"Día 16 de julio de 1833. Un aniversario memorable para mí. ¡Hoy cumplo trescientos veintitrés años! ¿El Judío Errante? No. Dieciocho siglos han pasado sobre su cabeza. En comparación, soy un Inmortal muy joven. ¿Soy, entonces, inmortal?
Ésa es un pregunta que me he formulado, día y noche, desde hace
trescientos tres años, y aún no conozco la respuesta. He detectado una
cana entre mi pelo castaño, hoy precisamente; eso significa deterioro.
Pero puede haber permanecido escondida.
Contaré mi historia,
y que el lector juzgue. Así pasaré algunas horas de una larga eternidad
que se me hace tan tediosa. ¡Eternamente! ¿Es eso posible? ¡Vivir eternamente! He oído de encantamientos
en los cuales las víctimas son sumidas en un profundo sueño, para
despertar, tras un centenar de años, tan frescas como siempre; he oído
hablar de los Siete Durmientes; de modo que ser inmortal
no debería ser tan opresivo; pero, ¡ay!, el peso del interminable
tiempo, ¡el tedioso pasar de la procesión de las horas! ¡Qué feliz fue
el legendario Nourjahad! Mas en cuanto a mí...
Todo el mundo ha oído hablar de Cornelius Agrippa. Su recuerdo es tan inmortal como su arte me ha hecho a mí. Todos han oído hablar de su discípulo, que, descuidadamente, dejó en libertad al espíritu maligno
durante la ausencia de su maestro y fue destruido por él. La noticia,
verdadera o falsa, de este accidente le ocasionó muchos problemas al
renombrado filósofo. Todos sus discípulos le abandonaron, sus sirvientes
desaparecieron. Se encontró sin nadie que fuera añadiendo carbón a sus
permanentes fuegos mientras él dormía, o vigilara los cambios de color
de sus medicinas mientras él estudiaba. Experimento tras experimento
fracasaron, porque un par de manos eran insuficientes para completarlos;
los espíritus tenebrosos se rieron de él por no ser capaz de retener a un solo mortal a su servicio.
Yo
era muy joven entonces -y pobre-, y estaba enamorado. Había sido
durante un año pupilo de Cornelius, aunque estaba ausente cuando aquel
accidente tuvo lugar. A mi regreso, mis amigos me imploraron que no
regresara a la morada del alquimista. Temblé cuando escuché el terrible relato
que me hicieron; y no necesité una segunda advertencia. Cuando
Cornelius vino y me ofreció oro si me quedaba, sentí como si el propio
Satán me estuviera tentando. Mis dientes castañetearon, todo mi pelo se
erizó, y eché a correr tan rápido como mis rodillas me lo permitieron.
Mis
pies se dirigieron hacia el lugar al que durante dos años se habían
sentido atraídos cada atardecer, un arroyo espumeante de cristalina
agua, junto al cual paseaba una muchacha de pelo oscuro, sus radiantes
ojos estaban fijos en el camino que yo acostumbraba a recorrer cada
noche. No puedo recordar un momento en que no haya estado enamorado de
Bertha; habíamos sido vecinos y compañeros de juegos desde la infancia.
Sus padres, al igual que los míos, eran humildes pero respetables, y
nuestra mutua atracción había sido una fuente de placer para ellos.
En
una aciaga hora, sin embargo, una fiebre maligna se llevó a su padre y
madre, y Bertha quedó huérfana. Hubiera hallado un hogar bajo el techo
de mis padres pero, desgraciadamente, la vieja dama del castillo
cercano, rica, sin hijos y solitaria, declaró su intención de adoptarla.
A partir de entonces Bertha se vio ataviada con sedas y viviendo en un
palacio de mármol. No obstante, pese a su nueva situación y relaciones,
Bertha permaneció fiel al amigo de sus días humildes. A menudo visitaba
la casa de mi padre, y aun cuando tenía prohibido ir más allá, con
frecuencia se dirigía paseando hacia el bosquecillo cercano y se
encontraba conmigo junto a aquella umbría fuente. Solía decir que no
sentía ninguna obligación hacia su nueva protectora que pudiera igualar a
la devoción que la unía a nosotros.
