El Recolector de Historias

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jueves, 13 de agosto de 2015

"Historias de Fantasmas de la Casa de los Azulejos"

I.
"La vieja Sally siempre ayudaba a su joven ama cuando ésta se preparaba para ir a la cama. No es que Lilias necesitara ayuda, pues poseía las virtudes de la limpieza y sólo molestaba a la anciana lo suficiente para que no se considerara inservible. A su manera, Sally hablaba por los codos y conocía toda suerte de cuentos antiguos de aventuras y misterios que ayudaban a Lilias a dormirse placenteramente, pues sabía que no tenía nada que temer mientras viera a la vieja Sally sentada con su labor junto al fuego y oyera el ligero ruido que hacía su padre, el párroco, al subirse a la silla, como era su costumbre, para alcanzar los libros de la estantería (tranquilizante prueba de que el afable y solícito guardián de la casa estaba despierto y atareado)

La vieja Sally estaba contando a su joven ama cómo el joven Mr. Mervyn se había mudado a la vieja y embrujada Casa de los azulejos, -allá en Ballyfermot-, sin que nadie le hubiera advertido acerca de los arcanos peligros que allí aguardaban. Se hallaba situada junto a un solitario recodo de la carretera. Lilias se había asomado a menudo al camino de entrada -corto, recto y herboso- para divisar el viejo caserón, que, así le habían contado desde niña, habían ocupado inquilinos misteriosos y había sido escenario de peligros preternaturales.

-En nuestros días, Sally, hay personas que se llaman librepensadoras y no creen en nada, ni siquiera en los fantasmas -dijo Lilias.
-Pues le aseguro, Miss Lilly, que la casa a la que se ha ido a vivir ahora lo curará rápidamente del libre pensamiento, si es cierto la mitad de lo que cuentan -contestó Sally.
-Bueno, yo no he dicho que Mr. Mervyn sea un librepensador, pues no sé nada de él; pero, si no lo es, debe de ser una persona muy valiente y muy buena. Sally, te confieso que yo sentiría muchísimo miedo si tuviera que dormir allí -dijo Lilias con un pequeño estremecimiento mientras se representaba unos momentos la vieja mansión con su singular aspecto maligno, amedrentador y furtivo, como si la vergüenza y la culpa la hubieran obligado a ocultarse entre los viejos y melancólicos olmos y las abundantes cicutas y ortigas.

-Y ahora que me encuentro a salvo en la cama, mi querida viejecita Sally, atiza el fuego (aunque era la primera semana de mayo, la noche era gélida) y cuéntame otra vez lo que pasó en ese caserón, a ver si consigues asustarme de verdad. Así, la buena anciana Sally, que creía a pie juntillas en aquellas historias, arrancó a hablar -en aquel terreno en el que tan bien se desenvolvía- con amable cadencia, ora aminorando el ritmo para describir una escena de horror especial ora deteniéndose por completo -es decir, suspendiendo su labor y mirando con misterioso asentimiento a su joven ama, que ya estaba acurrucada en su cama de columnas ora, finalmente, bajando la voz en una especie de susurro narrativo cuando llegaba el momento critico. Así, le contó cómo, cuando los vecinos arrendaron el huerto que llegaba hasta las ventanas de la parte trasera de la casa, los perros que tenían entonces se pasaban toda la noche dando aullidos salvajes entre los árboles y arrastrándose junto a los muros de la casa, y cómo les daba tanta pena que les entraban ganas de abrir la puerta y dejarlos entrar; aunque poca necesidad había allí de perros, pues nadie, ni joven ni viejo, se atrevía a salir al huerto después de caer la noche.

