I.
"Limasson era hombre religioso, aunque no se sabía cuán, ya que ningún
trance de rigor le había puesto a prueba. No era seguidor de ningún
credo, sin embargo, tenía sus dioses; y su autodisciplina era
probablemente más estricta de lo que sus amigos suponían. Era muy
reservado. Pocos imaginaban, quizá, los deseos que vencía, las pasiones,
las inclinaciones que domaba y amaestraba, trasmutándolas
alquímicamente en canales más nobles. Poseía las cualidades de un
creyente, y habría podido llegar a serlo, de no haber sido por dos
limitaciones: Amaba su riqueza y, en segundo lugar, en vez de seguir una
misma línea de investigación, se dispersaba en múltiples teorías
pintorescas. Y cuanto más pintoresco era un papel, más le atraía. Así,
aunque cumplía su deber con cierto afecto, se acusaba a sí mismo de
satisfacer un gusto sensual por las sensaciones espirituales. Este
desequilibrio abonaba la sospecha de que carecía de hondura.
En cuanto a sus dioses, al final descubrió su realidad, tras dudar
primero y luego negar su existencia. Esta negación y esta duda fueron
las que los restablecieron en sus tronos, convirtiendo las escaramuzas
de diletante de Limasson en sincera y profunda fe; y la prueba se le
presentó un verano a principios de junio, cuando se disponía a abandonar
la ciudad para pasar su mes anual en las montañas.
Las montañas eran para Limasson casi una pasión, y la escalada le
reportaba un placer tan intenso que un escalador normal apenas lo habría
comprendido. Para él, era como una especie de culto; los preparativos,
la ascención, requerían una concentración ritual. No sólo amaba las
alturas, la imponente grandiosidad, el esplendor de las vastas
proporciones recortadas en el espacio, sino que lo hacía con un respeto
que rayaba en el temor. La emoción que las montañas despertaban en él,
podría decirse, era de esa clase profunda, incalculable, que emparentaba
con sus sentimientos religiosos, aunque estuviesen estos realizados a
medias. Sus dioses tenían sus tronos invisibles entre las imponentes y
terribles cumbres. Se preparaba para esa práctica anual de montañismo
con la misma seriedad con que un santo podría acercarse a una ceremonia
solemne de su iglesia.
Y discurría con gran energía el caudal de su mente en esa dirección,
cuando le aconteció, casi la víspera misma de su marcha, una serie
ininterrumpida de desgracias que sacudieron su ser hasta sus últimos
cimientos. Sería superfluo describirlos. La gente decía: ¡Ocurrirle una
tras otra de esa manera! ¡Vaya una suerte negra! ¡Pobre diablo!; luego
se preguntaron, con curiosidad infantil, cómo lo sobrellevaría. Puesto
que ninguna culpa tenía, estos desastres le sobrevinieron de manera tan
súbita que la vida pareció saltar en pedazos, y casi perdió interes en
seguir viviendo.
La gente movía la cabeza, y pensaba en la salida de emergencia. Pero
Limasson era un hombre demasiado lleno de vitalidad para soñar siquiera
en autodestruirse. Todo esto tuvo un efecto muy distinto en él: se
volvió hacia lo que él llamaba sus dioses, para interrogarles. No le
contestaron ni le explicaron nada. Por primera vez en su vida, dudó. Un
milímetro más allá, y habría caído en la clara negación.
Las ruinas en que se hallaba sentado, sin embargo, no eran de naturaleza
material; ningún hombre de su edad, dotado de valor y con un proyecto
de vida por delante, se habría dejado anonadar por un desastre de orden
material. El derrumbamiento era mental, espiritual; el ataque había sido
a las raíces de su caracter y su temperamento. Los deberes morales que
cayeron sobre él amenazaron con aplastarle. Se vio asaltada su
existencia personal, y parecía que debía terminar. Debía pasar el resto
de su vida cuidando a otros que nada significaban para él. No veía
salida, ninguna vía de escape, tan diabólicamente completa era la
combinación de acontecimientos que anegaron sus trincheras interiores.
Su fe se tambaleó. Un hombre apenas puede soportar tanto y seguir siendo
humano. Parecía haber llegado al punto de saturación. Experimentaba el
equivalente espiritual de ese embotamiento físico que sobreviene cuando
el dolor llega al límite de lo soportable. Se rió, se volvió insensible;
luego, se burló de sus dioses mudos.
Se dice que a ese estado de absoluta negación sigue a veces otro de
lucidez que refleja con nitidez cristalina las fuerzas que en un momento
dado impulsan la vida desde atrás, una especie de clarividencia que
comporta explicación y, por tanto, paz. Limasson lo buscó en vano.
Estaba la duda que interrogaba, la sonrisa que remedaba el silencio en
que caían sus preguntas; pero no había respuesta ni explicación, ni,
desde luego, paz. En este tumulto de rebelión, no hizo ninguna de las
cosas que sus amigos le aconsejaba o esperaban de él: se limitó a seguir
la línea de menor esfuerzo. Cuando llegó la catástrofe, obedeció al
impulso que sintió sobre él. Para indignado asombro de unos y otros, se
marchó a sus montañas.
Todos se asombraron de que en esos momentos adoptase tal actitud,
abandonando deberes que parecían de importancia suprema. Pero en
realidad no estaba tomando ninguna medida concreta, sino que iba a la
deriva tan sólo, con el impulso que acababa de recibir. Estaba ofuscado
de tanto dolor, embotado por el sufrimiento, atontado por el golpe que
lo había abatido, impotente, en medio de una calamidad inmerecida.
Acudió a las montañas como acude el niño a su madre: instintivamente;
jamás habían dejado de traerle consuelo, alivio, paz: Su grandiosidad
restablecía la proporción cada vez que el desorden amenazaba su vida.
Ningún cálculo movió su marcha, sino el deseo ciego de una relación
física como la que comporta la escalda. Y el instinto fue más saludable
de lo qu él suponía.
Arriba, en el valle, entre picos solitarios, adonde se dirigío entonces
Limasson, encontró en cierto modo la proporción que había perdido. Evitó
con cuidado pensar; vivía temerariamente confiando en sus músculos. Le
era familiar la región, con su pequeña posada, atacaba pico tras pico, a
veces con guía, pero más a menudo sin él, hasta que su prestigio como
escalador sensato y miembro laureado de todos los clubs alpinos
extranjeros corrió serio peligro. Por supuesto que se cansaba; pero
también es cierto que las montañas le infundían algo de su inmensa calma
y profunda resistencia. Entre tanto se olvidó de sus dioses por primera
vez en su vida. Si en alguna ocasión pensaba en ellos, era como figuras
de oropel que la imaginación había creado, estatuas de cartón que
decoraban la vida. Sólo que había dejado el teatro y sus simulaciones no
hipnotizaban ya su mente. Se daba cuenta de su impotencia y los
repudiaba. Esta actitud, empero, era subconciente; no le otorgaba
consistencia ni de pensamientio ni de palabra. Ignoraba, más que
rechazaba, la existencia de todos ellos.
