"A la hora del crepúsculo, el salvaje y solitario campo cercano a la villa de Dunwich,
en la parte central del norte de Massachusetts, parece más despojado y
amenazador que durante el día. El crepúsculo tiñe los campos desolados y
las colinas con raras tonalidades que hacen resaltar todos los
elementos del paisaje. Desde los árboles antiguos, las paredes de piedra
rodeadas de rosales y cercanas a la polvorienta carretera, los bajos
pantanos con su profusión de luciérnagas y sus inevitables chotacabras
que compiten con el croar de las ranas y el canto ronco de los sapos,
hasta las sinuosas curvas que forma el Miskatonic en su curso superior
al fluir entre las oscuras montañas hacia el mar y que parecen cerrarse
en torno al visitante en un intento de agarrarle y no dejarle escapar,
todo parece impregnado de una tensa vigilia sensiblemente hostil.
Camino
de Dunwich, Abner Whateley sintió todo esto otra vez, como lo había
sentido en una ocasión cuando era niño y había salido corriendo y
pidiendo con gritos de terror a su madre que le llevase lejos de Dunwich
y lejos del abuelo Luther Whateley. ¡Hacía tantos años! Había perdido
la cuenta. Era curioso que aquel paisaje le siguiera afectando de aquel
modo, pese a todos los años que habían transcurrido desde entonces -sus
años en La Sorbona, en El Cairo, en Londres-, pese a todo lo que había
aprendido y asimilado como experiencias desde aquel momento y que hacían
parecer más remotas aún sus tempranas visitas al ceñudo y anciano
abuelo Whateley en su vieja casa cercana al molino a orillas del
Miskatonic. La campiña de su niñez salía ahora de la neblina del tiempo
como si hubiese sido ayer cuando visitó por última vez a sus familiares.
Ya
no quedaba nadie: mamá, el abuelo Whateley, la tía Sarah, a la que
nunca había visto y sólo sabía que vivía en algún lugar de la vieja
casa, el odioso primo Wilbur y su terrible hermano gemelo que pocos
habían conocido antes de su espantosa muerte en la cima de Sentinel
Hill. Pero, según pudo comprobar mientras atravesaba el puente cubierto,
Dunwich no había cambiado. La calle principal se hallaba bajo el
tenebroso pico de Round Mountain. Sus tejados, de estilo holandés,
estaban tan podridos como siempre, sus casas desiertas, y sólo se
mantenía en pie la vieja iglesia con el campanario roto. Pesaba sobre
todo aquello un aura de destrucción.
Se desvió de la calle
principal y tomó una carretera escarpada que ascendía por la ribera,
hasta que llegó a un lugar en el que había una gran casa y un molino con
una enorme rueda en la orilla del río. Era ahora propiedad suya. El
testamento del abuelo Whateley estipulaba que se asentase en la
propiedad y «diese los pasos necesarios para llegar a la disolución que
yo mismo no pude realizar». Una curiosa condición, pensó Abner. Pero,
por otro lado, todo cuanto concernía al abuelo Whateley había sido
extraño, como si la decadencia de Dunwich le hubiese contagiado
irremisiblemente. Nada resultaba más extraño que la llegada de Abner
Whateley, abandonando una vida cosmopolita para cumplir con los deseos
de su abuelo y hacerse cargo de una propiedad que casi no compensaba el
esfuerzo que suponía llevarla adelante. Reflexionando tristemente, pensó
que los parientes, que aún vivían cerca de, o en el propio Dunwich,
podrían tomar a mal su regreso, teniendo en cuenta la extraña reclusión
en que habían vivido la mayoría de los Whateley de la vecindad,
particularmente desde los terribles acontecimientos que habían sacudido a
la familia Whateley en Sentinel Hill.
La casa parecía estar como
siempre. La parte que daba a la orilla del río estaba ocupada por el
molino, que hacía ya mucho tiempo había dejado de funcionar, y cada vez
aparecían más arrasados los campos que contorneaban Dunwich. Salvo una
habitación sobre el molino -la de la tía Sarah-, la parte del edificio
que lindaba con el Miskatonic había sido abandonada desde los tiempos de
su juventud, desde la última vez en que Abner Whateley había visitado a
su abuelo, que vivía solo, con excepción de la tía Sarah, a la que
nadie veía nunca y que habitaba en su habitación cerrada, con la puerta
atrancada. Nunca andaba por la casa porque se lo tenía terminantemente
prohibido su padre, de cuya dominación sólo la muerte logró liberarla.
Una
galería semiderruida en una de las esquinas de la casa rodeaba la parte
habitada; en el entramado que soportaba el alero había grandes
telarañas, a las que nadie, excepto el viento, molestaba a lo largo de
los años. Y el polvo estaba en todas partes, dentro y fuera, según pudo
comprobar Abner cuando descubrió la llave correcta entre todas las que
le mandó el abogado. Encontró una lámpara y la encendió; el abuelo
Whateley tenía proscrita la electricidad. Al amarillento resplandor de
la luz, la vieja cocina que le era tan familiar, con su mobiliario del
siglo XIX, le afligió con violencia. Su desolación, las sillas y mesas
hechas a mano, el reloj de cien años en la repisa, la escoba gastada,
todo eran tangibles recuerdos de su niñez obsesionada por el miedo que
le producían sus visitas a la formidable casa y su aún más formidable
ocupante, el viejo padre de su madre.
La luz de la lámpara dejaba
entrever algo más. En la mesa de la cocina había un sobre dirigido a
él, con una letra tan desgarbada que sólo podía ser de un hombre muy
viejo o poco firme: su abuelo. Sin preocuparse de traer el resto de las
cosas del coche, Abner se sentó a la mesa, sopló el polvo de la silla y
un trozo de la mesa para permitirle poner los codos, y abrió el sobre.
Una escritura encrespada apareció ante él. Las palabras eran tan severas
como recordaba que había sido su abuelo. Comenzaba bruscamente, sin una
palabra de afecto, ni tan siquiera un saludo estereotipado.
«Nieto:
»Cuando
leas esto, hará ya meses que me habré muerto. Quizá más, a no ser que
te encuentren antes de lo que preveo. Te he dejado una cantidad de
dinero -todo lo que tengo a la hora de mi muerte- que actualmente está
en el banco de Arkham a tu nombre. No hago esto sólo porque seas mi
único nieto, sino porque entre todos los Whateley -somos un clan
numeroso, hijo- tú has recorrido mundo y has recopilado conocimientos
suficientes como para permitirte mirar las cosas con mente inquisidora,
sin la superstición de la ignorancia ni la superstición de la ciencia.
Tú entenderás lo que quiero decir. Es mi deseo que por lo menos la parte
de esta casa que da al molino sea destruida. Que se deshaga tabla a
tabla. Si encuentras algo vivo en ella, te ordeno solemnemente que lo
mates. No importa su pequeñez. No importa su forma. A lo mejor te parece
humana, pero puede engañarte y poner en peligro tu vida y sabe Dios la
de cuántos otros.
Prométeme que lo harás. Si parece que suena a
locura, por favor recuerda que algo peor que la locura ha caído sobre
los Whateley. Yo me he librado. No ha ocurrido lo mismo con todo lo que
me ha pertenecido. Aquellos que se niegan a creer en lo que no saben y
niegan su existencia son locos aún más testarudos que aquellos de
nuestra sangre que han sido culpables de terribles prácticas y
blasfemias contra Dios, y cosas peores.
»Tu abuelo,
Luther S. Whateley »
¡Típico
del abuelo!, pensó Abner. Recordó, traído a su recuerdo con esta
enigmática y severa comunicación, que una vez en que su madre mencionó a
su hermana Sarah, tapándose en seguida la boca con los dedos, él había
corrido hacia su abuelo a preguntarle:
-Abuelo, ¿dónde está la tía Sarah?
El viejo hombre le había mirado con ojos del tamaño de una basílica y contestó:
-Muchacho, aquí no se habla de Sarah.
La
tía Sarah había ofendido al abuelo en alguna forma espantosa -espantosa
al menos para ese fanático de la disciplina-, pues desde ese día, en el
recuerdo de Abner Whateley, su tía había sido simplemente el nombre de
una mujer, hermana mayor de su madre, encerrada en una gran habitación
sobre el molino, invisible tras esas paredes, con las contraventanas
firmemente clavadas. Se les había prohibido a Abner y a su madre pasar
ante la puerta de la habitación cerrada. Pese a ello, en una ocasión
Abner se había encaramado a la puerta y había pegado la oreja contra
ella para escuchar los ruidos de respiración y los quejidos que
provenían del interior, como si fuesen de una persona voluminosa. Había
decidido que la tía Sarah debía de ser tan grande como una de esas
gordas de circo. Había que ver lo que devoraba, a juzgar por los platos
de comida. Principalmente comía carne, que debía prepararse ella misma,
pues generalmente estaba cruda. Se la llevaba a la habitación dos veces
al día el viejo Luther Whateley, pues no había criados en la casa. Y no
los había habido desde que la madre de Abner se había casado, tras el
regreso de la tía Sarah, que volvió muy extraña y aturdida de visitar a
un pariente en Innsmouth.
Dobló
la carta y la metió de nuevo en el sobre. Pensaría en el contenido otro
día. Necesitaba ante todo encontrar un sitio para dormir. Salió fuera,
sacó las dos maletas que había dejado en el coche y las trajo a la
cocina. Entonces cogió la lámpara y entró en el interior de la casa.
Pasó sin detenerse por el anticuado salón, que se mantenía cerrado salvo
cuando venían visitas, y nadie más que los Whateley visitaban a los
Whateley en Dunwich. Se dirigió a la habitación de su abuelo; era lógico
que ocupase la habitación de su abuelo, ya que él era ahora, y no
Luther Whateley, el dueño.
