto.

Ella le apremió; ante lo cual él le dijo a Rhoda que esperara fuera, donde estaba, y llevó a la señora Lodge al cuarto. La puerta daba directamente a él; y, al quedar entornada, Rhoda Brook pudo ver los manejos sin tomar parte en ellos. El hombre tomó un vaso del aparador, lo llenó casi hasta el borde de agua y, cogiendo un huevo, lo preparó, en secreto, de alguna forma; hecho lo cual lo partió contra el borde del vaso de tal manera que la clara cayera dentro y la yema se quedara fuera. Como oscurecía, cogió el vaso con su contenido y lo llevó hasta la ventana, y le dijo a Gertrude que mirara de cerca la mezcolanza. Se inclinaron juntos sobre la mesa, y la lechera pudo ver el color opalino del fluido del huevo cambiando de forma al sumergirse en el agua. Pero no estaba lo bastante cerca para ver la forma que adquiría.

–¿Ve cierto parecido con algún rostro o figura? –le preguntó el brujo a la joven.
Ella susurró una respuesta en un tono tan bajo que resultó inaudible para Rhoda, y siguió mirando intensamente dentro del vaso. Rhoda dio media vuelta y se alejó unos pasos. Cuando la señora Lodge salió, y la luz le dio en la cara, ésta tenía un color excesivamente pálido –tan pálido como el de la cara de Rhoda– en contraste con las tristes y oscuras sombras de la vegetación de aquel elevado terreno. Trendle cerró la puerta tras ellas, y las dos se pusieron juntas en camino, hacia casa. Pero Rhoda advirtió que su acompañante estaba muy cambiada.

–¿Le ha cobrado mucho? –preguntó, a modo de tanteo.
–Oh, no, nada. No cogió ni un cuarto de penique –dijo Gertrude.
–¿Y qué es lo que ha visto usted? –inquirió Rhoda.
–Nada que... de lo que valga la pena hablar. –La contrición de su actitud era considerable; la expresión de su rostro era tan rígida que le daba un aspecto envejecido, que débilmente sugería la expresión del sueño de Rhoda.
–¿Fuiste tú quien primero propuso venir aquí? –preguntó de repente la señora Lodge después de un largo silencio–. ¡Qué curioso, si así fue!
–No fue así. Pero no lamento que hayamos venido, después de todo –respondió la otra. Por primera vez una sensación de triunfo se apoderó de ella, y no lamentó, en conjunto, que aquella joven que marchaba a su lado se hubiera enterado de que sus vidas se habían visto enemistadas por otras influencias, ajenas a sus respectivas voluntades.

No se aludió más al tema durante el largo y pesado recorrido de vuelta. Pero, de alguna forma, aquel invierno se susurró, en la tierra baja de las muchas granjas, una historia que decía que la pérdida gradual del uso del brazo izquierdo de la señora Lodge se debía al «mal de ojo» que le había hecho Rhoda Brook. Esta se guardó su propia opinión acerca del personaje de la pesadilla, pero su rostro se fue haciendo más triste y delgado; y durante la primavera ella y su hijo desaparecieron de las inmediaciones de Holmstoke.

VI. Una segunda tentativa.
Media docena de años pasaron, y la experiencia matrimonial del señor y la señora Lodge se hundió en el prosaísmo y en otras cosas peores. El granjero estaba por lo general meditabundo y callado; la mujer que había cortejado por su gracia y belleza tenía deformado y desfigurado el brazo izquierdo; además, no le había dado hijos, lo que hacía probable que él fuera el último descendiente de una familia que había habitado en el valle durante cerca de doscientos años. Pensaba en Rhoda Brook y su hijo; y temía que todo aquello pudiera ser un castigo del cielo caído sobre él. La una vez jovial y sensata Gertrude se estaba convirtiendo en una mujer irritable y supersticiosa, que dedicaba todo su tiempo a experimentar con el primer remedio de curandero que se le cruzara en el camino con el fin de acabar con su dolencia. Se sentía sinceramente ligada a su marido, y en secreto estaba siempre esperando, desesperadamente, reconquistar de nuevo su corazón si recobraba parte, al menos, de su belleza personal. El resultado era que su armario estaba lleno de botellas, cacharros y frascos de ungüentos de todo tipo –qué digo, de manojos de hierbas medicinales, amuletos y libros de magia negra, que en sus tiempos de colegiala había ridiculizado considerándolos tonterías.

