El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

viernes, 11 de septiembre de 2015

"Piratas"

"Durante muchos años el proyecto de volver a comprar alguna vez la casa había bullido en la mente de Peter Graham, pero siempre que consideraba la idea con una intención práctica se presentaban razones que se lo impedían tenazmente. En primer lugar estaba muy alejada de su trabajo, en el centro de Cornwall, y sería imposible pensar en ir sólo los fines de semana; pero si se establecía allí durante períodos más largos, ¿qué diablos haría en esa remota Tierra del Loto? Era un hombre atareado, que cuando estaba trabajando le gustaba la diversión que le proporcionaban su Club y los teatros por la tarde, que sólo se concedía pocos días de vacaciones lejos de la ciudad, y los empleaba en algún río salmonero o en campos de golf con un pequeño grupo de amigos estables y de mentalidad semejante. Considerado bajo esta perspectiva, el proyecto estaba erizado de objeciones.

Sin embargo, a lo largo de todos aquellos años que habían ido pasando de manera tan imperceptible, cuarenta de ellos ya, el deseo de volver a estar en casa, en Lescop, había persistido siempre, y de vez en cuando, si su mente consciente no se ocupaba de ello, le producía pequeños e inesperados tirones. Se daba cuenta perfectamente de que ese deseo tenía una cualidad sentimental, y a menudo se extrañaba de que precisamente él, que tan bien blindado estaba contra ese tipo de emoción en el ajetreo general de mundo, tuviera precisamente eso en su carácter. No había vuelto al lugar desde que tenía dieciséis años, pero su recuerdo era más vivo que el de cualquier otro escenario de su experiencia posterior.

Desde entonces se había casado, había perdido a su esposa y muchos meses después de aquello se había sentido terriblemente solitario, después había cesado el dolor de la soledad y ahora, si alguna vez le hacían la pregunta directamente, confesaba que la vida de soltero le resultaba más conveniente de lo que había sido la de casado. La vida de casado no había sido un éxito notable y nunca sintió la menor tentación de repetir el experimento. Pero había otra soledad que no había extinguido nunca ni la vida marital ni su profundo interés por los negocios, y estaba relacionada directamente con su deseo de esa casa en la pendiente verde de las colinas que hay encima de Truro. Tan sólo siete años había vivido allí como el más joven de una familia de cinco hijos, y de toda aquella alegre compañía sólo quedaba él. Uno a uno se habían ido apartando del tallo de la vida, pero conforme cada uno de ellos penetraba en ese silencio, Peter no les había echado mucho de menos: su propia vida era demasiado ajetreada como para que pudiera echar de menos realmente a nadie, y tenía una constitución demasiado vital para permitirse otra cosa que no fuera mirar hacia el futuro.

Ninguno de sus hermanos, salvo él, se había casado, y él no había tenido hijos, y ahora que no tenía ningún vínculo íntimo de sangre con ningún ser vivo, una sensación de soledad le rodeaba. No se trataba en absoluto de una soledad trágica o desesperada: no tenía ningún deseo de seguirles si se diera la improbable y no verificada posibilidad de encontrarles a todos de nuevo. Además, no servía para la existencia descarnada: para él la vida significaba carne y sangre, actividades e intereses materiales, y aparte de eso no podía hacerse ninguna otra idea de la vida. Pero a veces sentía ese dolor sombrío de la soledad, que es peor que todos los demás, cuando pensaba en la quietud que se había congelado como el hielo sobre aquellos años juveniles y gozosos, cuando Lescop había sido tan ruidoso, alerta y lleno de risas, y en sus jardines resonaban los juegos, y la casa había estado llena de charadas, del juego del escondite y de planes multitudinarios. Desde luego que había habido trifulcas, peleas y desgracias, bastante fuertes a veces, pero ahora no había nadie con quien pelear. «No es posible pelearte con personas a las que no amas», pensaba Peter, «porque no te importan...» Y sin embargo era ridículo sentirse solo; era algo todavía peor que ridículo, era una debilidad, y Peter tenía por ese tipo de debilidad el desprecio habitual en un hombre de éxito, saludable y nada emotivo. Había tantas cosas divertidas e interesantes en el mundo, por así decirlo había tantos hierros que golpear bajo el fuego para convertirlos en oro cuando se dedicaba al trabajo, y tantas diversiones agradables cuando no trabajaba (pues seguía manteniendo por el trabajo y por el juego un entusiasmo infantil), que no había excusa para permitirse sentimentalismos estériles. Por eso, a lo largo de muchos meses apenas sí algún pensamiento extraviado le conducía hacia los años remotos que vivió en la casa de la ladera sobre Truro.

