"No corresponde sino a las obras realmente hermosas dar lugar a imitaciones afortunadas o desafortunadas. Son otros tantos homenajes indirectos ofrecidos al genio, y que no le han faltado al más donoso, al más emotivo de los poemas, Pablo y Virginia, que Bernardin de Saint-Pierre catalogaba modestamente como una pastoral. Pastoral inmortal sin duda alguna, en la que la exactitud del paisaje y de las costumbres criollas no se rinde sino ante el encanto indecible que de ella se desprende. Las líneas que siguen no tienen ninguna relación, en cuanto al fondo, con la conmovedora historia de los dos jóvenes habitantes de la isla Mauricio. Los hechos transcurren en esta ocasión en la isla Bourbon [actual Reunión] y en época diferente. No obstante, la cercanía de las dos islas, separadas apenas por treinta y cinco leguas, traerá consigo ciertas analogías de descripción, salvo las diferencias del relieve, con frecuencia esenciales como podrá comprobarse, entre la obra de Bernardin y este relato sobre la muerte novelesca de un negro célebre por su habilidad, su valor y su originalidad.
La isla Bourbon es más grande y más elevada que la isla Mauricio. Sus cumbres más altas alcanzan entre 1.700 y 1.800 toesas por encima del nivel del mar; y las elevaciones circundantes están aún cubiertas de selvas vírgenes en las que el pie del hombre no ha penetrado sino en contadas ocasiones. La isla es como un cono inmenso cuya base está rodeada de ciudades y establecimientos más o menos considerables. Pueden contarse alrededor de catorce, todos ellos bautizados con nombres de santos y santas, según la piadosa costumbre de los primeros colonos. Algunas partes de la costa y de la montaña llevan también denominaciones extrañas para los oídos europeos, pero que éstos adoran: L’Étang Salé, Les Trois Bassins, Le Boucan Canot, L’Îlette aux Martins, La Ravine à malheur, Le Bassin bleu, La Plaine des Cafres, etc. Es raro encontrar entre la montaña y el mar una franja de más de dos leguas, salvo en la sabana des Galets y junto al río Saint-Jean, una a sotavento y el otro a barlovento de la isla. Según los antiguos criollos, el mar, que antaño rompía al pie mismo de la montaña, se había ido retirando paulatinamente; y es sobre las lenguas de arena y tierra que fue abandonando donde se construyeron las ciudades y los pueblos. No sucede lo mismo con la isla Mauricio que, salvo algunos picos comparativamente poco elevados, es baja y plana. No se encuentran en ésta las largas torrenteras que surcan la isla Bourbon desde las selvas hasta el mar, con una profundidad pavorosa de mil pies y en las que en la estación lluviosa discurren con un ruido ensordecedor irresistibles torrentes que arrastran rocas de incalculable peso. La vegetación de la isla Bourbon es también más vigorosa y activa, y el aspecto general más grandioso y severo. El volcán, cuya erupción es permanente, se encuentra hacia el sur en medio de montes desolados, que los negros denominan Pays brûlé.
Hacia 1820, un negrero de Madagascar desembarcó su carga humana entre Saint-Paul y Saint-Gilles. Se hicieron lotes que se distribuyeron sobre la arena y luego cada comprador volvió a subir la montaña con sus nuevos esclavos. Entre los que siguieron a su amo hacia las orillas del barranco de Bernica había un joven negro que será, si el lector tiene a bien permitirlo, el protagonista de esta historia tan verídica al menos como las aventuras de la obra que transcurre en la isla Mauricio.
Sacatove era de temperamento tan dulce y de carácter tan alegre; se acostumbró con tanta facilidad a hablar en criollo, que su amo lo distinguió entre los demás. Durante cuatro años enteros no cometió ninguna falta que pudiera merecerle algún castigo. Su entrega y su conducta ejemplar se hicieron proverbiales a diez leguas a la redonda. El patrón lo nombró capataz pese a su edad y los negros se acostumbraron a considerarlo como su superior natural. Todo iba perfectamente en la hacienda cuando, un buen día, Sacatove desapareció para no volver. La búsqueda más minuciosa resultó inútil y antes de que pasaran dos meses todo el mundo lo había olvidado.