Sin embargo, yo era
demasiado pobre para casarme, y ella empezó a sentirse incomodada por el
tormento que sentía en relación a mí. Tenía un espíritu
noble pero impaciente, y cada vez se mostraba más irritada por los
obstáculos que impedían nuestra unión. Ahora nos reuníamos tras una
ausencia por mi parte, y ella se había sentido sumamente acosada
mientras yo estaba lejos. Se quejó amargamente, y casi me reprochó el
ser pobre. Yo repliqué rápidamente:
-¡Soy pobre pero honrado! Si no lo fuera, muy pronto podría ser rico.
Esta
exclamación acarreó un millar de preguntas. Temí impresionarla
demasiado revelándole la verdad, pero ella supo sacármela; y luego,
lanzándome una mirada de desdén, dijo:
-¡Pretendes amarme, y temes enfrentarte al demonio por mí!
Protesté
que había temido ofenderla, mientras que ella no hacía más que hablar
de la magnitud de la recompensa que yo iba a recibir. Así animado -y
avergonzado-, empujado por mi amor y por la esperanza y riéndome de mis
anteriores miedos, regresé con el corazón ligero a aceptar la oferta del
alquimista. Transcurrió un año.
Me vi poseedor de una suma de dinero que no era insignificante. El
hábito había desvanecido mis temores. Pese a toda mi atenta vigilancia,
jamás había detectado la huella de un pie hendido; ni el estudioso
silencio ni nuestra morada fueron perturbados jamás por aullidos
demoníacos.
Seguí manteniendo encuentros clandestinos con Bertha,
y la esperanza nació en mí. La esperanza, pero no la alegría perfecta,
porque Bertha creía que amor y seguridad eran enemigos, y se complacía
en dividirlos en mi pecho. Aunque de buen corazón, era en cierto modo de
costumbres coquetas; y yo me sentía celoso. Me despreciaba de mil
maneras, sin querer aceptar nunca que estaba equivocada. Me volvía loco
de irritación, y luego me obligaba a pedirle perdón. A veces me
reprochaba que yo no era suficientemente sumiso, y luego me contaba
alguna historia de un rival, que
gozaba de los favores de su protectora. Estaba rodeada constantemente
por jóvenes vestidos de seda, ricos y alegres. ¿Qué posibilidades tenía
el pobremente vestido ayudante de Cornelius comparado con ellos?
En
una ocasión, el filósofo exigió tanto de mi tiempo que no pude verla.
Estaba dedicado a algún trabajo importante, y me vi obligado a quedarme,
día y noche, alimentando sus hornos y vigilando sus preparaciones
químicas. Mi amada me aguardó en vano junto a la fuente. Su espíritu
altivo llameó ante este abandono; y cuando finalmente pude salir,
robándole unos pocos minutos al tiempo que se me había concedido para
dormir, y confié en ser consolado por ella, me recibió con desdén, me
despidió despectivamente y afirmó que ningún hombre que no pudiera estar
por ella en dos lugares a la vez poseería jamás su mano. ¡Se
desquitaría de aquello! Y realmente lo hizo.
En mi sucio retiro
oí que había estado cazando, escoltada por Albert Hoffer. Albert Hoffer
era uno de los favoritos de su protectora, y los tres pasaron cabalgando
junto a mi ventana. Creo que mencionaron mi nombre; seguido por una
carcajada, mientras los oscuros ojos de ella miraban desdeñosos hacia mi
morada. Los celos, con todo su veneno y toda su miseria, penetraron en
mi pecho. Derramé lágrimas, pensando que nunca podría tenerla; y luego
maldecí su inconstancia. Pero mientras tanto, seguí avivando los fuegos
del alquimista, seguí vigilando los cambios de sus incomprensibles
medicinas.
Cornelius había estado vigilando también durante tres
días y tres noches, sin cerrar los ojos. Los progresos de sus alambiques
eran más lentos de lo que esperaba; pese a su ansiedad, el sueño pesaba
sobre sus ojos. Una y otra vez arrojaba la somnolencia lejos de sí, con
una energía más que humana; una y otra vez obligaba a sus sentidos a
permanecer alertas. Contemplaba sus crisoles anhelosamente.
-Aún
no están a punto -murmuraba-. ¿Deberá pasar otra noche antes de que el
trabajo esté realizado? Winzy, tú sabes estar atento, eres constante.
