" »Parte de lo que vaya leeros –dijo el desconocido–, lo he presenciado yo. El resto se asienta sobre una base todo lo firme que la evidencia humana puede establecer:
»En la ciudad de Sevilla, donde viví muchos años, conocí a un rico mercader de muy avanzada edad que era conocido por el nombre de Guzmán el rico. Era de oscuro nacimiento, y quienes rendían homenaje a su riqueza lo bastante como para pedirle prestado con frecuencia, no honraban jamás su nombre haciéndolo preceder del prefijo don, ni añadiendo su apellido, que, como es natural, ignoraba la mayoría; y entre ellos, se decía, el propio mercader. Era muy respetado, sin embargo; y cuando veían salir a Guzmán, con la misma regularidad que el toque de vísperas, de la estrecha puerta de su casa, cerrarla con cuidado, inspeccionarla dos o tres veces con ojos ansiosos, enterrar la llave en su pecho, y dirigirse lentamente a la iglesia, tentándose la llave por encima de la ropa durante todo el trayecto, las más orgullosas cabezas de Sevilla se descubrían a su paso, y los niños que jugaban en la calle suspendían sus diversiones hasta que hubiese pasado él.
»Guzmán no tenía esposa ni hijos... ni parientes ni amigos. Toda su servidumbre estaba constituida por una vieja criada que le atendía, y sus gastos personales se calculaban al nivel de la más estrecha frugalidad; era, pues, tema de ansiosa conjetura para muchos cuál sería el destino de su enorme fortuna cuando muriese. Esta ansiedad dio lugar a indagaciones sobre la posibilidad de que Guzmán tuviera parientes, aunque remotos y oscuros; y la diligencia en la investigación, cuando se ve estimulada a la vez por la avaricia y la curiosidad, es insaciable. Así que se descubrió finalmente que Guzmán había tenido en tiempos una hermana, mucho más joven que él, la cual, a edad muy temprana, se había casado con un músico alemán protestante, marchándose de España poco después. Se recordaba, o se rumoreaba, que ella había hecho grandes esfuerzos por ablandar el corazón y abrir la mano de su hermano, que ya entonces era muy rico, y convencerle para que se reconciliase con su unión, permitiendo así que ella y su marido permanecieran en España. Guzmán fue inflexible. Opulento, y orgulloso de su opulencia, habría sido capaz de digerir el poco sustancioso bocado de su unión con un pobre, a quien él podía haber hecho rico; pero se negó a tragar siquiera la noticia de que su hermana se había casado con un protestante. Inés – pues tal era el nombre de la hermana– y su marido se fueron a Alemania, confiando en parte en las habilidades musicales de él, que eran altamente apreciadas en ese.país, en parte en las vagas esperanzas de los emigrantes, de que con el cambio de lugar vendría el cambio de circunstancias... y en parte, también, pensando que la desventura se sobrelleva en cualquier lugar menos en presencia de quien la inflige. Tal fue la historia contada por un viejo que afirmaba recordar los hechos, y creída por un joven cuya imaginación suplía todos los defectos de la memoria, representándosela, de una belleza subyugan te, con sus hijos cogidos a su alrededor, embarcando con un marido hereje hacia un país lejano y despidiéndose con tristeza de la tierra y la religión de sus padres.
»Ahora, mientras se hablaba de estas cosas en Sevilla, Guzmán cayó enfermo y fue deshauciado por los físicos, a los que consintió en llamar de muy mala gana.
»En el proceso de su enfermedad, tanto si la naturaleza visitó de nuevo a un corazón al cual parecía haber abandonado hacía tanto tiempo, o si concibió él que la mano de un pariente podía ser más grato apoyo para su cabeza moribunda que la de una criada rapaz y servil, o si el fuego de sus pasiones se debilitó ante la esperada proximidad de la muerte como palidece la llama artificial de la vela cuando surge la mañana, así pensó Guzmán, enfermo, en su hermana y su familia, y expidió –lo que le supuso un gasto considerable– un mensajero a la región de Alemania donde ella residía para invitarla a que regresase y se reconciliase con él; y rezó devotamente por que se le permitiese vivir hasta poder expirar en los brazos de ella y de sus hijos. Además, corría un rumor en ese tiempo al que los oídos prestaban más interés que a cualquier otra cosa referente a la vida o la muerte de Guzmán, y era que había anulado su primer testamento y había mandado llamar a un notario, con el que, pese a su evidente debilidad, estuvo encerrado varias horas, dictando en un tono que, aunque claro para el notario, no sonaba distintamente a los oídos que, tensos hasta extremos angustiosos, estaban pegados a la puerta doblemente cerrada de su cámara.