Y en este estado de ánimo -pensando poco y sintiendo menos-, entró en el
vestíbulo del hotel, una noche después de cenar, y tomó maquinalmente
el puñado de cartas que el conserje le tendía. No tenían ningún interés
para él. Se fue a ordenarlas al rincón donde la gran estufa de vapor
mitigaba el frío. Estaban saliendo del comedor la veintena de huéspedes,
casi todos expertos escaladores, en grupos de dos o tres; pero Limasson
sentía tan poco interés por ellos como por las cartas: ninguna
conversación podía alterar los hechos, ninguna frase escrita podía
modificar su situación. Abrió una al azar: de negocios, con la dirección
mecanografiada. Probablemente, sería impersonal; menos sarcástica, por
tanto, que las otras, con sus tediosas fingidas condolencias. Y, en
cierto modo, era impersonal el pésame de un despacho de abogado: mera
fórmula, unas cuantas pulsaciones más en el teclado universal de una
Remington.
Pero al leerla, Limasson hizo un descubrimiento que le produjo un
violento sobresalto y una agradable sensación. Creía que había alcanzado
el límite soportable de sufrimiento y de desgracia. Ahora, en unas
docenas de palabras, quedó demostrada de forma convincente su
equivocación. El nuevo golpe fue demoledor.
Esta noticia de una última desgracia desveló en él regiones enteras de
nuevo dolor, de penetrante, resentida furia. Al comprenderlo, Limasson
experimentó una momentánea parálisis del corazón, un vértigo, un intenso
sentimiento de rebeldía cuya impotencia casi le produjo una náusea
física. Era como si... se fuese a morir.
¿Acaso debo sufrirlo todo?, brilló en su mente paralizada con leras de
fuego. Sintió una rabia sorda, un perplejo ofuscamiento; pero no un
dolor declarado, todavía. Su emoción era demasiado angustiosa para
contener el más ligero dolor del desencanto; era una ira primitiva,
ciega. Leyó la carta con calma, hasta el elegante párrafo de
condolencia, y luego lo guardó en el bolsillo. No reveló ningún signo
externo de turbación: su respiración era pausada; se estiró hasta la
mesa para coger una cerilla, y la sostuvo a la distancia del brazo para
que no le molestase al olfato el humo del azufre.
En ese instante hizo un segundo descubrimiento. El hecho de que fuese
posible sufrir más incluía también que aún le quedaba cierta capacidad
de resignación y, por tanto, también un vestigio de fe. Ahora, mientras
oía crujir la hoja del rígido papel en su bolsillo, obeservó cómo se
apagaba el azufre, y vio encenderse la madera y consumirse por completo.
Igual que la cabeza ennegrecida, el resto de la cerlla se encogió y
cayó. Desapareció. Salvajemente, aunque con una calma exterior que le
permitía encender su pipa con mano serena, invocó a sus deidades. Y otra
vez surgió la interrogante con letras de fuego, en la oscuridad de su
pensamiento apasionado.
¿Aún me pedís esto, este último y cruel sacrificio?
Y los rechazó por entero; eran una burla y un fingimiento. Los repudió
con desprecio para siempre. Evidentemente, había concluido el teatro.
Negó a sus dioses. Aunque con una sonrisa porque ¿qué eran después de
todo, sino muñecos que su propia fantasía había imaginado? Jamás habían
existido. ¿Era, pues, la variete sensacionalista de este temperamento
devocional, lo que los había creado? Ese lado de su naturaleza, en todo
caso, estaba muerto, lo había aniquilado un golpe devastador; los dioses
habían caído con él. Observando lo que quedaba de su vida, le parecía
como una ciudad reducida a ruinas por un terremoto. Los habitantes creen
que no puede ocurrir nada peor. Y entonces viene el incendio.
Dos cursos de pensamiento discurrían simultáneamente en él, al parecer;
porque mientas por debajo bramaba contra este último golpe, la parte
superior de su conciencia se ocupaba seria del proyecto de una gran
expedición que iba a emprender por la mañana. No había contratado ningún
guía. Conocía bien la región; su nombre era relativamente familiar y en
media hora consiguió tener arreglados todos los detalles, y se retiró a
dormir tras pedir que le avisasen a las dos. Pero en vez de acostarse,
se quedó en la butaca esperando, incapaz de levantarse, como un volcán
humano que podía estallar con violencia en cualquier momento. Fumaba en
su pipa con tanta calma como si nada hubiese ocurrido, mientras en sus
ardientes profundudades seguía leyendo esta sentencia: ¿Aún me pedís
este último y cruel sacrificio?. Su dominio de sí, dinámicamente
calculado, debió de ser muy grande entonces y, reprimida de este modo,
la reserva de energía potencial acumulada era enorme.
Con el pensamiento concentrado en este golpe final, Limasson no se había
dado cuenta de la gente se diseminaba por le vestíbulo. Algún que otro
individuo, de vez en cuando, se acercaba a su silla con idea de trabar
conversación con él; luego, viéndole ensimismado, daba media vuelta.
Cuando un escalador, al que conocía, le abordó con unas palabras de
excusa para pedirle fuego, Limasson no le dijo nada, porque no le vio.
No se daba cuenta de nada. No notó, concretamente, que dos hombres
llevaban un rato observándole desde un rincón. Ahora alzó la vista -¿por
casualidad?- y advirtió vagamente que hablaban de él. Tropezó con sus
miradas, y se sobresaltó.
Al principio le pareció que los conocía. Quizá los había visto en el
hotel, aunque desde luego no había hablado nunca con ellos. Al
comprender su error, volvió la mirada hacia otra parte, aunque
consciente todavía de su atención. Uno era clérigo o sacerdote, su cara
tenía un aire de gravedad no extenta de cierta tristeza; la severidad de
sus labios era desmentida por la encendida belleza de sus ojos, que
revelaban un estusiasmo regulado. Había una nota de majestuosidad en
este hombre que intensificaba la impresión que causaba. Sus ropas la
acentuaban aún más. Vestía un traje de tweed oscuro de absoluta
sencillez. Toda su persona denotaba austeridad. Su compañero, por
contraste, parecía insignificante con su traje de etiqueta convencional.
Bastante más joven que su amigo, su cabello -detalle siempre revelador-
era largo, sus dedos delgados, que esgrimían un cigarrillo, llevaban
anillos; su rostro era impertinente, y toda su actitud sugería cierta
insulsez. El gesto, ese lenguaje perfecto que desafía la simulación,
delataba cierto desequilibrio. La impresión que causaba, no obstante,
era gris comparado con la intensidad del otro.
"Teatral", fue la palabra que se le ocurrió a Limasson, mientras
apartaba los ojos. Pero al mirar a otra parte, sintió desasosiego. Las
tienieblas interiores invocadas por la espantosa carta se alzaron a su
alrededor. Y con ellas, sintió vértigo...