No, los doradas camuesos que asomaban entre las hojas iluminadas por los rayos del sol poniente y resultaban tan apetecibles a los escolares de Ballyfermot seguían intactos cuando resplandecía el sol matutino, perfectamente protegidos por el misterio de la noche. Prevención que no se debía a ningún capricho. Cuando se hizo con el huerto, Mick Daly escogió como lugar para dormir el desván encima de la cocina y juró que, a las cinco o seis semanas de estar durmiendo allí, había visto por dos veces la misma escena, que no era otra que una dama vestida con capucha, la cabeza inclinada y un dedo en los labios, caminando en silencio por entre los retorcidos troncos con un niño pequeño de la mano, que iba sonriendo y brincando a su lado. Y la viuda Cresswell se encontró con ellos a la caída de la noche en la vereda del huerto y no supo de qué se trataba hasta que vio a los hombres intercambiarse miradas inteligentes mientras ella contaba la historia.

-A mí me contó aquello varias veces -dijo la vieja Sally- Se topaba de repente con ellos en una revuelta del camino, junto al espeso grupo de árboles viejos, y se detenía creyendo que se trataba de alguna dama que había venido aquí por alguna razón; pero los forasteros pasaban raudos como la sombra de una nube, aunque la mujer parecía caminar despacio y el niño no dejaba de tirarle de la mano; y no repararon en ella, ni siquiera levantaron la cabeza cuando los saludó. Y ¿no se acuerda del viejo Clinton, MissLilly?

-Creo que sí. ¿No era el viejo que cojeaba y llevaba una extraña peluca negra?
-Sí, eso es. ¡Caramba, qué bien se acuerda! Aquello fue por una coz de uno de los caballos del conde; él era mozo de cuadra entonces. -reanudó Sally su relato- Le daba mucho miedo el ruido que hacía su amo en la puerta cuando volvía tarde e iban él y el viejo Oliver a abrirle. Esto ocurría sólo en las noches muy oscuras en que no había luna. Oían de pronto los sollozos de los perros mientras arañaban la puerta de la casa, y también un silbido y unos golpecitos con el látigo en la ventana, como si el propio conde –que el pobre descanse en paz- pidiera entrar. Primero se callaba el viento, como conteniendo la respiración; luego venían esos ruidos que tan bien conocían, y al no hacer ellos ningún amago de moverse ni de ir a abrir la puerta, el viento volvía a aullar de tal manera que parecía estar riendo y llorando a la vez.

Aquí la vieja Sally reanudó sus labores de punto, que había suspendido durante unos momentos, como si estuviera escuchando el viento en el cuarto embrujado de la casa de los azulejos, y luego prosiguió con su narración.

-La misma noche que le sobrevino la muerte en Londres, Oliver, el viejo mayordomo, estaba oyendo leer a Clinton, que era muy leído, la carta que le habían mandado aquel mismo día, en la que le comunicaban que preparara sus cosas, pues sus problemas se habían resuelto ya prácticamente, y que esperaba estar de nuevo con ellos en el plazo de unos días, y a lo mejor al mismo tiempo que la carta; y mientras estaba leyendo, se oyó un espantoso golpeteo en la ventana, como si alguien estuviera tratando de abrirla, y la voz del conde, como ambos imaginaron, grita desde el otro lado de la ventana:

-¡Dejadme entrar, dejadme entrar, dejadme entrar! ¡Es él! -dice el mayordomo.
-Claro que es él, ¡vive Dios! -dice también Clinton, y los dos miran primero a la ventana y luego el uno al otro, y después otra vez a la ventana, contentos y muertos de miedo. El viejo Oliver tenía reuma en una rodilla, y encima estaba cojo. Así que Clinton se dirige a la puerta de la casa y grita:
-¿Quién es? -pero no oye ninguna respuesta. Tal vez, se dice Clinton para sus adentros, ha dado la vuelta a la casa para llamar en la puerta trasera. Dicho lo cual, se dirige a la puerta trasera y vuelve a preguntar a gritos quién es, pero no oye ninguna respuesta ni ningún ruido fuera; y empieza a sentirse nervioso y vuelve a la puerta principal. -¡Eh! ¿Me oye? ¿Quién está ahí?- grita, pero sigue sin recibir ninguna respuesta. -Voy a abrir la puerta de todos modos -dice- tal vez por eso se ha ido por ahí.