»Todos los amigos habían intentado disuadir a Guzmán de hacer este esfuerzo, el cual, aseguraron, sólo contribuiría a precipitar su desenlace. Pero para sorpresa y sin duda alegría de todos ellos, desde el momento en que hubo hecho su testamento, la salud de Guzmán comenzó a mejorar, y en menos de una semana empezó a pasear por su cámara, a calcular cuánto tiempo tardaría en llegar un mensajero a Alemania, y cuánto tendría que esperar para recibir noticias de su familia.
»Transcurrieron algunos meses, y los sacerdotes aprovecharon este intervalo para presionar a Guzmán. Pero tras realizar todos los esfuerzos de ingeniosidad, y de acosarle intensa aunque infructuosamente por el lado de la conciencia, del deber y de la religión, empezaron a comprender su interés, y cambiaron de táctica. Pero al ver que el decidido objetivo del alma de Guzmán no cambiaba, y que estaba dispuesto a llamar a su hermana y a su familia a España, se contentaron con pedirle que no se comunicase con la herética familia, salvo a través de ellos, y que no viese a su hermana ni a sus hijos, a menos que estuviesen ellos presentes en la entrevista.
»Guzmán accedió fácilmente a esta condición, ya que no sentía clara inclinación a ver a su hermana, cuya presencia podía despertarle sentimientos apagados y deberes olvidados. Además, era hombre de hábitos arraigados; y la presencia del ser más interesante de la tierra, que amenazase la más leve alteración o suspensión de esos hábitos, podría haberle resultado insoportable.
»Así nos endurecen a todos la vejez y los hábitos, y nos damos cuenta al final de que los lazos más queridos de la naturaleza o de la pasión pueden sacrificarse a esas pequeñas indulgencias que la presencia o influencia de un extraño puede alterar. De este modo, Guzmán oscilaba entre su conciencia y sus sentimientos. Y decidió, pese a todos los sacerdotes de Sevilla, invitar a su hermana y su familia a venir a España, y dejarles toda su inmensa fortuna (y a este efecto escribió y escribió repetida y explícitamente). Pero, por otra parte, prometió y juró a sus consejeros espirituales que jamás vería a uno solo de los miembros de la familia, y que, aunque su hermana heredase su fortuna, ella nunca, nunca vería su rostro. Quedaron satisfechos los sacerdotes, o aparentaron quedar, con esta declaración. y Guzmán, habiéndoselos propiciado con generosos ofrecimientos de capillas a diversos santos, a cada uno de los cuales se atribuyó su recuperación en exclusividad, se sentó a calcular el probable gasto que le supondría el regreso de su hermana a España, y la necesidad de proveer para su familia, a la que, por así decir, desarraigaba de su lecho natal, y por lo cual se sentía obligado, con toda honradez, a hacerles prosperar en el suelo al que los trasplantaba. »Ese mismo año regresaron a España su hermana, su marido y sus cuatro hijos. Ella se llamaba Inés y su marido Walberg. Éste era un hombre trabajador, y un músico excelente. Su talento le había facilitado la plaza de maestro de capilla del duque de Sajonia; y sus hijos se educaban (de acuerdo con sus medios) para ocupar su puesto cuando él lo dejase vacante por fallecimiento o accidente, o para entrar como maestros de música en las cortes de los príncipes alemanes. Él y su esposa habían vivido en la mayor frugalidad, y esperaban aumentar para sus hijos, con el ejercicio de sus aptitudes, los medios de esa subsistencia que diariamente luchaban por proveer.
»El hijo mayor, que se llamaba Everhard, había heredado el talento musical de su padre. Las hijas, Julia e Inés, habían estudiado música también, y eran muy hábiles en el bordado. El más pequeño, Mauricio, era alternativamente la delicia y el tormento de la familia.
