"Próxima la época de exámenes, Malcolm Malcolmson decidió ir a algún
lugar solitario donde poder estudiar sin ser interrumpido. Temía las
playas por su atractivo, y también desconfiaba del aislamiento rural,
pues conocía desde hacía mucho tiempo sus encantos. Lo que buscaba era
un pueblo donde nada le distrajera del estudio. Frenó sus deseos de
pedir consejo, pues pensó que cada uno le recomendaría un sitio ya
conocido donde, indudablemente, tendría amigos.
Malcolmson deseaba evitar las amistades así que decidió buscar por sí
mismo. Hizo su equipaje, tan sólo una maleta con un poco de ropa y todos
los libros que necesitaba, y
compró un billete para el primer nombre desconocido que vio en los
itinerarios de los trenes de cercanías. Cuando al cabo de tres horas de
viaje se apeó en Benchurch, se sintió satisfecho de lo bien que había
conseguido borrar sus pistas para poder disponer del tiempo y la
tranquilidad necesarios para proseguir sus estudios. Acudió de inmediato
a la única fonda del lugar, y tomó una habitación para la noche.
Benchurch era un pueblo donde se celebraban regularmente mercados, y una
semana de cada mes era invadido por una enorme muchedumbre; pero
durante los restantes veintiún días no tenía más atractivos que los que
pueda tener un desierto.
Al día siguiente de su llegada, Malcolmson buscó una residencia aún más
aislada y apacible que una fonda tan tranquila como El Buen Viajero.
Sólo encontró un lugar que satisfacía realmente sus más exageradas ideas
acerca de la tranquilidad. Realmente, tranquilidad no era la palabra
apropiada para aquel sitio; desolación era el único término que podía
transmitir una idea de su aislamiento. Era una casa vieja, anticuada, de
construcción pesada y estilo jacobino, con macizos gabletes y ventanas,
más pequeñas de lo acostumbrado y situadas más alto de lo habitual en
esas casas; estaba rodeada por un alto muro de ladrillos sólidamente
construido. En realidad, daba más la impresión de un edificio
fortificado que de una simple vivienda. Pero todo esto era lo que le
gustaba a Malcolmson. He aquí —pensó— el lugar que estaba buscando, y
sólo si lo consigo me sentiré feliz. Su alegría aumentó cuando se dio
cuenta de que estaba sin alquilar en aquel momento.
En la oficina de correos averiguó el nombre del agente, que se
sorprendió mucho al saber que alguien deseaba ocupar parte de la vieja
casona. El señor Carnford, abogado local y agente inmobiliario, era un
amable caballero de edad avanzada que confesó con franqueza el placer
que le producía el que alguien desease alquilar la casa.
-A decir verdad -señaló- me alegraría por los dueños, naturalmente, que
alguien ocupase la casa durante años, aunque fuera de forma gratuita, si
con ello el pueblo pudiera acostumbrarse a verla habitada. Ha estado
vacía durante tanto tiempo que se ha levantado una especie de prejuicio
absurdo a su alrededor, y la mejor manera de acabar con él es
ocuparla.... aunque sólo sea -añadió, alzando una astuta mirada hacia
Malcolmson- por un estudiante, que desea quietud durante algún tiempo.
Malcolmson juzgó inútil pedir detalles al hombre acerca del absurdo
prejuicio; sabía que sobre aquel tema podría conseguir más información
otro lugar. Pagó por adelantado tres meses, se guardó el recibo y el
nombre de una señora que posiblemente se comprometería a ocuparse de él,
y se marchó con las llaves en el bolsillo. De ahí fue directamente a
hablar con la dueña de la fonda, una mujer alegre y bondadosa a la que
pidió consejo acerca de qué clase y cantidad de víveres y provisiones
necesitaría. Ella alzó las manos con estupefacción cuando él le dijo
dónde pensaba alojarse.
-¡En la Casa del Juez no! -exclamó, palideciendo.
Él respondió que ignoraba el nombre de la casa, pero le explicó dónde estaba situada. Cuando hubo terminado, la mujer contestó:
-¡Sí, no cabe duda..., no cabe duda de que es el mismo sitio! Es la Casa del Juez.
Entonces él le pidió que le hablase de la casa, por qué se llamaba así y
qué tenía ella en contra. La mujer le contó que en el pueblo la
llamaban asi porque hacía muchos años (no podía decir exactamente
cuántos, puesto que ella era de otra parte de la región, pero debían de
ser al menos unos cien o quizá más) había sido el domicilio de cierto
juez que en su tiempo inspiró gran espanto a causa del rigor de sus
sentencias y de la hostilidad con la que siempre se enfrentó a los
acusados en su tribunal. Acerca de lo que había en contra de la casa no
podía decir nada. Ella misma lo había preguntado a menudo, pero nadie la
supo informar. De todos modos, el sentimiento general era de que allí
había algo, y ella por su parte no aceptaría ni todo el dinero del
Banco de Drinkswater si a cambio se le pedía que permaneciera una sola
hora a solas en la casa. Luego se excusó ante Malcolmson ante la
posibilidad de que sus palabras pudieran preocuparle.
-Es que esas cosas, señor, no me gustan nada, y además el que usted, un
caballero tan joven, se vaya, y perdone que se lo diga, a vivir allí tan
solo... Si fuera hijo mío, y perdone que se lo diga, no pasaría usted
allí ni una noche, aunque tuviera que ir yo misma en persona y hacer
sonar la gran campana de alarma que hay en el tejado.
La pobre mujer hablaba de buena fe, y con tan buenas intenciones, que
Malcolmson, además de regocijado, se sintió conmovido. Le expresó cuánto
apreciaba el interés que se tomaba por él y luego, amablemente, añadió:
-Pero mi querida señora Witham, le aseguro que no es necesario que se
preocupe por mí. Un hombre que, como yo, estudia matemáticas superiores,
tiene demasiadas cosas en la cabeza para que pueda molestarle ninguno
de esos misteriosos algos; por otraparte, mi trabajo es demasiado exacto y prosaico como para permitir que algún rincón de mi mente preste atención a misterios de cualquier tipo. ¡La progresión armónica las permutaciones, las combinaciones y las funciones elípticas son ya misterios suficientes para mí!
