"El barón Von Koëldwethout, de
Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven barón como cualquiera
le gustaría ver uno. No es necesario que diga que vivía en un
castillo, porque es evidente; tampoco es necesario que diga que vivía
en un castillo antiguo, pues ¿qué barón alemán viviría en uno
nuevo? Había muchas circunstancias extrañas relacionadas con este
venerable edificio, entre las cuales no era la menos sorprendente y
misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía en
el interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles
del bosque circundante, o que cuando brillaba la luna ésta se abría
camino por entre determinadas pequeñas aberturas de los muros y
llegaba a iluminar plenamente algunas zonas de los amplios salones y
galerías, dejando otras en una sombra tenebrosa. Tengo entendido que
uno de los antepasados del barón, que andaba escaso de dinero, le
había clavado una daga a un caballero que llegó una noche pidiendo
servidumbre de paso, y se supone que estos hechos milagrosos tuvieron
lugar como consecuencia de aquello. Y, sin embargo, difícilmente
puedo saber cómo sucedió, pues el antepasado del barón, que era un
hombre amable, se sintió después tan apenado por haber sido tan
irreflexivo, y haber puesto sus manos violentas sobre una cantidad de
piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil, que
construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo
como saldo a cuenta.
El hecho de haber hablado del
antepasado del barón me trae a la mente los vehementes deseos de
éste de que se respete su linaje. Temo no poder decir con seguridad
cuántos antepasados haya tenido el barón, pero sé que había
tenido muchísimos más que cualquier otro hombre de su época, y
sólo deseo que haya vivido hasta fechas recientes para haber podido
dejar más en la tierra. Para los grandes hombres de los siglos
pasados debió ser muy duro haber llegado al mundo tan pronto, pues
lógicamente un hombre que nació hace trescientos o cuatrocientos
años no puede esperarse que tuviera antes que él tantos parientes
como un hombre que haya nacido ahora. Este último, quienquiera que
sea -y por lo que nosotros sabemos lo mismo podría ser un zapatero
remendón que un tipo bajo y vulgar-, tendrá un linaje más largo
que el mayor de los nobles vivo actualmente; y afirmo que esto no es
justo.
¡Bueno, pero el barón Von
Koëldwethout de Grogzwig! Era un hombre guapo y atezado, de cabello
oscuro y grandes mostachos que salía a cazar a caballo vestido con
paño verde de Lincoln, con botas rojas en los pies, con un cuerno de
caza colgado del hombro como el guarda de un campo muy amplio. Cuando
soplaba su cuerno, otros veinticuatro caballeros de rango inferior,
vestidos con paño verde de Lincoln un poco más basto, y botas de
cuero bermejo de suelas un poco más gruesas, se presentaban
directamente; y galopaban todos juntos con lanzas en las manos como
barandillas de un área lacada, cazando jabalíes, o encontrándose
quizá con un oso en cuyo último caso el barón era el primero en
matarlo, y después engrasaba con él sus bigotes.
Fue una vida alegre la del barón de
Grogzwig, y más alegre todavía la de sus partidarios, quienes
bebían vino del Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa,
y entonces encontraban las botellas en el suelo y pedían pipas.
Jamás hubo calaveras tan festivos, fanfarrones, joviales y alegres
como los que formaban la animada banda de Grogzwig.
Pero los placeres de la mesa, o los
placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de variedad; sobre todo
si las mismas veinticinco personas se sientan diariamente ante la
misma mesa para hablar de lo mismos temas y contar las mismas
historias. El barón se sintió aburrido y deseó excitación. Empezó
a disputar con sus caballeros, y todos los días, después de la
cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. Al principio aquello
resultó un cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió
monótono, el barón se sintió totalmente indispuesto y buscó, con
desesperación, alguna diversión nueva.
Una noche, tras los entretenimientos
del día e los que había ido más allá de Nimrod o Gillingwater, y
matado «otro hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo,
el barón Von Koëldwethout se sentó desanimado a la cabeza de su
mesa contemplando con aspecto descontento el techo ahumado del salón.
Trasegó enormes copas llenas de vino, pero cuanto más bebía más
fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con la
peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda lo
imitaron de manera milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el
uno al otro.