La familia del amo blanco al que pertenecía estaba formada por un hijo y una hija de dieciocho y dieciséis años respectivamente. El chico era duro y cruel, aunque valiente, como la mayoría de los criollos; la chica era indolente y fría, con una piel de nieve, ojos azules y cabello rubio. El hermano pasaba la vida cazando en la montaña y en la sabana; la hermana vivía recostada en su habitación, desocupada y perezosa hasta la saciedad. Por lo que respecta al padre, fumaba entre treinta y cuarenta pipas diarias y bebía café a cada hora. Por lo demás sabía suficientemente de todas las cosas como para apreciar adecuadamente el aroma de su tabaco y el de su licor favorito. Era, no obstante, un buen hombre; algo feroz pero no demasiado.
La vivienda que ocupaban en su hacienda de Bernica poseía dos galerías superpuestas cerradas por persianas de rota pintada. Allí se encontraban algunos dormitorios construidos expresamente para evitar los intensos calores de enero. En uno de ellos descansaba habitualmente la joven criolla. Una mañana, sus esclavas predilectas, tras haber esperado largo rato la señal acostumbrada, inquietas por tan prolongado sueño, abrieron la puerta de la habitación y no encontraron a nadie. La joven había desaparecido. La habitación se encontraba tal y como estaba la víspera, sin que faltara ningún objeto de lujo de los que la decoraban, salvo la ropa y los objetos personales de la joven. Sólo podía tratarse de un rapto amoroso; y, aunque el padre y el hijo no sospecharan acerca de quién lo había realizado, las aventuras de esta naturaleza eran demasiado frecuentes como para no tomar medidas urgentes y enérgicas.
Era posible que el raptor se hubiera dirigido hacia la isla Mauricio. Supieron, efectivamente, que un navío había salido de Saint-Paul con ese destino el mismo día del rapto. Se siguió inmediatamente aquel navío, pero resultó que sólo había tocado puntualmente la isla vecina prosiguiendo su ruta rumbo a la India. El padre y el hijo regresaron a su hogar y esperaron pacientemente a que la fugitiva les diera noticias, buenas o malas. El primero no fumó por ello menos pipas; el segundo no cazó menos perdices y liebres. Todo prosiguió como de costumbre en la casa; sólo que hubo una habitación desocupada. Que el lector no se sorprenda por esta indiferencia, ni me acuse de exageración. El criollo tiene el corazón poco efusivo y encuentra ridículo enternecerse. No se trata de estoicismo sino más bien de apatía; lo más frecuente es un completo vacío bajo la tetilla izquierda, como diría Barbier. Dicho sea respetando la excepción que, como todo el mundo sabe, confirma de forma irrecusable la regla general.
Fue poco tiempo después cuando se oyó hablar de Sacatove en la hacienda. Un negro aseguró haberlo visto en los bosques. Esta noticia fue pronto confirmada de manera evidente. Una banda de negros cimarrones desvalijó las haciendas situadas cerca del bosque y la del patrón de Sacatove no se libró. Una noche entre otras, el dormitorio de la joven raptada fue tan completamente desvalijado que sólo quedaron los tabiques, puesto que hasta la persiana de rota se llevaron. El destacamento de los hauts de Saint-Paul recibió orden de perseguir a los cimarrones. Nuestro joven criollo cogió su escopeta de caza y se unió al destacamento como voluntario. Al verlo, su padre encendió una pipa y se tomó varias tazas de café a modo de despedida.