La señora Witham se encargó amablemente de su ministrarle provisiones, y
fue en busca de la vieja que le habían recomendado para «ocuparse de
él. Cuando, al cabo de horas, regresó con ella a la Casa del Juez, se
encontró con la señora Witham, que le esperaba en persona, junto con
varios hombres y chiquillos llevando paquetes, e incluso de una cama que
habían transportado en una carreta, puesto que, como dijo ella, aunque
era posible que las sillas y las mesas estuvieran todas muy bien
conservadas y fueran utilizables, no era bueno ni propio de huesos
jóvenes descansar en una cama que no había sido oreada desde hacía por
lo menos cincuenta años. La buena mujer sentía todas luces curiosidad
por ver el interior de la casa, y recorrió todo el lugar, pese a
manifestarse tan temerosa que al menor ruido se aferraba a Malcolmson,
del cual no se separó ni un solo instante.
Tras examinar la casa, Malcolmson decidió ocupar el comedor, que era
espacioso como para satisfacer sus necesidades; y la señora Witham, con
ayuda de la señora Dempster, la asistenta, procedió a ordenar las cosas.
Una vez desempaquetados los bultos, Malcolmson vio que, con bondadosa
previsión, la mujer le había enviado de su propia cocina provisiones
suficientes para varios días. Antes de marcharse, la mujer expresó toda
clase de buenos deseos y, ya en la misma puerta, se volvió para decir:
-Quizá, señor, ya que la habitación es grande y con muchas corrientes de
aire, puede que no le venga mal instalar uno de esos biombos grandes
alrededor de la cama por la noche... Pero, la verdad sea dicha, yo me
moriría de miedo si tuviera que
quedarme aquí encerrada con toda esa clase de.... de cosas que asomarán
sus cabezas por los lados o por encima del biombo y se pondrán a
mirarme..
La imagen que acababa de evocar fue excesiva para sus nervios y huyó
precipitadamente. La señora Dempster, con aires de superioridad, lanzó
un despectivo resoplido cuando se hubo ido la otra mujer y afirmó
categóricamente que ella por su parte no se sentía en absoluto inclinada
a atemorizarse ni ante todos los duendes del mundo.
-Le diré a usted lo que pasa, señor, -dijo- Los duendes son toda clase de cosas... ¡menos duendes!
Ratas, ratones y escarabajos; y puertas que crujen, y tejas caídas, y
tiradores de cajones que aguantan firmes cuando usted tira de ellos y
luego se caen solos en medio de la noche. ¡Observe el zócalo de la
habitación! ¡Es viejo... tiene cientos de años! ¿Cree usted que no va a
haber ratas y escarabajos ahí detrás? ¡Claro que sí! ¿Imagina usted que
no va a verlos? ¡Claro que no! Las ratas son los duendes, se lo digo yo, y los duendes son las ratas.... ¡y no crea otra cosa!
-Señora Dempster -dijo gravemente Malcolmson con una pequeña inclinación
de cabeza- ¡sabe usted más que un catedrático de matemáticas! Permítame
decirle que, en señal de mi estima hacia su salud mental, cuando me
vaya le daré la posesión de esta casa y le permitiré que resida aquí
usted sola durante los dos últimos meses de mi alquiler, puesto que las
cuatro primeras semanas bastarán para mis propósitos.
-¡Muchas gracias por su amabilidad, señor! -respondió ella- Pero no
puedo dormir ni una noche fuera de mi dormitorio: vivo en la Casa de
Caridad Greenhow y si pasara una sola noche fuera de mis habitaciones
perdería todo los derechos de seguir viviendo allí. La reglas son muy
estrictas, y hay demasiada gente esperando una vacante para que yo me
decida a correr el menor riesgo. Si no fuera por esto, señor, vendría
con mucho gusto a dormir aquí para atenderle durante su estancia.
-Mi buena señora, he venido aquí con el propósito de estar solo, y
créame que le estoy profundamente agradecido a difunto señor Greenhow
por haber organizado su casa de caridad, o lo que sea, de forma tan
admirable que m vea privado por la fuerza de la oportunidad de tan
terrible tentación. ¡San Antonio en persona no habría podido ser más
rígido al respecto!
La vieja se rió secamente.
-¡Ah! ustedes los señoritos jóvenes se asustan de nada. Puede estar seguro de que encontrar aquí toda la soledad que desea.
Y se puso a trabajar en la limpieza y, al anochecer, cuando Malcolmson regresó de dar su paseo (siempre llevaba uno de sus libros
para estudiar mientras paseaba) se encontró con la habitación barrida y
aseada, un fuego ardiendo en la chimenea y la mesa servida para la cena
con las excelentes provisiones de la señora Witham.
-¡Esto sí es comodidad! -dijo mientras se frotaba las manos.
Tras terminar dé cenar volvió a sus libros:
echó más leña al fuego, avivó la lámpara y se sumergió en su duro
trabajo. No hizo ninguna pausa hasta más o menos las once, cuando
suspendió su tarea durante unos momentos para avivar el fuego y hacerse
una taza de té. El descanso era un lujo para él, y lo disfrutaba con una
sensación de delicioso desahogo. El fuego reavivado saltó y
chisporroteó y proyectó extrañas sombras en la antigua habitación y,
mientras tomaba a sorbos el té caliente, gozó con la sensación de
aislamiento de sus semejantes. Fue entonces cuando notó por primera vez
el ruido que hacían las ratas.