-¡Lo haré! -gritó de pronto el barón
golpeando la mesa con la mano derecha y retorciéndose el mostacho
con la izquierda-. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!
Los veinticuatro verdes de Lincoln se
pusieron pálidos, a excepción de sus veinticuatro narices, cuyo
color permaneció inalterable.
-Me refiero a la dama de Grogzwig
-repitió el barón mirando la mesa a su alrededor.
-¡Por la dama de Grogzwig! -gritaron
los verdes de Lincoln, y por sus veinticuatro gargantas bajaron
veinticuatro pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo y
extraordinario que se lamieron sus cuarenta y ocho labios, y luego
pestañearon.
-La hermosa hija del barón Von
Swillenhausen -añadió Koëldwethout, condescendiendo a explicarse-.
La pediremos en matrimonio a su padre en cuanto el sol baje mañana.
Si se niega a nuestra petición, le cortaremos la nariz.
Un murmullo ronco se elevó entre el
grupo; todos los hombres tocaron primero la empuñadura de su espada,
y después la punta de su nariz, con espantoso significado.
¡Qué agradable resulta contemplar la
piedad filial! Si la hija del barón hubiera suplicado a un corazón
preocupado, o hubiera caído a los pies de su padre cubriéndolos de
lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera desmayado y hubiera
cumplimentado luego al anciano caballero con frenéticas
jaculatorias, las posibilidades son cien contra una a que el castillo
de Swillenhausen habría sido echado por la ventana, o habrían
echado por la ventana al barón y el castillo habría sido demolido.
Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero
madrugador llevó la mañana siguiente la petición de Von
Koëldwethout, y se retiró modestamente a su cámara, desde cuya
ventana observó la llegada del pretendiente y su séquito. En cuanto
estuvo segura de que el jinete de los grandes mostachos era el que se
le proponía como esposo, se precipitó a presencia de su padre y
expresó estar dispuesta a sacrificarse para asegurar la paz del
anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus brazos e hizo
un guiño de alegría.
Aquel día hubo grandes fiestas en el
castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de Von Koëldwethout
intercambiaron votos de amistad eterna con los doce verdes de Lincoln
de Von Swillenhausen, y prometieron al viejo barón que beberían su
vino «hasta que todo se volviera azul», con lo que probablemente
querían significar que hasta que todos sus semblantes hubieran
adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el momento de
la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el
barón Von Koëldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de
regreso a casa.
Durante seis semanas mortales jabalíes
y osos tuvieron vacaciones. Las casas de Koëldwethout y
Swillenhausen estaban unidas; las lanzas se aherrumbraron, y el
cuerno de caza del barón contrajo ronquera por falta de soplidos.
Aquellos fueron momentos importantes
para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días elevados y triunfales
estaban ya calzándose para disponerse a irse.
-Querido mío -dijo la baronesa.
-Mi amor -le respondió el barón.
-Esos hombres toscos y ruidosos...
-¿Cuáles, señora? -preguntó el
barón sorprendido.
Desde la ventana junto a la que
estaban, la baronesa señaló el patio inferior en donde,
inconscientes de todo, los verdes de Lincoln estaban realizando
copiosas libaciones estimulantes como preparativo para salir a cazar
uno o dos verracos.
-Son mi grupo de caza, señora -le
informó el barón.
-Licéncialos, amor -murmuró la
baronesa.
-¡Licenciarlos! -gritó el barón con
asombro.
-Para complacerme, amor -contestó la
baronesa.
-Para complacer al diablo, señora
-respondió el barón.
Entonces la baronesa lanzó un gran
grito y se desmayó a los pies del barón.
¿Qué podía hacer el barón? Llamó a
la doncella de la señora y rugió pidiendo un doctor; y luego,
saliendo a la carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln
que más habituados estaban a ello, y maldiciendo a todos los demás
les pidió que se marcharan... aunque no le importaba adónde. No sé
la expresión alemana para ello, pues si la conociera lo habría
podido describir delicadamente.