Pues conocían bien sus problemas, -y quiere entrar sin ruido-, pero no dejaba de rezar pues algo le decía que no era eso; y entonces corre la tranca y abre la puerta. Pero no ve allí ni hombre ni mujer ni niño ni caballo ni forma viviente alguna; sólo nota algo que se cuela subrepticiamente entre sus piernas. A lo mejor ha sido un perro, o algo parecido, no está seguro, pues sólo lo ha visto un instante con el rabillo del ojo; y ha entrado como si viviera en la casa. No ha podido ver hacia dónde ha ido, si hacia arriba o hacia abajo; pero a partir de entonces nadie vivirá tranquilo en la casa. Y Clinton cierra la puerta y se echa a temblar de miedo y vuelve con Oliver, el mayordomo, que parece más blanco que la hoja blanca de la carta de su amo que está temblando entre su índice y pulgar.

-¿Qué es? ¿Qué es? -pregunta el mayordomo, esgrimiendo la muleta a modo de arma, mirando fijamente a Clinton, que se había vuelto casi tan pálido como él.
-El amo está muerto. -dice Clinton, suspirando; y bien muerto que estaba.

Después del susto que se había llevado con lo que había visto en el huerto, al enterarse Jinny Cresswell de lo que había ocurrido podéis estar segura de que no se quedó allí más tiempo que el imprescindible; y empezó a prestar atención a cosas en las que no había reparado antes, como, por ejemplo, cuando iba al gran dormitorio del señor, que estaba encima del vestíbulo, siempre que entraba por una puerta la otra se cerraba rápidamente, como si alguien quisiera impedirle que saliera. Pero lo que más la asustaba era que a veces encontraba una marca larga y derecha desde la cabeza hasta los pies de su cama, como si la hubiera hecho alguna cosa pesada que había reposado allí, y que el lugar solía estar caliente, como si hubiera salido de la habitación justo al entrar ella.

Pero lo peor de todo era la pobre Kitty Halpin, la muchacha que murió. Su madre dijo que había pasado despierta toda la noche por unos pasos misteriosos que oía en la habitación contigua, alguien que tropezaba con cajas, abría cajones y hablaba y suspiraba sin parar. La pobre, deseando dormirse y preguntándose quién podría ser, cuando de pronto entra un hombre apuesto con una especie de holgado chaqué de seda y sin peluca (sólo un gorro de terciopelo), y se va hacia la ventana, tranquilo, y ella se da una vuelta en la cama para que sepa que hay alguien allí, pensando que así se marchará, pero en vez de marcharse se acerca a la cama y, con una mirada torva, le dice algo; pero sus palabras son espesas y raras, como las de un muñeco que intenta hablar. Ella se asusta y dice:

-Perdone su señoría, pero no le oigo bien.- y en esto que él alarga tanto el cuello que se le sale de la corbata y la cara se le queda vuelta hacia el techo; y -¡que Dios nos agarre confesados!- ella ve en su garganta un corte, como otra boca completamente abierta que se está riendo de ella. Y ya no vio nada más, sino que cayó desmayada. Por la mañana acudió con su madre, pero no volvió a tomar bocado ni líquido nunca más; permanecía sentada junto al fuego con la mano de su madre cogida, llorando y temblando, y mirando constantemente hacia atrás con el rabillo del ojo, y estremeciéndose con cualquier ruido, hasta que a la pobre le entró una fiebre muy fuerte y murió antes de que transcurrieran cinco semanas de aquello...

Y así, historia tras historia, la narración de la vieja Sally fluía como un río, mientras Lilias caía en un sueño profundo, y luego la narradora salía sigilosamente en dirección de su aseada alcoba y de sus inocentes sueños.

