El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

miércoles, 1 de julio de 2015

"Kerfol"

"―Deberías comprarla ―dijo mi anfitrión―; es precisamente el lugar ideal para un solitario impenitente como tú. Vale la pena poseer la casa más romántica de Bretaña. Sus dueños actuales están sin un céntimo y la dan por una ridiculez... Deberías comprarla.

No fue ni mucho menos con idea de vivir conforme al carácter que mi amigo Lanrivain me atribuía (de hecho, bajo mi apariencia insociable, siempre he tenido secretos anhelos de vida doméstica), por lo que hice caso de su sugerencia una tarde de otoño, y fui a Kerfol. Mi amigo iba en automóvil a Quimper por cuestiones de negocios: me dejó, de camino, en un cruce que había en un páramo; y me dijo:

―Tuerce primero a la derecha y luego a la izquierda. Después, sigue recto hasta que veas una avenida de árboles. Si te encuentras con algún campesino, no le preguntes. No entienden el francés, pero fingirán que sí y te confundirán. Pasaré por aquí a recogerte a la caída de la tarde... No te olvides de echar una ojeada a las tumbas de la capilla.

Seguí las indicaciones de Lanrivain con la incertidumbre que produce no recordar si te han dicho primeo a la derecha y luego a la izquierda, o al revés. De haberme cruzado con un campesino, desde luego que habría preguntado; y probablemente me habría extraviado; pero tenía el desierto paisaje para mí solo, así que seguí, indeciso, por el camino de la derecha, y me adentré en el páramo hasta que llegue a una doble fola de árboles. Se parecía tan poco a las avenidas que había visto, que instantáneamente comprendí que debía de ser la avenida. Los troncos grises se elevaban a gran altura para luego entrelazar sus ramas pálidas en un largo túnel a través del cual se filtraba débilmente la luz del otoño. Sé el nombre de la mayoría de los árboles, pero hasta hoy no he podido determinar qué clase de árboles eran. Tenían la alta curva de los olmos, la delgadez de los álamos, el color ceniciento de los olivos bajo un cielo lluvioso, y se extendían ante mí una media milla o más, sin una sola interrupción en el túnel que formaban. Si he visto alguna vez una avenida que inequívocamente llevaba a algún lugar, esa era la de Kerfol. El corazón me palpitó un poco cuando me adentré por ella.

Poco después terminaron los árboles y llegué a una puerta fortificada abierta en un muro. Entre el muro y yo había un espacio abierto, cubierto de hierba, con otros paseos grises que arrancaban de allí. Detrás del muro se veían altos tejados de pizarra musogsa, la espadaña de una capilla, el remate de una torre. Un foso invadido de matorrales y espinos rodeaba la plaza; el puente levadizo había sido reemplazado por un arco de piedra, y el rastrillo por una verja de hierro. Estuve largo rato en el lado exterior del foso, mirando a mi alrededor y dejando que me invadiese el influjo del lugar. Me dije a mí mismo: «Si espero aquí suficiente rato saldrá el guarda y me enseñará las tumbas...»; y deseé que no apareciera demasiado pronto.

Me senté en una piedra y encendí un cigarrillo. En cuanto lo hice, me pareció un gesto pueril y monstruoso, con aquella enorme casa ciega mirándome, y todas las avenidas desiertas convergiendo hacia mí. Puede que fuera la profundidad del silencio lo que me hizo sentirme tan consciente de mi gesto. El rascado de la cerilla sonó tan fuerte como el chirrido de un freno, y casi me pareció oírla caer cuando la arrojé a la hierba. Pero no fue más que eso: una sensación de inoportunidad, de pequeñez, de desafío inútil, lo de sentarme allí a echar bocanadas de humo a la cara del pasado. No sabía nada de la historia de Kerfol ―acababa de llegar a Bretaña, y Lanrivain no me había mencionado nunca este nombre hasta la víspera―; pero uno no podía contemplar aquella mole sin sentir en ella una larga acumulación de historia. Qué clase de historia, es algo que yo no estaba preparado para adivinar; quizá era sólo el peso de muchas vidas y muertes asociadas, que confiere solemnidad a las casas antiguas. Pero el aspecto de Kerfol sugería algo más: una perspectiva de recuerdos severos y crueles que se prolongan como sus propias avenidas grises hacia una oscuridad borrosa.

Desde luego, ninguna casa señalaba una ruptura más completa y definitiva con el presente. Tal como alzaba el cielo sus tejados y sus hastiales orgullosos, habría podido ser su propio monumento funerario. «¿Las tumbas de la capilla? ¡El lugar entero es una tumba!», pensé. Cada vez deseaba más que no saliese el guarda. Los detalles del entorno, aunque sorprendentes, parecían triviales comparados con el impresionante conjunto; y lo único que quería era seguir sentado allí y dejar que me penetrase el peso de su silencio.

«¡Es el lugar ideal para ti!», había dicho Lanrivain; y me sentí abrumado ante la casi blasfema frivolidad de que ningún ser viviente sugiriese que Kerfol fuera el lugar para él. «¿Es posible que alguién pueda no ver...?», me iba a preguntar. No acabé el pensamiento: lo que yo quería decir era inefable. Me levanté y me acerqué a la entrada. Empezaba a desear saber más; no ver m{s ―ahora estaba seguro de que no era cuestión de ver―, sino de sentir más: sentir todo lo que el lugar tenía que comunicar. «Pero para entrar habrá que llamar al guarda», pensé con renuencia, y vacilé. Finalmente, crucé el puente y probé a abrir la verja. Cedió, y me adentré en el túnel que formaba el espesor del chemin de ronde. En el otro extremo habían puesto una barrera de madera que cruzaba el acceso y más allá se veía el patio cerrado por la noble arquitectura. El edificio principal estaba de cara a mí, y ahora veía que la mitad era una mera fachada en ruinas, con las ventanas abiertas, a través de las cuales se veía la maleza invasora del foso y los árboles del parque. El resto de la construcción poseía aún su robusta belleza. Un extremo terminaba en la torre redonda y el otro en una pequeña capilla gótica; y en un ángulo había un gracioso brocal coronado de ánforas musgosas. Sobre las paredes crecían unos cuantos rosales, y en un alféizar recuerdo que vi un tiesto de fucsias.

