"Noviembre llegó de nuevo y los bosques de las afueras de Londres daba gusto verlos, y la ciudad se había sacudido de encima el manto gris que suele llevar en esa estación. El salón del club en donde nos sentamos después de almorzar estaba casi a oscuras; las cortinas que cubrían la única ventana parecían increíbles masas de sombras. Estábamos hablando del misterio de Oriente. En realidad hablábamos de algo más que de misterio; pues uno que lo había encontrado en Port Said, otro en Aden, un tercero que creía haberlo visto en Kilindini, y un coleccionista de mariposas que lo había encontrado por toda la India, estaban contando historias de pura magia. Es mi intención, al relatar las historias que escucho en el club, consignar únicamente aquellas que sabemos que son verídicas y que a la vez me parecen interesantes; pero ninguna de aquellas historias de magia cumplía dichas condiciones, y por tanto no las volveré a contar; no obstante las menciono porque poco a poco lograron despertar a Jorkens, que daba la casualidad de que se había dormido, y le extrajeron lo que yo considero una interesante afirmación.
-Ellos comprenden perfectamente la magia -afirmó.
-¿Qué? ¿Quiénes? -dijimos los demás, sobresaltados por la vehemente afirmación del hombre que creíamos todavía dormido.
-Los orientales -dijo Jorkens-. Quiero decir los que se ocupan de ese asunto en Oriente. Es como si dijera que los occidentales comprenden la maquinaria. Por supuesto podrían encontrarse en Europa millones de personas incapaces de hacer funcionar una máquina, pero los ingenieros sí pueden.
-¿Y en Oriente? -dije yo, para que se ciñera al tema.
-En Oriente -dijo Jorkens-, los magos comprenden la magia.
-¿Puede darnos algún ejemplo que venga al caso? -preguntó Terbut. Y me alegro de que lo hiciera, pues a menudo se oye hablar del misterioso Oriente, pero raras veces, como ahora, de una historia concreta de magia, con todos los detalles que cualquiera podría solicitar.
-Claro que puedo -replicó Jorkens, ya completamente despierto.
Sin duda, Terbut esperaba sorprender a Jorkens en su historia de magia con algo que no pudiera probar; parecía más fácil que en cualquier otra historia más sólida acerca de viajes o deportes. Dejo al lector que juzgue cuán completamente falló. Y entonces Jorkens comenzó su relato.
-Me encontraba a orillas del Ganges, no hace mucho tiempo, contemplando esa perla de río; el agua corría a una o dos yardas de mis pies, y la belleza del lugar se esparcía sobre mí. Anochecía, y el río y el cielo no solamente eran fantásticos, como ustedes pueden suponer, sino que de algún modo parecían más reales que la tierra, con una realidad que todo el tiempo crecía y crecía. De manera que si alguna vez había abandonado el mundo conocido por el de la fantasía y la poesía, que a veces parece discurrir tan próximo a aquél, ahora ya había regresado a él. Pero, mientras miraba a lo lejos el crepúsculo, súbitamente había vuelto a la realidad pisando a un hombre que estaba sentado junto al río. De hecho caí encima de él y me olvidé de toda la luz del Ganges; él, sin embargo, siguió sentado, inmóvil, con los ojos repletos de la belleza del río y del cielo, como probablemente había estado durante horas. Ésa es, supongo, una de las principales diferencias entre nosotros y la gente como él; probablemente podemos apreciar el esplendor de semejante río bajo esa clase de cielo, cuando se encienden las hogueras de las escalinatas, y una nueva luna flota sobre los templos; probablemente podemos apreciarlo casi tanto como ellos; mas no parecemos capaces de sentir apego por él. Bueno, como iba diciendo, había regresado a la tierra, en todos los sentidos de la palabra, y allí estaba ese hombre, desnudo de cintura para arriba y sentado como si yo no estuviera presente. Uno de esos fulanos, me dije. Y de pronto se me ocurrió probarlo.
-¿Cómo lo hizo? -preguntó Terbut.
