"Hacia nuestro norte, una lanza de luz se alzaba hasta llegar el cenit.
Surgía detrás de la áspera montaña hacia la que nos habíamos dirigido
todo el día. Atravesaba una columna de niebla azul cuyos costados
estaban tan bien marcados como la lluvia que cae de los bordes de una
nube tormentosa. Era como el haz de un proyector, y no creaba sombras.
Mientras subía recortaba con aristas duras las cinco cimas, y vimos que
la montaña, en su conjunto, estaba modelada en forma de mano. Y,
mientras la luz los silueteaba, los gigantescos picos que eran los dedos
parecían extenderse, y la tremenda masa que formaba la palma, empujar.
Era como si se moviese para rechazar algo. El haz brillante permaneció
durante unos momentos, luego se dispersó en una multitud de pequeños
globos luminosos. Parecían estar buscando algo.
El bosque estaba silencioso. Cada uno de los ruidos que antes lo
llenaban contenía la respiración. Noté como los perros se apretaban
contra mis piernas. También ellos callaban, pero cada uno de los
músculos de sus cuerpos temblaba; tenían el pelo erizado, y sus ojos,
clavados en las chispas fosforescentes que caían, estaban cubiertos por
una fina película de terror. Me volví hacia Starr Anderson. Estaba mirando al Norte.
-¡La montaña con forma de mano! -hablé sin mover los labios.
-Es la montaña que hemos estado buscando -contestó en el mismo tono.
-Pero, ¿qué es esa luz? Seguro que no es la aurora boreal -dije.
-¿Quién ha oído hablar de una aurora boreal en esta época del año?
Había expresado el pensamiento que yo tenía en mente.
-Algo me hace pensar que ahí arriba están persiguiendo a alguien
-prosiguió-. Esas luces están buscando... llevan a cabo alguna terrible
persecución... es bueno que estemos fuera de su alcance.
-La montaña parece moverse cada vez que ese haz se alza –comenté-. ¿Qué
es lo que trata de mantener alejado, Starr? Me hace recordar la mano de
nubes heladas que Shan Nadour colocó frente a la Puerta de los Ogros
para mantenerlos en las madrigueras que les había excavado Eblis.
Alzó una mano, mientras escuchaba algo. De lo alto llegó un susurro. No
era el roce de la aurora, ese sonido quebradizo, que parece hecho por
los fantasmas de los vientos que soplaron durante la Creación mientras corren por entre las hojas que dieron cobijo a Lilith. No, este susurro contenía una orden. Era autoritario. Nos llamaba. ¡Nos... atraía!
Había en él una nota de inexorable insistencia. Aferraba mi corazón como minúsculos dedos con uñas de miedo,
y me llenaba de una tremenda ansia por correr hasta fundirme en la luz.
Era algo similar a lo que debió sentir Ulises cuando se debatía contra
el mástil para tratar de obedecer al canto de cristal de las sirenas. El
susurro se hizo más fuerte.
-¿Qué demonios les pasa a los perros? -gritó salvajemente Starr Anderson-. ¡Míralos!
Los perros esquimales, aullando lastimeramente, estaban corriendo hacia
la luz. Los vimos desaparecer entre los árboles. Nos llegó un gemido
lleno de tristeza. Luego esto también murió, y solo dejó tras de sí el
insistente murmullo en lo alto.
El claro en el que acampamos miraba directamente al Norte. Supongo que
habíamos llegado al primer gran meandro del río Kuskokwim, a unos
quinientos kilómetros en dirección al Yukon. Lo que era seguro es que
nos hallábamos en una parte inexplorada de los bosques. Habíamos partido
de Dawson al iniciarse la primavera, siguiendo una pista bastante
convincente que prometía llevarnos a una montaña perdida entre cuyos
cinco picos, al menos eso nos había asegurado aquel hechicero de la
tribu Athabascana. No conseguimos que ningún indio aceptase venir con
nosotros. Decían que la tierra de la Montaña con forma de Mano estaba
maldita.
Habíamos visto la montaña por primera vez la noche anterior, con su
recortada cima dibujada sobre un resplandor pulsante. Y ahora,
iluminados por la luz que nos había guiado, veíamos que realmente era el
lugar que andábamos buscando. Anderson se puso rígido. Por entre el
susurro se dejaba oír un curioso sonido apagado y un roce. Sonaba como
si un oso pequeño se estuviera acercando a nosotros. Eché una brazada de
leña al fuego y, mientras la llama se alzaba, vi como algo aparecía
entre los matorrales. Caminaba a cuatro patas, pero no parecía ser un
oso. De repente, una imagen se formó en mi mente: era como un niño
subiendo unas escaleras a gatas. Las extremidades delanteras se alzaban
en un movimiento grotescamente infantil. Era grotesco, pero también
era... horrible. Se acercó. Tomamos nuestras armas y las dejamos caer.
¡Súbitamente, supimos que aquella cosa que gateaba era un hombre! Era un
hombre. Se acercó al fuego con aquel mismo apagado forcejeo. Se detuvo.
-A salvo -susurró el hombre, con una voz que era un eco del susurro que
se oía por sobre nuestras cabezas-. Estoy bastante a salvo aquí. No
pueden salir del azul ¿saben? No pueden cogerle a uno... a menos que uno
les responda...
-Está loco- dijo Anderson; y luego, con suavidad, dirigiéndose a aquella piltrafa de lo que había sido un hombre.
-Tiene razón... nadie le persigue.
-No les respondan -repitió el hombre-. Me refiero a las luces.
-Las luces -grité, olvidándome hasta de mi compasión-. ¿ Qué son esas luces?
-¡Los habitantes del pozo! -murmuró. Luego se desplomó sobre un costado.
Corrimos a atenderle. Anderson se arrodilló a su lado.
-¡Dios mío! -gritó- ¡Mira esto, Frank!
Señaló a las manos del desconocido. Las muñecas estaban cubiertas por
jirones desgarrados de su gruesa camisa. Sus manos... ¡solo eran unos
muñones! Los dedos se habían pegado a las palmas, y la carne se había
desgastado hasta que el hueso sobresalía. ¡Parecían las patas de un
diminuto elefante! Mis ojos recorrieron su cuerpo. Alrededor de su
cintura llevaba una pesada banda de metal dorado de la que colgaba una
anilla y una docena de eslabones de una brillante cadena blanca.
-¿Quién puede ser? ¿De dónde vendrá? -preguntó Anderson-. Mira, está
profundamente dormido... y, aún en sueños, sus brazos tratan de escalar y
sus piernas se alzan una tras la otra. Y sus rodillas... ¿Cómo, en el
nombre de Dios, ha podido moverse sobre ellas?
Era como decía. Hasta en el profundo sueño sus brazos y piernas
continuaban alzándose en un deliberado y aterrador movimiento de
escalada. Era como si tuvieran vida propia. Realizaban sus movimientos
con independencia del cuerpo. Si ustedes han ido en alguna ocasión en la
cola de un tren y mirado como suben y bajan los brazos de los semáforos
sabrán a lo que me refiero.
De pronto, el susurro en lo alto cesó. El chorro de luz cayó y no volvió
a alzarse. El hombre que gateaba se quedó quieto. A nuestro alrededor
comenzó a aparecer un suave resplandor: la corta noche del verano de
Alaska había terminado. Anderson se frotó los ojos y volvió hacia mi un
rostro trasnochado.
-¡Chico! -exclamó-. Parece que hayas estado enfermo.
-¡Pues si te vieras tu mismo, Starr! -repliqué- ¡Ha sido algo realmente horroroso! ¿Qué sacas en claro de todo ello?
-Estoy creyendo que la única respuesta la tiene ese individuo -me
contestó, señalando a la figura que yacía, completamente inmóvil, bajo
las mantas con que la habíamos arropado-. Sea lo que fuese eso lo
perseguía. Esas luces no eran una aurora, Frank. Eran como la abertura a
algún infierno del que nunca nos hablaron los predicadores.
-Ya no seguiremos adelante hoy -dije-. No lo despertaría ni por todo el
oro que corre por entre los dedos de los cinco picos... ni por todos los
demonios que puedan estar persiguiéndolo.
El hombre yacía en un sueño tan profundo como la laguna Estigia. Le
lavamos y vendamos los muñones que antes habían sido sus manos. Sus
brazos y piernas estaban tan rígidos que más parecían muletas. No se
movió mientras hacíamos esto. Yacía tal como se había desplomado, con
los brazos algo alzados y las rodillas dobladas. Comencé a limar la
banda que rodeaba la cintura del durmiente. Era de oro, pero de un oro
distinto a todo otro oro que yo jamás hubiera visto. El oro puro es
blando. Este también lo era, pero tenía una vida sucia y viscosa que le
era propia. Embotaba la lima y hubiera podido jurar que se retorcía como
un ser vivo cuando lo cortaba. Lo hendí, lo doblé arrancándolo del
cuerpo, y lo lancé a lo lejos. Era repugnante.
Durante todo el día, el hombre durmió. Llegó la obscuridad, y seguía
durmiendo. Pero aquella noche no hubo ninguna columna de luz azulada
detrás de los picos, ni escudriñantes globos luminosos, ni susurros.
Parecía que aquella horrible maldición se hubiera retirado... aunque no
muy lejos. Tanto a Anderson como a mí nos parecía que la amenaza estaba
allí, tal vez oculta, pero acechante. Ya era mediodía de la jornada
siguiente cuando el hombre se despertó. Di un salto cuando oí sonar su
placentera pero insegura voz.
-¿Cuánto tiempo he dormido? -preguntó. Sus pálidos ojos azules se poblaron de ansiedad mientras yo lo contemplaba.
-Una noche y casi dos días - respondí.
-¿Hubo luces arriba? -señaló con la cabeza, ansiosamente, hacia el Norte- ¿ Se oyeron susurros?
-Ninguna de las dos cosas -le contesté.
Su cabeza cayó hacia atrás y se quedó mirando al cielo.
-Entonces, ¿han abandonado la persecución? -preguntó al fin.
-¿Quién le perseguía? -preguntó Anderson.
Y, una vez más, nos contestó:
-¡Los habitantes del pozo!
Nos quedamos mirándole y de nuevo, débilmente, sentí aquel deseo enloquecedor que había parecido acompañar a las luces.
-Los habitantes del pozo
-repitió-. Unas cosas que algún dios creó antes del Diluvio y que, en
alguna forma, escaparon a la venganza del Dios del Bien. ¡Me estaban
llamando! -añadió simplemente.
Anderson y yo cruzamos las miradas, con el mismo pensamiento en nuestras mentes.
-No -intervino el hombre, adivinando cual era-, no estoy loco. Denme
algo de beber. Pronto moriré. ¿Me llevarán tan al Sur como puedan antes
de que esto suceda? Y después, ¿elevarán una pira y me quemarán en ella?
Quiero quedar en una forma en la que ninguna infernal vileza que
intenten pueda arrastrar a mi cuerpo de vuelta hasta ellos. Estoy seguro
que lo harán cuando les haya hablado de ellos -finalizó, cuando vio que
dudábamos.
Bebió el coñac y el agua que le llevamos a los labios.
-Tengo los brazos y piernas muertos -comentó-, tan muertos como yo mismo
lo estaré pronto. Bueno, cumplieron bien con su misión. Ahora les diré
lo que hay allá arriba, detrás de aquella mano: ¡Un infierno! Escuchen.
Mi nombre es Stanton. Sinclair Stanton, de la promoción de 1900 en Yale.
Explorador. Salí de Dawson el año pasado para buscar cinco picos que
formaban una mano en una tierra embrujada y por entre los cuales corría
el oro puro. ¿Es lo mismo que ustedes andan buscando? Ya me lo pensé. A
finales del pasado otoño, mi compañero se puso enfermo, y lo mandé de
vuelta con unos indios. Poco después, los que seguían conmigo
averiguaron lo que perseguía. Huyeron, abandonándome. Decidí proseguir.
Me construí un refugio, lo llené de provisiones y me dispuse a pasar el
invierno. No me fue muy mal... recordarán que fue un invierno poco
riguroso. Al llegar la primavera, empecé de nuevo la búsqueda. Hace unas
dos semanas divisé los cinco picos. Pero no desde este lado, sino del
otro. Denme algo más de coñac.
-Había dado una vuelta demasiado grande -prosiguió-. Había llegado
demasiado al Norte: tuve que regresar. Desde este lado no ven más que
bosques hasta la base de la mano. Por el otro lado...
Estuvo callado un momento.
-Allí también hay bosques, pero no llegan muy lejos. ¡No! Salí de ellos.
Ante mí se extendía, por muchos kilómetros, una llanura. Se veía tan
rota y gastada como el desierto que rodea las ruinas de Babilonia. En su
extremo más lejano se alzaban los picos. Entre ellos y el lugar en que
me hallaba se alzaba, muy a lo lejos, lo que parecía ser un farallón de
rocas de poca altura. Y entonces me encontré con el sendero.
-¡El sendero! -gritó asombrado Anderson.
-El sendero -afirmó el hombre- . Un buen sendero, liso, que se dirigía
recto hacia la montaña. Oh, seguro que era un sendero... y se veía
gastado como si por él hubieran pasado millones de pies durante millares
de años. A cada uno de sus lados se veía arena y montones de piedras.
Al cabo de un tiempo comencé a fijarme en esas piedras. Estaban
talladas, y la forma de los montones me hizo venir la idea de que, tal
vez, hacía un centenar de millares de años, hubieran sido casas.
Parecían así de antiguas. Notaba que eran obra del hombre, y al mismo
tiempo las veía de una inmemorable antigüedad. Los picos se fueron
acercando. Los montones de ruinas se hicieron más frecuentes. Algo
inexplicablemente desolador planeaba sobre ellas, algo siniestro; algo
que me llegaba desde las mismas y golpeaba mi corazón como si fuera el
paso de unos fantasmas tan viejos que solo podían ser fantasmas de fantasmas.
-Seguí adelante. Vi entonces que lo que había tomado por unas colinas
bajas situadas al pie de los picos era en realidad un amontonamiento más
grande de ruinas. La Montaña de la Mano estaba, en realidad, mucho más
lejos. El sendero pasaba por entre esas ruinas, enmarcado por dos rocas
altas que se alzaban como un arco. -El hombre hizo una pausa. Sus manos
comenzaron a golpear rítmicamente de nuevo. En su frente se formaron
pequeñas gotitas de sudor sangriento. Tras unos momentos, se quedó
tranquilo de nuevo. Sonrió.
-Formaban una entrada. -continuó-. Llegué hasta ella. La atravesé. Me
tiré al suelo, aferrándome a la tierra con pánico y asombro, pues me
hallaba en una amplia plataforma de piedra. Ante mí se extendía... ¡el
vacío! Imagínense el Gran Cañón del Colorado, pero tres veces más ancho,
más o menos circular y con el fondo hundido. Así tendrán una idea de lo
que yo estaba contemplando. Era como mirar hacia abajo, por el borde de
un mundo hendido, allí a la infinidad en donde ruedan los planetas. En
el extremo más alejado se alzaban los cinco picos. Se veían como una
gigantesca mano irguiéndose hacia el cielo en un signo de advertencia.
La boca del abismo se apartaba en curva a ambos lados de donde yo
estaba. Podía ver hasta unos trescientos metros más abajo. Entonces
comenzaba una espesa niebla azul que cortaba la visión. Era como el azul
que se acumula en las altas colinas al atardecer. Pero el pozo... ¡era
aterrador! Aterrador como el Golfo de Ranalak de los maories, que se
alza entre los vivos y los muertos y que tan solo un alma recién salida
del cuerpo puede cruzar de un salto, aunque ya no le queden fuerzas para
volverlo a saltar hacia atrás.
-Me arrastré, alejándome del borde, y me puse en pie, débil y
estremeciéndome. Mi mano descansaba sobre una de las rocas de la
entrada. Había en ella una talla. En un bajorrelieve profundo se veía la
silueta heroica de un hombre. Estaba vuelto de espaldas y tenía los
brazos extendidos sobre la cabeza, llevando entre ellos algo que parecía
el disco del sol, del que irradiaban líneas de luz. En el disco estaban
grabados unos símbolos que me recordaban el antiguo lenguaje chino.
Pero no era chino. ¡No! Habían sido realizados por manos convertidas en
polvo eones antes de que los chinos se agitasen en el seno del tiempo.
Miré a la roca opuesta. Tenía una figura similar. Ambas llevaban un
extraño sombrero aguzado. En cuanto a las rocas, eran triangulares, y
las tallas se encontraban en los lados más próximos al pozo. El gesto de
los hombres parecía ser el de estar echando hacia atrás algo, el de
estar impidiendo el paso. Miré las figuras de más cerca. Tras las manos
extendidas y el disco, me parecía entrever una multitud de figuras
informes y, claramente, una hueste de globos.
-Los resegui vagamente con los dedos. Y, al pronto, me sentí
inexplicablemente descompuesto. Me había venido la impresión, no puedo
decir que lo viese, la impresión de que eran enormes babosas puestas en
pie. Sus henchidos cuerpos parecían disolverse, luego aparecer a la
vista, y disolverse de nuevo... excepto por los globos que formaban sus
cabezas y que siempre permanecían visibles. Eran... inenarrablemente
repugnantes. Atacado por una inexplicable y avasalladora náusea, me
recosté contra el pilar y, entonces ¡Vi la escalera que descendía al
pozo!
-¿Una escalera? -coreamos.
-Una escalera -repitió el hombre con la paciencia de antes-. No parecía
tallada en la roca, sino más bien construida sobre ella. Cada escalón
tendría aproximadamente siete metros de largo y dos de ancho. Surgían de
la plataforma y desaparecían en la niebla azul.
-Una escalera -dijo incrédulo Anderson -construida en la pared de un
precipicio y que lleva hacia las profundidades de un pozo sin fondo.
-No es sin fondo -interrumpió el hombre-. Hay un fondo. Sí. Yo lo alcancé -prosiguió-. Bajando las escaleras, bajando.
Pareció aferrar su mente, que se le escapaba.
-Sí -continuó con más firmeza. -Descendí, pero no aquel día. Acampé
junto a la entrada. Al amanecer llené mi mochila de comida, mis dos
cantimploras con agua de una fuente que brota cerca de las ruinas,
atravesé los monolitos tallados y crucé el borde del pozo. Los escalones
bajan a lo largo de las paredes del pozo con un declive de unos
cuarenta grados. Mientras bajaba, los estudié. Estaban tallados en una
roca verdosa bastante diferente al granito porfírico que formaban las
paredes del pozo. Al principio pensé que sus constructores habrían
aprovechado un estrato que sobresaliese, tallando la colosal escalinata
en él, pero la regularidad del ángulo con que descendía me hizo dudar de
esta teoría. Después de haber bajado tal vez un kilómetro, me hallé en
un descansillo. Desde él, las escaleras formaban un ángulo en V y
descendían de nuevo, aferrándose al despeñadero con el mismo ángulo que
las anteriores. Después de haber hallado tres de esos ángulos, me di
cuenta de que la escalera caía recta hacia abajo, fuera cual fuese su
destino, en una sucesión de ángulos. Ningún estrato podía ser tan
regular. ¡No, la escalera había sido erigida totalmente a mano! Pero,
¿por quién? ¿Y para qué? La respuesta está en esas ruinas que rodean el
borde del pozo... aunque no creo que jamás sea hallada. Hacia el
mediodía ya había perdido de vista el borde del abismo. Por encima de
mi, por debajo de mi> no había sino la niebla azul. No sentía mareos,
ni miedo, tan solo una tremenda curiosidad. ¿Qué era lo que iba a
descubrir? ¿Alguna antigua y maravillosa civilización que había
florecido cuando los polos eran jardines tropicales? ¿Un nuevo mundo?
¿La clave de los misterios del Hombre mismo? No hallaría nada viviente,
de eso estaba seguro... todo era demasiado antiguo para que quedase nada
con vida. Y, sin embargo, sabía que una obra tan maravillosa debía de
llevar a un lugar igualmente maravilloso. ¿Cómo sería? Continué.
-A intervalos regulares había cruzado las bocas de unas pequeñas
cavernas. Debían de haber unos tres mil escalones y luego una entrada,
otros tres mil escalones y otra entrada... así continuamente. Avanzada
ya la tarde, me detuve frente a uno de esos huecos. Supongo que habría
bajado entonces a unos cinco kilómetros de la superficie, aunque, debido
a los ángulos, habría caminado unos quince kilómetros. Examiné la
entrada. A cada uno de sus lados estaban talladas las mismas figuras que
en la entrada del borde del pozo, pero esta vez se hallaban de frente,
con los brazos extendidos con sus discos, como reteniendo algo que
viniese del pozo mismo. Sus rostros estaban cubiertos con velos y no se
veían figuras repugnantes tras ellos.
-Me introduje en la caverna. Se extendía unos veinte metros, como una
madriguera. Estaba seca y perfectamente iluminada. Podía ver, fuera, la
niebla azul alzándose como una columna. Noté una extraordinaria
sensación de seguridad, aunque anteriormente no había experimentado,
conscientemente, miedo alguno.
Notaba que las figuras de la entrada eran guardianes, pero ¿contra qué
me guardaban? Me sentía tan seguro que hasta perdí la curiosidad sobre
este punto.
La niebla azul se hizo más espesa y algo luminescente. Supuse que allá
arriba seria la hora del crepúsculo. Comí y bebí algo y me eché a
dormir. Cuando me desperté, el azul se había aclarado de nuevo, e
imaginé que arriba habría despuntado el alba. Continué. Me olvidé del
golfo que bostezaba a mi costado. No sentía fatiga alguna y casi no
notaba el hambre ni la sed, aunque había comido y bebido bien poco. Esa
noche la pasé en otra de las cavernas y, al amanecer, descendí de nuevo.
Fue cuando ya terminaba aquel día cuando vi la ciudad por primera vez.
Se quedó silencioso durante un rato.
-La ciudad -dijo al fin- ¡La ciudad del pozo! No una ciudad como las que
ustedes han visto, ni como la haya visto ningún otro hombre que haya
podido vivir para contarlo. Creo que el pozo debe de tener la forma de
una botella: la abertura que se encuentra frente a los cinco picos es el
cuello de la misma. Pero no sé lo amplia que es su base, puede que
tenga millares de kilómetros. Y tampoco conozco lo que pueda haber más
allá de la ciudad. Allá abajo, entre lo azul, se habían empezado a ver
ligeros destellos de luz. Luego contemplé las copas de los árboles, pues
supongo que eso es lo que eran. Aunque no eran como nuestros árboles,
estos eran repugnantes, reptiloides. Se erguían sobre altos troncos
delgados y sus copas nidos de gruesos tentáculos con feas hojuelas
parecidas a cabezas estrechas, cabezas de serpientes. Los árboles eran
rojos, de un brillante rojo airado. Aquí y allá comencé a entrever
manchas de amarillo intenso. Sabía que eran agua porque podía ver cosas
surgiendo en su superficie, o al menos podía ver los chapoteos y
salpicones, aunque nunca logré ver lo que los producía.
-Justamente debajo mío se hallaba la ciudad. Kilómetro tras kilómetro de
cilindros apretujados que yacían sobre sus costados, apilados en
pirámides de tres, de cinco o de docenas de ellos. Es difícil lograrles
explicar a ustedes cómo se veía la ciudad. Miren, imagínense que tienen
cañerías de una cierta longitud y que colocan tres sobre sus costados y
sobre esas colocan otras dos, y sobre estas otra; o supongan que toman
como base cinco y sobre esas colocan cuatro y luego tres, dos y una. ¿Lo
imaginan? Así es como se veía. Y estaban rematadas por torres,
minaretes, ensanchamientos, voladizos y monstruosidades retorcidas.
Brillaban como si estuviesen recubiertas con pálidas llamas rosas. A su
costado se alzaban los árboles rojos como si fueran las cabezas de
hidras guardando manadas de gigantescos gusanos enjoyados. Unos metros
más abajo de donde me hallaba, la escalera llegaba a un titánico arco,
irreal como el puente que sobrevuela el Infierno y lleva a Asgard. Se
curvaba por encima de la cumbre del montón más alto de cilindros
tallados y desaparecía en él. Era anonadador, demoníaco.
El hombre se detuvo. Sus ojos se pusieron en blanco. Tembló, y de nuevo
sus brazos y piernas comenzaron aquel horrible movimiento de arrastre.
De sus labios surgió un susurro que era un eco del murmullo que habíamos
oído en lo alto la noche en que llegó hasta nosotros. Puse mi mano
sobre sus ojos. Se calmó.
-¡Execrables cosas! -dijo- ¡Los habitantes del pozo! ¿He susurrado? Si ¡pero ya no pueden atraparme... ya no!
Al cabo de un tiempo continuó, tan tranquilo como antes:
-Crucé aquel arco. Me introduje por el techo de aquel edificio. La
oscuridad azul me cegó por un momento, y noté cómo los escalones se
curvaban en una espiral. Bajé girando y me hallé en lo alto de... no sé
como decírselo. Tendré que llamarle habitación. No tenemos imágenes para
reflejar lo que hay en el pozo. A unos treinta metros por debajo mío se
hallaba el suelo. Las paredes bajaban, apartándose de donde yo me
hallaba en una serie de medias lunas crecientes. El lugar era colosal...
y estaba iluminado por una curiosa luz roja moteada. Era como la luz
del interior de un ópalo punteado de oro y verde.
-Las escaleras en espiral seguían por debajo. Llegué hasta el último
escalón. A lo lejos, frente a mí, se alzaba un altar sostenido por altas
columnas. Sus pilares estaban tallados en monstruosas volutas, cual si
fuesen pulpos locos con un millar invisible que se hallaba sobre el
altar, y me arrastré por el suelo, al lado de los pilares. Imagínense la
escena: solo en aquel lugar extrañamente iluminado y con el horror arcaico acechando encima mío, una Cosa monstruosa, una Cosa inimaginable... una Cosa invisible que emanaba terror...
Al cabo de algún tiempo recuperé el control de mí mismo. Entonces vi, al
costado de uno de los pilares, un cuenco amarillo lleno con un líquido
blanco y espeso. Lo bebí. No me importaba si era venenoso; pero mientras
lo estaba tragando noté un sabor agradable, y al acabarlo me volvieron
instantáneamente las fuerzas. Veía a las claras que no me iban a matar
de hambre. Fueran lo que fuesen aquellos habitantes del pozo, sabían
bien cuales eran las necesidades humanas. Y otra vez comenzó a espesarse
el rojizo brillo moteado. Y de nuevo se alzó allá afuera el zumbido, y
por el círculo que era la puerta entró un torrente de globos. Se fueron
colocando en hileras hasta llenar totalmente el templo. Su murmullo
creció hasta transformarse en un canto, un susurrante canto cadencioso
que se alzaba y caía, mientras los globos se alzaban y caían al mismo
ritmo, se alzaban y caían.
-Las luces fueron y vinieron toda la noche, y toda la noche sonaron los
cantos mientras ellas se alzaban y caían. Al final, me noté como un
solitario átomo de conocimiento en aquel océano de susurros, un átomo
que se alzaba y caía con los globos de luz. ¡Les aseguro que hasta mi
corazón latía a ese mismo ritmo! Pero por fin se aclaró el brillo rojo, y
las luces salieron; murieron los murmullos. De nuevo estaba solo, y
supe que, en mi mundo, se había iniciado un nuevo día.
-Dormí. Cuando me desperté, hallé junto al pilar otro cuenco del líquido
blanquecino. Volví a estudiar la cadena que me ataba al altar. Comencé a
frotar dos de los eslabones entre sí. Lo hice durante horas. Cuando
comenzó a espesarse el rojo, se veía una muesca desgastada en los
eslabones. Comencé a sentir una cierta esperanza. Existía una
posibilidad de escapar. Con el espesamiento regresaron las luces.
Durante toda aquella noche sonó el canto susurrado, y los globos se
alzaron y cayeron. El canto se apoderó de mí. Pulsó a través de mi
cuerpo hasta que cada músculo y cada nervio vibraban con él. Se
comenzaron a agitar mis labios. Palpitaban como los de un hombre
tratando de gritar en medio de una pesadilla. Y por último, también
ellos estuvieron murmurando, susurrando el infernal canto de los
habitantes del pozo. Mi cuerpo se inclinaba al unísono con las luces. Me
había identificado, ¡Dios me perdone!, en el sonido y el movimiento,
con aquellas cosas innombrables, mientras mi alma retrocedía, enferma de
horror, pero impotente. Y, en tanto susurraba... ¡los vi!
-Vi las cosas que había bajo las luces: Grandes cuerpos transparentes
parecidos a los de caracoles sin caparazón, de los que crecían docenas
de agitados tentáculos; con pequeñas bocas redondas y bostezantes
colocadas bajo los luminosos globos visores. ¡Eran como los espectros
de babosas inconcebiblemente monstruosas! Y, mientras las contemplaba,
aún susurrando e inclinándome, llegó el alba y se dirigieron hacia la
entrada, atravesándola. No caminaban ni se arrastraban... ¡flotaban!
Flotaron, y se fueron. No dormí, sino que trabajé durante todo el día en
frotar mi cadena. Para cuando se espesó el rojo, ya había desgastado un
sexto de su espesor. Y toda la noche, bajo el maleficio, susurré y me
incliné con los habitantes del pozo, uniéndome a su canto, a aquella
cosa que acechaba encima mío. De nuevo, por dos veces, se espesó el rojo
y el canto se apoderó de mí. Y finalmente, en la mañana del quinto día,
rompí los eslabones desgastados. ¡Estaba libre! Corrí hacia la
escalera, pasando con los ojos cerrados al lado del horror
invisible que se hallaba más allá del borde del altar, y llegando hasta
el puente. Lo crucé, y Comencé a subir por la escalera de la pared del
pozo. ¿Pueden imaginarse lo que representa subir por el borde de un
mundo hendido con el infierno a la espalda? Bueno, a mi espalda quedaba
algo peor aún que el infierno, y el terror corría conmigo.
