"Qué curiosos cuadros de la vida alcanzamos a veces a vislumbrar de
improviso, escenas que destacan como un resplandor fugaz en la tupida
masa de movimiento, en la aglomeración de detalles, en la inextricable
confusión de asuntos humanos que se le ofrecen al observador de la gran
ciudad. En medio del maremágnum, desde un cabriolé, desde el techo de un
ómnibus, desde el andén de una estación del metropolitano en el
interior de un vagón que se detiene un minuto, desde la acera en el
interior de un coche atascado en el tráfico, de día y de noche, salidos
de la rutina, de las actividades habituales que la gente desempeña con
el humor y las frases normales y corrientes que se entretejen en el
curso de una vida sana, saltan a la vista estos interludios de
intensidad, inicios de episodios -trágicos, heroicos, idílicos,
abyectos- o sus conclusiones, que hacen del viraje el punto crítico de
una vida. Si es el principio, ¡cómo ansiamos conocer el desenlace! Si es
el final, ¡qué no daríamos por saber cómo empezó todo!
Valga un ejemplo: volvía yo a casa, solo, bien entrada la noche, en un
tren que había partido de las afueras, y casualmente me acomodé en un
vagón ocupado por otros tres viajeros. Uno de ellos era un hombre de
unos cuarenta años, de pelo moreno que ya encanecía y rostro agradable,
de rasgos limpios, correctos. Los otros dos eran un matrimonio; el
marido, de bastante más edad que la mujer. Tuve la impresión de que
había surgido alguna desavenencia entre ambos antes de que yo entrase en
el vagón, pues la dama parecía estar de mal humor y contrariada, y el
caballero, por su parte, bastante alterado. Intercambió éste un par de
palabras con el tercer pasajero, no obstante, revelando por el modo de
hablar que eran conocidos y también, o así se me antojó a mí, con objeto
de guardar las apariencias. La señora, por el contrario, no hizo
intento alguno de disimular su ánimo, sino que viajó envarada y en
silencio, con la mirada clavada en la oscuridad, hasta que el tren se
detuvo y el marido le dio la mano para ayudarla a salir.
Los dos observamos cómo el matrimonio se alejaba; fue evidente que se
reanudaba la disputa al cabo de unos cuantos pasos. Mi solitario
compañero de viaje iba sentado enfrente de mí y, cuando la pareja dejó
de verse, se encontraron nuestros ojos con una involuntaria mirada de
comprensión, y él se encogió levemente de hombros.
-No me desagradaría darles a esos dos algún que otro consejo -se me escapó sin darme cuenta.
-¡Ah! -dijo él-. Tampoco a mí, pero en estos casos resulta de todo punto imposible.
-Estará usted pensando, supongo, que ellos conocen mejor que nadie sus propios asuntos -repliqué.
-En absoluto -respondió él-. Los espectadores son quienes mejor aprecian
el lance, ¿sabe usted? Lo cual no obsta, sin embargo, para que ofrecer
consejo a un matrimonio sea inútil en el mejor de los casos, más todavía
cuando los dos se obcecan en un desatino -añadió-. Pero incluso las
personas sensatas y movidas por las mejores intenciones cometen errores
terribles, también en asuntos que les conciernen a ellos mismos y en los
que sería de esperar que supiesen lo que hacen. Ese hombre que acaba de
salir hace un momento vigila a su mujer, le impide hablar, sólo le
permite salir a la calle si va acompañada, como si estuviese convencido
de que, sin duda, se descarriaría en cuanto tuviese ocasión. La
consecuencia es que ella comienza a verlo con desagrado y desprecio, y
que tal vez él acabe induciéndola a hacer precisamente aquello contra lo
cual tanto la guarda. No comprendo cómo un hombre puede desear tener
una esclava, siempre a sus órdenes, por consorte. En lo que a mí
respecta, prefiero a una mujer libre y me resisto a creer que libertad
signifique libertinaje salvo en casos excepcionales.
-Pero en ese punto surge un problema, creo entender -observé yo-. ¿Cómo
puede un hombre identificar qué caso resultará ser excepcional?
