"Me encontraba sin trabajo desde hacía varios meses, y mis ahorros
estaban peligrosamente próximos al agotamiento. Así que me llevé una
gran alegría al recibir respuesta favorable de John Carnby, invitándome a
que presentara mis informes personalmente. Carnby había puesto un
anuncio pidiendo un secretario, especificando que los interesados debían
enviar previamente una relación de sus aptitudes por carta, y yo había
escrito solicitando la plaza.
Carnby, evidentemente, era un
intelectual solitario que sentía aversión a tomar contacto con una larga
lista de desconocidos y había elegido el modo de eliminar de antemano,
si no a todos los descartables, por lo menos a gran número de ellos.
Había especificado los requisitos de manera exhaustiva y escueta, y
éstos eran de naturaleza tal que excluían aun a las personas normalmente
bien instruidas. Entre otras cosas se necesitaba conocer el árabe, y
por fortuna yo poseía cierto dominio de esta rara lengua.
Encontré
su casa, de cuya situación tenía una vaga idea, al final de una avenida
de las afueras de Oakland. Era una casa grande de dos plantas, a la
sombra de añosos robles, oscurecida por una frondosa y exuberante
piedra, entre setos de ligustro sin podar y una maleza que lo había ido
invadiendo todo durante muchos años. Estaba separada de sus vecinos, a
un lado por un solar vacío y cubierto de hierba, y al otro por una
maraña de parras y árboles que rodeaban las negras ruinas de una mansión
quemada.
Aparte de su aspecto de prolongado abandono, había algo
lúgubre y triste en el lugar; algo inherente a la silueta de la casa, a
las furtivas y oscuras ventanas, a los mismos perfiles deformados de
los robles y a la extrañamente invasora maleza. De algún modo, mi
entusiasmo menguó un tanto al entrar en el terreno y avanzar por un
camino sin limpiar, hasta la puerta principal.
Cuando me encontré
en presencia de John Carnby, mi júbilo disminuyó aún más; no habría
podido dar una razón concreta de este escalofrío premonitorio, de la
oscura, lúgubre sensación de alarma que experimenté, y del precipitado
hundimiento de mi alegría. Puede que influyera en mí, tanto como el
hombre mismo, la oscura biblioteca en que me recibió: una estancia cuyas
sombras mohosas jamás podrían ser disipadas por el sol o las luces de
una lámpara. Efectivamente, debía de ser esto; pues John Carnby era casi
exactamente la clase de persona que yo me había imaginado.
Tenía
todo el aspecto de un sabio solitario que ha dedicado pacientes años a
algún tema de investigación erudita. Era delgado y encorvado, con la
frente abultada y una mata de pelo gris; y la palidez de la biblioteca
se reflejaba en sus mejillas cavernosas y bien afeitadas. Pero junto a
esto, denotaba un medroso encogimiento que indicaba algo más que la
timidez normal de una persona de vida retirada, y una incesante
aprensión que se delataba en cada mirada de sus ojos febriles y
ojerosos, en cada movimiento de sus huesudas manos. Con toda
probabilidad, su salud se había visto gravemente deteriorada por el
exceso de trabajo, y no pude por menos de preguntarme cuál sería la
naturaleza de los estudios que le habían convertido en una temblorosa
ruina. Sin embargo, tenía algo —quizá la anchura de sus hombros
inclinados, y el decidido perfil aguileño de su rostro— que daba la
impresión de haber gozado en otro tiempo de gran fuerza y un vigor no
enteramente agotados.
Su voz fue inesperadamente profunda y sonora.
—Creo
que se quedará usted, señor Ogden —dijo, tras unas cuantas preguntas
formularias, casi todas relativas a mis conocimientos lingüísticos, y en
particular a mi dominio del árabe—. Sus obligaciones no serán muy
pesadas; pero necesito a alguien que esté disponible en cualquier
momento en que yo lo necesite. Así que deberá vivir conmigo. Puedo darle
una habitación cómoda, y le garantizo que mis guisos no le envenenarán.
Trabajo a menudo de noche; espero que no le resulte demasiado enojosa
la irregularidad del horario.
Sin duda debería haber
experimentado una inmensa alegría ante la seguridad de que el puesto de
secretario iba a ser para mí. Pero en vez de eso, sentí una confusa,
irracional renuencia, y una vaga advertencia de maldad al darle las
gracias a John Carnby y decirle que estaba dispuesto a trasladarme a su
casa cuando él deseara. Parecía muy complacido; y por un momento
desapareció el extraño recelo de su actitud.