-Para cuando me di cuenta de que ya no podía subir más, hacia ya tiempo
que la ciudad del pozo había desaparecido entre la niebla azul. Mi
corazón batía en mis oídos como un martillo pilón. Me desplomé ante una
de las pequeñas cavernas, notando que allí lograría, al fin, refugio. Me
metí hasta lo más profundo y esperé a que la neblina se hiciese más
densa. Esto ocurrió casi al momento, y de muy abajo me llegó un vasto e
irritado murmullo. Apretándome contra el fondo de la caverna, vi como un
rápido haz de luz se elevaba entre la niebla azul, desapareciendo en
pedazos poco después; y mientras se apagaba y descomponía, vi miradas de
los globos que constituyen los ojos de los habitantes del pozo cayendo
hacia lo más profundo del abismo. De nuevo, una y otra vez, la luz
pulsó, y los globos se alzaron con ella para caer luego. ¡Me estaban
persiguiendo! Sabían que debía encontrarme todavía en alguna parte de la
escalera o, si es que me ocultaba allá abajo, que tendría que usarla en
algún momento para escapar. El susurro se hizo más fuerte, más
insistente.
-A través mío comenzó a latir un deseo aterrador por unirme al murmullo,
tal como lo había hecho en el templo. Algo me dijo que, silo hacia, las
figuras esculpidas ya no podrían guardarme; que saldría y bajaría para
regresar al templo del que ya no escaparía nunca. Me mordí los labios
hasta hacerme sangre para acallarlos, y durante toda aquella noche el
haz de luz surgió desde el abismo, los globos planearon, y el susurró
sonó mientras yo rezaba al poder de las cavernas y a las figuras
esculpidas que todavía tenían la virtud de poder guardarlas.
Hizo una pausa, se estaban agotando sus energías. Luego, casi inaudiblemente, prosiguió:
-Me pregunté cuál habría sido el pueblo que las habría tallado, por qué
habrían edificado su ciudad alrededor del borde, y para qué habrían
construido aquella escalera en el pozo. ¿Qué habrían sido para las cosas
que vivían en el fondo, y qué uso habrían hecho de ellas para tener que
vivir junto a aquel lugar? Estaba seguro de que tras de todo aquello se
escondía un propósito. En otra forma, no se hubiera llevado a cabo un
trabajo tan asombroso como era la erección de aquella escalera. Pero,
¿cuál era ese propósito? Y, ¿por qué aquellos que habían vivido sobre el
abismo habían fenecido hacía eones, mientras que los que habitaban en
su interior seguían aún con vida?
Nos miró.
-No pude hallar respuesta. Me pregunto si lo sabré después de muerto,
aunque lo dudo. Mientras me interrogaba sobre todo ello, llegó la aurora
y, con ella, se hizo el silencio. Bebí el líquido que restaba en mi
cantimplora, me arrastré fuera de la caverna y comencé a subir otra vez.
Aquella tarde cedieron mis piernas. Rompí mi camisa y me hice unas
almohadillas protectoras para las rodillas y unas envolturas para las
manos. Gateé hacia arriba. Gateé subiendo y subiendo. Y una vez más me
introduje en una de las cavernas y esperé que se espesase el azul, que
surgiese de él el haz de luz? y que empezase el murmullo.
-Pero había ahora una nueva tonalidad en el susurro. Ya no me amenazaba. Me llamaba y me tentaba. Me atraía. El terror
se apoderó de mí. Me había invadido un tremendo deseo por abandonar la
caverna y salir a donde se movían las luces, por dejar que me hicieran
lo que deseasen, que me llevasen donde quisieran. El deseo se hizo más
insistente. Ganaba fuerza con cada nuevo impulso del haz luminoso, hasta
que al fin todo yo vibraba con el deseo de obedecerlo, tal y como había
vibrado con el canto en el templo. Mi cuerpo era un péndulo. Se alzaba
el haz, y yo me inclinaba hacia él. Tan solo mi alma permanecía
inconmovible, manteniéndome sujeto contra el suelo de la caverna, y
colocando una mano sobre mis labios para acallarlos. Y toda la noche
luché con mi cuerpo y con mis labios contra el hechizo de los habitantes
del pozo. Llegó la mañana. Otra vez me arrastré fuera de la caverna y
me enfrenté con la escalera. No podía ponerme en pie. Mis manos estaban
desgarradas y ensangrentadas, mis rodillas me producían un dolor
agónico. Me obligué a subir, milímetro a milímetro.
-Al rato dejé de notar mis manos, y el dolor abandonó mis rodillas. Se
entumecieron. Paso a paso, mi fuerza de voluntad llevó a mi cuerpo hacia
arriba sobre mis muertos miembros. Y en diversas ocasiones caía en la
inconsciencia... para volver en mí al cabo de un tiempo y darme cuenta
de que, a pesar de ello, había seguido subiendo sin pausa. Y luego, tan
solo una pesadilla de gatear a lo largo de inmensas extensiones de
escalones, recuerdos del abyecto terror
mientras me agazapaba en las cavernas, mientras millares de luces
pulsaban en el exterior, y los susurros me llamaban y tentaban, memorias
de una ocasión en que me desperté para hallar que mi cuerpo estaba
obedeciendo a la llamada y que ya me había llevado a medio camino por
entre los guardianes de los portales, al tiempo que millares de globos
luminosos flotaban en la niebla azul contemplándome. Visiones de amargas
luchas contra el sueño y, siempre, una subida, arriba, arriba, a lo
largo de infinitas distancias de escalones que me llevaban de un perdido
Abbadon hasta el paraíso del cielo azul y el ancho mundo.
-Al fin tuve conciencia de que sobre mí se alzaba el cielo abierto, y
ante mí el borde del pozo. Recuerdo haber pasado entre las grandes rocas
que forman el portal y de haberme alejado de ellas. Soñé que
gigantescos hombres que llevaban extrañas coronas aguzadas y los rostros
velados me empujaban hacia adelante, y adelante y adelante, al tiempo
que retenían los pulsantes globos de luz que buscaban atraerme de vuelta
a un golfo en el que los planetas nadan entre las ramas de árboles
rojos coronados de serpientes. Y más tarde un largo, largo sueño, solo
Dios sabe cuán largo, en la hendidura de unas rocas; un despertar para
ver, a lo lejos, hacia el Norte, el haz elevándose y cayendo, a las
luces todavía buscando y al susurro, muy por encima mío, llamando... con
el convencimiento de que ya no podía atraerme. De nuevo gatear sobre
brazos y piernas muertos que se movían... que se movían como la nave del
Antiguo Marino, sin que yo lo ordenase. Y, entonces, su fuego, y esta
seguridad.
El hombre nos sonrió por un momento, y luego cayó profundamente dormido.
Aquella misma tarde levantamos el campo y, llevándonos al hombre,
iniciamos la marcha hacia el Sur. Lo llevamos durante tres días, en los
que siguió durmiendo. Y, al tercer día, sin despertarse, murió. Hicimos
una gran pira con ramas y quemamos su cadáver, como nos había pedido.
Desparramamos sus cenizas, mezcladas con las de la madera que le habla
consumido, por el bosque. Se necesitaría una poderosa magia para
desenmarañar esas cenizas y llevarlas, en una nube, hacia el pozo
maldito. No creo que ni sus habitantes tengan un tal encantamiento. No.
Pero Anderson y yo no volvimos a los cinco picos para comprobarlo. Y, si
el oro corre por entre las cinco cimas de la Montaña de la Mano como el
agua por entre una mano extendida, bueno, por lo que a nosotros se
refiere, puede seguir así".
Abraham Merritt
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias
domingo, 31 de mayo de 2015
sábado, 30 de mayo de 2015
"La Pirámide Brillante"
El mensaje cuneiforme:
"—¿Obsesionado, dice usted?
—Sí, obsesionado. Cuando nos conocimos, hace tres años, me habló usted de la región donde vivía, con sus antiguos bosques, sus agrestes y majestuosas colinas, y sus ásperas tierras. El cuadro que usted me describió quedó grabado en mi mente, y lo recuerdo siempre, de un modo especial cuando estoy sentado en mi escritorio y oigo el intenso rumor del tránsito de las calles de Londres. Pero, ¿cuándo ha llegado usted?
—La verdad, Dyron, es que he venido directamente desde la estación. He salido esta mañana temprano para tomar el tren de las 10,45.
—Bueno, me alegro mucho de que haya venido a verme. ¿Qué ha sido de su vida desde la última vez que nos vimos? Supongo que no existe ninguna Mrs. Vaughan...
—No —dijo Vaughan—, continúo siendo un eremita, como usted. No he hecho más que vagabundear de un lado para otro.
Vaughan había encendido su pipa y estaba sentado en el brazo del sillón, mirando a su alrededor con una mezcla de asombro y de intranquilidad. Dyson había hecho correr su silla cuando entró su visitante, y tenía un brazo apoyado en su escritorio, lleno de papeles y de libros en desorden.
—Y usted, ¿sigue ocupado en la antigua tarea? —inquirió Vaughan, señalando el montón de papeles y de abultadas carpetas.
—Sí, el sueño de la literatura es tan vano y tan absorbente como el de la alquimia. Bueno, supongo que se quedará algún tiempo en la ciudad. ¿Qué haremos esta noche?
—En realidad, me gustaría convencerle para que viniera a pasar unos días en el oeste. Estoy persuadido de que le sentarían estupendamente.
—Es usted muy amable, Vaughan, pero resulta difícil abandonar Londres en septiembre. Doré no podía haber dibujado nada más maravilloso y místico que la Oxford Street, tal como la vi hace un par de días, al atardecer; el reflejo del sol poniente, la calina azul, transformaban la calle en un sendero que conducía «a la ciudad espiritual».
—A pesar de todo, me gustaría que viniera. Disfrutaría usted paseando por nuestras colinas. Estoy asombrado: me pregunto cómo puede trabajar en medio de este ruido. Creo que gozaría de veras con la tranquilidad de mi viejo hogar entre los bosques.
Vaughan volvió a encender su pipa y miró ansiosamente a Dyson, para comprobar si sus palabras habían producido algún efecto, pero su amigo sacudió la cabeza, sonriendo, y en lo íntimo de su corazón hizo un voto de fidelidad a las calles ciudadanas.
—No puede usted tentarme —dijo.
—Bien, quizá tenga usted razón. Después de todo, tal vez estaba equivocado al hablar de la tranquilidad del campo. Allí, cuando se produce una tragedia, es como una piedra arrojada en una charca; los círculos que forma el agua se van ensanchando, y parece que no hayan de terminar nunca de agrandarse.
—¿Han tenido ustedes alguna tragedia allí?
—Bueno, no me atrevo a calificarla de tal. Pero, hace cosa de un mes, me preocupó mucho algo que ocurrió; puede o no puede haber sido una tragedia, en el sentido corriente de la palabra.
—¿Qué fue lo que sucedió?
—Verá, el hecho es que desapareció una muchacha de un modo bastante misterioso. Sus padres, que responden al nombre de Trevor, son unos granjeros acomodados, y su hija mayor, Annie, era una especie de belleza local; en realidad, era muy guapa. Una tarde, decidió ir a visitar a su tía, una viuda que cultiva sus propias tierras, y como las dos casas se encuentran solamente separadas por una distancia de cinco o seis millas, Annie les dijo a sus padres que iría por el atajo que pasa por las colinas. No llegó a casa de su tía, ni ha vuelto a ser vista. Se lo cuento a grandes rasgos, desde luego.
—¡Qué cosa más rara! Supongo que en las colinas no habrá minas abandonadas... ¿Cree usted que pudo caerse por algún precipicio?
—No. El camino que tenía que tomar no discurre junto a ningún barranco; no es más que un sendero abierto en plena colina, apartado, incluso, de cualquier camino secundario. Pueden recorrerse millas enteras sin encontrar un alma, pero es absolutamente seguro.
—¿Y qué dice la gente acerca de ello?
—¡Oh! Tonterías... No tiene usted idea de lo supersticiosa que es la gente del campo. Donde yo vivo, son más supersticiosos que los irlandeses, que ya es decir.
—Pero, ¿qué es lo que dicen?
—¡Oh! Suponen que la pobre muchacha «se marchó con las hadas», o fue «raptada por las hadas». ¡Si el caso no fuera tan trágico, habría para echarse a reír!
Dyson pareció algo interesado.
—Sí —dijo—, la palabra «hadas» suena algo rara al oído en la época actual. Pero, ¿qué dice la policía? Supongo que no aceptará la hipótesis del cuento de hadas...
—No. Pero tengo la impresión de que anda completamente despistada. Lo que temo es que Annie Trevor tropezara con algunos facinerosos en su camino. Castletown, como ya sabe, es un importante puerto de mar, y algunos de los peores marinos extranjeros desertan de cuando en cuando de sus barcos y se dedican al bandolerismo. No hace muchos años, un marinero español llamado García asesinó a toda una familia por un botín que no valía seis peniques. Algunos de esos tipos apenas son humanos, y mucho me temo que la pobre muchacha haya tenido un final espantoso.
—¿Vieron merodear por allí a algún marinero extranjero?
—No. Y la gente del campo se fija inmediatamente en cualquiera que tenga un aspecto o vista de un modo «anormal». A pesar de todo, parece como si mi teoría fuese la única explicación posible.
—¿No hay ningún dato que pueda servir de punto de partida? —inquirió Dyson pensativamente—. ¿Un asunto amoroso, o algo por el estilo?
—¡Oh, no! Ni pensarlo. Estoy seguro de que si Annie estuviera viva, se lo hubiera hecho saber a su madre.
—Desde luego, desde luego. Pero existe la posibilidad de que esté viva, y no pueda comunicarse con sus amigos. Todo esto debe haberle producido muchas preocupaciones.
—En efecto. Aborrezco los misterios, especialmente los que pueden ser el velo del horror. Pero, francamente, Dyson, prefiero no recordarlo; no he venido aquí para hablarle de esto.
—Naturalmente —dijo Dyson, un poco sorprendido por la actitud de Vaughan—. Ha venido para conversar de temás más alegres.
—No, eso tampoco. Lo que acabo de contarle ocurrió hace cosa de un mes, pero en estos últimos días ha sucedido algo que me afecta de un modo más personal, y, para ser absolutamente sincero, he venido a verle con la idea de que podía ayudarme. ¿Recuerda el extraño caso de que me habló cuando nos vimos por última vez? Algo acerca de un fabricante de gafas...
—¡Oh, sí, lo recuerdo perfectamente! En aquella época estaba muy orgulloso de mi perspicacia; incluso ahora, la policía no tiene la menor idea del motivo de que fueran deseadas aquellas extrañas gafas amarillas. Pero, tiene usted un aspecto realmente preocupado, Vaughan. Espero que no será nada grave.
—No; creo que he estado exagerando, y quiero que usted me tranquilice. Pero lo que ha sucedido es muy raro.
—¿Y qué ha sucedido?
—Estoy convencido de que se reirá de mí, pero ésta es la historia. Como usted ya sabe, hay un camino, un derecho de paso, que cruza mis tierras y, para ser exacto, discurre junto al muro de la huerta. No es utilizado por muchas personas; algún leñador, de cuando en cuando, y cinco o seis chiquillos que van a la escuela del pueblo y pasan por allí dos veces al día. Hace unos días, decidí dar un paseo antes de desayunar, y me detuve a llenar mi pipa al lado mismo de las grandes puertas del muro de la huerta. El bosque se extiende hasta muy cerca del muro, y el camino de que le he hablado discurre a la sombra de los árboles. Soplaba un vientecillo fresco, y aproveché la protección de la pared para encender la pipa. Al hacerlo, incliné la mirada al suelo y vi una cosa que me llamó la atención. Debajo mismo del muro, sobre la corta hierba, había unas piedrecitas que formaban un dibujo; algo así...
Y Mr. Vaughan cogió un lápiz y un trozo de papel y trazó unas cuantas rayas.
—Como puede ver —continuó—, las piedrecitas eran doce, y estaban simétricamente espaciadas. Las piedras eran puntiagudas, y todas las puntas estaban dirigidas en la misma dirección.
—Sí —dijo Dyson, sin mucho interés—, no cabe duda de que los chiquillos que usted ha mencionado estuvieron jugando cuando regresaban de la escuela. Los niños son muy aficionados a entretenerse haciendo dibujos con piedras, flores, conchas, o cualquier otra cosa que encuentren.
—Eso fue lo que yo pensé; vi aquellas piedras que formaban una especie de dibujo, y me marché. Pero, a la mañana siguiente, volví a pasar por allí, y vi otra vez las piedrecitas, en el mismo lugar. El dibujo, sin embargo, era distinto: las piedras estaban dispuestas como los rayos de una rueda, uniéndose todas en un centro común, y este centro estaba formado por otro dibujo que parecía una copa; todo, desde luego, a base de piedrecitas.
—Sí, la cosa resulta curiosa —dijo Dyson—. Aunque lo más probable es que los responsables de esas fantasías en piedra sean los chiquillos que van a la escuela.
—Intrigado, decidí hacer una prueba. Los niños regresan de la escuela a las cinco y media de la tarde, y fui a aquel lugar a las seis: encontré el dibujo tal como lo había dejado por la mañana. Al día siguiente, repetí la visita a las siete menos cuarto de la mañana, y descubrí que el dibujo había cambiado. Ahora formaba una pirámide. Vi pasar a los chiquillos hora y media más tarde, y no se detuvieron para nada allí. Por la tarde les vi regresar, y tampoco se detuvieron. Y esta mañana, a las seis, el dibujo formaba una especie de media luna.
—De modo que la serie de dibujos es la siguiente: primero, líneas simétricas; luego, los radios y la copa; después la pirámide, y finalmente, esta mañana, la media luna. Ese es el orden, ¿no es cierto?
—Sí, en efecto. Pero, ¿sabe usted lo que me ha hecho sentirme intranquilo? Supongo que va a parecerle absurdo, pero no puedo evitar la idea de que alguien los utiliza para comunicarse con otros..., o para amenazarme.
—¿Amenazarle? ¿Acaso tiene usted enemigos?
—No. Pero tengo algunas piezas de plata, muy antiguas y valiosas.
—Entonces, ¿piensa usted en los ladrones? —inquirió Dyson, cuyo interés parecía haber aumentado considerablemente—. Conoce usted a todos sus vecinos. ¿Hay algún personaje sospechoso?
—Que yo sepa, no. Pero recuerde lo que he dicho de los marineros.
—¿Puede usted confiar en sus criados?
—Desde luego. La plata se encuentra en una habitación a prueba de ladrones; el único que sabe dónde está la llave es el mayordomo, un hombre que lleva muchos años al servicio de la familia. Por ese lado no hay problema. Sin embargo, todo el mundo sabe que tengo un montón de plata antigua, y la gente del campo es muy aficionada al comadreo, de modo que la información puede haber llegado a oídos de algún indeseable.
—Es probable, aunque confieso que la teoría de los ladrones me parece algo insatisfactoria. ¿Quién se comunica con quién? Me resisto a aceptar esa explicación. ¿Qué fue lo que le hizo relacionar la plata con aquellos dibujos?
—La figura de la copa —dijo Vaughan—. Da la casualidad de que poseo una ponchera muy grande y muy valiosa de la época de Carlos II. El cincelado es realmente exquisito, y la pieza vale un montón de dinero. El dibujo que le describí a usted, tenía la misma forma de mi ponchera.
—Una extraña cuincidencia, desde luegu. Pero, ¿y los otros dibujos? ¿Tiene usted algo en forma de pirámide?
—¡Ah! Eso es lo más raro de todo. La ponchera en cuestión, juntamente con un juego de cucharas antiguas, está guardada en un pequeño arcón de caoba, de forma piramidal.
—Confieso que todo esto me interesa muchísimo —dijo Dyson—. Continúe. ¿Qué me dice de los otros dibujos? El Ejército, como podríamos llamar al primero, y la Media Luna...
—No he podido relacionarlos con nada. Sin embargo, creo que admitirá usted que mi curiosidad y mi preocupación están justificadas. Me disgustaría mucho perder alguna de las piezas antiguas de plata; casi todas ellas han pertenecido a mi familia desde hace generaciones. Y no puedo quitarme de la cabeza la idea de que algunos facinerosos tratan de hacerme víctima de un robo, y se comunican unos con otros todas las noches por medio de esos dibujos.
—Sinceramente —dijo Dyson—, no sé qué decirle; estoy tan a oscuras como usted. Su teoría parece la única explicación posible, y, sin embargo, las dificultades que existen son enormes.
Se reclinó hacia atrás en su asiento, y los dos hombres se miraron, con el ceño fruncido, perplejos ante un problema tan raro.
—A propósito —dijo Dyson, después de una larga pausa—, ¿qué formación geológica tienen ustedes allí?
Mr. Vaughan levantó la mirada, muy sorprendido por la pregunta.
—Arenisca y caliza roja, creo —respondió—. Nos encontramos un poco más allá de las capas que contienen carbón mineral.
—Pero, ni en la arenisca ni en la caliza hay piedras, ¿verdad?
—No, nunca he visto piedras en los campos. Y confieso que el hecho me había llamado la atención.
—¡Lo que yo suponía! Es un detalle muy importante. A propósito, ¿qué tamaño tenían las piedras utilizadas en aquellos dibujos?
—Da la casualidad de que me he traído una; la cogí esta mañana.
—¿De la Media Luna?
—Exactamente. Aquí está.
Sacó de uno de sus bolsillos una piedra de forma alargada y terminada en punta, de unas tres pulgadas de longitud. El rostro de Dyson brilló de excitación al cogerla de manos de Vaughan.
—Desde luego —dijo, después de un breve silencio—, tiene usted unos vecinos muy raros. Me cuesta trabajo creer que puedan albergar algún propósito acerca de su ponchera. ¿Sabe usted que esto es una piedra cuneiforme antiquísima, y que además tiene forma única? He visto ejemplares que procedían de todas las partes del mundo, pero ninguno como éste, que posee unas características muy especiales.
Dejó su pipa sobre el escritorio y sacó un libro de uno de los cajones.
—Tenemos el tiempo justo para tomar el tren que sale a las 5,45 para Castletown —dijo.
II. Los ojos en el muro.
Mr. Dyson aspiró profundamente el aire puro de las colinas y sintió todo el encanto del escenario que le rodeaba. Era por la mañana, temprano, y se encontraba en la terraza de la parte delantera de la casa. Los antepasados de Vaughan la habían construido en la falda de una alta colina, al amparo de un antiguo y tupido bosque que rodeaba el edificio por tres de sus puntos cardinales; por el cuarto, al sudoeste, el terreno descendía suavemente hasta hundirse en el valle, por cuyo fondo discurría un rumoroso riachuelo. En la terraza, perfectamente resguardada, no corría ni un soplo de viento, y los árboles permanecían inmóviles. Un solo rumor turbaba el silencio: el murmullo cantarín del agua al deslizarse entre las rocas. Debajo mismo de la casa, el riachuelo estaba cruzado por un puente de piedras grises, que se remontaba a la Edad Media, y más allá del puente se alzaban de nuevo las colinas, anchas y redondeadas como baluartes, cubiertas aquí y allá de oscuros bosques, aunque las alturas estaban desnudas de árboles. Dyson miró al norte y al sur, y sólo vio la pared de las colinas, y los antiguos bosques, y el riachuelo regateando entre ellos; todo gris y difuso con la niebla matinal, bajo el cielo plomizo. La voz de Mr. Vaughan rompió el silencio.
—Pensé que estaría usted demasiado cansado para levantarse tan temprano —dijo—.Veo que está admirando el paisaje. Es hermoso, ¿verdad? Aunque supongo que el viejo Meyrick Vaughan no pensó mucho en el escenario cuando edificó la casa. Un hogar antiguo y extraño, ¿no es cierto?
—Sí, pero encaja perfectamente con los alrededores; sus piedras son tan grises como las del puente y como las colinas.
—Temo haberle traído aquí para nada, Dyson —dijo Vaughan—. Esta mañana he estado allí, y no he visto rastro de ningún dibujo.
Echaron a andar a través del césped, hasta llegar a un sendero que pasaba por la parte posterior de la casa. Avanzaron por él, y súbitamente Vaughan se detuvo; estaban junto a la puerta del muro de la huerta.
—Mire, aquí era —dijo Vaughan, señalando el suelo—. La primera mañana que vi las piedras, estaba en el lugar en que usted se encuentra ahora.
—Ya. Aquella mañana fue el Ejército; luego la Taza, luego la Pirámide, y ayer la Media Luna. ¡Qué piedra más rara! —continuó Dyson, señalando un bloque de piedra caliza que sobresalía del suelo, debajo del mismo muro—. Parece una especie de columna enana, pero supongo que es natural.
—Sí, lo mismo creo yo. Imagino que la trajeron aquí para utilizarla en los cimientos de otro edificio más antiguo que el nuestro.
—Es muy probable.
Dyson miraba a su alrededor atentamente, tendiendo la vista desde el suelo al muro, y desde el muro al profundo bosque que casi colgaba sobre la huerta, oscureciendo el lugar incluso en plena mañana.
—Mire aquí —dijo Dyson, al cabo de un rato—. Desde luego, eso tiene que ser obra de los chiquillos. Mire...
Se había inclinado, y examinaba la roja superficie del muro, que había sido levantado con ladrillos blancos. Vaughan se acercó y miró fijamente el lugar señalado por el dedo de Dyson; apenas pudo distinguir una leve señal en la rojiza superficie.
—¿Qué es eso? —preguntó—. Apenas puedo distinguirlo.
—Mírelo más de cerca. ¿No le parece una tentativa de dibujar un ojo humano?
—¡Ah! Ahora lo veo. Mi vista no es muy aguda. Sí, han tratado de dibujar un ojo, como usted dice. Creí que a los chiquillos les enseñaban a dibujar en la escuela.
—Bueno, es un ojo bastante raro. Tiene una forma muy extraña; diríase que es el ojo de un chino.
Dyson contempló pensativamente la obra del artista en agraz, y, arrodillándose, examinó de nuevo el muro minuciosamente.
—Me gustaría mucho saber —dijo, finalmente— cómo es posible que un chiquillo de estos andurriales conozca la forma que tienen los ojos mongólicos. La mayoría de los niños tienen una impresión muy distinta dcl tema; dibujan un círculo, o algo parecido a un círculo, y ponen una manchita en el centro. No creo que ningún chiquillo imagine que el ojo está hecho realmente como ése. Quizá pueda derivar del rostro grabado en una lata de té... Pero no me parece probable.
—Pero, ¿por qué está tan seguro de que lo dibujó un chiquillo?
—Mire la altura. Esos ladrillos tienen unas dos pulgadas de espesor, aproximadamente; desde el suelo hasta el dibujo, hay veinte tongadas de ladrillos; esto nos da una altura de tres pies y medio. Ahora, imagine que va,a dibujar algo en ese muro. Exactamente; su lápiz, si tuviera uno, tocaría el muro al nivel aproximado de sus ojos, es decir, a una distancia de más de cinco pies del suelo. Por lo tanto, resulta fácil colegir que ese ojo fue dibujado por un niño de unos diez años.
—Sí, no se me había ocurrido. Desde luego, tiene que haberlo hecho uno de los chiquillos.
—Lo mismo creo yo. Sin embargo, como ya le he dicho, en esas dos lineas hay algo muy poco infantil, y el propio globo ocular tiene una forma casi ovalada. Tal y como yo lo veo, el dibujo tiene un aire antiguo y raro; y, en conjunto, resulta bastante desagradable. No puedo evitar la idea de que si pudiéramos ver toda una cara dibujada por la misma mano, no seria nada agradable. Pero, después de todo, esto es una tontería, que no nos hace avanzar en nuestras investigaciones. Es muy raro que la serie de dibujos a base de piedras haya tenido un final tan brusco.
Los dos hombres emprendieron el camino de regreso a la casa, y en el momento que entraban en el porche se abrió un claro en el cielo gris, y un rayo de sol bañó las grisáceas colinas delante de ellos. Durante todo el día, Dyson vagabundeó pensativamente por los campos y los bosques que rodeaban la casa. Estaba intrigado por las extrañas circunstancias que se proponía aclarar, y en un momento determinado sacó de su bolsillo la piedra cuneiforme y la examinó con profunda atención. Había algo en ella que la hacía completamente distinta de los ejemplares que había visto en museos y en colecciones particulares; la forma era de un tipo distinto, y alrededor del filo había una línea de puntitos, que tenía toda la apariencia de un adorno. ¿Quién, pensó Dyson, podía poseer tales cosas en un lugar tan apartado? ¿Y quién, poseyendo las piedras, podía haberles dado el fantástico uso de dibujar figuras incomprensibles bajo la tapia de la huerta de Vaughan? Lo absurdo de todo el asunto le molestaba indescriptiblemente; y a medida que su mente rechazaba una teoría tras otra, se sentía fuertemente tentado de tomar el primer tren y regresar a la ciudad. Había visto la plata antigua que poseía Vaughan, y había examinado la ponchera, la gema de la colección, con suma atención; y lo que vio, y su conversación con el mayordomo, le convencieron de que un complot para robar la ponchera tenía muy pocos visos de verosimilitud. El arcón donde estaba guardada la ponchera, una pesada pieza de caoba, que databa evidentemente de principios de siglo, recordaba ciertamente una pirámide, y Dyson se sintió inclinado, en el primer momento, a realizar un trabajo de detective; pero, una reflexión más detenida le convenció de la imposibilidad de la hipótesis del robo. Tenía que encontrar algo más satisfactorio. Le preguntó a Vaughan si había gitanos por aquellos alrededores, y Vaughan le respondió que no habían visto uno desde hacía años. Esto le desanimó bastante, ya que sabía que los gitanos tienen la costumbre de dejar extraños jeroglíficos a su paso, y había depositado ciertas esperanzas en aquella idea, cuando se le ocurrió. Al oír la respuesta de Vaughan, que significaba la destrucción de su teoría, se reclinó hacia atrás en su asiento, con expresión de disgusto.
—Es raro —dijo Vaughan—, pero los gitanos no nos han producido nunca molestias. De vez en cuando, los campesinos encuentran restos de fogatas en la parte más agreste de las colinas, pero nadie parece saber quién las enciende.
—Serán obra de los gitanos.
—¿En aquellos lugares tan apartados? No lo creo. Los gitanos y los vagabundos de todas clases suelen andar por las carreteras y caminos próximos a los lugares habitados.