–Ojalá te envenenes algún día con esas pócimas de hechicero y esos mejunjes de bruja –decía su marido cuando su vista recaía por casualidad sobre la numerosa formación.
Ella no contestaba, pero volvía hacia él su triste, dulce mirada de angustioso reproche, y entonces él parecía arrepentirse de sus palabras y añadía:
–Ya sabes que sólo lo digo por tu bien, Gertrude.
–Me desharé de todo el lote y lo destruiré –decía ella con sequedad–, ¡y no volveré a probar estos remedios!
–Necesitas alguien que te alegre –observaba él–. Una vez pensé en adoptar a un muchacho; pero ahora es demasiado mayor. Y no sé dónde está.

Ella adivinaba a quién se refería; porque con el paso de los años había llegado a saber la historia de Rhoda Brook; pero nunca había cruzado con su marido ni una sola palabra acerca del tema. Ni tampoco le había hablado jamás de su visita al brujo Trendle ni de lo que aquel solitario hombre de los brezos le había revelado, o ella pensaba que le había revelado. Tenía ella ahora veinticinco años; pero parecía mayor.

–Seis años de matrimonio y sólo unos pocos meses de amor –murmuraba a veces para sí. Y entonces pensaba en la causa evidente, y se decía, echándole una trágica mirada a su descarnado miembro–: ¡Ojalá pudiera volver a ser como era la primera vez que él me vio!

Obediente destruyó sus panaceas y amuletos; pero quedó un anhelante deseo de probar algo más: algún otro tipo de remedio. No había vuelto a visitar a Trendle desde que Rhoda, en contra de su propia voluntad, la había llevado a la casa del solitario; pero ahora, de pronto, a Gertrude se le ocurrió que podía dirigirse de nuevo, en un último esfuerzo desesperado por librarse de aquella aparente maldición, a aquel hombre, si aún vivía. Había que concederle un cierto crédito, porque la forma indistinta que había hecho surgir del vaso se había sin duda asemejado a la única mujer del mundo que –como sabía ahora, aunque no entonces– podía tener un motivo para guardarle rencor.

Debía hacer aquella visita. Esta vez fue sola; estuvo a punto de perderse en el erial y erró, apartada de su camino, durante un trecho considerable. Por fin llegó, sin embargo, a casa de Trendle: no estaba dentro, y Gertrude, en vez de esperarle en la cabaña, fue, al verle desde lejos, hasta el lugar en que se encontraba su figura agachada, trabajando. Trendle se acordaba de ella, y, dejando en el suelo el puñado de raíces de retama que estaba juntando y amontonando, se ofreció a acompañarla de regreso a casa, ya que la distancia era considerable y los días eran cortos. Así, pues, caminaron juntos, la cabeza de él inclinada, mirando al suelo, y su figura del mismo color que la tierra.

–Usted puede curar verrugas y otras excrecencias, lo sé –dijo ella–; ¿por qué no puede curar esto? –y se destapó el brazo.
–Cree usted demasiado en mis poderes –dijo Trendle–, y yo, además, ya estoy viejo y débil. No, no; es demasiado para mí el intentarlo personalmente. ¿Qué ha probado?
Ella enumeró algunos de los cientos de medicamentos y antídotos que había tomado de vez en cuando. Él hizo un gesto de negación con la cabeza.
–Algunos eran bastante buenos –dijo con aprobación–; pero no mucho para una cosa como ésta.
Esto tiene la naturaleza de un... marchitamiento, no la naturaleza de una herida; y si se le quita alguna vez, no será poco a poco, sino todo de una vez.
–¡Si supiera cómo!
–Sólo conozco una forma de hacerlo posible. Nunca ha fallado en aflicciones semejantes... Que yo sepa. Pero es duro de llevarse a cabo, y en especial para una mujer.
–¡Dígame cuál es! –exclamó ella.
–Tiene que tocar con el brazo el cuello de un hombre que haya sido ahorcado.
Ella dio un pequeño respingo ante la imagen que él había sugerido.
–Antes de que esté frío... inmediatamente después de que hayan cortado la soga y lo hayan bajado –prosiguió el brujo, impasible.
–¿Cómo puede eso hacer algún bien?
–Transformará la sangre y cambiará la constitución. Pero, como digo, hacerlo es muy duro. Debe usted ir a la cárcel cuando haya una ejecución, y esperar a que bajen el cuerpo del patíbulo. Muchos lo han hecho, aunque no tal vez mujeres tan bonitas como usted. Solía enviar a docenas con enfermedades de la piel. Pero aquello fue en otros tiempos. El último que envié fue en el año trece, hace ya casi doce.

