"En 1830, a pocas millas de lo que hoy es la gran ciudad de Cincinnati, había un gran bosque casi virgen. La región entera estaba poco poblada y quienes allí vivían eran gentes de la frontera, espíritus pioneros que después de alzar cabañas bastante confortables en la tierra conquistada al bosque, y después de alcanzar una prosperidad que hoy no nos parecía tal, sino pura indigencia, abandonaban todo, empujados por una cierta inquietud, por algo misterioso aunque probablemente debido a su afán de aventura, para dirigirse al oeste y hacer frente a nuevos peligros y a mayores privaciones, hasta conquistar esas escasas comodidades que habían abandonado.
Muchas de aquellas gentes ya se habían marchado hacia tierras remotas, pero permanecía en la región uno de los primeros hombres en llegar. Vivía solo en una cabaña hecha de troncos y rodeada no ya de bosque sino de selva, podría decirse... La cabaña de aquel hombre parecía formar parte del bosque, de tan silenciosa y oscura; y él mismo.
Nadie le había visto jamás esbozar una sonrisa y nadie le había oído decir nunca una palabra de más, ni mucho menos una lisonja. Satisfacía sus pocas necesidades mediante el trueque o la venta de pieles de los animales que cazaba, una actividad a la que se dedicaba, pues nada cultivaba en aquella tierra que, por derecho, podría haber llamado suya sin que ninguna autoridad pudiera reclamársela. El hombre, en cualquier caso, no era un tipo de esos que se abandonan; había hecho mejoras tales, alrededor de su casa, como despejar un espacio de bosque mediante la sencilla aunque dura tarea de tirar con su hacha algunos árboles, de manera que los troncos y las raíces ya podridas de aquéllos se vieron cubiertas de maleza con el paso de los meses. Era conocido que aquel hombre no es que no se preocupara de la agricultura, sino que mostraba cierto desdén hacia los agricultores.
Su cabaña, en la que tenía una buena estufa de leña para calentarse en invierno, una cabaña de techo de tablones sostenidos por vigas transversales, y con los troncos de las paredes recubiertos de barro agrietado con el paso del tiempo, tenía sólo una puerta y una ventana. La ventana, sin embargo, quedó tapiada muy pronto, por decisión del huraño habitante de la cabaña, a tal punto que nadie recordaba haberla visto abierta alguna vez; en realidad casi nadie recordaba haber visto allí una ventana. Y no es que a aquel hombre le disgustasen la luz diurna o el aire puro y vivificante; en las pocas ocasiones en que cualquier otro cazador de la región se adentraba por aquel lugar en lo más profundo del bosque, había visto al huraño tomando el sol a la puerta de su casa, con el rifle descansando sobre sus piernas. Supongo que son pocos los que conocen el secreto de aquella ventana. Yo sí. Hablaré de ello.
Decían que se llamaba Murlock. Aparentaba unos sesenta años, aunque sólo tenía cincuenta. Algo que no eran precisamente los años había contribuido a hacer que el tiempo se le echara encima, envejeciéndolo. Tenía largos el cabello y la barba, muy grises; sus ojos, de un azul grisáceo y muy apagados, parecían hundidos en sus cuencas; su rostro, completamente surcado por arrugas muy profundas que parecían pertenecer a sendos sistemas convergentes, en cualquier caso, era el que mejor se hubiera podido imaginar para su delgadez y su gran estatura. Tenía los hombros caídos, como los hombres que se han desempeñado mucho tiempo cargando y descargando en los muelles.
Yo nunca lo vi, debo decírselo antes que nada; todo lo que sé de él me lo contó mi abuelo, gracias al cual supe también su historia. Mi abuelo incluso lo tuvo por vecino un tiempo, antes de que el huraño decidiera levantar su cabaña en lo más apartado del bosque.
Un día encontraron a Murlock muerto en su cabaña. No era un tiempo en el que abundaran los periódicos, ni mucho menos los forenses, por lo que supongo que todo el mundo pensó que había muerto por causas naturales. De no ser así, me lo habrían dicho y supongo que aún lo recordaría, tengo buena memoria... Sólo sé que, gracias a lo que probablemente era simple sentido común, su cuerpo recibió sepultura cerca de la cabaña que había habitado, donde él, a su vez, había enterrado tiempo atrás a la que fuera su esposa; tanto tiempo atrás que apenas le recordaba ya nadie cuando murió Murlock. Con su muerte, pues, se cierra el capítulo final de su historia. Aunque años después, acompañado por un alma igualmente audaz, entré en el bosque y me aproximé lo suficiente a la cabaña abandonada y casi a punto de irse al suelo, para tirar una piedra y alejarme a toda prisa, como hacen los niños bien informados acerca de la existencia de fantasmas en las casas abandonadas.