—Bueno, no sé qué decirle. Esta tarde he visto a los chiquillos cuando regresaban de la escuela, y, como usted dijo, no se han detenido para nada junto al muro. De modo que no tendremos más ojos en la tapia, por lo menos.
—Uno de estos días me dedicaré a espiarles y descubriré quién es el artista.
A la mañana siguiente, cuando Vaughan salió a dar su acostumbrado paseo, encontró a Dyson, que le estaba esperando junto a la puerta de la huerta, y al parecer en un estado de intensa excitación, ya que le hizo señas para que se acercara, gesticulando violentamente.
—¿Qué sucede? —preguntó Vaughan—. ¿Otra vez las piedras?
—No; pero mire ahí, mire la tapia. ¿Lo ve?
—¡Hay otro ojo!
—Exactamente. Dibujado a muy poca distancia del primero, casi al mismo nivel, aunque ligeramente más abajo.
—¿Quién diablos será el autor? No pueden haber sido los chiquillos; anoche no estaban ahí, y los niños no pasarán hasta dentro de una hora. ¿Qué significado puede tener?
—Creo que en el fondo de todo esto se encuentra el propio diablo —dijo Dyson—.Desde luego, resulta difícil no llegar a la conclusión de que esos infernales ojos almendrados han sido dibujados por la misma mano que trazó los dibujos con las piedras cuneiformes; y a dónde puede llevarnos esa conclusión, es más de lo que puedo decir. Por mi parte, he tenido que echarle un freno a mi imaginación, pues de lo contrario se hubiera desbocado.
Los dos hombres permanecieron callados unos instantes. Luego, Dyson continuó:
—Vaughan, ¿se ha fijado usted en que existe un detalle, un detalle muy curioso, en común entre las figuras hechas con piedras y los ojos dibujados en el muro?
—¿A qué se refiere? —preguntó Vaughan, sobre cuyo rostro había caído una sombra de indefinido temor.
—A esto: sabemos que los dibujos del Ejército, la Copa, la Pirámide y la Media Luna tienen que haber sido hechos durante la noche. Probablemente, eso significa que estaban destinados a ser vistos también durante la noche. Bueno, el mismo razonamiento es aplicable a esos ojos del muro.
—No acabo de comprenderle, Dyson.
—Verá, las últimas noches han sido muy oscuras, ya que el cielo ha estado cubierto de nubes. Además, los árboles del bosque proyectan una intensa sombra sobre el muro, incluso en las noches más claras.
—¿Y bien?
—Lo que me sorprende es esto: quienquiera que sea el autor, debe tener una vista particularmente aguda para poder dibujar a oscuras.
—He leído que algunas personas encerradas en calabozos oscuros durante muchos años, han adquirido la facultad de ver perfectamente en la oscuridad.
—Sí —dijo Dyson—. El abate Faria, de El conde de Montecristo, por ejemplo. Pero es un detalle muy curioso.
III. La búsqueda de la Ponchera.
—¿Quién es el anciano que acaba de saludarle? —preguntó Dyson, cuando llegaban a la curva del sendero próxima a la casa.
—¡Oh! Es el viejo Trevor. Está muy decaído, el pobre.
—¿Quién es Trevor?
—¿No lo recuerda? Le conté la historia el día que fui a su casa..., acerca de una muchacha llamada Annie Trevor, que desapareció de un modo inexplicable hace cinco semanas. Ese anciano es su padre.
—Sí, sí, ahora lo recuerdo. A decir verdad, lo había olvidado por completo. ¿No se ha sabido nada de la muchacha?
—Absolutamente nada.
—Temo que no presté mucha atención a los detalles que usted me dio. ¿Qué camino seguía la muchacha?
—Un atajo que pasa por las colinas que hay encima de la casa. Se encuentra a unas dos millas de aquí.
—¿Está cerca de aquel caserío que vi ayer?
—¿Se refiere usted a Croesyceiliog? No, está más al norte.
Entraron en la casa, y Dyson se encerró en su habitación, debatiéndose aún en un mar de dudas, pero con la sombra de una sospecha creciendo en su interior, una sospecha vaga y fantástica, que se negaba a tomar una forma definida. Estaba sentado junto a la abierta ventana contemplando el valle, viendo como en un cuadro el intrincado regateo del riachuelo, el puente gris, y las enormes colinas que se erguían más allá; todo difuminado por una niebla blanquecina, que se levantaba del riachuelo. Empezó a oscurecer, y las enormes colinas parecieron más enormes y más vagas, y los oscuros bosques se hicieron más oscuros; y la sospecha que le había asaltado dejó de parecerle imposible. Pasó el resto de la velada sumido en una especie de ensueño, sin apenas oír lo que Vaughan decía; y cuando recogió su candelabro en el vestíbulo, se detuvo un momento antes de darle las buenas noches a su amigo.
—Necesito un buen descanso —dijo—. Mañana va a ser un día de trabajo para mí.
—¿Va a escribir algo, quizá?
—No. Voy a buscar la Ponchera.
—¿La Ponchera? Si se refiere usted a la mía, está segura en el arcón.
—No me refiero a ella. Puedo garantizarle que su plata no ha estado nunca amenazada. No, no voy a importunarle con suposiciones. Creo que no pasará mucho tiempo sin que tengamos algo más positivo que unas simples suposiciones. Buenas noches, Vaughan.
A la mañana siguiente, Dyson salió de la casa después de desayunar. Tomó el sendero que discurría junto al muro de la huerta, y observó que el número de ojos almendrados dibujados en la tapia ascendía ahora a ocho.
«Seis días más», se dijo a sí mismo. Pero, cuanto más pensaba en la teoría que había elaborado, más le hacía estremecer la posibilidad de que fuera cierta. Siguió andando a través de las densas sombras del bosque, hasta llegar al final de los árboles, y fue trepando cada vez más alto, manteniendo el rumbo norte y ateniéndose a las indicaciones que le había dado Vaughan. A medida que ascendía, le parecía elevarse más y más por encima del mundo de la vida humana y de las cosas acostumbradas; a su derecha, a lo lejos, una columna de humo azulado se erguía hacia el cielo; allí estaba la aldea donde los chiquillos iban a la escuela, y aquél era el único signo de vida, ya que el bosque ocultaba la antigua casa gris de Vaughan. Cuando llegó a lo que parecía ser la cumbre de la colina, se dio cuenta por primera vez de la desolada soledad que le rodeaba por todas partes; allí sólo había cielo gris y grisácea colina, o colina gris y cielo grisáceo, una elevada y amplia llanura que parecía extenderse interminablemente, y la vaga silueta del azulado pico de una montaña, muy lejos y al norte. Al final llegó al sendero, y por su posición y por lo que le había dicho Vaughan, supo que era el camino que había tomado Annie Trevor, la muchacha desaparecida. Dyson avanzó por él, observando las grandes rocas de piedra caliza que surgían del suelo, de un aspecto tan repulsivo como un ídolo de los mares del Sur. Y de repente se detuvo, asombrado, a pesar de que había encontrado lo que estaba buscando. Casi sin transición, el terreno se hundía súbitamente en todas direcciones, y Dyson pudo ver una especie de hoyo circular, que podía haber sido perfectamente un anfiteatro romano. Dyson dio una vuelta completa alrededor del hoyo, observó la posición de las piedras que formaban las paredes y emprendió el camino de regreso.
Esto —se dijo a sí mismo— es más que curioso. He descubierto la Ponchera, pero, ¿dónde está la Pirámide?
—Mi querido Vaughan —le dijo a su amigo, cuando llegó a la casa—, puedo decirle que he encontrado la Ponchera, y esto es lo único que le diré, de momento. Tenemos seis días de absoluta inactividad ante nosotros; no puede hacerse nada.
IV. El secreto de la Pirámide.
—He estado dando la vuelta por la huerta —dijo Vaughan una mañana—, he contado esos infernales ojos y he visto que había catorce. Por el amor de Dios, Dyson, dígame el significado de todo esto.
—Lamento no estar en condiciones de hacerlo. Puedo haber supuesto esto o aquello, pero siempre me he atenido al principio de guardar mis suposiciones para mí mismo. Además, no vale la pena adelantar los acontecimientos: recordará que le dije que teníamos seis días de inactividad ante nosotros. Bien, el de hoy es el sexto día, y el final de la ociosidad. Propongo que esta noche nos demos un paseo.
—¡Un paseo! ¿Es ésa toda la actividad que piensa usted desarrollar?
—Bueno, puedo mostrarle algunas cosas muy curiosas. Para ser sincero, deseo que esta noche, a las nueve, venga conmigo a las colinas. Tal vez tengamos que pasar toda la noche fuera, de modo que será mejor que se tape bien y que lleve un poco de aquel brandy...
—¿Es una broma? —dijo Vaughan, que estaba desconcertado por la sucesión de extraños acontecimientos.
—No, no creo que tenga nada de broma. A menos que esté muy equivocado, encontraremos una solución muy seria del rompecabezas. Vendrá conmigo, ¿verdad?
—Muy bien. ¿Qué dirección piensa usted seguir?
—La del sendero de que usted me habló; el atajo que se supone tomó Annie Trevor.
Vaughan palideció al oír el nombre de la muchacha.
—No creí que siguiera usted esa pista —dijo—. Pensaba que se estaba usted ocupando del asunto de los dibujos en el suelo y en el muro de la huerta. En fin, le acompañaré.
Aquella noche, a las nueve menos cuarto, los dos hombres salieron de la casa y tomaron el sendero que cruzaba el bosque, hacia la cumbre de la colina. Era una noche muy oscura. El cielo estaba encapotado, y el valle lleno de niebla; parecían andar en un mundo de sombras y de tristeza, sin apenas hablar, temerosos de romper el agobiante silencio. Andaron y andaron, hata que, finalmente, Dyson cogió a su compañero por el brazo.
—Nos detendremos aquí —dijo—. Creo que no hay nada todavía.
—Conozco el lugar —dijo Vaughan, al cabo de unos instantes—. He venido a menudo durante el día. Los campesinos temen venir aquí, según creo; suponen que es un castillo encantado, o algo por el estilo. Pero, ¿qué diablos hemos venido a hacer aquí?
—Hable un poco más bajo —dijo Dyson—. No nos favorecería en nada que nos oyeran hablar.
—¡Que nos oyeran hablar! No hay un alma viviente en tres millas a la redonda.
—Posiblemente, no; en realidad, debería decir que desde luego que no. Pero puede haber un cuerpo algo más cerca.
—No comprendo absolutamente nada —dijo Vaughan, bajando el tono de su voz por complacer a Dyson—. Pero, ¿por qué hemos venido aquí?
—Ese hoyo que hay ante nosotros es la Ponchera. Creo que será mejor que no hablemos, ni siquiera en voz baja.
Se tendieron sobre la hierba. De cuando en cuando, Dyson levantaba ligeramente la cabeza para echar una ojeada y retrocedía inmediatamente, no atreviéndose a mirar durante mucho rato. Volvía a aplicar el oído al suelo para escuchar, y las horas fueron pasando, y la oscuridad pareció hacerse más intensa, y el único sonido audible era el débil suspiro del viento. La impaciencia de Vaughan iba en aumento a medida que transcurría el tiempo; empezaba a encontrar absurda aquella inútil espera.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —le susurró a Dyson.
Y Dyson, que había estado conteniendo la respiración en la agonía de su vigilia, acercó su boca al oído de Vaughan y dijo, con pausas entre cada sílaba y en el tono de voz que el sacerdote emplea para pronunciar las terribles palabras:
—¿Quiere usted escuchar?
Vaughan pegó el oído al suelo, preguntándose qué era lo que tenía que oír. Al principio no oyó nada; luego, un leve ruido procedente de la Ponchera llegó hasta él, un ruido extraño, indescriptible, como si alguien apoyara la lengua contra el paladar y expeliera la respiración. Vaughan escuchó ávidamente, y de pronto el ruido se hizo más intenso, convirtiéndose en un estridente y horrible silbido, como si la tierra, debajo de él, hirviera de insoportable calor. Incapaz de soportar por más tiempo la tensión, Vaughan alzó la cabeza y miró en dirección a la Ponchera.
Al principio, se negó a dar crédito a sus ojos. La Ponchera hervía realmente como una caldera infernal. Pero hervía de formas vagas que se movían continuamente sin que se oyera el sonido de sus pasos, reuniéndose en grupos aquí y allí, y hablándose unas a otras con un horrible sonido sibilante, como el que emiten las serpientes. Vaughan no pudo apartar su rostro de allí, a pesar de que notó la presión de los dedos de Dyson advirtiéndole para que lo hiciera; por el contrario, aguzó la mirada y vio vagamente algo parecido a rostros y miembros humanos, aunque su corazón se estremeció con la seguridad de que ningún ser humano podía producir aquellos sibilantes y horribles sonidos. Miró y miró, conteniendo una exclamación de terror, y al final las espantosas formas se reunieron más espesas alrededor de algún vago objeto situado en el centro de la cavidad, y los sonidos sibilantes crecieron en intensidad, y Vaughan vio a la incierta claridad los abominables miembros, vagos y, sin embargo, demasiado perceptibles, y creyó oír, muy débilmente, un lamento humano a través del rumor de una charla que no era de hombres. La horrible parodia continuó, mientras el sudor empapaba las sienes de Vaughan y sus manos quedaban heladas.
Luego, la espantosa masa se precipitó hacia los costados de la Ponchera, y por un instante Vaughan vio agitarse unos brazos humanos en el centro de la cavidad. Pero debajo de ellos brilló una chispa, ardió un fuego, y mientras la voz de una mujer profería un alarido de angustia y de terror, una gran pirámide de llamas se elevó hacia el cielo, iluminando toda la montaña. En aquel instante, Vaughan vio lo que pululaba en la Ponchera; los seres que tenían forma de hombres, pero que eran como niños espantosamente deformes, los rostros de ojos almendrados ardiendo de diabólica concupiscencia, el fantasmal color amarillento de la masa de carne desnuda. Luego, como por arte de magia, el lugar quedó vacío, mientras el fuego rugía y crepitaba, y las llamas seguían iluminando la montaña.
—Ha visto usted la Pirámide —dijo Dyson a su oído—. La Pirámide de fuego.
V. Los enanos.
—Entonces, ¿lo reconoce usted?
—Desde luego. Es un broche que Annie Trevor solía ponerse los domingos: recuerdo el dibujo. Pero, ¿dónde lo encontró usted? No irá a decirme que ha descubierto a la muchacha...?
—Mi querido Vaughan, me maravilla que no sospeche usted dónde encontré el broche. ¿No habrá olvidado ya la pasada noche?
—Dyson —dijo Vaughan, hablando muy seriamente—, le he estado dando vueltas en mi cerebro esta mañana, mientras usted estaba fuera. He pensado en lo que vi, aunque tal vez debería decir en lo que creí ver, y la única conclusión a que he podido llegar es que mis sentidos sufrieron una aberración. He vivido siempre honradamente, en el santo temor de Dios, y lo único que puedo creer es que fui víctima de una monstruosa alucinación. Usted sabe que regresamos a casa en silencio, que no pronunciamos una sola palabra acerca de lo que imaginé haber visto. ¿No cree que es preferible seguir manteniendo silencio? Esta mañana, cuando he salido a dar mi acostumbrado paseo, he experimentado la sensación de que la tierra estaba llena de paz, y al pasar junto al muro he visto que no había más dibujos, y he borrado los que quedaban. El misterio ha terminado, y podemos volver a vivir en paz. Creo que durante las últimas semanas mi mente estuvo envenenada; he estado al borde de la locura, pero ahora vuelvo a estar cuerdo.
Mr. Vaughan había hablado apresuradamente; cuando terminó, se inclinó hacia adelante y miró a Dyson con expresión suplicante.
—Mi querido Vaughan —dijo Dyson, tras una breve pausa—, ¿qué ganaríamos con eso? Es demasiado tarde para esconder la cabeza debajo del ala; hemos llegado demasiado lejos. Además, usted sabe perfectamente que no ha existido ninguna alucinación; ojalá fuera así. No, debo contarle a usted toda la historia, hasta donde la conozco.
—Muy bien —suspiró Vaughan—. Adelante.
—Si no le importa —dijo Dyson—, empezaremos por el final. He encontrado el broche que usted acaba de identificar en el lugar al que dimos el nombre de la Ponchera.
En el centro de aquella cavidad había un montón de cenizas, como si hubiese ardido una fogata; en realidad, las cenizas estaban aún calientes, y este broche se hallaba en el suelo, en el borde mismo del círculo que debieron formar las llamas. Supongo que se desprendería accidentalmente del vestido de la persona que lo llevaba. No, no me interrumpa; ahora podemos pasar al principio; retrocedamos al día en que vino usted a verme a Londres. Por lo que recuerdo, poco después de su llegada mencionó usted un desgraciado y misterioso accidente que se había producido aquí; una muchacha llamada Annie Trevor había ido a ver a una tía suya, y había desaparecido. Confieso sinceramente que lo que usted dijo apenas me interesó; existen demasiados motivos que pueden hacer conveniente para un hombre, y más especialmente para una mujer, desvanecerse del círculo de sus parientes y amigos. Si fuéramos a consultar a la policía, descubriríamos que en Londres se produce una desaparición misteriosa una semana sí y otra también, y los oficiales se encogerían de hombros y nos dirían que, de acuerdo con la ley de los promedios, no puede menos de suceder. De modo que no presté demasiada atención a su historia; además, existía otro motivo para mi falta de interés: su historia era inexplicable.
Usted sólo pudo sugerir la intervención de un marinero desertor, pero yo rechacé inmediatamente la explicación. Por muchos motivos, pero principalmente porque un criminal ocasional, un aficionado que comete un crimen brutal, siempre es descubierto, especialmente si escoge el campo como escenario de sus operaciones. Recordará usted el caso de aquel García que mencionó; se dirigió a una estación de ferrocarril el día después del asesinato, con los pantalones manchados de sangre y su mezquino botín en un hatillo.
De modo que al rechazar su única sugerencia, la historia se convertía, como ya he dicho, en inexplicable y, en consecuencia, carente de interés. Sí, es una conclusión perfectamente válida. ¿Ha perdido usted nunca el tiempo dándole vueltas en su cerebro a problemas que sabía que eran insolubles? ¿Se ha devanado usted los sesos con el antiguo rompecabezas de Aquiles y la tortuga? Desde luego que no, porque sabía que era perder el tiempo. Por eso, cuando me contó usted la historia de una muchacha campesina que había desaparecido, me limité a clasificar el caso como insoluble, y no pensé más en el asunto.
Estaba equivocado, ahora lo sé; pero, si lo recuerda, inmediatamente pasó usted a otro asunto que le interesaba más profundamente, porque era de tipo personal. No necesito repetirle lo extraño que me pareció su relato acerca de los dibujos a base de piedras cuneiformes; al principio, creí que se trataba de un simple juego de chiquillos; pero cuando me enseñó usted aquella piedra, sentí que se despertaba mi interés. Allí había algo que se salía de lo corriente, un motivo de verdadera curiosidad; y en cuanto llegué aquí empecé a trabajar para encontrar la solución, repitiéndome a mí mismo una y otra vez los dibujos que usted me había descrito. En primer lugar, el dibujo al que dimos el nombre de Ejército; una serie de piedras simétricamente alineadas, apuntando todas en la misma dirección. Luego las lineas, como los radios de una rueda, todos convergiendo hacia la figura de una Ponchera, luego el triángulo de una Pirámide, y finalmente la Media Luna. Confieso que agoté todas las conjeturas en mis esfuerzos para desvelar el misterio, y como usted comprenderá era un problema doble, o más bien triple. Ya que no tenía que limitarme a preguntarme a mí mismo: «¿Qué significan esas figuras?», sino también:
¿Quién puede ser el responsable de ellas? Además, quedaba el problema de saber quién podía poseer unas piedras tan valiosas, y, conociendo su valor, utilizarlas para lo que parecía un pasatiempo y dejarlas abandonadas. Esto último me condujo a suponer que la persona o personas en cuestión desconocían el valor de aquellas piedras cuneiformes, aunque la conclusión no me permitió avanzar más, ya que incluso un hombre culto puede ignorar lo que es una piedra cuneiforme. Luego se presentó la complicación del ojo en el muro, y, como usted recordará, llegamos a la conclusión de que su autor o autores eran los mismos que habían hecho los dibujos con las piedras. La posición de los ojos en el muro me hizo investigar si había algún enano por estos alrededores, pero descubrí que no había ninguno, y sabía que los chiquillos que pasan por allí camino de la escuela no tenían nada que ver con el asunto. Sin embargo, estaba convencido de que la persona que dibujó los ojos no podía tener más de tres pies y medio de estatura, ya que, como le indiqué cuando lo encontramos, cualquiera que dibuje sobre una superficie perpendicular escoge instintivamente un lugar que quede al nivel de su rostro. Luego se presentó el problema de la forma de los ojos; aquel acusado carácter mongólico del cual un campesino inglés no podía tener noción, y, como remate, el hecho evidente de que el dibujante o dibujantes tenían que ser capaces de ver prácticamente en la oscuridad. Tal como usted observó, un hombre que ha estado encerrado durante muchos años en un oscuro calabozo puede adquirir aquella característica; pero, desde la época de Edmundo Dantés, ¿dónde podría encontrarse una cárcel así en Europa? Un marinero, que hubiera permanecido largo tiempo en una mazmorra china, parecía ser el individuo a localizar, y aunque ello parecía improbable, no era absolutamente imposible que un marinero, o, digamos, un hombre empleado en un barco, fuera un enano. Pero, ¿cómo explicar el hecho de que mi marinero estuviera en posesión de unas piedras cuneiformes prehistóricas? Y, aceptada la posesión, ¿cuál era el significado y objeto de aquellos misteriosos dibujos a base de piedras primero, en el muro después? Desde el primer momento me di cuenta de que su teoría acerca de un proyectado robo era insostenible. Y confieso que lo que me puso sobre la verdadera pista fue una simple casualidad. Cuando nos cruzamos con el viejo Trevor, y usted mencionó su nombre y la desaparición de su hija, recordé la historia que había olvidado. Aquí, me dije a mí mismo, hay otro problema, falto de interés, es cierto, por sí mismo; pero, ¿y si estuviera relacionado con los enigmas que me atormentan? Me encerré en mi habitación, aparté de mi mente toda clase de prejuicios, y repasé todo lo sucedido partiendo de la base de que la desaparición de Annie Trevor estaba relacionada con los dibujos de piedras y los ojos del muro. Esta suposición no me condujo muy lejos, y estaba a punto de renunciar definitivamente al asunto, cuando se me ocurrió un posible significado de la Ponchera.
Como usted sabe, en Surrey existe una «Ponchera del Diablo», y me di cuenta de que el símbolo podía referirse a alguna característica de la región. Entonces decidí buscar la Ponchera cerca del camino que había recorrido la muchacha cuando desapareció, y ya sabe usted que la encontré. Traducí los dibujos de acuerdo con lo que sabía, y leí el primero, el Ejército, así: «Habrá una reunión o asamblea..., en la Ponchera... dentro de quince días (cuarto creciente de la luna)..., para ver la Pirámide o para construir la Pirámide». Los ojos, dibujados uno a uno, día por día, señalaban evidentemente las fechas a transcurrir, y yo sabía que no habría más que catorce. No me preocupé preguntándome cuál sería la naturaleza de la asamblea, ni quién iba a reunirse en el paraje más solitario y más temido de esas agrestes colinas. En Irlanda, en China o en el Oeste americano, la pregunta hubiera tenido una fácil respuesta: rebeldes, miembros de una sociedad secreta, «vigilantes»... Pero en este tranquilo rincón de Inglaterra, habitado por gentes tranquilas, tales suposiciones no eran posibles. Pero yo sabía que tendría la oportunidad de presenciar aquella reunión, y no quise perder el tiempo en inútiles pesquisas. De pronto, recordé lo que la gente había comentado a raíz de la desaparición de Annie Trevor, diciendo que se la habían llevado «las hadas». Le aseguro, Vaughan, que soy un hombre tan cuerdo como usted, y que suelo controlar mi cerebro para que no se pierda en divagaciones ni en fantasías. Pero aquella alusión a las hadas me llevó a recordar a los «enanos» del bosque, una creencia que representa una tradición de los prehistóricos habitantes turanios de la región, que vivían en cuevas: y entonces me di cuenta de que estaba buscando a un ser de menos de cuatro pies de estatura, acostumbrado a vivir en la oscuridad, poseedor de instrumentos de piedra y familiarizado con los rasgos mongólicos... Confieso que me avergonzaría hablarle de una cosa tan fantástica, tan increíble, si no fuera por lo que usted vio con sus propios ojos anoche, y diría que puedo dudar de la evidencia de mis sentidos, si no estuvieran corroborados por los de usted. Pero usted y yo no podemos mirarnos a la cara y pretender que fue una alucinación; cuando usted estaba tendido en la hierba, a mi lado, noté que se estremecía, y vi sus ojos a la luz de las llamas. Y por eso puedo decirle sin avergonzarme lo que había en mi mente anoche, cuando cruzamos el bosque, trepamos a la colina y nos ocultamos junto a la Ponchera.
Había una cosa, que hubiera tenido que ser la más evidente y que me intrigó hasta el último instante. Ya le he dicho a usted cómo leí el dibujo de Pirámide; la asamblea iba a ver una Pirámide, y el verdadero significado del símbolo se me escapó hasta el último momento. El antiguo derivado de ðõñ, fuego, me hubiera puesto sobre la pista, pero no se me ocurrió.
Creo que eso es todo lo que puedo decir. Usted sabe que estábamos completamente indefensos, aun en el caso de que hubiéramos previsto lo que iba a suceder. ¡Ah! ¿El lugar donde aparecieron los dibujos? Sí, es una pregunta muy curiosa. Pero esta casa, por lo que he podido observar, se encuentra en el centro exacto de las colinas; y, posiblemente, aquella extraña y antigua columna de piedra caliza que hay junto a su huerta era un lugar de reunión antes de que los celtas pusieran el pie en Inglaterra. Pero hay una cosa que debo añadir: no lamento nuestra incapacidad para rescatar a la muchacha. Usted vio la aparición de aquellos seres que pululaban en la Ponchera; puede estar seguro de que lo que había en medio de ellos no era ya apto para la tierra.
—De modo que... —empezó a decir Vaughan.
—De modo que ella se hundió en la Pirámide de Fuego —dijo Dyson—, y ellos volvieron a hundirse en el mundo subterráneo, en sus hogares situados debajo de las colinas".
Arthur Machen
"—¿Obsesionado, dice usted?
—Sí, obsesionado. Cuando nos conocimos, hace tres años, me habló usted de la región donde vivía, con sus antiguos bosques, sus agrestes y majestuosas colinas, y sus ásperas tierras. El cuadro que usted me describió quedó grabado en mi mente, y lo recuerdo siempre, de un modo especial cuando estoy sentado en mi escritorio y oigo el intenso rumor del tránsito de las calles de Londres. Pero, ¿cuándo ha llegado usted?
—La verdad, Dyron, es que he venido directamente desde la estación. He salido esta mañana temprano para tomar el tren de las 10,45.
—Bueno, me alegro mucho de que haya venido a verme. ¿Qué ha sido de su vida desde la última vez que nos vimos? Supongo que no existe ninguna Mrs. Vaughan...
—No —dijo Vaughan—, continúo siendo un eremita, como usted. No he hecho más que vagabundear de un lado para otro.
Vaughan había encendido su pipa y estaba sentado en el brazo del sillón, mirando a su alrededor con una mezcla de asombro y de intranquilidad. Dyson había hecho correr su silla cuando entró su visitante, y tenía un brazo apoyado en su escritorio, lleno de papeles y de libros en desorden.
—Y usted, ¿sigue ocupado en la antigua tarea? —inquirió Vaughan, señalando el montón de papeles y de abultadas carpetas.
—Sí, el sueño de la literatura es tan vano y tan absorbente como el de la alquimia. Bueno, supongo que se quedará algún tiempo en la ciudad. ¿Qué haremos esta noche?
—En realidad, me gustaría convencerle para que viniera a pasar unos días en el oeste. Estoy persuadido de que le sentarían estupendamente.
—Es usted muy amable, Vaughan, pero resulta difícil abandonar Londres en septiembre. Doré no podía haber dibujado nada más maravilloso y místico que la Oxford Street, tal como la vi hace un par de días, al atardecer; el reflejo del sol poniente, la calina azul, transformaban la calle en un sendero que conducía «a la ciudad espiritual».
—A pesar de todo, me gustaría que viniera. Disfrutaría usted paseando por nuestras colinas. Estoy asombrado: me pregunto cómo puede trabajar en medio de este ruido. Creo que gozaría de veras con la tranquilidad de mi viejo hogar entre los bosques.
Vaughan volvió a encender su pipa y miró ansiosamente a Dyson, para comprobar si sus palabras habían producido algún efecto, pero su amigo sacudió la cabeza, sonriendo, y en lo íntimo de su corazón hizo un voto de fidelidad a las calles ciudadanas.
—No puede usted tentarme —dijo.
—Bien, quizá tenga usted razón. Después de todo, tal vez estaba equivocado al hablar de la tranquilidad del campo. Allí, cuando se produce una tragedia, es como una piedra arrojada en una charca; los círculos que forma el agua se van ensanchando, y parece que no hayan de terminar nunca de agrandarse.
—¿Han tenido ustedes alguna tragedia allí?
—Bueno, no me atrevo a calificarla de tal. Pero, hace cosa de un mes, me preocupó mucho algo que ocurrió; puede o no puede haber sido una tragedia, en el sentido corriente de la palabra.
—¿Qué fue lo que sucedió?
—Verá, el hecho es que desapareció una muchacha de un modo bastante misterioso. Sus padres, que responden al nombre de Trevor, son unos granjeros acomodados, y su hija mayor, Annie, era una especie de belleza local; en realidad, era muy guapa. Una tarde, decidió ir a visitar a su tía, una viuda que cultiva sus propias tierras, y como las dos casas se encuentran solamente separadas por una distancia de cinco o seis millas, Annie les dijo a sus padres que iría por el atajo que pasa por las colinas. No llegó a casa de su tía, ni ha vuelto a ser vista. Se lo cuento a grandes rasgos, desde luego.