No tenía nada más que decirle; y, tras depositarla en una senda que llevaba a casa directamente, dio media vuelta y se marchó, rehusando aceptar ningún dinero, como en la primera ocasión.

VII. Un recorrido a caballo.
Aquella revelación se afincó en las profundidades de la mente de Gertrude. Su carácter era más bien tímido; y, probablemente, de entre todos los remedios que el mago blanco pudiera haber sugerido, no había ninguno que le produjera tanta aversión como éste, sin contar con los enormes obstáculos que encontraría en el camino de su realización.

Casterbridge, la ciudad del condado, estaba a doce o quince millas; y aunque en aquellos tiempos; en que se ejecutaba a la gente por robar caballos, provocar incendios y desvalijar las casas, rara vez pasaba una sesión del tribunal de justicia en la que no hubiera una ahorcamiento, no era probable que ella pudiera tener acceso al cadáver del criminal sin ningún tipo de ayuda. Y el miedo a la cólera de su marido hacía que no se atreviera a decir, ni a él ni a nadie que tuviera que ver algo con él, ni una palabra acerca de la sugerencia de Trendle. No hizo nada durante meses, y llevó con resignación, como antes, su deformidad. Pero su naturaleza de mujer, que anhelaba la reconquista del amor mediante la reconquista de la belleza (sólo tenía veinticinco años), estaba siempre incitándola a probar lo que, en cualquier caso, difícilmente podría hacerle daño alguno. «Lo que vino con un hechizo se irá seguramente con un hechizo», se decía. Cada vez que su imaginación le presentaba el hecho, ella se estremecía de horror ante la mera posibilidad de llevarlo a la práctica: entonces las palabras del brujo «transformará la sangre» se aparecían, susceptibles de una interpretación no menos científica que espectral; el imperioso deseo retornaba, y de nuevo la apremiaba.

En aquella época no había más que un solo periódico en el condado y el marido de Gertrude sólo lo adquiría de vez en cuando. Pero aquellos tiempos anticuados tenían sus anticuados medios de difusión, y las noticias se transmitían ampliamente de viva voz, de mercado en mercado, o de feria en feria; de modo que, cada vez que un acontecimiento de la importancia de una ejecución iba a tener lugar, pocos, dentro de un radio de veinte millas, dejaban de enterarse de que iba a haber un buen espectáculo; y, sólo en lo que se refería a Holmstoke, se sabía de algunos entusiastas que habían recorrido el camino hasta Casterbridge y habían vuelto en un solo día, con el único fin de ser testigos del espectáculo. Las próximas sesiones del tribunal de justicia eran en marzo; y cuando Gertrude se enteró de que ya se habían celebrado, fue a escondidas a la posada, a preguntar por el resultado, en cuanto pudo encontrar una ocasión.

Era, sin embargo, demasiado tarde. La hora de que se cumplieran las sentencias había llegado ya, y hacer el viaje y conseguir tener acceso a la prisión en un plazo tan corto requería, por lo menos, la ayuda de su marido. No se atrevió a decírselo, pues sabía, por delicada experiencia, que la sola mención de aquellas ocultas creencias de aldea le enfurecían, en parte porque él mismo las tomaba en consideración. Había, por tanto, que esperar otra oportunidad.

Su decisión se vio reafirmada al enterarse de que dos niños epilépticos de la misma aldea de Holmstoke habían acudido, muchos años antes, con resultados beneficiosos, aunque el experimento había sido severamente condenado por el clero de la vecindad. Pasó abril, mayo, junio; y no es una exageración decir que hacia el final del último mes mencionado Gertrude casi anhelaba la muerte de un semejante. En lugar de las obligadas oraciones de cada noche, su inconsciente oración era: «Oh, Señor, ¡ahorca pronto a alguien, sea culpable o inocente!»

Esta vez hizo antes sus indagaciones y fue mucho más sistemática en sus preparativos. Además, la estación era verano, entre el henaje y la cosecha, y su marido, durante la temporada de inactividad que atravesaba gracias a esto, se tomaba de vez en cuando algunos días de vacaciones fuera de casa. Las sesiones del tribunal eran en julio, y fue a la posada como la vez anterior. Iba a haber una ejecución –sólo una– por un delito de incendio. Su mayor problema no era ahora cómo llegar hasta Casterbridge, sino qué medios debería emplear para conseguir acceso a la prisión. Aunque el acceso para aquella clase de fines nunca había sido denegado en otros tiempos, la costumbre había caído en desuso; y al sopesar las posibles dificultades con que se encontraría, estuvo otra vez a punto de verse impelida a recurrir a su marido.