Además, la noche pasada dormiste. Observa esa redoma de cristal. El
líquido que contiene es de un color rosa suave; en el momento en que
empiece a cambiar de aspecto, despiértame. Hasta entonces podré cerrar
un momento los ojos. Primero debe volverse blanco, y luego emitir
destellos dorados; pero no aguardes hasta entonces; cuando el color rosa
empiece a palidecer, despiértame.
Apenas oí las últimas palabras, murmuradas casi en medio del sueño. Sin embargo, dijo aún:
-Y Winzy, muchacho, no toques la redoma. No te la lleves a los labios; es un filtro, un hechizo para curar el amor. No querrás dejar de amar a tu Bertha. ¡Cuidado, no bebas!
Y
se durmió. Su venerable cabeza se hundió en su pecho, y apenas oí su
respiración. Durante unos minutos observé las redomas; la apariencia
rosada del líquido permanecía inamovible. Luego mis pensamientos
empezaron a divagar. Visitaron la fuente, y se recrearon en agradables
escenas que ya nunca volverían. ¡Nunca! Serpientes anidaron en mi cabeza
mientras la palabra ¡Nunca! se formaba en mis labios. ¡Mujer falsa!
¡Falsa y cruel! Nunca me sonreiría a mí como aquella tarde le había
sonreído a Albert. ¡Mujer despreciable y ruin! No me quedaría sin
venganza. Haría que viera a Albert expirar a sus pies; ella no era digna
de morir a mis manos. Había sonreído desdeñosa y triunfante. Conocía mi
miseria y su poder. Pero ¿qué poder tenía? El poder de excitar mi odio,
mi desprecio, mi... ¡Todo menos mi indiferencia! Si pudiera lograr eso,
si pudiera mirarla con ojos indiferentes, transferir mi rechazado amor a
otro más real y merecido ¡Eso sería una auténtica victoria!
Un
resplandor llameó ante mis ojos. Había olvidado la medicina. La
contemplé: destellos de admirable belleza, más brillantes que los que
emite el diamante cuando los rayos del sol penetran en él, resplandecían
en la superficie del líquido; un olor de entre los más fragantes y
agradables inundó mis sentidos. La redoma parecía un globo viviente,
precioso, invitando a ser probado. El primer pensamiento, inspirado
instintivamente por mis más bajos sentidos, fue: -lo haré, debo beber-.
Alcé la redoma hacia mis labios. Eso me curará del amor, ¡de la tortura!
Llevaba bebida ya la mitad del más delicioso licor que jamás hubiera
probado, paladar de hombre alguno cuando el filósofo se agitó. Me
sobresalté y dejé caer la redoma. El fluido se extendió por el suelo,
mientras sentía que Cornelius aferraba mi garganta y chillaba:
-¡Infeliz! ¡Has destruido la labor de mi vida!
Cornelius
no se había dado cuenta de que yo había bebido una parte de su droga.
Tenía la impresión, y yo me apresuré a confirmarla, de que yo había
alzado la redoma por curiosidad y que, asustado por su brillo y el
llamear de su intensa luz, la había dejado caer. Nunca le dejé entrever
lo contrario. El fuego de la medicina se apagó, la fragancia murió y él
se calmó, como debe hacer un filósofo ante las más duras pruebas, y me
envió a descansar. No intentaré describir los sueños de gloria y
felicidad que bañaron mi alma durante las restantes horas de aquella
memorable noche. Las palabras serían pálidas y triviales para describir
mi alegría, o la exaltación que me poseía cuando me desperté. Flotaba en
el aire, mis pensamientos estaban en los cielos. La tierra parecía ser
el cielo, y mi herencia era una completa felicidad. -Eso representa el
sentirme curado del amor -pensé-. Veré a Bertha hoy, y ella descubrirá a
su amante frío y despreocupado; demasiado feliz para mostrarse
desdeñoso, ¡pero cuan absolutamente indiferente hacia ella!
Pasaron
las horas. El filósofo, seguro de que lo conseguiría de nuevo, empezó a
preparar la misma medicina. Se encerró con sus libros y yo tuve el día
libre. Me vestí; me miré en un escudo viejo pero pulido, que me sirvió
de espejo; me pareció que mi aspecto había mejorado. Me precipité más
allá de los límites de la ciudad, la alegría en el alma, las bellezas
del cielo y de la tierra rodeándome. Dirigí mis pasos hacia el castillo.