La gran cama doble estaba cubierta de
ejemplares descoloridos del Arkham Advertiser, cuidadosamente colocados
para proteger la delicada tela de la colcha, que había sido bordada con
un trabajoso diseño, indudablemente una herencia de los Whateley. Colocó
la lámpara en el suelo y retiró los periódicos. Cuando abrió la cama
vio que estaba fresca y limpia, lista para ser ocupada; algún primo de
su abuelo, conocedor de su próxima llegada, se habría ocupado de esto
después de las exequias. Cogió sus maletas y las llevó a la habitación,
que estaba en una esquina de la casa, en el punto más alejado del
pueblo: aunque apartadas de la orilla, sus ventanas daban al río. Abrió
la que tenía una tela metálica en la parte inferior y se sentó en el
borde de la cama, pensando en las circunstancias que le habían traído a
Dunwich después de tantos años.
Se sentía agotado. El denso
tráfico de Boston le había cansado. El contraste entre la región de
Boston y el desolado territorio de Dunwich le deprimía y le resultaba
incómodo. Además, le invadía una impalpable inquietud. De no haber
necesitado la herencia para continuar sus investigaciones en el
extranjero acerca de la antiguas civilizaciones del Pacífico Sur, no
habría venido aquí. Pero los lazos familiares existían, por mucho que
los negase. El viejo Luther Whateley siempre había sido severo y
dictatorial, pero era el padre de su madre, y el nieto debía lealtad a
su sangre. Round Mountain se elevaba fuera, cercano a la habitación;
sentía su presencia como la había sentido cuando era niño y dormía
arriba. Los árboles, durante mucho tiempo sin podar, se apelotonaban
contra la casa; y de uno de ellos, a esta hora de profundo crepúsculo,
caía en el tranquilo aire de verano el sonido de las notas de un búho.
Se reclinó por un momento, adormecido por el extraño y agradable canto
del búho. Un millar de pensamientos se acumularon en su mente,
innumerables recuerdos. Se vio otra vez de pequeño, siempre algo
asustado de divertirse a solas en estos vedados alrededores, siempre
contento al llegar y más contento aún al marcharse.
Pero no podía
permanecer así, aunque le resultase cómodo: había tanto que hacer antes
de irse que no podía permitirse ni un mínimo descanso, si no quería
comenzar con mal pie su nebulosa tarea. Se levantó de la cama, cogió
otra vez la lámpara y empezó a hacer una ronda por la casa. Fue al
comedor, que estaba entre la habitación y la cocina. El comedor tenía un
mobiliario duro, incómodo, artesanal. De ahí se dirigió al salón. El
mundo que se ofrecía al abrir la puerta, por los detalles del mobiliario
y la decoración, era más cercano al siglo XVIII que al XIX, y, desde
luego, muy alejado del XX. La ausencia de polvo era debida a lo bien que
ensamblaban las puertas que separaban esta habitación del resto de la
casa. Subió por las escaleras al piso de arriba y recorrió habitación
tras habitación. Todas estaban polvorientas, con las cortinas
descoloridas, y el aspecto general era de no haber sido ocupadas durante
muchos años, incluso antes de que muriese el viejo Luther Whateley.
Entonces llegó al pasillo que conducía a la habitación cerrada, el
escondrijo o prisión de la tía Sarah, ya no podría saber qué había sido,
e, impulsivamente, bajó y se paró delante de la puerta prohibida.
Ningún sonido de respiración, ningún quejido le saludaba ahora, nada en
absoluto mientras permanecía enfrente de ella, recordando, aún fascinado
por el hechizo de la prohibición de su abuelo.
Pero no había
razón alguna para continuar respetándola. Sacó el llavero y
pacientemente probó una llave tras otra en la cerradura, hasta encontrar
la que correspondía a ella. Saltó el pestillo y empujó. La puerta se
abrió con un chirrido. Alzó la lámpara. Había esperado encontrar el
dormitorio de una mujer, pero la habitación cerrada ofrecía un aspecto
sorprendente: había ropa de cama tirada por todas partes, almohadas en
el suelo, restos de comida seca en una gran bandeja escondida detrás de
un escritorio. Un extraño olor íctico dominaba el cuarto, y le abofeteó
con tal dosis de humedad que casi no pudo reprimir una mueca de asco. La
habitación estaba destrozada; además, tenía el aspecto de haber estado
en ese desorden salvaje durante mucho, mucho tiempo. Abner depositó la
lámpara en el escritorio separado de la pared, cruzó hacia la ventana
que daba al molino y la abrió. Forcejeó para abrir las contraventanas
hasta que recordó que habían sido clavadas. Entonces se apartó, alzó un
pie y dio una patada a las contraventanas para que una bocanada de aire
fresco penetrara en la habitación.
Dio la vuelta y del mismo modo
hizo saltar las contraventanas de la pared contigua. Hasta que se
separó para ver lo que había hecho no se dio cuenta de que había roto la
pequeña esquina de la ventana que se abría sobre la rueda del molino.
Un primer sentimiento de pesar se borró al recordar que su abuelo
insistía en que el molino, al igual que la habitación, se destruyese.
¡Qué importaba una ventana rota! Volvió para recoger la lámpara. Al
hacerlo, dio un empujón al escritorio para colocarlo junto a la pared.
En ese momento, a sus pies, escuchó un crujido. Miró hacia allí. Una
rana de patas muy largas o quizá un sapo -no podía distinguir- se
escabulló debajo del escritorio. Estuvo tentado de echar fuera al
animal, pero pensó que su presencia no importaba demasiado. Si había
sido capaz de sobrevivir en este cuarto, cerrado durante tanto tiempo,
alimentándose de cucarachas y otros insectos, merecía que lo dejasen
tranquilo.
Salió, cerró la puerta de nuevo y regresó al
dormitorio principal. Pensó que, aunque fuera de modo superficial, por
lo menos había dado un primer paso. Había examinado el terreno, por así
decirlo. Y tras su pequeña ronda estaba el doble de cansado que antes.
Aunque no era tarde, decidió irse a la cama y empezar temprano por la
mañana. Había que ocuparse aún del viejo molino; quizá algo de su
maquinaria, si quedaba alguna, podía venderse, y lo rueda era ahora una
pieza rara: pocas ruedas de molino habían sobrevivido a su época.
Permaneció durante unos instantes en la galería. Acusó con cierta
sorpresa los sonidos de los grillos y saltamontes, y el más sobrecogedor
coro de chotacabras y ranas, que surgían de todas partes para asaltarle
con una ensordecedora insistencia de tal proporción como para mitigar
incluso el sonido procedente de Dunwich. Estuvo allí hasta que ya no
pudo tolerar las voces de la noche por más tiempo; entonces volvió a
entrar, cerró la puerta, y se dirigió al dormitorio. Se desvistió y se
metió en la cama. Al cabo de una hora no había logrado dormirse,
enervado por el coro de sonidos naturales generados fuera de la casa y
dentro de él mismo, y por una creciente confusión acerca de lo que había
dicho su abuelo sobre la «disolución» que él no había sido capaz de
realizar... Pero por fin entró en un sueño intranquilo.
II.
Se
despertó al amanecer. Había descansado poco. Toda la noche había soñado
con lugares extraños y seres que le llenaban de belleza y admiración y
terrores. Nadaba en las profundidades del océano y en el Miskatonic
entre los peces, los anfibios, y unos seres con aspecto de hombres y de
batracios. Monstruosas entidades yacían durmiendo en una misteriosa
ciudad de piedra en el fondo del mar, todo ello acompañado de música
terriblemente extraña: flautas mezcladas a inquietantes sonidos ululares
de gargantas muy distintas de las gargantas humanas. El abuelo
Whateley, de pie ante él, le miraba con gesto de acusación, derramando
su cólera por haber osado entrar en la habitación de la tía Sarah.
Estaba
preocupado, pero le distrajo la necesidad de ir a Dunwich a buscar las
provisiones que había olvidado traer con tantas prisas. La mañana estaba
clara y soleada; las avefrías y los tordos cantaban, y las perlas de
rocío sobre las hojas y la hierba reflejaban la luz como miles de joyas
por el camino de curvas que conducía a la calle principal del pueblo. A
medida que se aproximaba se animaba más; silbaba alegremente, y esperaba
cumplir cuanto antes sus compromisos, y después huiría de este desolado
agujero con su humanidad decadente. Bajo la luz del sol, la calle
principal de Dunwich no era más acogedora que lo había sido bajo el
crepúsculo del día anterior. El pueblo se escondía entre el Miskatonic y
la abrupta falda del Monte Redondo. Era un oscuro y extraño nido de
habitantes que no parecía haber entrado en el año 1900, como si el
tiempo hubiese tropezado con un muro en el último recodo del siglo
pasado. Su alegre silbido se desvaneció y murió. Desvió su mirada de los
edificios ruinosos. Evitó las miradas sin expresión de los paseantes y
fue directamente a la vieja iglesia convertida en tienda, que sabía
encontraría fachosa y mal cuidada, igual que el resto del pueblo.
Un
dependiente de cara delgada le observó acercarse por la nave lateral.
Oteaba en sus facciones algo conocido. Abner se dirigió a él y le pidió
bacon, café, huevos y leche. El dependiente le escudriñó. El permaneció
quieto.
-Usted debe ser un Whateley -dijo por fin-. No creo que me conozca. Soy su primo Tobías. ¿Cuál de ellos es usted?
-Soy Abner, el nieto de Luther -dijo de mala gana.
La cara de Tobías Whateley se heló.
-El
hijo de Libby. Sí, Libby, la que se casó con Jeremiah. ¿Pero es que
habéis vuelto otra vez a casa de Luther? ¿No iréis a empezar cosas raras
otra vez?
-No hay nadie más que yo -dijo Abner secamente-. ¿A qué cosas sé refiere?
-Si tú no lo sabes, no soy yo quien tiene que decírtelo.
Y
Tobías Whateley no volvió a decir nada. Dio a Abner lo que éste
necesitaba, cogió el dinero de mal humor y, mal encarado, le siguió con
la mirada cuando salía de la tienda. Abner estaba desagradablemente
afectado. El brillo de la mañana se había atenuado para él, aunque el
sol brillaba desde el mismo cielo despejado. Se apresuro a salir de la
calle principal y de la tienda, y corrió por el camino hacia la casa que
no hacía mucho tiempo había dejado. Le molestó aún más descubrir,
delante de la casa, un antiguo carromato tirado por un viejo caballo de
labor. A su lado, estaba un niño de pie. Dentro se sentaba un viejo de
barbas blancas que, al ver acercarse a Abner, pidió ayuda al niño para
descender trabajosamente al suelo y permanecer de pie esperando a Abner.