A lo lejos, la negrura estaba bordeada de luz; y desde esa luz,
avanzando deprisa y con indiferencia como desde una distancia
gigantesca, los dos hombres aumentaron súbitamente de tamaño; se
acercaron a él. Limasson, en un gesto de autodefensa, se volvió hacia
ellos. No tenía ganas de conversación. En cierto modo, había esperado
este ataque. Sin embargo, en el instante en que empezaron a hablar -fue
el sacerdote el que abrió fuego-, todo fue tan tranquilo y natural que
casi saludó con agrado esta distracción. Tras una presentación, se puso a
hablar de cimas. Algo cedió en la mente de Limasson. El hombre era un
escalador de la misma especie que él: Limasson sintió cierto alivio al
oír la invitación, y comprendió, aunque oscuramente, el cumplido que
ello implicaba.
-Si desea unirse a nosotros, honrarnos con su compañía -estaba diciendo
el hombre, con sosiego; luego añadió algo sobre su gran experiencia y su
inestimable asesoramiento y juicio. Limasson alzó los ojos, tratando de
concentrarse y comprender.
-¿La Tour du Néant? -repitió, nombrando el pico que le proponían. Rara
vez atacada, jamás conquistada, y con un siniestro récord de accidentes,
era precisamente la cima que pensaba acometer por la mañana.
-¿Han contratado guía? -sabía que la pregunta era superflua.
-No hay guía que quiera intentar esa escalada -contestó el sacedote,
sonriendo, mientras su compañero añadía con un ademán: pero no
necesitaremos guía... si viene usted.
-Esta libre, creo, ¿no? ¿Está solo? -preguntó el sacerdote, situándose
un poco delante de su amigo, como para mantenerle en segundo término.
-Sí -contestó Limasson.
Escuchaba con atención, aunque sólo con una parte de su mente. Percibió
el halago de la invitación. Sin embargo, era como si ese halago
estuviese dirigido a otro. Se sentía indiferente, muerto. Necesitaban su
habilidad corporal, su cerebro experimentado; y eran su cuerpo y su
mente los que hablaban con ellos, y los que finalmente accedieron. Eran
muchas las expediciones que se habían planeado de esa forma, pero esa
noche notó cierta diferencia. Mente y el cuerpo sellaron el acuerdo; en
cambio su alma, que escuchaba y obserbava desde otra parte, guardaba
silencio: al igual que sus dioses rechazados, le había dejado, aunque
permanecía cerca. No intervenía; no le advertía; incluso aprobaba; le
susurraba desde lejos que esta expedición encubría otra. Limasson estaba
perplejo ante el desacuerdo entre la parte superior y la parte inferior
de su mente.
-A la una de la madrugada, entonces, si le parece bien. -concluyó el de más edad.
-Yo me ocuparé de las provisiones -exclamó el más joven con entusiasmo-;
y llevaré mi cámara fotográfica para la cima. Los porteadores pueden
llegar hasta la Gran Torre. Una vez allí, estaremos ya a seis mil pies;
de manera que... -y su voz se apagó a lo lejos, mientras se lo llevaba
su compañero.
Limasson le vio marcharse con alivio. De no haber sido por el otro,
habría rechazado la invitación. En el fondo, le era indifierente. Lo que
le había decidido finalmente a aceptar fue la coincidencia de ser la
Tour du Néant el pico que precisamente pensaba atacar solo, y la extraña
impresión de que esta expedición encubría otra; casi, de que esos
hombres ocultaban un motivo. Pero desechó tal idea; no valía la pena
pensar en ello. Un momento después se fue a dormir él también. Tan sin
cuidado le tenían los asuntos del mundo, tan muerto se sentía para los
intereses terrenales, que rompió las otras cartas y las arrojó a un
rincón de la estancia, sin leer.
II.
Una vez en su frío dormitorio, supo que su mente le había dejado cometer
una tontería, se había metido como un colegial en una situación poco
prudente. Se había enrolado en una expedición con dos desconocidos,
expedición para la que normalmente habría escogido a sus compañeros con
el mayor cuidado. Más aún, iba a ser el guía; habían recurrido a él por
seguridad, mientras que los que disponían y planeaban eran ellos. Pero
¿quiénes eran estos hombres con los que iba a correr graves riesgos
físicos? Los conocía tan poco como ellos a él. ¿Y de dónde le venía, se
preguntó, la extraña idea de que en realidad esta ascensión había sido
planeada por alguien que no era ninguno de ellos?
Tal fue la idea que le cruzó por la mente: y tras salirle por una
puerta, le volvió rápidamente por otra. Sin embargo, no la tuvo en
cuenta más que para notar su paso entre la confusión que en ese momento
era su pensamiento. Parecía que se había generado espontáneamente. Había
surgido con toda facilidad, naturalidad y rapidez. No ahondó más en la
cuestión. Le daba igual. Y, por primera vez, prescindió del pequeño
ritual, mitad adoración mitad plegaria, que siempre ofrecía a sus
deidades al retirarse a descansar. No los reconoció.
¡Cuán absolutamente rota estaba su vida! ¡Qué vacía y terrible y
solitaria! Sintió frío, y se echó los abrigos encima de la cama, como si
su aislamiento mental tuviese un efecto físico también. Apagó la luz,
cuando le llegó un rumor que procedía debajo de su ventana. Eran voces.
El rugido de una cascada las volvía confusas; sin embargo, estaba seguro
de que eran voces; y reconoció una de ellas, además. Se detuvo a
escuchar. Oyó pronunciar su propio nombre: John Limasson. Cesaron.
Permaneció un momento de pie, temblando sobre el entariamado, y luego se
metió bajo las pesadas ropas. Pero en el mismo instante de arrebujarse,
empezaron otra vez. Se levantó y corrió a escuchar. El poco viento que
soplaba pasó en ese momento valle abajo, arrastrando el rugido de la
cascada; y en ese momento de silecio le llegaron fragmentos claros de
frases:
-¿Y dice que han bajado al mundo, y que están cerca? -era la voz del sacerdote, sin duda alguna.
-Llevan días pasando -fue la respuesta: una voz áspera, profunda que
podía ser de un campesino, en un tono como de temor-; todos mis rebaños
andan desperdigados.
-¿Está seguro de los signos? ¿Los conoce?
-El tumulto -fue la respuesta, en tono mucho más bajo-. Ha habido tumulto en las montañas...
Hubo una interrupción, como si hubiesen bajado la voz para que no les
oyesen. A continuación le llegaron dos fragmentos inconexos, el final de
una pregunta y el principio de una respuesta.
-¿... la oportunidad de toda una vida?
-Si va por su propia voluntad, el éxito es seguro. Porque la aceptación
es... -y al volver el viento, trajo consigo el fragor de la cascada, de
manera que Limasson no oyó nada más.