Hablemos, sin embargo, de algo más importante, de aquel capítulo referido a Murlock que me contó mi abuelo.
Cuando el hombre levantó la choza y empezó a emplearse con el hacha enérgicamente para hacer un claro, cosa a la que se dedicaba cuando dejaba descansar el rifle que le daba de comer, era joven, fuerte; incluso albergaba ciertas esperanzas, como cualquier aventurero en tierras extrañas e inhóspitas. En la región del este de la que provenía se había casado, como era costumbre en aquel tiempo, con una joven digna, desde luego, de la mayor de sus devociones. Aquella mujer compartía con él peligros y privaciones, siempre con el mejor espíritu y el corazón alegre, henchido también de esperanzas. No sabemos cuál fue su nombre. La tradición, por lo demás, guarda silencio a propósito de sus encantos físicos, por lo que cada cual es libre de creer o no que los tenía.
Pero no permita Dios que yo comparta esas dudas. De su alegría, probable consecuencia de su belleza, hay testimonios suficientes por lo que sabemos de la vida de Murlock una vez quedó viudo. Sólo el magnetismo de un recuerdo imborrable pudo haber encadenado su espíritu siempre aventurero a aquel lugar, una vez que ella su hubo ido.
Un día regresó Murlock de cazar en algún lugar distante de su cabaña, y encontró a su esposa enferma, delirando por culpa de la fiebre. No había un sólo médico en muchas millas a la redonda; tampoco tenían vecinos. No estaba ella en un estado que permitiese dejarla sola para ir en busca de ayuda, por lo que Murlock se dio a prestarle los cuidados debidos. Al tercer día, empero, la mujer perdió el conocimiento y falleció poco después sin volver a recuperarlo.
Gracias a lo que sabemos de un carácter como el de aquel hombre, podemos atrevernos a interpolar algunos detalles en el esbozo del cuadro hecho por mi abuelo.
Cuando comprobó que estaba irremisiblemente muerta, Murlock conservó la calma necesaria, a pesar de su dolor, para recordar que los muertos deben tener entierro, y no sólo eso, sino que deben ser preparados para recibir sepultura. Pero al tratar de llevar a cabo un deber tan sagrado, se equivocó repetidamente; hizo unas cuantas cosas mal, y las que hizo bien, simplemente, las repitió. Sus fracasos en cosas sencillas y comunes no dejaban de sorprenderle, como el borracho que se asombra ante la aparente suspensión de las leyes naturales conocidos, como la del equilibrio. Se sorprendió igualmente de no haber llorado una sola lágrima al verla muerta, a pesar del gran dolor de corazón que sentía, una sorpresa en la que había mucho de vergüenza, pues al fin y al cabo puede que no resulte un detalle, una demostración de cariño.
—Mañana —dijo Murlock en voz alta, como si quisiera convencerse— tendré que hacerle una caja y cavar la tumba; entonces la extrañaré más, cuando ya no pueda verla. Ahora está muerta, pero ha dejado de sufrir. La situación no puede ser tan terrible, por ello, como parece.
De pie junto al cuerpo de su esposa, en la luz que se desvanecía, la peinó mecánicamente, con un cuidado desprovisto de voluntad. Mientras lo hacía corría por su conciencia, como un torrente subterráneo, la convicción de que las cosas sucedían de la manera más natural, de que todo iba según debía, de que el hecho de tenerla a su lado, aunque muerta, explicaba su aparente tranquilidad. En realidad, no sabía cuán fuertemente le había golpeado la pérdida de la esposa. Esa noción, esa conciencia de su dolor, le llegaría después para no abandonarlo ya nunca.