Mientras Abner se acercaba, el niño tomó la palabra sin sonreír.
-El bisabuelo le hablará.
-Abner -dijo el anciano con voz temblorosa, mientras Abner se fijaba por primera vez en lo viejo que era.
-Este es el bisabuelo Zebulón Whateley -dijo el niño.
El hermano del abuelo Luther Whateley. El único Whateley que vivía de su generación.
-Venga, señor -dijo Abner ofreciendo su brazo al viejo.
Zebulón Whateley lo tomó.
Los
tres anduvieron lentamente hacia la galería, donde el viejo se detuvo
enfrente de los escalones. Volvió hacia Abner unos ojos negros rematados
en tupidas cejas blancas, y movió la cabeza suavemente.
-Ahora, si me traes una silla, me sentaré.
-Trae una silla de la cocina, niño -dijo Abner.
El
niño corrió hacia las escaleras y entró en la casa. Salió con la misma
rapidez, trayendo una silla para el viejo. Le ayudó a sentarse y
permaneció de pie a su lado, mientras Zebulón Whateley tomaba aliento.
CIavó Ia mirada en Abner. Observaba con especial detenimiento su ropa,
que, a diferencia de la suya, no estaba hecha a mano.
-¿Por qué has venido, Abner? -preguntó ahora con voz más firme.
Abner le contestó tan simple y directamente como pudo.
Zebulón Whateley movió la cabeza.
-No
sabes más que los demás, y menos que algunos -dijo-. Lo que hacía
Luther sólo Dios lo sabe, porque ahora Luther se ha ido. Pero lo que te
puedo decir, Abner, y te lo juro por Dios, es que no sé por qué Luther
se encerró, y a Sarah con él, desde aquella vez en que ella volvió de
Innsmouth. Lo que si sé, y te lo puedo decir, es que fue algo terrible,
terrible, y lo que ocurrió fue terrible. Ahora ya nadie puede echarle la
culpa a Luther, ni a la pobre Sarah. Pero ten cuidado, ten cuidado,
Abner.
-Estoy para cumplir la voluntad de mi abuelo -dijo Abner.
El viejo asintió. Pero sus ojos mostraban preocupación y estaba claro que confiaba poco en Abner.
-¿Cómo supo que estaba aquí, tío Zebulón? -preguntó Abner.
-Me
llegó la noticia de que habías venido. Era mi deber hablar contigo.
Pesa un maleficio sobre los Whateley. Algunos que ahora están bajo
tierra han tenido que ver con el demonio, otros silbaban cosas terribles
en el aire, y otros tenían que ver con cosas que no eran del todo
humanas, ni del mar, pero vivían en el mar y nadaban -hasta muy lejos-
en el mar. Y hubo quienes se encerraron en sí mismos y se convirtieron
en seres extraños y aturdidos. Eso fue lo que ocurrió en Sentinel Hill
aquella vez. Wilbur, el de Lavinny. Y ese otro de Sentinel Stone. Dios,
tiemblo al pensar en ello.
-Bien, abuelo, no se excite -le reprendió el niño.
-No
lo haré, no -dijo el viejo trémulamente-. Todo está muerto ahora. Está
olvidado, por todos menos por mí y por aquellos que tomaron los signos
que apuntaban hacia Dunwich, diciendo que era un lugar demasiado
horrible para conocer...
Movió la cabeza y se quedó callado.
-Tío Zebulón -dijo Abner-. Nunca vi a mi tía Sarah.
-Claro que no, chico. Estaba encerrada en aquella época. Antes de que tú nacieses, creo que fue.
-¿Por qué?
-Sólo Luther lo sabía. Y Dios. Ahora Luther se ha ido, y parece que Dios no recuerda que Dunwich aún está aquí.
-¿Qué hacía la tía Sarah en Innsmouth?
-Visitaba a un pariente.
-¿Hay algún Whateley también allí?
-Whateley,
no. Marsh. El viejo Obed Marsh, que era primo de papá. El y su mujer
estaban en el comercio. En Ponapé, si sabes dónde está.
-Lo sé.
-¿Lo
sabes? Yo no lo sabía. Dicen que Sarah había ido a visitar a alguno de
los Marsh. Al nieto o al hijo de Obed. Nunca supe cuál. Nunca lo oí. No
me importa. Allí pasó algo. Dicen que cuando vino estaba diferente.
Inconstante. Desequilibrada. Le respondía de mala forma a su padre. Y
luego, no mucho después, la encerró en esa habitación hasta que murió.
-¿Cuánto tiempo después?
-Tres,
cuatro meses. Y Luther nunca dijo por qué. Nadie volvió a verla desde
ese día hasta que fue sacada en el ataúd. Hace dos años, puede que tres.
Un día por la noche, al año de haber vuelto de Innsmouth, ocurrieron
cosas en esta casa. Peleas, gritos, chillidos. Casi todo el mundo en
Dunwich lo oyó, pero nadie fue a ver lo que era, y al día siguiente
Luther dijo que era sólo Sarah, víctima de un ataque de nervios. Pudiera
ser. Pudiera ser algo más...
-¿Qué más, tío Zebulón?
-Obra del
demonio -dijo el viejo inmediatamente-. Pero me olvido de que tú eres
persona con estudios. No hay muchos Whateley que hayan recibido una
educación. Lavinny leía libros, unos libros terribles que no eran buenos
para ella. Y Sarah leyó algunos. Es mejor no tener ninguna instrucción
que tener poca; no se puede andar por la vida sabiendo un poco, se anda
mejor no sabiendo nada.
Abner sonrió.
-¡No te rías, muchacho!
-No me río, tío Zebulón. Estoy de acuerdo con usted.
-Entonces si te encuentras cara a cara con ello sabrás qué hacer. No te pararás a pensar. Simplemente lo harás.
-¿Con qué?
-Ojalá
lo supiera, Abner, No lo sé, Dios sí lo sabe. Luther lo sabía. Pero
Luther está muerto. Yo creo que Sarah también lo sabía. Y Sarah está
muerta. Ahora nadie sabe qué era aquello tan terrible. Si yo rezase,
rezaría para que no lo averigües tú. Pero si lo haces, no vayas más allá
de lo que descubras, sólo haz lo que tienes que hacer. Tu abuelo tenía
unas notas, búscalas. Puedes enterarte de qué clase de personas eran los
Marsh. No eran como nosotros. Algo terrible les ocurrió. Y puede que
también a Sarah...
Algo se interponía entre el viejo y Abner
Whateley, algo no dicho, quizá desconocido; pero era algo que dio a
Abner escalofríos, a pesar de sus esfuerzos conscientes para restar
importancia a lo que sentía.
-Me enteraré de lo que pueda, tío Zebulón -prometió.
El viejo asintió e hizo una señal al niño. Le indicaba que deseaba levantarse, para volver al carro. El niño se apresuró.
-Si me necesitas, Abner, díselo a Tobías -dijo Zebulón Whateley-. Vendré si puedo.
-Gracias.
Abner
y el niño ayudaron al viejo a subirse al carro. Zebulón Whateley
levantó el brazo en señal de despedida. El niño azotó el caballo y el
carro se puso en marcha.
Abner se quedó un instante mirando el
vehículo que se alejaba. Estaba molesto y de mal humor. Molesto ante la
sospecha de que algo terrible se escondía bajo las palabras de
advertencia de Zebulón Whateley. De mal humor porque su abuelo, a pesar
de todos sus deseos, le había dejado poco campo donde actuar. Pero esto
pudo haber sido porque su abuelo creyese firmemente que Abner Whateley
no se encontraría con nada peligroso al llegar a la vieja casa. No podía
haber otra explicación. Pero Abner no estaba plenamente convencido.
¿Era algo tan horrible que Abner no tenía necesidad de saberlo, a menos
que fuese imprescindible? ¿O había dejado Luther Whateley alguna clave
en algún otro lugar de la casa? Lo dudaba. No era el estilo del abuelo,
siempre tan brusco y directo. Entró en la casa con la compra, la guardó,
y se sentó para establecer un plan de actuación. Lo primero que había
que hacer era revisar el molino para ver si la maquinaria estaba en buen
uso y podía ser aprovechada. Luego debía encontrar a alguien para que
tirase el molino y la habitación que estaba encima. Luego tendría que
alquilar o vender la casa y la propiedad adjunta. Un sentimiento de
fatalidad le tenía convencido de que nadie querría instalarse en un
lugar tan aislado del extremo de Massachusetts como era Dunwich.
Empezó
de inmediato a cumplir con su obligación. Su revisión del molino, sin
embargo, le descubrió que la maquinaria que había estado allí -a
excepción de las piezas que estaban fijas a la rueda- había sido
retirada y posiblemente vendida. Quizá parte de la venta era el legado
que Luther Whateley había depositado en el banco de Arkham. Abner ya no
tendría que tirar la maquinaria antes de demoler el molino. El polvo que
había en el molino casi le sofocaba; había más de una pulgada en todas
partes, y se levantaba en grandes nubes a su alrededor cuando caminaba a
través de las habitaciones vacías y llenas de telarañas. El polvo
envolvía sus pisadas, y estaba contento de dejar el molino para dar la
vuelta y observar la rueda. Se abrió paso por el borde del listón que
sujetaba el eje de la rueda, poco seguro, puesto que la madera podía
ceder y dejarle caer al agua; pero la construcción era firme, la madera
no cedió, y pronto estaba en la rueda. Parecía ser un espléndido
ejemplar de mediados del siglo XIX. Sería una pena destruirla, y podía
hallarse un lugar para ella, bien en un museo o en alguno de esos
edificios que estaban siendo reconstruidos por gente rica, interesada en
conservar la herencia americana.