Pero cuando le sondeó acerca de las sesiones del tribunal de justicia él se mostró tan poco comunicativo, tan frío –más que de costumbre–, que ella no continuó y decidió que, hiciera lo que hiciese, lo haría sola. La fortuna, adversa hasta entonces, se mostró inesperadamente favorable. El jueves que precedía al sábado fijado para la ejecución, Lodge le comunicó que pensaba ausentarse otros dos o tres días por una cuestión de negocios relacionada con una feria, y que lamentaba no poder llevarla con él. Ella exteriorizó en esta ocasión tal presteza a quedarse en casa que él la miró con sorpresa. En otro tiempo se habría mostrado profundamente decepcionada por perderse la excursión. Pero él volvió a sumirse en su acostumbrada taciturnidad, y el día mencionado partió de Holmstoke. Ahora le tocaba a ella. Al principio había pensado ir en carro, pero después de reflexionar juzgó que no le convenía, ya que aquello la obligaría a mantenerse dentro de la carretera principal, multiplicando así por diez el riesgo de que su horripilante misión fuera descubierta. Decidió ir a caballo y eludir así la trillada senda, aun cuando no había en los establos de su marido, en aquellos momentos, ningún animal que pudiera considerarse, por mucho esfuerzo de imaginación que se hiciera, montura apropiada para una dama –a pesar de la promesa que él le había hecho antes de casarse de que siempre tendría una yegua para ella–. Tenía, en cambio, muchos caballos de tiro, buenos para su género; y entre los demás había una bestia aprovechable: un caballo de amazona con el lomo tan ancho como un sofá, en el cual Gertrude había dado de vez en cuando algún paseo cuando no se encontraba bien. Eligió este caballo.

El viernes por la tarde uno de los hombres de la granja se lo trajo. Ella ya estaba preparada y, antes de salir, se miró el brazo marchito.

–¡Ah! –le dijo–. ¡De no haber sido por ti me habría ahorrado esta terrible prueba!

Mientras el criado liaba con unas cuerdas el paquete que ella llevaba con alguna ropa, Gertrude aprovechó para decirle:

–Me llevo esto por si acaso no regreso esta misma noche de casa de la persona que voy a visitar. No os alarméis si no estoy de vuelta a las diez, y cerrad la casa con llave como de costumbre. Mañana, sin ninguna duda, estaré en casa.

Entonces, pensaba, se lo contaría todo a su marido, a solas: el acto ya realizado no era lo mismo que el acto proyectado. Estaba casi segura de que él la perdonaría. Y así, la hermosa y palpitante Gertrude salió de la casa solariega de su marido; pero aunque su destino era Casterbridge no tomó la ruta que iba allí directamente y que pasaba por Stickleford. La dirección que astutamente tomó al principio era precisamente la opuesta. Pero en cuanto estuvo fuera del alcance de la vista torció a la izquierda por un camino que llevaba a Egdon, y al entrar en el erial hizo girar al caballo sobre sus cascos y se puso en marcha en la verdadera dirección, hacia el oeste. No se podría imaginar camino más solitario que aquél en todo el condado; y en cuanto a la dirección que tenía que seguir, simplemente había de mantener la cabeza del caballo mirando hacia un punto un poco a la derecha del sol. Además, sabía que de vez en cuando se encontraría con algún cortador de retama o campesino que podría hacerle rectificar la orientación. Aunque la época es relativamente reciente, Egdon tenía entonces un carácter mucho más fragmentario que ahora. Los ensayos –afortunados y de los otros– de labranza en las vertientes más bajas, que penetran y roturan el primitivo erial convirtiéndolo en pequeños eriales individuales, no habían llegado muy lejos; las leyes de cercado no estaban en vigor, y aún no se habían erigido los márgenes y vallas que en la actualidad impiden el paso del ganado de los aldeanos que en otros tiempos disfrutaban de los derechos de pastos y el de los carros de los que gozaban del privilegio de extraer turba, actividad que los mantenía ocupados durante todo el año. Gertrude, por tanto, cabalgaba sin más obstáculos que los espinosos arbustos de retama, las alfombrillas de brezos, los blancos arroyos y los declives y pendientes naturales del terreno.