-Nada más sencillo -respondió Jorkens-. Bueno, en cierta manera no fue tan sencillo, porque tuve que explicarle lo que era una "sweepstake" , y lo que eran los números, de hecho prácticamente todo; y supongo que en realidad no me entendió. Pero una cosa sí le hice comprender: que el número de un boleto que le mostré era el mismo en cualquier otra parte del mundo, y que era cosa suya el conseguir que otro boleto igual a ése saliera el primero del bombo, el primero entre millones. Conseguí que entendiera eso, porque me preguntó el número, y yo le dije que había dinero de por medio. Cuando un hombre comienza a hacerte preguntas casi siempre puedes lograr que te entienda, pues puedes ver exactamente en dónde se ha quedado atascado, y puedes ayudarle en cualquier momento. Así que él dijo que no tenía la potestad de hacer valer mi dinero, y yo le contesté: "No te preocupes por eso". Y prometió hacer el resto. El boleto con ese mismo número saldría el primero del bombo, o el Ganges no tenía ningún poder. Luego me quitó de la mano el boleto y lo sostuvo en alto en medio de aquel resplandor combinado del crepúsculo, la luna y las hogueras; y me lo devolvió y siguió con su meditación. Quise darle las gracias, mas no sirvió de nada; su espíritu estaba lejos en alguna otra parte: lo mismo podía haber intentado hablar con alguno de sus dioses hindúes.
Bien, más vale que les diga que aquella "sweepstake" iba a valer treinta mil libras; y me fui bastante complacido, pues me daba cuenta de que, si existía algo de verdad en la magia, o lo que sea que practique esa gente, el premio estaba asegurado; el hombre había dado su palabra. Por supuesto también pensé que era posible que no existiera nada de cierto en todo aquello; mas, si existía, no era posible dudar de que él era uno de ellos, ni de que había ejercido su poder como dijo. Abandoné el Ganges al día siguiente; abandoné la India esa misma semana; y pueden ustedes imaginar que me encontraba completamente absorto en mis posibilidades de conseguir treinta mil libras. ¿Existiría o no algo de cierto en el misterio de Oriente? Ésa era la cuestión. En el barco había un hombre que lo sabía, de haberlo alguien; un hombre llamado Lupton. Conocía Oriente tan bien como pueda conocerlo cualquier nacido a ese lado del mundo; y, en particular, sabía mucho acerca de esto mismo; me estoy refiriendo a la magia. Desgraciadamente nunca me lo habían presentado, y no me gustaba nada tener que abordarle, era demasiado distinguido para eso; y allí estaba yo, contemplando cómo paseaba a mi lado todos los días, sabiendo que guardaba el secreto de mis treinta mil libras, la sencilla información de si el Oriente era o no capaz de hacer lo que se le reclamaba. Bueno, tarde o temprano a bordo de un barco se llega a conocer a todo el mundo, aunque ya nos encontrábamos en el Mediterráneo cuando me lo presentaron. Casi lo primero que le dije fue:
¿Existe algo de cierto en la magia que, según dicen, se practica en Oriente?
La pregunta casi le hizo callar del todo, creyendo que le hablaba de la magia a la ligera. Pero afortunadamente se dio cuenta de que yo iba en serio. Supongo que vería alguna de las treinta mil lucecitas que debían brillar en mis ojos. Pues, tras un silencio momentáneo, como si no pensara contestar, se volvió y, hablándome amistosamente, dijo: Con igual razón podría usted dudar de la radiotelegrafía.
Entonces le pregunté lo que quería saber: si era posible que un hombre ejerciera su influencia desde Oriente para que un boleto saliera el primero del bombo en Dublín. Y todavía recuerdo las palabras exactas de su respuesta.
-Es un hecho muy poco frecuente -dijo-. Sin embargo, no solamente puede hacerse, sino que conozco a un hombre todavía vivo que es capaz de hacerlo.
Entonces le pregunté por mi amigo el del Ganges, mas no sabía nada de él. Su hombre vivía en el norte de Africa. Mi hombre, dijo, podía también ser capaz de hacerlo, mas quedaban ya muy pocos. La situación presentaba un obvio peligro, difícil de solventar: ¿y si él mismo iba a ver a su amigo africano y se ganaba así las treinta mil libras? Él era un hombre distinguido y yo acababa de conocerlo; era ésa una pregunta nada fácil de hacer. Pero me las arreglé. Por supuesto, disimulé mi pregunta, mas la formulé. Y él me contestó sinceramente.