Últimamente se había convertido en el presidente de la junta de una empresa nueva y muy prometedora, la British Tin Syndicate. Sus propiedades incluían algunas minas de Cornish que previamente habían sido abandonadas por considerar que no podían dar beneficios, pero recientemente un astuto químico mineralógico había inventado un proceso por el que se podía extraer el metal de una manera mucho más económica de lo que había sido posible hasta entonces. La British Tin Syndicate había adquirido la patente, y tras comprar aquellas minas abandonadas de Cornish estaba obteniendo buenos resultados con una mena que antes no había merecido la pena tratar. Peter tenía opiniones muy asentadas acerca del deber de un presidente de familiarizarse con el aspecto práctico de sus negocios, y viajaba en esos momentos a Cornwall para realizar una inspección personal de las minas en las que se estaba utilizando dicho proceso. Llevaba con él unos informes técnicos que le habían enviado y que pensaba leer durante las horas ininterrumpidas de su viaje, y hasta que el tren no dejó atrás Exeter no terminó la lectura atenta de los documentos, y volviendo a ponerlos en su cartera contempló el panorama que pasaba rápidamente ante su ventanilla. Hacía ya muchos años que no estaba en el condado del oeste, y ahora, con la emoción del reconocimiento, los acantilados rojos de Dawlish, entre largas franjas de playas soleadas, le resultaban sorprendentemente familiares. Pensó que debía haberlos visto recientemente, hasta que de pronto, escudriñando minuciosamente su memoria, recordó que hacía cuarenta años desde la última vez que los había contemplado, cuando regresaba a Eton de sus últimas vacaciones en Lescop. ¡Qué intensas y precisas son las impresiones de la juventud!

Su destino para la noche era Penzance, y ahora, con una sensación extraña de esperanza, recordó que poco antes de llegar a la estación de Truro podría ver la casa de la colina desde el tren, pues a menudo en aquellos viajes a la escuela, y en los de regreso, había estado muy atento para captar la primera y la última visión de la casa. Quizás hubieran crecido árboles que se interpusieran, pero en cuanto pasaron la estación que había antes de Trun) se cambió al otro lado del vagón y volvió a mirar buscando esa vista... Allí estaba, a unos dos kilómetros al otro lado del valle, con la fachada de piedra gris y la pantalla de enormes hayas en un extremo, y su corazón saltó de alegría al verla. Y sin embargo, ¿de qué le servía la casa ahora? Lo que él quería no eran sus piedras y ladrillos, ni los altos campos de heno que había abajo, ni el enmarañado jardín de la parte de atrás, sino los días en los que vivió en ella. Sin embargo se asomó por la ventanilla hasta que un corte del terreno le impidió seguir viéndola, con la sensación de que miraba una fotografía que le recordaba una presencia viva. Todos los que habían hecho que Lescop le resultara un lugar querido y vivo se habían muerto, pero aquel registro permanecía, igual que una imagen sobre la placa... y entonces se sonrió a sí mismo con un poco de desprecio por su sentimentalismo.
Los tres días siguientes fueron una vorágine de gozosas ocupaciones; las minas de estaño, en concreto, le resultaban nuevas a Peter, y se dejó absorber por ellas como si se tratara de un nuevo juego o un ingenioso acertijo. Bajó a los pozos de las minas que habían vuelto a abrirse, inspeccionó el nuevo proceso químico, viéndolo en funcionamiento y comprobando los resultados, examinó los gastos corrientes y los comparó con el valor del metal recuperado. Además había rastros importantes de plata en algunas de aquellas menas, y abordó seriamente la cuestión de si daría beneficios extraerla. Con este proceso incluso las minas que previamente habían cerrado producirían dividendos decentes, y aquellas cuyo filón era más rico incrementarían enormemente sus beneficios. Pero había que pensar en la economía, la economía... seguramente, en lugar de emplear los camiones al final se ahorraría dinero trazando un ferrocarril ligero desde los talleres hasta la cabeza de línea, aunque exigiría al principio un considerable gasto de capital. Es cierto que había una pendiente muy fuerte, pero se evitaría con un pequeño rodeo tendiendo un puente de caballetes sobre el pequeño río.