Estaba dispuesto a marcharse de
la rueda, cuando sus ojos se posaron en una serie de huellas húmedas en
las paletas. Se inclinó para observarlas mejor. Aparte de comprobar que
estaban parcialmente secas, se dio cuenta de que eran huellas dejadas
por algún animal pequeño, probablemente batracio -una rana o sapo- que
aparentemente había subido a las paletas en las horas tempranas de la
salida del sol. Elevó sus ojos y siguió la línea de las huellas hasta
las ventanas rotas de la habitación de arriba. Se paró un momento a
pensar. Recordó el batracio que había visto en la habitación cerrada.
¿Se habría escapado por la ventana rota? O quizá alguno de su especie
había acusado su presencia y había subido. Una cierta aprensión le
sacudió, pero la eludió de su mente con irritación. A un hombre de su
inteligencia no podía conmoverle la atmósfera de ignorancia, el misterio
supersticioso que se desprendía del recuerdo de su abuelo. Pero a pesar
de todo, dio la vuelta y subió a la habitación cerrada. Esperaba, al
abrir la puerta, encontrar algún cambio significativo en la habitación.
Algo diferente de como la recordaba de la noche anterior, pero aparte de
la luz poco usual, no había alteración alguna. Cruzó hacia la ventana.
Había huellas en el antepecho. Había dos pares de ellas. Una parecía
dirigirse al exterior, y la otra al interior. Las que salían eran
pequeñas, sólo medían una pulgada de ancho. Las que entraban eran el
doble de tamaño. Abner se inclinó y las miró fijamente, con fascinación.
No
era zoólogo, ni tampoco un ignorante en el tema. Las huellas eran algo
que nunca antes había visto, ni siquiera en sueños. Excepto en el hecho
de ser o parecer palmípedas, eran las huellas perfectas en miniatura de
manos y pies humanos.
Aunque buscó precipitadamente al animal, no
vio señal de él, y finalmente, un poco turbado, salió de la habitación,
y cerró la puerta tras de sí. Se arrepentía de haberse dirigido allí en
un primer momento, haberse sentido impulsado a abrir las contraventanas
que durante tanto tiempo habían aislado la habitación del mundo
exterior.
III.
No le sorprendió del todo encontrarse con que
nadie en Dunwich estaba dispuesto a llevar a cabo la demolición del
molino. Incluso carpinteros que no habían trabajado durante mucho tiempo
y estaban deseando hacer alguna obra dieron una serie de excusas, que
Abner interpretó como subterfugios para encubrir el miedo supersticioso
hacia el lugar en donde trabajarían. Se vio en la necesidad de
encaminarse a Aylesbury, pero aunque no tuvo dificultad en contratar a
un equipo de fuertes jóvenes para efectuar la demolición del molino, se
vio forzado a esperar a que terminasen sus contratos en vigor y regresó a
Dunwich con la promesa de que irían en «una semana o diez días».
Entonces
se puso a ver las cosas de Luther Whateley que aún había en la casa.
Había montones de periódicos -especialmente el Arkham Advertiser y el
Aylesbury Transcript- amarillentos por el tiempo y la humedad, y llenos
de polvo, que apartó para quemar. Había libros que decidió mirar uno por
uno para no deshacerse de algo valioso. Y había cartas que hubiese
quemado de inmediato, de no haberle saltado a los ojos el nombre
«Marsh». Las leyó.
«Luther, lo que le ocurrió al primo Obed es
una cosa peculiar. No sé cómo decírtelo. No sé cómo haré para que me
creas. No estoy seguro de tener todos los datos. Pienso si no será otra
cosa que patrañas deliberadamente inventadas para ocultar algo de
naturaleza escandalosa, pues sabes que los Marsh siempre han sido
exagerados y tienen una acusada inclinación al engaño. Es gente de
intenciones poco claras. Siempre lo han sido. Pero la historia, según la
escuché del primo Alizah, es que cuando él era joven, Obed y algunos
otros de Innsmouth, navegando con sus barcos mercantes a las Islas
Polinesias, encontraron allí gentes extrañas, que se llamaban los
'Profundos' y que eran capaces de vivir tanto en la tierra como en el
agua. Anfibios, serían. ¿Parece esto creíble? A mí no. Lo más asombroso
es que Obed y algunos de los otros se casaron con mujeres de ésas y las
trajeron a vivir con ellos. Ahora bien, ésa es la leyenda. He aquí los
hechos. A partir de ese momento, los Marsh han prosperado mucho en el
comercio. A la señora Marsh nunca se la ve, excepto en aquellas
ocasiones en que va a determinados asuntos secretos de la Orden de Dagon
Hall. 'Dagon', según dicen, es un dios del mar. Yo no sé nada de estas
religiones paganas, ni deseo saber. Los niños de Marsh tienen un aspecto
muy raro. No exagero, Luther, al decirte que tienen la boca enorme y
las caras sin barbilla y los ojos grandísimos y de mirada fija, ¡te juro
que a veces parecen ranas en vez de seres humanos! No tienen, por
cuanto yo puedo distinguir, agallas. Dicen que los Profundos sí tienen
agallas, y que pertenecen a Dagon o alguna otra deidad del mar cuyo
nombre no puedo pronunciar, y menos aún transcribir. No importa. Es un
galimatías tal que pueden haberlo inventado los Marsh para servir a sus
propósitos. ¡Pero por Dios, Luther, a juzgar por los barcos que el
capitán Marsh tiene en la India, que se mantienen a flote sin el más
leve desperfecto ocasionado por tormentas o desuso -el bergantín
Columbia, la barca Sumatra Queen, el Hetty, y algunos otros- parece como
si hubiese hecho algún tipo de trato con el mismo Neptuno!
»Luego
están todas las cosas que ocurren en la costa donde viven los Marsh.
Nadan de noche. Nadan muy lejos, hasta el Arrecife del Diablo que, como
sabes, esta a milla y media del puerto de aquí, de Innsmouth. La gente
se aleja de los Marsh, excepto los Martin y algunos otros que estuvieron
también comerciando en el este de la India. Ahora que Obed ha muerto -y
supongo que la señora Marsh también, puesto que no se la ve por ninguna
parte- los hijos y nietos del capitán continúan comportándose
extrañamente.»
La carta continuaba con una relación de precios.
Las cifras eran ridículamente bajas comparadas con las actuales, siglo y
medio después, pues Luther Whateley sería un hombre joven, soltero, en
la época en que esta carta fue escrita por Ariah, primo del que Abner
nunca había oído hablar. Lo que tenía que decir de los Marsh no era
nada, o era todo, quizá, si Abner hubiera tenido la clave. Creía, con
gran irritación, que sólo tenía en sus manos algunas partes inconexas.
Pero si Luther Whateley se creyó estas patrañas, ¿habría permitido, años
después, que su hija visitase a los Marsh? Abner lo dudaba. Miró
algunas otras cartas -facturas, recibos, relatos triviales de viajes
hechos a Boston, Newburyport, Kingsport, tarjetas-, y llegó por fin a
otra carta del primo Ariah, escrita, si la comparación de las fechas
servía de evidencia, inmediatamente después de la que Abner acababa de
leer. Había diez días de diferencia, y Luther pudo haber tenido tiempo
para contestar a la primera. Abner la abrió ansiosamente
La
primera parte trataba de asuntos familiares concernientes al matrimonio
de otra prima, evidentemente una hermana de Ariah; la segunda especulaba
acerca del comercio futuro al este de la India, con un párrafo sobre un
nuevo libro de Whitman, evidentemente Walt; pero la tercera parte era
sin duda una respuesta a algo que el abuelo Whateley había preguntado
acerca de la rama de la familia Marsh.
«Bien, Luther, puede que
tengas razón en cuanto a que es un prejuicio racista el causante de los
sentimientos contra los Marsh. Conozco cómo piensan aquí las gentes
acerca de otras razas. Es una desgracia, pero quizá radica en la falta
de educación la base de esos prejuicios. Aunque no estoy convencido de
que todo se deba a un prejuicio de raza. No sé qué clase de raza podría
dar a los Marsh, descendientes de Obed, ese extraño aspecto. La gente
del este de la India que he visto y recuerdo de mis primeros días en el
comercio tiene facciones similares a las nuestras, y sólo es diferente
el color de su piel, algo cobriza, diría yo. Una vez vi a un nativo de
aspecto similar, pero evidentemente no era un indígena, pues le eludían
los trabajadores que rondaban los barcos en el puerto donde le vi. He
olvidado ya dónde fue, pero creo que era en Ponapé. A decir verdad, los
Marsh se mantenían siempre muy unidos entre ellos y con esas familias
que formaban su mismo clan. Más o menos controlaban el pueblo. Puede ser
significativo -quizá se trató de un accidente- que un hombre conocido
que habló contra ellos apareciese ahogado poco después. Soy el primero
en admitir que coincidencias más apabullantes que éstas ocurren a
menudo, pero puedes estar seguro de que la gente que sentía hostilidad
hacia los Marsh se aprovechó de lo ocurrido.
»Como sé que tu mente analítica rechaza fríamente las habladurías, no quiero contarte más.»
Después
de eso, ninguna otra alusión. Lo que Ariah escribió en las cartas
siguientes trataba exclusiva y escrupulosamente de asuntos familiares de
lo más trivial. Luther Whateley evidentemente había despreciado los
rumores; ya de joven debió de haber sido una persona de férrea
autodisciplina. Aparte de esa última carta, Abner no volvió a encontrar
más que una sola referencia a algún hecho misterioso en Innsmouth. Era
un recorte de periódico. Los términos poco concretos en los que se
expresaba el reportero ponían de manifiesto que el propio autor del
artículo no supo en realidad qué había ocurrido: se refería a la
presencia de agentes del gobierno federal en los alrededores de
Innsmouth, en el año 1928, a su intento de destruir el Arrecife del
Diablo y la voladura de grandes zonas del puerto, y a la detención de
varios miembros de las familias Marsh, Martin y algunos otros. Sea como
sea, aquel artículo y los hechos a los que se refería eran bastante
posteriores -en decenas de años- a las cartas de Ariah.