—Véngase en
seguida... esta misma tarde, si puede —dijo—. Me alegraré mucho de
tenerle aquí, y cuanto antes mejor. He estado viviendo completamente
solo durante algún tiempo, y debo confesar que la soledad está empezando
a cansarme. Además, me he ido retrasando en mis trabajos por falta de
la ayuda adecuada. Mi hermano vivía conmigo y solía ayudarme, pero ha
emprendido un largo viaje.
Volví a mi alojamiento en el pueblo,
pagué la cuenta con los últimos dólares que me quedaban, recogí mis
cosas, y menos de una hora después estaba de nuevo en casa de mi patrón.
Me asignó una habitación del segundo piso, la cual, aunque polvorienta y
sin ventilación, era más que lujosa en comparación con el cuartucho que
la falta de dinero me había obligado a ocupar durante algún tiempo.
Luego me llevó a su estudio, que estaba también en el piso de arriba, al
final del rellano. Allí, me explicó, era donde llevaría a cabo la mayor
parte de mi futura tarea. Apenas pude contener una exclamación de
sorpresa al contemplar el interior del aposento. Era muy semejante a lo
que yo imaginaba que podría ser la madriguera de algún brujo. Había
mesas esparcidas con arcaicos instrumentos de dudoso uso, cartas
astrológicas, cráneos y alambiques y vasijas de cristal, incensarios
como los de las iglesias católicas, y volúmenes encuadernados en piel
carcomida con cierres manchados de verdín. En un rincón se alzaba el
esqueleto de un gran simio; en otro, un esqueleto humano; y del techo
colgaba un cocodrilo disecado.
Había estanterías repletas de
libros, y tras una mirada superficial a los títulos me di cuenta de que
constituían una colección particularmente amplia de obras antiguas y
modernas sobre demonología y artes negras. Había algunos cuadros y
grabados horripilantes en las paredes, alusivos a temas parecidos; y
toda la atmósfera de la habitación exhalaba una mezcolanza de
supersticiones semiolvidadas. Normalmente, habría sonreído al
encontrarme ante semejantes cosas; pero de alguna manera, en esta casa
solitaria, junto al neurótico Carnby, me fue difícil reprimir un
verdadero estremecimiento.
Sobre una de las mesas, contrastando
diametralmente con esta mezcla de medievalismo y satanismo, había una
máquina de escribir, rodeada de montones de desordenadas hojas
manuscritas. En un extremo de la habitación había una alcoba pequeña
aislada por una cortina, con una cama en la que dormía Carnby. En el
extremo opuesto, entre el esqueleto humano y el de simio, descubrí un
armario cerrado, pegado a la pared. Carnby había notado mi sorpresa, y
me miró con una expresión aguda, analítica, que me fue imposible
interpretar. Empezó a hablar en tono explicativo.
—He escrito una
historia del demonismo y la hechicería —declaró—. Es un campo
fascinante al que siempre han dado de lado. Ahora voy a preparar una
monografía en la que trato de relacionar las prácticas mágicas y el
culto al demonio de todas las épocas y pueblos. Su trabajo, al menos
durante un tiempo, consistirá en pasar a máquina y ordenar las extensas
notas preliminares que he redactado, y ayudarme a extraer otras citas y
ordenar la correspondencia. Sus conocimientos del árabe me serán
inestimables; para ciertos datos esenciales, dependo de un ejemplar del
Necronomicón en su texto árabe original. Tengo motivos para pensar que
hay ciertas omisiones y errores en la versión latina de Olaus Wormius.
Yo
había oído hablar de este raro y casi fabuloso libro, pero jamás lo
había visto. Se decía que en él se contenían los últimos secretos del
saber maligno y prohibido; y que además, el texto original, escrito por
el árabe loco Abdul Alhazred, era una rareza inconseguible. Me pregunté
cómo habría llegado a parar a manos de Carnby.
—Le mostraré el
libro después de cenar —prosiguió Carnby—. Seguramente podrá desentrañar
uno o dos pasajes que me han tenido desorientado durante mucho tiempo.
La
cena, preparada y servida por mi propio patrón, supuso un feliz cambio
en los menús de restaurante barato a los que estaba habituado. Carnby
parecía haber perdido casi todo su nerviosismo. Era muy locuaz y hasta
empezó a dar muestras de cierta jovialidad de intelectual después de
compartir una botella de suave sauterne. No obstante, sin motivo
aparente, me sentía turbado por recelos y presentimientos cuyo verdadero
origen no podía analizar ni averiguar.
