El Recolector de Historias

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domingo, 28 de junio de 2015

"La Hechicería de Aphlar"

"El consejo de los doce, reunido en el estrado de joyas celestiales, ordenó que Aphlar fuera arrojado más allá de las puertas de Bel-haz-en. Se sentaba solo demasiado a menudo, decretaron, y meditaba tristemente cuando el trabajo habría tenido que ser su mayor alegría. Y en sus oscuras y escondidas investigaciones leyó con demasiada frecuencia aquellos papiros de edades primitivas que descansan en el santuario Guothic y sólo suelen ser consultados por raros y especiales propósitos.

La crepuscular ciudad de Bel-haz-en había vuelto la espalda al conocimiento. No hacía mucho que los filósofos, sentados en las esquinas de las calles, dirigían sabias palabras a las gentes, pero ahora la ignorancia y la estupidez reinaban entre los desmoronados e inmemorialmente antiguos muros. Allí donde la sabiduría de las estrellas había florecido, sólo la debilidad y la desolación ocupaban ahora su puesto, extendiéndose como una monstruosa plaga y mamando su asqueroso alimento de los estúpidos habitantes. Y, surgidas de las aguas del Oll, que se retorcía desde las montañas de Azlakka hasta atravesar la vieja ciudad, caían muy a menudo grandes nubes de pestilencia que atormentaban a los afligidos moradores, haciéndoles empalidecer y llevándoles a la muerte. Todo esto les hizo abandonar la búsqueda de la sabiduría. Y ahora el consejo expulsaba al último y más grande de los sabios que había entre ellos.

Aphlar vagabundeó hasta las montañas, muy lejos sobre la ciudad, y construyó una caverna para protegerse del calor del verano y los escalofríos del invierno. Allí estudió en silencio sus rollos y expuso su inmensa sabiduría al viento entre los riscos ya las aladas golondrinas. Todos los días se sentaba y vigilaba el valle o hacía extraños dibujos con trocitos de piedra y cantaba para ellos, pero sabia que un día u otro los hombres buscarían la caverna y le matarían. La astucia de los doce no podía ser burlada.

¿Acaso no oía desgarradores gritos por la noche, bajo las dos redondas lunas, clamando por el último de los arrojados sabios, cuando las gentes pensaban que había logrado escapar a salvo? ¿Acaso no había visto con sus propios ojos las acuchilladas formas de los sacerdotes flotando sobre las envenenadas aguas? Sabía que ningún león había matado al viejo Azik, mas dejó que el consejo creyera en su fuerza. ¿Acaso algún león golpea con una espada y abandona su presa sin devorarla?

A lo largo de muchas estaciones Aphlar siguió sentado en la montaña, contemplando cómo el fangoso Oil atravesaba la brumosa distancia que le separaba de la tierra por la que nunca volvería a aventurarse. Pronunció sus palabras de sabiduría para los caracoles que se afanaban en la tierra bajo sus pies. Parecían entenderle, y ondulaban sus viscosas antenas entre ellos antes de desaparecer de nuevo bajo las arenas. En las noches de luna trepaba a la colina sobre su caverna y hacía extrañas ofertas al dios-luna Alo; y cuando los pájaros nocturnos oían el sonido se acercaban y escuchaban los susurros. Y cuando extraños seres alados revolotearon en el oscurecido cielo y se recortaron confusamente contra la luna, Aphlar estuvo contento. Aquel a quien se había dirigido se había dignado enviarle una señal como respuesta. Sus pensamientos habían llegado muy lejos, y sus plegarias habían sido ofrecidas a las pálidas quimeras del crepúsculo.

Por aquel entonces, un día, después de la crecida matinal, Aphlar bajó de su silla de tierra y descendió a grandes pasos por la rocosa ladera de la montaña. Sus ojos no prestaban atención a la putrefacta y amurallada ciudad, sino que miraban fijamente hacia el río. Cuando estuvo cerca del lodoso borde se detuvo y contempló el seno de la corriente. Un pequeño objeto flotaba cerca de los juncos y Aphlar lo rescató con tierna y curiosa solicitud. Luego, ocultando la cosa entre los pliegues de sus ropas, volvió de nuevo a su caverna en las colinas. Todos los días se sentaba y contemplaba el objeto; ya rebuscando una y otra vez entre sus mohosas crónicas y murmurando terribles sílabas, ya dibujando tenues figuras sobre un trozo de pergamino.

Esa noche la luna gibosa se alzó, pero Aphlar no trepó sobre su vivienda; extraños pájaros nocturnos volaron frente a la boca de la caverna, gorjearon extrañamente, y desaparecieron de nuevo entre las sombras.

Muchos días pasaron antes de que el consejo enviara sus mensajeros de muerte; pero, por último, llegó el momento adecuado, y siete hombres de oscuro ceño subieron a las colinas. Mas cuando los siete ceñudos enviados alcanzaron la caverna no hallaron al sabio Aphlar. En cambio, pequeñas matas de hierba habían brotado sobre su silla de tierra. Todo lo que allí había eran papiros confusos y mohosos, con figuras indistintas pintadas sobre ellos. Los siete se estremecieron y huyeron en el acto cuando contemplaron aquellas cosas, pero mientras el último hombre se retiraba agitadamente vio una cosa redonda y desconocida que yacía sobre el suelo. La recogió y sus compañeros se aproximaron llenos de curiosidad; mas sólo vieron sobre ella extraños símbolos que no sabían leer, pero que les hicieron encogerse y temblar sin saber el motivo.

Entonces el que la había encontrado la arrojó rápidamente al escarpado precipicio que había junto a ellos, pero no llegó ningún sonido desde la pendiente por la que debía haber caído. Y el lanzador tembló, temiendo muchas cosas que no eran conocidas, sino tan sólo susurradas oscuramente.

Entonces, cuando contó cómo la esfera que había cogido parecía de piedra salvo por su peso; y cómo se había quedado flotando en el aire como las semillas de cardo, él y los seis que le acompañaban huyeron con el rabo entre las piernas de aquel lugar y juraron que era un lugar maldito.

Pero después de que ellos se fueron, un caracol se arrastró lentamente desde una hendidura arenosa e intentó deslizarse hacia donde los matojos de hierba crecían. Y, cuando alcanzó el lugar, extendió sucesivamente dos viscosas antenas y las inclinó extrañamente hacia abajo, como si ansiara avizorar eternamente el sinuoso río".


Duane W. Rimel/H.P. Lovecraft

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