No me corresponde a mí decir mediante
qué medios, o qué grados, algunas esposas consiguen someter a sus
esposos de la manera que lo hacen, aunque sí puedo tener mi opinión
personal sobre el tema, y pensar que ningún Miembro del Parlamento
debería estar casado, por cuanto que tres miembros casados de cada
cuatro votarán de acuerdo con la conciencia de su esposa (si la
tienen), y no de acuerdo con la suya propia. Lo único que necesito
decir ahora es que la baronesa von Koëldwethout adquirió de una u
otra manera un gran control sobre el barón von Koëldwethout, y que
poco a poco, trocito a trocito, día a día y año a año el barón
obtenía la peor parte de cualquier cuestión disputada, o era
astutamente descabalgado de cualquier antigua afición; y así,
cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos cuarenta y
ocho años, no tenía ya fiestas, ni jolgorios, ni grupo de caza ni
tampoco caza: en resumen, no le quedaba nada que le gustara o que
hubiera solido tener; y así, aunque fue tan valiente como un león,
y tan audaz como descarado, fue claramente despreciado y reprimido
por su propia dama en su propio castillo de Grogzwig.
Y no acaban aquí todos los infortunios
del barón. Aproximadamente un año después de sus nupcias vino al
mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se dispararon muchos
fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de vino;
pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro
joven barón, y así un año tras otro, o un barón o una baronesa (y
un año los dos al mismo tiempo), hasta que el barón se encontró
siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de esos
aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy
nerviosa y sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von
Koëldwethout, y aunque no se sabe que la buena dama hiciera nunca
nada real que contribuyera a la recuperación de su hija, seguía
considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el
castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales
sobre la forma en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el
duro destino de su infeliz hija. Y si el barón de Grogzwig, algo
herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se aventuraba a
sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de
otros barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las
personas que se dieran cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con
los sufrimientos de su hija; y con aquello, sus parientes y amigos
comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho más que su
yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése
era el barón de Grogzwig.
El pobre barón lo soportó todo
mientras pudo, y cuando no pudo soportarlo ya más perdió el apetito
y el ánimo, y se quedó sentado lleno de tristeza y aflicción. Pero
todavía le aguardaban problemas peores, y cuando le llegaron aumentó
su melancolía y su tristeza. Cambiaron los tiempos; se endeudó. Las
arcas de Grogzwig, que la familia Swillenhausen había considerado
inagotables, se vaciaron; y precisamente cuando la baronesa estaba a
punto de sumar la decimotercera adición al linaje de la familia, Von
Koëldwethout descubrió que carecía de medios para reponerlas.
-No veo qué se puede hacer -dijo el
barón-. Creo que me suicidaré.
Fue una idea brillante. El barón cogió
un viejo cuchillo de caza de un armario que tenía al lado, y tras
afilarlo sobre la bota, le hizo a su garganta lo que los muchachos
llaman «una oferta».
-¡Bueno! -exclamó el barón al tiempo
que detenía la mano-. Quizá no esté lo bastante afilado.
El barón lo afiló de nuevo e hizo
otro intento, pero detuvo su mano un fuerte griterío que se produjo
entre los jóvenes barones y baronesas, reunidos todos en un salón
infantil situado arriba de la torre con barras de hierro por el
exterior de las ventanas para impedir que se lanzaran al foso.
-Si hubiera sido soltero -dijo el barón
suspirando-, podría haberlo hecho más de cincuenta veces sin que me
interrumpieran. ¡Vamos! Lleva una botella de vino y la pipa más
grande a la pequeña habitación abovedada que hay tras el salón.
Una de las criadas ejecutó de la
manera más amable posible la orden del barón en el curso de una
media hora, y Von Koëldwethout, tras apreciar que así había sido
hecho, se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación abovedada
cuyas paredes, que eran de una madera oscura y brillante, relucían
al fuego de los leños ardientes apilados en el hogar. La botella y
la pipa estaban dispuestas y el lugar parecía en general muy cómodo.
-Deja la lámpara -ordenó el barón.
-¿Alguna otra cosa, mi señor?
-preguntó la criada.
-Soledad -contestó el barón. La
criada obedeció y el barón cerró la puerta.
Fumaré una última pipa y luego pondré
fin a todo -dijo el barón.
El señor de Grogzwig dejó el cuchillo
sobre la mesa, hasta que lo necesitara, se sirvió una buena medida
de vino, se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas
delante del fuego y se desinfló.