Abner se
echó al bolsillo las cartas que trataban de los Marsh y quemó el resto
de los papeles en una hoguera que hizo en la orilla del río. Vigiló un
rato para que las pavesas no prendiesen la hierba de alrededor, que
estaba muy seca. Agradeció el olor a humo, porque del río venía un olor a
muerte producido por los restos de peces que habían servido de festín a
algún animal, una nutria, pensó. Mientras permanecía al lado del fuego,
sus ojos vagaron por el viejo edificio Whateley, y vio, con tristeza,
que había llegado el momento de derruir el molino, que los marcos de las
ventanas que había roto en la habitación de la tía Sarah se habían
caído y trozos de la ventana estaban esparcidos por las aspas de la
rueda. Cuando el fuego estaba lo suficientemente extinguido como para
poder dejarlo, el día tocaba a su fin. Tomó una frugal comida, y sin
querer leer una línea más aquel día; decidió no intentar hallar las
'notas' de su abuelo a las que se había referido el tío Zebulón
Whateley. Salió a contemplar el crepúsculo y la noche a la galería,
desde donde se oían de nuevo in crescendo los coros de ranas y
chotacabras.
Se retiró pronto, extrañamente cansado. El sueño,
sin embargo, no le venía. Por un lado, la noche de verano era calurosa;
casi no había brisa. Por otro lado, sobre el croar de las ranas y de la
demoníaca insistencia de los chotacabras, los sonidos del interior de la
casa invadían su consciencia. Crujidos y gemidos de una casa de madera
acomodándose en la noche; un peculiar sonido, como si algo se
arrastrase, un medio saltar y un medio arrastrarse, que Abner achacó a
las ratas, las cuales probablemente abundarían en la zona del molino.
Los sonidos eran amortiguados y parecían llegarle desde muy lejos; y en
una ocasión oyó un romper de madera y de cristal que, Abner pensó,
probablemente venía de la ventana que daba al molino. La casa se estaba
cayendo virtualmente a pedazos a su alrededor; era como si él mismo
sirviese de agente catalítico para llegar a la disolución final de la
estructura. Esto le divirtió, puesto que, sin quererlo, estaba dando
cumplimiento a lo que pedía su abuelo. Y así, confundido, se dejó vencer
por el sueño.
Se despertó pronto esa mañana con el timbre del
teléfono, cuya instalación había previsto durante su estancia en
Dunwich. Ya había descolgado el receptor del viejo aparato colocado en
la pared, cuando se dio cuenta de que se trataba de un cruce y no de una
llamada para él. Sin embargo, la voz de mujer que estalló sobre él le
dejó dolorido el oído con los gritos insistentes y se quedó helado con
el auricular en la mano.
«Le diré, señorita Corey, oí cosas ayer
por la noche. La tierra estaba hablando otra vez, y cerca de medianoche
escuché ese grito. Nunca pensé que una vaca gritase de esa forma. Igual
que un conejo, sólo que más fuerte. Era la vaca de Lutey Sawyer, la
encontraron esta mañana, más de la mitad se la habían comido los
animales…»
«Señora Bishop, no querrá usted decir… ¿Ha vuelto?»
«No lo sé. Por Dios espero que no. Pero es igual que la última vez.»
«¿Sólo atrapó esa vaca?»
«Sólo esa. No he oído de ninguna otra. Pero así fue como empezó la última vez, señora Corey.»
Silenciosamente,
Abner colgó el auricular. Sonrió con una mueca irónica ante estas
desbordadas supersticiones de los vecinos de Dunwich. Nunca había
sospechado a qué profundidades de ignorancia y superstición podían
llegar los habitantes de lugares tan retirados como Dunwich, y esta
manifestación era tan sólo una pequeña muestra. Tenía poco tiempo, sin
embargo, para entretenerse con el asunto. Debía ir al pueblo por leche
fresca, y salió a la mañana de sol y nubes con una sensación de desahogo
que le provocaba la pequeña escapada de la casa. Tobías Whateley estaba
más serio y hosco que nunca cuando Abner entró en la tienda. Abner
sintió no sólo resentimiento, sino también un miedo tangible. Se quedó
sorprendido. A todos los comentarios de Abner, Tobías respondía con
monosílabos. Con objeto de hilvanar una conversación, empezó a contarle a
Tobías lo que había escuchado en la línea telefónica.
-Lo sé -dijo Tobías, bruscamente y mirando por primera vez a la cara de Abner con expresión aterrorizada.
Abner
se sumió en el silencio. Al terror se mezclaba la animosidad en los
ojos de Tobías. Abner leyó claramente cuáles eran sus sentimientos al
verle bajar la mirada y tomar el dinero que le ofrecía.
-¿Has visto a Zebulón? -preguntó en voz baja.
-Estuvo en casa -dijo Abner.
-¿Hablaste con él?
-Sí, hablamos.
Era
como si Tobías confiase en que ambos hubiesen tratado de ciertas
cuestiones. A la vez, su actitud sugería que estaba aturdido por
acontecimientos recientes. También parecía indicar que Zebulón no le
había dicho lo que Tobías había esperado que el viejo le dijese, o que
Abner había descuidado algunos de los consejos del tío. Abner empezó a
sentirse totalmente perplejo; además de la conversación telefónica de
las vecinas supersticiosas y de las misteriosas alusiones que el tío
Zebulón había dejado entrever, la actitud de su primo Tobías le
desconcertaba aún más. Tobías no parecía más inclinado que Zebulón a
traducir en palabras lo que ocultaba tras sus ásperas facciones. Uno y
otro actuaban como si Abner supiese de qué iba la cosa. Se marchó
desconcertado y se encaminó hacia la casa Whateley. Decidió no parar más
hasta acabar con su tarea para poder alejarse cuanto antes de esa aldea
perdida y de sus extraños y supersticiosos vecinos, incluidos sus
mismos familiares. Con este fin, apenas había acabado su desayuno
reanudó su tarea y siguió inventariando las cosas de su abuelo. Había
comido poco, pues la desagradable visita a la tienda le había quitado el
apetito que había sentido antes de salir. Tardó bastante en encontrar
el documento que buscaba: un viejo libro mayor en el que, con su letra
quebradiza, Luther Whateley había hecho algunas anotaciones.
IV.
Después
de haber comido algo, Abner permaneció sentado y, a la luz de la
lámpara, abrió el libro sobre la mesa de la cocina. Las primeras hojas
habían sido arrancadas, pero examinando los fragmentos de las hojas que
aún estaban pegados a los hilos que cosían las páginas, Abner llegó a la
conclusión de que estas hojas no habían contenido más que simples
números. Pensó que su abuelo había querido aprovechar un viejo libro de
contabilidad a medio rellenar, y había quitado las hojas utilizadas para
apuntes más prosaicos que sus actuales anotaciones. Desde el principio
las notas eran misteriosas. Carecían de fecha y no llevaban más que el
día de la semana.
«Este sábado, Ariah ha contestado a mi
pregunta. S. fue vista algunas veces en compañía de Ralsa Marsh, el
bisnieto de Obed. Nadaban juntos de noche.»
Esa primera anotación
se refería claramente a la estancia de la tía Sarah en Innsmouth, y
definía el tipo de preguntas que el abuelo había podido hacer a Ariah
acerca de ella. Algo había inducido a Luther a llevar a cabo esa
investigación, y por lo que sabía del carácter de su abuelo, Abner llegó
a la conclusión de que la había iniciado después de la vuelta de Sarah a
Dunwich. La anotación siguiente consistía en un trozo de carta
mecanografiada recibida por Luther Whateley, y que éste había pegado a
continuación. ¿Por qué?
«Ralsa Marsh es probablemente el más
repelente de la familia. Su aspecto alcanza casi la degeneración. Sé,
porque tú mismo lo dijiste, que Libby es la más encantadora de tus
hijas. De todos modos, no podemos comprender cómo Sarah pudo dar con
alguien tan repulsivo como Ralsa... Un ser en el que todas esas
características recesivas que se han dado en la familia Marsh, desde
Obed y su matrimonio con la mujer polinesia (los Marsh han negado que la
esposa de Obed fuese polinesia; pero él comerciaba por allí en aquella
época, y no me creo esas historias de una isla que no aparece en el mapa
y donde sostienen que habría encontrado a esa mujer) parecen haber
alcanzado su máximo desarrollo. Por lo que ahora deduzco -después de
todo han transcurrido más de dos meses, cerca de cuatro, me parece,
desde su regreso a Dunwich- estuvieron constantemente juntos. Me
sorprende que Ariah no te lo haya contado. A ninguno de nosotros se nos
había encargado ni dado permiso para impedir que Sarah se viese con
Ralsa. Además son primos, y es a los Marsh, no a nosotros, a quienes
ella estaba visitando.»
Abner pensó que esta carta había sido
escrita por una mujer, otra prima, que parecía reprochar a Luther, en un
tono dolido, el haber enviado a Sarah a casa de los Marsh en lugar de
mandarla a la suya. Era obvio que Luther, sin embargo, le había hecho
ciertas preguntas sobre Ralsa. La tercera anotación estaba de nuevo
escrita por Luther, y resumía una carta de Ariah.
«Sábado. Según
Ariah, los Profundos son una secta o un grupo semi-religioso. Son
subhumanos. Se dice que viven en el agua y adoran a Dagon y a otro dios
llamado Cthulhu. Tienen agallas. Se parecen más a las ranas o a los
sapos que a los peces, pero sus ojos son ícticos. Asegura que la esposa
de Obed era una de ellos. Afirma que todos los hijos de Obed llevaban
las mismas características. ¿Los Marsh tendrían agallas? Si no, ¿cómo
lograrían nadar milla y media, hasta el Arrecife del Diablo, y volver?
Los Marsh comen poco. Pueden estar sin comer y sin beber durante mucho
tiempo, disminuyen o aumentan de tamaño rápidamente.» (A esto Luther
había añadido cuatro desdeñosos signos de exclamación.) Zadok Allen jura
haber visto a Sarah nadar hacia el Arrecife del Diablo. Los Marsh la
llevaban. Todos desnudos. Jura haber visto que los Marsh tienen la piel
dura y cuarteada ¡algunos con escamas, como peces! ¡Jura haberlos visto
bucear y comerse peces crudos! Los devoraban como bestias.»