Regresamos al estudio, y
Carnby sacó de un cajón que tenía cerrado con llave el volumen del que
había hablado. Era enormemente viejo; tenía unas cubiertas de ébano
adornadas con arabescos de plata y estaba rotulado con un rojo
brillante. Cuando abrí sus páginas amarillentas me hice atrás con un
gesto involuntario, debido al olor que emanó de él: un olor semejante al
de la descomposición física, como si el libro hubiese estado entre
cadáveres, en algún cementerio olvidado, y le hubiese afectado la
corrupción.
Los ojos de Carnby centellearon con una luz febril al
coger de mis manos el viejo manuscrito y abrirlo por en medio. Señaló
un pasaje con su flaco dedo.
—Dígame qué dice aquí —pidió con un susurro tenso, excitado.
Descifré
el párrafo, lentamente, con cierta dificultad, y escribí una versión
inglesa aproximada con el lápiz que Carnby me ofreció. Luego, a petición
suya, lo leí en voz alta:
—«Es sabido verdaderamente por muy
pocos, pero es un hecho comprobable, que la voluntad de un hechicero
muerto tiene poder sobre su propio cuerpo y puede levantarlo de la tumba
y hacerle ejecutar luego cualquier acción que no haya cumplido en vida.
Y tales resurrecciones sirven invariablemente para llevar a cabo
acciones malévolas y en perjuicio de los demás. Muy prontamente puede el
cadáver ser animado, si todos sus miembros se han conservado intactos; y
no obstante, hay casos en que la superior voluntad del brujo ha
levantado los miembros separados de un cuerpo cortado en muchos trozos,
haciendo que cumplieran su fin, tanto separadamente como en transitoria
reunión. Pero en todos los casos, después de haberse cumplido la acción,
el cuerpo vuelve a su anterior estado.»
Naturalmente, esto era
una sarta de incoherencias de lo más absurda. Probablemente, fue la
expresión extraña, obsesionada con que escuchaba mi patrón, más que este
detestable pasaje del Necronomicón, lo que me produjo un escalofrío y
me hizo estremecer violentamente cuando, hacia el final de mi lectura,
oí el roce indescriptible de alguien o algo que se escabullía en el
rellano de fuera. Pero al terminar el párrafo y alzar la vista hacia
Carnby, me quedé aún más impresionado, ante la expresión de rigidez y
estupor que había asumido su semblante: parecía que acababa de ver el
espectro de un condenado. De algún modo, tuve la sensación de que estaba
atento a aquel ruido singular del pasillo, más que a mi traducción de
Abdul Alhazred.
—La casa está llena de ratas —explicó, al captar
mi mirada inquisitiva—. Nunca he podido librarme de ellas, a pesar de
todos mis esfuerzos.
El ruido, que aún seguía, era semejante al
que podía producir una rata al arrastrar algún objeto por el suelo.
Pareció acercarse, venir hacia la puerta de la habitación de Carnby;
luego, tras una pausa, comenzó de nuevo y se alejó; la turbación de mi
patrón era manifiesta. Escuchó con temerosa atención y pareció seguir el
avance del ruido con un terror que iba en aumento conforme se acercaba,
y disminuía visiblemente al retirarse.
—Estoy muy nervioso —dijo—. He trabajado demasiado últimamente, y éste es el resultado. Hasta un pequeño ruido me trastorna.
El ruido se había alejado ahora hacia algún rincón de la casa. Cacnby pareció recobrarse ligeramente.
—¿Le importaría volver a leerme su traducción? —pidió—. Quiero seguirla muy atentamente, palabra por palabra.
Obedecí.
El escuchó con la misma expresión preocupada de antes, y esta vez no
nos vino a interrumpir ningún ruido del rellano. El rostro de Carnby se
puso más pálido aún, como si la última gota de sangre le hubiera
abandonado, cuando leí las frases finales; y el fuego de sus ojos
cavernosos se asemejó a una fosforescencia en el fondo de una cripta.
—Es
un pasaje de lo más notable —comentó—. Tenía mis dudas sobre su
significado, dado mi escaso conocimiento del árabe; sabía que este
párrafo estaba completamente suprimido en la traducción latina de Olaus
Wormius. Gracias por su buena traducción. Me lo ha aclarado totalmente.
Su
tono fue seco y formulario, como si se contuviese y pugnara por
reprimir un mundo de inimaginables pensamientos y emociones. De algún
modo, sentía que Carnby estaba más nervioso y trastornado que antes, y
también que mi lectura del Necronomicón había contribuido de alguna
misteriosa manera a que aumentara su turbación. Su expresión era lívida y
abstraída, concentrada, como si su mente estuviese absorta en algún
asunto desagradable y prohibido.