Mi sensación de una presión de lo invisible empezó a ceder ante mi interés arquitectónico. El edificio era tan hermoso que me dieron ganas de explorarlo por simple placer. Inspeccioné el patio, preguntándome en qué rincón se alojaría el guarda. Luego empujé la barrera y entré. Y nada más entrar, un perro me cortó el paso. Era un perrito tan precioso que por un instante me hizo olvidar el espléndido lugar que defendía. No estaba seguro de su raza en aquel momento, pero después me he enterado de que era un pequinés, de una rara variedad llamada sleeve-dog. Era muy pequeño y de color marrón dorado, con grandes ojos castaños y cuello rizado: parecía un gran crisantemo leonado. Me dije: «Estos animalitos no paran de brincar y de ladrar, así que no tardará ni un minuto en salir alguien».

El animal se plantó delante de mí, deteniéndome, casi amenazándome. Había enojo en sus ojos castaños, pero no dio un solo ladrido, ni se me acercó más. Al contrario: al avanzar yo, fue retrocediendo de a poco; y observé que otro perro, de raza indeterminada, peludo, de varios colores, había salido cojeando de una pata. «Ahora se va a armar una buena», pensé. En ese mismo instánte, un tercer perro cruzado de blanco, y de pelaje largo, salió sigilosamente de una entrada y se unió a los otros. Los tres se quedaron mirándome con ojos graves; pero no profirieron un solo ladrido. Al avanzar yo, retrocedieron, con sus pezuñas afelpadas, sin dejar de vigilarme. «De un momento a otro cargarán contra mis tobillos», pensé. No estaba alarmado, ya que no eran grandes ni temibles. Pero me dejaron deambular a mi gusto por el patio, siguiéndome a poca distancia ―siempre la misma―, y siempre con los ojos fijos en mí. Después me asomé a la fachada en ruinas y vi en una de sus ventanas sin marco había otro perro: un pointer blanco con una oreja marrón. Era un perro viejo y serio, con mucha más experiencia que los otros; y parecía observarme con profunda atención.

«A éste sí que lo voy a oír», me dije a mí mismo. Pero siguió en el vano de la ventana, frente a los árboles del parque, vigilándome sin moverse. Yo lo miré un instante para ver si se excitaba al sentirse observado: entre nosotros se interponía la mitad de la anchura del patio; y nos miramos mutuamente en silencio desde esa distancia. Pero no se movió; así que finalmente di media vuelta. Detrás de mí descubrí al resto del grupo, con un recién llegado que se les había unido: un pequeño lebrel negro, con ojos de color ágata pálido. Tiritaba un poco, y su expresión era más medrosa que la de los otros. Observé que se mantenía un poco más atrás que el resto. Y seguían sin emitir un solo ladrido.

Estuve lo menos cinco minutos, con el círculo a mi alrededor... esperando; porque parecían estar esperando. Por último, me acerqué al perrito castaño dorado y me incliné para acariciarlo. Al hacerlo me oí a mí mismo soltar una risita nerviosa. El perrito no se sobresaltó, ni grunó, ni apartó los ojos de mí... Simplemente retrocedió como una yarda; luego se detuvo y siguió mirándome.

«¡Bueno, vete al diablo!» ―exclamé, y crucé el patio en dirección al pozo.

Al echar a andar, los perros se dispersaron y se refugiaron en distintos rincones del patio. Examiné las urnas que adornaban el pozo, traté de abrir una o dos puertas cerradas, y miré de arriba abajo la muda fachada, luego me dirigí a la capilla. Al darme la vuelta, vi que los perros habían desaparecido; todos salvo el viejo pointier, que aún me obsevaba desde la ventana. Fue un alivio sentirme libre de aquella hueste de mirones; y procedí a inspeccionar a mi alrededor, en busca de un acceso a la parte de atrás del dificio. «Quizá haya alguien en el jardín», pensé. Encontré un sendero que cruzaba el foso, trepé a un muro asfixiado por las zarzas y entré en el jardín. Unas cuantas hortensias y geranios languidecían en los cuadros, y la antigua casa los miraba con indiferencia. La fachada que daba al jardín era más simple y severa que la otra: el largo muro de granito, con sus escasas ventanas y su tejado picudo, parecía una prisión fortificada. Di la vuelta al ala más alejada, subí unos cuantos peldaños desencajados y entré en el profundo crepúsculo de un camino estrecho flanqueado de viejísimo boj. Tenía este camino la anchura suficiente para permitir el paso de una persona, y las ramas se juntaban por arriba. Era como el fantasma de un paseo de boj, con su verde reluciente vuelto hacia la oscura grisalla de las avenidas. Seguí andando; las ramas me daban en la cara y recobraban su posición con un ruido seco; finalmente salí a la parte de arriba del chemin de ronde. Continué por él hasta la torre de la entrada, que asomaba al patio que tenía justo debajo de mí. No se veía a nadie; y tampoco estaban los perros. Descubrí un tramo de escalera en el espesor del muro y bajé por él; y al salir otra vez al patio, topé nuevamente con el círculo de perros: el marrón dorado un poco más adelantado que el resto, y el negro lebrel tiritando detrás.

―¡Venga, fuera... latosos; marchaos! ―exclamé, y mi voz me sobresaltó con un eco repentino. Los perros siguieron inmóviles, vigilándome. Yo sabía ya que no tratarían de evitar que me acercase a la casa, y este conocimiento me dio libertad para estudiarlos. Tenía la sensación de que debían de estar terriblemente acobardados para ser tan silenciosos y pasivos. Pero no tenían aspecto de hambrientos ni de recibir mal trato. Tenían el pelaje suave y no se les veía flacos, aparte del lebrel tembloroso. Era más como si hubiesen vivido mucho tiempo con gente que no les hablaba ni los miraba: como si el silencio del lugar hubiese ido entorpeciendo gradualmente sus naturalezas bulliciosas e inquisitivas. Y esta extraña pasividad, este cansancio casi humano, me parecía más triste que la miseria de los animales famélicos y apaleados. Me habría gustado haberlos cogido un minuto, haberlos divertido con algún juego o alguna carrera; pero cuanto más miraba a sus ojos fijos y cansados, más absurda me parecía la idea. Con las ventanas de la casa asomadas hacia nosotros, ¿cómo podía yo pensar en algo así? Los perros lo sabían mejor: ellos sabían lo que la casa consentiría y lo que no. Incluso imaginé que sabían lo que me pasaba por la cabeza, y me compadecían por mi frivolidad. Pero incluso ese sentimiento les llegaba probablemente a través de una espesa niebla de indiferencia. Me daba la sensación de que su distancia respecto a mí no era nada comparada con lo lejos que me sentía yo de ellos. La impresión que producían era la de que no tenían en común una memoria tan honda y oscura que nada de cuanto sucedía merecía un gruñido o un movimiento de cola.