»Durante bastantes años habían luchado con dificultades demasiado insignificantes para entrar en ellas, aunque demasiado rigurosas para no ser dolorosamente sentidas por aquellos cuyo destino es enfrentarse con ellas a diario y a todas horas... Hasta que la súbita noticia, traída por un mensajero de España, de que su acaudalado pariente Guzmán les invitaba a regresar, y les declaraba herederos de toda su inmensa riqueza, les llegó como llega la primera claridad de ese verano que dura medio año al escuálido y encogido habitante de las chozas de Laponia. Olvidaron toda preocupación, aplazaron toda inquietud, pagaron todas sus pequeñas deudas e hicieron los preparativos para partir inmediatamente para España.
»Y llegaron a España, y siguieron hasta la ciudad de Sevilla, donde, a su llegada, salió a recibirles un grave eclesiástico que les puso al corriente de la decisión de Guzmán de no ver jamás a su hermana ni a su familia, pues le ofendían, aunque confirmándoles al mismo tiempo su intención de mantenerles y proporcionarles todas las comodidades, hasta que la muerte les hiciese entrar en posesión de su fortuna. La familia se sintió algo turbada ante tal notificación, y la madre lloró al saber que le impedían ver a su hermano, por quien sentía aún el afecto del recuerdo. Entretanto el sacerdote, tratando de suavizar lo ingrato de su misión, dejó entender que en caso de que cambiasen sus heréticas convicciones era muy probable que se abriese un canal de comunicación entre ellos y su pariente. El silencio con que fue recibida esta alusión resultó más elocuente que un discurso entero, y el sacerdote se marchó.
»Ésta fue la primera nube que empañó su expectativa de felicidad desde que el mensajero llegara a Alemania, y siguieron lúgubremente a su sombra durante el resto de la tarde. Walberg, con la confianza de la esperada fortuna, no sólo había persuadido a sus hijos de que se viniesen a España, sino que había escrito a sus padres, que eran muy ancianos y míseramente pobres, para que viniesen a Sevilla a reunirse con ellos; y con la venta de la casa y el mobiliario, había podido mandarles el dinero del elevado coste de tan largo viaje. Ahora les esperaban de un momento a otro, y los niños, que tenían un débil pero agradecido recuerdo de la bendición que recibieron en sus pequeñas cabezas de aquellos labios temblorosos y aquellas manos secas, esperaban con alegría la llegada de la anciana pareja. Inés había dicho muchas veces a su marido:
»–¿No habría sido mejor dejar a tus padres en Alemania y enviarles el dinero de su mantenimiento, en vez de someterlos al cansancio de un viaje tan largo a esa edad tan avanzada?
»A lo que él había contestado siempre:
»–Prefiero que mueran bajo mi techo a que vivan bajo el techo de extraños.
»Esa noche empezó él, quizá, a comprender la prudencia de su mujer; ella le miraba, y con delicada discreción, precisamente por ese motivo, evitaba recordárselo. »El tiempo era oscuro y desapacible; no parecía una noche de España. Su frío pareció comunicarse a la familia. Inés, sentada, trabajaba en silencio; los hijos, reunidos delante de la ventana, intercambiaban en susurros sus esperanzas y conjeturas sobre la llegada de los ancianos viajeros, y Walberg, que se paseaba inquieto por la habitación, suspiraba de cuando en cuando al oírles.
»El día siguiente amaneció soleado y sin nubes. El sacerdote vino a visitarles otra vez, y, tras lamentar que la decisión de Guzmán fuese inflexible, les informó que se le había ordenado pagarles una asignación anual para su mantenimiento, que él calificó, y así les pareció a ellos, de enorme, y destinar otra a la educación de los hijos, que parecía estar calculada a la escala de una generosidad principesca. Puso en manos de ellos los documentos convenientemente redactados y testificados a este propósito, y luego se retiró, después de reiterar la seguridad de que serían los indudables herederos de la fortuna de Guzmán a su muerte, y que, como este período transcurriría en la abundancia, no tenían por qué inquietarse. Apenas se hubo marchado el sacerdote, llegaron los ancianos padres de Walberg, débiles de alegría y de cansancio, pero no agotados, y toda la familia se sentó ante una comida que les pareció un lujo, con esa placentera expectación de futura felicidad que a menudo es más exquisita que su efectiva fornición.