Podía mirar sus torres con el corazón ligero, porque estaba curado del amor.
Mi Bertha me vio desde lejos, mientras subía por la avenida. No sé qué
súbito impulso animó su pecho, pero al verme saltó como un corzo bajando
las escalinatas de mármol y echó a correr hacia mí. Pero yo había sido
visto también por otra persona. La bruja
de alta cuna, que se llamaba a sí misma su protectora y que en realidad
era su tirana, también me había divisado. Renqueó, jadeante, hacia la
terraza. Un paje, tan feo como ella, echó a correr tras su ama,
abanicándola mientras la arpía se apresuraba y detenía a mi hermosa
muchacha con un:
-¿Dónde va mi imprudente señorita? ¿Dónde tan aprisa? ¡Vuelve a tu jaula, delante hay halcones!
Bertha
se apretó las manos, los ojos clavados aún en mi figura que se
aproximaba. Vi su lucha consigo misma. Cómo odié a la vieja bruja
que refrenaba los impulsos del corazón de mi Bertha. Hasta entonces, el
respeto a su rango había hecho que evitara a la dama del castillo;
ahora desdeñé una tan trivial consideración. Estaba curado del amor,
y elevado más allá de todos los temores humanos; me apresuré, pronto
alcancé la terraza. ¡Qué encantadora estaba Bertha! Sus ojos llameaban;
sus mejillas resplandecían con impaciencia y rabia; estaba un millar de
veces más graciosa y atractiva que nunca. Ya no la amaba, ¡oh, no! La
adoraba, la reverenciaba, ¡la idolatraba!
Aquella mañana había
sido perseguida, con más vehemencia de lo habitual, para que consintiera
en un matrimonio inmediato con mi rival. Se le reprocharon las
esperanzas que había dado, se la amenazó con ser arrojada en desgracia.
Su orgulloso espíritu se alzó en
armas ante la amenaza; pero cuando recordó el desprecio que había
exhibido ante mí, y cómo, quizás, había perdido con ello al que
consideraba como a su único amigo, lloró de remordimiento y rabia. Y en
aquel momento aparecí.
-¡Oh, Winzy! -exclamó-. Llévame a casa de
tu madre; hazme abandonar rápidamente los detestables lujos y la ruindad
de esta noble morada; devuélveme a la pobreza y a la felicidad.
La
abracé, transportado. La vieja dama estaba sin habla por la furia, y
sólo prorrumpió en gritos cuando ya nos hallábamos lejos, camino de mi
casa. Mi madre recibió a la hermosa fugitiva, escapada de una jaula
dorada a la naturaleza y a la libertad, con ternura y alegría; mi padre,
que la amaba, la recibió de todo corazón. Fue un día de regocijo, que
no necesitó de la adición de la poción celestial del alquimista para
llenarme de dicha. Poco después de aquel día me convertí en su esposo.
Dejé de ser el ayudante de Cornelius, pero continué siendo su amigo.
Siempre me sentí agradecido hacia él por haberme procurado,
inconscientemente, aquel delicioso trago de un elixir divino que, en vez
de curarme del amor (¡triste cura!, solitario remedio carente de
alegría para maldiciones que parecen bendiciones al recuerdo), me había
inspirado valor y resolución, trayéndome el premio de un tesoro
inestimable en la persona de mi Bertha.
A menudo he recordado con
maravilla ese período de trance parecido a la embriaguez. La pócima de
Cornelius no había cumplido con la tarea para la cual afirmaba él que
había sido preparada, pero sus efectos habían sido más poderosos y
felices de lo que las palabras pueden expresar. Se fueron desvaneciendo
gradualmente, pero permanecieron largo tiempo y colorearon mi vida con
matices de esplendor. A menudo Bertha se maravillaba de mi corazón y de
mi constante alegría porque, antes, yo había sido de carácter más bien
serio, incluso triste. Me amaba aún más por mi temperamento jovial, y
nuestros días estaban teñidos de alegría. Cinco años más tarde fui
llamado inesperadamente a la cabecera del agonizante Cornelius. Había
enviado a por mí, conjurándome a que acudiera al instante. Lo encontré
tendido, mortalmente débil. Toda la vida que le quedaba animaba sus
penetrantes ojos, que estaban fijos en una redoma de cristal, llena de
un líquido rosado.
-¡He aquí la vanidad de los anhelos humanos!