Seguro que no han hecho tanto ruido durante todo el tiempo que he estado
estudiando -pensó-. ¡De lo contrario me hubiera dado cuenta! Luego,
mientras el ruido iba en aumento, se tranquilizó diciéndose que aquellos
rumores eran realmente nuevos.
Resultaba evidente que al principio las ratas se habían asustado por la
presencia de un extraño y por la luz del fuego y la lámpara, pero a
medida que pasaba el tiempo se habían vuelto más atrevidas, y ya se
hallaban entretenidas de nuevo en sus ocupaciones habituales.
¡Y eran realmente activas! ¡Subían y bajaban por detrás de la pared, por
encima del cielo raso, por debajo del suelo, se movían, corrían,
bullían, roían y arañaban! Malcolmson sonrió al recordar las palabras de
la señora Dempster: los duendes son las ratas y las ratas son los duendes.
El té empezaba a hacer su efecto estimulante sobre nervios y el
estudiante vio con alegría que tenía ante sí una nueva inmersión en el
largo hechizo del estudio antes
de que terminase la noche, cosa que le proporcionó tal sensación de
comodidad que se permitió el lujo de echar un ojeada por la habitación.
Tomó la lámpara en una mano y recorrió la estancia, preguntándose por
qué una casa tan original y hermosa como aquélla había permanecido
abandonada. Los paneles de roble que recubrían las paredes estaban
finamente labrados, y el trabajo en madera de puertas y ventanas era
hermoso y de raro mérito. Había algunos cuadro viejos en las paredes,
pero estaban tan cubiertos de polvo y suciedad que no pudo distinguir
ningún detalle. En su recorrido se topó con alguna grieta o agujero
bloqueados por la cabeza de una rata, cuyos brillante ojos relucían a la
luz, pero al instante la cabeza desaparecía, con un chillido y un rumor
de huida. Sin embargo, lo que más intrigó fue la cuerda de la gran
campana de alarma del tejado, que colgaba en un rincón de la estancia, a
la derecha de la chimenea. Arrastró hasta cerca del fuego una gran
silla de roble tallado y se sentó para tomar su última taza de té.
Cuando hubo terminado volvió a su trabajo, sentado en la esquina de la
mes con el fuego a su izquierda. Durante un rato las ratas perturbaron
su estudio con su continuo rebullir pero acabó por acostumbrarse al
ruido, del mismo modo que uno se acostumbra al tic-tac de un reloj o al
rumor de un torrente; y así se sumergió de tal forma en trabajo que nada
en el mundo, excepto el problema q estaba intentando resolver, hubiera
sido capaz de hacer mella en él.
Pero de pronto, sin haber conseguido resolverlo, levantó la cabeza: en
el aire notó esa sensación tan peculiar que precede al amanecer y que
tan temible resulta para los que llevan vidas dudosas. El ruido de las
ratas había cesado. Desde luego, tenía la impresión de que había cesado
hacía tan sólo unos instantes, y que precisamente había sido este
repentino silencio lo que le había obligado a levantar la cabeza. El
fuego se había ido apagando, pero todavía arrojaba un profundo y rojo
resplandor. Al mirar en esa dirección, y a pesar de toda su sangre fría,
sufrió un sobresalto.
Allí, sobre la silla de roble tallado y alto respaldo, a la derecha de
la chimenea, había una enorme rata que le miraba fijamente con sus
tristes ojillos. Hizo un gesto para ahuyentarla, pero la rata no se
movió. Ante lo cual hizo ademán de arrojarle algo. Tampoco se movió,
sino que le mostró encolerizada sus grandes dientes blancos; a la luz de
la lámpara, sus crueles ojillos brillaban con una luz de venganza.
Malcolmson se asombró, y, tomando el atizador de la chimenea, corrió
hacia la rata para matarla. Pero antes de que pudiera golpearla ésta,
con un chillido que parecía concentrar todo su odio, saltó al suelo y,
trepando por la cuerda de la campana de alarma, desapareció en la
oscuridad donde no llegaba el resplandor de la lámpara, tamizado por una
pantalla verde. Al instante, y eso fue lo más extraño, el ruidoso
bullicio de las ratas tras los paneles de roble se reanudó.
Esta vez no consiguió sumergirse de nuevo en el problema; pero, cuando
el gallo cantó afuera se fue a la cama. Durmió tan profundamente que ni
siquiera se despertó cuando llegó la señora Dempster para arreglar la
habitación. Sólo lo hizo cuando la mujer, una vez barrida la estancia y
preparado el desayuno, golpeó discretamente en el biombo que ocultaba la
cama. Aún se sentía un poco cansado de su trabajo nocturno, pero una
taza de té lo despejó pronto y, tomando un libro,
salió a dar su paseo matutino. Encontró un sendero apacible entre los
olmos, y allí pasó la mayor parte del día estudiando su Laplace.
A su regreso pasó a saludar a la señora Witham a darle las gracias por
su amabilidad. Cuando ella le vio llegar a través de una ventana de su
sanctasanctórum emplomada con rombos de vidrios de colores, salió a
calle a recibirle y le pidió que pasase. Una vez dentro, miró
inquisitivamente y negó con la cabeza al tiempo que decía:
-No debe trabajar tanto, señor. Esta mañana es usted más pálido que
otras veces. Estar despierto hasta tan tarde y con un trabajo tan duro
para el cerebro no es bueno. Pero dígame, señor, ¿cómo ha pasado la
noche? Espero que bien. ¡No sabe cuánto me alegré cuando la señora
Dempster me dijo esta mañana que había encontrado tan profundamente
dormido cuan llegó!
-Oh, sí, todo ha sido estupendo; todavía no me han molestado los algos.
Sólo las ratas. Tienen montado un auténtico un circo por todo el lugar.
Había una, de aspecto diabólico, que se atrevió a subirse a mi propia
silla, junto al fuego, y se habría marchado de no haberla yo amenazado
con atizador; entonces trepó por la cuerda de la campana alarma y
desapareció allá arriba, por encima de las paredes o el techo; no pude
verlo bien debido a la oscuridad.