Pensó en muchísimas cosas, en sus
problemas de hoy y en los días pasados, cuando era soltero, en los
verdes de Lincoln, que desde hacía tiempo habían sido dispersados
por el país, sin que nadie supiera dónde estaban con la excepción
de dos, que desgraciadamente habían sido decapitados, y cuatro que
se habían matado de tanto beber. Su mente pensó en osos y verracos,
cuando en el momento de beberse la copa hasta el fondo alzó la
mirada y vio por primera vez, con asombro ilimitado, que no estaba
solo.
No, no lo estaba; pues al otro lado del
fuego se hallaba sentada con los brazos cruzados una horrible y
arrugada figura, de ojos profundamente hundidos e inyectados en
sangre, rostro cadavérico de inmensa longitud ensombrecido por unas
grejas enmarañadas y mal cortadas de cabellos negros recios. Vestía
una especie de túnica de color azulado desvaído que, como observó
el barón contemplándola atentamente, estaba ornamentada llevando
por delante, a modo de cierres, asideros de ataúd. También llevaba
las piernas cubiertas por planchas de ataúd, a modo de armadura; y
sobre el hombro izquierdo llevaba un corto manto oscuro que parecía
hecho con los restos de un paño mortuorio. No prestaba atención al
barón, pues miraba fijamente el fuego.
-¡Hola! -exclamó el barón al tiempo
que golpeaba el suelo con los pies para llamar su atención.
-¡Hola! -replicó el otro dirigiendo
la mirada hacia el barón, pero sólo los ojos, no el rostro-. ¿Qué
pasa?
-¿Que qué pasa? -contestó el barón
sin acobardarse en lo más mínimo por la voz hueca y la mirada
carente de brillo del otro-. Soy yo el que debería hacer esa
pregunta. ¿Cómo llegó hasta aquí?
-Por la puerta -contestó la figura.
-¿Quién es? -preguntó el barón.
-Un hombre -contestó la figura.
-No le creo -dijo el barón.
-Pues no lo crea -contestó la figura.
-Eso es lo que haré -replicó el
barón.
La figura se quedó mirando un tiempo
al osado barón de Grogzwig, y luego, en tono familiar dijo:
-Ya veo que nadie lo puede persuadir.
¡No soy un hombre!
-Entonces ¿qué es? -preguntó el
barón.
-Un genio -contestó la figura.
-Pues no se parece mucho a ninguno
-contestó burlonamente el barón.
-Soy el genio de la desesperación y el
suicidio. Ahora ya me conoce.
Tras decir esas palabras, la aparición
se puso de cara al barón, como si se preparara para una
conversación; y lo más notable de todo fue que apartó el manto
hacia un lado, mostrando así una estaca que le recorría el centro
del cuerpo. Se la sacó con un movimiento brusco y la dejó sobre la
mesa con el mismo cuidado que si se tratara de un bastón de paseo.
-¿Está dispuesto ya para mí?
-preguntó la figura fijando la mirada en el cuchillo de caza.
-No del todo. Primero he de terminar
esta pipa.
-Entonces aligere -exclamó la figura.
-Parece tener prisa -contestó el
barón.
-Pues bien, sí, la tengo. Hay ahora
muchos asuntos de los míos en Inglaterra y Francia, y mi tiempo está
ocupadísimo.
-¿Bebe? -preguntó el barón tocando
la botella con la cazoleta de la pipa.
-Nueve veces de cada diez, y siempre
con exageración -replicó secamente la figura.
-¿Nunca con moderación?
-Jamás -contestó la figura con un
estremecimiento-. Eso produce alegría.
El barón echó otra ojeada a su nuevo
amigo, a quien consideró como un parroquiano verdaderamente extraño,
y finalmente le preguntó si tomaba parte activa en acontecimientos
como los que había estado contemplando.
-No -contestó la figura en tono
evasivo-. Pero estoy siempre presente.
-Para contemplar imparcialmente,
supongo -dijo el barón.
-Exactamente -contestó la figura
jugueteando con la estaca y examinando la punta-. Dese toda la prisa
que pueda, ¿quiere? Pues hay un joven caballero que ahora me
necesita porque le aflige el tener demasiado dinero y tiempo libre, o
eso me parece.
-¿Va a suicidarse porque tiene
demasiado dinero? -exclamó el barón, realmente divertido-. ¡Ja,
ja! Ésa sí que es buena.