Sin embargo, tras recobrarse, me
pidió que le tradujese otro pasaje. Este resultó ser una rara fórmula
mágica para exorcizar a los muertos, con un ritual que implicaba el uso
de exóticos bálsamos de Arabia y el correcto recitado de lo menos un
centenar de nombres de gules y demonios. Lo transcribí todo para Carnby,
y él lo estudió durante largo rato con una ansiedad que me pareció muy
distinta de la preocupación científica.
—Esto también falta en
Olaus Wormius —observó, y tras leerlo por dos veces dobló el papel
cuidadosamente y lo guardó en el mismo cajón donde tenía el
Necronomicón.
Esa noche fue de las más extrañas que he pasado
jamás. Mientras permanecimos sentados discutiendo hora tras hora las
versiones de este impío volumen, me fui dando cuenta más y más
claramente de que mi patrón estaba mortalmente asustado por algo; temía
estar solo y me retenía a su lado más que nada por esa razón. Parecía
estar constantemente esperando y escuchando con penosa, torturada
expectación, y veía que tenía sólo una conciencia maquinal de cuanto
decíamos él y yo. Entre los inquietantes objetos de la habitación, en
aquella atmósfera de maldad solapada, de horror inconfesable, la parte
racional de mi mente empezaba a sucumbir lentamente ante una
recrudescencia de oscuros terrores ancestrales. Aunque en mis momentos
normales he despreciado siempre tales cosas, estaba dispuesto ahora a
creer en los más disparatados desvarios de la fantasía supersticiosa.
Indudablemente, merced a una especie de contagio mental, había captado
el terror oculto que Carnby padecía.
Sin embargo, el hombre no
admitió los verdaderos sentimientos que evidenciaba su actitud, sino que
habló repetidamente de una afección nerviosa. Más de una vez, durante
nuestra conversación, trató de darme a entender que su interés por lo
preternatural y lo satánico era enteramente intelectual, que al igual
que yo, no creía en tales cosas. Sin embargo, me di cuenta de que sus
explicaciones eran falsas; que estaba imbuido y obsesionado por una
auténtica fe en todo aquello que pretendía considerar con científica
objetividad, y que evidentemente había caído víctima de algún horror
imaginario relacionado con sus investigaciones ocultistas. Pero mi
intuición no me permitió dar con la clave de la naturaleza de este
horror.
No se repitieron los ruidos que habían alarmado tanto a
mi patrón. Estuvimos allí hasta después de las doce ocupados en el texto
del árabe loco abierto ante nosotros. Por último, Carnby pareció darse
cuenta de lo avanzado de la hora.
—Me temo que le he retenido
demasiado —dijo excusándose—. Debe irse a dormir. Soy un egoísta; he
olvidado que estas horas no son habituales para los demás como para mí.
Rechacé
formalmente su autorreproche como exigía la cortesía, le di las buenas
noches y me dirigí a mi habitación con una enorme sensación de alivio.
Me pareció como si hubiese dejado detrás de mí, en la habitación de
Carnby, todo el sombrío temor y la opresión a que había estado sometido.
En el largo corredor sólo ardía una luz. Estaba cerca de la puerta de
Carnby; mi puerta, en el extremo, cerca del arranque de la escalera, se
hallaba sumida en completa oscuridad. Al alargar la mano para coger el
picaporte, oí un ruido detrás de mí; volví la cabeza y vi un bulto
confuso que saltó del rellano al último escalón, desapareciendo de mi
vista. Me quedé horriblemente sobresaltado; pues aunque fue una visión
fugaz y vaga, me pareció un cuerpo demasiado pálido para que fuese una
rata; por otra parte, su silueta no sugería la de ningún animal. No
habría podido asegurar qué era, pero su aspecto me pareció
indeciblemente monstruoso. Las piernas me temblaban violentamente, y más
arriba oí golpes extraños, como el rodar de un objeto y el caer de
escalón en escalón. El ruido se repitió a intervalos regulares, y
finalmente cesó.
Aun cuando la seguridad del alma y el cuerpo
hubiesen dependido de ello, no habría podido volver a la escalera; no
habría podido acercarme a los escalones de arriba para averiguar la
causa de los poco naturales golpes. Cualquier otro, quizá, habría ido.