II.
Estoy seguro de que la joven se creía todo cuanto Sally le contaba. Pero aquello no valía más que lo que suele valer semejante cháchara -prodigios, fábulas, los que nuestros antepasados llamaban cuentos de invierno-, que va aumentando con las nuevas aportaciones que hace cada nuevo narrador. Sin embargo, aquella casa no estaba embrujada por meros rumores de la gente. Bajo las cenizas de aquellos relatos se escondía un pequeño rescoldo de verdad, un misterio para cuya solución tal vez alguno de mis lectores pueda aportar una teoría personal, aunque yo confieso no tener ninguna.

Miss Rebecca Chattesworth, en una carta fechada a finales de otoño de 1753, hace una minuciosa y curiosa relación de cosas extrañas ocurridas en la casa de los azulejos, las cuales ha escuchado con especial interés y relata con suma minuciosidad. Yo quería reproducir aquí toda la carta, que es realmente curiosa, pero mi editor se negó a ello (y creo que con razón.) La carta de esta vieja dama tal vez resulte demasiado larga, por lo que voy a ofrecer aquí sólo algunos extractos de la misma.

Aquel año, hacia el 24 de octubre, se produjo una extraña discusión entre Mr. Alderman Harper, residente en la calle Mayor de Dublín, y lord Castlemallard, quien, en su calidad de primo de la madre del joven heredero, se había encargado de la administración de la finca en que se hallaba situada la casa de los azulejos.

El tal Alderman Harper había tomado en alquiler esta casa para su hija, la cual había se casado con un caballero apellidado Prosser. Éste la amuebló y tapizó. El matrimonio llegó allí a mediados de junio, y ésta, después de ver cómo su numerosa servidumbre la iba abandonando paulatinamente, dijo que no podía seguir viviendo en aquella casa, y su padre fue entonces a ver a lord Castlemallard y le dijo sencillamente que no suscribía el contrato de arriendo porque en aquella casa ocurrían unas cosas extrañas y misteriosas que no podía explicar. Para ser más claros, le dijo que la casa estaba embrujada y que ningún criado viviría allí más de unas cuantas semanas y que, después de lo que había sufrido allí la familia de su yerno, no sólo debería quedar eximido del pago del arriendo, sino que además debían demoler aquella casa por constituir una amenaza y estar permanentemente habitada por seres mucho peores que malhechores ordinarios.

Lord Castlemallard presentó una denuncia para obligar al señor concejal Harper a cumplir lo pactado y abonar las mensualidades del arriendo. Pero el concejal redactó un escrito, apoyado nada menos que por siete largas declaraciones juradas, cuyas copias fueron entregadas al señor juez con el deseado efecto, pues, en vez de abrirle expediente judicial, resolvió eximirlo. Lamento que la causa no se alargara al menos lo suficiente para que pasara a las actas del tribunal el relato auténtico e inexplicable que hace MissRebecca.

Las cosas extrañas y misteriosas no empezaron hasta un día de finales de agosto, hacia la caída de la tarde. Mrs. Prosser se hallaba sentada sola junto a la ventana del salón trasero, contemplando el huerto, cuando vio nada menos que una mano que se posaba sigilosamente en el alféizar de piedra, como si alguien tratara de trepar. No se veía más que una mano, pequeña, bellamente conformada, blanca y algo regordeta; y no una mano joven, sino, según calculó, de una persona de cierta edad, de unos cuarenta años. Aquello ocurrió dos semanas después de que tuviera lugar el horrible robo de Clondalkin, y la señora imaginó que la mano era de uno de los bribones que habían participado en él. Lanzó un grito de terror, y la mano se fue retirando lentamente.

Se procedió a registrar el huerto, pero no se descubrió nada que indicara que alguien había estado merodeando por la ventana; además, justo debajo, y a lo largo de todo el muro, había unas macetas, que deberían haber impedido la aproximación de cualquier intruso. Aquella misma noche se oyó varias veces un apresurado golpe en la ventana de la cocina. Las mujeres se asustaron, y el criado, armado de un fusil, fue a abrir la puerta trasera, pero no vio nada. Sin embargo, al cerrar, notó como un golpetazo, según sus propias palabras, y una presión como si alguien estuviera tratando de entrar por la fuerza, cosa que lo asustó bastante; y, aunque el aporreo prosiguió en los cristales de la cocina, no hizo ulteriores pesquisas.