Una emoción indefinible se agitó en su interior. Se tapó las orejas para
no oír. Sintió un inexplicable desfallecimiento de corazón. ¿De qué
diablos estaban hablando? ¿Qué significaban esas frases? Tras ellas
había un grave, casi solemne siginificado. Ese tumulto en las montañas
era de algún modo siniestro; de tremenda, pavorosa sugerencia. Se
sintió inquieto, desasosegado; era la primera emoción que se agitaba en
él desde hacía días. Su débil despertar le disipó el embotamiento. Había
conciencia en ella; aunque era algo mucho más profundo que la
conciencia. Las palabras se hundieron en algún lugar oculto, en una
región que la vida aún no había sondeado, y vibraron como notas de
pedal. Se perdieron retumbando en la noche de las cosas indescifrables.
Y, aunque no encontraba explicación, presintió que teínan que ver con la
expedición de la mañana: no sabía cómo ni por qué; habían pronunciado
su nombre; luego esas frases extrañas. En cuanto a la expedición, ¿qué
era sino algo de carácter impersonal que ni siquiera había planeado él?
Tan sólo su plan adoptado y alterado por otros ¿cedido a otros? Su
situación, su vida personal, no tomaban parte en él. La idea le
sobresaltó un momento. ¡Carecía de vida personal...!
Luchando con el sueño, su cerebro jugaba al juego interminable del
abatimiento, mientras que la otra parte observaba y sonreía, porque
sabía. Luego le invadió una gran paz. Era debida al agotamiento, quizá.
Se durmió; y un momento después, al parecer, tuvo conciencia de un
trueno en la puerta y de una voz que gruñó con rudeza: 's ist bald en
Uhr, Herr! Aufstehen!
Levantarse a esa hora, a menos que se tenga muchas ganas, es una empresa
sórdida y deprimente; Limasson se vistió sin entusiasmo, consciente de
que el pensamiento y el sentimiento estaban exactamente como los había
dejado al acostarse. Seguía con la misma confusión y perplejidad;
también con la misma emoción solemne y profunda, removida por las voces
susurrantes. Sólo un hábito largamente practicado le permitió atender a
los detalles, asegurándose de que no olvidaba nada. Se sentía pesado,
oprimido. Llevó a cabo la rutina de los preparativos gravemente, sin el
menor atisbo de gozo; todo era maquinal. Sin embargo, sentía discurrir, a
través de él, la vieja sensación del ritual, debido a la práctica de
tantos años; de esa purificación de la mente y el cuerpo para una gran
Ascensión: como los ritos iniciáticos que en otro tiempo habían sido
para él tan importantes como para el sacerdote que se acercaba a adorar a
su deidad en los templos antiguos. Ejecutó la ceremonia con el mismo
cuidado que si observase un espectro
de su desvanecida fe, haciéndole señas desde el aire. Ordenaba
cuidadosamente su mochila, apagó la luz y bajó la crujiente escalera de
madera en calcetines, no fuese que sus pesadas botas despertasen a los
durmientes. Y aún le resonaba en la cabeza la frase con la que se había
dormido, como si la acabaran de pronunciar:
Los signos son seguros; han estado pasando durante días... se han
acercado al mundo. Los rebaños andan desperdigados, ha habido tumulto...
tumulto en las montañas...
Había olvidado los demas fragmentos. Pero ¿quiénes eran "ellos"? ¿Y por
qué la palabra le helaba la sangre? Y a la vez que resonaban las
palabras en su interior, Limasson sentía también el tumulto en sus
pensamientos y sentimientos. Había tumulto en su vida, y se habían
desperdigados todas sus alegrías. Los signos eran seguros. Algo
descendió sobre su pequeño mundo, pasó, lo rozó.
Sintió un aletazo de terror.
Fuera, en la oscuridad de la madrugada, le esperaban los desconocidos.
Pareció más bien, que llegaban a la vez que él, con igual puntualidad.
El reloj del campanario de la iglesia dio la una. Intercambiaron saludos
en voz baja, comentaron que el tiempo prometía mantenerse bueno, y
echaron a andar en fila por los prados empapados, hacia el primer
cinturón del bosque. El porteador, un campesino de rostro desconocido y
sin relación alguna con el hotel, abría la marcha con un farol. El aire
era maravillosamente dulce y fragante. Arriba, en el cielo, las
estrellas brillaban a miles. Sólo el rumor del agua que caía de las
alturas y el ruido regular de sus botas pesadas quebraban el silencio. Y
recortándose contra el cielo, se alzaba la enome pirámide de la Tour du
Néant que prentendían conquistar.
Quizá la parte más deliciosa de una gran ascención es el principio, en
la perfumada oscuridad, mentras se halla lejos aún la emoción de la
posible conquista. Las horas se alargan extrañamente; la puesta del sol
de la víspera parece haber tenido lugar hace días; el amanecer y la luz
parecen cosa de otra semana, parte de un oscuro futuro. Es difícil
comprender que este frío penetrante previo al amanecer, y el inminente
calor llameante, pertencen al mismo hoy.
No sonaba ningún rumor mientras subían por el sendero, a través de los
primeros mil quienientos pies de bosque de pino; ninguno hablaba; todo
lo que se oia era el golpeteo metálico de los clavos y los picos contra
las piedras. Porque el fragor del agua, más que oírse, se sentía:
golpeaba contra los oídos y la piel de todo el cuerpo a la vez. Las
notas más profundas sonaban ahora debajo de ellos, en el valle dormido; y
las más estridentes arriba, donde tintineaban con fuerza los ríos
recién nacidos de las pesadas capas de nieve.
El cambio llegó delicadamente. Las estrellas se volvieron menos
brillantes, adquirieron una suaviad como de los ojos humanos en el
instante de decir adiós. El cielo se hizo visible entre las ramas más
altas. Un aire suspirante alisó todas sus crestas en la misma dirección;
el musgo, la tierra y los espacios abiertos difundieron perfumes
intensos; y la minúscula procesión humana, dejando atrás el bosque,
salió a la inmensidad del mundo que se extendía por encima de la líenea
de árboles. Se detuvieron, mientras el porteador se inclinaba a apagar
el farol. Había color en el cielo de oriente. Se juntaron más los picos y
los barrancos.
¿Era el Amanecer? Limasson apartó los ojos de la altura del cielo donde
las cumbres abrían paso al día inminente, y miró los rostros de sus
compañeros, pálidos, macilentos en esta media luz. ¡Qué pequeños, qué
insignificantes parecían, en medio de este hambriento vacío de
desolación! Los formidables crestones huían hacia atrás, guíados por
tercos picos coronados de nieves perpetuas. Delgadas líneas de nubes,
extendidas a medio camino entre lomo y precipicio, parecían el trazo del
movimiento; como si viese la tierra girando mientras cruza el espacio.
Los cuatro, tímidos jinetes sobre gigantesca montura, se aferraban con
toda el alma a sus titánicas costillas, mientras subían hacia ellos, de
todos lados, las corrientes de alguna vida majestuosa. Limasson llenaba
los pulmones de bocanadas de aire enrarecido. Era muy frío. Eludiendo
los pálidos, insignificantes rostros de sus compañeros, fingió interés
por lo que decía el porteador: miraba fijamente al suelo.