―¡Eh! ―exclamé de repente, dirigiéndome al silencioso grupo―. ¿Sabéis qué parecéis, todo vosotros? Parecéis estar viendo un fantasma... ¡Eso parecéis! Me pregunto si no habrá alguno por aquí, que no ve nadie más que vosotros.

Los perros siguieron mirándome sin moverse... Había oscurecido ya cuando vi los faros de Lanrivain en el cruce. No fue precisamente malhumor lo que me produjo verlos. Tenía la sensación de haber escapado del lugar más solitario del mundo, y de que no me gustaba tanto la soledad como había imaginado; al menos hasta ese extremo. Mi amigo traía de Quimper a su procurador; y sentado junto a un grueso y afable desconocido, no me sentí con ánimo para hablar de Kerfol... Pero esa noche, cuando Lanrivain y el procurador se encerraron en el despacho, Madame de Lanrivain empezó a preguntarme en el salón:

―Bueno... ¿Va a comprar Kerfol? ―dijo, alzando su alegre barbilla de la labor.
―Aúno no lo he decidido. El caso es que no he podido entrar en la casa ―dije, como si hubiese aplazado simplemente mi decisión, y me propusiera volver para echar otra mirada.
―¿No ha podido entrar? Vaya, ¿qué ha ocurrido? La familia se muere con ganas de vender ese sitio, y el viejo guarda tiene orden...
―Es muy probable. Pero el viejo guarda no estaba allí.
―¡Qué l{stima! Estaría en el mercado. Pero ¿y su hija...?
―No había nadie. Al menos, yo no he visto a nadie.
―¡Qué extraño! ¿Absolutamente a nadie?
―A nadie; a parte de un montón de perros, toda una banda, que parecían tener la casa para ellos solos.

Madame de Lanrivain dejó caer el bordado sobre sus rodillas y entrelazó las manos encima. Durante un minuto me miró pensativa.

―¿Un grupo de perros... dice que ha visto?
―¿Que si los he visto? ¡No he visto otra cosa!
―¿Cuántos? ―su voz desfalleció un poco―. Siempre me he preguntado...
La miré con sorpresa: había supuesto que el lugar le era familiar.
―¿No ha estado nunca en Kerfol? ―pregunté.
―¡Sí, claro! Muchas veces. Pero nunca en este día.
―¿Qué día?
―Lo había olvidado por completo... y Hervé también, estoy segura. De haberlo recordado no le habríamos enviado hoy... Pero además, uno no cree ni la mitad de esa clase de cosas, ¿verdad?
―¿Qué clase de cosas? ―pregunté, bajando la voz involuntariamente al nivel de la suya. Pensé para mis adentros: «Ya sabía yo que había algo...».

Madame de Lanrivain se aclaró la garganta y esbozó una sonrisa tranquilizadora.
―¿No le ha contado Hervé la historia de Kerfol? Un antepasado suyo estuvo implicado en ella. Como sabe, cada bretona tiene su historia de fantasmas; algunas bastantes desagradables.
―Sí, pero... ¿esos perros?
―Bueno; esos perros son los fantasmas de Kerfol. Al menos, los campesonos dicen que hay un día al año en que aparece un montón de perros por allí, y que ese día el guarda y su hija se marchan a Morlaix a emborracharse. Las mujeres de Bretaña beben espantosamente ―se inclinó para igualar una hebra de seda; a continuación alzó su bello rostro parisino―. ¿De veras ha visto un grupo de perros? No hay ninguno en Kerfol ―dijo.

II.
Lanrivain, al dóa siguiente, buscó un gastado volumen en piel del último estante de su biblioteca.

―Sí... aquí está. ¿Cómo se titula? Historia de los Juicios del Ducado de Bretaña. Quimper, 1702. El libro fue escrito unos cien años después del caso de Kerfol; pero creo que el informe está tomado literalmente de los archivos judiciales. De todas maneras, es un relato extraño. Y hubo un Hervé de Lanrivain implicado en esto... No precisamente de mi tipo, ya lo verás. Se trata sólo de un colateral. Bueno, toma el libro y llévatelo a la cama. Yo no recuerdo exactamente los detellas; ¡pero cuando lo hayas leído, te apuesto lo que quieras a que tendrás la luz encendida toda la noche!

Tuve la luz encendida toda la noche, como él había pronosticado. Pero fue porque el alba me sorprendió absorto aún en la lectura. El relato del juicio de Anne de Cornault, esposa del señor de Kerfol, era largo y tenía la letra apretada. Como mi amigo había dicho, era probablemente una trancripción casi literal de lo ocurrido en el estrado, y el juicio duró casi un mes. Además, el tipo de letra era muy malo. Al principio pensé traducir el viejo documento. Pero está lleno de tediosas repeticiones y las líneas generales de la historia se desvían constantemente hacie cuestiones secundarias. De modo que he intentado aligerarla y presentarla aquí de forma más simple. A veces, sin embargo, he recurrido al texto porque no he encontrado palabras que plasmasen más exactamente la sensación de lo que yo había notado en Kerfol; y en ningún momento he añadido nada de mi propia cosecha.

III.
En el año 16... Yves de Cornault, señor de las tierraas de Kerfol, fue al pardon2 de Locronan a cumplir sus deberes religiosos. Era un noble rico y poderoso que contaba entonces sesenta y dos años, aunque sano y robusto, buen jinete y cazador, y hombre piadoso. Así lo atestiguan todos sus vecinos. Físicamente era bajo y ancho, de rostro moreno, piernas ligeramente torcidas de montar a caballo, nariz ganchuda, manos anchas y cubiertas de un vello negro. Se había casado joven y había perdido a su esposa y a su hijo poco después; y desde entonces había vivido en Kerfol. Dos veces al año iba a Morlaix, donde tenía una preciosa casa junto al río, y pasaba allí de una semana a diez días, y ocasionalmente se desplazaba a Rennes para resolver asuntos. Hubo testigos que declararon que durante estas ausencias llevaba una vida distinta de la que se le conocía en Kerfol, donde se ocupaba personalmente de su hacienda, oía misa diariamente y se distraía únicamente con la caza del jabalí y las aves acuáticas. Pero esos rumores no son particularmente importantes, y es cierto que entre los vecinos de su propia clase pasaba por hombre rígido y hasta austero, observador de las obligaciones religiosas y estricto consigo mismo. No existía ningún rumor de que se permitiese familiaridades con las mujeres de sus posesiones, pese a que en aquel tiempo la nobleza era muy atrevida con sus campesinos. Algunos decían que jamás había mirado a una mujer desde la muerte de su esposa. Pero ésas son cosas difíciles de demostrar, y los testimonios a ese respecto no tenían mucha validez.