—¡Qué cosa más rara! Supongo que en las colinas no habrá minas abandonadas... ¿Cree usted que pudo caerse por algún precipicio?
—No. El camino que tenía que tomar no discurre junto a ningún barranco; no es más que un sendero abierto en plena colina, apartado, incluso, de cualquier camino secundario. Pueden recorrerse millas enteras sin encontrar un alma, pero es absolutamente seguro.
—¿Y qué dice la gente acerca de ello?
—¡Oh! Tonterías... No tiene usted idea de lo supersticiosa que es la gente del campo. Donde yo vivo, son más supersticiosos que los irlandeses, que ya es decir.
—Pero, ¿qué es lo que dicen?
—¡Oh! Suponen que la pobre muchacha «se marchó con las hadas», o fue «raptada por las hadas». ¡Si el caso no fuera tan trágico, habría para echarse a reír!
Dyson pareció algo interesado.
—Sí —dijo—, la palabra «hadas» suena algo rara al oído en la época actual. Pero, ¿qué dice la policía? Supongo que no aceptará la hipótesis del cuento de hadas...
—No. Pero tengo la impresión de que anda completamente despistada. Lo que temo es que Annie Trevor tropezara con algunos facinerosos en su camino. Castletown, como ya sabe, es un importante puerto de mar, y algunos de los peores marinos extranjeros desertan de cuando en cuando de sus barcos y se dedican al bandolerismo. No hace muchos años, un marinero español llamado García asesinó a toda una familia por un botín que no valía seis peniques. Algunos de esos tipos apenas son humanos, y mucho me temo que la pobre muchacha haya tenido un final espantoso.
—¿Vieron merodear por allí a algún marinero extranjero?
—No. Y la gente del campo se fija inmediatamente en cualquiera que tenga un aspecto o vista de un modo «anormal». A pesar de todo, parece como si mi teoría fuese la única explicación posible.
—¿No hay ningún dato que pueda servir de punto de partida? —inquirió Dyson pensativamente—. ¿Un asunto amoroso, o algo por el estilo?
—¡Oh, no! Ni pensarlo. Estoy seguro de que si Annie estuviera viva, se lo hubiera hecho saber a su madre.
—Desde luego, desde luego. Pero existe la posibilidad de que esté viva, y no pueda comunicarse con sus amigos. Todo esto debe haberle producido muchas preocupaciones.
—En efecto. Aborrezco los misterios, especialmente los que pueden ser el velo del horror. Pero, francamente, Dyson, prefiero no recordarlo; no he venido aquí para hablarle de esto.
—Naturalmente —dijo Dyson, un poco sorprendido por la actitud de Vaughan—. Ha venido para conversar de temás más alegres.
—No, eso tampoco. Lo que acabo de contarle ocurrió hace cosa de un mes, pero en estos últimos días ha sucedido algo que me afecta de un modo más personal, y, para ser absolutamente sincero, he venido a verle con la idea de que podía ayudarme. ¿Recuerda el extraño caso de que me habló cuando nos vimos por última vez? Algo acerca de un fabricante de gafas...
—¡Oh, sí, lo recuerdo perfectamente! En aquella época estaba muy orgulloso de mi perspicacia; incluso ahora, la policía no tiene la menor idea del motivo de que fueran deseadas aquellas extrañas gafas amarillas. Pero, tiene usted un aspecto realmente preocupado, Vaughan. Espero que no será nada grave.
—No; creo que he estado exagerando, y quiero que usted me tranquilice. Pero lo que ha sucedido es muy raro.
—¿Y qué ha sucedido?
—Estoy convencido de que se reirá de mí, pero ésta es la historia. Como usted ya sabe, hay un camino, un derecho de paso, que cruza mis tierras y, para ser exacto, discurre junto al muro de la huerta. No es utilizado por muchas personas; algún leñador, de cuando en cuando, y cinco o seis chiquillos que van a la escuela del pueblo y pasan por allí dos veces al día. Hace unos días, decidí dar un paseo antes de desayunar, y me detuve a llenar mi pipa al lado mismo de las grandes puertas del muro de la huerta. El bosque se extiende hasta muy cerca del muro, y el camino de que le he hablado discurre a la sombra de los árboles. Soplaba un vientecillo fresco, y aproveché la protección de la pared para encender la pipa. Al hacerlo, incliné la mirada al suelo y vi una cosa que me llamó la atención. Debajo mismo del muro, sobre la corta hierba, había unas piedrecitas que formaban un dibujo; algo así...
Y Mr. Vaughan cogió un lápiz y un trozo de papel y trazó unas cuantas rayas.
—Como puede ver —continuó—, las piedrecitas eran doce, y estaban simétricamente espaciadas. Las piedras eran puntiagudas, y todas las puntas estaban dirigidas en la misma dirección.
—Sí —dijo Dyson, sin mucho interés—, no cabe duda de que los chiquillos que usted ha mencionado estuvieron jugando cuando regresaban de la escuela. Los niños son muy aficionados a entretenerse haciendo dibujos con piedras, flores, conchas, o cualquier otra cosa que encuentren.
—Eso fue lo que yo pensé; vi aquellas piedras que formaban una especie de dibujo, y me marché. Pero, a la mañana siguiente, volví a pasar por allí, y vi otra vez las piedrecitas, en el mismo lugar. El dibujo, sin embargo, era distinto: las piedras estaban dispuestas como los rayos de una rueda, uniéndose todas en un centro común, y este centro estaba formado por otro dibujo que parecía una copa; todo, desde luego, a base de piedrecitas.
—Sí, la cosa resulta curiosa —dijo Dyson—. Aunque lo más probable es que los responsables de esas fantasías en piedra sean los chiquillos que van a la escuela.
—Intrigado, decidí hacer una prueba. Los niños regresan de la escuela a las cinco y media de la tarde, y fui a aquel lugar a las seis: encontré el dibujo tal como lo había dejado por la mañana. Al día siguiente, repetí la visita a las siete menos cuarto de la mañana, y descubrí que el dibujo había cambiado. Ahora formaba una pirámide. Vi pasar a los chiquillos hora y media más tarde, y no se detuvieron para nada allí. Por la tarde les vi regresar, y tampoco se detuvieron. Y esta mañana, a las seis, el dibujo formaba una especie de media luna.
—De modo que la serie de dibujos es la siguiente: primero, líneas simétricas; luego, los radios y la copa; después la pirámide, y finalmente, esta mañana, la media luna. Ese es el orden, ¿no es cierto?
—Sí, en efecto. Pero, ¿sabe usted lo que me ha hecho sentirme intranquilo? Supongo que va a parecerle absurdo, pero no puedo evitar la idea de que alguien los utiliza para comunicarse con otros..., o para amenazarme.
—¿Amenazarle? ¿Acaso tiene usted enemigos?
—No. Pero tengo algunas piezas de plata, muy antiguas y valiosas.
—Entonces, ¿piensa usted en los ladrones? —inquirió Dyson, cuyo interés parecía haber aumentado considerablemente—. Conoce usted a todos sus vecinos. ¿Hay algún personaje sospechoso?
—Que yo sepa, no. Pero recuerde lo que he dicho de los marineros.
—¿Puede usted confiar en sus criados?
—Desde luego. La plata se encuentra en una habitación a prueba de ladrones; el único que sabe dónde está la llave es el mayordomo, un hombre que lleva muchos años al servicio de la familia. Por ese lado no hay problema. Sin embargo, todo el mundo sabe que tengo un montón de plata antigua, y la gente del campo es muy aficionada al comadreo, de modo que la información puede haber llegado a oídos de algún indeseable.
—Es probable, aunque confieso que la teoría de los ladrones me parece algo insatisfactoria. ¿Quién se comunica con quién? Me resisto a aceptar esa explicación. ¿Qué fue lo que le hizo relacionar la plata con aquellos dibujos?
—La figura de la copa —dijo Vaughan—. Da la casualidad de que poseo una ponchera muy grande y muy valiosa de la época de Carlos II. El cincelado es realmente exquisito, y la pieza vale un montón de dinero. El dibujo que le describí a usted, tenía la misma forma de mi ponchera.
—Una extraña cuincidencia, desde luegu. Pero, ¿y los otros dibujos? ¿Tiene usted algo en forma de pirámide?
—¡Ah! Eso es lo más raro de todo. La ponchera en cuestión, juntamente con un juego de cucharas antiguas, está guardada en un pequeño arcón de caoba, de forma piramidal.
—Confieso que todo esto me interesa muchísimo —dijo Dyson—. Continúe. ¿Qué me dice de los otros dibujos? El Ejército, como podríamos llamar al primero, y la Media Luna...
—No he podido relacionarlos con nada. Sin embargo, creo que admitirá usted que mi curiosidad y mi preocupación están justificadas. Me disgustaría mucho perder alguna de las piezas antiguas de plata; casi todas ellas han pertenecido a mi familia desde hace generaciones. Y no puedo quitarme de la cabeza la idea de que algunos facinerosos tratan de hacerme víctima de un robo, y se comunican unos con otros todas las noches por medio de esos dibujos.
—Sinceramente —dijo Dyson—, no sé qué decirle; estoy tan a oscuras como usted. Su teoría parece la única explicación posible, y, sin embargo, las dificultades que existen son enormes.
Se reclinó hacia atrás en su asiento, y los dos hombres se miraron, con el ceño fruncido, perplejos ante un problema tan raro.
—A propósito —dijo Dyson, después de una larga pausa—, ¿qué formación geológica tienen ustedes allí?
Mr. Vaughan levantó la mirada, muy sorprendido por la pregunta.
—Arenisca y caliza roja, creo —respondió—. Nos encontramos un poco más allá de las capas que contienen carbón mineral.
—Pero, ni en la arenisca ni en la caliza hay piedras, ¿verdad?
—No, nunca he visto piedras en los campos. Y confieso que el hecho me había llamado la atención.
—¡Lo que yo suponía! Es un detalle muy importante. A propósito, ¿qué tamaño tenían las piedras utilizadas en aquellos dibujos?
—Da la casualidad de que me he traído una; la cogí esta mañana.
—¿De la Media Luna?
—Exactamente. Aquí está.
Sacó de uno de sus bolsillos una piedra de forma alargada y terminada en punta, de unas tres pulgadas de longitud. El rostro de Dyson brilló de excitación al cogerla de manos de Vaughan.
—Desde luego —dijo, después de un breve silencio—, tiene usted unos vecinos muy raros. Me cuesta trabajo creer que puedan albergar algún propósito acerca de su ponchera. ¿Sabe usted que esto es una piedra cuneiforme antiquísima, y que además tiene forma única? He visto ejemplares que procedían de todas las partes del mundo, pero ninguno como éste, que posee unas características muy especiales.
Dejó su pipa sobre el escritorio y sacó un libro de uno de los cajones.
—Tenemos el tiempo justo para tomar el tren que sale a las 5,45 para Castletown —dijo.
II. Los ojos en el muro.
Mr. Dyson aspiró profundamente el aire puro de las colinas y sintió todo el encanto del escenario que le rodeaba. Era por la mañana, temprano, y se encontraba en la terraza de la parte delantera de la casa. Los antepasados de Vaughan la habían construido en la falda de una alta colina, al amparo de un antiguo y tupido bosque que rodeaba el edificio por tres de sus puntos cardinales; por el cuarto, al sudoeste, el terreno descendía suavemente hasta hundirse en el valle, por cuyo fondo discurría un rumoroso riachuelo. En la terraza, perfectamente resguardada, no corría ni un soplo de viento, y los árboles permanecían inmóviles. Un solo rumor turbaba el silencio: el murmullo cantarín del agua al deslizarse entre las rocas. Debajo mismo de la casa, el riachuelo estaba cruzado por un puente de piedras grises, que se remontaba a la Edad Media, y más allá del puente se alzaban de nuevo las colinas, anchas y redondeadas como baluartes, cubiertas aquí y allá de oscuros bosques, aunque las alturas estaban desnudas de árboles. Dyson miró al norte y al sur, y sólo vio la pared de las colinas, y los antiguos bosques, y el riachuelo regateando entre ellos; todo gris y difuso con la niebla matinal, bajo el cielo plomizo. La voz de Mr. Vaughan rompió el silencio.
—Pensé que estaría usted demasiado cansado para levantarse tan temprano —dijo—.Veo que está admirando el paisaje. Es hermoso, ¿verdad? Aunque supongo que el viejo Meyrick Vaughan no pensó mucho en el escenario cuando edificó la casa. Un hogar antiguo y extraño, ¿no es cierto?
—Sí, pero encaja perfectamente con los alrededores; sus piedras son tan grises como las del puente y como las colinas.
—Temo haberle traído aquí para nada, Dyson —dijo Vaughan—. Esta mañana he estado allí, y no he visto rastro de ningún dibujo.
Echaron a andar a través del césped, hasta llegar a un sendero que pasaba por la parte posterior de la casa. Avanzaron por él, y súbitamente Vaughan se detuvo; estaban junto a la puerta del muro de la huerta.
—Mire, aquí era —dijo Vaughan, señalando el suelo—. La primera mañana que vi las piedras, estaba en el lugar en que usted se encuentra ahora.
—Ya. Aquella mañana fue el Ejército; luego la Taza, luego la Pirámide, y ayer la Media Luna. ¡Qué piedra más rara! —continuó Dyson, señalando un bloque de piedra caliza que sobresalía del suelo, debajo del mismo muro—. Parece una especie de columna enana, pero supongo que es natural.
—Sí, lo mismo creo yo. Imagino que la trajeron aquí para utilizarla en los cimientos de otro edificio más antiguo que el nuestro.
—Es muy probable.
Dyson miraba a su alrededor atentamente, tendiendo la vista desde el suelo al muro, y desde el muro al profundo bosque que casi colgaba sobre la huerta, oscureciendo el lugar incluso en plena mañana.
—Mire aquí —dijo Dyson, al cabo de un rato—. Desde luego, eso tiene que ser obra de los chiquillos. Mire...
Se había inclinado, y examinaba la roja superficie del muro, que había sido levantado con ladrillos blancos. Vaughan se acercó y miró fijamente el lugar señalado por el dedo de Dyson; apenas pudo distinguir una leve señal en la rojiza superficie.
—¿Qué es eso? —preguntó—. Apenas puedo distinguirlo.
—Mírelo más de cerca. ¿No le parece una tentativa de dibujar un ojo humano?
—¡Ah! Ahora lo veo. Mi vista no es muy aguda. Sí, han tratado de dibujar un ojo, como usted dice. Creí que a los chiquillos les enseñaban a dibujar en la escuela.
—Bueno, es un ojo bastante raro. Tiene una forma muy extraña; diríase que es el ojo de un chino.
Dyson contempló pensativamente la obra del artista en agraz, y, arrodillándose, examinó de nuevo el muro minuciosamente.
—Me gustaría mucho saber —dijo, finalmente— cómo es posible que un chiquillo de estos andurriales conozca la forma que tienen los ojos mongólicos. La mayoría de los niños tienen una impresión muy distinta dcl tema; dibujan un círculo, o algo parecido a un círculo, y ponen una manchita en el centro. No creo que ningún chiquillo imagine que el ojo está hecho realmente como ése. Quizá pueda derivar del rostro grabado en una lata de té... Pero no me parece probable.
—Pero, ¿por qué está tan seguro de que lo dibujó un chiquillo?
—Mire la altura. Esos ladrillos tienen unas dos pulgadas de espesor, aproximadamente; desde el suelo hasta el dibujo, hay veinte tongadas de ladrillos; esto nos da una altura de tres pies y medio. Ahora, imagine que va,a dibujar algo en ese muro. Exactamente; su lápiz, si tuviera uno, tocaría el muro al nivel aproximado de sus ojos, es decir, a una distancia de más de cinco pies del suelo. Por lo tanto, resulta fácil colegir que ese ojo fue dibujado por un niño de unos diez años.
—Sí, no se me había ocurrido. Desde luego, tiene que haberlo hecho uno de los chiquillos.
—Lo mismo creo yo. Sin embargo, como ya le he dicho, en esas dos lineas hay algo muy poco infantil, y el propio globo ocular tiene una forma casi ovalada. Tal y como yo lo veo, el dibujo tiene un aire antiguo y raro; y, en conjunto, resulta bastante desagradable. No puedo evitar la idea de que si pudiéramos ver toda una cara dibujada por la misma mano, no seria nada agradable. Pero, después de todo, esto es una tontería, que no nos hace avanzar en nuestras investigaciones. Es muy raro que la serie de dibujos a base de piedras haya tenido un final tan brusco.
Los dos hombres emprendieron el camino de regreso a la casa, y en el momento que entraban en el porche se abrió un claro en el cielo gris, y un rayo de sol bañó las grisáceas colinas delante de ellos. Durante todo el día, Dyson vagabundeó pensativamente por los campos y los bosques que rodeaban la casa. Estaba intrigado por las extrañas circunstancias que se proponía aclarar, y en un momento determinado sacó de su bolsillo la piedra cuneiforme y la examinó con profunda atención. Había algo en ella que la hacía completamente distinta de los ejemplares que había visto en museos y en colecciones particulares; la forma era de un tipo distinto, y alrededor del filo había una línea de puntitos, que tenía toda la apariencia de un adorno. ¿Quién, pensó Dyson, podía poseer tales cosas en un lugar tan apartado? ¿Y quién, poseyendo las piedras, podía haberles dado el fantástico uso de dibujar figuras incomprensibles bajo la tapia de la huerta de Vaughan? Lo absurdo de todo el asunto le molestaba indescriptiblemente; y a medida que su mente rechazaba una teoría tras otra, se sentía fuertemente tentado de tomar el primer tren y regresar a la ciudad. Había visto la plata antigua que poseía Vaughan, y había examinado la ponchera, la gema de la colección, con suma atención; y lo que vio, y su conversación con el mayordomo, le convencieron de que un complot para robar la ponchera tenía muy pocos visos de verosimilitud. El arcón donde estaba guardada la ponchera, una pesada pieza de caoba, que databa evidentemente de principios de siglo, recordaba ciertamente una pirámide, y Dyson se sintió inclinado, en el primer momento, a realizar un trabajo de detective; pero, una reflexión más detenida le convenció de la imposibilidad de la hipótesis del robo. Tenía que encontrar algo más satisfactorio. Le preguntó a Vaughan si había gitanos por aquellos alrededores, y Vaughan le respondió que no habían visto uno desde hacía años. Esto le desanimó bastante, ya que sabía que los gitanos tienen la costumbre de dejar extraños jeroglíficos a su paso, y había depositado ciertas esperanzas en aquella idea, cuando se le ocurrió. Al oír la respuesta de Vaughan, que significaba la destrucción de su teoría, se reclinó hacia atrás en su asiento, con expresión de disgusto.
—Es raro —dijo Vaughan—, pero los gitanos no nos han producido nunca molestias. De vez en cuando, los campesinos encuentran restos de fogatas en la parte más agreste de las colinas, pero nadie parece saber quién las enciende.
—Serán obra de los gitanos.
—¿En aquellos lugares tan apartados? No lo creo. Los gitanos y los vagabundos de todas clases suelen andar por las carreteras y caminos próximos a los lugares habitados.
—Bueno, no sé qué decirle. Esta tarde he visto a los chiquillos cuando regresaban de la escuela, y, como usted dijo, no se han detenido para nada junto al muro. De modo que no tendremos más ojos en la tapia, por lo menos.
—Uno de estos días me dedicaré a espiarles y descubriré quién es el artista.
A la mañana siguiente, cuando Vaughan salió a dar su acostumbrado paseo, encontró a Dyson, que le estaba esperando junto a la puerta de la huerta, y al parecer en un estado de intensa excitación, ya que le hizo señas para que se acercara, gesticulando violentamente.
—¿Qué sucede? —preguntó Vaughan—. ¿Otra vez las piedras?
—No; pero mire ahí, mire la tapia. ¿Lo ve?
—¡Hay otro ojo!
—Exactamente. Dibujado a muy poca distancia del primero, casi al mismo nivel, aunque ligeramente más abajo.
—¿Quién diablos será el autor? No pueden haber sido los chiquillos; anoche no estaban ahí, y los niños no pasarán hasta dentro de una hora. ¿Qué significado puede tener?
—Creo que en el fondo de todo esto se encuentra el propio diablo —dijo Dyson—.Desde luego, resulta difícil no llegar a la conclusión de que esos infernales ojos almendrados han sido dibujados por la misma mano que trazó los dibujos con las piedras cuneiformes; y a dónde puede llevarnos esa conclusión, es más de lo que puedo decir. Por mi parte, he tenido que echarle un freno a mi imaginación, pues de lo contrario se hubiera desbocado.
Los dos hombres permanecieron callados unos instantes. Luego, Dyson continuó:
—Vaughan, ¿se ha fijado usted en que existe un detalle, un detalle muy curioso, en común entre las figuras hechas con piedras y los ojos dibujados en el muro?
—¿A qué se refiere? —preguntó Vaughan, sobre cuyo rostro había caído una sombra de indefinido temor.
—A esto: sabemos que los dibujos del Ejército, la Copa, la Pirámide y la Media Luna tienen que haber sido hechos durante la noche. Probablemente, eso significa que estaban destinados a ser vistos también durante la noche. Bueno, el mismo razonamiento es aplicable a esos ojos del muro.
—No acabo de comprenderle, Dyson.
—Verá, las últimas noches han sido muy oscuras, ya que el cielo ha estado cubierto de nubes. Además, los árboles del bosque proyectan una intensa sombra sobre el muro, incluso en las noches más claras.
—¿Y bien?
—Lo que me sorprende es esto: quienquiera que sea el autor, debe tener una vista particularmente aguda para poder dibujar a oscuras.
—He leído que algunas personas encerradas en calabozos oscuros durante muchos años, han adquirido la facultad de ver perfectamente en la oscuridad.
—Sí —dijo Dyson—. El abate Faria, de El conde de Montecristo, por ejemplo. Pero es un detalle muy curioso.
III. La búsqueda de la Ponchera.
—¿Quién es el anciano que acaba de saludarle? —preguntó Dyson, cuando llegaban a la curva del sendero próxima a la casa.
—¡Oh! Es el viejo Trevor. Está muy decaído, el pobre.
—¿Quién es Trevor?
—¿No lo recuerda? Le conté la historia el día que fui a su casa..., acerca de una muchacha llamada Annie Trevor, que desapareció de un modo inexplicable hace cinco semanas. Ese anciano es su padre.
—Sí, sí, ahora lo recuerdo. A decir verdad, lo había olvidado por completo. ¿No se ha sabido nada de la muchacha?
—Absolutamente nada.
—Temo que no presté mucha atención a los detalles que usted me dio. ¿Qué camino seguía la muchacha?
—Un atajo que pasa por las colinas que hay encima de la casa. Se encuentra a unas dos millas de aquí.
—¿Está cerca de aquel caserío que vi ayer?
—¿Se refiere usted a Croesyceiliog? No, está más al norte.
Entraron en la casa, y Dyson se encerró en su habitación, debatiéndose aún en un mar de dudas, pero con la sombra de una sospecha creciendo en su interior, una sospecha vaga y fantástica, que se negaba a tomar una forma definida. Estaba sentado junto a la abierta ventana contemplando el valle, viendo como en un cuadro el intrincado regateo del riachuelo, el puente gris, y las enormes colinas que se erguían más allá; todo difuminado por una niebla blanquecina, que se levantaba del riachuelo. Empezó a oscurecer, y las enormes colinas parecieron más enormes y más vagas, y los oscuros bosques se hicieron más oscuros; y la sospecha que le había asaltado dejó de parecerle imposible. Pasó el resto de la velada sumido en una especie de ensueño, sin apenas oír lo que Vaughan decía; y cuando recogió su candelabro en el vestíbulo, se detuvo un momento antes de darle las buenas noches a su amigo.
—Necesito un buen descanso —dijo—. Mañana va a ser un día de trabajo para mí.
—¿Va a escribir algo, quizá?
—No. Voy a buscar la Ponchera.
—¿La Ponchera? Si se refiere usted a la mía, está segura en el arcón.
—No me refiero a ella. Puedo garantizarle que su plata no ha estado nunca amenazada. No, no voy a importunarle con suposiciones. Creo que no pasará mucho tiempo sin que tengamos algo más positivo que unas simples suposiciones. Buenas noches, Vaughan.
A la mañana siguiente, Dyson salió de la casa después de desayunar. Tomó el sendero que discurría junto al muro de la huerta, y observó que el número de ojos almendrados dibujados en la tapia ascendía ahora a ocho.
«Seis días más», se dijo a sí mismo. Pero, cuanto más pensaba en la teoría que había elaborado, más le hacía estremecer la posibilidad de que fuera cierta. Siguió andando a través de las densas sombras del bosque, hasta llegar al final de los árboles, y fue trepando cada vez más alto, manteniendo el rumbo norte y ateniéndose a las indicaciones que le había dado Vaughan. A medida que ascendía, le parecía elevarse más y más por encima del mundo de la vida humana y de las cosas acostumbradas; a su derecha, a lo lejos, una columna de humo azulado se erguía hacia el cielo; allí estaba la aldea donde los chiquillos iban a la escuela, y aquél era el único signo de vida, ya que el bosque ocultaba la antigua casa gris de Vaughan. Cuando llegó a lo que parecía ser la cumbre de la colina, se dio cuenta por primera vez de la desolada soledad que le rodeaba por todas partes; allí sólo había cielo gris y grisácea colina, o colina gris y cielo grisáceo, una elevada y amplia llanura que parecía extenderse interminablemente, y la vaga silueta del azulado pico de una montaña, muy lejos y al norte. Al final llegó al sendero, y por su posición y por lo que le había dicho Vaughan, supo que era el camino que había tomado Annie Trevor, la muchacha desaparecida. Dyson avanzó por él, observando las grandes rocas de piedra caliza que surgían del suelo, de un aspecto tan repulsivo como un ídolo de los mares del Sur. Y de repente se detuvo, asombrado, a pesar de que había encontrado lo que estaba buscando. Casi sin transición, el terreno se hundía súbitamente en todas direcciones, y Dyson pudo ver una especie de hoyo circular, que podía haber sido perfectamente un anfiteatro romano. Dyson dio una vuelta completa alrededor del hoyo, observó la posición de las piedras que formaban las paredes y emprendió el camino de regreso.
Esto —se dijo a sí mismo— es más que curioso. He descubierto la Ponchera, pero, ¿dónde está la Pirámide?
—Mi querido Vaughan —le dijo a su amigo, cuando llegó a la casa—, puedo decirle que he encontrado la Ponchera, y esto es lo único que le diré, de momento. Tenemos seis días de absoluta inactividad ante nosotros; no puede hacerse nada.
IV. El secreto de la Pirámide.
—He estado dando la vuelta por la huerta —dijo Vaughan una mañana—, he contado esos infernales ojos y he visto que había catorce. Por el amor de Dios, Dyson, dígame el significado de todo esto.
—Lamento no estar en condiciones de hacerlo. Puedo haber supuesto esto o aquello, pero siempre me he atenido al principio de guardar mis suposiciones para mí mismo. Además, no vale la pena adelantar los acontecimientos: recordará que le dije que teníamos seis días de inactividad ante nosotros. Bien, el de hoy es el sexto día, y el final de la ociosidad. Propongo que esta noche nos demos un paseo.
—¡Un paseo! ¿Es ésa toda la actividad que piensa usted desarrollar?
—Bueno, puedo mostrarle algunas cosas muy curiosas. Para ser sincero, deseo que esta noche, a las nueve, venga conmigo a las colinas. Tal vez tengamos que pasar toda la noche fuera, de modo que será mejor que se tape bien y que lleve un poco de aquel brandy...
—¿Es una broma? —dijo Vaughan, que estaba desconcertado por la sucesión de extraños acontecimientos.
—No, no creo que tenga nada de broma. A menos que esté muy equivocado, encontraremos una solución muy seria del rompecabezas. Vendrá conmigo, ¿verdad?
—Muy bien. ¿Qué dirección piensa usted seguir?
—La del sendero de que usted me habló; el atajo que se supone tomó Annie Trevor.
Vaughan palideció al oír el nombre de la muchacha.
—No creí que siguiera usted esa pista —dijo—. Pensaba que se estaba usted ocupando del asunto de los dibujos en el suelo y en el muro de la huerta. En fin, le acompañaré.
Aquella noche, a las nueve menos cuarto, los dos hombres salieron de la casa y tomaron el sendero que cruzaba el bosque, hacia la cumbre de la colina. Era una noche muy oscura. El cielo estaba encapotado, y el valle lleno de niebla; parecían andar en un mundo de sombras y de tristeza, sin apenas hablar, temerosos de romper el agobiante silencio. Andaron y andaron, hata que, finalmente, Dyson cogió a su compañero por el brazo.
—Nos detendremos aquí —dijo—. Creo que no hay nada todavía.
—Conozco el lugar —dijo Vaughan, al cabo de unos instantes—. He venido a menudo durante el día. Los campesinos temen venir aquí, según creo; suponen que es un castillo encantado, o algo por el estilo. Pero, ¿qué diablos hemos venido a hacer aquí?
—Hable un poco más bajo —dijo Dyson—. No nos favorecería en nada que nos oyeran hablar.
—¡Que nos oyeran hablar! No hay un alma viviente en tres millas a la redonda.
—Posiblemente, no; en realidad, debería decir que desde luego que no. Pero puede haber un cuerpo algo más cerca.
—No comprendo absolutamente nada —dijo Vaughan, bajando el tono de su voz por complacer a Dyson—. Pero, ¿por qué hemos venido aquí?
—Ese hoyo que hay ante nosotros es la Ponchera. Creo que será mejor que no hablemos, ni siquiera en voz baja.
Se tendieron sobre la hierba. De cuando en cuando, Dyson levantaba ligeramente la cabeza para echar una ojeada y retrocedía inmediatamente, no atreviéndose a mirar durante mucho rato. Volvía a aplicar el oído al suelo para escuchar, y las horas fueron pasando, y la oscuridad pareció hacerse más intensa, y el único sonido audible era el débil suspiro del viento. La impaciencia de Vaughan iba en aumento a medida que transcurría el tiempo; empezaba a encontrar absurda aquella inútil espera.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —le susurró a Dyson.