La
siguiente anotación consistía de nuevo en un párrafo de una carta, sin
lugar a dudas en respuesta a otra escrita por el abuelo Whateley.
«Preguntas
quién es el responsable de estas historias ridículas que circulan sobre
los Marsh. Pues bien, Luther, sería imposible designar a alguien en
particular, ni tampoco a una docena de personas, y eso en varias
generaciones. Estoy de acuerdo en que el viejo Zadok Allen habla
demasiado, bebe, y puede inventar muchas historias. Pero él es sólo uno
entre muchos. El hecho es que esta leyenda -o galimatías, como tú dices-
se ha extendido de una generación a otra, a lo largo de tres de ellas.
No tienes más que mirar a algunos de los descendientes del Capitán Obed
para comprender cómo pudieron surgir tales cuentos. Se dice de algunos
hijos de los Marsh que eran demasiado horribles para mirarles a la cara.
¿Habladurías de viejas? Quizá, pero una vez, como el doctor Rowley
Marsh estaba demasiado viejo para poder atender a una de las mujeres de
Marsh, llamaron al doctor Gilman, y Gilman ha sostenido siempre que lo
que trajo al mundo entonces era un ser que podía serlo todo, menos
humano. Nunca nadie llegó a ver a ese Marsh, aunque, después, hubo
gentes que afirmaron haber visto cosas que se movían sobre dos piernas
pero que no eran seres humanos.»
A continuación venía una breve, pero reveladora, referencia de dos palabras: «Sarah castigada».
Esto
debió marcar la fecha en que Sarah Whateley fue encerrada en la
habitación encima del molino. Seguían varias páginas en las que Luther
no mencionaba para nada a su hija en sus anotaciones. Pese a que las
notas no llevaban fecha alguna y se seguían una tras la otra, a juzgar
por la diferencia en el color de la tinta, debían de haber sido escritas
en épocas distintas.
«Muchas ranas. Parecen habitar en el
molino. Parecen más numerosas que en los pantanos de la otra orilla del
Miskatonic. Impiden dormir. ¿Aumenta también el número de chotacabras, o
será mi imaginación?. Esta noche he llegado a contar treinta y siete
ranas sobre los escalones del porche.»
Seguían más anotaciones de
este mismo tipo. Abner las leyó todas, pero no encontró en ellas nada
que le aclarara lo que el viejo había querido decir. Desde ese momento
Luther Whateley parecía haber dedicado su libro a las ranas, a la
niebla, a los peces, y a sus movimientos en el Miskatonic, cuando
saltaban del agua, etcétera. Daban la impresión de ser datos sueltos, y
no relacionados con el problema de Sarah. Venía otro silencio a
continuación, y luego aparecía una nota, una sola nota, y además
subrayada.
«¡Ariah tenía razón!»
¿Pero en qué había tenido
razón? se preguntaba Abner. ¿Y cómo supo Luther Whateley que Ariah
había tenido razón? No había nada que indicara que Luther y Ariah
hubieran seguido escribiéndose, ni siquiera que Ariah lo hubiera hecho
sin que el irascible Luther le preguntara nada. A continuación venía una
sección compuesta de recortes de periódicos pegados. Parecían no tener
la menor relación entre sí, pero permitieron a Abner estimar que había
pasado poco más de un año desde la última hasta la siguiente anotación
de Luther, una de las más sorprendentes que Abner encontró. De hecho, el
tiempo transcurrido parecía ser de casi dos años.
«R. ha vuelto a salir.»
Si
Luther y Sarah eran los únicos habitantes de la casa, ¿quién era «R.».
¿Podía ser que Ralsa Marsh hubiese venido de visita y que fuera a él a
quien se refería Luther? Abner lo dudaba, pues nada demostraba que
hubiera podido existir un especial afecto de Ralsa Marsh por su lejana
prima; de haber existido tal sentimiento, indudablemente no habría
esperado tanto para ir en busca de ella. La siguiente anotación parecía
no tener nada que ver con la precedente.
«Dos tortugas, un perro,
los restos de una marmota. Las dos vacas de Bishop, encontradas al
final de la pradera, cerca de la orilla del Miskatonic.»
Un poco más adelante, Luther había apuntado otros datos similares.
«Después
de un mes un total de 17 vacas y 6 ovejas. Horribles alteraciones; el
tamaño está en proporción con la cantidad. Se ha presentado Z.
Preocupado por lo que se rumorea por ahí.»
¿Podía Z. significar
Zebulón? Abner pensaba que sí. Pero, por lo poco que Zebulón le había
podido contar sobre la situación en la casa cuando la tía Sarah había
sido encerrada, Abner dedujo que la visita del anciano había sido
inútil. Zebulón -pensaba Abner, al recordar su conversación con él-
sabía menos que él mismo después de haber leído las anotaciones de su
abuelo. Pero sí conocía la existencia del libro, lo cual hizo suponer a
Abner que Luther, al menos, había confiado a Zebulón que apuntaba
ciertos datos.
Todas esas anotaciones parecían incompletas,
misteriosas, como si, para entenderlas, se necesitara disponer de una
clave, un conocimiento básico guardado por Luther Whateley. Y, sin
embargo, un sentimiento de apremio empezó a manifestarse claramente en
las notas siguientes del viejo.
«Ada Wilkerson ha muerto. Rastros
de pelea. Profundo pesar en Dunwich. John Sawyer me amenazó con el
puño, desde el otro lado de la calle, donde no le podía responder.»
«Lunes. Esta vez Howard Willie. Encontraron un zapato, ¡calzaba aún su pie!»
Las
anotaciones llegaban ahora a su fin. Por desgracia muchas hojas habían
sido arrancadas -algunas violentamente- pero no había ninguna aplicación
que justificara esa violencia. No podía haberlo hecho nadie más que el
propio Luther. Quizá, reflexionó Abner, Luther pensó que había hablado
demasiado, e intentó destruir cualquier cosa que hubiera podido revelar a
quien lo leyese posteriormente los verdaderos motivos del confinamiento
de la tía Sarah. Si tal había sido su propósito, lo había logrado.
La siguiente anotación también hacía alusión al misterioso «R.».
«R. ha vuelto por fin.»
Luego: «Clavé las contraventanas de la habitación de Sarah.»
Y finalmente: «Una vez que haya perdido peso, habrá que mantenerle en una dieta rigurosa y un tamaño controlable.»
En
cierto modo, esta era la anotación más enigmática de todas. ¿Era «él»
también «R.»? Y si así era, ¿por qué había que mantenerle en una dieta
rigurosa? ¿y qué quería decir Luther Whateley con lo de controlar su
tamaño? Ni en el material que Abner había manejado hasta el momento, ni
en estas anotaciones, ni en los fragmentos de relatos que quedaban en el
libro, ni en las cartas previamente consultadas, por ninguna parte
aparecía la respuesta a estas preguntas. Apartó el libro y refrenó el
impulso de quemarlo. Estaba exasperado, y su irritación no hacía más que
crecer a medida que aumentaba en él la necesidad de conocer con
urgencia el secreto inmerso en este viejo edificio.
Era ya muy
tarde. Hacía mucho tiempo que la noche había caído. El inevitable clamor
de las ranas y de las chotacabras había empezado de nuevo y llenaba
toda la casa. Abner apartó momentáneamente de su pensamiento las
anotaciones en apariencia inconexas que había estado leyendo. Todas las
supersticiones de su familia le vinieron a la mente. Recordó
especialmente aquellas en las que las ranas, las chotacabras y los búhos
presagiaban la muerte. Por asociación de ideas, las ranas trajeron la
imagen de la grotesca caricatura de un miembro del clan Marsh de
Innsmouth, según la describía una de las cartas que Luther Whateley
había conservado durante años. Con asombro, Abner se dio cuenta de que
un pensamiento tan casual le sumía en la perplejidad. El croar de las
ranas y de los sapos se volvía cada vez más insistente. Pero, como los
batracios siempre habían abundado en Dunwich, no había forma de saber
cuánto tiempo llevaban croando en torno a la vieja casa de los Whateley.
Abner no pensó ni un solo instante que su llegada tuviera algo que ver
con aquello. Lo achacaba a la proximidad del Miskatonic. A su juicio, la
vieja zona pantanosa que lindaba con Dunwich en la otra orilla del río
explicaba la presencia de tantas ranas.
La exasperación y la
preocupación que le causaban las ranas se desvanecieron. Estaba cansado.
Se levantó y puso el libro de Luther Whateley dentro de una de sus
maletas, con la intención de llevárselo cuando se marchase y no
deshacerse de él hasta arrancarle alguna deducción. En alguna parte
tenía que existir una clave. Si era cierto que habían ocurrido
espeluznantes acontecimientos en aquella zona, tenía que existir algo
más completo que las anotaciones lacónicas de Luther Whateley. No se
conseguiría nada con preguntar a la gente de Dunwich; Abner sabía que
mantendrían un silencio absoluto ante un forastero como él, a pesar de
su parentesco con muchos de los vecinos. Entonces pensó en los montones
de periódicos, aún colocados fuera para ser quemados, y a pesar de su
cansancio, empezó a repasar los montones del Aylesbury Transcript. Allí,
de cuando en cuando, encontraba algún apartado relacionado con Dunwich.
Tras
una hora de intensa búsqueda, recortó tres artículos de escasa entidad,
pero que no habían aparecido en las secciones habituales reservadas a
Dunwich. Corroboraban algunas de las anotaciones de Luther Whateley. El
primero se titulaba: Animal salvaje mata ganado cerca de Dunwich.
«Algunas
vacas y ovejas han sido degolladas en fincas de las afueras de Dunwich
por lo que parece ser un animal salvaje. Las huellas dejadas en el lugar
del suceso permiten suponer que se trata de una bestia de gran tamaño,
pero el Profesor Bethnall, del Departamento de Antropología de la
Universidad de Miskatonic, señala que no se puede descartar la presencia
de manadas de lobos en el territorio salvaje que rodea Dunwich. Hasta
ahora, y desde que el hombre se ha instalado en la Costa Este, por allí
no se ha sabido nunca de ninguna bestia del tamaño que sugieren las
huellas encontradas. Las autoridades del territorio están investigando.»