Bien. Pues a sus sesenta y dos años, Yves de Cornault fue el pardon de Locronan, y vio allí a una joven dama de Douarnenez que había cabalgado a la grupa con su padre para cumplir su deber para con el santo. Se llamaba Anne de Barrigan y procedía de un buen linaje bretón, aunque mucho menos grande y poderoso que el de Yves de Cornault. Además, el padre había dilapidado su fortuna en las cartas, y vivía casi como un labriego en su pequeña y granítica mansión de los páramos... He dicho que no añadiría nada de mi cosecha a esta escueta exposición del extraño caso, pero debo interrumpirme aquí para describir a la joven dama que había llegado hasta el cobertizo de la del atrio de Locronan en el mismísimo instante en que desmontaba el barón de Cornault. Saco esta descripción de un borroso dibujo a sanguina, bastante sobrio y verídico, debido a un discípulo de Clouets, que cuelga en el despacho de Lanrivain y del que se dice que era el retrato de Anne de Barrigan. Está sin firma y no tiene ninguna otra seña de identidad que las iniciales A. B. y la fecha: 16..., el año siguiente a su matrimonio: representan a una dama joven de rostro pequeño y ovalado, casi afilado, aunque lo bastante ancho para mostrar una boca llena, con cierta tierna depresión en las comisuras. La nariz es pequeña y las cejas son más bien altas, separadas y ligeramente marcadas a lápiz, como las cejas de las pinturas chinas. Su frente es alta y seria, y el cabello, que da la impresión de ser fino, abundante y rubio, lo lleva retirado, y recogido como un sombrero. Sus ojos no son ni grandes ni pequeños; probablemente castaños, con una expresión a la vez tímida y firme. Dos preciosas manos largas se cruzan bajo el pecho de la dama...

El capellán de Kerfol y otros testigos declararon que cuando el barón regresó de Locronan, saltó del caballo, ordenó que se le encasillase otro inmediatamente, pidió a un joven paje que fuese con él, y partió esa misma tarde hacia el sur. Su administrador lo siguió a la mañana siguiente con cofres cargados sobre un par de mulas. A la semana siguiente, Yves de Cornault regresó a Kerfol, mandó llamar a sus vasallos y renteros, y les dijo que iba a casarse el día de Todos los Santos con Anne de Barrigan, de Douarnenez. Y el día de Todos los Santos se celebró la boda.

Parece que hay pruebas por ambas partes de que los primeros años fueron felices para la pareja. No se encontró a nadie que dijese que Yves de Cornault hubiera sido duro con su esposa, y era evidente para todo el mundo que estaba contento con su transacción. A decir verdad, el capellán y otros testigos admitieron en el proceso que la jovn dama ejercía una influencia apaciguadora en su esposo, y que éste se había vuelto menos exigente con sus renteros, menos rudo con los labriegos y siervos, y menos propenso a los accesos de hosco mutismo que habían ensombrecido su viudez. En cuanto a su esposa, la única queja que sus campeones pudieron aducir en su favor fue que Kerfol era un lugar solitario, y que cuando su esposo se marchaba por necesidad de sus asuntos en Rennes o Morlaix ―ciudades a las que nunca la llevó a ella―, sólo le consentía pasear sin compañía por el parque. Pero nadie afirmó que no fuese feliz; aunque una sirvienta dijo que la había sorprendido llorando y la había oído decir que era una mujer maldita por no tener un hijo, y que no había en el mundo nada que pudiera llamar suyo. Pero éste era un sentimiento bastante natural en una esposa ligada a su esposo; y ciertamente debió de suponer una gran frustación para Yves de Cornault que no le diera hijos. Sin embargo, jamás le hizo sentir su estirilidad como un reproche ―ella misma lo admite en su declaración―, sino que parecía tratar de que lo olvidase colmándola de regalos y favores. Aunque era rico, no fue jamás liberal; pero nada era demasiado delicado para su esposa en lo que se refería a sedas, joyas, lino o cualquier otra cosa que ella deseara. Todo mercader ambulante era bien recibido en Kerfol, y cuando el señor tenía que salir, jamás regresaba sin traer a su esposa algún hermoso presente ―algo curioso y especial― de Morlaix, de Rennes o de Quimper. Una de las doncellas, en el interrogatorio, dio una interesante lista de los regalos de un año, que copio aquñi: de Morlaix, un junco tallado en marfil, con chinos a los remos, que un extraño marinero había traído como ofrenda votiva a Nôtre Dame de la Clarté, de Ploumanac'h; de Quimper, un vestido bordado, hecho por las monjas de la Asunción; de Rennes, una rosa de plata que se abría y mostraba una Virgen de ámbar con una corona de granates; de Morlaix también, una larga pieza de terciopelo de Damasco, moteado de oro, comprada a un judío de Siria; y por san Miguel de ese mismo año, de Rennes, una gargantilla o brazalete de piedras redondas ―esmeraldas y perlas y rubíes― ensartadas como cuentas en una fina cadena de oro. «Éste fue el regalo que más gustó a la dama», dijo la doncella. Más tarde, por cierto, fue presentado en el juicio, y parece que a los jueces y al público les pareció una joya curiosa y de gran valor.

El mismo invierno, el barón se ausentó de nuevo, esta vez a Burdeos, y a su regreso trajo a su esposa algo aún más singular y precioso que el brazalete. Fue una tarde invernal cuando llegó a Kerfol, y al entrar en el salón la halló sentada junto al hogar, con la barbilla apoyada en la mano, contemplando el fuego. Traía una caja de terciopelo en la mano y, depositándola en el suelo, alzó la tapa y dejó salir a un perrito de color marrón dorado. Anne de Cornault dio un grito de júbilo al ver saltar hacia ella la pequeña bestezuela: «¡Oh, parece un pájaro o una mariposa!», exclamó al cogerlo; y el perro le puso las patitas en los hombros y la miró con ojos «como de cristiano». Después de eso, jamás volvió a tenerlo lejos de su vista, y lo mimaba y le hablaba como si fuera un niño... Y, efectivamente, fuee lo más cercano a un niño que llegó a conocer. Yves de Cornault se alegró muchísimo de su compra. El perro lo había traído un marinero de un mercante indo-oriental, el cual se lo había comprado a un peregrino en un bazar de Jaffa, quien lo había robado a la esposa de un noble chino; cosa perfectamente permisible, ya que el peregrino era cristiano y el noble un pagano predestinado al fuego del infierno. Yves de Cornault había pagado un precio generoso por el perro, porque empezaban a estar en demanda en la corte francesa y el marinero sabía que era valioso. Pero la alegría de Anne era tan grande que, viéndola reír y jugar con el pequeño animal, su esposo habría dado sin duda alguna el doble de lo que le costó.