-Ah, en ese sentido no veo dificultad alguna -respondió-. Las muchachas
dan en seguida indicación de su carácter; en cualquier caso, si no son
personas formales, tenerlas bajo vigilancia permanente no las hará más
dignas de confianza. No estoy diciendo, con todo, que debamos dejar que
una muchacha joven e irreflexiva se las componga sola; lo que digo es
que necesita un compañero, no un guardián. Aun así, como acabo de decir,
la ordenación atinada de la vida matrimonial es un asunto en el que
hasta los mejor intencionados pueden equivocarse. Yo me casé con una
muchacha algo más joven que yo; le llevaba unos diez años. No creo que
esas diferencias tengan demasiada importancia si los dos comparten
gustos. Resultó, sin embargo, que no los compartíamos. A mí me llama la
vida tranquila, dedicar todo el tiempo del mundo al arte y a la
literatura, y no hay nada que me disguste más que matar el tiempo
sosteniendo chácharas banales en entretenimientos que no entretienen a
nadie. Mi mujer, por el contrario, tal y como descubrí al poco de
casarnos, se aburre soberanamente con los libros y los cuadros, y está
en la gloria cuando se encuentra en plena vorágine social. Pues bien,
tras meditar sobre la cuestión llegué a la conclusión de que, en
justicia, se imponía que ella no me exigiese a mí que alternase en
sociedad y que yo no le exigiese a ella que se quedase en casa. Entre
ambos existía afecto, pero a mi entender tal cosa no significaba que
ninguno de los dos tuviese que pasarlo mal al verse obligado a amoldarse
a los gustos y a los hábitos del otro, tan discrepantes de los suyos.
El matrimonio debe ser una institución perfecta cuando se da una
identidad total de intereses, pero, cuando no existe, no veo por qué los
cónyuges han de llevar una vida desdichada. De manera que permití que
mi mujer siguiese sus inclinaciones y yo seguí las mías; el arreglo
pareció surtir un efecto bárbaro. Unas veces ella se habría llevado una
alegría si yo la hubiera acompañado en sus salidas, otras veces a mí me
habría gustado que ella se hubiese quedado conmigo en casa; de cuando en
cuando nos adaptábamos a los deseos tácitos del otro y así lo hacíamos,
pero la verdad es que esos sacrificios no servían de mucho. Se
celebraba un baile de disfraces en una sala de fiestas pública y a ella
le hacía especial ilusión asistir; me pareció que insinuaba que quizá
podría ir con ella; si así fue, lo cierto es que no me di por aludido,
pues me constaba que iba a aburrirme sobremanera.
»Fue al baile con un disfraz tan llamativo como logrado, un dominó gris
plata con forro de seda rosa y ribete de encaje blanco. El abanico era
de plumas blancas de avestruz y el antifaz llevaba un aplique de encaje
que le cubría la boca. Aunque había estado muy emocionada con la idea
del baile, cuando llegó la hora de la verdad parecía que no eran tantas
las ganas de ir. Había acordado que se vería allí con unas amistades; yo
le dije que la esperaría levantado y ella prometió volver temprano.
»Cuando se hubo ido, me sentí abatido sin que pudiese explicarme el
porqué. Me acomodé con un libro y un puro, pero no conseguí concentrarme
en ninguno de los dos. Trataba de leer, pero me distraía; al final tuve
que darme por vencido y me limité a fumar y a meditar.