Por
mucho que buscó, Abner no pudo encontrar ningún artículo que completase
o ampliase esta información. Sin embargo, se tropezó con la historia de
Ada Wilkerson.
«Una viuda, Ada Wilkerson, de 57 años de edad,
que vivía sola a orillas del Miskatonic, cerca de Dunwich, puede haber
sido víctima de un crimen vesánico hace tres noches. Al ver que no
acudía a la cita que tenía en Dunwich con una amiga, ésta se hizo
acompañar hasta el domicilio de la viuda. No encontraron huellas suyas.
Sin embargo, la puerta de la casa había sido forzada y los muebles
destrozados, como si se hubiese desarrollado una pelea. Por lo visto un
fuerte hedor inundaba toda la casa. Hasta el momento de escribir este
artículo, no se han vuelto a tener noticias sobre la señora Wilkerson.»
Los
dos párrafos siguientes comunicaban que las autoridades no habían
encontrado ningún rastro, ni ninguna explicación a la desaparición de la
señora Wilkerson. Se volvió a mencionar la «gran bestia», así como las
declaraciones del Profesor Bethnall sobre la posible existencia de una
manada de lobos, pero nada más, pues la investigación había concluido y
establecido que la señora Wilkerson no tenía ni dinero, ni enemigos, y
que no existía nadie con motivos para matarla. Finalmente aparecía el
relato de la muerte de Howard Willie, con este titular. Espantoso crimen
en Dunwich.
«En algún momento de la noche del día veintiuno,
Howard Willie, de 37 años, nacido en Dunwich, fue brutalmente
despedazado cuando se dirigía a su casa después de haber ido a pescar en
el Miskatonic. El señor Willie fue atacado a una distancia de una milla
y media del molino de Luther Whateley, mientras caminaba por un camino
arbolado. En el suelo aparecieron huellas que permiten afirmar que hubo
una salvaje pelea. El pobre hombre fue vencido. Sus agresores debieron
haberle literalmente despedazado, pues los únicos restos que se
encontraron de la víctima consistían en su pie derecho, aún con el
zapato puesto. No cabe duda de que había sido arrancado salvajemente de
su pierna. Nuestro corresponsal en Dunwich nos comunica que las gentes
del lugar están muy inquietas y viven en un estado de terror y de
cólera. Existen sospechas de que ciertas personas conocidas puedan tener
parte de culpa, aunque niegan rotundamente que alguien de Dunwich haya
podido matar a Willie o a la señora Wilkerson, que desapareció hace dos
semanas y de la que no se ha vuelto a saber nada.»
El relato
concluía con algunos datos referentes a la familia de Willie. Luego, en
posteriores ediciones del Transcript, sólo se mencionaba la ausencia de
información sobre los sucesos de Dunwich, donde las autoridades y los
periodistas tropezaron con un férreo muro de silencio; los vecinos se
negaron en redondo a hacer el menor comentario sobre los recientes
sucesos. Sin embargo, por algunos datos de la investigación que se
filtraron a la prensa, era insistente la versión de que las huellas
encontradas se perdían todas en las aguas del Miskatonic. Con eso, se
sugería que si el responsable de la matanza de Dunwich era la misteriosa
bestia, tenía que haber venido del río y haber vuelto al río. Era cerca
de medianoche cuando Abner acabó ese último artículo. Pese a la hora
tardía, amontonó de nuevo los periódicos que no le interesaban, guardó
los tres recortes que había leído, y el resto lo sacó a la orilla del
río y le prendió fuego. Con la hoguera anterior, había quemado una
considerable extensión de hierba y como no había aire, los riesgos de
incendio eran nulos. Abner pensó entonces que no era preciso quedarse
para vigilar el fuego. Mientras se alejaba oyó de repente, por encima
del ulular de las chotacabras y el croar de las ranas, ahora en un
desesperado crescendo, el ruido que hace la madera al desgarrarse y
romperse. Pensó inmediatamente en la ventana de la habitación cerrada, y
volvió sobre sus pasos.
A la tenue luz que el fuego proyectaba
sobre la casa, Abner entreveía la ventana, y le pareció que era más
ancha que antes. ¿Podía ser que el molino entero y parte de la casa se
estuviesen derrumbando? Entonces, en un instante, pudo ver una sombra
amorfa que desaparecía tras la rueda del molino, y unos segundos después
oyó un chapoteo en el agua. El croar de las ranas había adquirido un
volumen tan intenso que no pudo oír nada más. Dispuesto a olvidarse de
la sombra, la achacó al reflejo que las llamas proyectaban sobre la
rueda. En cuanto al ruido del agua, podía haber sido producido por un
banco de peces saltando en el agua. De todas formas, pensó que no
estaría de más echar otra ojeada a la habitación de la tía Sarah. Volvió
a la cocina, cogió la lámpara, y subió las escaleras. Al abrir la
puerta, el fuerte hedor que emanaba de la habitación cerrada le produjo
casi un desmayo. El olor del Miskatonic, de los pantanos, la fetidez de
ese resbaladizo material que queda depositado entre las piedras y los
escombros hundidos cuando las aguas del Miskatonic bajan de nivel, la
mareante y violenta pestilencia que impregna la guarida de ciertos
animales: todo esto se condensaba en la habitación cerrada.
Indeciso,
Abner permaneció un momento de pie en el umbral. Pensó que el olor de
la habitación podía haber entrado por la ventana abierta. Levantó la
lámpara, de modo que la luz alumbrase más la parte superior de la pared,
encima de la rueda del molino. A pesar de la distancia, vio
inmediatamente que no sólo había desaparecido la ventana, sino también
el marco. ¡Aun desde la puerta se notaba que el marco había sido roto
desde el interior! Se echó hacia atrás y cerró la puerta de un portazo.
Bajó las escaleras corriendo, mientras en su cabeza su esquema de
raciocinio empezaba a derrumbarse.
V.
Abajo, intentó
tranquilizarse. Después de todo, lo que había visto no era más que un
detalle añadido a la proliferante acumulación de datos que parecían
inconexos y en que tropezaba, una y otra vez, desde que llegó a casa del
abuelo. Ahora, sin embargo, estaba convencido de que todos esos datos
estaban relacionados entre sí, por muy inverosímil que esto le hubiera
parecido hasta entonces. Y ahora lo único que necesitaba averiguar era
qué hecho, qué elemento, los unía entre sí.
Se sentía muy
perturbado, especialmente por la convicción de que poseía todos los
datos que necesitaba, y sólo su rigor científico le impedía formular una
primera suposición, establecer la premisa de la que se derivaban los
hechos que se presentaban irrefutables. Todos sus sentidos le
demostraban que algo -alguna bestia- habitaba en esa habitación. Era
inimaginable pensar que los olores del exterior se condensaran en la
habitación de la tía Sarah, y en cambio no se apreciasen fuera de la
cocina o desde la ventana de su propia habitación. La costumbre de
racionalizar sus pensamientos estaba fuertemente enraizada en él. Cogió
la última carta de Luther Whateley, la que le era dirigida, y otra vez,
la volvió a leer. Eso era lo que su abuelo había querido decir con «tú
has recorrido mundo y has recopilado conocimientos suficientes como para
permitirte mirar las cosas con mente inquisidora, sin la superstición
de la ignorancia ni la superstición de la ciencia». ¿Estaba este
rompecabezas, con todas sus horribles consecuencias, más allá de la
racionalización?
El timbre del teléfono interrumpió bruscamente
la escalada de su confuso razonamiento. Guardó la carta en su bolsillo,
corrió hacia el hall, y levantó el auricular. La voz de un hombre chilló
en la línea, entre un caos de voces inquisitivas, como si todo el mundo
hubiese descolgado el auricular simultáneamente, a la espera, como
Abner Whateley de alguna comunicación sobre nuevas tragedias. Una de las
voces -todas eran desconocidas para Abner- identificó a la persona que
llamaba.
-¡Es Luke Lang!
-Reunid a un grupo de hombres y venid
en seguida -gritó Luke con voz ronca-. Está merodeando fuera, en la
puerta, en las ventanas, intenta abrir.
-Luke, ¿qué es? -preguntó una voz de mujer.
-¡Oh
Dios! No pertenece a este mundo. Da saltos como si fuese demasiado
grande para poder moverse normalmente; parece gelatinoso. Pero date
prisa, date prisa antes de que sea demasiado tarde. Cogió a mi perro...
-Deja la línea para que podamos llamar pidiendo ayuda -interrumpió otro.
Pero Luke nunca escuchó esto.
-Está empujando la puerta, está derribando la puerta...
-Luke, Luke. ¡cuelga el aparato!
-Está
intentando forzar la ventana ahora -la voz de Luke Lang se transformó
en un grito de terror-. Ha roto el cristal. ¡Dios! ¡Dios! ¿Es que no
vais a venir? ¡Oh, esa mano! ¡Ese terrible brazo! ¡Dios! ¡Esa cara...!
La
voz de Luke dejó de oírse tras un horrible chillido. Se oyó el ruido
del cristal que se rompía y el crujir de la madera que se desgarraba, y
luego la casa de Luke Lang quedó en silencio, al igual que, por unos
instantes, la línea. Entonces las voces irrumpieron de nuevo en un tono
de pánico y de furia.
-¡Hay que pedir ayuda!
-Nos encontraremos en la casa de Bishop.
Y alguien dijo:
-¡Ha sido cosa de Abner Whateley!
Mareado
por el duro golpe y medio paralizado por la evidencia, Abner luchó para
retirar el auricular y desconectarse de la algarabía de dementes
concentrados en la línea telefónica. Lo logró pero no sin un gran
esfuerzo. Confundido, molesto, atemorizado, se quedó un instante apoyado
en la pared. Sus pensamientos se arremolinaban en torno a un mismo eje:
los vecinos de Dunwich le hacían responsable y le culpaban por lo que
había ocurrido. Y esa convicción general -lo intuía- se basaba en algo
más que en la proverbial desconfianza del hombre del campo frente a
cualquier forastero. No quería pensar en lo que le había ocurrido a Luke
Lang y a los otros. La voz de Luke, empavorecida, agonizante, aún
resonaba en sus oídos. Se alejó de la pared. Casi tropezaba con las
sillas de la cocina. Permaneció un instante al lado de la mesa, sin
saber qué hacer, pero a medida que su mente se iba aclarando, pensaba
que lo más urgente era escapar. Pero estaba aprisionado entre el deseo
de huir, y la obligación con Luther Whateley, que no había cumplido aún.