Hasta aquí todos los testimonios son unánimes, y el relato discurre sin incidencias. Pero ahora su curso se hace difícil. Trataré de atenerme lo más posible a las propias declaraciones de Anne, aunque hacia el final, pobre criatura. Bien, retrocedamos. Al año siguiente de llegar el perrito marrón a Kerfol, una noche de invierno, Yves de Cornault fue encontrado muerto en lo alto de la escalera que bajaba de las habitaciones de su esposa a una puerta que daba acceso al patio. Fue su esposa quien lo encontró y dio la alarma, tan fuera de sí, pobre desdichada, tan presa de miedo y horror ―dado que estaba toda manchada con su sangre― que al principio la excitada servidumbre no pudo entender lo que decía, y creían que se había vuelto loca de repente. Pero allí, efectivamente, en lo alto de la escalera, estaba el esposo, como una piedra, con la cabeza en el borde y la sangre de las heridas goteando en el peldaño que tenía debajo. Le habían arañado y herido la cara y el cuello como con unas armas singularmente puntiagudas y en una de sus piernas tenía un profundo desgarrón que le había cortado la arteria, lo que probablemente le había causado la muerte. Pero ¿cómo había llegado allí y quién lo había asesinado?

Su esposa declaró que ella estaba durmiendo, y al oír su grito había salido a toda prisa, y lo encontró en la escalera. Pero esto fue rebatido inmediatamente. En primer lugar, se probó que desde su habitación no pudo haber oído la lucha en la escalera debido al espesor de las paredes y a la longitud del corredor que se interponía; luego se aclaró que no estaba en la cama dormida, ya que cuando despertó a toda la casa estaba vestida y su cama no estaba deshecha. Además, la puerta de abajo de la escalera estaba entreabierta y el capellán (hombre observador) había notado que el vestido que llevaba estaba manchado de sangre hasta las rodillas y que había huellas de sangre de unas manos pequeñas en las paredes de la escalera, de modo que se supuso que en realidad estaba en la puerta cuando su marido cayó y que al subir a tientas en la oscuridad, tal vez de rodillas, se había manchado con la sangre que manaba hacia ella. Naturalmente, se arguyó por otro lado que las manchas de sangre del vestido podían haber sido causadas al arrodillarse junto a su esposo, cuando salió precipitadamente de su habitación; pero estaba abierta la puerta de abajo, y el hecho de que las huellas de dedos de la escalera señalaban la dirección hacia arriba.

La acusada mantuvo su declaración los dos primeros días, a pesar de su improbabilidad; pero al tercero le llegó la noticia de que Hervé de Lanrivain, joven noble de la vecindad, había sido detenido por complicidad en el crimen. Entonces aprovecharon dos o tres testigos para declarar que era sabido en toda la región que, en otro tiempo, Lanrivain había estado en buena relación con la dama de Cornault, pero que se había ausentado de Bretaña durante más de un año y la gente había dejado de relacionar sus nombres. Las personas que declararon esto no gozaban de muy buena reputación. Una de ellas era una vieja recogedora de hierbas sospechosa de brujería; otra, un clérigo borracho de la parroquia vecina; y la tercera, un pastor medio chiflado al que se le podía hacer decir cualquier cosa. Era evidente que el proceso no era totalmente satisfactorio sobre este particular y que habrían deseado encontrar una prueba más sólida sobre la complicidad de Lanrivain que las desposiciones de la recogedora de hierbas, quien juraba haberlo visto trepar por el muro del parque la noche del asesinato. Una manera de completar pruebas fragmentarias en aquellos tiempos consistía en ejercer alguna clase de presión, moral o física, sobre la persona acusada. No está claro a qué clase de presión sometieron a Anne de Cornault. Pero al tercer día, cuando fue llevada ante el tribunal, «parecía débil e incoherente»; y tras instalarla a que se sosegase y dijese la verdad, por su honor y por las llagas del Santísimo Redentor, confesó que, efectivamente, había bajado la escalera para hablar con Hervé de Lanrivain (quien lo negó todo) y de allí le había sorprendido el ruido de la caída de su esposo. Esta estaba mejor; y el fiscal se frotó las manos de satisfacción. La satisfacción aumentó cuando varios colonos que vivían en Kerfol fueron inducidos a decir ―con aparente sinceridad― que durante un año o dos antes de su muerte, el señor se había vuelto otra vez variable e irascible, y propenso a los períodos de hosco mutismo que su servidumbre había aprendido a temer antes de su segundo matrimonio. Lo cual parecía demostrar que las cosas no marchaban bien en Kerfol, aunque no pudieron encontrar a nadie que dijese que hubiera habido signo alguno de desavenencia entre marido y mujer.

Anne de Cornault, al ser interrogada sobre el motivo por el que bajó de noche a abrirle la puerta a Hervé de Lanrivain, dio una respuesta que debió de hacer sonreír al tribunal. Dijo que porque estaba sola y quería hablar con el joven. «¿Era ésa la única razón?», le preguntaron; y contestó: «Sí, por la cruz que hay sobre las cabezas de vuestras Señorías». «Pero ¿por qué a medianoche?», preguntó el tribunal. «Porque no podía verlo de ninguna otra manera». Imagino el intercambio de miradas sobre los cuellos de armiño, debajo del crucifijo. Anne de Cornault, interrogada más tarde, dijo que su vida de casada había sido extremadamente solitaria; «desolada», fue la palabra que empleó. Era cierto que su esposo le hablaba raramente con aspereza, pero había días en que no le dirigía la palabra. Era cierto también que jamás la había maltratado ni amenzado, pero la tenía como una prisionera en Kerfol; y cuando se marchaba a Morlaix, a Quimper o a Rennes, la sometía a tal vigilancia que no podía coger una flor del jardón sin tener a una doncella pegada a sus talones. «No soy reina, no necesito tales honores», dijo una vez a su esposo; y él le contestó que un hombre que tiene un tesoro no deja la llave en la cerradura cuando se ausentaba. «Entonces llevadme con vos», había insistido ella. Pero a esto replicó que las ciudades eran lugares perniciosos y que las jóvenes esposas estaban mejor junto a la chimenea.

―Pero ¿qué queríais decile a Hervé de Lanrivain? ―preguntó el tribunal.
Y ella contestó:
―Quería pedirle que me llevase con él.
―¡Ah! ¿Confes{is que bajasteis a abrirle con intenciones adúlteras?
―No.
―Entonces, ¿por qué queríais pedirle que os llevase con él?
―Porque temía por mi vida.
―¿De quién teníais miedo?
―De mi esposo.
―¿Por qué teníais miedo de vuestro esposo?
―Porque había estrangulado a mi perrito.