-dijo, con una voz rota que parecía surgir de sus entrañas-. Mis
esperanzas estaban a punto de verse coronadas por segunda vez, y por
segunda vez se ven destruidas. Mira esa pócima. Recuerda que hace cinco
años la preparé también, con idéntico éxito. Entonces, como ahora, mis
sedientos labios esperaban saborear el elixir inmortal. ¡Tú me lo
arrebataste! Y ahora ya es demasiado tarde.
Hablaba con dificultad, y se dejó caer sobre la almohada. No pude evitar el decir:
-¿Cómo, reverenciado maestro, puede una cura para el amor restaurar vuestra vida?
Una débil sonrisa revoloteó en su rostro, mientras yo escuchaba intensamente su apenas inteligible respuesta.
-Una cura para el amor y para todas las cosas. El elixir de la inmortalidad. ¡Ah! ¡Si ahora pudiera beberlo, viviría eternamente!
Mientras
hablaba, un relampagueo dorado brotó del fluido y una fragancia que yo
recordaba muy bien se extendió por los aires. Cornelius se alzó, débil
como estaba; las fuerzas parecieron volver a él. Tendió su mano hacia
delante. Entonces, una fuerte explosión me sobresaltó, un rayo de fuego
brotó del elixir ¡y la redoma de cristal que lo contenía quedó reducida a
átomos! Volví mis ojos hacia el filósofo. Se había derrumbado hacia
atrás. Sus ojos eran vidriosos, sus rasgos estaban rígidos. ¡Había
muerto!
¡Pero yo vivía, e iba a vivir eternamente! Así había
dicho el infortunado alquimista, y durante unos días creí en sus
palabras. Recordé la gloriosa intoxicación. Reflexioné sobre el cambio
que había sentido en mi cuerpo, en mi alma. La ligera elasticidad del
primero, el luminoso vigor de la segunda. Me observé en un espejo, y no
pude percibir ningún cambio en mis rasgos tras los cinco años
transcurridos. Recordé el radiante color y el agradable aroma de aquel
delicioso brebaje, el valioso don que era capaz de conferir. Entonces,
¡era inmortal!
Pocos días más tarde me reía de mi credulidad. El
viejo proverbio de que nadie es profeta en su tierra era cierto con
respecto a mí y a mi difunto maestro. Lo apreciaba como hombre, lo
respetaba como sabio, pero me burlaba de la idea de que pudiera mandar
sobre los poderes de las tinieblas, y me reía de los supersticiosos
temores con los que era mirado por el vulgo. Era un filósofo juicioso,
pero no tenía tratos con ningún espíritu
excepto aquellos revestidos de carne y huesos. Su ciencia era
simplemente humana; y la ciencia humana, me persuadí muy pronto, nunca
podrá conquistar las leyes de la naturaleza hasta tal punto que logre
aprisionar eternamente el alma dentro de un habitáculo carnal. Cornelius
había obtenido una bebida que refrescaba y aligeraba el alma; algo más
embriagador que el vino, mucho más dulce y fragante que cualquier fruta.
Probablemente poseía fuertes poderes medicinales, impartiendo ligereza
al corazón y vigor a los miembros; pero sus efectos terminaban
desapareciendo; ya no debían de existir siquiera en mi organismo. Era un
hombre afortunado que había bebido un sorbo de salud y de alegría, y
quizá también de larga vida, de manos de mi maestro; pero mi buena
suerte terminaba ahí: la longevidad era algo muy distinto de la
inmortalidad.
Continué con esta creencia durante años. A veces un
pensamiento cruzaba furtivamente por mi cabeza. ¿Estaba realmente
equivocado el alquimista? Sin embargo, mi creencia habitual era que
seguiría la suerte de todos los hijos de Adán a su debido tiempo. Un
poco más tarde quizá, pero siempre a una edad natural. No obstante, era
innegable que mantenía un sorprendente aspecto juvenil. Me reía de mi
propia vanidad consultando muy a menudo el espejo. Pero lo consultaba en
vano; mi frente estaba libre de arrugas, mis mejillas, mis ojos, toda
mi persona continuaba tan lozana como en mi vigésimo cumpleaños. Me
sentía turbado. Miraba la marchita belleza de Bertha. Yo parecía su
hijo. Poco a poco, nuestros vecinos comenzaron a hacer similares
observaciones, y al final descubrí que empezaban a llamarme el discípulo
embrujado. La propia Berta empezó a mostrarse inquieta. Se volvió
celosa e irritable, y al poco tiempo empezó a hacerme preguntas. No
teníamos hijos; éramos totalmente el uno para el otro. Y pese a que, al
ir haciéndose más vieja, su espíritu
vivaz se volvió un poco propenso al mal genio y su belleza disminuyó un
tanto, yo la seguía amando con todo mi corazón como a la muchachita a
la que había idolatrado, la esposa que siempre había anhelado y que
había conseguido con un tan perfecto amor.