Yo, en cambio, tras permanecer un momento petrificado, entré en mi
habitación, cerré la puerta y me metí en la cama con un torbellino de
dudas irresueltas y presa de un equívoco terror. Dejé la vela encendida,
y permanecí despierto durante horas, esperando de un momento a otro la
repetición de ese abominable ruido. Pero la casa estaba en silencio como
un depósito de cadáveres, y no oí nada. Por último, a pesar de mis
previsiones en sentido contrario, me quedé dormido, y no me desperté
sino después de muchas horas de sueño pesado y reparador. Eran las diez,
como indicaba mi reloj. Me pregunté si mi patrón me habría dejado que
durmiese deliberadamente, o no se había levantado tampoco. Me vestí y
bajé, descubriendo que me esperaba ante la mesa del desayuno. Estaba más
pálido y tembloroso que el día anterior, como si hubiese dormido mal.
—Espero
que las ratas no le hayan molestado demasiado —observó, tras un saludo
preliminar—. Verdaderamente, hay que hacer algo con ellas.
—No me han
molestado en absoluto —contesté. En cierto modo, me fue completamente
imposible aludir al extraño y ambiguo ser que había visto y oído
retirarse la noche anterior. Evidentemente, me había equivocado; era
indudable que no había sido sino una rata, en definitiva, que arrastraba
algo escaleras abajo. Traté de olvidar la cadencia espantosa del ruido y
la fugaz visión de la inconcebible silueta en la oscuridad.
Mi
patrón me miró con suma atención, como si quisiese penetrar en lo más
recóndito de mi espíritu. El desayuno transcurrió lúgubremente. Y el día
que siguió no fue menos triste. Carnby se recluyó hasta mediada la
tarde y me dejó que campara por mis respetos en la bien surtida pero
convencional biblioteca de abajo. No se me ocurría qué podía hacer
Carnby a solas en su habitación; pero más de una vez me pareció oír las
débiles y monótonas entonaciones de una voz solemne. Mil ideas
alarmantes y presentimientos desagradables invadieron mi cerebro. Cada
vez más, la atmósfera de esta casa me envolvía y ahogaba con su misterio
infecto y ponzoñoso; en todas partes percibía la invisible asechanza de
íncubos malévolos. Casi sentí alivio cuando mi patrón me llamó a su
estudio. Al entrar, noté el aire impregnado de un olor pungente y
aromático, y me llegaron las volutas evanescentes de un vapor azulenco,
como de gomas y esencias orientales ardiendo en incensarios de iglesia.
La alfombrilla de Ispahan había sido corrida de su sitio, junto a la
pared, al centro de la habitación, pero no bastaba para cubrir una señal
redonda de color violáceo semejante al dibujo de un círculo mágico en
el suelo. Indudablemente, Carnby había estado ejecutando alguna especie
de conjuro; y me vino al pensamiento la pavorosa fórmula que había
traducido.
Sin embargo, no dio ninguna explicación de lo que
había estado haciendo. Su actitud había cambiado notablemente y tenía
más aplomo y confianza que el día anterior. De un modo casi profesional,
depositó ante mí un mazo de hojas manuscritas que quería que pasase a
máquina. El tecleo de la máquina me ayudó un poco a disipar las malignas
aprensiones que me asediaban, y casi pude sonreír ante la recherche y
terrible información contenida en las notas de mi patrón, casi todas
relativas a fórmulas para la adquisición de poderes ilícitos. Pero no
obstante, por debajo de mi confianza, había una vaga, amplia inquietud.
Llegó
la noche; y después de cenar regresamos otra vez al estudio. Había
ahora una tensión en la actitud de Carnby, como si aguardase
ansiosamente el resultado de algún experimento secreto. Seguí con mi
trabajo; pero me contagió un poco su emoción, y una y otra vez me
sorprendía a mí mismo en una actitud de forzada atención. Finalmente,
por encima del tecleo de la máquina, oí el extraño caminar vacilante en
el rellano. Carnby lo oyó también, y su expresión de confianza se esfumó
completamente, siendo sustituida por la de deplorable terror.
El
ruido se fue acercando, seguido de un roce apagado de arrastrar algo;
luego se oyeron más ruidos, como titubeos y carreritas, de las más
diversas calidades, pero igualmente imposibles de identificar. Al
parecer, el rellano estaba atestado, como si todo un ejército de ratas
tirara de alguna carroña y se la llevase como botín. Y no obstante,
ningún roedor ni manada de roedores podía haber producido tales ruidos
ni habría podido arrastrar nada tan pesado como el objeto que venía
detrás. Había algo en la naturaleza de estos ruidos, algo sin nombre ni
definición, que hizo que me subiera un lento escalofrío por el espinazo.
—¡Dios mío! ¿Qué es todo este estrépito? —exclamé.
—¡Las ratas! ¡Le digo que son las ratas! —la voz de Carnby fue un alarido histérico.
