Una mujer cuyo rostro sobrenatural,
Demasiado hermoso para un lecho sepulcral,
La pálida muerte no se atrevió a tocar.
Solté cada pliege de sus rizos brillantes,
Desde la frente a los pies en una cascada de oro rojo,
Y besé sus labios antes de que sus labios fueran rojos,
Rocé con mi aliento sus párpados blancos
Y apreté su tierno pecho contra el mío,
Hasta que sus ojos azules se abrieron
Y su pecho se entibió contra el mío.
¡Contemplad a esta mujer! ¡Se levanta!
El brazo voluntarioso se alza,
Los pies se afirman sobre la tierra tortuosa,
Y da un paso hacia adelante, temblorosa.
Y ahora está a mi lado, perpetuamente mía,
Esta mujer es la noche y el día;
Me perfora el alma en todos los ríos,
Me acompaña en todos los caminos.
En la muerte de la noche son brillantes sus ojos,
Me obligan a una vigilia llena de penas,
Mientras mi sangre empalidece en las venas
Para que sus labios sigan siendo rojos.
Y mi corazón vive en su eterno morir,
Mi carne entera se estremece
Al pensar que ella mi sangre bebe
Inadvertidamente, si me arriesgo a dormir.
Habría sido mejor para mi espíritu pordiosero
Que antes de posar mis ojos sobre su cadáver,
Haya quemado mi cuerpo en el fuego insaciable,
Y yacer con la deshonra del necio hechicero.
Pues cuando el diablo construye su guarida
En los ojos vivos de una muerta querida,
(Para atar la voluntad del hombre con cabellos de oro)
No hay penitencia ni rezos que puedan salvar su alma
De la maldición de esa mirada constante,
De esos ojos que miran fijamente,
De aquellas dagas desconcertantes,
De las luciérnagas cavernosas de aquel fulgor.
Una tumba profunda donde yace muerta la esperanza
Es mucho más de lo que un alma puede soportar.
La peor de todas las miserias
Es el deseo que se dilata eternamente,
La carne y la sangre son momentáneas,
Pues la muerte sólo agoniza, más nunca muere".
Robert Bulwer-Lytton
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