Finalmente, nuestra
situación se hizo intolerable: Bertha tenía cincuenta años, yo veinte.
Yo había adoptado en cierta medida, y no sin algo de vergüenza, las
costumbres de una edad más avanzada. Ya no me mezclaba en el baile entre
los jóvenes, pero mi corazón saltaba con ellos mientras contenía mis
pies. Y empecé a tener mala fama entre los viejos. Las cosas fueron
deteriorándose. Éramos evitados por todos. Se dijo de nosotros -de mí al
menos- que habíamos hecho un trato inicuo con alguno de los supuestos
amigos de mi anterior maestro. La pobre Bertha era objeto de piedad,
pero evitada. Yo era mirado con horror y aborrecimiento.
¿Qué
podíamos hacer? Permanecer sentados junto al fuego. La pobreza se había
instalado con nosotros, ya que nadie quería los productos de mi granja;
y a menudo me veía obligado a viajar veinte millas, hasta algún lugar
donde no fuera conocido, para vender mis cosechas. Sí, es cierto,
habíamos ahorrado algo para los malos días, y esos días habían llegado.
Permanecíamos sentados solos junto al fuego, el joven de viejo corazón y
su envejecida esposa. De nuevo Bertha insistió en conocer la verdad;
recapituló todo lo que había oído, y añadió sus propias observaciones.
Me conjuró a que le revelara el hechizo;
describió cómo me quedarían mejor unas sienes plateadas que el color
castaño de mi pelo; disertó acerca de la reverencia y el respeto que
proporcionaba la edad y lo preferible que eran a las distraídas miradas
que se les dirigía a los niños. ¿Acaso imaginaba que los despreciables
dones de la juventud y buena apariencia superaban la desgracia, el odio y
el desprecio? No, al final sería quemado como traficante en artes negras,
mientras que ella, a quien ni siquiera me había dignado comunicarle la
menor porción de mi buena fortuna, sería lapidada como mi cómplice.
Finalmente, insinuó que debía compartir mi secreto con ella y concederle
los beneficios de los que yo gozaba, o se vería obligada a denunciarme,
y entonces estalló en llanto.
Así acorralado, me pareció que lo
mejor era decirle la verdad. Se la revelé tan tiernamente como pude, y
hablé tan sólo de una muy larga vida, no de inmortalidad, concepto que, de hecho, coincidía mejor con mis propias ideas. Cuando terminé, me levanté y dije:
-Y
ahora, mi querida Bertha, ¿denunciarás al amante de tu juventud? No lo
harás, lo sé. Pero es demasiado duro, mi pobre esposa, que tengas que
sufrir a causa de mi aciaga suerte y de las detestables artes de
Cornelius. Me marcharé. Tienes buena salud, y amigos con los que ir en
mi ausencia. Sí, me iré: joven como parezco, y fuerte como soy, puedo
trabajar y ganarme el pan entre desconocidos, sin que nadie sepa ni
sospeche nada de mí. Te amé en tu juventud. Dios es testigo de que no te
abandonaré en tu vejez, pero tu seguridad y tu felicidad requieren que
ahora haga esto.
Tomé mi gorra y me dirigí hacia la puerta; en un
momento los brazos de Bertha rodeaban mi cuello, y sus labios se
apretaban contra los míos.
-No, esposo mío -dijo-. No te irás
solo. Llévame contigo; nos marcharemos y, como dices, entre desconocidos
estaremos seguros. No soy tan vieja todavía como para avergonzarte, mi
Winzy; y me atrevería a decir que el encantamiento desaparecerá pronto
y, con la bendición de Dios, empezarás a parecer más viejo, como
corresponde. No debes abandonarme.
Le devolví de todo corazón su generoso abrazo.