-¡Dios nos asista! -exclamó la señora Witham ¡Un viejo diablo,
y sobre una silla junto al fuego! ¡Tenga cuidado, señor! ¡Tenga mucho
cuidado! A veces hay cosas muy verdaderas que se dicen en broma.
-¿Qué quiere usted decir?
-¡Un viejo diablo! El viejo diablo,
quizá. ¡Oh, señor no se ría usted! -pues Malcolmson había estallado una
franca carcajada-. Ustedes, la gente joven, cree que es muy fácil
reírse de cosas que hacen estremecer a los viejos. ¡Pero no importa,
señor! ¡No haga caso! Quiera Dios que pueda usted continuar riendo todo
el tiempo. ¡Eso es lo que le deseo!
Y la buena señora rebosó de nuevo alegre simpatía, olvidados por un momento todos sus temores.
-¡Oh, perdóneme! —dijo entonces Malcolmson—. No me juzgue descortés, es
que la cosa me ha hecho gracia.... eso de que el viejo diablo en persona
estaba anoche sentado en mi silla...
Y al recordarlo se rió de nuevo. Luego se fue a su casa a cenar.
Aquella noche el rumor de las ratas empezó más temprano; con toda
seguridad se había iniciado ya antes de su regreso, y sólo dejó de oírse
unos momentos mientras les duró el susto causado por su imprevista
llegada. Después de cenar se sentó un momento junto al fuego a fumar y,
tras limpiar la mesa, empezó de nuevo su trabajo como otras veces. Pero
esa noche las ratas le distraían más que la anterior. ¡Cómo correteaban
de arriba abajo, por detrás y por encima! ¡Cómo chillaban, roían y
arañaban! ¡Y cómo, más atrevidas a cada instante, se asomaban a las
bocas de sus agujeros y por todas las grietas y resquebrajaduras del
zócalo, con sus ojillos brillantes como lámparas diminutas cuando se
reflejaba en ellos el fulgor del fuego! Pero para el estudiante,
habituado sin duda a ellos, esos ojos no tenían nada de siniestro; por
el contrario, sólo veía en ellos un aire travieso y juguetón. A menudo,
las más atrevidas hacían incursiones por el suelo o a lo largo de las
molduras de la pared. Una y otra vez, cuando empezaban a molestarle
demasiado, Malcolmson hacía un ruido para asustarlas, golpeaba la mesa
con la mano o emitía un fiero «Ssssh, ssssh» para que huyesen
inmediatamente a sus escondrijos.
Así transcurrió la primera mitad de la noche; luego, a pesar del ruido,
Malcolmson fue sumergiéndose cada vez más en el estudio. De repente,
alzó la vista, como la noche anterior, dominado por una súbita sensación
de silencio. No se oía ni el más leve ruido de roer, chillar o arañar.
Era un silencio de tumba. Entonces recordó el extraño suceso la noche
anterior, e instintivamente miró a la silla que había junto a la
chimenea. Una extraña sensación recorrió entonces todo su cuerpo.
Allá, al lado de la chimenea, en la gran silla de roble tallado de
respaldo alto, estaba la misma enorme rata mirándole fijamente con unos
ojos fúnebres y malignos. Instintivamente tomó el objeto que tenía más
al alcance de su mano, unas tablas de logaritmos, y se la arrojó. El libro
fue mal dirigido y la rata no se movió; a que tuvo que repetir la
escena del atizador de la noche anterior; y de nuevo la rata, al verse
estrechamente cercada, huyó trepando por la cuerda de la campana.
También fue muy extraño que la fuga de esta rata fuese seguida
inmediatamente por la reanudación de ruido de la comunidad. En esta
ocasión, como en la precedente, Malcolmson no pudo ver por qué parte de
estancia desapareció el animal, pues la pantalla de lámpara dejaba en
sombras la parte superior de la habitación y el fuego brillaba
mortecino.
Miró su reloj y observó que era casi medianoche, avivó el fuego y
preparó una taza de té. Había trabajado perfectamente y se creyó
merecedor de un cigarrillo; así pues, se sentó en la gran silla de roble
tallado junto a la chimenea y fumó con delectación. Mientras lo hacía,
empezó a pensar que le gusta saber por dónde lograba meterse el animal,
ya que empezaba a acariciar la idea de poner en práctica al día
siguiente algo relacionado con una ratonera. En previsión de ello,
encendió otra lámpara y la colocó de forma que iluminase bien el rincón
derecho que formaban la chimenea y la pared. Luego apiló todos los
libros que tenía, colocándolos al alcance de la mano para arrojárselos
al animal si llegaba el caso.
Finalmente, levantó la cuerda de la campana de alarma y colocó su
extremo inferior encima de la mesa, pisándolo con la lámpara. Cuando
tomó la cuerda en sus manos no pudo por menos que notar lo flexible que
era, sobre todo teniendo en cuenta su grosor y el tiempo que llevaba sin
usar. Se podría colgar a un hombre de ella, pensó. Terminados sus
preparativos, miró a su alrededor y exclamó, satisfecho:
—¡Ahora, amiga mía, creo que vamos a vernos las caras de una vez!