Un
momento más tarde, sonó una inequívoca llamada a la puerta, muy cerca
del suelo. Al mismo tiempo, oí un sonoro topetazo en el armario cerrado
del otro extremo de la habitación. Carnby había permanecido de pie, pero
ahora se hundió sin fuerzas en una silla. Su semblante estaba
ceniciento, y tenía la expresión contraída por un pavor casi demencial.
La duda y tensión pesadillescas se hicieron insufribles; corrí a la
puerta y la abrí de golpe a pesar de la frenética oposición de mi
patrón. Yo no tenía idea de lo que me iba a encontrar al otro lado del
umbral, en el oscuro rellano.
Cuando miré y vi la cosa que estuve
a punto de pisar, mi sensación fue de estupor y de auténtica náusea.
Era una mano humana que había sido cortada por la muñeca; una mano
huesuda, azulenca, como la de un cadáver de una semana, con tierra
vegetal en los dedos y bajo las largas uñas. ¡El infame miembro se había
movido! ¡Se había retirado para evitarme, y se arrastraba por el
pasillo a la manera de un cangrejo! Y siguiéndola con la mirada, vi que
había otras cosas más allá, una de las cuales identifiqué como un pie
humano y otra como un antebrazo. No me atreví a mirar lo demás. Todo se
alejaba lenta, horriblemente, en macabra procesión, y no puedo describir
la forma en que se movía. La vitalidad individual de cada sección era
horrible hasta más allá de lo soportable. Era una vitalidad que estaba
más allá de la vida; sin embargo, el aire estaba cargado de corrupción,
de carroña. Aparté los ojos, retrocedí a la habitación de Carnby y cerré
tras de mí con mano temblorosa. Carnby estaba a mi lado con la llave,
que hizo girar en la cerradura con dedos torpes, tan débiles como los de
un anciano.
—¿Los ha visto? —preguntó con un susurro seco, quebrado.
—¡En nombre de Dios!, ¿qué significa todo eso? —grité.
Carnby
volvió a su silla, tambaleándose por la flojedad. Sus facciones
parecían consumidas por algún horror interior que le devoraba, y se
estremecía visiblemente como por un interminable escalofrío. Me senté en
una silla junto a él y entonces comenzó a contarme entre tartamudeos su
increíble confesión, medio incoherente, haciendo muecas, y muchas
interrupciones y pausas:
—Es más fuerte que yo... incluso muerto,
incluso con el cuerpo desmembrado por el bisturí y el serrucho de
cirujano que he utilizado. Yo creía que no podría regresar después de
eso... después de haberle enterrado a trozos en una docena de sitios
diferentes, en el sótano, bajo los arbustos, al pie de las hiedras. Pero
el Necronomicón tiene razón... y Helman Carnby lo sabía. Me lo advirtió
antes de matarle, me dijo que podía volver, aun en esas condiciones.
»Pero
no le creí. Odiaba a Helman, y él me odiaba a mí también. El había
alcanzado un poder y un conocimiento superiores, y los Oscuros le
protegían más que a mí. Por eso maté a mi hermano gemelo, hermano además
en el culto de Satanás y de Aquellos que existían aun antes que
Satanás. Habíamos estudiado juntos durante muchos años. Habíamos
celebrado misas negras juntos y éramos asistidos por los mismos demonios
familiares. Pero Helman Carnby había ahondado en lo oculto, en lo
prohibido, hasta unos niveles que me fue imposible seguir. Le temía, y
llegó un momento en que no pude soportar más su superioridad.
»Hace
más de una semana... hace diez días, cometí el crimen. Pero Helman, o
alguna parte de él, ha regresado noche tras noche... ¡Dios! ¡Sus
malditas manos se arrastran por el suelo! ¡Sus pies, sus brazos, los
trozos de sus piernas, suben las escaleras de algún modo abominable para
perseguirme!... ¡Cristo! Su torso espantoso, sanguinolento, yace a la
espera. Se lo aseguro, sus manos han venido incluso de día a llamar y
tantear a mi puerta... y hasta he tropezado con sus brazos en la
oscuridad.
»¡Oh, Dios! Me volveré loco con todos estos terrores.
Pero él quiere atormentarme, quiere torturarme hasta que mi cerebro
sucumba. Por eso me persigue, despedazado de esta manera. Podría acabar
conmigo cuando quisiese, con el poder demoníaco que posee. Podría reunir
sus miembros separados y su cuerpo y matarme como le maté a él. ¡Cuán
cuidadosamente enterré sus trozos, con qué infinita previsión! ¡Y qué
inútil ha sido! Enterré el serrucho, también, en el rincón más apartado
del jardín, lo más lejos posible de sus manos perversas y ansiosas. Pero
su cabeza no la enterré con los demás trozos: la guardé en ese armario
del fondo de la habitación. A veces la oigo moverse dentro, como la ha
oído usted hace un rato... Pero él no necesita la cabeza, su voluntad
está en otra parte, y puede actuar inteligentemente a través de todos
sus miembros.