Y Dyson, que había estado conteniendo la respiración en la agonía de su vigilia, acercó su boca al oído de Vaughan y dijo, con pausas entre cada sílaba y en el tono de voz que el sacerdote emplea para pronunciar las terribles palabras:
—¿Quiere usted escuchar?
Vaughan pegó el oído al suelo, preguntándose qué era lo que tenía que oír. Al principio no oyó nada; luego, un leve ruido procedente de la Ponchera llegó hasta él, un ruido extraño, indescriptible, como si alguien apoyara la lengua contra el paladar y expeliera la respiración. Vaughan escuchó ávidamente, y de pronto el ruido se hizo más intenso, convirtiéndose en un estridente y horrible silbido, como si la tierra, debajo de él, hirviera de insoportable calor. Incapaz de soportar por más tiempo la tensión, Vaughan alzó la cabeza y miró en dirección a la Ponchera.
Al principio, se negó a dar crédito a sus ojos. La Ponchera hervía realmente como una caldera infernal. Pero hervía de formas vagas que se movían continuamente sin que se oyera el sonido de sus pasos, reuniéndose en grupos aquí y allí, y hablándose unas a otras con un horrible sonido sibilante, como el que emiten las serpientes. Vaughan no pudo apartar su rostro de allí, a pesar de que notó la presión de los dedos de Dyson advirtiéndole para que lo hiciera; por el contrario, aguzó la mirada y vio vagamente algo parecido a rostros y miembros humanos, aunque su corazón se estremeció con la seguridad de que ningún ser humano podía producir aquellos sibilantes y horribles sonidos. Miró y miró, conteniendo una exclamación de terror, y al final las espantosas formas se reunieron más espesas alrededor de algún vago objeto situado en el centro de la cavidad, y los sonidos sibilantes crecieron en intensidad, y Vaughan vio a la incierta claridad los abominables miembros, vagos y, sin embargo, demasiado perceptibles, y creyó oír, muy débilmente, un lamento humano a través del rumor de una charla que no era de hombres. La horrible parodia continuó, mientras el sudor empapaba las sienes de Vaughan y sus manos quedaban heladas.
Luego, la espantosa masa se precipitó hacia los costados de la Ponchera, y por un instante Vaughan vio agitarse unos brazos humanos en el centro de la cavidad. Pero debajo de ellos brilló una chispa, ardió un fuego, y mientras la voz de una mujer profería un alarido de angustia y de terror, una gran pirámide de llamas se elevó hacia el cielo, iluminando toda la montaña. En aquel instante, Vaughan vio lo que pululaba en la Ponchera; los seres que tenían forma de hombres, pero que eran como niños espantosamente deformes, los rostros de ojos almendrados ardiendo de diabólica concupiscencia, el fantasmal color amarillento de la masa de carne desnuda. Luego, como por arte de magia, el lugar quedó vacío, mientras el fuego rugía y crepitaba, y las llamas seguían iluminando la montaña.
—Ha visto usted la Pirámide —dijo Dyson a su oído—. La Pirámide de fuego.
V. Los enanos.
—Entonces, ¿lo reconoce usted?
—Desde luego. Es un broche que Annie Trevor solía ponerse los domingos: recuerdo el dibujo. Pero, ¿dónde lo encontró usted? No irá a decirme que ha descubierto a la muchacha...?
—Mi querido Vaughan, me maravilla que no sospeche usted dónde encontré el broche. ¿No habrá olvidado ya la pasada noche?
—Dyson —dijo Vaughan, hablando muy seriamente—, le he estado dando vueltas en mi cerebro esta mañana, mientras usted estaba fuera. He pensado en lo que vi, aunque tal vez debería decir en lo que creí ver, y la única conclusión a que he podido llegar es que mis sentidos sufrieron una aberración. He vivido siempre honradamente, en el santo temor de Dios, y lo único que puedo creer es que fui víctima de una monstruosa alucinación. Usted sabe que regresamos a casa en silencio, que no pronunciamos una sola palabra acerca de lo que imaginé haber visto. ¿No cree que es preferible seguir manteniendo silencio? Esta mañana, cuando he salido a dar mi acostumbrado paseo, he experimentado la sensación de que la tierra estaba llena de paz, y al pasar junto al muro he visto que no había más dibujos, y he borrado los que quedaban. El misterio ha terminado, y podemos volver a vivir en paz. Creo que durante las últimas semanas mi mente estuvo envenenada; he estado al borde de la locura, pero ahora vuelvo a estar cuerdo.
Mr. Vaughan había hablado apresuradamente; cuando terminó, se inclinó hacia adelante y miró a Dyson con expresión suplicante.
—Mi querido Vaughan —dijo Dyson, tras una breve pausa—, ¿qué ganaríamos con eso? Es demasiado tarde para esconder la cabeza debajo del ala; hemos llegado demasiado lejos. Además, usted sabe perfectamente que no ha existido ninguna alucinación; ojalá fuera así. No, debo contarle a usted toda la historia, hasta donde la conozco.
—Muy bien —suspiró Vaughan—. Adelante.
—Si no le importa —dijo Dyson—, empezaremos por el final. He encontrado el broche que usted acaba de identificar en el lugar al que dimos el nombre de la Ponchera.
En el centro de aquella cavidad había un montón de cenizas, como si hubiese ardido una fogata; en realidad, las cenizas estaban aún calientes, y este broche se hallaba en el suelo, en el borde mismo del círculo que debieron formar las llamas. Supongo que se desprendería accidentalmente del vestido de la persona que lo llevaba. No, no me interrumpa; ahora podemos pasar al principio; retrocedamos al día en que vino usted a verme a Londres. Por lo que recuerdo, poco después de su llegada mencionó usted un desgraciado y misterioso accidente que se había producido aquí; una muchacha llamada Annie Trevor había ido a ver a una tía suya, y había desaparecido. Confieso sinceramente que lo que usted dijo apenas me interesó; existen demasiados motivos que pueden hacer conveniente para un hombre, y más especialmente para una mujer, desvanecerse del círculo de sus parientes y amigos. Si fuéramos a consultar a la policía, descubriríamos que en Londres se produce una desaparición misteriosa una semana sí y otra también, y los oficiales se encogerían de hombros y nos dirían que, de acuerdo con la ley de los promedios, no puede menos de suceder. De modo que no presté demasiada atención a su historia; además, existía otro motivo para mi falta de interés: su historia era inexplicable.
Usted sólo pudo sugerir la intervención de un marinero desertor, pero yo rechacé inmediatamente la explicación. Por muchos motivos, pero principalmente porque un criminal ocasional, un aficionado que comete un crimen brutal, siempre es descubierto, especialmente si escoge el campo como escenario de sus operaciones. Recordará usted el caso de aquel García que mencionó; se dirigió a una estación de ferrocarril el día después del asesinato, con los pantalones manchados de sangre y su mezquino botín en un hatillo.
De modo que al rechazar su única sugerencia, la historia se convertía, como ya he dicho, en inexplicable y, en consecuencia, carente de interés. Sí, es una conclusión perfectamente válida. ¿Ha perdido usted nunca el tiempo dándole vueltas en su cerebro a problemas que sabía que eran insolubles? ¿Se ha devanado usted los sesos con el antiguo rompecabezas de Aquiles y la tortuga? Desde luego que no, porque sabía que era perder el tiempo. Por eso, cuando me contó usted la historia de una muchacha campesina que había desaparecido, me limité a clasificar el caso como insoluble, y no pensé más en el asunto.
Estaba equivocado, ahora lo sé; pero, si lo recuerda, inmediatamente pasó usted a otro asunto que le interesaba más profundamente, porque era de tipo personal. No necesito repetirle lo extraño que me pareció su relato acerca de los dibujos a base de piedras cuneiformes; al principio, creí que se trataba de un simple juego de chiquillos; pero cuando me enseñó usted aquella piedra, sentí que se despertaba mi interés. Allí había algo que se salía de lo corriente, un motivo de verdadera curiosidad; y en cuanto llegué aquí empecé a trabajar para encontrar la solución, repitiéndome a mí mismo una y otra vez los dibujos que usted me había descrito. En primer lugar, el dibujo al que dimos el nombre de Ejército; una serie de piedras simétricamente alineadas, apuntando todas en la misma dirección. Luego las lineas, como los radios de una rueda, todos convergiendo hacia la figura de una Ponchera, luego el triángulo de una Pirámide, y finalmente la Media Luna. Confieso que agoté todas las conjeturas en mis esfuerzos para desvelar el misterio, y como usted comprenderá era un problema doble, o más bien triple. Ya que no tenía que limitarme a preguntarme a mí mismo: «¿Qué significan esas figuras?», sino también:
¿Quién puede ser el responsable de ellas? Además, quedaba el problema de saber quién podía poseer unas piedras tan valiosas, y, conociendo su valor, utilizarlas para lo que parecía un pasatiempo y dejarlas abandonadas. Esto último me condujo a suponer que la persona o personas en cuestión desconocían el valor de aquellas piedras cuneiformes, aunque la conclusión no me permitió avanzar más, ya que incluso un hombre culto puede ignorar lo que es una piedra cuneiforme. Luego se presentó la complicación del ojo en el muro, y, como usted recordará, llegamos a la conclusión de que su autor o autores eran los mismos que habían hecho los dibujos con las piedras. La posición de los ojos en el muro me hizo investigar si había algún enano por estos alrededores, pero descubrí que no había ninguno, y sabía que los chiquillos que pasan por allí camino de la escuela no tenían nada que ver con el asunto. Sin embargo, estaba convencido de que la persona que dibujó los ojos no podía tener más de tres pies y medio de estatura, ya que, como le indiqué cuando lo encontramos, cualquiera que dibuje sobre una superficie perpendicular escoge instintivamente un lugar que quede al nivel de su rostro. Luego se presentó el problema de la forma de los ojos; aquel acusado carácter mongólico del cual un campesino inglés no podía tener noción, y, como remate, el hecho evidente de que el dibujante o dibujantes tenían que ser capaces de ver prácticamente en la oscuridad. Tal como usted observó, un hombre que ha estado encerrado durante muchos años en un oscuro calabozo puede adquirir aquella característica; pero, desde la época de Edmundo Dantés, ¿dónde podría encontrarse una cárcel así en Europa? Un marinero, que hubiera permanecido largo tiempo en una mazmorra china, parecía ser el individuo a localizar, y aunque ello parecía improbable, no era absolutamente imposible que un marinero, o, digamos, un hombre empleado en un barco, fuera un enano. Pero, ¿cómo explicar el hecho de que mi marinero estuviera en posesión de unas piedras cuneiformes prehistóricas? Y, aceptada la posesión, ¿cuál era el significado y objeto de aquellos misteriosos dibujos a base de piedras primero, en el muro después? Desde el primer momento me di cuenta de que su teoría acerca de un proyectado robo era insostenible. Y confieso que lo que me puso sobre la verdadera pista fue una simple casualidad. Cuando nos cruzamos con el viejo Trevor, y usted mencionó su nombre y la desaparición de su hija, recordé la historia que había olvidado. Aquí, me dije a mí mismo, hay otro problema, falto de interés, es cierto, por sí mismo; pero, ¿y si estuviera relacionado con los enigmas que me atormentan? Me encerré en mi habitación, aparté de mi mente toda clase de prejuicios, y repasé todo lo sucedido partiendo de la base de que la desaparición de Annie Trevor estaba relacionada con los dibujos de piedras y los ojos del muro. Esta suposición no me condujo muy lejos, y estaba a punto de renunciar definitivamente al asunto, cuando se me ocurrió un posible significado de la Ponchera.
Como usted sabe, en Surrey existe una «Ponchera del Diablo», y me di cuenta de que el símbolo podía referirse a alguna característica de la región. Entonces decidí buscar la Ponchera cerca del camino que había recorrido la muchacha cuando desapareció, y ya sabe usted que la encontré. Traducí los dibujos de acuerdo con lo que sabía, y leí el primero, el Ejército, así: «Habrá una reunión o asamblea..., en la Ponchera... dentro de quince días (cuarto creciente de la luna)..., para ver la Pirámide o para construir la Pirámide». Los ojos, dibujados uno a uno, día por día, señalaban evidentemente las fechas a transcurrir, y yo sabía que no habría más que catorce. No me preocupé preguntándome cuál sería la naturaleza de la asamblea, ni quién iba a reunirse en el paraje más solitario y más temido de esas agrestes colinas. En Irlanda, en China o en el Oeste americano, la pregunta hubiera tenido una fácil respuesta: rebeldes, miembros de una sociedad secreta, «vigilantes»... Pero en este tranquilo rincón de Inglaterra, habitado por gentes tranquilas, tales suposiciones no eran posibles. Pero yo sabía que tendría la oportunidad de presenciar aquella reunión, y no quise perder el tiempo en inútiles pesquisas. De pronto, recordé lo que la gente había comentado a raíz de la desaparición de Annie Trevor, diciendo que se la habían llevado «las hadas». Le aseguro, Vaughan, que soy un hombre tan cuerdo como usted, y que suelo controlar mi cerebro para que no se pierda en divagaciones ni en fantasías. Pero aquella alusión a las hadas me llevó a recordar a los «enanos» del bosque, una creencia que representa una tradición de los prehistóricos habitantes turanios de la región, que vivían en cuevas: y entonces me di cuenta de que estaba buscando a un ser de menos de cuatro pies de estatura, acostumbrado a vivir en la oscuridad, poseedor de instrumentos de piedra y familiarizado con los rasgos mongólicos... Confieso que me avergonzaría hablarle de una cosa tan fantástica, tan increíble, si no fuera por lo que usted vio con sus propios ojos anoche, y diría que puedo dudar de la evidencia de mis sentidos, si no estuvieran corroborados por los de usted. Pero usted y yo no podemos mirarnos a la cara y pretender que fue una alucinación; cuando usted estaba tendido en la hierba, a mi lado, noté que se estremecía, y vi sus ojos a la luz de las llamas. Y por eso puedo decirle sin avergonzarme lo que había en mi mente anoche, cuando cruzamos el bosque, trepamos a la colina y nos ocultamos junto a la Ponchera.
Había una cosa, que hubiera tenido que ser la más evidente y que me intrigó hasta el último instante. Ya le he dicho a usted cómo leí el dibujo de Pirámide; la asamblea iba a ver una Pirámide, y el verdadero significado del símbolo se me escapó hasta el último momento. El antiguo derivado de ðõñ, fuego, me hubiera puesto sobre la pista, pero no se me ocurrió.
Creo que eso es todo lo que puedo decir. Usted sabe que estábamos completamente indefensos, aun en el caso de que hubiéramos previsto lo que iba a suceder. ¡Ah! ¿El lugar donde aparecieron los dibujos? Sí, es una pregunta muy curiosa. Pero esta casa, por lo que he podido observar, se encuentra en el centro exacto de las colinas; y, posiblemente, aquella extraña y antigua columna de piedra caliza que hay junto a su huerta era un lugar de reunión antes de que los celtas pusieran el pie en Inglaterra. Pero hay una cosa que debo añadir: no lamento nuestra incapacidad para rescatar a la muchacha. Usted vio la aparición de aquellos seres que pululaban en la Ponchera; puede estar seguro de que lo que había en medio de ellos no era ya apto para la tierra.
—De modo que... —empezó a decir Vaughan.
—De modo que ella se hundió en la Pirámide de Fuego —dijo Dyson—, y ellos volvieron a hundirse en el mundo subterráneo, en sus hogares situados debajo de las colinas".
Arthur Machen
viernes, 29 de mayo de 2015
"El Sacrificio"
I.
"Limasson era hombre religioso, aunque no se sabía cuán, ya que ningún trance de rigor le había puesto a prueba. No era seguidor de ningún credo, sin embargo, tenía sus dioses; y su autodisciplina era probablemente más estricta de lo que sus amigos suponían. Era muy reservado. Pocos imaginaban, quizá, los deseos que vencía, las pasiones, las inclinaciones que domaba y amaestraba, trasmutándolas alquímicamente en canales más nobles. Poseía las cualidades de un creyente, y habría podido llegar a serlo, de no haber sido por dos limitaciones: Amaba su riqueza y, en segundo lugar, en vez de seguir una misma línea de investigación, se dispersaba en múltiples teorías pintorescas. Y cuanto más pintoresco era un papel, más le atraía. Así, aunque cumplía su deber con cierto afecto, se acusaba a sí mismo de satisfacer un gusto sensual por las sensaciones espirituales. Este desequilibrio abonaba la sospecha de que carecía de hondura.
En cuanto a sus dioses, al final descubrió su realidad, tras dudar primero y luego negar su existencia. Esta negación y esta duda fueron las que los restablecieron en sus tronos, convirtiendo las escaramuzas de diletante de Limasson en sincera y profunda fe; y la prueba se le presentó un verano a principios de junio, cuando se disponía a abandonar la ciudad para pasar su mes anual en las montañas.
Las montañas eran para Limasson casi una pasión, y la escalada le reportaba un placer tan intenso que un escalador normal apenas lo habría comprendido. Para él, era como una especie de culto; los preparativos, la ascención, requerían una concentración ritual. No sólo amaba las alturas, la imponente grandiosidad, el esplendor de las vastas proporciones recortadas en el espacio, sino que lo hacía con un respeto que rayaba en el temor. La emoción que las montañas despertaban en él, podría decirse, era de esa clase profunda, incalculable, que emparentaba con sus sentimientos religiosos, aunque estuviesen estos realizados a medias. Sus dioses tenían sus tronos invisibles entre las imponentes y terribles cumbres. Se preparaba para esa práctica anual de montañismo con la misma seriedad con que un santo podría acercarse a una ceremonia solemne de su iglesia.
Y discurría con gran energía el caudal de su mente en esa dirección, cuando le aconteció, casi la víspera misma de su marcha, una serie ininterrumpida de desgracias que sacudieron su ser hasta sus últimos cimientos. Sería superfluo describirlos. La gente decía: ¡Ocurrirle una tras otra de esa manera! ¡Vaya una suerte negra! ¡Pobre diablo!; luego se preguntaron, con curiosidad infantil, cómo lo sobrellevaría. Puesto que ninguna culpa tenía, estos desastres le sobrevinieron de manera tan súbita que la vida pareció saltar en pedazos, y casi perdió interes en seguir viviendo.
La gente movía la cabeza, y pensaba en la salida de emergencia. Pero Limasson era un hombre demasiado lleno de vitalidad para soñar siquiera en autodestruirse. Todo esto tuvo un efecto muy distinto en él: se volvió hacia lo que él llamaba sus dioses, para interrogarles. No le contestaron ni le explicaron nada. Por primera vez en su vida, dudó. Un milímetro más allá, y habría caído en la clara negación.
Las ruinas en que se hallaba sentado, sin embargo, no eran de naturaleza material; ningún hombre de su edad, dotado de valor y con un proyecto de vida por delante, se habría dejado anonadar por un desastre de orden material. El derrumbamiento era mental, espiritual; el ataque había sido a las raíces de su caracter y su temperamento. Los deberes morales que cayeron sobre él amenazaron con aplastarle. Se vio asaltada su existencia personal, y parecía que debía terminar. Debía pasar el resto de su vida cuidando a otros que nada significaban para él. No veía salida, ninguna vía de escape, tan diabólicamente completa era la combinación de acontecimientos que anegaron sus trincheras interiores. Su fe se tambaleó. Un hombre apenas puede soportar tanto y seguir siendo humano. Parecía haber llegado al punto de saturación. Experimentaba el equivalente espiritual de ese embotamiento físico que sobreviene cuando el dolor llega al límite de lo soportable. Se rió, se volvió insensible; luego, se burló de sus dioses mudos.
Se dice que a ese estado de absoluta negación sigue a veces otro de lucidez que refleja con nitidez cristalina las fuerzas que en un momento dado impulsan la vida desde atrás, una especie de clarividencia que comporta explicación y, por tanto, paz. Limasson lo buscó en vano. Estaba la duda que interrogaba, la sonrisa que remedaba el silencio en que caían sus preguntas; pero no había respuesta ni explicación, ni, desde luego, paz. En este tumulto de rebelión, no hizo ninguna de las cosas que sus amigos le aconsejaba o esperaban de él: se limitó a seguir la línea de menor esfuerzo. Cuando llegó la catástrofe, obedeció al impulso que sintió sobre él. Para indignado asombro de unos y otros, se marchó a sus montañas.
Todos se asombraron de que en esos momentos adoptase tal actitud, abandonando deberes que parecían de importancia suprema. Pero en realidad no estaba tomando ninguna medida concreta, sino que iba a la deriva tan sólo, con el impulso que acababa de recibir. Estaba ofuscado de tanto dolor, embotado por el sufrimiento, atontado por el golpe que lo había abatido, impotente, en medio de una calamidad inmerecida. Acudió a las montañas como acude el niño a su madre: instintivamente; jamás habían dejado de traerle consuelo, alivio, paz: Su grandiosidad restablecía la proporción cada vez que el desorden amenazaba su vida. Ningún cálculo movió su marcha, sino el deseo ciego de una relación física como la que comporta la escalda. Y el instinto fue más saludable de lo qu él suponía.
Arriba, en el valle, entre picos solitarios, adonde se dirigío entonces Limasson, encontró en cierto modo la proporción que había perdido. Evitó con cuidado pensar; vivía temerariamente confiando en sus músculos. Le era familiar la región, con su pequeña posada, atacaba pico tras pico, a veces con guía, pero más a menudo sin él, hasta que su prestigio como escalador sensato y miembro laureado de todos los clubs alpinos extranjeros corrió serio peligro. Por supuesto que se cansaba; pero también es cierto que las montañas le infundían algo de su inmensa calma y profunda resistencia. Entre tanto se olvidó de sus dioses por primera vez en su vida. Si en alguna ocasión pensaba en ellos, era como figuras de oropel que la imaginación había creado, estatuas de cartón que decoraban la vida. Sólo que había dejado el teatro y sus simulaciones no hipnotizaban ya su mente. Se daba cuenta de su impotencia y los repudiaba. Esta actitud, empero, era subconciente; no le otorgaba consistencia ni de pensamientio ni de palabra. Ignoraba, más que rechazaba, la existencia de todos ellos.
Y en este estado de ánimo -pensando poco y sintiendo menos-, entró en el vestíbulo del hotel, una noche después de cenar, y tomó maquinalmente el puñado de cartas que el conserje le tendía. No tenían ningún interés para él. Se fue a ordenarlas al rincón donde la gran estufa de vapor mitigaba el frío. Estaban saliendo del comedor la veintena de huéspedes, casi todos expertos escaladores, en grupos de dos o tres; pero Limasson sentía tan poco interés por ellos como por las cartas: ninguna conversación podía alterar los hechos, ninguna frase escrita podía modificar su situación. Abrió una al azar: de negocios, con la dirección mecanografiada. Probablemente, sería impersonal; menos sarcástica, por tanto, que las otras, con sus tediosas fingidas condolencias. Y, en cierto modo, era impersonal el pésame de un despacho de abogado: mera fórmula, unas cuantas pulsaciones más en el teclado universal de una Remington.
Pero al leerla, Limasson hizo un descubrimiento que le produjo un violento sobresalto y una agradable sensación. Creía que había alcanzado el límite soportable de sufrimiento y de desgracia. Ahora, en unas docenas de palabras, quedó demostrada de forma convincente su equivocación. El nuevo golpe fue demoledor.
Esta noticia de una última desgracia desveló en él regiones enteras de nuevo dolor, de penetrante, resentida furia. Al comprenderlo, Limasson experimentó una momentánea parálisis del corazón, un vértigo, un intenso sentimiento de rebeldía cuya impotencia casi le produjo una náusea física. Era como si... se fuese a morir.
¿Acaso debo sufrirlo todo?, brilló en su mente paralizada con leras de fuego. Sintió una rabia sorda, un perplejo ofuscamiento; pero no un dolor declarado, todavía. Su emoción era demasiado angustiosa para contener el más ligero dolor del desencanto; era una ira primitiva, ciega. Leyó la carta con calma, hasta el elegante párrafo de condolencia, y luego lo guardó en el bolsillo. No reveló ningún signo externo de turbación: su respiración era pausada; se estiró hasta la mesa para coger una cerilla, y la sostuvo a la distancia del brazo para que no le molestase al olfato el humo del azufre.
En ese instante hizo un segundo descubrimiento. El hecho de que fuese posible sufrir más incluía también que aún le quedaba cierta capacidad de resignación y, por tanto, también un vestigio de fe. Ahora, mientras oía crujir la hoja del rígido papel en su bolsillo, obeservó cómo se apagaba el azufre, y vio encenderse la madera y consumirse por completo. Igual que la cabeza ennegrecida, el resto de la cerlla se encogió y cayó. Desapareció. Salvajemente, aunque con una calma exterior que le permitía encender su pipa con mano serena, invocó a sus deidades. Y otra vez surgió la interrogante con letras de fuego, en la oscuridad de su pensamiento apasionado.
¿Aún me pedís esto, este último y cruel sacrificio?
Y los rechazó por entero; eran una burla y un fingimiento. Los repudió con desprecio para siempre. Evidentemente, había concluido el teatro. Negó a sus dioses. Aunque con una sonrisa porque ¿qué eran después de todo, sino muñecos que su propia fantasía había imaginado? Jamás habían existido. ¿Era, pues, la variete sensacionalista de este temperamento devocional, lo que los había creado? Ese lado de su naturaleza, en todo caso, estaba muerto, lo había aniquilado un golpe devastador; los dioses habían caído con él. Observando lo que quedaba de su vida, le parecía como una ciudad reducida a ruinas por un terremoto. Los habitantes creen que no puede ocurrir nada peor. Y entonces viene el incendio.
Dos cursos de pensamiento discurrían simultáneamente en él, al parecer; porque mientas por debajo bramaba contra este último golpe, la parte superior de su conciencia se ocupaba seria del proyecto de una gran expedición que iba a emprender por la mañana. No había contratado ningún guía. Conocía bien la región; su nombre era relativamente familiar y en media hora consiguió tener arreglados todos los detalles, y se retiró a dormir tras pedir que le avisasen a las dos. Pero en vez de acostarse, se quedó en la butaca esperando, incapaz de levantarse, como un volcán humano que podía estallar con violencia en cualquier momento. Fumaba en su pipa con tanta calma como si nada hubiese ocurrido, mientras en sus ardientes profundudades seguía leyendo esta sentencia: ¿Aún me pedís este último y cruel sacrificio?. Su dominio de sí, dinámicamente calculado, debió de ser muy grande entonces y, reprimida de este modo, la reserva de energía potencial acumulada era enorme.
Con el pensamiento concentrado en este golpe final, Limasson no se había dado cuenta de la gente se diseminaba por le vestíbulo. Algún que otro individuo, de vez en cuando, se acercaba a su silla con idea de trabar conversación con él; luego, viéndole ensimismado, daba media vuelta. Cuando un escalador, al que conocía, le abordó con unas palabras de excusa para pedirle fuego, Limasson no le dijo nada, porque no le vio. No se daba cuenta de nada. No notó, concretamente, que dos hombres llevaban un rato observándole desde un rincón. Ahora alzó la vista -¿por casualidad?- y advirtió vagamente que hablaban de él. Tropezó con sus miradas, y se sobresaltó.
Al principio le pareció que los conocía. Quizá los había visto en el hotel, aunque desde luego no había hablado nunca con ellos. Al comprender su error, volvió la mirada hacia otra parte, aunque consciente todavía de su atención. Uno era clérigo o sacerdote, su cara tenía un aire de gravedad no extenta de cierta tristeza; la severidad de sus labios era desmentida por la encendida belleza de sus ojos, que revelaban un estusiasmo regulado. Había una nota de majestuosidad en este hombre que intensificaba la impresión que causaba. Sus ropas la acentuaban aún más. Vestía un traje de tweed oscuro de absoluta sencillez. Toda su persona denotaba austeridad. Su compañero, por contraste, parecía insignificante con su traje de etiqueta convencional. Bastante más joven que su amigo, su cabello -detalle siempre revelador- era largo, sus dedos delgados, que esgrimían un cigarrillo, llevaban anillos; su rostro era impertinente, y toda su actitud sugería cierta insulsez. El gesto, ese lenguaje perfecto que desafía la simulación, delataba cierto desequilibrio. La impresión que causaba, no obstante, era gris comparado con la intensidad del otro.
"Teatral", fue la palabra que se le ocurrió a Limasson, mientras apartaba los ojos. Pero al mirar a otra parte, sintió desasosiego. Las tienieblas interiores invocadas por la espantosa carta se alzaron a su alrededor. Y con ellas, sintió vértigo...
A lo lejos, la negrura estaba bordeada de luz; y desde esa luz, avanzando deprisa y con indiferencia como desde una distancia gigantesca, los dos hombres aumentaron súbitamente de tamaño; se acercaron a él. Limasson, en un gesto de autodefensa, se volvió hacia ellos. No tenía ganas de conversación. En cierto modo, había esperado este ataque. Sin embargo, en el instante en que empezaron a hablar -fue el sacerdote el que abrió fuego-, todo fue tan tranquilo y natural que casi saludó con agrado esta distracción. Tras una presentación, se puso a hablar de cimas. Algo cedió en la mente de Limasson. El hombre era un escalador de la misma especie que él: Limasson sintió cierto alivio al oír la invitación, y comprendió, aunque oscuramente, el cumplido que ello implicaba.
-Si desea unirse a nosotros, honrarnos con su compañía -estaba diciendo el hombre, con sosiego; luego añadió algo sobre su gran experiencia y su inestimable asesoramiento y juicio. Limasson alzó los ojos, tratando de concentrarse y comprender.
-¿La Tour du Néant? -repitió, nombrando el pico que le proponían. Rara vez atacada, jamás conquistada, y con un siniestro récord de accidentes, era precisamente la cima que pensaba acometer por la mañana.
-¿Han contratado guía? -sabía que la pregunta era superflua.
-No hay guía que quiera intentar esa escalada -contestó el sacedote, sonriendo, mientras su compañero añadía con un ademán: pero no necesitaremos guía... si viene usted.