Otra sonrisa debió de cruzar por los rostros del tribunal: en los tiempos en que un noble tenía derecho a ahorcar a su campesinos ―derecho que la mayoría ejercía―, retorcerle el cuello a un animal favorito no podía escandalizar a nadie. Al llegar aquí, uno de los jueces, a quien al parecer la acusada inspiraba cierta simpatía, sugirió que debían permitirle explicarse a su manera; en consecuencia, hizo la siguiente declaración: Que durante los primeros años de matrimonio había estado muy sola, aunque su esposo no la había tratado con rigor. Si hubiese tenido un hijo, no habría sido infeliz; pero los días eran largos y demasiado lluviosos.

Era cierto que su esposo, cada vez que se iba y la dejaba, le traía un precioso regalo a su regreso. Pero eso no compensaba su soledad; al menos, hasta que trajo su perrito de Oriente; entonces se sintió mucho menos desdichada. Su esposo parecía complacido al verla tan encariñada con el animal; le dio permiso para que le pusiese su brazalete de joyas en el cuello y que lo tuviera siempre con ella. Un día se había quedado dormida en su habitación, con el perro a sus pies, como era su costumbre. Tenía los pies desnudos y apoyados en su lomo. De pronto, la despertó su esposo; estaba junto a ella sonriendo, no con desafecto.

―Os parecíes a mi bisabuela, Juliane de Cornault, descansando en la capilla con un perrito a los pies ―dijo.
La analogía le produjo a la dama un escalofrío, pero rió y contestó:
―Bueno; cuando muera, ponedme junto a ella, esculpida en m{rmol, con el perro a mis pies.
―¡Ah..., tendremos que esperar! ―dijo riendo él también; luego frunció sus negras cejas, y añadió―: El perro es el emblema de la fidelidad.
―¿Y dudáis que yo tenga derecho a descansar con él a mis pies?
―Cuando tengo una duda la aclaro ―contestó―. Soy viejo ―añadió―, y la gente dice que os hago llevar una vida solitaria. Pero juro que tendréis vuestro monumento si os lo ganáis.
―Y yo os juro ser fiel ―replicó ella―, aunque no se m{s que por tener mi perrito a los pies.

Algún tiempo después el barón tuvo que asistir al tribunal de Quimper; y estando ausente, una tía suya, viuda de un ilustre noble del ducado, se detuvo a pasar la noche en Kerfol, camino del pardon de Ste. Barbe. Era una mujer piadosa e influyente, y muy respetada por Yves de Cornault; y cuando le propuso a Anne que fuese con ella a Ste. Barbe, nadie se opuso, y hasta el capellán se mostró a favor de esta peregrinación. Así que Anne salió para Ste. Barbe, y allí habló por primera vez con Hervé de Lanrivain. Éste había ido una vez o dos a Kerfol con su padre, pero la dama no había llegado a intercambiar una docena de palabras con él. Esta vez no hablaron más de cinco minutos; fue bajo los castaños, mientras la procesión salía de la capilla. Él dijo «Os compadezco». Ella se sorprendió, ya que nunca había imaginado que pudiese ser compadecida por nadie. Y añadió: «Llamadme cuando me necesitéis». Ella sonrió; pero luego se alegró, y pensó en este encuentro.

Confesó haberlo visto tres veces después: no más. No dijo cómo ni dónde... Dio la impresión de que temía implicar a alguien. Sus encuentros habían sido escasos y breves y, al final, él le había dicho que iba a marcharse al día siguiente a un país extranjero, en una misión que no caercía de peligro y que quizá le retendría muchos meses. Le pidió un recuerdo y ella no encontró a mano otra cosa que el collar que llevaba puesto el perrito. Después se arrepintió de habérselo dado, pero le veía tan desdichado por marcharse que no tuvo valor para negárselo. Su esposo estab ausente por entonces. Cuando regresó, unos días más tarde, cogió al animal para acariciarlo y observó que le faltaba el collar. Su esposa le dijo que el perro lo había perdido en la maleza y que lla y sus doncellas lo habían estado buscando todo el día. Era cierto, explicó ella en el tribunal, que había hecho que las doncellas buscasen el collar...; todas creyeron que el perro lo había perdido en el parque.

Su esposo no hizo ningún comentario; y esa noche, en la casa, se comportó con su humor habitual, entre bueno y malo: nunca se sabía cuál. Habló mucho, comentqando qué había hecho y visto en Rennes; pero de cuando en cuando se quedaba callado, y la miraba severamente; y cuando ella se retiró a dormir, encontró a su perrito estrangulado encima de la almohada. El pobre animal estaba muerto, aunque caliente todavía; se inclinó para cogerlo, y su angustia se convirtió en horror al descubrir que había sido estrangulado con dos vueltas de la gargantilla que ella le había dado a Lanrivain. A la mañana siguiente enterró al perro en el jardín y se ocultó el collar en el pecho. No dijo nada a su esposo, ni entonces ni más tarde, y él tampoco hizo ningún comentario. Pero ese día ahorcó él a un labriego por robar un haz de leña en el parque, y al día siguiente casi mató a palos a un potro que estaba domando.

Empezó el invierno, pasaban unas tras otro los cortos días y las largas noches; y la dama no teníanoticias de Hervé de Lanrivain. Quizá su esposo lo había matado, o tal vez habían robado la gargantilla. Día tras día junto al fuego, entre las doncellas atareadas hilando, y noche tras noche sola en la cama, se sumía en conjeturas y temblaba. A veces en la mesa, su esposo la miraba y sonreía; entonces sentía la convicción de que Lanrivain había muerto. No intentó obtener noticias suyas, porque era seguro que su esposo se enteraría: estaba convencida de que podía averiguarlo todo. Y cuando una noche fue al castillo a guarnecerse una bruja que tenía fama de vidente y de mostrar el mundo en su cristal, y las doncellas se congregaron a su alrededor, Anne se mantuvo apartada.

El invierno fue largo, oscuro y lluvioso. Un día, en ausencia de Yves de Cornault, llegaron a Kerfol unos gitanos con un puñado de perros amaestrados. Anne les compró el más pequeño y el más listo, uno castaño. Parecía haber sido maltratado por los gitanos y se refugió junto a ella de manera quejumbrosa cuando lo apartó de los demás. Esa noche regresó su esposo, y cuando Anne se fue a dormir encontró al perro estrangulado sobre su almohada. Después de eso, se dijo a sí misma que jamás volvería a tener otro perro; pero una noche de mucho frío encontraron a un lebrel flaco gimiendo en la entrada del castillo; lo recogió y prohibió a las doncellas que se lo dijesen a su esposo. Lo ocultó en una habitació en la que no entraba nadie, le llevó comida de su propio plato, le hizo un cálido lecho para que durmiese y le cuidó como a un niño.