»–Yo les vi –dijo el desconocido, interrumpiéndose–; les vi la tarde de ese día en que se reunieron todos, y un pintor que quisiese plasmar la imagen de la felicidad doméstica en un grupo de figuras vivas, no habría necesitado ir más allá de la mansión de Walberg. Él y su esposa estaban sentados a la cabecera de la mesa, sonriendo a los hijos, y viendo cómo éstos les devolvían la sonrisa, sin ninguna preocupación ni pequeña dificultad que les atormentase en el momento presente, o turbio presagio de desdicha futura; sin un temor por el mañana, ni un doloroso recuerdo del pasado. Sus hijos constituían, efectivamente, un grupo en el que el ojo del pintor o del padre, la mirada del gusto o del afecto, podían haberse demorado con igual complacencia. Everhard, el mayor, que a la sazón tenía dieciséis años, poseía una belleza excepcional para su sexo, una constitución delicada y radiante y una modulación tierna y trémula en la voz que inspiraban ese interés con el que miramos a la juventud, por encima de la lucha de la debilidad presente con la promesa de la fuerza futura, e infundía en el corazón de los padres esa amorosa ansiedad con que observamos el progreso de una agradable pero nublada mañana de primavera, gozaba en los suaves y perfumados esplendores de su amanecer, pero temiendo que las nubes los cubran antes del mediodía. Las hijas, Inés y Julia, tenían todo el encanto de su clima más frío: los exuberantes rizos de sus dorados cabellos, los grandes, azules y brillantes ojos, la nívea blancura del pecho, los brazos delgados, la piel sonrosada, y la tersa suavidad de sus mejillas, las hacían parecer, cuando atendían a sus padres con graciosa y cariñosa solicitud, dos jóvenes Hebes sirviendo bebida, a cuyo mero contacto se convertía en néctar.
»El espíritu de estos jóvenes se había sentido abatido muy pronto a causa de las dificultades que sus padres habían atravesado; y ya en la niñez habían adoptado el paso tímido, el habla baja, la mirada ansiosa e inquisitiva que la constante sensación de penuria doméstica enseña amargamente a los niños, y que es el más agudo dolor que un padre puede contemplar. Pero ahora no había nada que cohibiese sus jóvenes corazones: la sonrisa, esa desconocida, acudía a alegrar el hogar encantador de sus labios, y la timidez de sus primitivos hábitos se limitaba a prestar una graciosa sombra a la radiante exuberancia de la juvenil dicha. Frente a este cuadro justamente, cuyos matices eran tan brillantes, y cuyas sombras tan tiernas, se hallaban sentadas las figuras de los ancianos abuelos. El contraste era grande; no había relación ni gradación alguna: viéndoles, se pasaba de las primeras y más puras flores de la primavera a la seca y marchita aridez del invierno.
»Estas viejísimas personas, no obstante, tenían algo en sus semblantes que agradaba a la vista, y Teniers o Wouverman habrían apreciado sus figuras y su vestimenta mucho más que las de sus jóvenes y encantadores nietos. Estaban rígida y originalmente vestidos con sus prendas alemanas: el viejo con su jubón y su gorro, y la vieja con su gorguera, su peto y su cofia semejante a un casquete, con largas bandas colgantes, de la que se escapaban algunos cabellos blancos, muy largos, que le caían sobre sus arrugadas mejillas. Pero el semblante de ambos resplandecía de gozo como la fría sonrisa de una puesta de sol en un paisaje invernal. No oían con claridad las amables insistencias de sus hijos para que compartiesen más ampliamente la mesa más abundante que habían tenido nunca delante en sus frugales vidas, aunque asentían con la cabeza, con ese agradecimiento que es a la vez hiriente y grato a los corazones de los hijos afectuosos.
Sonreían también ante la belleza de Everhard, ante las travesuras de Mauricio, tan atolondrado en la hora de la aflicción como en la de la prosperidad; y en fin, sonreían por cuanto se decía, aunque no oían ni la mitad, y por cuanto veían, aunque podían gozar de muy poco..., y esa sonrisa de la vejez, esa plácida sumisión a los placeres de los jóvenes, mezclada a las evidentes expectativas de una felicidad más pura y perfecta, daba una expresión casi celestial a sus semblantes, que de otro modo habrían reflejado tan sólo el marchito aspecto de la debilidad y la consunción.