-Ahora me he establecido cerca de Londres -dijo- con mi jubilación y lo que he ahorrado, y no niego que, si alguien me ofreciera treinta mil libras, le estaría muy agradecido; sólo que, cuando se ha vivido mucho tiempo en Oriente como es mi caso, uno ha tomado demasiada quinina en sus horas libres y al final está mal de los nervios; y, si consiguiera treinta mil libras de esa manera, mediante magia oriental, siempre me preocuparía de que el Oriente me reclamara su parte. Sé que es ridículo por mi parte, pero así es. Probablemente usted no sentirá lo mismo.
-No, no lo creo -dije. No pude añadir nada más por miedo a herir sus sentimientos. Pero treinta mil libras es una cantidad... ¡y temo que el Oriente trate de vengarse! Bueno, dejemos que lo intente: eso es lo que yo sentía. Pero antes que nada, dejemos que lo consiga. Así que le dije:
-¿En qué parte de África dijo usted que vivía ese hombre?
Él sonrió por mi empeño y me lo contó.
-No muy lejos de aquí -dijo-. A día y medio de la costa por tren. Debe usted bajarse en El Kántara; y cabalgar en mula durante unos días hasta llegar a las montañas de Ouled Naïl, en donde vive.
-¿En qué parte de las montañas? -pregunté yo. Pues había dejado de hablar, y una cadena de montañas parecía una dirección bastante incompleta.
-¡Oh!, no es difícil encontrarle -dijo-. Es un hombre santo y es bastante conocido. Simplemente deberá usted preguntar a alguno de los nómadas por Hamid Ben Ibrahim, cuando llegue al pie de las montañas. Además, su casa puede verse desde veinte millas. Tiene sólo diez pies de altura y unas ocho yardas de ancho y de largo; pero está encalada, bajo montañas marrones, y el desierto es llano hasta llegar al Níger. Encontrará a Hamid fácilmente.
-Supongo que no hará todo eso a cambio de nada -dije yo-; como mi amigo del Ganges.
Como ustedes comprenderán, después de mi viaje a la India no disponía de mucho dinero en efectivo, sin contar mi posibilidad de las treinta mil millas.
-No -dijo él-. Pero lo hará a cambio de esto.
Y me entregó un pequeño paquete que sacó del bolsillo; eran polvos, como pude darme cuenta a través del papel.
-¿Qué es esto? -dije.
-Bismuto -contestó él-. Él digiere mal. Pero es demasiado santo para tomar un laxante; nunca lo ha hecho en toda su vida; ni ha fumado; y, por supuesto, ni hablar de coñac. Así que es bastante difícil de curar. Como probablemente sabe, todos los europeos se empeñan en ser médicos allá; de manera que lo primero que hará será contarle a usted sus síntomas y pedirle que le cure; y creo que el bismuto puede lograrlo. Si así ocurre, él conseguirá que su boleto salga ganador. De hecho sabe bastante más de magia que cualquiera de nosotros de medicina. Y puede usted pedirle al médico de a bordo alguna otra cosa que le pueda ir bien. Es bastante grueso y no hace ejercicio. Haga todo lo que pueda por él.
-Desde luego que lo haré -dije. Parecía razonable.
-Yo que usted compraría una tienda de campaña en Argel -dijo- en lugar de alquilar alguna a un árabe. Comprobará que le costará como mucho una cuarta parte. O una octava. Depende de lo bien que usted regatee.
Mientras hablábamos había oscurecido sin que nos diéramos cuenta; y yo miré a lo alto y avisté grupos de estrellas donde antes había púrpura y oro. Y con las estrellas vino el frío, y el rostro de Lupton se entristeció; pues el frío después del crepúsculo parecía ser lo único que no podía soportar, aunque ustedes creyeran lo contrario, dado como vivía, más en tiendas que en casas. De manera que se fue abajo y sus últimas palabras fueron:
-Puede hacerlo perfectamente bien. No lo dude.