»Naturalmente, cerré todas las puertas y ventanas por
la noche, cuando descubrí que iba a volver... Pero fue inútil. Y he
tratado de exorcizarlo con los conjuros adecuados; con todos los que
conozco. Hoy he probado esa eficacísima fórmula del Necronomicón que
usted ha traducido para mí. Le he contratado para que me la tradujera.
Además, no podía ya soportar por más tiempo el estar solo, y pensé que
sería una ayuda tener a alguien más en la casa. Esa fórmula era mi
última esperanza. Creía que le detendría; se trata del conjuro más
antiguo y terrible. Pero, como ha visto, no sirve...
Su voz se
apagó en un murmullo entrecortado, y se quedó mirando ante sí con ojos
ciegos, insoportables, en los que sorprendí la llama incipiente de la
locura. No pude decir nada; la confesión que acababa de hacerme era
indeciblemente atroz. La tremenda impresión moral y el horror
preternatural me habían dejado casi estupefacto. Mis sentidos quedaron
anulados; y hasta que no empecé a recobrarme, no sentí que me invadía
irresistiblemente una oleada de aversión por el hombre que tenía junto a
mí.
Me puse de pie. La casa había quedado cada vez más
silenciosa, como si el ejército horripilante y macabro se hubiese
retirado ahora a sus diversas sepulturas. Carnby había dejado la llave
en la cerradura, así que me dirigí a la puerta y la hice girar
rápidamente.
—¿Se va? No se marche —suplicó Carnby con una voz temblorosa de alarma, al verme con la mano en el picaporte.
—Sí, me marcho —dije fríamente—. Renuncio a mi puesto ahora mismo; voy a recoger mis cosas y marcharme de aquí lo antes posible.
Abrí
la puerta y salí, negándome a escuchar los argumentos y súplicas y
protestas que había empezado a murmurar. Por esta vez, preferí afrontar
cualquier cosa que acechase en el oscuro pasillo, por horrenda y
terrible que fuese, a soportar por más tiempo la compañía de John
Carnby. El rellano estaba vacío; me estremecí de repulsión ante el
recuerdo de lo que había visto, y eché a correr hacia mi habitación.
Creo que habría gritado, de haber notado el más leve movimiento en las
sombras.
Empecé a hacer la maleta con un sentimiento de la más
frenética urgencia y premura. Me parecía que no podría escapar
inmediatamente de esta casa de secretos abominables, en cuya atmósfera
reinaba una asfixiante amenaza. Con las prisas me equivocaba, tropezaba
con las sillas y el cerebro y los dedos se me acorchaban y paralizaban
de miedo. Casi había terminado mi tarea, cuando oí un ruido de pasos
lentos y regulares que subían las escaleras. Sabía que no era Carnby,
pues se había encerrado con llave inmediatamente después de salir yo de
su habitación, y estaba seguro de que nada habría podido hacerle salir.
En cualquier caso, difícilmente habría podido bajar sin que yo le
hubiese oído.
Los pasos llegaron al rellano y pasaron por delante
de mi puerta con la misma mortal repetición, inexorable como el
movimiento de una máquina. Efectivamente, no eran los pasos nerviosos y
furtivos de John Carnby. ¿Quién podía ser, entonces? Se me heló la
sangre en las venas; no me atreví a concluir el razonamiento que se
suscitó en mi mente. Los pasos se detuvieron; yo sabía que habían
llegado a la puerta de la habitación de Carnby. Siguió una pausa en la
que apenas me fue posible respirar; a continuación, oí un estrépito
espantoso de madera destrozada, y, más fuerte aún, el penetrante alarido
de un hombre en el más extremo grado de terror.
Me sentí
inmovilizado, como si una invisible mano de hierro me sujetase; y no
tengo idea de cuánto tiempo esperé y escuché. El grito se había apagado
en un repentino silencio; y no oí nada ahora, salvo un apagado,
singular, periódico ruido que mi cerebro se negó a identificar. No fue
mi propia decisión, sino otra voluntad más fuerte que la mía, la que me
movió finalmente y me impulsó a ir al estudio de Carnby. Sentí la
presencia de esa voluntad como una fuerza irresistible, sobrehumana:
como un poder demoníaco, un maligno hipnotismo.