No hay nada más bello que un amanecer visto desde los montes de Bernica. Desde allí se descubre la mitad más rica de la parte de sotavento y el mar a treinta leguas. A la derecha, al pie de la Montagne-à-Marquet, la sabana des Galets se extiende sobre una superficie de tres o cuatro leguas erizada de grandes hierbas amarillas, que surca, como una larga raya negra, el torrente que le da nombre. Cuando la claridad que anuncia la salida del sol aparece por detrás de la montaña de Saint-Denis, una orla de oro fundido corona los dentellones de los picos y destaca vivamente sobre el azul oscuro de sus masas lejanas. Luego se forma de repente en el extremo de la sabana un imperceptible punto luminoso que va agrandándose poco a poco, se desarrolla, invade toda la sabana y, como una marea resplandeciente, pasa de un salto el río de Saint-Paul, resplandece sobre los tejados pintados de la ciudad y pronto rocía toda la isla en el momento en que el sol se lanza gloriosamente por encima de las cumbres más elevadas en el azul oscuro del cielo.
Es un espectáculo sublime que he tenido ocasión de admirar con frecuencia y que se desarrolló también ante los ojos del destacamento cuando hizo su primera parada, a las seis de la mañana, sobre el picacho rojo del Bernica, a unas 1.200 toesas por encima del nivel del mar. Pero, desgraciadamente, los criollos adoptan con gusto como divisa el nil admirari [«no emocionarse por nada»] de Horacio. ¿Qué les importan las magnificencias de la naturaleza? ¿Qué el resplandor de sus noches sin igual? Esas cosas no tienen salida en las plazas comerciales de Europa; un rayo de sol no pesa lo que un fardo de azúcar, y las cuatro paredes de un almacén alegran más sus ojos que los más amplios horizontes. ¡Pobre naturaleza, admirable de fuerza y de poder! ¿Qué les importa a tus ciegos hijos tu maravillosa belleza? No la venden ni al por menor ni al por mayor, luego no sirves para nada. ¡Alimenta con sueños huecos el débil cerebro de los poetas y de los artistas! El criollo es un hombre prematuramente grave, que sólo se deja llevar por los beneficios netos y claros, por la cifra irrefutable, por los sonidos armoniosos del dinero en metálico. Después de eso, todo los demás es vano: amor, amistad, deseo de lo desconocido, inteligencia y saber; nada de eso iguala en valor a un grano de café. Y esto es aún cierto ¡oh, lector!, muy cierto y muy deplorable. Los más fríos y apáticos de los hombres han sido ubicados bajo el más espléndido y dilatado cielo del mundo, en medio del océano infinito, con el fin de que quedara constatado que el hombre de estos tiempos es el ser inmoral por excelencia. ¿Hay inmoralidad más flagrante que la indiferencia y el desprecio de la belleza? ¿Hay algo más odioso que la sequedad de corazón y la impotencia del espíritu frente a la naturaleza eterna? Yo por mi parte he pensado siempre que el hombre así constituido no es sino una monstruosa y odiosa criatura. ¿Quién librará al mundo de él?
El destacamento penetró en los bosques. También éstos están repletos de un encanto austero. El bosque de Bernica, entonces como ahora, lucía en toda la abundancia de su fecunda virginidad. Henchida de cantos de pájaros y de melodías de brisas, dorada por aquí y por allá por los rayos multiplicados a través de las hojas, enlazada por lianas brillantes con mil flores incesantemente variadas de forma y de color y que se balanceaban caprichosamente desde las cimas osadas de las nates y de los bois-roses hasta los tubos redondeados de los papayers-lustres; habríase dicho que era el jardín de Armenia en los primeros días de existencia del mundo, el retiro perfumado de Eva y de los amigos que iban a visitarla. Mil ruidos diversos, mil suspiros, mil risas se cruzaban hasta el infinito bajo las amplias sombras de los árboles, y todas aquellas armonías se unían y se confundían a veces de tal manera que la selva parecía formarse con ellas una voz magnífica y poderosa.