»Ocurrieron ciertos incidentes durante esta fiesta familiar bastante característicos de sus participantes. Walberg (que era persona muy sobria) insistió repetidamente a su padre para que bebiese más vino del que estaba acostumbrado; el viejo rehusó suavemente. El hijo insistió con más calor, y el anciano, deseando complacer a su hijo, no a sí mismo, accedió.
»Los niños, también, acariciaron a su abuela con ese turbulento afecto de su edad. La madre los reprendió.
»–No; déjales –dijo la amable anciana.
»– Te están molestando, madre –dijo la mujer de Walberg.
»–No podrán hacerlo por mucho tiempo –dijo la abuela con expresiva sonrisa.
»–Padre –dijo Walberg–, ¿no ves a Everhard muy crecido?
»–La última vez que lo vi –dijo el abuelo–, tuve que agacharme para darle un beso; ahora creo que tendrá que agacharse él para besarme a mí.
»A estas palabras, Everhard corrió como una flecha a los temblorosos brazos que estaban abiertos para acogerle, y sus rojos y tersos labios se apretaron contra la nevada barba de su abuelo.
»–Bésale, hijo mío –dijo el padre complacido–. Quiera Dios que tus besos no sean para labios menos puros.
»–¡Nunca lo serán, padre mío! –dijo el susceptible joven, ruborizándose ante sus propias emociones–. Nunca besaré otros labios que aquellos que me bendigan como los de mi abuelo.
»–¿Y deseas –dijo el anciano en broma– que la bendición salga siempre de labios tan ásperos y blanquecinos como los míos?
»Everhard, de pie detrás de la silla del anciano, se ruborizó ante esta pregunta; y Walberg, que había oído dar la hora en que acostumbraba siempre, en la prosperidad como en la adversidad, convocar a su familia a la oración, hizo una seña, que sus hijos entendieron muy bien, y que fue comunicada en susurros a los ancianos abuelos.
»–Gracias a Dios –dijo la abuela al niño que la avisó; y al tiempo que hablaba, se puso de rodillas. Sus nietos la ayudaron.
»–Gracias a Dios –repitió el anciano, doblando sus anquilosadas rodillas, y quitándose el gorro–; gracias a Dios, por "esta sombra de una gran roca en una tierra tan cansada" –y se arrodilló, mientras Walberg, después de leer un capítulo o dos de una Biblia alemana que tenía en sus manos, improvisó una plegaria, suplicando a Dios que llenase sus corazones de gratitud por las bendiciones temporales de que disfrutaban, y permitiese "que pasasen las cosas temporales, de manera que no pudiesen finalmente perder las eternas". Al concluir la oración, se levantó la familia, se saludaron unos a otros con ese afecto que no tiene su raíz en la tierra, y de cuyos brotes, aunque diminutos e incoloros a los ojos del hombre en este desdichado suelo, surgirá sin embargo el glorioso fruto del jardín de Dios. Fue una escena encantadora ver a los jóvenes ayudar a los mayores a levantarse de sus arrodilladas posturas, y más aún oírles el saludo de despedida que intercambiaron todos al retirarse. La mujer de Walberg atendió diligente las comodidades de los padres de su esposo, y Walberg se rindió a ella con esa orgullosa gratitud que siente más alegría en el beneficio que concedemos a quienes amamos, que en el que se nos otorga. Amaba a sus padres, pero estaba orgulloso del amor que su esposa sentía por ellos, porque eran los suyos. A los repetidos requerimientos de ella a los hijos para que ayudasen o atendiesen a los ancianos abuelos, contestó él:
»–No, queridos hijos; vuestra madre lo hará mejor; vuestra madre siempre lo hace mejor.
»Y mientras él hablaba, los hijos, de acuerdo con la costumbre hoy olvidada, se arrodillaron para pedirle su bendición. Su mano, trémula de afecto, se posó primero sobre los ensortijados rizos del adorable Everhard, cuya cabeza sobresalía orgullosamente por encima de sus hermanas y de Mauricio, quien, con la irreprensible y perdonable ligereza de su juguetona niñez, reía mientras estaba de rodillas.
»–¡Dios te bendiga! –dijo Walberg–, ¡Dios os bendiga a todos, y os haga tan buenos como vuestra madre, y tan felices como... como es vuestro padre esta noche! –y mientras hablaba, el feliz padre se volvió y lloró".
Charles Maturin
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