Regresó Yves de Cornault a casa, y al día siguiente Anne encontró al lebrel estrangulado sobre su almohada. Lloró en secreto, pero no dijo nada; y decidió que aunque se encontrase un perro a punto de morir de hambre no lo traería por nada del mundo al castillo; pero un día se encontró un cachorro de perro pastor, una bola de algodón manchado y con los ojos azules, tumbado, con una pata rota, en la nueve del parque. Yves de Cornault estaba en Rennes; así que entró al perro, lo calentó y alimentó, le vendó la pata y lo ocultó en el castillo hasta el regreso de su esposo. El día antese se lo dio a una campesina que vivía muy lejos y le pagó generosamente para que lo cuidase y no dijese nada; pero esa noche oyó aullar y arañar en su puerta, y cuando abrió, el cachorro cojo, empapado y tiritando, saltó sobre ella con sus pequeños ladridos lastimeros. Lo ocultó en su cama, y a la mañana siguiente iba a llevárselo otra vez a la campesina cuando oyó a su marido entrar a caballo en el patio. Encerró al perro en una arca y bajó a recibirlo. Una hora o dos más tarde, cuando regresó a su habitación, el cachorro yacía estrangulado sobre su almohada.

No se atrevió a tener otro perro nunca más, y la soledad se le hizo casi insoportable. A veces, cuando cruzaba el patio del castillo y creía que nadie la miraba, se detenía a acariciar al viejo pointer de la entrada. Pero un día, mientras lo acariciaba, salió su esposo de la capilla. Al día siguiente el perro había desaparecido. Esta extraña historia fue contada en una sola sesión del tribunal, ni escuchada sin comentarios imacientes e incrédulos. Era evidente que los jueces estaban sorprendidos de su puerilidad y que no ayudaba a la acusada a los ojos del público. Era un extraño relato, evidentemente; pero ¿qué probaba? Que Yves de Cornault tenía adversión a los perros y que su esposa, para satisfacer su propio capricho, hacía caso omiso de manera pertinaz de esta aversión. En cuanto a alegar esta trivial desavenencia como pretexto para sus relaciones ―fueran de la naturaleza que fuesen― con su supuesto cómplice, el argumento era tan absurdo que su propio abogado lamentó manifiestamente haberle permitido hacer uso de él, y trató varias veces de interrumpir la historia. Pero ella siguió hasta su conclusión con una especie de insistencia hipnótica, como si las escenas que evocaba fueran tan reales que hubiese olvidado dónde se encontraba y creyese que las estaba viviendo otra vez.

Finalmente el juez que previamente había mostrado cierta benevolencia hacia ella, dijo (inclinándose ligeramente hacia delante, podemos imaginar, desde la fila de sus amodorrados colegas):

―Entonces, ¿queréis hacernos creer que habéis asesinado a vuestro esposo porque no os dejaba tener un perro?
―Yo no he asesinado a mi esposo.
―¿Quién entonces? ¿Hervé de Lanrivain?
―No.
―¿Quién entonces? ¿Piodéis decírnoslo?
―Sí, puedo decíroslo: los perros...

Al llegar aquí, la sacaron de la sala, desmayada. Es evidente que su abogado trató de hacerla abandonar esta idea de defensa. Posiblemente su explicación, cualquiera que fuese, le había parecido convincente cuando se la había contado en el calor de su primera entrevista privada; pero ahora que la exponía a la fría luz del día, en la encuesta judicial y ante la burla del pueblo, se sintió completamente avergonzado, y la hubiera sacrificado sin escrúpulos con tal de salvar su reputación profesional. Pero el obstinado juez ―quien quiz{, en realidad, era m{s inquisitivo que amable― quería oír evidentemente toda la historia; y al día siguiente le ordenó que continuase su deposición. Contó que después de la desaparición del viejo perro guardián no ocurrió nada particular durante un mes o dos. Su esposo se comportaba como de costumbre: la dama no recordaba ningún incidente especial. Pero una noche llegó al castillo una buhonera y se puso a vender adornos y abalorios a las doncellas. Ella no se sentía con ánimos para esas cosas, pero estuvo un rato contemplando cómo las mujeres escogían. Y entonces, no sabía cómo, la buhonera la persuadió para que le comprase un pomo, o perfumador, en forma de pera, de fuerte fragancia; una vez le había visto algo parecido a una gitana. Ella no quería el perfumador y no sabía por qué lo había comprado. La buhonera dijo que quienquiera que lo llevase tendría el poder de leer el futuro; pero Anne no creía en esas cosas, ni le importaban tampoco. Sin embargo, lo compró y lo subió a su habitación, donde se sentó y comenzó a darle vueltas entre las manos. Entonces le atrajo el extraño olor, y empezó a preguntarse qué clase de especia tendría la cajita. La abrió y encontró como una judía gris envuelta en una tira de papel; y en el papel vio un signo que ella conocía, con un mensaje de Hervé de Lanrivain diciendo que había regresado y que estaría en la puerta del patio esa noche, en cuanto la luna se ocultara... Quemó el papel y se sentó a pensar. Anochecía ya, y su esposo estaba en casa... no había medio de advertir a Lanrivain, y no pudo hacer otra cosa que esperar...

Al llegar a este punto, imagino a la adormilada audiencia empezando a despertar. Incluso el más viejo del estrado debió de recrearse imaginando los sentimientos de una mujer al recibir, a la caída de la tarde, el mensaje de un hombre que vivía a veinte millas, al que no tenía medios de mandarle aviso. No era una mujer lista, supongo; y la primera consecuencia de sus reflexiones parece que fue el error de comportarse esa noche demasiado amablemente con su esposo. No pudo inducirlo a beber en exceso, según el recurso tradicional, porque aunque a veces bebía mucho, su cabeza resistía bastante; y cuando bebía más allá de su resistencia era porque así lo quería él, y no porque una mujer lo persuadiese. Sobre todo su esposa; ahora que la consideraba agua pasada. Mientras leía el caso, imaginé que no habría dejado en él otro sentimiento que el odio ocasionado por la supuesta deshonra. Fuera como fuese, trató de recurrir a sus viejos encantos. Pero hacia el anochecer él pretextó tener dolores y fiebre, y abandonó el salón y subió al gabinete donde dormía a veces. Su criado le subió una copa de vino, y al bajar anunció que se iba a acostar y no quería que le molestasen; y una hora más tarde, cuando Anne alzó el tapiz y escuchó en su puerta, oyó su respiración sonora y regular. Pensó que podía estar fingiendo, y permaneció un buen rato descalza en el corredor, con la oreja pegada a la grieta; pero su respiración seguía siendo demasiado regular y natural para no ser otra que la de un hombre profundamente dormido. Regresó confiada a su habitación y se asomó a la ventana a contemplar la luna entre los árboles del parque. El cielo estaba nublado y sin estrellas; y al ocultarse la luna, la noche se volvió negra como un pozo. Comprendió que había llegado el momento, y se deslizó furtivamente por el corredor, cruzó por delante de la puerta de su esposo ―donde se detuvo otra vez a escuchar su respiración― y llegó a la escalera. Allí se detuvo un instante para cerciorarse de que nadie le seguía: luego empezó a bajar la escalera a oscuras. Era tan empinada y tortuosa que debía hacerlo muy despacio por temor a tropezar.