No molesté más a Lupton. Por extraño que parezca más bien le evité, pues cualquier conversación que pudiéramos sostener, mientras todos aquellos millones de estrellas salían lentamente para brillar sobre el Mediterráneo, nos habría parecido sumamente trivial después de aquel misterio oriental que me acababa de revelar. Y antes de que terminase la semana llegamos a Marsella. Allí abandoné el barco. Si hubiese continuado hasta Inglaterra, no habría tenido más que volver de nuevo para llegar a África, y los fondos no me habrían alcanzado. Mi única dificultad era cómo conseguir otro boleto en aquella "sweepstake", ya que no quería que los dos sortilegios actuaran sobre el mismo boleto. Pero, ¿saben ustedes?, pude comprar uno en Marsella a un hombre que parecía haber perdido la fe en su buena suerte. Así que me fui a toda prisa a Argel en un barco que cubría el trayecto de Marsella a la costa africana y viceversa, y cuya compañía naviera parecía vacunada contra cualquier monotonía al hacerse llamar Compagnie Générale Transatlantique. No había perdido del todo la fe en mi amigo del Ganges; había guardado su boleto y necesitaba comprobar de lo que él era capaz; pero, naturalmente, después de sostener aquella conversación con uno de los más eminentes orientalistas, me fiaba mucho más del hombre que él me había recomendado. La primera vez que había visto al hombre del Ganges apenas me había parecido posible que pudiera fallar, tan irresistibles me resultaron sus ojos, y tan evidente que su espíritu moraba sólo temporalmente en aquel cuerpo sentado junto al río, y era capaz de ejercer su poder en cualquier lugar. Pero ahora estaba completamente bajo la influencia de Lupton, y únicamente quería encontrar al hombre de las montañas de Ouled Naïl.
Bien: compré una tienda barata en Argel y tomé el tren una tarde; a la mañana siguiente avisté las montañas, ascendiendo en espiral desde El Kántara. Allí les dije a los árabes que era médico y recorría el desierto en busca de salud. Fue muy fácil para ellos creerme, pues había dado pruebas de mis conocimientos médicos con aquella misma observación; ya que, ¿saben ustedes?, hay más salud en el Sahara que a todo lo largo de Harley Street. Mas en cualquier caso era completamente cierto lo que Lupton me había contado de que, en aquellos lugares, a todos los europeos se les supone médicos. Pero yo era un tipo de médico muy especial, y me había llevado unos cuantos laxantes y algo de quinina extra par mejor demostrarlo. Un día en que el viento batía las palmeras bajo aquellos áridos precipicios, me puse en camino a lomo de mula con tres árabes, cabalgando hacia el sudeste. Por alguna razón El Kántara siempre me recuerda el oro de las bóvedas acorazadas: una verde masa de millares de palmeras, única riqueza de aquella gente, rodeada de rocas que nunca han conocido más verde que el que a veces puede verse en un salero.
-Nos hablaba usted -dije- del hombre que andaba buscando en las montañas de Ouled Naïl.
-Dispénsenme -dijo Jorkens-. Sí, cabalgamos hacia el sudeste. Tan pronto como atravesamos el desfiladero nos encontramos en pleno desierto, y cabalgamos dejando las montañas a nuestra derecha. Nunca nos alejamos del agua: antiguos torrentes procedentes de tormentas en las montañas habían socavado centenares de depresiones en los resecos barrancos; y encima de cada una de ellas alguien había colocado una piedra plana, para proteger el agua que allí se había acumulado y que no se la bebiera el sol. El viaje fue cómodo, acampamos cada vez que las mulas estaban cansadas; y, según dejábamos atrás los rebaños de los nómadas, el rumor de mi habilidad como médico me precedía velozmente. ¡Ah!, aquellas tardes en el desierto, con el resplandor crepuscular iluminando las montañas, mientras aquí todo está seguro, ruidoso y lleno de cosas.
-¿Encontró usted las montañas de Ouled Naïl? -dije yo.
-¡Oh, sí! -dijo Jorkens-. Sí, sí, por supuesto. Continuamos por el desierto, y un día apareció toda la cadena montañosa a nuestra derecha. Continuamos por el desierto hasta divisar la casa blanca. La vi de pronto una tarde. No había ninguna señal de vida en las montañas, y de pronto, un atardecer, vi a lo lejos, a muchas millas hacia el noreste, la casa tal y como me la describiera Lupton, con su puerta y sus dos pequeñas ventanas.