La pena es que un artista que maneja poderes tan diversos como los instrumentos de los que se vale para ejecutar la marcha fúnebre, evocando en algunos seres las notas más brillantes y agudas y en otros los más suaves y graves, esas que vibran de manera recurrente, como el ritmo que marcan los tambores. Algunos espíritus, en un trance doloroso se sobresaltan; otros quedan estupefactos, sin capacidad de reacción. A algunos un trance doloroso como el de Murlock les llega cual si la herida de una flecha se tratase, una herida que irrita y alerta toda su sensibilidad, agudizándosela; a otros, como un mazazo que al aplastar insensibiliza. Podemos suponer que Murlock se vio afectado de esta manera, ya que —y en esto tenemos certezas, no hacemos conjeturas— apenas hubo terminado su piadoso trabajo, se dejó caer en una silla junto a la mesa de la cabaña, donde había puesto el cuerpo de su mujer, y notando cuán blanco parecía su perfil en la espesura de las sombras de la tarde, puso los brazos sobre el borde de la mesa y se dejó caer entre ellos, con los ojos sin derramar aún una lágrima, pero completamente exhausto. Entonces llegó a través de la ventana abierta un sonido largo y sollozante como el grito de un niño perdido en lo más hondo del bosque... Aquel bosque que empezaba a sumirse en la oscuridad. Mas el hombre no se movió. Otra vez, más cerca que antes, se dejó sentir aquel grito ultraterreno. Quizá fuese una bestia del bosque. Quizá fuese un sueño. Murlock agotado, se había quedado dormido.
Horas después, como se llegó a saber posteriormente, el que velaba el cadáver de manera tan descuidada despertó, y levantando la cabeza de entre sus brazos escuchó con atención, sin saber por qué lo hacía... En la negra oscuridad que se hacía alrededor de la muerta, recordando cuanto había pasado, aunque sin sobresaltarse por esa constatación, esforzó sus ojos para ver no sabía bien qué... Tenía los sentidos alerta, la respiración entrecortada; la sangre, detenida en su circulación, parecía ahondar el silencio... ¿Quién se le había aparecido? ¿Qué le había despertado? ¿Dónde estaba?
Repentinamente, la mesa tembló bajo sus brazos; justo en ese momento escuchó, o creyó oírlo, un paso suave y otro y otro... Los pasos de unos pies descalzos.
Aterrorizado e impotente para gritar entonces, o para moverse siquiera, tuvo que esperar y así lo hizo, en la más completa oscuridad ya, a lo largo de un tiempo que fue como siglos de terror. Intentó decir en vano, alargar las manos para tocarla, para comprobar si seguía allí. Creía haberse vuelto mudo. Sus brazos y sus manos parecían de plomo.
Lo que sucedió fue realmente espantoso. Algo sumamente pesado pareció caer sobre la mesa, de forma tal que ésta, estrellándose contra su peso, a punto estuvo de tirarlo al suelo de espaldas; mientras, se oyó y sintió la caída de algo al suelo, con un golpe tan violento que toda la casa pareció sacudida por el impacto. Sucedió a todo aquello algo parecido a un forcejeo y una confusión de sonidos difíciles de describir. Murlock consiguió ponerse de pie. El pánico se había apoderado por completo de sus fuerzas. Haciendo un esfuerzo en verdad denodado, consiguió poner las manos sobre la mesa. Y comprobó que estaba vacía.
Hay un extremo en el que el terror puede llevar a la locura; y la locura incita a la acción. Sin un propósito firme, sin otro motivo que no fuese el desorientado impulso de un loco, Murlock se lanzó contra la pared, con alguna dificultad logró hacerse con su rifle y lo disparó repetidamente a un lado y a otro, sin preocuparse de hacia dónde apuntaba. A la luz de los fogonazos que salían de la bocacha del arma con cada tiro vio un felino salvaje y enorme que arrastraba a la muerta hacia la ventana, con los colmillos clavados en su garganta. Después, la oscuridad más negra que antes; y el silencio aún más hondo.
Cuando volvió en sí el sol estaba alto y el bosque resonaba con los cantos de los pájaros.
El cadáver de la esposa yacía cerca de la ventana, donde lo había dejado aquella bestia cuando huyó asustada por los disparos del rifle de Murlock. La muerta tenía desordenadas las ropas y completamente despeinado el cabello. Mostraba un desmadejamiento absoluto, había manado sangre hasta hacer un charco. Sus diente sostenían aún un pedazo de oreja de la fiera".
Ambrose Bierce
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