»Empecé a preguntarme qué estaría haciendo mi mujer en el baile y si
habría encontrado a sus amigos sin novedad. Entonces se me ocurrió que,
si por algún malentendido no lograsen encontrarse, la situación sería
harto comprometida. A ese tipo de bailes públicos asiste gente de toda
índole, a lo que se suma que las formas tienden a relajarse cuando hay
máscaras de por medio. Mi mujer, aun oculta en su dominó, proyectaba una
imagen de juventud y belleza. Tal vez fuesen a importunarla los
granujas que infestan ese tipo de locales. En ese mismo momento quizá
estaría bailando con alguna pareja de dudosísima reputación. ¿Había
hecho bien al dejarla ir sola? Lancé el puro al hogar y me incorporé,
aunque no tenía formada intención alguna; en honor a la verdad, me quedé
inmóvil unos instantes, como a veces ocurre cuando nos enfrentamos a
una dificultad, con el juicio del todo suspendido. Recordé entonces un
disfraz que me había hecho para un baile de máscaras al que había
asistido antes de conocer a mi mujer. Era de terciopelo negro, el
atuendo de un caballero español del reinado de Felipe IV, la época de
Velázquez, un traje bien bonito que había copiado de una pintura,
confeccionado con maña. Fui a mi gabinete y allí lo encontré, en un baúl
viejo, junto con la máscara que había llevado con él.
»Todavía era temprano. ¿Y si me disfrazaba y acudía yo también al baile?
Mi mujer se había llevado el coche, pero cerca de allí había unas
caballerizas en las cuales podría alquilar una berlina sin dificultad.
Llamé al criado y lo envié a buscar una.
»El baile estaba animadísimo cuando llegué, pero, por enorme fortuna,
prácticamente la primera persona a quien vi resultó ser mi mujer. El
gris plata, el rosa claro, el encaje blanco y el abanico de avestruz
formaban un disfraz muy distintivo; la reconocí al instante y me abrí
paso entre el gentío para encontrarme con ella. Mas al acercarme reparé
en que ella no podría reconocerme a mí. Jamás me había visto con aquella
indumentaria; es más, cabía dar por hecho que ni siquiera sabía que la
tenía; con todo y con eso, a pesar de que yo avanzaba directamente hacia
ella y de que se había dado cuenta, no expresó objeción alguna. ¿Sería
posible que permitiese a un desconocido dirigirse a ella, que llegase
incluso a espolearlo al hacer gala de aquella actitud? Me traspasó el
corazón tal punzada de espantosa duda que tomé la determinación de
despejarla de una vez por todas con un experimento. Sin pararme a
preguntarme si la maniobra era o no justa, me dirigí a ella con
familiaridad, afectando la voz.
»-Se me hace que me estás esperando a mí -dije-. Haz el favor de decirme que así es.
»-Bueno, estoy esperando a que ocurra alguna cosa emocionante -respondió
ella, disimulando también la voz; hablaba con el aplomo de quien está
acostumbrado a ese tipo de entrevistas-, porque estar aquí sola no es
nada divertido.
»Por un momento se esfumó el vulgar esplendor de la escena. Dejé de ver,
de oír. Recobré los sentidos, no obstante, justo cuando la banda de
música comenzaba a tocar, y así le pregunté, mecánicamente, si me
concedía aquel baile.
»-Será un placer -respondió ella; en seguida me cogió del brazo y
procedió a llevarme (en lugar de esperar a ser llevada), a través de la
muchedumbre abigarrada que nos envolvía, hasta el salón de baile, con un
desembarazo que me llenó de consternación. En su sano juicio siempre se
había mostrado reservada con los desconocidos y yo jamás habría
sospechado que una careta podría mudar las cosas de tal manera.
»Danzó con la ligereza de una bailarina y, cuando cesó la música, me
pidió un vaso de hielo regado con licor y me indicó en qué dirección
hallaría los refrigerios. Tras dar cuenta de todo lo que deseaba, que no
fue poco, volvió a tomarme del brazo y empezamos a pasear. Parecía
conocer el edificio como la palma de la mano, extremo este que me
sorprendió, puesto que no imaginaba que hubiese estado allí con
anterioridad. Se lo pregunté, no obstante.
»-¿Que si ya había estado aquí? -preguntó-. ¡Vaya si no! Vengo siempre que puedo.
»-¿Lo sabe tu marido? -me atreví a preguntar.
»-¡Ah, mi marido! -exclamó-. Pero ¿quién te ha dicho a ti que tengo marido, si puede saberse?
»-No me cabe duda de que una dama con unos encantos y unos modales tan
cautivantes como los tuyos ha de tener marido -contesté yo.