Pareció que transcurrían veinte minutos, hasta que apagó la llama, y ató
el farol a la parte de atrás del bulto. Este amanecer era distinto a
cuantos había visto. Porque en realidad, Limasson iba todo el tiempo
tratando de ordenar las ideas y sentimientos que le habían dominado
durante la lenta ascención, y la empresa no parecía tener mucho éxito.
Su impresión era que el Plan, trazado por otros, se había hecho cargo de
él; y que había dejado sueltas las riendas de su voluntad y sus
intereses personales sobre su marcha firme. Se había abandonado a lo que
viniese. Sabedor de que era el guía de la expedición, dejaba sin
embargo que fuese delante el porteador, pasando él a ocupar su puesto,
detrás del más joven y delante del sacerdote. En este orden habían
marchado, como sólo marchan los escaladores expertos, durante horas, sin
descansar, hasta que, en mitad del ascenso, se había operado un cambio.
Lo había deseado él, e instantáneamente se había producido.
Pasó delante el sacerdote, en tanto su compañero, que andaba tropezando
constantemente -el más viejo caminaba firme, seguro de sí mismo-, se
situó a la zaga. Y desde ese momento, Limasson fue más tranquilo; como
si el orden de los tres tuviese alguna importancia. Se hizo menos ardua
la empinada ascención, de asfixiante oscuridad, a través del bosque.
Limasson se alegró de llevar detrás al más joven.
Se había reforzado su impresión de que la ascención formaba parte de
alguna importante Ceremonia; idea que, de manera casi solapada, se había
instalado. Sus propios movimientos y los de sus compañeros,
especialmente la posición que ocupaba cada uno respecto del otro,
establecían una especie de intimidad que asemejaba a la conversación,
surgiendo incluso la pregunta y la respuesta. Y su desarrollo entero,
aunque representó horas en su reloj, le pareció más de una vez que había
sido en realidad más breve que el paso de un pensamiento. Pensó en un
cuadro multicolor pintado sobre una banda elástica. Alguien estiraba la
banda, y el cuadro se dilataba. O la aflojaba, y el cuadro se encogía
rápidamente, reproduciéndose a una mota estacionaria. Todo sucedió en
una simple mota de tiempo.
Y el pequeño cambio de posición, aparentemente trivial, dio lugar a que
esta impresión singular actuase, y concibiese en el estrato inferior de
su mente que esta ascensión era una ceremonia, como en tiempos antiguos,
cuyo significado, sin embargo, se acercaba a la revelación. Sin
lenguaje, esto fue lo que comprendió; ninguna palabra habría podido
transmitirlo. Comprendió que los tres formaban una unidad, aunque
reconocían en cierto modo que él era el principal, el guía. El jadeante
porteador no tenía sitio allí, porque esta primera etapa en medio de la
oscuridad
era sólo un preámbulo; y cuando comenzara la verdadera ascensión,
desaparecería, y el propio Limasson pasaría a ser el primero. Esta idea
de que todos participaban en una Ceremonia se hizo firme en él, con el
asombro adicional de que, aunque se le había ocurrido muchas veces,
ahora lo hizo con plena comprensión.
Vacío de todo deseo, indiferente a una ascensión que en otro tiempo
habría hecho vibrar su corazón, comprendió que subir había sido siempre
un rito para su alma, y que de su puntual cumplimiento le vendría poder.
Era una ascención simbólica. No dilucidaba todo eso con palabras. Lo
intuía, sin rechazarlo ni aceptarlo. Le llegaba suave, solemnemente.
Penetraba flotando en él mientras subía, aunque de manera tan
convincente que comprendía que había debido de cambiar su posición
relativa. El más joven iba en un puesto demasiado destacado. Luego, tras
el cambio misteriosamente efectuado -como si todos reconociesen su
necesidad-, aumentó esta corriente de certidumbre, y se le ocurrió la
grande, la extraña idea de que toda la vida es una Ceremonia a escala
gigantesca, y que ejecutando los gestos con puntualidad, con exactitud,
podría alcanzarse el conocimiento. A partir de ese instante, adoptó una
gran seriedad.
Esto discurría con toda certeza en su mente. Aunque su pensamiento no
adoptaba la forma de pequeñas frases, su cerebro proporcionaba mensajes
detallados que confirmaban esta asombrosa lucubración con el símil e
incidente que la vida diaria podía aprehender: que el conocimiento emana
de la acción; que hacer una cosa incita a enseñarla y a explicarla. La
acción, además, es simbólica; un grupo de hombres, una familia, una
nación entera empeñando en esos movimientos diarios que son la
realización de su destino, ejecuta una Ceremonia que está en relación
directa con la pausa de los acontecimientos más grandes que son doctrina
de los Dioses. Que el cuerpo imite, reproduzca -en un dormitorio, en el
bosque, donde sea- el movimiento de los astros, y el significado de
estos astros penetrará en el corazón.
Los movimientos constituyen una escritua, un lenguaje. Imitar los gestos
de un desconocido es comprender su estado de ánimo, su punto de vista,
establecer una grave y solemne intimidad. Los templos están en todas
partes, porque la tierra entera es un templo; y el cuerpo, Casa de
Realeza, es el más grande de todos. Comprobar la pauta que trazan sus
movimientos en la vida diaria podía equivalera determminar la relación
de esa ceremonia particular con el Cosmos, y así adquirir poder. El
sistema entero de Pitágoras, comprendió, podía ser enseñando mediante
movimientos, sin una sola palabra; y en la vida diaria, incluso el acto
más corriente y el movimiento más vulgar forman parte de alguna gran
Ceremonia: un mensaje de los dioses. La Ceremonia, en una palabra, es
lenguaje tridimensional, y consiguientemente, la acción es el lenguaje
de los dioses. Los Dioses que él había negado le estaban hablando,
pasaban en tumulto por su vida asolada. ¡Y era su paso lo que
efectivamente causaba esa desolación!
De esta forma críptica le llegó la gran verdad: que él y esos dos, aquí y
ahora, participaban en una gran Ceremonia cuyo objetivo último
ignoraba. Fue tremendo el impacto con que cayó sobre él esta verdad. Se
dio cuenta plenamente al salir de la negrura del bosque y entrar en la
extensión de luz temprana y temblorosa; hasta este momento, su mente se
había estado preparando tan sólo; en cambio ahora sabía. El innato deseo
de rendir culto que había tenido toda su vida, la fuerza que su
temperamento religioso había adquirido durante cuarenta años, el anhelo
de tener una prueba, en una palabra, de que los Dioses que en otro
tiempo había reconocido existían efectivamente, le volvió con esa
violenta reacción que el rechazo había generado. Se tambaleó, de pie,
donde se hallaba detenido.