-No
lo haré, Bertha mía; pero por tu bien no debería pensar así. Seré tu
fiel y dedicado esposo mientras estés conmigo, y cumpliré con mi deber
contigo hasta el final.
Al día siguiente nos preparamos para
nuestra emigración. Nos vimos obligados a hacer grandes sacrificios
pecuniarios. De todos modos, conseguimos reunir una suma suficiente como
para mantenernos mientras Bertha viviera. Y sin decirle adiós a nadie,
abandonamos nuestra región natal para buscar refugio en un remoto lugar
del oeste de Francia.
Resultó cruel arrancar a la pobre Bertha de
su pueblo, de los amigos, para llevarla a un nuevo país, un nuevo
lenguaje, nuevas costumbres. El extraño secreto de mi destino hizo que
yo ni siquiera me diera cuenta de ese cambio; pero la compadecí
profundamente, y me alegró darme cuenta de que ella hallaba alguna
compensación a su infortunio en una serie de pequeñas y ridículas
circunstancias. Lejos de toda murmuración, buscó disminuir disparidad de
nuestras edades a través de un millar de artes femeninas: rojo de
labios, trajes juveniles y la adopción de una serie de actitudes
desacordes con su edad. No podía irritarme por eso. ¿No llevaba yo mismo
una máscara? ¿Para qué pelearme con ella, sólo porque tenía menos éxito
que yo? Me apené profundamente cuando recordé que esa remilgada y
celosa vieja de sonrisa tonta era mi Bertha, aquella muchachita de pelo y
ojos oscuros, con una sonrisa de encantadora picardía y un andar de
corzo, a la que tan tiernamente había amado y a la que había conseguido
con un tal arrebato. Hubiera debido reverenciar sus grises cabellos y
sus arrugadas mejillas. Hubiera debido hacerlo; pero no lo hice, y ahora
deploro esa debilidad humana.
Sus celos estaban siempre
presentes. Su principal ocupación era intentar descubrir que, pese a las
apariencias externas, yo también estaba envejeciendo. Creo
verdaderamente que aquella pobre alma me amaba de corazón, pero nunca
hubo mujer tan atormentada. Hubiera querido discernir arrugas en mi
rostro y decrepitud en mi andar, mientras que yo desplegaba un vigor
cada vez mayor, con una juventud por debajo de los veinte años. Nunca me
atreví a dirigirme a otra mujer. En una ocasión, creyendo que la
belleza del pueblo me miraba con buenos ojos, me compró una peluca gris.
Su constante conversación entre sus amistades era que yo, aunque
parecía joven, estaba hecho una ruina; y afirmaba que el peor síntoma
era mi aparente salud. Mi juventud era una enfermedad, decía, y yo debía
estar preparado en cualquier momento, si no para una repentina y
horrible muerte, sí al menos para despertarme cualquier mañana con la
cabeza completamente blanca y encorvado, con todas las señales de la
senectud. Yo la dejaba hablar y a menudo me unía a ella en sus
conjeturas. Sus advertencias hacían coro con mis interminables
especulaciones relativas a mi estado, y me tomaba un enorme y doloroso
interés en escuchar todo aquello que su rápido ingenio y excitada
imaginación podían decir al respecto.
¿Para qué extenderse en
todos estos detalles? Vivimos así durante largos años. Bertha quedó
postrada, paralítica; la cuidé como una madre cuidaría a un hijo. Se
volvió cada vez más irritable, y aún seguía insistiendo en lo mismo, en
cuánto tiempo la sobreviviría. Seguí cumpliendo con mis deberes hacia
ella, lo cual fue una fuente de consuelo para mí. Había sido mía en su
juventud, era mía en su vejez; y al final, cuando arrojé la primera
paletada de tierra sobre su cadáver, me eché a llorar, sintiendo que
había perdido todo lo que realmente me ataba a la humanidad.
Desde entonces, ¡cuántas han sido mis preocupaciones y pesares, cuan pocas y vacías mis alegrías! Detengo aquí mi historia,
no la proseguiré más. Un marinero sin timón ni compás, lanzado a un mar
tormentoso, un viajero perdido en un páramo interminable, sin indicador
ni mojón que lo guíe a ninguna parte, eso he sido; más perdido, más
desesperanzado que nadie. Una nave acercándose, un destello de un faro
lejano, podrían salvarme; pero no tengo más guía que la esperanza de la
muerte. ¡La muerte! ¡Misteriosa, hosca amiga de la frágil humanidad!