El caballo era tranquilo, de marcha pesada y lenta, y aunque era un animal de tiro, era fácil de dominar; ella era una mujer que, de no haber sido tan dócil su montura, no podría haberse arriesgado a cabalgar por aquella parte de la región con un brazo medio inútil. Eran ya cerca de las ocho, en consecuencia, cuando aflojó las riendas para que el animal descansara un poco antes de bajar por la última pendiente del camino de brezos que conducía a Casterbridge, la última antes de dejar Egdon por los valles cultivados. Se detuvo delante de una poza llamada «La charca de los juncos», flanqueada por los extremos de dos setos; una cerca atravesaba el centro de la charca, dividiéndola en dos mitades. Por encima de la cerca vio la verde tierra baja; por encima de los verdes árboles los tejados del pueblo; por encima de los tejados una lisa fachada blanca que indicaba la entrada a la cárcel del condado. Sobre el tejado de esta fachada se movían unas pequeñas manchas; parecían obreros erigiendo algo. Gertrude sintió un escalofrío. Descendió lentamente y pronto se encontró entre pastos y campos de cereales. Media hora más tarde, cuando ya casi era de noche, Gertrude llegó al «Cervatillo Blanco», la primera posada del pueblo que se veía llegando por este lado.

Su llegada provocó poca sorpresa; por entonces las mujeres de los granjeros iban a caballo con más frecuencia que ahora; aunque, en tal sentido, nadie se imaginó en absoluto que la señora Lodge fuera casada; el posadero supuso que sería alguna joven atolondrada que había venido a presenciar la «feria de ahorcados» del día siguiente. Ni su marido ni ella hacían nunca negocios en el mercado de Casterbridge, de modo que allí no era conocida. Mientras desmontaba vio un tropel de muchachos en la puerta de la tienda de un guarnicionero –que estaba justo al lado de la posada– mirando dentro con profundo interés.

–¿Qué pasa ahí? –le preguntó al mozo de cuadra.
–Están haciendo la cuerda para mañana.
Ella se estremeció en respuesta y contrajo el brazo.
–Después se vende la pulgada –prosiguió el hombre–. Si quiere le puedo conseguir un trozo, señorita, por nada.

Ella rechazó apresuradamente cualquier deseo parecido, más que nada por una singular sensación que iba en aumento de que el destino del miserable que habían condenado se estaba entrelazando con el suyo propio, y después de dejar apalabrada una habitación para pasar la noche, se sentó a reflexionar. Hasta aquel momento no había tenido más que muy vagas ideas acerca de los medios que emplearía para tener acceso a la prisión. Las palabras del habilidoso solitario volvieron a su mente. Él había dado por supuesto que ella habría de utilizar su belleza, aunque estuviera deteriorada, como llave maestra. En su inexperiencia, sabía poco acerca de los funcionarios de una cárcel; había oído hablar de un jefe superior y de un subjefe, pero confusamente. Lo que sí sabía es que tenía que haber un verdugo, y al verdugo decidió recurrir.

VIII. El ermitaño de la ribera.
En aquella fecha, y durante varios años después, había –casi– un verdugo para cada cárcel. Gertrude hizo indagaciones y averiguó que el funcionario de Casterbridge vivía en una cabaña solitaria a la vera de un río lento y profundo que manaba del risco sobre el cual estaban situados los edificios de la prisión –la corriente, aunque ella lo ignoraba, era la misma que, en una parte más baja de su curso, regaba los prados de Stickleford y Holmstoke. Después de cambiarse de vestido, y antes de comer o beber nada –pues no podría estar tranquila hasta que hubiera averiguado algunos pormenores–, Gertrude prosiguió su camino, por un sendero a lo largo de la ribera, hasta la cabaña indicada. Al pasar por las inmediaciones de la cárcel, divisó, sobre el tejado plano, encima de la entrada, tres líneas rectangulares que se dibujaban contra el cielo, en el lugar donde, como había visto desde la lejanía, las pequeñas manchas se habían estado moviendo; reconoció la forma y pasó junto a ella rápidamente. Otras cien yardas la condujeron hasta la casa del verdugo, que un muchacho le señaló. Estaba al lado de la misma corriente, y muy cerca de una presa cuyas aguas emitían un rugido continuo.