-Esta libre, creo, ¿no? ¿Está solo? -preguntó el sacerdote, situándose un poco delante de su amigo, como para mantenerle en segundo término.
-Sí -contestó Limasson.
Escuchaba con atención, aunque sólo con una parte de su mente. Percibió el halago de la invitación. Sin embargo, era como si ese halago estuviese dirigido a otro. Se sentía indiferente, muerto. Necesitaban su habilidad corporal, su cerebro experimentado; y eran su cuerpo y su mente los que hablaban con ellos, y los que finalmente accedieron. Eran muchas las expediciones que se habían planeado de esa forma, pero esa noche notó cierta diferencia. Mente y el cuerpo sellaron el acuerdo; en cambio su alma, que escuchaba y obserbava desde otra parte, guardaba silencio: al igual que sus dioses rechazados, le había dejado, aunque permanecía cerca. No intervenía; no le advertía; incluso aprobaba; le susurraba desde lejos que esta expedición encubría otra. Limasson estaba perplejo ante el desacuerdo entre la parte superior y la parte inferior de su mente.
-A la una de la madrugada, entonces, si le parece bien. -concluyó el de más edad.
-Yo me ocuparé de las provisiones -exclamó el más joven con entusiasmo-; y llevaré mi cámara fotográfica para la cima. Los porteadores pueden llegar hasta la Gran Torre. Una vez allí, estaremos ya a seis mil pies; de manera que... -y su voz se apagó a lo lejos, mientras se lo llevaba su compañero.
Limasson le vio marcharse con alivio. De no haber sido por el otro, habría rechazado la invitación. En el fondo, le era indifierente. Lo que le había decidido finalmente a aceptar fue la coincidencia de ser la Tour du Néant el pico que precisamente pensaba atacar solo, y la extraña impresión de que esta expedición encubría otra; casi, de que esos hombres ocultaban un motivo. Pero desechó tal idea; no valía la pena pensar en ello. Un momento después se fue a dormir él también. Tan sin cuidado le tenían los asuntos del mundo, tan muerto se sentía para los intereses terrenales, que rompió las otras cartas y las arrojó a un rincón de la estancia, sin leer.
II.
Una vez en su frío dormitorio, supo que su mente le había dejado cometer una tontería, se había metido como un colegial en una situación poco prudente. Se había enrolado en una expedición con dos desconocidos, expedición para la que normalmente habría escogido a sus compañeros con el mayor cuidado. Más aún, iba a ser el guía; habían recurrido a él por seguridad, mientras que los que disponían y planeaban eran ellos. Pero ¿quiénes eran estos hombres con los que iba a correr graves riesgos físicos? Los conocía tan poco como ellos a él. ¿Y de dónde le venía, se preguntó, la extraña idea de que en realidad esta ascensión había sido planeada por alguien que no era ninguno de ellos?
Tal fue la idea que le cruzó por la mente: y tras salirle por una puerta, le volvió rápidamente por otra. Sin embargo, no la tuvo en cuenta más que para notar su paso entre la confusión que en ese momento era su pensamiento. Parecía que se había generado espontáneamente. Había surgido con toda facilidad, naturalidad y rapidez. No ahondó más en la cuestión. Le daba igual. Y, por primera vez, prescindió del pequeño ritual, mitad adoración mitad plegaria, que siempre ofrecía a sus deidades al retirarse a descansar. No los reconoció.
¡Cuán absolutamente rota estaba su vida! ¡Qué vacía y terrible y solitaria! Sintió frío, y se echó los abrigos encima de la cama, como si su aislamiento mental tuviese un efecto físico también. Apagó la luz, cuando le llegó un rumor que procedía debajo de su ventana. Eran voces. El rugido de una cascada las volvía confusas; sin embargo, estaba seguro de que eran voces; y reconoció una de ellas, además. Se detuvo a escuchar. Oyó pronunciar su propio nombre: John Limasson. Cesaron. Permaneció un momento de pie, temblando sobre el entariamado, y luego se metió bajo las pesadas ropas. Pero en el mismo instante de arrebujarse, empezaron otra vez. Se levantó y corrió a escuchar. El poco viento que soplaba pasó en ese momento valle abajo, arrastrando el rugido de la cascada; y en ese momento de silecio le llegaron fragmentos claros de frases:
-¿Y dice que han bajado al mundo, y que están cerca? -era la voz del sacerdote, sin duda alguna.
-Llevan días pasando -fue la respuesta: una voz áspera, profunda que podía ser de un campesino, en un tono como de temor-; todos mis rebaños andan desperdigados.
-¿Está seguro de los signos? ¿Los conoce?
-El tumulto -fue la respuesta, en tono mucho más bajo-. Ha habido tumulto en las montañas...
Hubo una interrupción, como si hubiesen bajado la voz para que no les oyesen. A continuación le llegaron dos fragmentos inconexos, el final de una pregunta y el principio de una respuesta.
-¿... la oportunidad de toda una vida?
-Si va por su propia voluntad, el éxito es seguro. Porque la aceptación es... -y al volver el viento, trajo consigo el fragor de la cascada, de manera que Limasson no oyó nada más.
Una emoción indefinible se agitó en su interior. Se tapó las orejas para no oír. Sintió un inexplicable desfallecimiento de corazón. ¿De qué diablos estaban hablando? ¿Qué significaban esas frases? Tras ellas había un grave, casi solemne siginificado. Ese tumulto en las montañas era de algún modo siniestro; de tremenda, pavorosa sugerencia. Se sintió inquieto, desasosegado; era la primera emoción que se agitaba en él desde hacía días. Su débil despertar le disipó el embotamiento. Había conciencia en ella; aunque era algo mucho más profundo que la conciencia. Las palabras se hundieron en algún lugar oculto, en una región que la vida aún no había sondeado, y vibraron como notas de pedal. Se perdieron retumbando en la noche de las cosas indescifrables. Y, aunque no encontraba explicación, presintió que teínan que ver con la expedición de la mañana: no sabía cómo ni por qué; habían pronunciado su nombre; luego esas frases extrañas. En cuanto a la expedición, ¿qué era sino algo de carácter impersonal que ni siquiera había planeado él? Tan sólo su plan adoptado y alterado por otros ¿cedido a otros? Su situación, su vida personal, no tomaban parte en él. La idea le sobresaltó un momento. ¡Carecía de vida personal...!
Luchando con el sueño, su cerebro jugaba al juego interminable del abatimiento, mientras que la otra parte observaba y sonreía, porque sabía. Luego le invadió una gran paz. Era debida al agotamiento, quizá. Se durmió; y un momento después, al parecer, tuvo conciencia de un trueno en la puerta y de una voz que gruñó con rudeza: 's ist bald en Uhr, Herr! Aufstehen!
Levantarse a esa hora, a menos que se tenga muchas ganas, es una empresa sórdida y deprimente; Limasson se vistió sin entusiasmo, consciente de que el pensamiento y el sentimiento estaban exactamente como los había dejado al acostarse. Seguía con la misma confusión y perplejidad; también con la misma emoción solemne y profunda, removida por las voces susurrantes. Sólo un hábito largamente practicado le permitió atender a los detalles, asegurándose de que no olvidaba nada. Se sentía pesado, oprimido. Llevó a cabo la rutina de los preparativos gravemente, sin el menor atisbo de gozo; todo era maquinal. Sin embargo, sentía discurrir, a través de él, la vieja sensación del ritual, debido a la práctica de tantos años; de esa purificación de la mente y el cuerpo para una gran Ascensión: como los ritos iniciáticos que en otro tiempo habían sido para él tan importantes como para el sacerdote que se acercaba a adorar a su deidad en los templos antiguos. Ejecutó la ceremonia con el mismo cuidado que si observase un espectro de su desvanecida fe, haciéndole señas desde el aire. Ordenaba cuidadosamente su mochila, apagó la luz y bajó la crujiente escalera de madera en calcetines, no fuese que sus pesadas botas despertasen a los durmientes. Y aún le resonaba en la cabeza la frase con la que se había dormido, como si la acabaran de pronunciar:
Los signos son seguros; han estado pasando durante días... se han acercado al mundo. Los rebaños andan desperdigados, ha habido tumulto... tumulto en las montañas...
Había olvidado los demas fragmentos. Pero ¿quiénes eran "ellos"? ¿Y por qué la palabra le helaba la sangre? Y a la vez que resonaban las palabras en su interior, Limasson sentía también el tumulto en sus pensamientos y sentimientos. Había tumulto en su vida, y se habían desperdigados todas sus alegrías. Los signos eran seguros. Algo descendió sobre su pequeño mundo, pasó, lo rozó.
Sintió un aletazo de terror.
Fuera, en la oscuridad de la madrugada, le esperaban los desconocidos. Pareció más bien, que llegaban a la vez que él, con igual puntualidad. El reloj del campanario de la iglesia dio la una. Intercambiaron saludos en voz baja, comentaron que el tiempo prometía mantenerse bueno, y echaron a andar en fila por los prados empapados, hacia el primer cinturón del bosque. El porteador, un campesino de rostro desconocido y sin relación alguna con el hotel, abría la marcha con un farol. El aire era maravillosamente dulce y fragante. Arriba, en el cielo, las estrellas brillaban a miles. Sólo el rumor del agua que caía de las alturas y el ruido regular de sus botas pesadas quebraban el silencio. Y recortándose contra el cielo, se alzaba la enome pirámide de la Tour du Néant que prentendían conquistar.
Quizá la parte más deliciosa de una gran ascención es el principio, en la perfumada oscuridad, mentras se halla lejos aún la emoción de la posible conquista. Las horas se alargan extrañamente; la puesta del sol de la víspera parece haber tenido lugar hace días; el amanecer y la luz parecen cosa de otra semana, parte de un oscuro futuro. Es difícil comprender que este frío penetrante previo al amanecer, y el inminente calor llameante, pertencen al mismo hoy.
No sonaba ningún rumor mientras subían por el sendero, a través de los primeros mil quienientos pies de bosque de pino; ninguno hablaba; todo lo que se oia era el golpeteo metálico de los clavos y los picos contra las piedras. Porque el fragor del agua, más que oírse, se sentía: golpeaba contra los oídos y la piel de todo el cuerpo a la vez. Las notas más profundas sonaban ahora debajo de ellos, en el valle dormido; y las más estridentes arriba, donde tintineaban con fuerza los ríos recién nacidos de las pesadas capas de nieve.
El cambio llegó delicadamente. Las estrellas se volvieron menos brillantes, adquirieron una suaviad como de los ojos humanos en el instante de decir adiós. El cielo se hizo visible entre las ramas más altas. Un aire suspirante alisó todas sus crestas en la misma dirección; el musgo, la tierra y los espacios abiertos difundieron perfumes intensos; y la minúscula procesión humana, dejando atrás el bosque, salió a la inmensidad del mundo que se extendía por encima de la líenea de árboles. Se detuvieron, mientras el porteador se inclinaba a apagar el farol. Había color en el cielo de oriente. Se juntaron más los picos y los barrancos.
¿Era el Amanecer? Limasson apartó los ojos de la altura del cielo donde las cumbres abrían paso al día inminente, y miró los rostros de sus compañeros, pálidos, macilentos en esta media luz. ¡Qué pequeños, qué insignificantes parecían, en medio de este hambriento vacío de desolación! Los formidables crestones huían hacia atrás, guíados por tercos picos coronados de nieves perpetuas. Delgadas líneas de nubes, extendidas a medio camino entre lomo y precipicio, parecían el trazo del movimiento; como si viese la tierra girando mientras cruza el espacio. Los cuatro, tímidos jinetes sobre gigantesca montura, se aferraban con toda el alma a sus titánicas costillas, mientras subían hacia ellos, de todos lados, las corrientes de alguna vida majestuosa. Limasson llenaba los pulmones de bocanadas de aire enrarecido. Era muy frío. Eludiendo los pálidos, insignificantes rostros de sus compañeros, fingió interés por lo que decía el porteador: miraba fijamente al suelo.
Pareció que transcurrían veinte minutos, hasta que apagó la llama, y ató el farol a la parte de atrás del bulto. Este amanecer era distinto a cuantos había visto. Porque en realidad, Limasson iba todo el tiempo tratando de ordenar las ideas y sentimientos que le habían dominado durante la lenta ascención, y la empresa no parecía tener mucho éxito. Su impresión era que el Plan, trazado por otros, se había hecho cargo de él; y que había dejado sueltas las riendas de su voluntad y sus intereses personales sobre su marcha firme. Se había abandonado a lo que viniese. Sabedor de que era el guía de la expedición, dejaba sin embargo que fuese delante el porteador, pasando él a ocupar su puesto, detrás del más joven y delante del sacerdote. En este orden habían marchado, como sólo marchan los escaladores expertos, durante horas, sin descansar, hasta que, en mitad del ascenso, se había operado un cambio. Lo había deseado él, e instantáneamente se había producido.
Pasó delante el sacerdote, en tanto su compañero, que andaba tropezando constantemente -el más viejo caminaba firme, seguro de sí mismo-, se situó a la zaga. Y desde ese momento, Limasson fue más tranquilo; como si el orden de los tres tuviese alguna importancia. Se hizo menos ardua la empinada ascención, de asfixiante oscuridad, a través del bosque. Limasson se alegró de llevar detrás al más joven.
Se había reforzado su impresión de que la ascención formaba parte de alguna importante Ceremonia; idea que, de manera casi solapada, se había instalado. Sus propios movimientos y los de sus compañeros, especialmente la posición que ocupaba cada uno respecto del otro, establecían una especie de intimidad que asemejaba a la conversación, surgiendo incluso la pregunta y la respuesta. Y su desarrollo entero, aunque representó horas en su reloj, le pareció más de una vez que había sido en realidad más breve que el paso de un pensamiento. Pensó en un cuadro multicolor pintado sobre una banda elástica. Alguien estiraba la banda, y el cuadro se dilataba. O la aflojaba, y el cuadro se encogía rápidamente, reproduciéndose a una mota estacionaria. Todo sucedió en una simple mota de tiempo.
Y el pequeño cambio de posición, aparentemente trivial, dio lugar a que esta impresión singular actuase, y concibiese en el estrato inferior de su mente que esta ascensión era una ceremonia, como en tiempos antiguos, cuyo significado, sin embargo, se acercaba a la revelación. Sin lenguaje, esto fue lo que comprendió; ninguna palabra habría podido transmitirlo. Comprendió que los tres formaban una unidad, aunque reconocían en cierto modo que él era el principal, el guía. El jadeante porteador no tenía sitio allí, porque esta primera etapa en medio de la oscuridad
era sólo un preámbulo; y cuando comenzara la verdadera ascensión, desaparecería, y el propio Limasson pasaría a ser el primero. Esta idea de que todos participaban en una Ceremonia se hizo firme en él, con el asombro adicional de que, aunque se le había ocurrido muchas veces, ahora lo hizo con plena comprensión.
Vacío de todo deseo, indiferente a una ascensión que en otro tiempo habría hecho vibrar su corazón, comprendió que subir había sido siempre un rito para su alma, y que de su puntual cumplimiento le vendría poder. Era una ascención simbólica. No dilucidaba todo eso con palabras. Lo intuía, sin rechazarlo ni aceptarlo. Le llegaba suave, solemnemente. Penetraba flotando en él mientras subía, aunque de manera tan convincente que comprendía que había debido de cambiar su posición relativa. El más joven iba en un puesto demasiado destacado. Luego, tras el cambio misteriosamente efectuado -como si todos reconociesen su necesidad-, aumentó esta corriente de certidumbre, y se le ocurrió la grande, la extraña idea de que toda la vida es una Ceremonia a escala gigantesca, y que ejecutando los gestos con puntualidad, con exactitud, podría alcanzarse el conocimiento. A partir de ese instante, adoptó una gran seriedad.
Esto discurría con toda certeza en su mente. Aunque su pensamiento no adoptaba la forma de pequeñas frases, su cerebro proporcionaba mensajes detallados que confirmaban esta asombrosa lucubración con el símil e incidente que la vida diaria podía aprehender: que el conocimiento emana de la acción; que hacer una cosa incita a enseñarla y a explicarla. La acción, además, es simbólica; un grupo de hombres, una familia, una nación entera empeñando en esos movimientos diarios que son la realización de su destino, ejecuta una Ceremonia que está en relación directa con la pausa de los acontecimientos más grandes que son doctrina de los Dioses. Que el cuerpo imite, reproduzca -en un dormitorio, en el bosque, donde sea- el movimiento de los astros, y el significado de estos astros penetrará en el corazón.
Los movimientos constituyen una escritua, un lenguaje. Imitar los gestos de un desconocido es comprender su estado de ánimo, su punto de vista, establecer una grave y solemne intimidad. Los templos están en todas partes, porque la tierra entera es un templo; y el cuerpo, Casa de Realeza, es el más grande de todos. Comprobar la pauta que trazan sus movimientos en la vida diaria podía equivalera determminar la relación de esa ceremonia particular con el Cosmos, y así adquirir poder. El sistema entero de Pitágoras, comprendió, podía ser enseñando mediante movimientos, sin una sola palabra; y en la vida diaria, incluso el acto más corriente y el movimiento más vulgar forman parte de alguna gran Ceremonia: un mensaje de los dioses. La Ceremonia, en una palabra, es lenguaje tridimensional, y consiguientemente, la acción es el lenguaje de los dioses. Los Dioses que él había negado le estaban hablando, pasaban en tumulto por su vida asolada. ¡Y era su paso lo que efectivamente causaba esa desolación!
De esta forma críptica le llegó la gran verdad: que él y esos dos, aquí y ahora, participaban en una gran Ceremonia cuyo objetivo último ignoraba. Fue tremendo el impacto con que cayó sobre él esta verdad. Se dio cuenta plenamente al salir de la negrura del bosque y entrar en la extensión de luz temprana y temblorosa; hasta este momento, su mente se había estado preparando tan sólo; en cambio ahora sabía. El innato deseo de rendir culto que había tenido toda su vida, la fuerza que su temperamento religioso había adquirido durante cuarenta años, el anhelo de tener una prueba, en una palabra, de que los Dioses que en otro tiempo había reconocido existían efectivamente, le volvió con esa violenta reacción que el rechazo había generado. Se tambaleó, de pie, donde se hallaba detenido.
Luego, al mirar a su alrededor, mientras los otros redistribuían los bultos que el porteador dejaba para regresar, reparó en la asombrosa belleza del momento, sintiendo que penetraba en él. Desde todas partes, esta belleza se precipitaba sobre él. Una sensación maravillosa, radiante, alada, cruzó por encima, en el aire silencioso. Un estremecimiento sacudió todos sus nervios. Se le erizó el cabello. No le era en absoluto desconocido este espectáculo del mundo de las montañas despertando del sueño de la noche estival; pero jamás se había encontrado así, temblando ante su exquisito y frío esplendor, no había comprendido su significado como ahora, tan misteriosamente detro de él. Un poder trascendente dotado de sublimidad cruzó esta meseta alta y desolada, muchísimo más majestuoso que la mera salida del sol entre los montes que tantas veces había presenciado. Había Movimiento. Comprendió por qué había visto inisgnificantes a sus compañeros. Otra vez se estremeció, y miró a su alrededor, afectado por una solemnidad que contenía un profundo pavor.
Había naufragado, se había hundido la vida personal; pero algo más grande seguía en marcha. Se había fortalecido su frágl alianza con un mundo espiritual. Comprendió su pasada insolencia. Sintió miedo.
III.
La meseta sembrada de piedras enormes se extendía millas y millas, gris en el crepúsculo del alba. Detrás de él descendía el espeso bosque de pinos hacia el valle dormido que aún retenía la oscuridad de la noche. Aquí y allá había manchas de nieve que brillaban débilmente a través de la bruma; entre las piedras saltaban multitud de riachuelos de agua helada empapando una yerba rústica que era el único signo de vegetación. No se veía ninguna clase de vida; nada se agitaba, ni había movimiento en ninguna parte, salvo la niebla callada, y su propio aliento. Sin embargo, en medio de la portentosa quietud, había movimiento: esa sensación de movimiento absoluto da como resultado la quietud, tan inmenso, de hecho, que sólo la inmovilidad era capaz de expresarlo. Así, puede hacerse más real la carrera de la Tierra a través del epacio en el día más tranquilo del verano que cuando la tempestad sacude los árboles y las aguas de su superficie; o gira la gran maquinaria a tan vertiginosa velocidad que parece quieta a la engañada función del ojo. Porque no es por medio del ojo como este solemne Movimiento se da a conocer, sino más bien merced a una sensación global percibida con el cuerpo entero como un órgano perceptor. Dentro del anfiteatro de enormes picos y precipicios que cercaban la mesea y se apiñaban en el horizonte, Limasson percibió la silueta tendida de una Ceremonia. Los latidos de su grandeza llegaban incontenibles hasta dentro de él. Su vasto designio era conocible porque ellos habían trazado su réplica terrena en pequeño. Y el pavor aumentó en su interior.
-Esta claridad es falsa. Todavía falta una hora para que amanezca de verdad -oyó que decía el más joven alegremente-. Las cimas aún son fantasmales. Disfrutemos de esta sensación y aprovechémosla.
Y Limasson, volviendo de pronto de su ensoñación, vio que las cumbres y torres se hallaban efectivamente sumidas en su espesa sombra, débilmente iluminadas aún por las estrellas. Le pareció quie inclinaban sus cabezas tremendas y bajaban sus hombros gigantescos. Que se juntaban, dejando fuera el mundo.
-Es verdad -dijo su compañero-; y la nieves de arriba aún tienen el brillo espectral de la noche. Pero sigamos deprisa, ya que llevamos poco peso. Las sensaciones que sugieres nos entretendrán y nos debilitarán.
Tendió una parte de los bultos a sus compañero y a Limasson. Lentamente, siguieron adelante, y les cercaron las montañas. Entonces Limasson notó dos cosas, al cargar con el bulto más pesado y abrir la marcha: en primer lugar, comprendió de repente qué destino llevaban, aunque aún se le ocultaba el propósito; y segundo, que el haberse marchado el porteador antes de que comenzase la ascensión propiamente dicha significaba en realidad que el verdadero objetivo no era la ascensión en sí. Y también, que el amancer consisitía más en la disipación de los velos de su mente que en la iluminación del mundo visible debida a la proximidad del sol. Una espesa oscuridad envolvía este enorme y solitario anfiteatreo por el que avanzaban.
-Veo que nos guía bien -dijo el sacerdote, unos pies detrás de él, caminado con decisión entre las rocas y los arroyos.
-Pues es extraño -replicó Limasson en tono bajo-; porque el camino es nuevo para mí, y la oscuridad, en vez de disminuir, es cada vez mayor. -le pareció que no elegía él las palabras. Hablaba y caminaba como en sueños.
Más atrás, el más joven les gritó en tono quejoso:
-Van ustedes demasiado deprisa, no puedo mantener esa marcha -y volvió a tropezar, y se le cayó el pico entre las rocas. Parecía que se agachaba continuamente a beber el agua helada, o apartarse a gatas del sendero para comprobar la calidad y espesor de los rodales de nieve-. Se están perdiendo todo el encanto. -gritaba repetidamente- Hay mil placeres y sensaciones en el camino.
Se detuvieron un momento a esperarle; llegó cansado y jadeante, haciendo comentarios sobre las estrellas desvanecientes, el viento sobre las cimas, las nuevas rutas que deseaba explorar, sobre todas las cosas, al parecer, salvo sobre el asunto entre manos. Se le notaba una cierta ansiedad, esa especie de excitación que agota toda energía y consume toda la fuerza de los nervios, augurando un probable derrumbamiento antes de ser alcanzado el arduo objetivo.
-Sigue atento a la marcha -replicó severamente el sacerdote-. En realidad, no vamos deprisa; eres tú, que te vas distrayendo sin motivo. Lo cual nos cansa a todos. Debemos ahorrar energías.
-Estamos aquí para divertirnos: la vida es placer, sensaciones, o no es nada -gruñó su compañero; pero había una gravedad en el tono del de más edad que disuadía de discutir y hacía difícil oponerse. El otro se acomodó su carga por décima vez, sujetando el pico con un ingenioso sistema de correas y cuerda, y se alineó detrás de ellos. Limasson reanudó la marcha nuevamente, y empezó a clarear por fin. Muy arriba, al principio, brillaron las cumbres nevadas con un tinte menos espectral; una delicada coloración rosa se propagó suavemente desde oriente; hubo un enfriamiento del aire; luego, de pronto, el pico más alto, que se alzaba con unos mil pies de roca por encima del resto, surgió a la vista nítidamente, medio dorado, medio rosa. En ese mismo instante disminuyó el vasto Movimiento del escenario entero; hubo una o dos ráfagas terribles de viento, en rápida sucesión; un rugido como de avalancha de piedras retumbó a lo lejos. Limasson se detuvo en seco y contuvo el aliento.
Porque algo había obstruido el camino, algo que sabía que no podía sortear. Gigantesco e informe, parecía formar parte de la arquitectura del desolado escenario que le rodeaba, aunque se alzaba allí, enorme en el amanecer tembloroso, como si no perteneciese a la llanura ni a la montaña. Había surgido de repente donde un momento antes no había habido sino aire vacío. Su imponente silueta cobró visibilidad como si hubiese brotado del suelo. Limasson se quedó inmovil. Un frío que no era de este mundo le dejó petrificado. A unas yardas de él, el sacerote se había detenido también. Más atrás oyeron los pasos torpes del más joven y el débil acento de su voz; un tono inseguro, como del hombre que se siente anulado por un súbito terror.
-Nos hemos apartado del sendero, y no sé por dónde voy -sonaron sus palabras en el aire quieto-. He perdido el pico...¡pongámonos la cuerda...!¡Atención! ¿Han oído ese rugido? -luego oyeron un ruido como si gatease a tientas, avanzando despacio.
-Te has cansado demasiado pronto -contestó el sacerdote con severidad-. Quédate donde estás y descansa, porque no vamos a continuar. Éste es el sitio que buscábamos.
Había en su tono una especie de suprema solemnidad que por un momento desvió la atención de Limasson del gran obstáculo que le impedía el paso. La oscuridad iba levantando velo tras velo, no gradualmente, sino a saltos, como cuando alguien apaga una mecha con torpeza. Entonces se dio cuenta que no tenía delante sólo una Grandiosidad, sino que a todo su alrededor se alzaban otras parecidas, algunas mucho más altas que la primera, formando el círculo que le rodeaba. Con un sobresalto, se recobró. Volvieron el equilibrió y el sentido común. No era rara, a fin de cuentas, la broma que la vista le había gastado, ayudada por el aire enrarecido de las alturas y del hechizo del amanecer. El esfuerzo prolongado del ojo para distinguir el sendero en una luz incierta hace que se equivoque fácilmente en su apreciación de la perspectiva. Siempre sufre una ilusión al cambiar repetidamente de foco.
Estas sombras oscuras en círculo no eran sino baluartes de precipicios aún distantes cuyas murallas gigantescas enmarcaban el tremendo anfiteatro hasta el cielo. Su cercanía era mero efecto de la oscuridad y la distancia. El impacto de este descubrimiento le produjo una momentánea indecisión. Los peñascos, le pareció, retrocedieron instantáneamente a sus sitios de siempre; como si se hubiesen acercado; hubo un tambaleo en los riscos más altos; oscilaron terriblemente, luego se recortaron inmóviles contra un cielo vagamente carmesí. El fragor que Limasson oyó, que muy bien podía haber sido el tumulto de la carrera precipitada de todos ellos, no era en realidad sino el viento del amanecer que chocaba contra sus costados, arrancando ecos de alas irritadas. Y los flecos de bruma, rayando el aire como trazos de rápido movimiento, se enroscaban y flotaban en los espacios vacíos. Se volvió hacia el sacerdote que había llegado junto a él.
-Que extraño -dijo- este principio del nuevo día. Se me ha ofuscado la vista por un momento. Pensé que las montañas se alzaban justo en mitad de mi camino. Y al mirar ahora, me ha parecido que retrocedían a toda prisa.
El hombre le miró fijamente. Se había quitado el gorro, acalorado por la ascensión, y contestó, al tiempo que aleteaba una débil sombra en su semblante. Una levísima oscuridad se lo envolvió, fue como si se le formara una máscara. El rostro ahora velado había estado desnudo. Tardó tanto en contestar que Limasson oyó cómo su mente afilaba la frase como si fuese un lápiz. Habló muy despacio. -Se mueven, quizá, al moverse Sus poderes; y Sus minutos son nuestros años. Su paso es siempre tumulto. Entonces se produce desorden en los asuntos de los hombres, y confusión en sus espíritus. Puede que haya ruina y zozobra; pero del naufragio surgirá una cosecha fuerte y fresca. Pues como un mar, pasan Ellos.
Había en su semblante una grandeza que parecía sacada de las montañas; no hizo ademán ni gesto alguno; y en su actitud había una rara firmeza que transmitía, a través de sus palabras, una especie de sagrada profecía. Largas, atronadoras ráfagas de viento pasaron a lo lejos entre los precipicios. Y en el mismo instante, sin esperar al parecer una réplica a sus extrañas palabras, se inclinó y comenzó a deshacer su mochila. El cambio de lenguaje sacerdotal a este menester práctico y vulgar fue singularmente desconcertante.
-Es hora de descansar -añadió-, y hora de comer. Preparémosnos.
Sacó varios paquetes. Limasson sintió que aumentaba el temor mientras observaba; y con él, un gran asombro. Porque sus palabras parecían presagiosas; como si dijese, de pie en el enlosado de algún templo inmenso: ¡Preparemos un sacrificio! de las profundidades donde había estado oculta hasta ahora, le llegó la conciencia de una idea clave que explicaba todo el extraño proceder: el súbito encuentro con estos desconocidos, la impulsiva aceptación de su proyecto, la actitud grave de ambos como si se tratase de un Ceremonia, el engaño desconcertante de la vista y, finalmente, el lenguaje solemne del hombre que confirmaba lo que él había considerado al principio una ilusión. Todo esto cruzó por su cerebro en espacio de un segundo, y con ello, el intenso deseo de dar media vuelta, retroceder, echar a correr.