Luego, al mirar a su alrededor, mientras los otros redistribuían los
bultos que el porteador dejaba para regresar, reparó en la asombrosa
belleza del momento, sintiendo que penetraba en él. Desde todas partes,
esta belleza se precipitaba sobre él. Una sensación maravillosa,
radiante, alada, cruzó por encima, en el aire silencioso. Un
estremecimiento sacudió todos sus nervios. Se le erizó el cabello. No le
era en absoluto desconocido este espectáculo del mundo de las montañas
despertando del sueño de la noche estival; pero jamás se había
encontrado así, temblando ante su exquisito y frío esplendor, no había
comprendido su significado como ahora, tan misteriosamente detro de él.
Un poder trascendente dotado de sublimidad cruzó esta meseta alta y
desolada, muchísimo más majestuoso que la mera salida del sol entre los
montes que tantas veces había presenciado. Había Movimiento. Comprendió
por qué había visto inisgnificantes a sus compañeros. Otra vez se
estremeció, y miró a su alrededor, afectado por una solemnidad que
contenía un profundo pavor.
Había naufragado, se había hundido la vida personal; pero algo más
grande seguía en marcha. Se había fortalecido su frágl alianza con un
mundo espiritual. Comprendió su pasada insolencia. Sintió miedo.
III.
La meseta sembrada de piedras enormes se extendía millas y millas, gris
en el crepúsculo del alba. Detrás de él descendía el espeso bosque de
pinos hacia el valle dormido que aún retenía la oscuridad de la noche.
Aquí y allá había manchas de nieve que brillaban débilmente a través de
la bruma; entre las piedras saltaban multitud de riachuelos de agua
helada empapando una yerba rústica que era el único signo de vegetación.
No se veía ninguna clase de vida; nada se agitaba, ni había movimiento
en ninguna parte, salvo la niebla callada, y su propio aliento. Sin
embargo, en medio de la portentosa quietud, había movimiento: esa
sensación de movimiento absoluto da como resultado la quietud, tan
inmenso, de hecho, que sólo la inmovilidad era capaz de expresarlo. Así,
puede hacerse más real la carrera de la Tierra a través del epacio en
el día más tranquilo del verano que cuando la tempestad sacude los
árboles y las aguas de su superficie; o gira la gran maquinaria a tan
vertiginosa velocidad que parece quieta a la engañada función del ojo.
Porque no es por medio del ojo como este solemne Movimiento se da a
conocer, sino más bien merced a una sensación global percibida con el
cuerpo entero como un órgano perceptor. Dentro del anfiteatro de enormes
picos y precipicios que cercaban la mesea y se apiñaban en el
horizonte, Limasson percibió la silueta tendida de una Ceremonia. Los
latidos de su grandeza llegaban incontenibles hasta dentro de él. Su
vasto designio era conocible porque ellos habían trazado su réplica
terrena en pequeño. Y el pavor aumentó en su interior.
-Esta claridad es falsa. Todavía falta una hora para que amanezca de
verdad -oyó que decía el más joven alegremente-. Las cimas aún son
fantasmales. Disfrutemos de esta sensación y aprovechémosla.
Y Limasson, volviendo de pronto de su ensoñación, vio que las cumbres y
torres se hallaban efectivamente sumidas en su espesa sombra, débilmente
iluminadas aún por las estrellas. Le pareció quie inclinaban sus
cabezas tremendas y bajaban sus hombros gigantescos. Que se juntaban,
dejando fuera el mundo.
-Es verdad -dijo su compañero-; y la nieves de arriba aún tienen el
brillo espectral de la noche. Pero sigamos deprisa, ya que llevamos poco
peso. Las sensaciones que sugieres nos entretendrán y nos debilitarán.
Tendió una parte de los bultos a sus compañero y a Limasson. Lentamente,
siguieron adelante, y les cercaron las montañas. Entonces Limasson notó
dos cosas, al cargar con el bulto más pesado y abrir la marcha: en
primer lugar, comprendió de repente qué destino llevaban, aunque aún se
le ocultaba el propósito; y segundo, que el haberse marchado el
porteador antes de que comenzase la ascensión propiamente dicha
significaba en realidad que el verdadero objetivo no era la ascensión en
sí. Y también, que el amancer consisitía más en la disipación de los
velos de su mente que en la iluminación del mundo visible debida a la
proximidad del sol. Una espesa oscuridad envolvía este enorme y
solitario anfiteatreo por el que avanzaban.
-Veo que nos guía bien -dijo el sacerdote, unos pies detrás de él, caminado con decisión entre las rocas y los arroyos.
-Pues es extraño -replicó Limasson en tono bajo-; porque el camino es
nuevo para mí, y la oscuridad, en vez de disminuir, es cada vez mayor.
-le pareció que no elegía él las palabras. Hablaba y caminaba como en
sueños.
Más atrás, el más joven les gritó en tono quejoso:
-Van ustedes demasiado deprisa, no puedo mantener esa marcha -y volvió a
tropezar, y se le cayó el pico entre las rocas. Parecía que se agachaba
continuamente a beber el agua helada, o apartarse a gatas del sendero
para comprobar la calidad y espesor de los rodales de nieve-. Se están
perdiendo todo el encanto. -gritaba repetidamente- Hay mil placeres y
sensaciones en el camino.
Se detuvieron un momento a esperarle; llegó cansado y jadeante, haciendo
comentarios sobre las estrellas desvanecientes, el viento sobre las
cimas, las nuevas rutas que deseaba explorar, sobre todas las cosas, al
parecer, salvo sobre el asunto entre manos. Se le notaba una cierta
ansiedad, esa especie de excitación que agota toda energía y consume
toda la fuerza de los nervios, augurando un probable derrumbamiento
antes de ser alcanzado el arduo objetivo.
-Sigue atento a la marcha -replicó severamente el sacerdote-. En
realidad, no vamos deprisa; eres tú, que te vas distrayendo sin motivo.
Lo cual nos cansa a todos. Debemos ahorrar energías.
-Estamos aquí para divertirnos: la vida es placer, sensaciones, o no es
nada -gruñó su compañero; pero había una gravedad en el tono del de más
edad que disuadía de discutir y hacía difícil oponerse. El otro se
acomodó su carga por décima vez, sujetando el pico con un ingenioso
sistema de correas y cuerda, y se alineó detrás de ellos. Limasson
reanudó la marcha nuevamente, y empezó a clarear por fin. Muy arriba, al
principio, brillaron las cumbres nevadas con un tinte menos espectral;
una delicada coloración rosa se propagó suavemente desde oriente; hubo
un enfriamiento del aire; luego, de pronto, el pico más alto, que se
alzaba con unos mil pies de roca por encima del resto, surgió a la vista
nítidamente, medio dorado, medio rosa. En ese mismo instante disminuyó
el vasto Movimiento del escenario entero; hubo una o dos ráfagas
terribles de viento, en rápida sucesión; un rugido como de avalancha de
piedras retumbó a lo lejos. Limasson se detuvo en seco y contuvo el
aliento.