¿Por
qué, único entre todos los mortales, me has arrojado fuera de tu manto?
¡Oh, la paz de la tumba! ¡El profundo silencio del sepulcro revestido
de hierro! ¡Los pensamientos dejarían por fin de martillear en mi
cerebro, y mi corazón ya no latiría más con emociones que sólo saben
adoptar nuevas formas de tristeza!
¿Soy inmortal?
Vuelvo a mi pregunta. En primer lugar, ¿no es más probable que el
brebaje del alquimista estuviera cargado con longevidad más que con vida
eterna? Tal es mi esperanza. Y además, debo recordar que sólo bebí la
mitad de la poción preparada. ¿Acaso no era necesaria la totalidad?
Haber bebido la mitad del licor de la inmortalidad
es convertirse en semiinmortal; mi eternidad está pues truncada. Pero,
de nuevo, ¿cuál es el número de años de media eternidad? A menudo
intento imaginar si lo que rige el infinito puede ser dividido. A veces
creo descubrir la vejez avanzando. He descubierto una cana. ¡Estúpido!
¿Debo lamentarme? Sí, el miedo a la vejez y a la muerte repta a menudo
fríamente hasta mi corazón, y cuanto más vivo más temo a la muerte,
aunque aborrezca la vida. Ése es el enigma del hombre, nacido para
perecer, cuando lucha, como hago yo, contra las leyes establecidas de su
naturaleza.
Pero seguramente moriré a causa de esta anomalía de
los sentimientos; la medicina del alquimista no debe de proteger contra
el fuego, la espada y las asfixiantes aguas. He contemplado las azules
profundidades de muchos lagos apacibles, y el tumultuoso discurrir de
numerosos ríos caudalosos, y me he dicho: la paz habita en estas aguas.
Sin embargo, he guiado mis pasos lejos de ellos, para vivir otro día
más. Me he preguntado a mí mismo si el suicidio es un crimen en alguien
para quien constituye la única posibilidad de abrir la puerta al otro
mundo. Lo he hecho todo, excepto presentarme voluntario como soldado o
duelista, pues no deseo destruir a mis semejantes. Pero no, ellos no son
mis semejantes. El inextinguible poder de la vida en mi cuerpo y su
efímera existencia nos alejan tanto como lo están los dos polos de la
Tierra. No podría alzar una mano contra el más débil ni el más poderoso
de entre ellos.
Así he seguido viviendo año tras año. Solo, y cansado de mí mismo. Deseoso de morir, pero no muriendo nunca. Un mortal inmortal.
Ni la ambición ni la avaricia pueden entrar en mi mente, y el ardiente
amor que roe mi corazón jamás me será devuelto; nunca encontraré a un
igual con quien compartirlo. La vida sólo está aquí para atormentarme.
Hoy
he concebido una forma por la que quizá todo pueda terminar sin matarme
a mí mismo, sin convertir a otro hombre en un Caín. Una expedición en
la que ningún ser mortal pueda nunca sobrevivir, aun revestido con la
juventud y la fortaleza que anidan en mí. Así podré poner mi
inmortalidad a prueba y descansar para siempre, o regresar, como la
maravilla y el benefactor de la especie humana. Antes de marchar, una
miserable vanidad ha hecho que escriba estas páginas. No quiero morir
sin dejar un nombre detrás. Han pasado tres siglos desde que bebí el
brebaje; no transcurrirá otro año antes de que, enfrentándome a
gigantescos peligros, luchando con los poderes del hielo en su propio
campo, acosado por el hambre, la fatiga y las tormentas, rinda este
cuerpo, una prisión demasiado tenaz para un alma que suspira por la
libertad, a los elementos destructivos del aire y el agua. O, si
sobrevivo, mi nombre será recordado como uno de los más famosos entre
los hijos de los hombres. Y una vez terminada mi tarea, deberé adoptar
medios más drásticos. Esparciendo y aniquilando los átomos que componen
mi ser, dejaré en libertad la vida que hay aprisionada en él, tan
cruelmente impedida de remontarse por encima de esta sombría tierra, a
una esfera más compatible con su esencia inmortal".
Mary Shelley
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