»-¡Oh, vaya cortejador! -dijo-. ¡En fin! Qué distintos son los maridos y
los amantes. ¿Verdad que las mujeres son tontas al casarse, cuando
podrían ganarse la vida haciendo el amor?
»Mientras hablaba, me sujetó el brazo con ambas manos y levantó la vista
para mirarme a los ojos con expresión seductora. ¿Era aquélla la
verdadera, me preguntaba, mientras que la otra, la que yo conocía bien,
no pasaba de ser una actriz que se ganaba el sustento con una comedia?
No, me negaba a creerlo. Razoné conmigo mismo: aquel comportamiento y
aquellos pareceres eran tan postizos como el traje, un aspecto más de la
mascarada; pero ella no habría podido desenvolverse tan bien como lo
hacía si careciese de gran experiencia, y acababa de confesar que
frecuentaba aquel local, lo cual sugería la existencia de un engaño, que
a mí me cogía de nuevas. De hecho, había querido salir aquella noche
porque sería, o así me lo había dicho, el primer baile de máscaras al
que asistía. ¡Qué necio, qué necio de solemnidad había sido yo al
permitirle salir sola! Mas quizá fuera para bien. Yo ya sabía que era
frívola, pero jamás había sospechado que fuese una libertina. Más aún,
habría puesto la mano en el fuego por que era digna de toda confianza en
cualquier situación, lo que significaba que me había tenido en el mayor
de los engaños. A todas luces mis amistades lo sabían desde el
principio y me compadecían como el necio ciego y pusilánime que era.
Pero yo estaba conmocionado, se lo aseguro, y me debatía constantemente
entre dos reacciones. Por un lado la censuraba sin paliativos; por el
otro trataba de excusarla. Las apariencias en pleno hablaban contra
ella, sin lugar a dudas, pero el hábito del amor y el respeto se resiste
a cambiar en un segundo. A fin de cuentas, ¿acaso había hecho algo
imperdonable? Sí, ciertamente se había expresado con vulgaridad, pero yo
no me había aventurado en aquella dirección. Si me hubiese tomado la
más mínima libertad en tal sentido, a buen seguro que ella se habría
ofendido al instante. ¿O no?
»Me había puesto la mano sobre el brazo. Dudé un momento; a continuación
se la cogí y estreché. Para horror mío, ella se rió y me devolvió la
efusión.
»-Por fin despiertas, don Sombrío -dijo-. Ya estaba empezando a temer
que fueses uno de esos seres que lo ven todo negro; te notaba tan frío y
tan soso... Pero conmigo no hay pesimismos que valgan. En un periquete
voy a espabilarte y levantarte el ánimo.
»Al oír tales palabras sentí una terrible conmoción, y tardé unos
momentos en dar con el dominio de la voz. Era un hombre derrotado; no
quería sino sentarme y echarme a llorar como un niño. Me embargaba la
tristeza, no la ira. Cuando no queda esperanza, un hombre no se
enfurece: se desmorona. Y aun así, pese a saber que no había esperanza
alguna, me sentí como un jugador que se ve impelido a seguir apostando.
Me propuse ir un poco más lejos, únicamente para concederle una última
oportunidad.
»-Has conseguido animarme con tanta maestría que no deseo despedirme de
ti -dije-, pero este gentío me impide concentrarme. Salgamos de aquí.
Tengo un coche esperando: ¿vendrás a casa conmigo?
»-¡Vaya, el señor está nervioso! -dijo ella con una carcajada-. Estoy
encantada, porque yo juraría, don Sombrío, que no estás acostumbrado a
que una dama te dé un no por respuesta.
»-¿Por qué encantada? -quise saber.
»-Pues porque al verte nervioso se sabe que no te da igual, ¿entiendes?
-dijo con malicia-. No soporto esos tipos de sangre fría a quienes les
importa un bledo que vaya o deje de ir con ellos.
»-En ese caso seré de tu agrado -respondí con tristeza-, puesto que,
como bien has advertido, a mí me importa sobremanera. ¿Vendrás?