Al día siguiente me trasladé a las montañas para obtener agua; y entonces me dije que había encontrado la salud que buscaba y que regresaría a El Kántara; y continuamos adentrándonos en las montañas por un camino que nos aproximaba a la pequeña casa. Por supuesto, tanto nosotros como nuestras mulas fuimos visibles desde la casa durante toda la mañana; y mi reputación como médico había llegado allí bastante antes, de manera que, tan pronto nos acercamos, el hombre santo salió de su casa y vino corriendo hacia nosotros, en la medida que puede decirse de un hombre de semejante aspecto que es capaz de correr. Bien; hablé con él en una especie de árabe, y él habló bastante conmigo en un mal francés, y nos entendimos a la perfección. El diagnóstico es algo fundamental en medicina, como cualquier médico les dirá, pero es particularmente efectivo cuando se puede formular antes de que el paciente abra la boca. ¿Me comprenden ustedes? Gracias a Lupton sabía todo lo referente a ese hombre. De manera que le describí todos sus síntomas. Y luego le di las medicinas apropiadas, y él hizo café para mí y nos sentamos y conversamos durante cinco horas. Bien sea por las medicinas o por el diagnóstico, lo cierto es que ya se encontraba mejor, y cuando vino a ofrecerme una gratificación yo le dije que mi habilidad para curar era más bien consecuencia de la magia que del estudio de la medicina, y que por consiguiente no aceptaba su gratificación. Pero añadí que si él era también mago, como parecían indicar ciertos rumores entre los nómadas, estaría muy contento de que me mostrara un poco de su propia magia. Y saqué el boleto que había comprado en Marsella al hombre que había dejado de tener fe en su buena suerte.
Miró el número del boleto y lo comprendió todo inmediatamente, todo lo contrario que el hombre del Ganges. Sí; podía hacerlo. En aquel momento yo no habría aceptado una oferta de veinte mil libras por ese boleto. Y llevaba razón; podía hacerlo. Lupton tenía razón. Existe en Oriente una magia de la que nada sabemos. Luego volví a El Kántara, y de ahí a Londres, por supuesto en tercera clase todo el trayecto, y metí en un banco los dos boletos, y esperé el sorteo de la lotería.
-Aguarde un momento -dijo Terbut-. Ha dicho usted que el árabe podía hacerlo.
-Naturalmente -dijo Jorkens-. Y el hombre del Ganges también.
-En ese caso conseguiría usted sesenta mil libras -dijo Terbut- en lugar de treinta mil.
-Bueno, léalo usted mismo -dijo Jorkens-. Guardo un recorte de aquel día.
Y sacó un recorte de un periódico irlandés de una vieja cartera de cuero que llevaba consigo. Se lo dio a Terbut, y éste lo leyó en voz baja.
-En el momento decisivo, -leyó- un centenar de azafatas desfilaron ante el bombo, vestidas de ciclistas de comienzos de la era victoriana, precediendo al señor O'Riotty, quien prendió fuego a la salva, asistido por dos ametralladoras. Entonces se abrió la portezuela del bombo y la primera azafata metió la mano para extraer el número afortunado. Accidentalmente sacó dos boletos, y el señor O'Riotty ordenó que los volvieran a meter en el bombo.
-No es necesario que siga leyendo -dijo Jorkens.
-¿Qué? -dijo Terbut.
-No siga -replicó Jorkens-. Cometí un error. Cometí un error -repitió-. Pero, por supuesto, ahora es fácil de ver.
-Ya veo -empezó a decir Terbut con aire pensativo-. Usted cree que ambos boletos...
Pero Jorkens únicamente profirió un jadeo de impaciencia.
-No importa -dije yo-. Tómese un whiskey.
-¡Un whiskey! -dijo Jorkens-. ¿Para qué?
La observación me asombró. Me pareció que indicaba uno de esos cambios que acontecen súbitamente en la vida de un hombre, como un hito que brotase ante un viajero, recordándole algún periodo de su vida. ¿Con qué acontecimiento más trascendente podía concluir este libro?"
Lord Dunsany
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