Porque algo había obstruido el camino, algo que sabía que no podía
sortear. Gigantesco e informe, parecía formar parte de la arquitectura
del desolado escenario que le rodeaba, aunque se alzaba allí, enorme en
el amanecer tembloroso, como si no perteneciese a la llanura ni a la
montaña. Había surgido de repente donde un momento antes no había habido
sino aire vacío. Su imponente silueta cobró visibilidad como si hubiese
brotado del suelo. Limasson se quedó inmovil. Un frío que no era de
este mundo le dejó petrificado. A unas yardas de él, el sacerote se
había detenido también. Más atrás oyeron los pasos torpes del más joven y
el débil acento de su voz; un tono inseguro, como del hombre que se
siente anulado por un súbito terror.
-Nos hemos apartado del sendero, y no sé por dónde voy -sonaron sus
palabras en el aire quieto-. He perdido el pico...¡pongámonos la
cuerda...!¡Atención! ¿Han oído ese rugido? -luego oyeron un ruido como
si gatease a tientas, avanzando despacio.
-Te has cansado demasiado pronto -contestó el sacerdote con severidad-.
Quédate donde estás y descansa, porque no vamos a continuar. Éste es el
sitio que buscábamos.
Había en su tono una especie de suprema solemnidad que por un momento
desvió la atención de Limasson del gran obstáculo que le impedía el
paso. La oscuridad iba levantando velo tras velo, no gradualmente, sino a
saltos, como cuando alguien apaga una mecha con torpeza. Entonces se
dio cuenta que no tenía delante sólo una Grandiosidad, sino que a todo
su alrededor se alzaban otras parecidas, algunas mucho más altas que la
primera, formando el círculo que le rodeaba. Con un sobresalto, se
recobró. Volvieron el equilibrió y el sentido común. No era rara, a fin
de cuentas, la broma que la vista le había gastado, ayudada por el aire
enrarecido de las alturas y del hechizo del amanecer. El esfuerzo
prolongado del ojo para distinguir el sendero en una luz incierta hace
que se equivoque fácilmente en su apreciación de la perspectiva. Siempre
sufre una ilusión al cambiar repetidamente de foco.
Estas sombras oscuras en círculo no eran sino baluartes de precipicios
aún distantes cuyas murallas gigantescas enmarcaban el tremendo
anfiteatro hasta el cielo. Su cercanía era mero efecto de la oscuridad y
la distancia. El impacto de este descubrimiento le produjo una
momentánea indecisión. Los peñascos, le pareció, retrocedieron
instantáneamente a sus sitios de siempre; como si se hubiesen acercado;
hubo un tambaleo en los riscos más altos; oscilaron terriblemente, luego
se recortaron inmóviles contra un cielo vagamente carmesí. El fragor
que Limasson oyó, que muy bien podía haber sido el tumulto de la carrera
precipitada de todos ellos, no era en realidad sino el viento del
amanecer que chocaba contra sus costados, arrancando ecos de alas
irritadas. Y los flecos de bruma, rayando el aire como trazos de rápido
movimiento, se enroscaban y flotaban en los espacios vacíos. Se volvió
hacia el sacerdote que había llegado junto a él.
-Que extraño -dijo- este principio del nuevo día. Se me ha ofuscado la
vista por un momento. Pensé que las montañas se alzaban justo en mitad
de mi camino. Y al mirar ahora, me ha parecido que retrocedían a toda
prisa.
El hombre le miró fijamente. Se había quitado el gorro, acalorado por la
ascensión, y contestó, al tiempo que aleteaba una débil sombra en su
semblante. Una levísima oscuridad se lo envolvió, fue como si se le
formara una máscara. El rostro ahora velado había estado desnudo. Tardó
tanto en contestar que Limasson oyó cómo su mente afilaba la frase como
si fuese un lápiz. Habló muy despacio. -Se mueven, quizá, al moverse Sus
poderes; y Sus minutos son nuestros años. Su paso es siempre tumulto.
Entonces se produce desorden en los asuntos de los hombres, y confusión
en sus espíritus. Puede que haya ruina y zozobra; pero del naufragio surgirá una cosecha fuerte y fresca. Pues como un mar, pasan Ellos.
Había en su semblante una grandeza que parecía sacada de las montañas;
no hizo ademán ni gesto alguno; y en su actitud había una rara firmeza
que transmitía, a través de sus palabras, una especie de sagrada
profecía. Largas, atronadoras ráfagas de viento pasaron a lo lejos entre
los precipicios. Y en el mismo instante, sin esperar al parecer una
réplica a sus extrañas palabras, se inclinó y comenzó a deshacer su
mochila. El cambio de lenguaje sacerdotal a este menester práctico y
vulgar fue singularmente desconcertante.
-Es hora de descansar -añadió-, y hora de comer. Preparémosnos.
Sacó varios paquetes. Limasson sintió que aumentaba el temor mientras
observaba; y con él, un gran asombro. Porque sus palabras parecían
presagiosas; como si dijese, de pie en el enlosado de algún templo
inmenso: ¡Preparemos un sacrificio! de las profundidades donde había
estado oculta hasta ahora, le llegó la conciencia de una idea clave que
explicaba todo el extraño proceder: el súbito encuentro con estos
desconocidos, la impulsiva aceptación de su proyecto, la actitud grave
de ambos como si se tratase de un Ceremonia, el engaño desconcertante de
la vista y, finalmente, el lenguaje solemne del hombre que confirmaba
lo que él había considerado al principio una ilusión. Todo esto cruzó
por su cerebro en espacio de un segundo, y con ello, el intenso deseo de
dar media vuelta, retroceder, echar a correr.
Al notar el movimiento, o adivinar quizá la emoción que lo produjo, el
sacerdote alzó los ojos rápidamente. En su voz hubo tal frialdad que
pareció como si hablara este escenario de glacial desolación.
-Demasiado tarde se te ocurre regresar. Ya no es posible. Ahora estás
ante las puertas del nacimiento y de la muerte. Todo lo que podía ser
estorbo, lo has arrojado a un lado valerosamente. Sé ahora valiente
hasta el final.
Y mientras oía estas palabras, Limasson tuvo de repente una nueva y
espantosa visión interior de la humanidad, un poder que descubría de
manera infalible las necesidades espirituales de otros, y por tanto, de
sí mismo. Con un sobresalto, se dio cuenta de que el más joven, que les
había acompañado con creciente dificultad no era sino un estorbo que
retardaba la marcha. Y volvió la mirada para reconocer el paisaje.
-No lo encontrarás -dijo su compañero- porque se ha ido. Nunca, a menos
que le llames débilmente, le volverás a ver, ni siquiera oír su voz.
Limasson comprendió que, en el fondo, este hombre no le había gustado en
ningún momento por su teatral afición a lo sensacional y lo efectista;
más aún, que incluso lo detestaba y depreciaba. Podía haberle visto
caer, y consumirse de hambre, y no habría movido un solo dedo para
salvarle. Y ahora era con este hombre maduro con quien tenía que
resolver un asunto espantoso.