Reanudó su estudio, y aunque al principio le distrajo el ruido, pronto
se abandonó por completo a sus proposiciones y problemas. De nuevo fue
reclamado por su alrededor. Esta vez no fue el repentino silencio lo que
llamó su atención; había, además, un ligero movimiento de la cuerda, y
la lámpara se tambaleaba. Sin moverse, comprobó que la pila de libros
estuviese al alcance de su mano y luego deslizó su mirada a lo largo de
la cuerda. Pudo observar que la gran rata se dejaba caer desde la
cuerda a la silla de roble, se instalaba en ella y le contemplaba. Tomó
un libro con la mano derecha y,
apuntando cuidadosamente, se lo lanzó. La rata, con un rápido
movimiento, saltó de costado y esquivó el proyectil. Tomó entonces un
segundo y luego un tercero, y se los lanzó uno tras otro, pero sin
éxito. Porfin, y en el momento en que se disponía a arrojarle un nuevo libro,
la rata chilló y pareció asustada. Esto aumentó su deseo de dar en el
blanco; el libro voló, y alcanzó a la rata con un golpe resonante. El
animal lanzó un chillido terrorífico y, echando a superseguidor una
mirada de terrible malignidad, trepó por el respaldo de la silla, desde
cuyo borde superior saltó hasta la cuerda de la campana de alarma, por
la cual subió con la velocidad del rayo. La lámpara que sujetaba la
cuerda se tambaleó bajo el repentino tirón, pero era pesada y no llegó a
caerse. Malcolmson siguió a la rata con la mirada y la vio, gracias a
la luz de la segunda lámpara, saltar a una moldura del zócalo y
desaparecer por un agujero en uno de los grandes cuadros colgados de la
pared, indescifrable bajo la espesa capa de polvo y suciedad.
Cogió los libros uno a uno, haciendo un comentario sobre ellos mientras
iba leyendo sus títulos. Secciones cónicas ni lo rozó, ni tampoco
Oscilaciones cicloideas,. ni los Principia, ni los Cuaternios, ni la
Termodinámica. ¡Éste es el libro que la alcanzó! Malcolmson lo tomó del
suelo y miró el título y, al hacerlo, se sobresaltó y una súbita palidez
cubrió su rostro. Miró a su alrededor, inquieto, y se estremeció
levemente mientras murmuraba para sí: ¡La Biblia que me dio mi madre!
¡Qué extraña coincidencia!
Volvió a sentarse y reanudó su trabajo; las ratas del zócalo volvieron a
sus cabriolas. Sin embargo, ahora le molestaban; al contrario, su
presencia le proporcionaba una cierta sensación de compañía. Pero no
pudo concentrarse y después de intentar inútilmente dominar el tema que
tenía entre manos, lo dejó con desesperación y fue a acostarse, justo
cuando el primer resplandor del amanecer penetraba furtivamente por la
ventana que daba al este. Durmió pesadamente pero inquieto, y soñó mucho
cuando le despertó la señora Dempster, ya muy entrada la mañana, su
aspecto era de haber descansado mal, durante algunos minutos no pareció
darse cuenta exacta de dónde se encontraba. Su primer encargo sorprendió
bastante a la criada.
-Señora Dempster, cuando me ausente hoy de casa quiero que coja la
escalera, saque el polvo y limpie bien todos esos cuadros....
especialmente el tercero a partir de la chimenea. Quiero ver qué hay en
ellos.
Hasta bien entrada la tarde estuvo Malcomson estudiando a la sombra de
los árboles; a medida que transcurría el día notó que sus asimilaciones
mejoraban progresivamente y fue volviendo al alegre optimismo del día
anterior. Ya había conseguido solucionar satisfactoriamente todos los
problemas que hasta entonces le habían eludido, y se encontraba en un
estado tal de euforia que decidió hacer una visita a la señora Witham en
El Buen Viajero. La encontró en su confortable cuarto de estar,
acompañada por un desconocido que le fue presentado como el doctor
Thornhill. La mujer no parecía hallarse totalmente a gusto, y esto,
unido a que el hombre se lanzó de inmediato a hacerle toda una serie de
preguntas, hizo pensar a Malcolmson que la presencia del doctor no era
casual, así que dijo sin ambages:
-Doctor Thornhill, contestaré gustosamente cualquier pregunta que quiera
hacerme, si primero me contesta usted a una que deseo hacerle yo.
El doctor pareció sorprenderse, pero sonrió y respondió al momento:
-¡De acuerdo! ¿De qué se trata?
-¿Le pidió a usted la señora Witham que viniera aquí a verme y aconsejarme?
El doctor Thornhill, se mostró por un momento desconcertado, y la señora
Witham enrojeció vivamente y volvió la cara hacia otro lado; sin
embargo, el doctor era un hombre sincero e inteligente y no dudó en
contestar con franqueza:
-Así fue, en efecto, pero no quería que usted se enterase. Supongo que
han sido mi torpeza y mi apresuramiento los que le han hecho sospechar.
Pero en fin, lo que me dijo fue que no le gustaba la idea de que
estuviese usted en esa casa completamente solo, y tomando tanto té y tan
cargado. Deseaba que yo le aconsejase que dejara el té y no se quedara a
estudiar hasta tan tarde. Yo también fui un buen estudiante en mis
tiempos, y por ello espero que me permita tomarme la libertad de darle
un consejo sin ánimo de ofenderle, puesto que no le hablo como un
extraño, sino como un universitario puede hablarle a otro.
Malcolmson le tendió la mano con una radiante sonrisa.
-¡Choque esos cinco!, como dicen en América. Le agradezco su interés, y
también a la señora Witham; y su amabilidad me obliga a pagarles en la
misma moneda. Prometo no volver a tomar té cargado, ni sin cargar, hasta
que usted me autorice Y esta noche me iré a la cama a la una de la
madrugada lo más tarde. ¿De acuerdo?
-Estupendo. Y ahora cuénteme usted todo lo que ha visto en el viejo caserón.
Malcomson relató con todo
detalle lo sucedido en las dos últimas noches. Fue interrumpido de vez
en cuando por las exclamaciones de la señora Witham hasta que
finalmente, al llegar al episodio de la Biblia toda la emoción reprimida
de la mujer halló salida en un tremendo alarido, y hasta que no se le
administró un buen vaso de coñac no se repuso. El doctor Thornhill lo
escuchó todo con expresión de creciente gravedad, y cuando el relato llegó a su fin y la señora Witham quedó tranquila preguntó:
-¿La rata siempre trepa por la cuerda de la campana de alarma?