»Volvió a reírse. ¡Santo cielo! ¿Significaba aquella risa que consentía?
La conduje a la puerta principal con el ímpetu de un joven amante y
ella no adujo la menor objeción. Comentó que me veía impaciente, y era
verdad. Cada instante había pasado a ser una hora de tormento previo a
la conclusión de aquella farsa atroz. Pero no podía ponerle fin allí
mismo, en aquel mismo instante. Aquello era demasiado grave. Tenía que
llevarla a casa. Yo mismo fui en persona al extremo de la calle a buscar
la berlina alquilada, evitando así que se dijese mi nombre en voz alta,
y di al cochero orden de que diese la vuelta mientas yo volvía para
ayudarla a subir. Temía que se armase una escena en aquel local público
si de improviso ella descubría mi identidad, y se me hizo eterno el
tiempo que esperamos hasta que partimos. Con todo, llegó el momento de
salir de allí y alejarnos de la muchedumbre; por espacio de unos
minutos, sin embargo, me limité a ir sentado a su lado, incapaz de
pronunciar palabra, y ella empezó a hacer nuevas bromas a propósito de
mi melancolía. Entonces se dejó caer contra mí, sin que yo acertase a
distinguir si se debía a una sacudida del coche o a la pura lascivia. Yo
la rodeé con el brazo, de todos modos, y ella no protestó.
»-¿Dónde vives? -preguntó cuando nos acercábamos ya a la casa-. Estas calles son todas iguales y no distingo dónde estamos.
-Bien, lo cierto es que hemos llegado -respondí cuando el coche se
detuvo. La ayudé a bajar y yo mismo abrí la puerta de la casa con mi
propia llave. La luz del vestíbulo era tan tenue que tuve que llevarla
de la mano escaleras araba hasta el estudio. Estaba completamente a
oscuras, pero yo llevaba cerillas en el bolsillo y con ellas encendí el
gas.
Me volví entonces hacia ella. Se reía con bobería por alguna cosa, pero parecía que no reconocía el lugar.
»-Y ahora, señora mía -dije con severidad-, fuera máscaras.
»Al momento procedió a quitarse la suya y se despojó del dominó.
»Yo la miré en hito, di un respingo, ¡me desplomé en una butaca! La
mujer que tenía delante de mí era una completa desconocida, una criatura
de cabello teñido, ojos sombreados y mejillas pintadas, en absoluto la
clase de persona con la que uno se dejaría ver en público si en algo
valorase su buen nombre, y, sin embargo, poco faltó para que me hincase
de rodillas y besase la bastilla de su falda, tan grande fue mi alivio.
¡No lo olvidaré jamás! Durante unos minutos no pude pensar, no pude
reaccionar, sólo puede seguir allí sentado con los ojos clavados en
ella, sonriendo como un idiota. Ella se sintió halagada por aquella
actitud mía, que malinterpretó como muda admiración, y adoptó, inmóvil,
una pose teatral que afectaba timidez y coquetería, hasta que recobré el
sentido.
»Mi primer pensamiento claro fue que debía deshacerme de ella cuanto
antes. ¿Cómo proceder, sin embargo, para no someterla a una humillación?
Traté de discurrir una excusa verosímil, pero, antes de dar con
ninguna, un coche de caballos se paró delante de la puerta del piso de
abajo, oí que una llave giraba en la cerradura, un susurro de seda, un
paso liviano que subía la escalera. Mi mujer volvía temprano, tal como
había prometido, y subía directamente al estudio.
»Tenía ya la mano en el picaporte y...
Calló en ese punto y miró por la ventanilla. El tren se había detenido,
pero ninguno de los dos habíamos reparado en ello en su momento.
-¡Vaya! -exclamó-. ¡Pero si es mi estación! -dijo, y bajó de un salto justo en el instante en que el tren reanudaba la marcha.
No lo he vuelto a ver; no cuento con volver a encontrármelo nunca. Por
eso doy por hecho que pasaré lo que me queda de vida atormentado por la
conjetura de lo que ocurrió cuando se abrió aquella puerta".
Sarah Grand
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