Mientras se decidía, la puerta se abrió y apareció un viejo protegiendo la llama de una vela con la mano. El viejo cerró la puerta con llave por fuera, se volvió hacia una escalerilla de madera que estaba apoyada contra uno de los lados de la cabaña, y empezó a subir los peldaños; era, evidentemente, la escalera que conducía a su dormitorio. Gertrude avanzó apresuradamente hacia él, pero cuando llegó a los pies de la escalerilla él ya estaba arriba. Le llamó en voz lo bastante alta como para que se la oyera por encima del bramido de la presa; él miró hacia abajo y dijo:

–¿Qué busca usted aquí?
–Quiero hablar un minuto con usted.

La luz de la vela, a pesar de ser muy tenue, iluminó el rostro suplicante, pálido, vuelto hacia arriba de Gertrude, y Davies (así se llamaba el verdugo) volvió a bajar por la escalerilla.

–Iba a acostarme ya –dijo–; «cuanto antes te acuestes, antes te levantarás»; pero no me importa esperar un minuto por alguien como usted. Entre en la casa. –Abrió la puerta de nuevo y precedió a Gertrude hasta el interior de la habitación.

Las herramientas de su trabajo cotidiano, que era el de un jardinero eventual, estaban en un rincón, y él, probablemente al ver que ella tenía un aspecto rural, dijo: Si quiere usted contratarme para que trabaje en el campo no puedo ir, porque nunca salgo de Casterbridge ni por propios ni por extraños: no, yo no. Mi verdadera profesión es la de encargado de la justicia –añadió con solemnidad.

–¡Sí, sí! Eso es. ¡Mañana!
–¡Ah! Ya me lo suponía. Bueno, ¿qué pasa con eso? No sirve de nada venir aquí a hablar del nudo. La gente viene continuamente, pero yo les digo siempre que un nudo es tan clemente como cualquier otro si se lo pones debajo de la oreja. ¿Es el desdichado algún pariente? ¿O debería decir, quizá –añadió mirándole el vestido–, alguien que trabajaba para usted?
–No. ¿A qué hora es la ejecución?
–A la misma que de costumbre. A las once en punto, o en cuanto llegue el coche con el correo de Londres. Siempre lo esperamos, por si hay un aplazamiento.
–Oh... un aplazamiento... ¡espero que no lo haya! –dijo ella involuntariamente.
–¡Bueno, ji, ji! ¡Considerándolo como un asunto de negocios, así lo espero también yo! Pero, con todo, si alguna vez algún joven mereció que lo dejaran libre, es éste; acaba de cumplir los dieciocho, y lo único que hizo fue estar presente por casualidad cuando incendiaron el montón de paja. De cualquier forma, no hay mucho riesgo de que lo haya. Ha habido últimamente tanta destrucción de propiedad por este método que están obligados a dar con él un escarmiento.
–Quiero decir –explicó ella– que quiero tocarlo por un hechizo, para curar una aflicción por consejo de un hombre que ha probado la eficacia del remedio.
–¡Ah, ya lo entiendo, señorita! Ahora comprendo. He tenido gente así que venía en años anteriores. Pero no me pegaba su aspecto con el de los que vienen a pedir transformaciones de la sangre. ¿Cuál es el mal? Apuesto a que no es del tipo indicado para esto.
–Mi brazo –Gertrude le enseñó, de mala gana, la piel descarnada.
–¡Ah! ¡Está todo podrido! –dijo el verdugo, examinándolo.
–Sí –dijo ella.
–Bueno –prosiguió él con interés–, ¡esa es la clase de cosa, tengo que admitirlo! Me gusta el aspecto de la herida; es realmente la más apropiada que he visto nunca para el tratamiento. El hombre que la envió sabía de esto, fuera quien fuese.
–¿Puede usted procurarme todo lo que sea necesario? –dijo ella casi sin aliento.
–En realidad debería usted haber ido a ver al gobernador de la prisión, y con usted su médico, y haber dado su nombre y dirección; así es como solía hacerse si no recuerdo mal. Pero quizá se lo pueda arreglar yo por una propina insignificante.
–¡Oh, gracias! Prefiero hacerlo así, porque me gustaría que quedara en secreto.
–Que no se entere el novio, ¿eh?
–No... el marido.
–Ajá. Muy bien, conseguiré que toque el cadáver. ¿Dónde está ahora? –preguntó ella con un estremecimiento.
–¿El cadáver? El hombre, querrá decir; todavía vive. Está justo detrás de aquel ventanuco de allá arriba, en la sombra –y señaló la cárcel, que estaba encima del risco.