Recorrió a pie con el ingeniero la ruta propuesta y marcharon por la orilla del río buscando un buen punto de partida para el puente de caballetes. Pero todo el tiempo, en la parte de atrás de su cabeza, en alguna región casi subconsciente del pensamiento, pasaban imágenes interminables de la casa y la colina, con sus habitaciones y pasillos, los campos y el jardín, y con ellas, como si fuera una melodía de acompañamiento, venía el dolor de la soledad. Sintió que debía volver a merodear por el lugar: sin duda el propietario, si él se presentaba, le dejaría dar un paseo a solas durante media hora. Así vería que todo se había alterado por la vida de los desconocidos que allí vivían, y la fotografía se convertiría en algo emborronado, hasta acabar ennegreciéndose. Eso sería lo mejor.

Con esa idea, tras haber explorado todas las posibilidades de dividendos para su empresa, abandonó Penzance en un tren de primera hora de la mañana para pasar algunas horas en Truro y regresar a Londres a última hora del día. Apenas había salido de la estación cuando una multitud de recuerdos de hacía cuarenta años, pero más vivos que cualquiera de los que le habían sucedido en los últimos días se precipitaron a su alrededor dándole la bienvenida por su regreso. Allí estaba el paso a nivel y la carretera que bajaba hasta el río en el que su hermana Sybil y él habían pescado un gasterosteo para su acuario, y al otro lado del puente estaba el prado hundido entre las altas orillas que conducía a un sendero que llevaba, a través de los campos, a Lescop. Sabía exactamente dónde estaba ese remanso sobre el que ondeaban largas tiras de hierbas acuáticas, donde habían pescado aquel notable pez: sabía que al lado de la senda habrían florecido las coronarias rojas y blancas, y las orquídeas de prado en los campos. Pero era más conveniente ir primero a la ciudad, almorzar en el hotel e investigar en una agencia inmobiliaria quién era el propietario actual de Lescop; quizás regresara a la estación, a tomar el tren de la tarde, por aquel atajo.

Espesos como las flores en la estepa cuando llega la primavera, los recuerdos brillantes y fragantes le rodeaban. Allí estaba la tienda a la que había llevado el canario para disecarlo (¡qué hermoso parecía!); y allí el taller del «agente de pompas fúnebres y ebanista», todavía con el mismo nombre sobre la puerta, al que en un cumpleaños memorable en el que su familia le había regalado en dinero las prendas de su buena voluntad, por petición de él, había encargado un mueble con cinco cajones y dos bandejas, barnizado y oliendo a madera recién cortada, para su colección de conchas... Ahora miraba el escaparate un muchacho joven vestido con jersey y pantalones de franela, y Peter se sorprendió pensando para sí: «Dios mío, yo solía ser como ese muchacho: e iba vestido igual». Tenía un parecido sorprendente y Peter, con curiosidad, empezó a cruzar la calle para mirarle más de cerca. Pero era día de mercado, le retrasó un rebaño de ovejas y cuando llegó allí el muchacho había desaparecido entre los viandantes. Más lejos había una fachada adornada con un tramo de anchos escalones que llevaban hasta la puerta, en otro tiempo la temida morada de Tuck el dentista. De pie en el exterior había ahora una joven alta, y Peter volvió a pensar involuntariamente: «Vaya, ¡esa joven se parece maravillosamente a Sybil!» Pero antes de que pudiera verla más de cerca, se abrió la puerta y entró ella, y Peter se sintió bastante contrariado al ver que ya no había una placa en la puerta que indicase que pertenecía todavía al señor Tuck... Al final de la calle estaba el puente sobre el río Fal bajo el que a menudo solían tomar un bote para hacer una excursión por el río. Había allí un alegre grupo familiar que partía ahora del muelle; vio que lo formaban tres muchachos, dos chicas y una mujer de juvenil mediana edad.

Inmediatamente se lanzaron corriente abajo, y reprimiendo a medias un suspiro pensó: «El mismo número que nosotros cuando nos acompañaba mamá».