El destacamento pasó silencioso, y el paso de los cazadores se perdió en las profundidades solitarias del bosque. A una legua más o menos, en medio de una inextricable red de lianas y de árboles, la torrentera de Bernica, crecida por las lluvias, corría sordamente a través de su lecho de rocas dispersas. Dos paredes perpendiculares de 400 a 500 pies se erguían a ambos lados de la torrentera. Aquellas paredes, tapizadas en algunas zonas por pequeños arbustos trepadores e hierbas silvestres, estaban generalmente desnudas y dejaban que el sol calentara en demasía la piedra ya calcinada por las antiguas lavas de las que la isla ha conservado la imborrable huella. Si el lector tiene a bien detenerse un instante a mirar la orilla izquierda del barranco, observará en medio de la escasa vegetación de la que acabo de hablar una apertura de un tamaño reducido, más o menos a la mitad de la muralla. Prestando algo más de atención, sus miradas descubrirán una gruesa liana nudosa que desciende a lo largo de la roca hasta la citada entrada, que sus raíces resistentes han fijado más arriba en las grietas de la piedra alrededor del tronco de los árboles.
Había allí una gran gruta dividida en dos partes naturales, siendo la primera bastante más amplia que la segunda, e iluminada a medias por algunas grietas en la bóveda. Apenas se franqueaba la entrada, la curva de la roca se lanzaba a una altura que triplicaba la anchura de aquel cobijo conocido por los negros cimarrones. Tres de éstos se habían sentado en un rincón y fumaban silenciosamente.
En total desorden, colgados o por el suelo, escopetas, machetes de cortar la caña de azúcar, barriles de tocino salado, sacos de arroz, de azúcar y de café, ropas de todo tipo, marmitas y cacerolas llenaban aquella antecámara o más bien aquel cuerpo de guardia de la gruta. Girando un poco hacia la derecha y levantando una cortina de seda amarilla de la India, se entraba en la otra parte. Allí ardían cinco o seis grandes teas de madera de olivo, cuyos reflejos rojizos jugueteaban extrañamente sobre los tejidos de color con los que habían tapizado las paredes de la roca. Sillas, sillones y divanes amueblaban aquel extraño salón; al fondo, indolentemente reclinada sobre un rico sofá azul, vestida de muselina, tranquila e inmóvil aunque algo pálida, dormía o fingía dormir una joven blanca. A unos pasos de ella, apoyado sobre un largo bastón guarnecido de hierro, Sacatove la contemplaba con su expresión despreocupada y dulce arqueando su hermoso torso desnudo.
La joven hizo un movimiento y abrió sus grandes ojos azules. Sacatove se acercó sin hacer ruido y, de rodillas ante ella, le dijo con tono de ternura temerosa:
-¡Perdón, patrona!
Ella no respondió y le echó una mirada fría y despectiva.
-¡Perdón! ¡La amaba tanto! No podía seguir viviendo en los bosques. Si no la hubiera encontrado en la hacienda habría regresado a las cadenas antes que correr el riesgo de no volver a verla jamás. ¡Perdón!
-Debías regresar, efectivamente -contestó la joven-. ¿No eras el mejor tratado de todos nuestros esclavos? ¿Por qué te marchaste con los cimarrones?
-¡Ah! -dijo Sacatove riendo ingenuamente- es que quería ser un poco libre, patrona. Y además, tenía intención de traerla, y cuando Sacatove tiene un deseo, hay doscientos buenos brazos que obedecen. Yo la amaba, patrona, ¿no me amará usted nunca a mí?
-¡Déjame!, ¡estás loco, miserable esclavo! Sal de aquí; no, oye: llévame de nuevo a la hacienda, no diré nada y pediré que te perdonen.
-Sacatove no necesita el perdón de nadie, patrona; es él quien perdona ahora. Vamos, sea buena, patrona -dijo queriendo rodear con sus brazos el cuerpo de la joven.
Pero ante este gesto, ella lanzó un grito de repugnancia invencible y se echó violentamente hacia atrás golpeándose la cabeza con la roca. Palideció y cayó sin conocimiento. Al oír aquel grito estridente, varias negras entraron corriendo y le hicieron volver en sí; luego se marcharon.
-No tenga miedo de mí -dijo Sacatove-, mañana por la mañana estará usted en la hacienda.