Gertrude pensó en su marido y en sus amigos. –Sí, claro –dijo–; ¿y qué tengo que hacer? Él la acompañó hasta la puerta.

–Verá, esté usted esperando no más tarde de la una en punto junto a la portezuela que hay en el muro. La encontrará subiendo por esa calle. Yo la abriré desde dentro, pues no volveré a casa para almorzar hasta que lo hayan bajado. Buenas noches. Sea puntual; y si no quiere que la reconozca nadie, lleve un velo. ¡Ah!... ¡Una vez tuve una hija que se parecía a usted!

Gertrude se fue y subió por la calle que Davies le había indicado para asegurarse de que podría encontrar la portezuela al día siguiente. Pronto vio la forma rectangular: era una estrecha abertura que había en el muro exterior del recinto de la prisión. La calle estaba tan en cuesta que, al llegar a la altura de la portezuela, Gertrude se detuvo un momento para descansar; y, al volverse para mirar hacia la choza de la ribera, vio al verdugo subiendo de nuevo por la escalera exterior. El viejo entró en el desván o dormitorio a que conducía, y al cabo de unos segundos apagó la luz.

El reloj del pueblo dio las diez, y Gertrude regresó al «Cervatillo Blanco» como había venido.

IX. Un encuentro inesperado.
El sábado, a la una en punto, Gertrude Lodge, después de haberse introducido en la cárcel de la manera antes descrita, estaba sentada en una sala de espera pasada la segunda puerta; ésta se hallaba debajo de una arcada clásica de sillería, entonces relativamente moderna, que llevaba la inscripción: «CÁRCEL DEL CONDADO: 1793». Esta era la fachada que ella había visto el día anterior desde el erial. Muy cerca de la joven esposa había una especie de pasadizo vertical que llegaba hasta el techo de la habitación, sobre el cual estaba el patíbulo.

El pueblo estaba abarrotado y habían cerrado el mercado; pero Gertrude apenas había visto un alma. Había esperado encerrada en su habitación hasta la hora de la cita, y entonces se había dirigido al lugar por un camino que evitaba tener que pasar por el amplio espacio abierto que estaba bajo el risco, donde los espectadores se habían congregado; pero podía, incluso ahora, oír el parloteo de sus numerosas voces, y una voz aislada que a intervalos se elevaba por encima de las demás y, con un ronco graznido, gritaba la frase «¡Últimas palabras del condenado y confesión!».

No había habido aplazamiento, y la ejecución se había efectuado; pero la multitud esperaba todavía para ver cómo bajaban el cadáver. Pronto la persistente mujer oyó varias pisadas encima de su cabeza, y entonces una mano le hizo una seña y Gertrude, siguiendo la dirección que ésta le indicaba, salió de allí y atravesó el patio interior pavimentado que estaba pasada la puerta principal; las rodillas le temblaban tanto que casi no podía andar. Llevaba un brazo fuera de la manga del vestido y sólo iba cubierto por un chal. En el lugar al que ahora había llegado había dos caballetes, y antes de que pudiera pensar en su posible finalidad oyó que unos pies pesados descendían por unas escaleras que estaban en algún sitio detrás de ella. No quiso, o no pudo, volver la cabeza, y, en aquella rígida, postura, notó que un áspero ataúd, llevado por cuatro hombres, pasaba por encima de uno de sus hombros. Estaba abierto, y en su interior yacía el cuerpo de un joven que llevaba una camisa de rústico y pantalones de fustán. El cadáver había sido arrojado al interior del ataúd con tanta precipitación que el faldón de la camisa colgaba por fuera. La carga fue depositada provisionalmente encima de los caballetes.

Para entonces el estado de la joven era tal que una niebla grisácea parecía estar flotando delante de sus ojos, a causa de lo cual –y del velo que llevaba puesto– Gertrude apenas podía discernir nada: era como si estuviera casi muerta, pero se sostuviera de pie por una especie de galvanismo.

–¡Ahora! –dijo una voz que estaba a su lado; Gertrude sólo pudo darse cuenta de que aquella palabra iba dirigida a ella.