Hacia la seis de la tarde del sábado, mientras la cocinera se encontraba sola en la cocina, parece ser que vio la misma mano regordeta -aunque fina- junto a la ventana, pero deslizándose lentamente por todo el cristal, como si quisiera detectar alguna aspereza en su superficie. Al ver aquello, la cocinera gritó. Esta vez la mano tardó varios segundos en retirarse.

Durante varias noches estuvieron oyendo un tamborileo, al principio suave y luego más fuerte, producido al parecer con los nudillos, en la puerta trasera. El criado no quiso abrirla, sino que se limitó a preguntar quién andaba allí. Pero no oyó nada más que el ruido de una mano deslizándose despacio por la hoja de la puerta, con una especie de suave manoseo. Durante todo aquel tiempo, Mr. y Mrs. Prosser, sentados en el salón trasero (que por entonces utilizaban como cuarto de estar), se vieron turbados por repetidos golpeteos en la ventana, unas veces lentos y furtivos, como si se tratara de una señal clandestina, y otras tan fuertes y bruscos que parecía que se iba a quebrar el cristal.

Y todo ello en la parte trasera de la casa, la que daba al huerto, como ya saben. Pero un martes por la noche, hacia las nueve y media, se oyeron exactamente los mismos golpes en la puerta de entrada, que, para exasperación del amo y terror de su mujer, se alargaron, aunque con interrupciones, durante casi dos horas. Luego pasaron varios díasy noches sin que ocurriera nada raro, y se empezó a creer que el problema había desaparecido. Pero la noche del 13 de septiembre, JaneEasterbrook, la doncella inglesa, al ir a la despensa por el pequeño tazón de plata en el que servía el ponche de su ama y posar la vista en la pequeña ventana de cuatro cristales, observó, en un agujero practicado en el bastidor para instalar un cerrojo que cerrara el postigo, un rechoncho dedo blanco, primero la punta y luego las dos primeras articulaciones, que hurgaban el interior como intentando abrir algún pestillo. Al volver la doncella a la cocina, -le dio un pasmo- y pasó todo el día siguiente en la cama.

Como Mr. Prosser era, según he oído, un hombre bastante testarudo, se rió de los miedos de su familia y decidió dar caza personalmente al fantasma. Convencido como estaba de que todo aquello era una broma o una impostura, esperaba el momento oportuno para pillar al granuja in fraganti. Convencimiento que no se guardó para él, sino que lo fue divulgando, lleno de juramentos y amenazas contra el presunto conspirador doméstico. En efecto, había llegado el momento de hacer algo; pues no sólo sus criados, sino también la buena Mrs. Prosser había cedido a la histeria general: cada cual se recluía en la casa a partir del crepúsculo, y no se atrevía a andar por las habitaciones después de anochecer si no era en compañía de otra persona. Hacía una semana que no se oían golpes, y una noche que Mrs. Prosser se hallaba en el cuarto de los niños, su marido, que se hallaba en el salón, oyó unos golpes ligeros en la puerta de la casa. No había viento, lo que permitía que se oyeran con total claridad. Era la primera vez que se oía llamar de esta manera en esa parte de la casa, y la manera de llamar también era distinta.

Dejando abierta la puerta del salón, Mr. Prosser se dirigió a la puerta. Los golpes eran suaves y regulares, con la palma de la mano. Pero, cuando iba abrir, cambió repentinamente de parecer y retrocedió en dirección de la cabecera de las escaleras de la cocina, donde había un armario metálico junto a la despensa en el que guardaba sus armas de fuego, espadas y cachiporras. Llamó a su criado, en el que tenía plena confianza, y, tras meterse un par de pistolas cargadas en los bolsillos del gabán, dio a éste otro par de pistolas y, avanzando sigilosamente con un garrote en ristre seguido del criado, se acercó a la puerta.