La puerta del
estudio había sido hundida, y colgaba de una bisagra. Estaba astillada
como por un impacto superior al de una fuerza mortal. Aún ardía una luz
en la estancia, y el abominable ruido que oía cesó al aproximarme al
umbral. Fue seguido de una quietud malévola y absoluta. Me detuve
nuevamente, incapaz de dar un paso más. Pero esta vez fue algo muy
distinto del infernal e irresistible magnetismo lo que me petrificó las
piernas y me detuvo ante el umbral. Miré hacia la habitación —el
rectángulo de la puerta estaba iluminado por una luz invisible desde
donde yo estaba—, y vi a un lado la alfombrilla oriental, y la horrenda
silueta de una sombra monstruosa e inmóvil que se proyectaba fuera de
ella, en el suelo. Enorme, alargada y contrahecha, la sombra parecía
proyectada por los brazos y el torso de un hombre desnudo e inclinado
hacia adelante, con una sierra de cirujano en la mano. Su monstruosidad
consistía en que, si bien los hombros, pecho, abdomen y brazos se
distinguían perfectamente, la sombra carecía de cabeza, y parecía
terminar bruscamente en un cuello cercenado. Era imposible, según su
postura, que la cabeza quedara oculta por el escorzo.
Me quedé
expectante, incapaz de entrar ni de retirarme. La sangre se me había
escapado del corazón en una especie de oleada fría, y pensé que se me
había helado el cerebro. Hubo una interminable pausa de horror, y luego,
en un lugar oculto de la habitación de Carnby, en el armario cerrado,
sonó un estallido espantoso y violento, de madera astillada y chirriar
de bisagras, seguido del topetazo lúgubre y siniestro de un objeto
desconocido al golpear el suelo. Otra vez reinó el silencio; un silencio
de concentrada Maldad, por encima de su triunfo abominable. La sombra
no se había movido. Su actitud era de horrenda contemplación, con la
sierra todavía en su mano serena, como si examinase su obra ejecutada.
Transcurrió otro intervalo, y luego, súbitamente, presencié la espantosa
e inexplicable desintegración de la sombra, que pareció fragmentarse
fácil y suavemente en múltiples sombras diferentes, antes de desaparecer
de la vista. No sé describir en qué forma, ni especificar en qué trozos
tuvo lugar esta singular fragmentación, esta división múltiple. Al
mismo tiempo, oí el apagado chocar de una herramienta metálica sobre la
alfombrilla persa, y un sonido producido, no por la caída de un cuerpo,
sino de muchos.
Una vez más reinó el silencio, un silencio como
de algún cementerio nocturno, cuando los sepultureros y los gules han
concluido ya su macabra tarea y quedan solos los muertos.
Atraído
por un fatal mesmerismo, guiado como un sonámbulo por un demonio
invisible, entré en la habitación. Yo sabía, con una presciencia
abominable, cuál era el espectáculo que me aguardaba al otro lado del
umbral: el doble montón de trozos humanos; unos, frescos y
sanguinolentos, otros ya azules y putrefactos y manchados de tierra, en
horrenda confusión sobre la alfombra. Del montón sobresalían una sierra
de cirujano y un bisturí enrojecidos; y cerca, entre la alfombra y el
armario abierto con la puerta destrozada, yacía una cabeza humana de
cara a los restos y en postura erecta, en el mismo estado de corrupción
incipiente que el cuerpo al que pertenecía; pero juro que vi borrarse
una malévola mueca de gozo de su semblante cuando entré. Aun bajo los
signos de corrupción, mostraba un evidente parecido con el de John
Carnby, y no podía pertenecer sino a un hermano gemelo de éste.
Imposible
describir aquí las horribles deducciones que obnubilaban mi cerebro
como una nube negra y viscosa. El horror que contemplé —y el horror aún
mayor que supuse— habrían hecho palidecer a las más inmundas enormidades
del infierno en sus helados abismos. Sólo una cosa pudo servir de
consuelo y misericordia: aquella fuerza me obligó a contemplar la
intolerable escena unos instantes nada más. Luego, de repente, sentí que
algo se retiraba de la habitación; el maligno encanto se había roto, la
irresistible voluntad que me había tenido cautivo se había ido. Me
había dejado ahora, a la vez que abandonaba el cadáver desmembrado de
Helman Carnby. Me sentí libre de marcharme; y salí apresuradamente de la
horrible cámara, y eché a correr temerariamente por la casa, hasta
salir a la oscuridad exterior de la noche".
Clark Ashton Smith
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