Haciendo un último esfuerzo sobrehumano avanzó, mientras, al mismo tiempo, oía que algunas personas se aproximaban por detrás de ella. Desnudó su pobre brazo maldecido; y Davies, descubriendo el rostro del cadáver, cogió la mano de Gertrude y la sostuvo de manera que el brazo se posara sobre el cuello del muerto, sobre una línea que lo rodeaba y que tenía el color de una mora que todavía no está madura. Gertrude dio un alarido: «la transformación de la sangre» predecida por el brujo había tenido lugar. Pero en aquel instante un segundo alarido desgarró el aire del recinto: Gertrude no lo había dado, y tuvo el efecto de hacer que ella se volviera sobresaltada. Inmediatamente detrás de ella estaba Rhoda Brook, su rostro contraído y sus ojos enrojecidos por el llanto. Detrás de Rhoda estaba el propio marido de Gertrude; su semblante arrugado, sus ojos oscurecidos pero sin una sola lágrima.

–¡Maldita seas! ¿Qué estás haciendo aquí? –dijo él, roncamente.
–¡Zorra! ¡Interponerte, ahora, entre nosotros y nuestro hijo! –gritó Rhoda–. ¡Este es el significado de lo que Satanás me mostró en la visión! ¡Al fin eres como ella! –Y agarrando del brazo a aquella mujer, más joven que ella, la empujó sin que la otra pudiera oponer resistencia y la golpeó contra la pared. En cuanto la Brook hubo soltado el brazo de su agarrón, la joven y frágil Gertrude se dejó caer a los pies de su marido. Cuando él la levantó del suelo, ella estaba inconsciente.

La simple visión de aquella pareja había sido suficiente para indicarle que el joven muerto era el hijo de Rhoda. En aquellos tiempos los parientes de un reo ejecutado tenían derecho a reclamar el cuerpo para enterrarlo si lo deseaban: y con aquel propósito estaba Lodge aguardando con Rhoda a que se hiciera la pesquisa judicial. Rhoda le había llamado en cuanto el joven fue apresado por el delito, y varias veces más desde entonces; y había estado presente en la sala durante el juicio.

Aquellas eran las «vacaciones» que Lodge se había estado tomando en los últimos tiempos. Los desdichados padres habían deseado permanecer en la sombra; y por eso habían ido ellos mismos, con un carro que estaba esperando fuera– para transportarlo y una sábana para cubrirlo, a recoger el cuerpo. El caso de Gertrude era tan grave que se estimó aconsejable que la viera el médico más cercano. La llevaron desde la cárcel al pueblo; pero nunca llegó a su casa con vida. Su delicada vitalidad, desgastada tal vez por el brazo paralizado, se desplomó bajo la doble impresión que siguió al tremendo esfuerzo, físico y mental, a que se había sometido durante las veinticuatro horas previas.

Su sangre, en efecto, había sido «transformada»... demasiado. Su muerte tuvo lugar en el pueblo tres días después. Su marido no volvió a ser visto en Casterbridge; sólo una vez en la vieja plaza del mercado de Anglebury, que tanto había frecuentado, y muy rara vez en público. Cargado al principio con el peso de la tristeza y el remordimiento, al cabo de cierto tiempo cambió para bien, y reapareció como un hombre redimido y considerado. Poco después de asistir al funeral de su pobre y joven esposa dio los pasos necesarios para deshacerse de las granjas de Holmstoke y del distrito colindante, y, habiendo vendido todas las cabezas de ganado, se marchó a Port-Bredy, en el otro extremo del condado, y vivió allí, en unos retirados aposentos, hasta su muerte, que acaeció dos años más tarde como consecuencia de una tisis que no fue dolorosa. Fue entonces cuando se descubrió que había legado la totalidad de sus considerables propiedades a un reformatorio de menores, que a su vez quedaba obligado a pasar una pequeña cantidad anual a Rhoda Brook, si se podía dar con ella para entregársela.

No se pudo dar con ella durante algún tiempo; pero finalmente reapareció en su antiguo distrito... negándose, sin embargo, a tener nada que ver en absoluto con el legado que se le había hecho.

Volvió a su monótono trabajo de ordeñadora en la vaquería y continuó ejerciéndolo durante muchos y largos años, hasta que su figura se hizo encorvada y su cabello, una vez negro y abundante, se le puso blanco y se le empezó a caer por encima de la frente... tal vez por haber tenido ésta apretada contra las vacas durante mucho tiempo. Aquí, a veces, los que sabían de sus experiencias se detenían a observarla y se preguntaban qué sombríos pensamientos estarían latiendo detrás de aquella frente arrugada e impasible, al ritmo de los intermitentes chorros de leche".

Thomas Hardy