Su únido propósito era descorrer el cerrojo de la puerta, decirle a Lanrivain que huyese y regresar apresuradamente a su habitación. Había probado el cerrojo por la tarde y se las haía arreglado para ponerle un poco de grasa; sin embargo, cuando tiró de él, produjo un chirrido... no muy fuerte, pero le paralizó el corazón. Y al minuto siguiente oyó un ruido.

―¿Qué ruido? ―preguntó el fiscal.
―Era la voz de mi esposo pronunciando mi nombre y maldiciéndome.
―¿Qué oísteis después?
―Un terrible alarido y una caída.
―¿Dónde estaba Hervé de Lanrivain en ese momento?
―Estaba fuera, en el patio. Acababa de verlo en la oscuridad. Le dije, por Dios, que se fuese y luego cerré la puerta.
―¿Qué hicisteis a continuación?
―Me quedé al pie de la escalera escuchando.
―¿Qué oísteis?
―Oí los perros que gruñían y jadeaban.

(Visible desaliento del tribunal, fastidio del público y exasperación del abogado encargado de la defensa. ¡Los perros otra vez! Pero el inquisitivo juez insisitió:)

―¿Qué perros?

Ella inclinó la cabeza y habló tan bajo que tuvieron que pedirle que repitiese la respuesta:

―No lo sé.
―¿Cómo decís, que no lo sabéis?
―No sé que perros...
El juez intervino otra vez:
―Tratad de decirnos exactamente qué ocurrió. ¿Cu{nto tiempo estuvisteis al piz de la escalera?
―Sólo unos minutos.
―Y entretanto, ¿qué pasaba arriba?
―Los perros gruñían y jadeaban. Él gritó una vez o dos. Y creo que gimió. Luego calló.
―¿Y qué pasó?
―Luego oí un ruido como de una jauría cuando se abalanza sobre el lobo..., un tragar y beber a lengüetazos.

(Hubo una exclamación de repugnancia y horror en el tribunal, y otro intento de intervención por parte del abogado descompuesto. Pero el inquisitivo juez prosiguió su interrogatorio).

―¿Y en todo ese tiempo no subisteis?
―Sí; subí entonces para apartarlos.
―¿A los perros?
―Sí.
―¿Y bien...?
―Cuando llegué arriba, estaba completamente oscuro. Encontré el pedernal y el eslabón de mi esposo e hice saltar una chispa. Lo vi tendido allí. Estaba muerto.
―¿Y los perros?
―Los perros se habían ido.
―¿Se habían ido... adónde?
―No lo sé. No había salida... y no había perros en Kerfol.

Se irguió cuan alta era, alzó los brazos por encima de la cabeza y cayó al suelo de piedra con un alarido prolongado. Hubo un momento de confusión en la sala. Se oyó decir a alguien del estrado: «Éste es un caso claro para las autoridades eclesiásticas...». Y el abogado de la prisionera debió de saltar pinchado ante tal sugerencia. A partir de aquí el juicio se pierde en un laberinto de preguntas y disputas. Cada testigo llamado corroboró la declaración de Anne de Cornault de que no había perros en Kerlof: no había ninguno desde hacía meses. El amo de la casa les había cogido aversión, era era inegable. Pero, por otra parte, en el interrogatorio hubo largas y agrias discusiones sobre la naturaleza de las heridas del muerto. Uno de los cirujanos llamados a declarar dijo que las señales parecían mordiscos. Se reavivó la insinuación de brujería, y los abogados oponentes se leyeron a gritos uno a otro gruesos librotes de nigromancia.

Finalmente, Anne de Cornault fue conducida otra vez ante el tribunal ―a petición del mismo juez― y se le preguntó si sabía de dónde podían haber llegado los perros de los que hablaba. Por el alma de su Redentor, juró que no. Entonces el juez le hizo una pregunta final:

―Si os hubieran sido familiares los perros que os pareció oír, ¿creéis que los habríais reconocido por sus ladridos?
―Sí.
―¿Y reconocisteis a alguno?
―Sí.
―¿Qué perros os pareció que eran?
―Mis perros muertos ―dijo en un susurro.

La sacaron de la sala para no reaparecer más. Hubo alguna investigación eclesiástica, y el final del asunto fue que los jueces disintieron entre sí y con la autoridad de la Iglesia, y que Anne de Cornault fue confiada a la custodia de la familia de su esposo, que la encerró en la torre de Kerfol, donde se dice que murió años después, loca inofensiva.

Así termina su historia. En cuanto a Hervé de Lanrivain, sólo tuve que pedirle a su descendiente colateral que me contase los detalles posteriores. Como las pruebas contra el joven eran insuficientes, y la influencia de su familia en el ducado era considerable, salió absuelto y se marchó a París poco después. Probablemente no se sentía con ánimos para llevar una vida mundana, y parece que cayó casi inmediatamente bajo la influencia del famoso M. Arnauld d'Andilly y los caballeros de Port Royal. Un año o dos más tarde ingresó en la Orden, y sin alcanzar ningún grado especial, siguió las vicisitudes que corrió ésta, hasta su muerte, unos veinte años después. Lanrivain me enseñó un retrato suyo, hecho por un discípulo de Philippe de Champaigne: ojos tristes, boca impulsiva y frente estrecha. ¡Pobre Hervé de Lanrivain!: fue un final gris el suyo. Sin embargo, mientras contemplaba su rígida y pálida imagen, con su oscuro traje de jansenista, casi sentí envidia de su destino. Al fin y al cabo, en el recurso de su vida le había ocurrido dos grandes cosas: había amado románticamente, y debió de conversar con Pascal..."

Edith Wharton

No hay comentarios:

Publicar un comentario