-Sí, siempre.
-Supongo que ya sabrá usted -dijo el doctor tras una pausa- qué es esa cuerda.
-¡No!
-Es la misma que utilizaba el verdugo para ahorcar a las víctimas del cruel juez.
Al llegar a este punto fue interrumpido de nuevo por otro grito de la
señora Witham, y hubo que poner otra vez en juego los medios para que
volviera a recobrarse. Malcolmson tras consultar su reloj, observó que
ya era casi hora de cenar y se marchó a su casa tan pronto como ella se
hubo recobrado. Cuando la señora Witham volvió totalmente en sí, asaetó
al doctor Thornhill con coléricas preguntas acerca de qué pretendía
metiendo aquellas horribles ideas en la cabeza del pobre joven.
El doctor Thornhill respondió:
-¡Mi querida señora, mi propósito es bien distinto! Lo que yo quería era
atraer su atención hacia la cuerda de la campana y mantenerla fija
allí. Es posible que se halle en un estado de gran sobreexcitación, por
haber estudiado demasiado o por lo que sea, pero de todas formas me veo
obligado a reconocer que parece un joven tan sano y fuerte mental y
corporalmente como el que más. Pero luego están las ratas..., y esa
sugerencia del diablo...Me
habría ofrecido a ir a pasar la noche con él, pero estoy seguro de que
eso le hubiera humillado. Parece que por la noche sufre algún tipo de
extraño terror o alucinación, y
de ser así deseo que tire de esa cuerda. Como está completamente solo,
eso nos servirá de aviso y podremos llegar hasta él a tiempo aún de
serle útiles. Esta noche me mantendré despierto hasta muy tarde y tendré
los oídos bien abiertos. No se alarme usted, señora Witham, si
Benchurch recibe una sorpresa antes de mañana.
-Oh, doctor, ¿qué quiere usted decir?
-Exactamente esto: es muy posible, o mejor dicho probable, que esta noche oigamos la gran campana de alarma de la Casa del Juez.
Y el doctor hizo un mutis tan efectista como cabía esperar.
-Ya tiene allí demasiadas preocupaciones -añadió.
Cuando Malcomson llegó a la casa descubrió que era un poco más tarde que
de costumbre y que la señora Dempster ya se había marchado: las reglas
de la Casa de Caridad Greenhow no eran de desdeñar. Se alegró mucho de
ver que el lugar estaba limpio y reluciente, alegre fuego ardía en la
chimenea y la lámpara esta bien despabilada.
La tarde era muy fría para el mes abril, y soplaba un pesado viento con
una violencia que crecía tan rápidamente que podía esperarse una buena
tormenta para la noche. El ruido que hacían las ratas cesó durante unos
pocos minutos tras su llegada, pero tan pronto como se volvieron a
acostumbrar a su presencia lo reanudaron. Se alegró de oírlas, y una vez
más notó que en su bullicioso rumor había algo que le hacía sentirse
acompañado. Sus pensamientos retrocedieron hasta el extraño hecho de que
las ratas sólo dejaban de manifestarse cuando aquella otra rata (la
gran rata de ojillos fúnebres) entraba en escena.
Sólo estaba encendida la lámpara de lectura, cuya pantalla verde
mantenía en sombras el techo y la parte superior de la estancia, de tal
modo que la alegre y rojiza luz de la chimenea se extendía cálida y
agradable por el pavimento, brillaba sobre el blanco mantel que cubría
la mesa. Malcomson se sentó a cenar con buen apetito y espíritu
alegre. Después de cenar y fumar un cigarrillo se entregó firmemente a
su trabajo, decidido a que nada le distrajese pues recordaba la promesa
hecha al doctor y quería aprovechar de la mejor manera posible el tiempo
de que disponía.
Durante más de una hora trabajó sin problemas, luego sus pensamientos
empezaron a desprenderse de los libros y a vagabundear por su cuenta.
Las actuales circunstancias en las que se hallaba y la llamada de
atención sobre su salud nerviosa no eran algo que pudiera despreciar.
Por aquel entonces, el viento se había convertido ya en un vendaval, y
el vendaval en una tormenta. La vieja casa, pese a su solidez, parecía
estremecerse desde sus cimientos, y la tormenta rugía y bramaba a través
de las múltiples chimeneas y los viejos gabletes, produciendo extraños y aterradores sonidos
en los pasillos y las estancias vacías. Incluso la gran campana de
alarma del tejado debía de estar sufriendo los embates del viento, pues
la cuerda subía y bajaba levemente, como si la campana estuviera
moviéndose un poco, y el extremo inferior de la flexible cuerda azotaba
el suelo de roble con un ruido duro y hueco.
Al escucharlo, Malcomson recordó las palabras del doctor. Se acercó al
rincón de la chimenea y la tomó entre sus manos para contemplarla.
Parecía sentir como una especie de morboso interés por ella, y mientras
la estaba observando se perdió un momento en conjeturas sobre quiénes
habrían sido esas víctimas y sobre el lúgubre deseo del juez de tener
siempre ante su vista una reliquia tan macabra. Mientras permanecía
allí, el suave balanceo de la campana del tejado había seguido
comunicando a la cuerda cierto movimiento, pero ahora, de pronto, empezó
a notar una nueva sensación, una especie de temblor en la cuerda, como
si algo se estuviera moviendo a lo largo de ella.
Levantó instintivamente la vista y vio a la enorme rata que, lentamente,
bajaba hacia él mirándole con fijeza. Soltó la cuerda y retrocedió con
brusquedad, mascullando una maldición; la rata dio la vuelta, trepó de
nuevo por la cuerda y desapareció; y en ese instante Malcolmson se dio
cuenta de que el ruido de las ratas, que había cesado hacía un momento,
volvía a comenzar.