-Está bien -susurró fríamente-; cumpliré mi palabra y pediré que te perdonen.
Sacatove sonrió tristemente y salió. Apenas había franqueado el estrecho sendero que separaba las dos puertas de la gruta cuando aparecieron las piernas desnudas de un negro en la entrada de ésta.
-Capataz -gritó con terror- ¡los blancos! ¡los blancos!
Entonces, de todos los rincones de la gruta salieron como por encanto un centenar de negros que tomaron las armas apresuradamente.
-¿Te han visto? -preguntó Sacatove al recién llegado.
-No, no; pero vienen hacia acá.
-Entonces, ¡silencio! No encontrarán nada.
Pronto, efectivamente, se oyeron numerosos pasos por encima de la gruta acompañados de palabrotas y maldiciones; luego el ruido disminuyó y desapareció por completo.
-¡Pobres blancos! -dijo Sacatove con un desprecio indecible. Los negros lanzaron grandes carcajadas al oír aquella exclamación de su jefe.
-Mañana, mañana por la mañana, señorita María, estará de nuevo en la hacienda con sus muebles y su ropa.
Los negros hicieron gestos de asentir silenciosamente; y Sacatove, aproximándose a la entrada de la gruta, sujetó su bastón con los dientes y desapareció trepando por el tronco nudoso de la liana.
El destacamento bajaba de la montaña una hora después de esta escena. El hermano de María se había retrasado unos pasos para dispararle a un hermoso piéjaune que se inclinó a recoger cuando se sintió derribado por una fuerza superior a la suya y oyó una voz, que le resultaba conocida, decirle en criollo:
-¡Buenos días, patrón! La señorita María está bien y pronto la verán de nuevo. No se sorprenda, patrón, soy yo, Sacatove. Salude al viejo blanco. ¡Adiós, patrón!
El joven criollo, recuperando su libertad de movimientos, se incorporó inmediatamente lleno de rabia, pero el negro se encontraba ya a treinta pasos de él y cuando quiso perseguirlo el otro desapareció en el bosque.
Al día siguiente del fijado para el regreso de María, cuando su padre y su hermano pasaban por debajo de la ventana de ésta fumando sus pipas, la vieron de repente y el primero exclamó:
-¡Cómo! ¿Eres tú, María? ¿Dónde has estado?
-¡Hable más bajo! -respondió la joven asomándose a la ventana. Sacatove me llevó al bosque, pero le he prometido el perdón, que hay que concederle por miedo a que hable.
-Si viene o si me lo encuentro -dijo el joven- no hablará.
No comprendió, efectivamente, la fuerza de voluntad y la generosidad que Sacatove había necesitado para desprenderse de una mujer que nadie en el mundo habría podido arrebatarle. Sólo recordó el doble ultraje de su esclavo y juró castigarlo con sus propias manos. No tuvo que esperar mucho. Una mañana que se encontraba cazando en la linde del bosque, en el momento en que apuntaba, Sacatove apareció ante él. Estaba desnudo como siempre, sin armas y con las manos cruzadas a la espalda.
-Buenos días, patrón. ¿La señorita María se encuentra bien?
-¡Ah, perro! -exclamó el criollo disparando.
La bala rozó el hombro del esclavo que dio un salto hacia delante, agarró al joven por la cintura y lo elevó por encima de su cabeza como para lanzarlo contra el suelo. Pero ese momento de ira no duró mucho. Lo dejó en el suelo y le dijo con calma:
-Inténtelo de nuevo, patrón; Sacatove es muy desgraciado; ya no le gustan los bosques y lo que desea es irse al país del buen Dios donde los blancos y los negros son hermanos.
El criollo recogió fríamente su arma, la cargó y lo mató a quemarropa. Así murió Sacatove, el célebre cimarrón. Su joven patrona se casó poco después en Saint-Paul, y no se dijo que su primogénito tuviera la piel menos blanca que ella".
Charles Leconte de Lisle
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