Todo transcurrió a gusto de Mr. Prosser. El importunador, lejos de asustarse de su proximidad, se impacientó más aún y cambió su golpeteo suave del principio por una serie de porrazos enfáticos y estentóreos. Mr. Prosser, airado, abrió la puerta con el bastón levantado. Miró pero no vio nada; sin embargo, su brazo sufrió un extraño tirón, como si una mano lo hubiera sujetado, y notó que algo extraño pasaba bruscamente por debajo. El criado no vio ni notó nada, ni tampoco supo la razón por la que su amo había mirado hacia atrás con tanto nerviosismo y cerrado la puerta con tan tremendo portazo.

A partir de entonces, Mr. Prosser dejó de reírse del miedo de su familia y se mostró igual de reacio que los demás a hablar de aquel asunto. Se sentía inquieto e igualmente convencido de que al abrir la puerta de entrada el intruso se había colado en la casa. No dijo nada a Mrs. Prosser y se retiró a su dormitorio antes de la hora habitual. Permaneció despierto un buen rato, y, según supuso, hacia las doce y cuarto de la noche oyó cómo la palma de una mano golpeaba primero suavemente la puerta de su dormitorio y luego se deslizaba despacio por toda la hoja.

Mr. Prosser se levantó sobresaltado y fue a cerrar la puerta gritando: -¿Quién está ahí?-, pero recibió como respuesta aquella misma rozadura en la puerta que tan bien conocía. Por la mañana, la mujer de la limpieza se quedó horrorizada al ver la huella de una mano en el polvo de la mesa del saloncito donde habían estado desempaquetando azulejos y otros objetos el día anterior. La impronta del pie descalzo en la arena de la playa no asustó a Robinson Crusoe ni la mitad que aquello. Por entonces, todos los moradores de aquella casa estaban muy nerviosos por lo de la mano, y algunos medio locos.

Mr.Prosser fue a examinar la marca sin darle mayor importancia (pero, como juró después, más para tranquilizar a sus criados que por convencimiento personal); los mandó entrar de uno en uno y le hizo posar la palma de la mano sobre la mesa de marras para obtener así las huellas de todos los habitantes de la casa, incluidos él mismo y su mujer; el fallo fue que la impronta de aquella mano difería por completo de la de cada uno de los moradores de la casa y que se correspondía exactamente con la de la mano que habían visto Mrs. Prosser y el cocinero. Aquella misma noche, Mrs. Prosser empezó a verse turbada por unos extraños y horribles sueños, algunos de los cuales eran pesadillas realmente espantosas. Y una noche, al ir Mr. Prosser a cerrar la puerta de la alcoba, se extrañó de que no se oyera absolutamente nada en la habitación, ni siquiera la respiración de su mujer, lo cual le pareció tanto más inexplicable por cuanto sabía que ésta se hallaba acostada, toda vez que él gozaba de un oído particularmente fino.

Había una vela ardiendo en la mesita de noche además de la que él portaba en la mano; llevaba asimismo bajo el brazo un libro de cuentas relacionadas con los negocios de su suegro. Descorrió la cortina y vio a Mrs. Prosser tendida en la cama, la creyó muerta, con la cara lívida y cubierta de escarcha, y, sobre la almohada, cerca de su cabeza y asomando justo entre las cortinas, la mano blanca de siempre, con la muñeca apoyada en la almohada y los dedos avanzando hacia la sien con un movimiento lento y ondulado.

Mr. Prosser, presa de pánico, reculó bruscamente primero y luego lanzó con toda su fuerza el libro de cuentas contra las cortinas detrás de las cuales suponía que se ocultaba el propietario de aquella mano. Ésta se retrajo hábilmente entre las cortinas y Mr. Prosser rodeó la cama a tiempo para ver cómo la puerta del gabinete era cerrada por la misma mano blanca y rechoncha. Abrió dicha puerta de un tirón y miró al interior; pero el gabinete estaba vacío, a excepción de la ropa que colgaba de las perchas de la pared, una mesita de tocador y un espejo que miraba a las ventanas. La volvió a cerrar y echó el pasador, y durante unos segundos creyó, según sus propias palabras, que iba a enloquecer. Luego tocó la campanilla y, con la ayuda de todos los criados, consiguió que Mrs. Prosser se recuperara de aquel trance, durante el cual, a juzgar por su aspecto, había visto los terrores de la muerte, en frase del marido (y tía Rebecca añade: -según le oí decir a ella misma, su marido podría haber agregado: Y también los terrores del infierno.)