Al notar el movimiento, o adivinar quizá la emoción que lo produjo, el sacerdote alzó los ojos rápidamente. En su voz hubo tal frialdad que pareció como si hablara este escenario de glacial desolación.
-Demasiado tarde se te ocurre regresar. Ya no es posible. Ahora estás ante las puertas del nacimiento y de la muerte. Todo lo que podía ser estorbo, lo has arrojado a un lado valerosamente. Sé ahora valiente hasta el final.
Y mientras oía estas palabras, Limasson tuvo de repente una nueva y espantosa visión interior de la humanidad, un poder que descubría de manera infalible las necesidades espirituales de otros, y por tanto, de sí mismo. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el más joven, que les había acompañado con creciente dificultad no era sino un estorbo que retardaba la marcha. Y volvió la mirada para reconocer el paisaje.
-No lo encontrarás -dijo su compañero- porque se ha ido. Nunca, a menos que le llames débilmente, le volverás a ver, ni siquiera oír su voz.
Limasson comprendió que, en el fondo, este hombre no le había gustado en ningún momento por su teatral afición a lo sensacional y lo efectista; más aún, que incluso lo detestaba y depreciaba. Podía haberle visto caer, y consumirse de hambre, y no habría movido un solo dedo para salvarle. Y ahora era con este hombre maduro con quien tenía que resolver un asunto espantoso.
-Me alegro -replicó-; porque al final debe de haber confirmado mi muerte. ¡Nuestra muerte!
Y se acercaron al pequeño círculo de alimento que el sacerdote había dispuesto sobre el suelo rocoso, unidos por un íntimo entendimiento que colmaba la perplejidad de Limasson. Vio que había pan, y que había sal; también había un pequeño frasco de vino. En el centro del círculo había un fuego minúsculo hecho con ramitas que el sacerdote había recogido. El humo se elevaba en forma de delgada hebra azul. No revelaba siquiera un temblor, tan profunda era aquí la quietud del aire de la montaña; pero a lo lejos, entre los precipicios, corría el fragor de las cascadas, y detrás, el rugido apagado como de picos y campos de nieve barridos por un tronar continuo que rodaba en el cielo.
-Están pasando -dijo el sacerdote en voz baja-, y saben que estás aquí. Ahora tienes la ocasión de tu vida; porque, si aceptas por propia voluntad, el éxito es seguro. Te encuentras ante las puertas del nacimiento y de la muerte. Ellos te ofrecen la vida.
-¡Sin embargo los negué! -mumuró para sí.
-Negar es invocar: les has llamado, y han venido. Todo lo que te piden es el sacrificio de tu pequeña vida personal. Sé valiente... ¡y dásela!
Tomó el pan mientras hablaba, y, cortándolo en tres pedazos, colocó uno delante de Limasson, otro delante de sí mismo, y el tercero sobre la llama, que lo ennegreció al principio, y luego lo consumió.
-Cómelo, y comprende porque es el alimento que hará revivir tu vida.
A continuación hizo lo mismo con la sal. Luego, alzando el frasco de vino, se lo llevó a los labios, ofreciéndoselo después a su compañero. Tras haber bebido los dos, aún quedaba la mayor parte del contenido. Alzó el recipiente devotamente con ambas manos hacia el cielo. Se quedó estático.
-A Ellos ofrendo, en tu nombre, la sangre de tu vida. Por la renuncia que tú consideras la muerte, cruzarás las puertas del nacimiento a la vida de la libertad. Pues el último sacrificio que Ellos te piden es... éste.
E inclinándose ante las cumbres distantes, derramó el vino sobre el suelo rocoso.
El sacerdote permaneció en esta actitud de adoración y obediencia. Cesó el tumulto de las montañas. Un absoluto silencio descendió sobre el mundo. Parecía una pausa en la historia íntima del universo. Todo esperaba, hasta que volvió a levantarse. Y al hacerlo, se disipó la máscara que durante horas se había extendido sobre su semblante. Sus ojos miraron severamente a Limasson. Éste le miró a su vez, y le reconoció. Estaba ante el hombre que mejor conocía del mundo: él mismo.
Había acontecido la muerte. Había acontecido, también esa recuperación espléndida que es el nacimiento y la resurrección.
Y el sol, en ese instante, con la súbita sorpresa que sólo las montañas conocen, asomó nítido sobre las cumbres, bañando de luz inmaculada el paisaje y la figura de pie. En el vasto Templo donde se arrodilló, como en ese otro Tempo interior y más grande que es la verdadera Casa de Realeza de la humanidad, se derramó la Presencia culminante que es la Luz.
-Porque así, y sólo así, pasarás de la muerte a la vida. -cantó una voz melodiosa que ahora reconoció también, por primera vez, como inequívocamente suya.
Fue maravilloso. Pero el nacimiento de la luz es siempre maravilloso. Fue angustioso; pero el parto de la resurrección, desde el principio de los tiempos, ha estado acompañado por la dulzura del intenso dolor. Porque la mayoría se halla aún en estado prenatal, nonato, sin tener conciencia clara de una existencia espiritual. Andan a tientas, frocejeando en el seno materno, perpetuamente dependientes de otros. Negar es siempre una llamada a la vida, una protesta contra la perpetua tiniebla y en favor de la liberación. Sin embargo, el nacimiento es la ruina de todo aquello de lo que se ha dependido hasta entonces. Viene entonces ese estar solo que al principio parece un desolado aislamiento. El tumulto de la destrucción precede a la liberación.
Limasson se puso de pie, se enderezó con dificultad, miró a su alrededor, desde la figura ahora junto a él hasta la cumbre nevada de esa Tour du Néant que nunca escalaría. Volvió el rugido y trueno del paso de Ellos. Las montañas parecían tambalearse.
-Están pasando -susurró la voz junto a él, y dentro de él también-; pero te han conocido, y tu ofrenda ha sido aceptada. Cuando ellos se acercan al mundo, siempre hay naufragios y desastres en los asuntos humanos. Traen desorden y confusión a la mente del hombre; una confusión que parece final, un desorden que parece amenazar con la muerte. Porque hay tumulto en Su Presencia, y un caos que parece hundimiento de todo orden. Después, de esta inmensa ruina, surge la vida con un nuevo proyecto. Su entrada es la dislocación, el desarreglo su fuerza. Ha tenido lugar el nacimiento.
El sol le deslumbró. Aquel rugido distante, como un viento, pasó junto a él y le rozó la cara. Un aire helado, como de una estrella fugaz, suspiró sore él.
-¿Estás preparado? -oyó.
Volvió a arrodillarse. Sin un gesto de vacilación o renuencia, desnudó su pecho al sol y al viento. Un relámpago descendió veloz, instantáneo, y le llegó al corazón con infalible puntería. Vio el destello en el aire, sintió el ardiente impacto del golpe, incluso vio brotar el chorro y caer en el suelo rocoso, mucho más rojo que el vino.
Jadeó, se tambaleó, sintió vértigo, se desplomó; y un instante después tuvo conciencia de que le sujetaban unas manos, y le ayudaban a ponerse de pie. Pero estaba muy débil para sostenerse. Le llevaron a la cama. El conserje, y el hombre que le había abordado para pedirle fuego cinco minutos antes tratando de entablar conversación, estaban uno junto a sus pies y el otro junto a su cabeza. Al cruzar el vestíbulo del hotel, vio que la gente miraba; su mano estrujaba las cartas sin abrir que le habían entregado poco antes.
-En realidad, creo que... me las puedo arrelgar solo -dijo, dándoles las gracias-. Si me dejan, puedo andar. Me he mareado un momento.
-Es el calor del vestíbulo. -empezó a decir el caballero con voz sosegada, comprensiva.
Le dejaron de pie en la escalera, observándole un momento para ver si se había recobrado del todo. Limasson subió sin vacilar los dos tramos hasta su habitación. Se le había pasado el mareo momentáneo. Se sentía totalmente recobrado, fuerte, confiado, capaz de mantenerse de pie, capaz de andar, capaz de escalar".
Algernon Blackwood
"Limasson era hombre religioso, aunque no se sabía cuán, ya que ningún trance de rigor le había puesto a prueba. No era seguidor de ningún credo, sin embargo, tenía sus dioses; y su autodisciplina era probablemente más estricta de lo que sus amigos suponían. Era muy reservado. Pocos imaginaban, quizá, los deseos que vencía, las pasiones, las inclinaciones que domaba y amaestraba, trasmutándolas alquímicamente en canales más nobles. Poseía las cualidades de un creyente, y habría podido llegar a serlo, de no haber sido por dos limitaciones: Amaba su riqueza y, en segundo lugar, en vez de seguir una misma línea de investigación, se dispersaba en múltiples teorías pintorescas. Y cuanto más pintoresco era un papel, más le atraía. Así, aunque cumplía su deber con cierto afecto, se acusaba a sí mismo de satisfacer un gusto sensual por las sensaciones espirituales. Este desequilibrio abonaba la sospecha de que carecía de hondura.
En cuanto a sus dioses, al final descubrió su realidad, tras dudar primero y luego negar su existencia. Esta negación y esta duda fueron las que los restablecieron en sus tronos, convirtiendo las escaramuzas de diletante de Limasson en sincera y profunda fe; y la prueba se le presentó un verano a principios de junio, cuando se disponía a abandonar la ciudad para pasar su mes anual en las montañas.
Las montañas eran para Limasson casi una pasión, y la escalada le reportaba un placer tan intenso que un escalador normal apenas lo habría comprendido. Para él, era como una especie de culto; los preparativos, la ascención, requerían una concentración ritual. No sólo amaba las alturas, la imponente grandiosidad, el esplendor de las vastas proporciones recortadas en el espacio, sino que lo hacía con un respeto que rayaba en el temor. La emoción que las montañas despertaban en él, podría decirse, era de esa clase profunda, incalculable, que emparentaba con sus sentimientos religiosos, aunque estuviesen estos realizados a medias. Sus dioses tenían sus tronos invisibles entre las imponentes y terribles cumbres. Se preparaba para esa práctica anual de montañismo con la misma seriedad con que un santo podría acercarse a una ceremonia solemne de su iglesia.
Y discurría con gran energía el caudal de su mente en esa dirección, cuando le aconteció, casi la víspera misma de su marcha, una serie ininterrumpida de desgracias que sacudieron su ser hasta sus últimos cimientos. Sería superfluo describirlos. La gente decía: ¡Ocurrirle una tras otra de esa manera! ¡Vaya una suerte negra! ¡Pobre diablo!; luego se preguntaron, con curiosidad infantil, cómo lo sobrellevaría. Puesto que ninguna culpa tenía, estos desastres le sobrevinieron de manera tan súbita que la vida pareció saltar en pedazos, y casi perdió interes en seguir viviendo.
La gente movía la cabeza, y pensaba en la salida de emergencia. Pero Limasson era un hombre demasiado lleno de vitalidad para soñar siquiera en autodestruirse. Todo esto tuvo un efecto muy distinto en él: se volvió hacia lo que él llamaba sus dioses, para interrogarles. No le contestaron ni le explicaron nada. Por primera vez en su vida, dudó. Un milímetro más allá, y habría caído en la clara negación.
Las ruinas en que se hallaba sentado, sin embargo, no eran de naturaleza material; ningún hombre de su edad, dotado de valor y con un proyecto de vida por delante, se habría dejado anonadar por un desastre de orden material. El derrumbamiento era mental, espiritual; el ataque había sido a las raíces de su caracter y su temperamento. Los deberes morales que cayeron sobre él amenazaron con aplastarle. Se vio asaltada su existencia personal, y parecía que debía terminar. Debía pasar el resto de su vida cuidando a otros que nada significaban para él. No veía salida, ninguna vía de escape, tan diabólicamente completa era la combinación de acontecimientos que anegaron sus trincheras interiores. Su fe se tambaleó. Un hombre apenas puede soportar tanto y seguir siendo humano. Parecía haber llegado al punto de saturación. Experimentaba el equivalente espiritual de ese embotamiento físico que sobreviene cuando el dolor llega al límite de lo soportable. Se rió, se volvió insensible; luego, se burló de sus dioses mudos.
Se dice que a ese estado de absoluta negación sigue a veces otro de lucidez que refleja con nitidez cristalina las fuerzas que en un momento dado impulsan la vida desde atrás, una especie de clarividencia que comporta explicación y, por tanto, paz. Limasson lo buscó en vano. Estaba la duda que interrogaba, la sonrisa que remedaba el silencio en que caían sus preguntas; pero no había respuesta ni explicación, ni, desde luego, paz. En este tumulto de rebelión, no hizo ninguna de las cosas que sus amigos le aconsejaba o esperaban de él: se limitó a seguir la línea de menor esfuerzo. Cuando llegó la catástrofe, obedeció al impulso que sintió sobre él. Para indignado asombro de unos y otros, se marchó a sus montañas.
Todos se asombraron de que en esos momentos adoptase tal actitud, abandonando deberes que parecían de importancia suprema. Pero en realidad no estaba tomando ninguna medida concreta, sino que iba a la deriva tan sólo, con el impulso que acababa de recibir. Estaba ofuscado de tanto dolor, embotado por el sufrimiento, atontado por el golpe que lo había abatido, impotente, en medio de una calamidad inmerecida. Acudió a las montañas como acude el niño a su madre: instintivamente; jamás habían dejado de traerle consuelo, alivio, paz: Su grandiosidad restablecía la proporción cada vez que el desorden amenazaba su vida. Ningún cálculo movió su marcha, sino el deseo ciego de una relación física como la que comporta la escalda. Y el instinto fue más saludable de lo qu él suponía.
Arriba, en el valle, entre picos solitarios, adonde se dirigío entonces Limasson, encontró en cierto modo la proporción que había perdido. Evitó con cuidado pensar; vivía temerariamente confiando en sus músculos. Le era familiar la región, con su pequeña posada, atacaba pico tras pico, a veces con guía, pero más a menudo sin él, hasta que su prestigio como escalador sensato y miembro laureado de todos los clubs alpinos extranjeros corrió serio peligro. Por supuesto que se cansaba; pero también es cierto que las montañas le infundían algo de su inmensa calma y profunda resistencia. Entre tanto se olvidó de sus dioses por primera vez en su vida. Si en alguna ocasión pensaba en ellos, era como figuras de oropel que la imaginación había creado, estatuas de cartón que decoraban la vida. Sólo que había dejado el teatro y sus simulaciones no hipnotizaban ya su mente. Se daba cuenta de su impotencia y los repudiaba. Esta actitud, empero, era subconciente; no le otorgaba consistencia ni de pensamientio ni de palabra. Ignoraba, más que rechazaba, la existencia de todos ellos.
Y en este estado de ánimo -pensando poco y sintiendo menos-, entró en el vestíbulo del hotel, una noche después de cenar, y tomó maquinalmente el puñado de cartas que el conserje le tendía. No tenían ningún interés para él. Se fue a ordenarlas al rincón donde la gran estufa de vapor mitigaba el frío. Estaban saliendo del comedor la veintena de huéspedes, casi todos expertos escaladores, en grupos de dos o tres; pero Limasson sentía tan poco interés por ellos como por las cartas: ninguna conversación podía alterar los hechos, ninguna frase escrita podía modificar su situación. Abrió una al azar: de negocios, con la dirección mecanografiada. Probablemente, sería impersonal; menos sarcástica, por tanto, que las otras, con sus tediosas fingidas condolencias. Y, en cierto modo, era impersonal el pésame de un despacho de abogado: mera fórmula, unas cuantas pulsaciones más en el teclado universal de una Remington.
Pero al leerla, Limasson hizo un descubrimiento que le produjo un violento sobresalto y una agradable sensación. Creía que había alcanzado el límite soportable de sufrimiento y de desgracia. Ahora, en unas docenas de palabras, quedó demostrada de forma convincente su equivocación. El nuevo golpe fue demoledor.
Esta noticia de una última desgracia desveló en él regiones enteras de nuevo dolor, de penetrante, resentida furia. Al comprenderlo, Limasson experimentó una momentánea parálisis del corazón, un vértigo, un intenso sentimiento de rebeldía cuya impotencia casi le produjo una náusea física. Era como si... se fuese a morir.
¿Acaso debo sufrirlo todo?, brilló en su mente paralizada con leras de fuego. Sintió una rabia sorda, un perplejo ofuscamiento; pero no un dolor declarado, todavía. Su emoción era demasiado angustiosa para contener el más ligero dolor del desencanto; era una ira primitiva, ciega. Leyó la carta con calma, hasta el elegante párrafo de condolencia, y luego lo guardó en el bolsillo. No reveló ningún signo externo de turbación: su respiración era pausada; se estiró hasta la mesa para coger una cerilla, y la sostuvo a la distancia del brazo para que no le molestase al olfato el humo del azufre.
En ese instante hizo un segundo descubrimiento. El hecho de que fuese posible sufrir más incluía también que aún le quedaba cierta capacidad de resignación y, por tanto, también un vestigio de fe. Ahora, mientras oía crujir la hoja del rígido papel en su bolsillo, obeservó cómo se apagaba el azufre, y vio encenderse la madera y consumirse por completo. Igual que la cabeza ennegrecida, el resto de la cerlla se encogió y cayó. Desapareció. Salvajemente, aunque con una calma exterior que le permitía encender su pipa con mano serena, invocó a sus deidades. Y otra vez surgió la interrogante con letras de fuego, en la oscuridad de su pensamiento apasionado.
¿Aún me pedís esto, este último y cruel sacrificio?
Y los rechazó por entero; eran una burla y un fingimiento. Los repudió con desprecio para siempre. Evidentemente, había concluido el teatro. Negó a sus dioses. Aunque con una sonrisa porque ¿qué eran después de todo, sino muñecos que su propia fantasía había imaginado? Jamás habían existido. ¿Era, pues, la variete sensacionalista de este temperamento devocional, lo que los había creado? Ese lado de su naturaleza, en todo caso, estaba muerto, lo había aniquilado un golpe devastador; los dioses habían caído con él. Observando lo que quedaba de su vida, le parecía como una ciudad reducida a ruinas por un terremoto. Los habitantes creen que no puede ocurrir nada peor. Y entonces viene el incendio.
Dos cursos de pensamiento discurrían simultáneamente en él, al parecer; porque mientas por debajo bramaba contra este último golpe, la parte superior de su conciencia se ocupaba seria del proyecto de una gran expedición que iba a emprender por la mañana. No había contratado ningún guía. Conocía bien la región; su nombre era relativamente familiar y en media hora consiguió tener arreglados todos los detalles, y se retiró a dormir tras pedir que le avisasen a las dos. Pero en vez de acostarse, se quedó en la butaca esperando, incapaz de levantarse, como un volcán humano que podía estallar con violencia en cualquier momento. Fumaba en su pipa con tanta calma como si nada hubiese ocurrido, mientras en sus ardientes profundudades seguía leyendo esta sentencia: ¿Aún me pedís este último y cruel sacrificio?. Su dominio de sí, dinámicamente calculado, debió de ser muy grande entonces y, reprimida de este modo, la reserva de energía potencial acumulada era enorme.
Con el pensamiento concentrado en este golpe final, Limasson no se había dado cuenta de la gente se diseminaba por le vestíbulo. Algún que otro individuo, de vez en cuando, se acercaba a su silla con idea de trabar conversación con él; luego, viéndole ensimismado, daba media vuelta. Cuando un escalador, al que conocía, le abordó con unas palabras de excusa para pedirle fuego, Limasson no le dijo nada, porque no le vio. No se daba cuenta de nada. No notó, concretamente, que dos hombres llevaban un rato observándole desde un rincón. Ahora alzó la vista -¿por casualidad?- y advirtió vagamente que hablaban de él. Tropezó con sus miradas, y se sobresaltó.
Al principio le pareció que los conocía. Quizá los había visto en el hotel, aunque desde luego no había hablado nunca con ellos. Al comprender su error, volvió la mirada hacia otra parte, aunque consciente todavía de su atención. Uno era clérigo o sacerdote, su cara tenía un aire de gravedad no extenta de cierta tristeza; la severidad de sus labios era desmentida por la encendida belleza de sus ojos, que revelaban un estusiasmo regulado. Había una nota de majestuosidad en este hombre que intensificaba la impresión que causaba. Sus ropas la acentuaban aún más. Vestía un traje de tweed oscuro de absoluta sencillez. Toda su persona denotaba austeridad. Su compañero, por contraste, parecía insignificante con su traje de etiqueta convencional. Bastante más joven que su amigo, su cabello -detalle siempre revelador- era largo, sus dedos delgados, que esgrimían un cigarrillo, llevaban anillos; su rostro era impertinente, y toda su actitud sugería cierta insulsez. El gesto, ese lenguaje perfecto que desafía la simulación, delataba cierto desequilibrio. La impresión que causaba, no obstante, era gris comparado con la intensidad del otro.
"Teatral", fue la palabra que se le ocurrió a Limasson, mientras apartaba los ojos. Pero al mirar a otra parte, sintió desasosiego. Las tienieblas interiores invocadas por la espantosa carta se alzaron a su alrededor. Y con ellas, sintió vértigo...
A lo lejos, la negrura estaba bordeada de luz; y desde esa luz, avanzando deprisa y con indiferencia como desde una distancia gigantesca, los dos hombres aumentaron súbitamente de tamaño; se acercaron a él. Limasson, en un gesto de autodefensa, se volvió hacia ellos. No tenía ganas de conversación. En cierto modo, había esperado este ataque. Sin embargo, en el instante en que empezaron a hablar -fue el sacerdote el que abrió fuego-, todo fue tan tranquilo y natural que casi saludó con agrado esta distracción. Tras una presentación, se puso a hablar de cimas. Algo cedió en la mente de Limasson. El hombre era un escalador de la misma especie que él: Limasson sintió cierto alivio al oír la invitación, y comprendió, aunque oscuramente, el cumplido que ello implicaba.
-Si desea unirse a nosotros, honrarnos con su compañía -estaba diciendo el hombre, con sosiego; luego añadió algo sobre su gran experiencia y su inestimable asesoramiento y juicio. Limasson alzó los ojos, tratando de concentrarse y comprender.
-¿La Tour du Néant? -repitió, nombrando el pico que le proponían. Rara vez atacada, jamás conquistada, y con un siniestro récord de accidentes, era precisamente la cima que pensaba acometer por la mañana.
-¿Han contratado guía? -sabía que la pregunta era superflua.
-No hay guía que quiera intentar esa escalada -contestó el sacedote, sonriendo, mientras su compañero añadía con un ademán: pero no necesitaremos guía... si viene usted.
-Esta libre, creo, ¿no? ¿Está solo? -preguntó el sacerdote, situándose un poco delante de su amigo, como para mantenerle en segundo término.
-Sí -contestó Limasson.
Escuchaba con atención, aunque sólo con una parte de su mente. Percibió el halago de la invitación. Sin embargo, era como si ese halago estuviese dirigido a otro. Se sentía indiferente, muerto. Necesitaban su habilidad corporal, su cerebro experimentado; y eran su cuerpo y su mente los que hablaban con ellos, y los que finalmente accedieron. Eran muchas las expediciones que se habían planeado de esa forma, pero esa noche notó cierta diferencia. Mente y el cuerpo sellaron el acuerdo; en cambio su alma, que escuchaba y obserbava desde otra parte, guardaba silencio: al igual que sus dioses rechazados, le había dejado, aunque permanecía cerca. No intervenía; no le advertía; incluso aprobaba; le susurraba desde lejos que esta expedición encubría otra. Limasson estaba perplejo ante el desacuerdo entre la parte superior y la parte inferior de su mente.
-A la una de la madrugada, entonces, si le parece bien. -concluyó el de más edad.
-Yo me ocuparé de las provisiones -exclamó el más joven con entusiasmo-; y llevaré mi cámara fotográfica para la cima. Los porteadores pueden llegar hasta la Gran Torre. Una vez allí, estaremos ya a seis mil pies; de manera que... -y su voz se apagó a lo lejos, mientras se lo llevaba su compañero.
Limasson le vio marcharse con alivio. De no haber sido por el otro, habría rechazado la invitación. En el fondo, le era indifierente. Lo que le había decidido finalmente a aceptar fue la coincidencia de ser la Tour du Néant el pico que precisamente pensaba atacar solo, y la extraña impresión de que esta expedición encubría otra; casi, de que esos hombres ocultaban un motivo. Pero desechó tal idea; no valía la pena pensar en ello. Un momento después se fue a dormir él también. Tan sin cuidado le tenían los asuntos del mundo, tan muerto se sentía para los intereses terrenales, que rompió las otras cartas y las arrojó a un rincón de la estancia, sin leer.
II.
Una vez en su frío dormitorio, supo que su mente le había dejado cometer una tontería, se había metido como un colegial en una situación poco prudente. Se había enrolado en una expedición con dos desconocidos, expedición para la que normalmente habría escogido a sus compañeros con el mayor cuidado. Más aún, iba a ser el guía; habían recurrido a él por seguridad, mientras que los que disponían y planeaban eran ellos. Pero ¿quiénes eran estos hombres con los que iba a correr graves riesgos físicos? Los conocía tan poco como ellos a él. ¿Y de dónde le venía, se preguntó, la extraña idea de que en realidad esta ascensión había sido planeada por alguien que no era ninguno de ellos?
Tal fue la idea que le cruzó por la mente: y tras salirle por una puerta, le volvió rápidamente por otra. Sin embargo, no la tuvo en cuenta más que para notar su paso entre la confusión que en ese momento era su pensamiento. Parecía que se había generado espontáneamente. Había surgido con toda facilidad, naturalidad y rapidez. No ahondó más en la cuestión. Le daba igual. Y, por primera vez, prescindió del pequeño ritual, mitad adoración mitad plegaria, que siempre ofrecía a sus deidades al retirarse a descansar. No los reconoció.
¡Cuán absolutamente rota estaba su vida! ¡Qué vacía y terrible y solitaria! Sintió frío, y se echó los abrigos encima de la cama, como si su aislamiento mental tuviese un efecto físico también. Apagó la luz, cuando le llegó un rumor que procedía debajo de su ventana. Eran voces. El rugido de una cascada las volvía confusas; sin embargo, estaba seguro de que eran voces; y reconoció una de ellas, además. Se detuvo a escuchar. Oyó pronunciar su propio nombre: John Limasson. Cesaron. Permaneció un momento de pie, temblando sobre el entariamado, y luego se metió bajo las pesadas ropas. Pero en el mismo instante de arrebujarse, empezaron otra vez. Se levantó y corrió a escuchar. El poco viento que soplaba pasó en ese momento valle abajo, arrastrando el rugido de la cascada; y en ese momento de silecio le llegaron fragmentos claros de frases:
-¿Y dice que han bajado al mundo, y que están cerca? -era la voz del sacerdote, sin duda alguna.
-Llevan días pasando -fue la respuesta: una voz áspera, profunda que podía ser de un campesino, en un tono como de temor-; todos mis rebaños andan desperdigados.
-¿Está seguro de los signos? ¿Los conoce?
-El tumulto -fue la respuesta, en tono mucho más bajo-. Ha habido tumulto en las montañas...
Hubo una interrupción, como si hubiesen bajado la voz para que no les oyesen. A continuación le llegaron dos fragmentos inconexos, el final de una pregunta y el principio de una respuesta.
-¿... la oportunidad de toda una vida?
-Si va por su propia voluntad, el éxito es seguro. Porque la aceptación es... -y al volver el viento, trajo consigo el fragor de la cascada, de manera que Limasson no oyó nada más.
Una emoción indefinible se agitó en su interior. Se tapó las orejas para no oír. Sintió un inexplicable desfallecimiento de corazón. ¿De qué diablos estaban hablando? ¿Qué significaban esas frases? Tras ellas había un grave, casi solemne siginificado. Ese tumulto en las montañas era de algún modo siniestro; de tremenda, pavorosa sugerencia. Se sintió inquieto, desasosegado; era la primera emoción que se agitaba en él desde hacía días. Su débil despertar le disipó el embotamiento. Había conciencia en ella; aunque era algo mucho más profundo que la conciencia. Las palabras se hundieron en algún lugar oculto, en una región que la vida aún no había sondeado, y vibraron como notas de pedal. Se perdieron retumbando en la noche de las cosas indescifrables. Y, aunque no encontraba explicación, presintió que teínan que ver con la expedición de la mañana: no sabía cómo ni por qué; habían pronunciado su nombre; luego esas frases extrañas. En cuanto a la expedición, ¿qué era sino algo de carácter impersonal que ni siquiera había planeado él? Tan sólo su plan adoptado y alterado por otros ¿cedido a otros? Su situación, su vida personal, no tomaban parte en él. La idea le sobresaltó un momento. ¡Carecía de vida personal...!
Luchando con el sueño, su cerebro jugaba al juego interminable del abatimiento, mientras que la otra parte observaba y sonreía, porque sabía. Luego le invadió una gran paz. Era debida al agotamiento, quizá. Se durmió; y un momento después, al parecer, tuvo conciencia de un trueno en la puerta y de una voz que gruñó con rudeza: 's ist bald en Uhr, Herr! Aufstehen!
Levantarse a esa hora, a menos que se tenga muchas ganas, es una empresa sórdida y deprimente; Limasson se vistió sin entusiasmo, consciente de que el pensamiento y el sentimiento estaban exactamente como los había dejado al acostarse. Seguía con la misma confusión y perplejidad; también con la misma emoción solemne y profunda, removida por las voces susurrantes. Sólo un hábito largamente practicado le permitió atender a los detalles, asegurándose de que no olvidaba nada. Se sentía pesado, oprimido. Llevó a cabo la rutina de los preparativos gravemente, sin el menor atisbo de gozo; todo era maquinal. Sin embargo, sentía discurrir, a través de él, la vieja sensación del ritual, debido a la práctica de tantos años; de esa purificación de la mente y el cuerpo para una gran Ascensión: como los ritos iniciáticos que en otro tiempo habían sido para él tan importantes como para el sacerdote que se acercaba a adorar a su deidad en los templos antiguos. Ejecutó la ceremonia con el mismo cuidado que si observase un espectro de su desvanecida fe, haciéndole señas desde el aire. Ordenaba cuidadosamente su mochila, apagó la luz y bajó la crujiente escalera de madera en calcetines, no fuese que sus pesadas botas despertasen a los durmientes. Y aún le resonaba en la cabeza la frase con la que se había dormido, como si la acabaran de pronunciar:
Los signos son seguros; han estado pasando durante días... se han acercado al mundo. Los rebaños andan desperdigados, ha habido tumulto... tumulto en las montañas...