Había
venido, había repasado las cosas del viejo -todo excepto los libros-
había hecho los preparativos necesarios para que derribasen la parte del
edificio que daba al molino. En cuanto a la casa, podía venderla a
través de alguna agencia. En resumidas cuentas, su presencia aquí ya no
era necesaria. Sin pensarlo dos veces, corrió a su habitación y volvió a
introducir en la maleta cuanto había sacado de ella, además del libro
de Luther Whateley. La cerró y salió en dirección al coche. Pero una vez
instalado al volante, recapacitó y pensó que no tenía por qué huir. El
no había hecho nada. Y no veía por qué tenía que recaer sobre él la
menor culpa. Volvió a la casa. Todo estaba quieto, salvo el incesante e
incansable coro de las ranas y de las chotacabras. Se quedó parado, sin
saber qué hacer; entonces se sentó a la mesa y sacó, una vez más, la
última carta de Luther Whateley.
La leyó de nuevo, despacio. ¿Qué
había querido decir el viejo cuando, en su referencia a la locura de
los Whateley, había dicho «No ha ocurrido lo mismo con todo lo que me ha
pertenecido», aunque él se había librado de la locura? La abuela
Whateley había muerto mucho antes de nacer Abner; su tía Julia había
fallecido muy joven; su madre había llevado una vida intachable. Quedaba
su tía Sarah. ¿Cuál había sido su locura entonces? Luther Whateley no
podía referirse a nadie más. Sólo quedaba Sarah. ¿Qué había hecho para
que la encerraran hasta su muerte? ¿Y qué pretendía con aquella orden a
Abner para que matara cualquier cosa en la parte del molino, cualquier
cosa viva? No importa su pequeñez. No importa su forma... ¿Incluso algo
tan pequeño e inofensivo como un pequeño sapo? ¿Una araña? ¿Una mosca?
Luther Whateley escribía en forma de acertijos, cosa que resultaba
bastante irritante para un hombre inteligente. ¿O tal vez pensaba su
abuelo que Abner era un esclavo de la superstición científica? Hormigas,
arañas, moscas, diversas clases de insectos, ciempiés, todos ellos
plagaban la parte vieja del molino; e indudablemente, en sus paredes
también había ratones. ¿Esperaba Luther Whateley que su nieto
exterminase todos estos bichos?
Detrás de él, de repente, el
cristal de la ventana se hizo añicos y cayó al suelo, junto con otro
objeto. Abner se puso de pie y dio media vuelta. Fuera se oían unos
pasos que se alejaban a ritmo de carrera. Vio una piedra en el suelo,
entre los cristales rotos. Había un trozo de papel atado alrededor con
una cuerda. Abner lo cogió, rompió la cuerda y desplegó el papel. Se
presentó a sus ojos una tosca letra: «¡Lárgate antes de que te maten!»
El papel provenía de la tienda, así como la cuerda que lo ataba a la
piedra. Más que una amenaza era una bien intencionada advertencia. Y era
claramente obra de Tobías Whateley, pensó Abner. La tiró con desprecio
sobre la mesa. Su cabeza era un auténtico revoltijo de pensamientos,
pero llegó a la conclusión de que no era necesario huir
precipitadamente. Se quedaría, no sólo para saber si sus sospechas
acerca de Luke Lang eran ciertas -como si la evidencia del teléfono
diese lugar a dudas-, sino también en un intento desesperado para
descubrir la solución del acertijo que Luther Whateley había dejado tras
de sí.
Apagó la luz y, a oscuras, se dirigió a su habitación; se
echó en la cama sin desnudarse. No podía dormir. Intentaba ordenar sus
pensamientos, encontrar un sentido a este cúmulo de datos, aferrado a su
convicción de que existía un dato básico, clave de todos los demás, y
que tenía que encontrarlo porque lo tenía delante de sí -había sido
incapaz hasta el momento de reconocerlo e interpretarlo. Llevaba menos
de media hora tumbado, cuando oyó, más fuerte que el coro de las ranas y
de las chotacabras, un chapoteo que provenía del Miskatonic. El ruido
se acercaba, como si una gran ola barriese las orillas. Se sentó para
escuchar mejor. Pero el ruido también cambió, y éste, desgraciadamente,
sí podía identificarlo: alguien intentaba trepar por la rueda del
molino. Se levantó y salió del cuarto.
De la habitación cerrada
provenía el ruido de un cuerpo pesado que se arrastraba y caía. Luego se
oyó un curioso y entrecortado quejido, parecido al de un niño llamando
desde lejos, y finalmente se restableció la calma y el silencio. Incluso
el croar de las ranas pareció desvanecerse y morir.
Volvió a la
cocina y encendió la lámpara. Proyectando la luz amarillenta de la
lámpara hacia delante, Abner se dirigió lentamente escalera arriba, en
dirección a la habitación cerrada. Andaba suavemente, despacio, sin
hacer ruido. Al llegar a la puerta, escuchó. Al principio no oyó nada,
pero al poco rato un susurro llegó a sus oídos. ¡Algo en aquella
habitación respiraba!
Luchando contra el miedo, Abner puso la
llave en la puerta. Abrió y levantó la lámpara. El asombro y el terror
le paralizaron. Allí, agazapado en medio de la cama deshecha y tanto
tiempo abandonada, se sentaba un monstruo, una criatura de piel dura,
que no era ni hombre ni rana, ahíta de comida, con unos hilos de sangre
que caían aún de sus mandíbulas batracias y goteaban entre sus dedos
palmípedos. Era una cosa monstruosa que tenía unos brazos largos y
fuertes, que salían de su cuerpo bestial como las patas anteriores de
una rana, y terminaban en algo que, de no ser por las membranas que
unían los dedos entre sí, hubieran podido ser unas manos humanas.
La
escena no duró más que unos breves instantes. Entonces, con un gruñido
enfurecido -«Eh-ya-ya-ya-yaa-haah-ngh'aaa-h'yuh-h'yuh»-, el gigantesco
monstruo se levantó y se abalanzó sobre Abner.
Su reacción fue
instantánea, nacida de una terrible y explosiva revelación. Lanzó la
lámpara llena de petróleo hacia el monstruo que se echaba sobre él. El
fuego envolvió a la bestia. Se detuvo y empezó a tocarse
desesperadamente el cuerpo ardiendo, sin percatarse de las llamas que
surgían de la cama, detrás de ella, y en el suelo de la habitación. Al
mismo tiempo, el timbre de su voz varió, y de profundo gruñido se
transformó en un escalofriante gemido: «¡Mama-mama-ma-aa-ma-aa-ma-aah!»»
Abner cerró la puerta y salió corriendo.
Bajó
las escaleras, tropezando, cruzó apresuradamente las habitaciones de
abajo; con el corazón latiendo locamente, salió de la casa. Medio cegado
por el miedo, se metió en el coche, dio al contacto, y se alejó de ese
maldito lugar del que ya salía humo, mientras las llamas se extendían
por la armazón de madera de la casa y empezaban a reflejar su rojizo
color en el cielo. A través de Dunwich, por el puente cubierto, conducía
como un poseso. Mantenía los ojos entrecerrados, como para borrar para
siempre la escena que había presenciado, mientras las oscuras montañas
parecían querer atraparlo y el coro de las ranas y de las chotacabras se
burlaba de él. Pero nada podía borrar esta definitiva y fulgurante
revelación que se había grabado en su mente. Ahora sabía que la clave la
había tenido todo el tiempo, pese a que no lograra reconocerla, en sus
propios recuerdos y en las anotaciones de Luther Whateley. A esa nueva
luz, todas las piezas del rompecabezas se ensamblaban y todo cobraba su
pleno sentido. La carne cruda que subían a la habitación y que Abner, de
niño, creía que la tía Sarah preparaba en su cuarto, en realidad estaba
destinada a ser comida cruda. La corta e incomprensible nota sobre «R.»
que «por fin» había vuelto después de su escapada, implicaba que había
regresado al único hogar que «R.» conocía. También entre las
aparentemente inconexas anotaciones de su abuelo, la mención de las
desapariciones de vacas, ovejas y otros animales aclaraba ampliamente
esa otra referencia de Luther Whateley a «R.» ya que «el tamaño está en
proporción con la cantidad de comida», y explicaba también lo que
significaba otra nota que decía: «habrá que mantenerle en una dieta
rigurosa y un tamaño controlable» -¡como la gente de Innsmouth!-
«controlado» hasta casi extinguirse tras la muerte de Sarah. Entonces
Luther pensó que, dejando a la criatura encerrada sin comida en la
habitación, acabaría por matarla irremisiblemente. Sin embargo, ante la
duda de que aquello fuera imposible ordenó a Abner que matara «cualquier
cosa viva» que pudiera encontrar en el cuarto. La cosa que Abner había
liberado sin darse cuenta al romper las ventanas y contraventanas, la
había liberado para que buscase su propia comida y volviese a crecer
endiabladamente, al principio con peces del Miskatonic, luego con
pequeños animales, luego ganado, y finalmente con seres humanos. Esa
cosa que era mitad batracio mitad ser humano, pero lo suficiente humana
como para regresar al único hogar que conocía y llamar aterrorizada a su
madre ante el terrible desenlace, la cosa que había nacido de la unión
no bendita de Sarah Whateley y Ralsa Marsh, llena de sangre, el monstruo
que merodearía para siempre en la mente de Abner Whateley. ¡Su primo
Ralsa, obligado a permanecer en la vieja casa por el deseo férreo de su
abuelo, en lugar de haber sido soltado hace tiempo al mar para que se
uniese a los Profundos entre los súbditos de Dagon y del Gran Cthulhu!"
Howard Phillips Lovecraft/August Derleth
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