Pero el suceso que desencadenó la crisis definitiva fue la extraña enfermedad de su primogénita, una niña de dos años y medio. Víctima de un extraño paroxismo de terror, no se podía dormir en la cuna, y los médicos dictaminaron que el mal se debía a principios de agua en el cerebro. Mrs. Prosser, acompañada de la niñera, se pasaba en vela todas las noches junto a la cuna de la pequeña. La cuna se hallaba colocada longitudinalmente a la pared, con el cabezal tocando a la puerta de un armario empotrado o aparador, que no se cerraba del todo. Por encima de la cuna de la niña había un doselete con unos treinta centímetros de fondo, que bajaba hasta unos veinticinco centímetros de la almohada en la que reposaba su cabecita. Observaron que la pequeña estaba más tranquila cuando la cogían en brazos y que, si la volvían a dejar en la cuna, se ponía enseguida a gritar aterrorizada. Finalmente, la niñera descubrió la causa de los padecimientos de la criatura (y Mrs. Prosser la descubrió al mismo tiempo espiando la dirección de sus ojos).

Vieron cómo, asomando por la abertura del armario empotrado, y escudada por la sombra del doselete, la mano blanca, con la palma hacia abajo, avanzaba hacia la cabeza de la niña. La madre profirió un grito y sacó inmediatamente a la criatura de la cuna, y entre ella y la niñera la bajaron al dormitorio de los señores, donde Mr. Prosser se hallaba durmiendo, y cerraron la puerta al entrar; pero, a los pocos segundos, oyeron un suave golpeteo en la puerta. Hubo muchas más cosas, pero baste con esto. La singularidad de esta historia me parece a mí que estriba en que describe el fantasma de una mano, y nada más. La persona a la que perteneciera dicha mano no apareció nunca; y no es que se tratara de una mano separada de su cuerpo, sino simplemente de una mano que se manifestada de tal manera que su propietario conseguía siempre, por alguna hábil artimaña, sustraerse a la vista.

En el año de 1819, mientras desayunaba en el colegio universitario, tuve ocasión de conocer a Mr. Prosser -un anciano delgado y grave, aunque bastante locuaz-, el cual nos contó a todos de manera muy concisa la historia de su primo, James Prosser. Éste, siendo niño, había dormido durante cierto tiempo en el que, según su madre, era el cuarto embrujado de un caserón cerca de Chapelizod, y, a lo largo de toda su vida, siempre que se sentía enfermo, agotado por el trabajo o con algún tipo de fiebre, se había visto atormentado por la visión de cierto caballero regordete y pálido, que tenía una peluca de muchos bucles, un traje de encaje lleno de botones y pliegues,y un rostro sensual, maliciosoy desagradable plagado de arrugas, visión que se había quedado grabada en su memoria con la misma fuerza que el atuendo y las facciones del retrato de su padre, que tenía delante todos los días a la hora de desayunar, comer y cenar.

Mr. Prosser citó aquello como un caso especial de pesadilla monótona, individualizada y persistente, y destacó el horror y la angustia tan terribles con que su primo, de quien hablaba en pasado como el pobre Jemmie, se veía constantemente constreñido a mencionarla.

Espero que el lector me perdone por haberme alargado tanto con la historia de la casa de los azulejos. Pero este ancestral relato popular siempre ha tenido un encanto especial para mí; y ya saben: a la gente en general, y especialmente a la de cierta edad, le gusta hablar y hablar de lo que más le interesa, olvidando a menudo que los demás podrían aburrirse".

Joseph Sheridan Le Fanu

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