Había olvidado los demas fragmentos. Pero ¿quiénes eran "ellos"? ¿Y por qué la palabra le helaba la sangre? Y a la vez que resonaban las palabras en su interior, Limasson sentía también el tumulto en sus pensamientos y sentimientos. Había tumulto en su vida, y se habían desperdigados todas sus alegrías. Los signos eran seguros. Algo descendió sobre su pequeño mundo, pasó, lo rozó.
Sintió un aletazo de terror.
Fuera, en la oscuridad de la madrugada, le esperaban los desconocidos. Pareció más bien, que llegaban a la vez que él, con igual puntualidad. El reloj del campanario de la iglesia dio la una. Intercambiaron saludos en voz baja, comentaron que el tiempo prometía mantenerse bueno, y echaron a andar en fila por los prados empapados, hacia el primer cinturón del bosque. El porteador, un campesino de rostro desconocido y sin relación alguna con el hotel, abría la marcha con un farol. El aire era maravillosamente dulce y fragante. Arriba, en el cielo, las estrellas brillaban a miles. Sólo el rumor del agua que caía de las alturas y el ruido regular de sus botas pesadas quebraban el silencio. Y recortándose contra el cielo, se alzaba la enome pirámide de la Tour du Néant que prentendían conquistar.
Quizá la parte más deliciosa de una gran ascención es el principio, en la perfumada oscuridad, mentras se halla lejos aún la emoción de la posible conquista. Las horas se alargan extrañamente; la puesta del sol de la víspera parece haber tenido lugar hace días; el amanecer y la luz parecen cosa de otra semana, parte de un oscuro futuro. Es difícil comprender que este frío penetrante previo al amanecer, y el inminente calor llameante, pertencen al mismo hoy.
No sonaba ningún rumor mientras subían por el sendero, a través de los primeros mil quienientos pies de bosque de pino; ninguno hablaba; todo lo que se oia era el golpeteo metálico de los clavos y los picos contra las piedras. Porque el fragor del agua, más que oírse, se sentía: golpeaba contra los oídos y la piel de todo el cuerpo a la vez. Las notas más profundas sonaban ahora debajo de ellos, en el valle dormido; y las más estridentes arriba, donde tintineaban con fuerza los ríos recién nacidos de las pesadas capas de nieve.
El cambio llegó delicadamente. Las estrellas se volvieron menos brillantes, adquirieron una suaviad como de los ojos humanos en el instante de decir adiós. El cielo se hizo visible entre las ramas más altas. Un aire suspirante alisó todas sus crestas en la misma dirección; el musgo, la tierra y los espacios abiertos difundieron perfumes intensos; y la minúscula procesión humana, dejando atrás el bosque, salió a la inmensidad del mundo que se extendía por encima de la líenea de árboles. Se detuvieron, mientras el porteador se inclinaba a apagar el farol. Había color en el cielo de oriente. Se juntaron más los picos y los barrancos.
¿Era el Amanecer? Limasson apartó los ojos de la altura del cielo donde las cumbres abrían paso al día inminente, y miró los rostros de sus compañeros, pálidos, macilentos en esta media luz. ¡Qué pequeños, qué insignificantes parecían, en medio de este hambriento vacío de desolación! Los formidables crestones huían hacia atrás, guíados por tercos picos coronados de nieves perpetuas. Delgadas líneas de nubes, extendidas a medio camino entre lomo y precipicio, parecían el trazo del movimiento; como si viese la tierra girando mientras cruza el espacio. Los cuatro, tímidos jinetes sobre gigantesca montura, se aferraban con toda el alma a sus titánicas costillas, mientras subían hacia ellos, de todos lados, las corrientes de alguna vida majestuosa. Limasson llenaba los pulmones de bocanadas de aire enrarecido. Era muy frío. Eludiendo los pálidos, insignificantes rostros de sus compañeros, fingió interés por lo que decía el porteador: miraba fijamente al suelo.
Pareció que transcurrían veinte minutos, hasta que apagó la llama, y ató el farol a la parte de atrás del bulto. Este amanecer era distinto a cuantos había visto. Porque en realidad, Limasson iba todo el tiempo tratando de ordenar las ideas y sentimientos que le habían dominado durante la lenta ascención, y la empresa no parecía tener mucho éxito. Su impresión era que el Plan, trazado por otros, se había hecho cargo de él; y que había dejado sueltas las riendas de su voluntad y sus intereses personales sobre su marcha firme. Se había abandonado a lo que viniese. Sabedor de que era el guía de la expedición, dejaba sin embargo que fuese delante el porteador, pasando él a ocupar su puesto, detrás del más joven y delante del sacerdote. En este orden habían marchado, como sólo marchan los escaladores expertos, durante horas, sin descansar, hasta que, en mitad del ascenso, se había operado un cambio. Lo había deseado él, e instantáneamente se había producido.
Pasó delante el sacerdote, en tanto su compañero, que andaba tropezando constantemente -el más viejo caminaba firme, seguro de sí mismo-, se situó a la zaga. Y desde ese momento, Limasson fue más tranquilo; como si el orden de los tres tuviese alguna importancia. Se hizo menos ardua la empinada ascención, de asfixiante oscuridad, a través del bosque. Limasson se alegró de llevar detrás al más joven.
Se había reforzado su impresión de que la ascención formaba parte de alguna importante Ceremonia; idea que, de manera casi solapada, se había instalado. Sus propios movimientos y los de sus compañeros, especialmente la posición que ocupaba cada uno respecto del otro, establecían una especie de intimidad que asemejaba a la conversación, surgiendo incluso la pregunta y la respuesta. Y su desarrollo entero, aunque representó horas en su reloj, le pareció más de una vez que había sido en realidad más breve que el paso de un pensamiento. Pensó en un cuadro multicolor pintado sobre una banda elástica. Alguien estiraba la banda, y el cuadro se dilataba. O la aflojaba, y el cuadro se encogía rápidamente, reproduciéndose a una mota estacionaria. Todo sucedió en una simple mota de tiempo.
Y el pequeño cambio de posición, aparentemente trivial, dio lugar a que esta impresión singular actuase, y concibiese en el estrato inferior de su mente que esta ascensión era una ceremonia, como en tiempos antiguos, cuyo significado, sin embargo, se acercaba a la revelación. Sin lenguaje, esto fue lo que comprendió; ninguna palabra habría podido transmitirlo. Comprendió que los tres formaban una unidad, aunque reconocían en cierto modo que él era el principal, el guía. El jadeante porteador no tenía sitio allí, porque esta primera etapa en medio de la oscuridad
era sólo un preámbulo; y cuando comenzara la verdadera ascensión, desaparecería, y el propio Limasson pasaría a ser el primero. Esta idea de que todos participaban en una Ceremonia se hizo firme en él, con el asombro adicional de que, aunque se le había ocurrido muchas veces, ahora lo hizo con plena comprensión.
Vacío de todo deseo, indiferente a una ascensión que en otro tiempo habría hecho vibrar su corazón, comprendió que subir había sido siempre un rito para su alma, y que de su puntual cumplimiento le vendría poder. Era una ascención simbólica. No dilucidaba todo eso con palabras. Lo intuía, sin rechazarlo ni aceptarlo. Le llegaba suave, solemnemente. Penetraba flotando en él mientras subía, aunque de manera tan convincente que comprendía que había debido de cambiar su posición relativa. El más joven iba en un puesto demasiado destacado. Luego, tras el cambio misteriosamente efectuado -como si todos reconociesen su necesidad-, aumentó esta corriente de certidumbre, y se le ocurrió la grande, la extraña idea de que toda la vida es una Ceremonia a escala gigantesca, y que ejecutando los gestos con puntualidad, con exactitud, podría alcanzarse el conocimiento. A partir de ese instante, adoptó una gran seriedad.
Esto discurría con toda certeza en su mente. Aunque su pensamiento no adoptaba la forma de pequeñas frases, su cerebro proporcionaba mensajes detallados que confirmaban esta asombrosa lucubración con el símil e incidente que la vida diaria podía aprehender: que el conocimiento emana de la acción; que hacer una cosa incita a enseñarla y a explicarla. La acción, además, es simbólica; un grupo de hombres, una familia, una nación entera empeñando en esos movimientos diarios que son la realización de su destino, ejecuta una Ceremonia que está en relación directa con la pausa de los acontecimientos más grandes que son doctrina de los Dioses. Que el cuerpo imite, reproduzca -en un dormitorio, en el bosque, donde sea- el movimiento de los astros, y el significado de estos astros penetrará en el corazón.
Los movimientos constituyen una escritua, un lenguaje. Imitar los gestos de un desconocido es comprender su estado de ánimo, su punto de vista, establecer una grave y solemne intimidad. Los templos están en todas partes, porque la tierra entera es un templo; y el cuerpo, Casa de Realeza, es el más grande de todos. Comprobar la pauta que trazan sus movimientos en la vida diaria podía equivalera determminar la relación de esa ceremonia particular con el Cosmos, y así adquirir poder. El sistema entero de Pitágoras, comprendió, podía ser enseñando mediante movimientos, sin una sola palabra; y en la vida diaria, incluso el acto más corriente y el movimiento más vulgar forman parte de alguna gran Ceremonia: un mensaje de los dioses. La Ceremonia, en una palabra, es lenguaje tridimensional, y consiguientemente, la acción es el lenguaje de los dioses. Los Dioses que él había negado le estaban hablando, pasaban en tumulto por su vida asolada. ¡Y era su paso lo que efectivamente causaba esa desolación!
De esta forma críptica le llegó la gran verdad: que él y esos dos, aquí y ahora, participaban en una gran Ceremonia cuyo objetivo último ignoraba. Fue tremendo el impacto con que cayó sobre él esta verdad. Se dio cuenta plenamente al salir de la negrura del bosque y entrar en la extensión de luz temprana y temblorosa; hasta este momento, su mente se había estado preparando tan sólo; en cambio ahora sabía. El innato deseo de rendir culto que había tenido toda su vida, la fuerza que su temperamento religioso había adquirido durante cuarenta años, el anhelo de tener una prueba, en una palabra, de que los Dioses que en otro tiempo había reconocido existían efectivamente, le volvió con esa violenta reacción que el rechazo había generado. Se tambaleó, de pie, donde se hallaba detenido.
Luego, al mirar a su alrededor, mientras los otros redistribuían los bultos que el porteador dejaba para regresar, reparó en la asombrosa belleza del momento, sintiendo que penetraba en él. Desde todas partes, esta belleza se precipitaba sobre él. Una sensación maravillosa, radiante, alada, cruzó por encima, en el aire silencioso. Un estremecimiento sacudió todos sus nervios. Se le erizó el cabello. No le era en absoluto desconocido este espectáculo del mundo de las montañas despertando del sueño de la noche estival; pero jamás se había encontrado así, temblando ante su exquisito y frío esplendor, no había comprendido su significado como ahora, tan misteriosamente detro de él. Un poder trascendente dotado de sublimidad cruzó esta meseta alta y desolada, muchísimo más majestuoso que la mera salida del sol entre los montes que tantas veces había presenciado. Había Movimiento. Comprendió por qué había visto inisgnificantes a sus compañeros. Otra vez se estremeció, y miró a su alrededor, afectado por una solemnidad que contenía un profundo pavor.
Había naufragado, se había hundido la vida personal; pero algo más grande seguía en marcha. Se había fortalecido su frágl alianza con un mundo espiritual. Comprendió su pasada insolencia. Sintió miedo.
III.
La meseta sembrada de piedras enormes se extendía millas y millas, gris en el crepúsculo del alba. Detrás de él descendía el espeso bosque de pinos hacia el valle dormido que aún retenía la oscuridad de la noche. Aquí y allá había manchas de nieve que brillaban débilmente a través de la bruma; entre las piedras saltaban multitud de riachuelos de agua helada empapando una yerba rústica que era el único signo de vegetación. No se veía ninguna clase de vida; nada se agitaba, ni había movimiento en ninguna parte, salvo la niebla callada, y su propio aliento. Sin embargo, en medio de la portentosa quietud, había movimiento: esa sensación de movimiento absoluto da como resultado la quietud, tan inmenso, de hecho, que sólo la inmovilidad era capaz de expresarlo. Así, puede hacerse más real la carrera de la Tierra a través del epacio en el día más tranquilo del verano que cuando la tempestad sacude los árboles y las aguas de su superficie; o gira la gran maquinaria a tan vertiginosa velocidad que parece quieta a la engañada función del ojo. Porque no es por medio del ojo como este solemne Movimiento se da a conocer, sino más bien merced a una sensación global percibida con el cuerpo entero como un órgano perceptor. Dentro del anfiteatro de enormes picos y precipicios que cercaban la mesea y se apiñaban en el horizonte, Limasson percibió la silueta tendida de una Ceremonia. Los latidos de su grandeza llegaban incontenibles hasta dentro de él. Su vasto designio era conocible porque ellos habían trazado su réplica terrena en pequeño. Y el pavor aumentó en su interior.
-Esta claridad es falsa. Todavía falta una hora para que amanezca de verdad -oyó que decía el más joven alegremente-. Las cimas aún son fantasmales. Disfrutemos de esta sensación y aprovechémosla.
Y Limasson, volviendo de pronto de su ensoñación, vio que las cumbres y torres se hallaban efectivamente sumidas en su espesa sombra, débilmente iluminadas aún por las estrellas. Le pareció quie inclinaban sus cabezas tremendas y bajaban sus hombros gigantescos. Que se juntaban, dejando fuera el mundo.
-Es verdad -dijo su compañero-; y la nieves de arriba aún tienen el brillo espectral de la noche. Pero sigamos deprisa, ya que llevamos poco peso. Las sensaciones que sugieres nos entretendrán y nos debilitarán.
Tendió una parte de los bultos a sus compañero y a Limasson. Lentamente, siguieron adelante, y les cercaron las montañas. Entonces Limasson notó dos cosas, al cargar con el bulto más pesado y abrir la marcha: en primer lugar, comprendió de repente qué destino llevaban, aunque aún se le ocultaba el propósito; y segundo, que el haberse marchado el porteador antes de que comenzase la ascensión propiamente dicha significaba en realidad que el verdadero objetivo no era la ascensión en sí. Y también, que el amancer consisitía más en la disipación de los velos de su mente que en la iluminación del mundo visible debida a la proximidad del sol. Una espesa oscuridad envolvía este enorme y solitario anfiteatreo por el que avanzaban.
-Veo que nos guía bien -dijo el sacerdote, unos pies detrás de él, caminado con decisión entre las rocas y los arroyos.
-Pues es extraño -replicó Limasson en tono bajo-; porque el camino es nuevo para mí, y la oscuridad, en vez de disminuir, es cada vez mayor. -le pareció que no elegía él las palabras. Hablaba y caminaba como en sueños.
Más atrás, el más joven les gritó en tono quejoso:
-Van ustedes demasiado deprisa, no puedo mantener esa marcha -y volvió a tropezar, y se le cayó el pico entre las rocas. Parecía que se agachaba continuamente a beber el agua helada, o apartarse a gatas del sendero para comprobar la calidad y espesor de los rodales de nieve-. Se están perdiendo todo el encanto. -gritaba repetidamente- Hay mil placeres y sensaciones en el camino.
Se detuvieron un momento a esperarle; llegó cansado y jadeante, haciendo comentarios sobre las estrellas desvanecientes, el viento sobre las cimas, las nuevas rutas que deseaba explorar, sobre todas las cosas, al parecer, salvo sobre el asunto entre manos. Se le notaba una cierta ansiedad, esa especie de excitación que agota toda energía y consume toda la fuerza de los nervios, augurando un probable derrumbamiento antes de ser alcanzado el arduo objetivo.
-Sigue atento a la marcha -replicó severamente el sacerdote-. En realidad, no vamos deprisa; eres tú, que te vas distrayendo sin motivo. Lo cual nos cansa a todos. Debemos ahorrar energías.
-Estamos aquí para divertirnos: la vida es placer, sensaciones, o no es nada -gruñó su compañero; pero había una gravedad en el tono del de más edad que disuadía de discutir y hacía difícil oponerse. El otro se acomodó su carga por décima vez, sujetando el pico con un ingenioso sistema de correas y cuerda, y se alineó detrás de ellos. Limasson reanudó la marcha nuevamente, y empezó a clarear por fin. Muy arriba, al principio, brillaron las cumbres nevadas con un tinte menos espectral; una delicada coloración rosa se propagó suavemente desde oriente; hubo un enfriamiento del aire; luego, de pronto, el pico más alto, que se alzaba con unos mil pies de roca por encima del resto, surgió a la vista nítidamente, medio dorado, medio rosa. En ese mismo instante disminuyó el vasto Movimiento del escenario entero; hubo una o dos ráfagas terribles de viento, en rápida sucesión; un rugido como de avalancha de piedras retumbó a lo lejos. Limasson se detuvo en seco y contuvo el aliento.
Porque algo había obstruido el camino, algo que sabía que no podía sortear. Gigantesco e informe, parecía formar parte de la arquitectura del desolado escenario que le rodeaba, aunque se alzaba allí, enorme en el amanecer tembloroso, como si no perteneciese a la llanura ni a la montaña. Había surgido de repente donde un momento antes no había habido sino aire vacío. Su imponente silueta cobró visibilidad como si hubiese brotado del suelo. Limasson se quedó inmovil. Un frío que no era de este mundo le dejó petrificado. A unas yardas de él, el sacerote se había detenido también. Más atrás oyeron los pasos torpes del más joven y el débil acento de su voz; un tono inseguro, como del hombre que se siente anulado por un súbito terror.
-Nos hemos apartado del sendero, y no sé por dónde voy -sonaron sus palabras en el aire quieto-. He perdido el pico...¡pongámonos la cuerda...!¡Atención! ¿Han oído ese rugido? -luego oyeron un ruido como si gatease a tientas, avanzando despacio.
-Te has cansado demasiado pronto -contestó el sacerdote con severidad-. Quédate donde estás y descansa, porque no vamos a continuar. Éste es el sitio que buscábamos.
Había en su tono una especie de suprema solemnidad que por un momento desvió la atención de Limasson del gran obstáculo que le impedía el paso. La oscuridad iba levantando velo tras velo, no gradualmente, sino a saltos, como cuando alguien apaga una mecha con torpeza. Entonces se dio cuenta que no tenía delante sólo una Grandiosidad, sino que a todo su alrededor se alzaban otras parecidas, algunas mucho más altas que la primera, formando el círculo que le rodeaba. Con un sobresalto, se recobró. Volvieron el equilibrió y el sentido común. No era rara, a fin de cuentas, la broma que la vista le había gastado, ayudada por el aire enrarecido de las alturas y del hechizo del amanecer. El esfuerzo prolongado del ojo para distinguir el sendero en una luz incierta hace que se equivoque fácilmente en su apreciación de la perspectiva. Siempre sufre una ilusión al cambiar repetidamente de foco.
Estas sombras oscuras en círculo no eran sino baluartes de precipicios aún distantes cuyas murallas gigantescas enmarcaban el tremendo anfiteatro hasta el cielo. Su cercanía era mero efecto de la oscuridad y la distancia. El impacto de este descubrimiento le produjo una momentánea indecisión. Los peñascos, le pareció, retrocedieron instantáneamente a sus sitios de siempre; como si se hubiesen acercado; hubo un tambaleo en los riscos más altos; oscilaron terriblemente, luego se recortaron inmóviles contra un cielo vagamente carmesí. El fragor que Limasson oyó, que muy bien podía haber sido el tumulto de la carrera precipitada de todos ellos, no era en realidad sino el viento del amanecer que chocaba contra sus costados, arrancando ecos de alas irritadas. Y los flecos de bruma, rayando el aire como trazos de rápido movimiento, se enroscaban y flotaban en los espacios vacíos. Se volvió hacia el sacerdote que había llegado junto a él.
-Que extraño -dijo- este principio del nuevo día. Se me ha ofuscado la vista por un momento. Pensé que las montañas se alzaban justo en mitad de mi camino. Y al mirar ahora, me ha parecido que retrocedían a toda prisa.
El hombre le miró fijamente. Se había quitado el gorro, acalorado por la ascensión, y contestó, al tiempo que aleteaba una débil sombra en su semblante. Una levísima oscuridad se lo envolvió, fue como si se le formara una máscara. El rostro ahora velado había estado desnudo. Tardó tanto en contestar que Limasson oyó cómo su mente afilaba la frase como si fuese un lápiz. Habló muy despacio. -Se mueven, quizá, al moverse Sus poderes; y Sus minutos son nuestros años. Su paso es siempre tumulto. Entonces se produce desorden en los asuntos de los hombres, y confusión en sus espíritus. Puede que haya ruina y zozobra; pero del naufragio surgirá una cosecha fuerte y fresca. Pues como un mar, pasan Ellos.
Había en su semblante una grandeza que parecía sacada de las montañas; no hizo ademán ni gesto alguno; y en su actitud había una rara firmeza que transmitía, a través de sus palabras, una especie de sagrada profecía. Largas, atronadoras ráfagas de viento pasaron a lo lejos entre los precipicios. Y en el mismo instante, sin esperar al parecer una réplica a sus extrañas palabras, se inclinó y comenzó a deshacer su mochila. El cambio de lenguaje sacerdotal a este menester práctico y vulgar fue singularmente desconcertante.
-Es hora de descansar -añadió-, y hora de comer. Preparémosnos.
Sacó varios paquetes. Limasson sintió que aumentaba el temor mientras observaba; y con él, un gran asombro. Porque sus palabras parecían presagiosas; como si dijese, de pie en el enlosado de algún templo inmenso: ¡Preparemos un sacrificio! de las profundidades donde había estado oculta hasta ahora, le llegó la conciencia de una idea clave que explicaba todo el extraño proceder: el súbito encuentro con estos desconocidos, la impulsiva aceptación de su proyecto, la actitud grave de ambos como si se tratase de un Ceremonia, el engaño desconcertante de la vista y, finalmente, el lenguaje solemne del hombre que confirmaba lo que él había considerado al principio una ilusión. Todo esto cruzó por su cerebro en espacio de un segundo, y con ello, el intenso deseo de dar media vuelta, retroceder, echar a correr.
Al notar el movimiento, o adivinar quizá la emoción que lo produjo, el sacerdote alzó los ojos rápidamente. En su voz hubo tal frialdad que pareció como si hablara este escenario de glacial desolación.
-Demasiado tarde se te ocurre regresar. Ya no es posible. Ahora estás ante las puertas del nacimiento y de la muerte. Todo lo que podía ser estorbo, lo has arrojado a un lado valerosamente. Sé ahora valiente hasta el final.
Y mientras oía estas palabras, Limasson tuvo de repente una nueva y espantosa visión interior de la humanidad, un poder que descubría de manera infalible las necesidades espirituales de otros, y por tanto, de sí mismo. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el más joven, que les había acompañado con creciente dificultad no era sino un estorbo que retardaba la marcha. Y volvió la mirada para reconocer el paisaje.
-No lo encontrarás -dijo su compañero- porque se ha ido. Nunca, a menos que le llames débilmente, le volverás a ver, ni siquiera oír su voz.
Limasson comprendió que, en el fondo, este hombre no le había gustado en ningún momento por su teatral afición a lo sensacional y lo efectista; más aún, que incluso lo detestaba y depreciaba. Podía haberle visto caer, y consumirse de hambre, y no habría movido un solo dedo para salvarle. Y ahora era con este hombre maduro con quien tenía que resolver un asunto espantoso.
-Me alegro -replicó-; porque al final debe de haber confirmado mi muerte. ¡Nuestra muerte!
Y se acercaron al pequeño círculo de alimento que el sacerdote había dispuesto sobre el suelo rocoso, unidos por un íntimo entendimiento que colmaba la perplejidad de Limasson. Vio que había pan, y que había sal; también había un pequeño frasco de vino. En el centro del círculo había un fuego minúsculo hecho con ramitas que el sacerdote había recogido. El humo se elevaba en forma de delgada hebra azul. No revelaba siquiera un temblor, tan profunda era aquí la quietud del aire de la montaña; pero a lo lejos, entre los precipicios, corría el fragor de las cascadas, y detrás, el rugido apagado como de picos y campos de nieve barridos por un tronar continuo que rodaba en el cielo.
-Están pasando -dijo el sacerdote en voz baja-, y saben que estás aquí. Ahora tienes la ocasión de tu vida; porque, si aceptas por propia voluntad, el éxito es seguro. Te encuentras ante las puertas del nacimiento y de la muerte. Ellos te ofrecen la vida.
-¡Sin embargo los negué! -mumuró para sí.
-Negar es invocar: les has llamado, y han venido. Todo lo que te piden es el sacrificio de tu pequeña vida personal. Sé valiente... ¡y dásela!
Tomó el pan mientras hablaba, y, cortándolo en tres pedazos, colocó uno delante de Limasson, otro delante de sí mismo, y el tercero sobre la llama, que lo ennegreció al principio, y luego lo consumió.
-Cómelo, y comprende porque es el alimento que hará revivir tu vida.
A continuación hizo lo mismo con la sal. Luego, alzando el frasco de vino, se lo llevó a los labios, ofreciéndoselo después a su compañero. Tras haber bebido los dos, aún quedaba la mayor parte del contenido. Alzó el recipiente devotamente con ambas manos hacia el cielo. Se quedó estático.
-A Ellos ofrendo, en tu nombre, la sangre de tu vida. Por la renuncia que tú consideras la muerte, cruzarás las puertas del nacimiento a la vida de la libertad. Pues el último sacrificio que Ellos te piden es... éste.
E inclinándose ante las cumbres distantes, derramó el vino sobre el suelo rocoso.
El sacerdote permaneció en esta actitud de adoración y obediencia. Cesó el tumulto de las montañas. Un absoluto silencio descendió sobre el mundo. Parecía una pausa en la historia íntima del universo. Todo esperaba, hasta que volvió a levantarse. Y al hacerlo, se disipó la máscara que durante horas se había extendido sobre su semblante. Sus ojos miraron severamente a Limasson. Éste le miró a su vez, y le reconoció. Estaba ante el hombre que mejor conocía del mundo: él mismo.
Había acontecido la muerte. Había acontecido, también esa recuperación espléndida que es el nacimiento y la resurrección.
Y el sol, en ese instante, con la súbita sorpresa que sólo las montañas conocen, asomó nítido sobre las cumbres, bañando de luz inmaculada el paisaje y la figura de pie. En el vasto Templo donde se arrodilló, como en ese otro Tempo interior y más grande que es la verdadera Casa de Realeza de la humanidad, se derramó la Presencia culminante que es la Luz.
-Porque así, y sólo así, pasarás de la muerte a la vida. -cantó una voz melodiosa que ahora reconoció también, por primera vez, como inequívocamente suya.
Fue maravilloso. Pero el nacimiento de la luz es siempre maravilloso. Fue angustioso; pero el parto de la resurrección, desde el principio de los tiempos, ha estado acompañado por la dulzura del intenso dolor. Porque la mayoría se halla aún en estado prenatal, nonato, sin tener conciencia clara de una existencia espiritual. Andan a tientas, frocejeando en el seno materno, perpetuamente dependientes de otros. Negar es siempre una llamada a la vida, una protesta contra la perpetua tiniebla y en favor de la liberación. Sin embargo, el nacimiento es la ruina de todo aquello de lo que se ha dependido hasta entonces. Viene entonces ese estar solo que al principio parece un desolado aislamiento. El tumulto de la destrucción precede a la liberación.
Limasson se puso de pie, se enderezó con dificultad, miró a su alrededor, desde la figura ahora junto a él hasta la cumbre nevada de esa Tour du Néant que nunca escalaría. Volvió el rugido y trueno del paso de Ellos. Las montañas parecían tambalearse.
-Están pasando -susurró la voz junto a él, y dentro de él también-; pero te han conocido, y tu ofrenda ha sido aceptada. Cuando ellos se acercan al mundo, siempre hay naufragios y desastres en los asuntos humanos. Traen desorden y confusión a la mente del hombre; una confusión que parece final, un desorden que parece amenazar con la muerte. Porque hay tumulto en Su Presencia, y un caos que parece hundimiento de todo orden. Después, de esta inmensa ruina, surge la vida con un nuevo proyecto. Su entrada es la dislocación, el desarreglo su fuerza. Ha tenido lugar el nacimiento.
El sol le deslumbró. Aquel rugido distante, como un viento, pasó junto a él y le rozó la cara. Un aire helado, como de una estrella fugaz, suspiró sore él.
-¿Estás preparado? -oyó.
Volvió a arrodillarse. Sin un gesto de vacilación o renuencia, desnudó su pecho al sol y al viento. Un relámpago descendió veloz, instantáneo, y le llegó al corazón con infalible puntería. Vio el destello en el aire, sintió el ardiente impacto del golpe, incluso vio brotar el chorro y caer en el suelo rocoso, mucho más rojo que el vino.
Jadeó, se tambaleó, sintió vértigo, se desplomó; y un instante después tuvo conciencia de que le sujetaban unas manos, y le ayudaban a ponerse de pie. Pero estaba muy débil para sostenerse. Le llevaron a la cama. El conserje, y el hombre que le había abordado para pedirle fuego cinco minutos antes tratando de entablar conversación, estaban uno junto a sus pies y el otro junto a su cabeza. Al cruzar el vestíbulo del hotel, vio que la gente miraba; su mano estrujaba las cartas sin abrir que le habían entregado poco antes.
-En realidad, creo que... me las puedo arrelgar solo -dijo, dándoles las gracias-. Si me dejan, puedo andar. Me he mareado un momento.
-Es el calor del vestíbulo. -empezó a decir el caballero con voz sosegada, comprensiva.
Le dejaron de pie en la escalera, observándole un momento para ver si se había recobrado del todo. Limasson subió sin vacilar los dos tramos hasta su habitación. Se le había pasado el mareo momentáneo. Se sentía totalmente recobrado, fuerte, confiado, capaz de mantenerse de pie, capaz de andar, capaz de escalar".
Algernon Blackwood
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