Se dirigió al Red Lion para el almuerzo: era nuevo y poco interesante, pues no podía recordar haber puesto antes un pie en esa hostería. Pero mientras masticaba su carne asada y fría algo bullía en su cerebro: estaba tratando de relacionar (pensando que podría hacerlo) al chico que estaba fuera del taller del ebanista, a la joven que se encontraba en el umbral de la casa que en otro tiempo perteneció al señor Tuck y al grupo familiar que partía de excursión por el río. En vano se decía a sí mismo que ni el muchacho, ni la chica ni el grupo podían tener alguna relación con él: pero en cuanto se relajó su atención esa caza subterránea de madriguera, como la de un ratón persiguiendo un conejo, empezó de nuevo... y entonces Peter se quedó con la boca abierta de asombro, pues recordó con absoluta claridad que la mañana de aquel cumpleaños memorable Sybil y él salieron antes que los demás de Lescop, él con el maravilloso recado de encargar su mueble, y ella para realizar una dolorosa visita al señor Tuck. Los demás salieron media hora más tarde para hacer una excursión por el Fal celebrando el importante hecho de que su edad requería ahora dos cifras (aunque una fuera un cero). Se acordó de que su madre le dijo: «Querido, pasarán noventa años antes de que necesites una tercera cifra, así que cuídate».

Cuando ese recuerdo momentáneo se abrió en él, Peter se sintió casi tan excitado como lo había estado aquel mismo día. Y no es que significara nada, se dijo a sí mismo, pues nada podía significar. Pero resultaba extraño. Era como si algo de aquellos tiempos siguiera suspendido todavía allí...

Después de eso terminó rápidamente la comida y fue a la agencia inmobiliaria para investigar. Nada podía haber más fácil que merodear por Lescop, pues la casa llevaba sin habitar desde hacía dos años. No era necesaria ninguna tarjeta de presentación, pero le dieron las llaves porque allí no había vigilante.

—Pero la casa se va a caer en pedazos —exclamó Peter indignado—. Una casa tan alegre. Es un falso ahorro el no dejar allí un vigilante. Aunque desde luego no es asunto mío. Le devolveré las llaves esta tarde, y ahora subiré andando.
—Será mejor que tome un taxi, señor —le dijo el agente inmobiliario—. Hace un día caluroso y son tres kilómetros cuesta arriba.
—Tonterías —replicó Peter—. Apenas dos kilómetros. Mi hermano y yo solíamos hacerlo en diez minutos.
Se le ocurrió entonces que aquellas hazañas atléticas de hacía cuarenta años no interesarían probablemente al mundo moderno...

Pyder Street estaba tan poblada de niños pequeños como siempre, aunque quizás fuera un poco más larga y empinada de lo que solía. Girando hacia la derecha entre unas villas residenciales desconocidas y recién construidas, entró en la senda que sí conocía y en cinco minutos había llegado a la puerta que daba al atajo que llevaba hasta la casa. Estaba inclinada sobre los goznes y tuvo que levantarla cogiéndola por el pestillo, deslizarse cuidadosamente y volverla a dejar en su lugar. El camino estaba recubierto de hierba, y en otro arranque de indignación vio que la escalera de madera que llevaba hasta el sendero cruzando la cerca estaba rota, y en su caída había arrastrado los alambres de la valla. Llegó entonces a la casa, cuyas ventanas estaban cubiertas de plantas trepadoras, y tras abrir la puerta se quedó en el recibidor, con el techo descolorido y manchas de moho en las paredes húmedas. La casa parecía desvencijada y avergonzada, con la pintura caída de los marcos de las ventanas, los cristales sucios, y en el aire el olor agrio de las habitaciones que llevaban mucho tiempo sin ventilar. Pero el espíritu de la casa seguía sin embargo allí, aunque melancólico y lleno de reproches, y le siguió fatigosamente de una habitación a otra: «Eres Peter, ¿no?», parecía decirle. «Veo que acabas de llegar para verme, pero no te vas a quedar. Recuerdo los días alegres tan bien como tú...» Fue pasando de una habitación a otra, el comedor, la sala de estar, el saloncito de su madre, el estudio del padre. Luego subió al piso de arriba, donde había estado la habitación que hacía de aula en los tiempos de la institutriz, convirtiéndose después en sala de juegos infantiles.