(Aquella fue la primera vez que el
barón se rió desde hacía mucho tiempo.)
-Le ruego que no vuelva a hacer eso -le
reconvino la figura, que parecía muy asustada.
-¿Y por qué no? -preguntó el barón.
-Porque me produce un gran dolor.
Suspire todo lo que quiera: eso me hace sentir bien.
Al escuchar la mención de la palabra,
el barón suspiró mecánicamente; la figura, animándose de nuevo,
le entregó el cuchillo de caza con la cortesía más encantadora.
-Y, sin embargo, no es mala idea, un
hombre que se suicida porque tiene demasiado dinero -comentó el
barón al tiempo que sentía el borde del arma.
-¡Bah! No mejor que la de un hombre
que se suicida porque no tiene nada, o tiene demasiado poco -contestó
la aparición con petulancia.
No tengo manera de saber si el genio se
comprometió sin intención alguna al decir eso o si es que pensó
que la mente del barón estaba ya tan decidida que no importaba lo
que dijera. Lo único que sé es que el barón detuvo al instante la
mano, abrió bien los ojos y miró como si en ellos hubiera entrado
por primera vez una luz nueva.
-Bueno, la verdad es que no hay nada
que sea lo bastante malo como para quitarse de en medio por ello
-dijo Von Koëldwethout.
-Salvo las arcas vacías -gritó el
genio.
-Bien, pero un día pueden llenarse de
nuevo -añadió el barón.
-Las esposas regañonas -le reconvino
el genio.
-¡Ah! Se las puede hacer callar
-contestó el barón.
-Trece hijos -gritó el genio.
-Seguramente no todos saldrán malos
-replicó el barón.
Evidentemente el genio se estaba
enfadando bastante por el hecho de que de pronto el barón sostuviera
esas opiniones, pero intentó tomárselo a broma y dijo que se
sentiría muy agradecido hacia él si le permitía saber cuándo iba
a dejar de tomárselo a risa.
-Pero si no estoy bromeando, nunca
estuve tan lejos de eso -protestó el barón.
-Bueno, me alegra oír eso -respondió
el genio con aspecto ceñudo-. Porque una broma que no sea un juego
de palabras es la muerte para mí. ¡Vamos! ¡Abandone enseguida este
mundo terrible!
-No sé -dijo el barón jugueteando con
el cuchillo-. Ciertamente que es terrible, pero no creo que el suyo
sea mucho mejor, pues no tiene aspecto de encontrarse especialmente
cómodo. Eso me recuerda que me sentía muy seguro de obtener algo
mejor si abandonaba este mundo... -de pronto lanzó un grito y se
incorporó-: nunca había pensado en esto.
-¡Concluya! -gritó la figura
castañeteando los dientes.
-¡Fuera! -le contestó el barón-.
Dejaré de meditar sobre las desgracias, pondré buena cara y probaré
de nuevo con el aire libre y los osos; y si eso no funciona, hablaré
sensatamente con la baronesa y acabaré con los Von Swillenhausen.
Tras decir aquello, el barón volvió a
sentarse en la silla y rió con tanta fuerza y alboroto que la
habitación resonó.
La figura retrocedió uno o dos pasos
mirando entretanto al barón con terror intenso, y después recogió
la estaca, se la metió violentamente en el cuerpo, lanzó un aullido
atemorizador y desapareció.
Von Koëldwethout no volvió a verla
nunca. Una vez que había decidido actuar, inmediatamente obligó a
razonar a la baronesa y a los Von Swillenhausen, y murió muchos años
después; no como un hombre rico que yo sepa, pero como un hombre
feliz: dejó tras él una familia numerosa que fue cuidadosamente
educada en la caza del oso y el verraco bajo su propia vigilancia
personal. Y mi consejo a todos los hombres es que si alguna vez se
sienten tristes y melancólicos por causas similares (como les sucede
a muchos hombres), contemplen los dos lados del asunto, y pongan un
cristal de aumento sobre el mejor; y si todavía se sienten tentados
a irse sin permiso, que primero se fumen una gran pipa y se beban una
botella entera, y aprovechen el laudable ejemplo del barón de
Grogzwig".
Charles Dickens
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