-Me alegro -replicó-; porque al final debe de haber confirmado mi muerte. ¡Nuestra muerte!
Y se acercaron al pequeño círculo de alimento que el sacerdote había
dispuesto sobre el suelo rocoso, unidos por un íntimo entendimiento que
colmaba la perplejidad de Limasson. Vio que había pan, y que había sal;
también había un pequeño frasco de vino. En el centro del círculo había
un fuego minúsculo hecho con ramitas que el sacerdote había recogido. El
humo se elevaba en forma de delgada hebra azul. No revelaba siquiera un
temblor, tan profunda era aquí la quietud del aire de la montaña; pero a
lo lejos, entre los precipicios, corría el fragor de las cascadas, y
detrás, el rugido apagado como de picos y campos de nieve barridos por
un tronar continuo que rodaba en el cielo.
-Están pasando -dijo el sacerdote en voz baja-, y saben que estás aquí.
Ahora tienes la ocasión de tu vida; porque, si aceptas por propia
voluntad, el éxito es seguro. Te encuentras ante las puertas del
nacimiento y de la muerte. Ellos te ofrecen la vida.
-¡Sin embargo los negué! -mumuró para sí.
-Negar es invocar: les has llamado, y han venido. Todo lo que te piden
es el sacrificio de tu pequeña vida personal. Sé valiente... ¡y dásela!
Tomó el pan mientras hablaba, y, cortándolo en tres pedazos, colocó uno
delante de Limasson, otro delante de sí mismo, y el tercero sobre la
llama, que lo ennegreció al principio, y luego lo consumió.
-Cómelo, y comprende porque es el alimento que hará revivir tu vida.
A continuación hizo lo mismo con la sal. Luego, alzando el frasco de
vino, se lo llevó a los labios, ofreciéndoselo después a su compañero.
Tras haber bebido los dos, aún quedaba la mayor parte del contenido.
Alzó el recipiente devotamente con ambas manos hacia el cielo. Se quedó
estático.
-A Ellos ofrendo, en tu nombre, la sangre de tu vida. Por la renuncia
que tú consideras la muerte, cruzarás las puertas del nacimiento a la
vida de la libertad. Pues el último sacrificio que Ellos te piden es...
éste.
E inclinándose ante las cumbres distantes, derramó el vino sobre el suelo rocoso.
El sacerdote permaneció en esta actitud de adoración y obediencia. Cesó
el tumulto de las montañas. Un absoluto silencio descendió sobre el
mundo. Parecía una pausa en la historia íntima del universo. Todo
esperaba, hasta que volvió a levantarse. Y al hacerlo, se disipó la
máscara que durante horas se había extendido sobre su semblante. Sus
ojos miraron severamente a Limasson. Éste le miró a su vez, y le
reconoció. Estaba ante el hombre que mejor conocía del mundo: él mismo.
Había acontecido la muerte. Había acontecido, también esa recuperación espléndida que es el nacimiento y la resurrección.
Y el sol, en ese instante, con la súbita sorpresa que sólo las montañas
conocen, asomó nítido sobre las cumbres, bañando de luz inmaculada el
paisaje y la figura de pie. En el vasto Templo donde se arrodilló, como
en ese otro Tempo interior y más grande que es la verdadera Casa de
Realeza de la humanidad, se derramó la Presencia culminante que es la
Luz.
-Porque así, y sólo así, pasarás de la muerte a la vida. -cantó una voz
melodiosa que ahora reconoció también, por primera vez, como
inequívocamente suya.
Fue maravilloso. Pero el nacimiento de la luz es siempre maravilloso.
Fue angustioso; pero el parto de la resurrección, desde el principio de
los tiempos, ha estado acompañado por la dulzura del intenso dolor.
Porque la mayoría se halla aún en estado prenatal, nonato, sin tener
conciencia clara de una existencia espiritual. Andan a tientas,
frocejeando en el seno materno, perpetuamente dependientes de otros.
Negar es siempre una llamada a la vida, una protesta contra la perpetua
tiniebla y en favor de la liberación. Sin embargo, el nacimiento es la
ruina de todo aquello de lo que se ha dependido hasta entonces. Viene
entonces ese estar solo que al principio parece un desolado aislamiento.
El tumulto de la destrucción precede a la liberación.
Limasson se puso de pie, se enderezó con dificultad, miró a su
alrededor, desde la figura ahora junto a él hasta la cumbre nevada de
esa Tour du Néant que nunca escalaría. Volvió el rugido y trueno del
paso de Ellos. Las montañas parecían tambalearse.
-Están pasando -susurró la voz junto a él, y dentro de él también-; pero
te han conocido, y tu ofrenda ha sido aceptada. Cuando ellos se acercan
al mundo, siempre hay naufragios y desastres en los asuntos humanos.
Traen desorden y confusión a la mente del hombre; una confusión que
parece final, un desorden que parece amenazar con la muerte. Porque hay
tumulto en Su Presencia, y un caos que parece hundimiento de todo orden.
Después, de esta inmensa ruina, surge la vida con un nuevo proyecto. Su
entrada es la dislocación, el desarreglo su fuerza. Ha tenido lugar el
nacimiento.
El sol le deslumbró. Aquel rugido distante, como un viento, pasó junto a
él y le rozó la cara. Un aire helado, como de una estrella fugaz,
suspiró sore él.
-¿Estás preparado? -oyó.
Volvió a arrodillarse. Sin un gesto de vacilación o renuencia, desnudó
su pecho al sol y al viento. Un relámpago descendió veloz, instantáneo, y
le llegó al corazón con infalible puntería. Vio el destello en el aire,
sintió el ardiente impacto del golpe, incluso vio brotar el chorro y
caer en el suelo rocoso, mucho más rojo que el vino.
Jadeó, se tambaleó, sintió vértigo, se desplomó; y un instante después
tuvo conciencia de que le sujetaban unas manos, y le ayudaban a ponerse
de pie. Pero estaba muy débil para sostenerse. Le llevaron a la cama. El
conserje, y el hombre que le había abordado para pedirle fuego cinco
minutos antes tratando de entablar conversación, estaban uno junto a sus
pies y el otro junto a su cabeza. Al cruzar el vestíbulo del hotel, vio
que la gente miraba; su mano estrujaba las cartas sin abrir que le
habían entregado poco antes.
-En realidad, creo que... me las puedo arrelgar solo -dijo, dándoles las
gracias-. Si me dejan, puedo andar. Me he mareado un momento.
-Es el calor del vestíbulo. -empezó a decir el caballero con voz sosegada, comprensiva.
Le dejaron de pie en la escalera, observándole un momento para ver si se
había recobrado del todo. Limasson subió sin vacilar los dos tramos
hasta su habitación. Se le había pasado el mareo momentáneo. Se sentía
totalmente recobrado, fuerte, confiado, capaz de mantenerse de pie,
capaz de andar, capaz de escalar".
Algernon Blackwood
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