"Escuché una historia, que creo verdadera, de cierto hombre a quien
llevaron a la corte de justicia bajo sospecha de asesinato, la cual, sin
embargo, sabía él que no había poder humano capaz de comprobar. Cuando
llegó a declarar alegó no ser culpable y la corte comenzó a perderse en
búsqueda de pruebas, pero sólo descubrieron sospechas y circunstancias
aparentemente verdaderas. Sin embargo, teniendo, como tenían, testigos,
los examinaron como es de costumbre, de pie sobre un pequeño escalón,
para que fueran visibles ante toda la sala.
Cuando el tribunal
pensó que ya no tenía más testigos para examinar y que pronto el hombre
sería liberado, éste hizo un brusco movimiento hacia el tribunal, como
si estuviera asustado. Pero, recobrando su compostura, estiró un brazo
hacia el lugar donde los testigos se ponen de pie para dar su testimonio
en los juicios y, señalando con la mano, dijo en voz alta:
- Señor, ¡esto no es justo! Esto no está de acuerdo con la ley. Ése no es un testigo legal.
La
corte estaba atónita y no podía entender qué quería decir el acusado.
Pero el juez, un hombre de mayor penetración, aceptó la insinuación y
conteniendo a uno del tribunal que estaba por hablar y que tal vez haría
entrar en razón al hombre, dijo:
- ¡Silencio! Este hombre ve
algo que nosotros no vemos. Empiezo a entenderlo. - Y después,
hablándole al prisionero preguntó -: ¿Por qué no es un testigo legal? Yo
creo que la corte le permitirá testimoniar con todo derecho cuando
venga a declarar.
- ¡Oh, Señoría! No es justo. No puede permitírsele -
dijo el prisionero, con una confusa ansiedad en su semblante que
mostraba tener un corazón audaz, pero una conciencia culpable.
- ¿Por qué no, amigo? ¿Qué razones dais para ello? - preguntó el juez.
- Su Señoría, no puede permitírsele a ningún hombre ser testigo de su propio caso. Él es parte, señor, no puede ser testigo.
-
Os equivocais - dijo el juez -, porque vos estáis acusado en nombre del
Rey, y el hombre puede ser testigo del Rey, como en el caso de un
asalto en un camino; nosotros siempre admitimos que la persona asaltada
es testigo legal: sin esto ningún salteador podría ser convicto. Pero
oiremos lo que tiene que decir cuando sea examinado.
Así habló el juez, con tal gravedad y de manera tan sencilla y natural, que el criminal contestó:
- Bien, si vos permitís que él sea testigo legal, entonces yo soy hombre muerto.
Dijo
las últimas palabras con voz más baja que el resto, pero sin pedir una
silla para sentarse. La corte ordenó que le trajeran asiento, pues si no
lo hubiese tenido se hubiera desplomado sobre la plataforma. Cuando se
hubo sentado, todos observaron que mostraba gran consternación y que
levantaba las manos repetidas veces, pronunciando una y otra vez las
palabras «Hombre muerto, hombre muerto».
El juez se sentía algo
perdido, sin saber como actuar, y toda la corte parecía sumida en una
extraña perplejidad, aunque nadie veía otra cosa que el hombre en el
estrado.
Al fin el juez le dijo:
- Mirad, Mr... - llamándolo por su nombre -. Solo conozco un camino para vos y lo leeré en las Escrituras.
Y
así, pidiendo la Biblia, buscó el libro de Josué y leyó el versículo
VII:19: Y Josué dijo a Acán: Hijo mío, da gloria al Señor Dios de
Israel, y confiesa y declárame qué has hecho: no me lo encubras.
Ante
esto el criminal autocondenado estalló en lágrimas y tristes
lamentaciones por su miserable condición, e hizo una confesión completa
de su crimen. Y cuando lo hubo hecho, dio la siguiente relación de su
caso y las razones que tenía para estar bajo la influencia de tal
sorpresa y presión: que él había visto a su víctima de pie en el estrado
de los testigos, lista para ser interrogada en contra de él y dispuesta
a mostrar el cuello que el prisionero le había cortado; y según dijo,
contemplándole de lleno con un terrible continente. Esto lo sumió en
confusión, como bien podría suponerse, y sin embargo no hubo real
aparición, ni espectro, ni fantasma ni trasgo. Todo había sido figurado
por la fuerza de su propia culpa y la agitación de su alma excitada y
sorprendida por influjo de la conciencia".
Daniel Defoe
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