En el pasillo estaba la antigua habitación de los niños, y los dormitorios de los niños, y más arriba las habitaciones del ático, una de las cuales se le había concedido como dormitorio exclusivo desde que empezó a ir a la escuela. Había filtraciones en el tejado y una mancha de bordes marrones cubría el techo combado precisamente encima de donde había estado su cama.

—En bonito estado han dejado mi habitación —murmuró Peter—. ¿Cómo voy a dormir bajo esa gotera? ¡Es horrible!

La fuerza de su indignación le resultó sorprendente. No se había sentido como una personalidad doble, sino como el mismo Peter Graham en diferentes períodos de su existencia. Uno de ellos, el presidente de British Tin Syndicate, había protestado por el hecho de que al joven Peter Graham le hicieran dormir en una habitación tan húmeda y con goteras, y el otro (¡oh, fue maravilloso volver a verle!) era el propio Peter de joven que regresaba a su maravilloso ático, recién llegado a casa desde la escuela, y que miraba ahora a su alrededor con ojos ansiosos para convencerse de aquella bendita realidad antes de bajar a saltos las escaleras para tomar el té en la habitación de los niños. ¡Cuántas cosas que preguntar! ¿Cómo estaban sus conejos, y las cobayas de Sybil, y había aprendido Violeta aquella canción, la de «Oh, no es más que lluvia», y las palomas torcaces estaban volviendo a anidar en el tilo? Todos aquellos temas eran de importancia primordial...

Peter Graham el viejo se sentó junto a la ventana. Veía desde allí el prado, y al otro lado el tilo, un tilo inclinado que formaba una cueva verde en el interior de sus ramas inferiores, aunque las ramas de arriba crecieran rectas, y oyó que procedían de él los arrullos sofocados de las palomas torcaces. Así que estaban volviendo a anidar allí: esa pregunta del joven Peter había encontrado respuesta.

—Es muy extraño que esté pensando en eso —se dijo a sí mismo: de alguna manera no existía un vacío de años entre él y el joven Peter, pues aquel ático había servido de puente a los decenios que en un recuento torpe y material del tiempo se interponían entre ellos. Entonces Peter el viejo pareció hacerse cargo nuevamente de la situación.

Pensó que lo de la casa era un triste asunto: le producía una punzada de soledad ver la decadencia del teatro de sus años gozosos, sin ninguna evidencia de una vida nueva, de los niños de desconocidos, e incluso de los hijos de sus hijos que, creciendo allí podrían haber borrado esa impresión. Salió de la habitación del joven Peter y se detuvo en el rellano: las escaleras descendían en dos tramos cortos hasta el piso inferior, y volvió a ser el joven Peter, pasando la mano por la barandilla mientras bajaba y disponiéndose a cubrir el primer tramo de un salto. Pero entonces el viejo Peter se dio cuenta de que eso era una hazaña imposible para sus poco flexibles articulaciones.

Bueno, había que explorar el jardín, y luego regresaría a la agencia inmobiliaria para devolver las llaves. Ya no deseaba tomar el atajo que llevaba desde la empinada colina hasta la estación, junto al remanso en el que Sybil y él habían cazado aquel pez, pues su idea de regresar allí, tan urgente a veces, se había marchitado. Sólo pasearía por el jardín unos diez minutos, y cuando bajó con pasos tranquilos empezaron a invadirle los recuerdos del jardín y todo lo que habían hecho allí. Estaban los árboles para subirse a ellos, y los matorrales —en particular una celinda donde anidaban los jilgueros— en los que buscar nidos y orugas, pero sobre todo estaba el juego que jugaban allí, mucho más excitante que el criquet o el tenis sobre hierba, sobre el campo lleno de baches (aunque aquello era bastante excitante), y que se llamaba el juego de los piratas... En la parte de arriba del jardín había un cenador con baldosas y tejas y paredes sólidas, y aquello era la «casa» o el «Estrecho de Plymouth», de donde los barcos (es decir los niños) zarpaban bajo las órdenes del almirante para conseguir un trofeo sin ser atrapados por los piratas. En algún lugar del jardín se ocultaban dos piratas que surgían de un salto, y tres barcos (contando al almirante, que tras dar sus órdenes se convertía en el buque insignia) tenían que cruzar el huerto, o el jardín de flores o el campo y llevar hasta el refugio un trofeo cogido del lugar previamente señalado. Peter recordó que una vez volaba por el camino serpenteante hasta el cenador con un pirata a sus talones, y cayó al suelo, y el pirata humano saltó sobre él por miedo a pisarle, pero también cayó. Peter se volvió a casa con sangre en la nariz porque Dick le había caído encima de la cara...