Todo esto le dejó pensativo; entonces recordó que no había investigado
la madriguera de la rata ni mirado los cuadros como había pensado hacer.
Encendió la otra lámpara, que no tenía pantalla, y levantándola se
situó frente al tercer cuadro a la derecha de la chimenea, que era por
donde había visto desaparecer a la rata la noche anterior.
A la primera ojeada retrocedió, tan bruscamente sobresaltado que casi
dejó caer la lámpara, y una mortal palidez cubrió sus facciones. Sus
rodillas entrechocaron, pesadas gotas de sudor perlaron su frente, y
tembló como un álamo. Pero era joven y animoso, y consiguió armarse
nuevamente de valor; tras una pausa de unos segundos avanzó lentamente
unos pasos, alzó la lámpara y examinó el cuadro, que una vez
desempolvado y limpio era ya claramente distinguible.
Era el retrato de un juez vestido de púrpura y armiño. Su rostro era
fuerte y despiadado, maligno, vengativo y astuto, con una boca sensual y
una nariz ganchuda de rojizo color y forma semejante al pico de un ave
de presa. El resto de la cara era de un color cadavérico. Los ojos, de
un brillo peculiar, tenían una expresión terriblemente maligna.
Contemplándolos, Malcomson sintió frío, pues en ellos vio una réplica
exacta a los ojos de la enorme rata. Casi se le cayó la lámpara de la
mano cuando vio a ésta mirándole con sus ojillos fúnebres desde el
agujero de la esquina del cuadro y notó el repentino cese del ruido de
las demás. Pese a ello, volvió a reunir todo su valor y continuó
examinando la pintura.
El juez estaba sentado en una gran silla de roble tallado de respaldo
alto, a la derecha de una chimenea de piedra junto a la cual colgaba
desde el techo una cuerda que yacía con su extremo inferior enrollado en
el suelo. Con una sensación de horror,
Malcomson reconoció en esa escena la habitación donde se hallaba ahora,
y miró despavorido a su alrededor, como esperando hallar alguna extraña
presencia a su espalda. Luego volvió a dirigir su mirada al rincón que
formaba la chimenea lanzando un grito desgarrado, dejó caer la lámpara
que llevaba en la mano.
Allí, en la silla del juez, con la cuerda colgando tras ella, se había
instalado aquella enorme rata que tenía la misma fúnebre mirada que
éste, ahora diabólicamente intensa. Excepto el ulular de la tormenta,
todo mantenía un completo silencio. La lámpara caída hizo que Malcolmson
volviera a la realidad. Por fortuna, era de metal y el aceite no se
derramó. Sin embargo, la necesidad de recogerla de inmediato serenó sus
aprensiones nerviosas. Cuando hubo apagado la lámpara se secó el sudor y
meditó un momento.
-Esto no puede ser. -se dijo en voz alta- Si sigo así voy a volverme
loco. ¡Basta ya!Prometí al doctor que no tomaría té. ¡Por Dios que tenía
razón! Mis nervios han debido llegar a un estado terrible. Es curioso
que yo no lo note. Nunca en mi vida me he encontrado mejor. Pero ahora
todo vuelve a ir bien, no volveré a comportarme como un necio.
Se preparó un buen vaso de brandy y se sentó resueltamente para
proseguir su estudio. Llevaba así cerca de una hora cuando levantó la
vista del libro, atraído por el súbito silencio. Sin embargo, el viento
ululaba y rugía más fuerte que nunca, y la lluvia golpeaba en ráfagas
los cristales de las ventanas como si fuera granizo; en el interior de
la casa, sin embargo, no se oía nada, excepto el eco del viento bramando
por la gran chimenea como un arrullo de la tormenta. El fuego casi se
había apagado; ardía ya sin llama, arrojando sólo un resplandor rojizo.
Escuchó con atención, y entonces oyó un tenue y chirriante ruido, casi
inaudible. Provenía del rincón de la estancia donde colgaba la cuerda, y
el estudiante pensó que debía de producirlo el roce de la cuerda contra
el suelo cuando el balanceo de la campana la hacía subir y bajar. Sin
embargo, al mirar hacia allí, observó sorprendido que la rata, agarrada a
la cuerda, la estaba royendo. La cuerda estaba ya casi roída por
entero; se podía ver un color más claro en el punto donde las hebras
internas habían quedado al descubierto. Mientras observaba, la tarea
quedó completada y la cuerda cayó con un chasquido sobre el piso de
roble, al tiempo que, por un instante, la gran rata permanecía colgada,
como una monsruosa borla o campanilla, del cabo superior, que empezó a
balancearse a uno y otro lado.
Sintió por un momento otra oleada brusca de terror
al darse cuenta de que la posibilidad de comunicarse con el mundo
exterior y pedir auxilio había quedado cortada, pero este sentimiento
fue reemplazado en seguida por una intensa cólera y, agarrando el libro
que estaba leyendo, lo arrojó contra la rata. El tiro iba bien dirigido,
pero antes de que el proyectil pudiera alcanzarla, la rata se dejó caer
y aterrizó en el suelo con un blando ruido. MalcoImson se abalanzó al
instante sobre ella, pero el animal salió disparado y desapareció en las
sombras de la estancia.
Comprendió que el estudio había terminado, al menos por aquella noche, y
decidió alterar la monotonía de su vida con una cacería de ratas.
Retiró la pantalla de la lámpara para conseguir un mayor radio de acción
de la luz. Al hacerlo, se disiparon las tinieblas de la parte superior
de la estancia, y ante aquella invasión de luz, cegadora en comparación
con la oscuridad anterior, los cuadros de la pared destacaron
limpiamente. Desde donde estaba Malcomson pudo ver, justo frente a él,
el tercero a la derecha de la chimenea. Se frotó con sorpresa los ojos, y
luego un gran miedo empezó a
invadirle. En el centro del cuadro había un espacio vacío, grande e
irregular, en el que se veía el lienzo pardo tan limpio como cuando fue
colocado en el bastidor. El fondo del cuadro estaba como antes, con la
silla, el rincón de la chimenea y la cuerda, pero la figura del juez
había desaparecido.
Estremecido de terror, fue
girando lentamente, y entonces empezó a temblar como afectado por un
ataque de parálisis. Sus fuerzas parecían haberle abandonado, dejándole
incapaz de hacer el menor movimiento, incluso casi incapaz de pensar.
Sólo podía ver y oír. Allí, en la gran silla de roble de alto respaldo,
estaba sentado el juez, con su atuendo de púrpura y armiño, los fúnebres
ojos brillando vengativos, una sonrisa de triunfo en la boca, firme y
cruel, mientras sostenía en sus manos un negro birrete.
Malcomson notó que la sangre huía de su corazón, como lo que se siente
en los momentos de prolongada ansiedad. Le silbaban los oídos. Sin
embargo, podía oír el bramar y el aullar de la tempestad y,
atravesándola, deslizándose sobre ella, le llegaron las campanadas de
medianoche, en grandes repiques, desde la plaza del mercado. Durante un
tiempo que se le antojó interminable permaneció inmóvil como una
estatua, casi sin respiración, con los ojos desorbitados, heridos de horror.
A medida que iba sonando el reloj se intensificaba la sonrisa de triunfo
en la cara del juez, y cuando hubo sonado la última campanada de
medianoche se colocó el negro birrete en la cabeza. Lenta,
deliberadamente, el juez se levantó de su asiento y tomó el trozo de
cuerda que yacía en el suelo, lo palpó con sus manos como si su contacto
le produjese placer, y luego empezó a anudar uno de sus extremos.
Apretó y comprobó el nudo con el pie, tirando fuertemente de él hasta
quedar satisfecho, y entonces lo transformó en un nudo corredizo, que
alzó en su mano. Después empezó a moverse a lo largo de la mesa, por el
lado opuesto a donde se encontraba Malcomson, con la mirada fija en él,
hasta que le rebasó; entonces, con un rápido movimiento, se colocó ante
la puerta.
Malcomson empezó a darse cuenta en ese momento de que había caído en una
trampa, e intentó pensar qué debía hacer. Había cierta fascinación en
los ojos del juez que no se apartaban de él, y cuya mirada se veía
forzado a sostener. Vio que el juez se le aproximaba (sin dejarde
mantenerse entre la puerta y el joven), levantaba el lazo y lo arrojaba
en su dirección, como para capturarle. Con un gran esfuerzo hizo un
rápido movimiento lateral y vio cómo la cuerda caía a su lado y la oyó
golpear contra el suelo de roble. De nuevo levantó el nudo el juez y
trató de cazarle, sin apartar sus fúnebres ojos de él, y el estudiante
consiguió evitarlo haciendo un poderoso esfuerzo. Esto se repitió muchas
veces, sin que el juez pareciera desanimarse por sus fracasos, sino más
bien gozar con ellos, como un gato con un ratón. Por fin, en la cumbre
de su desesperación, Malcomson arrojó una rápida mirada a su alrededor.
La lámpara parecía reavivada y una brillante luz inundaba la estancia.
En las numerosas madrigueras y en las grietas y agujeros del zócalo vio
los ojos de las ratas; y esta visión, puramente física, le proporcionó
un destello de bienestar. Miró y pudo darse cuenta de que la cuerda de
la gran campana de alarma estaba plagada de ratas. Cada centímetro
estaba cubierto de ellas, cada vez salían más a través del pequeño
agujero circular del techo de donde emergían, de tal modo que, bajo su
peso, la campana empezaba a oscilar.
Osciló hasta que el badajo llegó a tocarla. El sonido fue muy tenue,
pero apenas había comenzado su vaivén, y poco a poco iría aumentando la
potencia del tañido.
Al oírlo, el juez, que había mantenido los ojos fijos en Malcomson, los
levantó, y un gesto de diabólica ira contrajo su rostro. Sus ojos
relucieron como carbones encendidos y golpeó el suelo con el pie,
haciendo un ruido que pareció estremecer toda la casa. El pavoroso
estruendo de un trueno estalló sobre sus cabezas al mismo tiempo que el
juez volvía a levantar el lazo y las ratas seguían subiendo y bajando
por su cuerda, como si luchasen contra el tiempo. Pero esta vez, en
lugar de arrojarlo, se fue acercando a su víctima, y fue abriendo el
lazo a medida que se aproximaba. Al llegar frente al estudiante pareció
irradiar algo paralizante con su sola presencia, y Malcomson, permaneció
rígido como un cadáver. Sintió sobre su garganta los helados dedos del
juez mientras éste le ajustaba el lazo. El nudo se apretó. Entonces el
juez, tomando en sus brazos el rígido cuerpo del muchacho, lo levantó,
colocándolo en pie sobre la silla de roble y, subido junto a él, alzó su
mano y cogió el extremo de la oscilante cuerda de la campana de alarma.
Al alzar la mano, las ratas huyeron, chillando, por el agujero del
techo. Tomando el extremo del lazo que rodeaba el cuello de Malcomson,
lo ató a la cuerda que colgaba de la campana y entonces, descendiendo de
nuevo al suelo, quitó la silla.
Al comenzar a sonar la campana de alarma de la Casa del Juez se congregó
de inmediato un gran gentío. Aparecieron luces y antorchas y,
silenciosamente, la multitud se encaminó presurosa hacia allí.
Golpearon fuertemente la puerta, pero nadie respondió.
Entonces la echaron abajo y penetraron en el gran comedor; el doctor iba
a la cabeza de todos. El cuerpo del estudiante se balanceaba del
extremo de la cuerda de la gran campana de alarma; en el cuadro, el
rostro del juez mostraba una sonrisa maligna".
Bram Stoker
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