—Dios mío, pudo haber sucedido ayer—musitó Peter—. Y Harry le llamó pirata sangriento y papá lo escuchó, y pensó que estaba utilizando un lenguaje soez, hasta que se lo explicaron todo.
El jardín estaba peor incluso que la casa, totalmente olvidado y cubierto de hierbas, y para encontrar la senda serpenteante Peter tuvo que abrirse paso entre los brezos y los matorrales. Pero perseveró y salió al rosal de arriba, y allí estaba el Estrecho de Plymouth, con el techo caído y las paredes combadas, y el musgo creciendo entre las losetas del suelo.

—Habría que repararlo de inmediato... —dijo Peter en voz alta—. ¿Qué es eso? —se dio rápidamente la vuelta hacia los arbustos a través de los cuales se había abierto paso, al oír una voz que desde allí, débil y lejana, le resultaba familiar, aunque hacía ya treinta años que había enmudecido.
Pues era la voz de Violet la que había hablado, y había dicho:
—¡Oh, Peter, estás aquí!

Sabía que era la voz de ella, pero sabía también la absoluta imposibilidad de que fuera así. Le asustó, y sin embargo le pareció absurdo asustarse, pues era sólo su imaginación espoleada por antiguas visiones y recuerdos la que le estaba engañando. Pero qué alegría haber imaginado siquiera que había vuelto a oír la voz de Violet.

—¡Vi! —gritó, y desde luego nadie respondió. Las palomas torcaces arrullaban en el tilo, había un zumbido de abejas y un susurro de viento en los árboles, y le rodeaba el aire suave y encantador de Cornish, que cargaba con el material de los sueños.

Se sentó en los escalones del cenador y exigió la presencia de su sentido común. Había sido una tarde incómoda, se sentía irritado por el olvido y la ruina en que había caído el lugar, y no quería imaginar esas voces que le llamaban desde el pasado, o tener extrañas y fugaces visiones que pertenecían a su infancia y adolescencia. Ya no pertenecía a esa época que presidían las hierbas ondulantes y las lápidas, y debía apartarse de todo lo que la evocaba, pues más que cualquier otra cosa era el director de prósperas empresas con grandes intereses que dependían de él. Se sentó para calmarse durante cinco minutos, desafiando a Violet, por así decirlo, a que le llamara de nuevo. Y entonces, tan inestable era su estado de ánimo, se quedó allí escuchándola. Pero Violet siempre se daba cuenta enseguida de cuándo no la querían, y debía haberse ido para unirse a los demás...

Rehízo el camino fijando su mente en lo que le rodeaba materialmente. El arce dorado de la parte de arriba del camino, un arbolillo tan alto como él la última vez que lo vio, se había convertido en un árbol de tronco robusto, el matorral de laurel en una elevada columna de hojas fragantes, y al pasar junto a la celinda salió de ella un jilguero con un vuelo en picado. Volvió otra vez a la casa, donde la fucsia trepadora extendía sus ramas a través de la ventana de su madre, y un aroma fuerte y picante (¡qué bien lo recordaba!) brotaba de los cálices del magnolio.

—Ha sido una tontería por mi parte volver a ver la casa —se dijo a sí mismo—. No quiero pensar más en ello: se acabó. Pero es una maldad no haber cuidado de la casa.
Regresó a la ciudad para devolver las llaves.
—Le estoy muy agradecido —dijo—. Era una casa agradable hace muchos años, cuando la conocí. ¿Por qué se ha permitido que se arruine de esa manera?
—No podría contestarle, señor. En los últimos diez años la han alquilado una o dos veces, pero los arrendatarios nunca se quedaban mucho tiempo. Al propietario le encantaría venderla.
En ese mismo momento Peter tuvo una idea caprichosa y absurda.
—¿Y por qué no vive él allí? —preguntó—. ¿O por qué los arrendatarios se iban enseguida? ¿Había algo en la casa que no les gustara? ¿Estaba hechizada, o algo parecido?
No pienso alquilarla ni comprarla, así que no importará que me lo diga.
El agente vaciló un momento.
—Bueno, corrían historias, si puedo hablarle confidencialmente. Pero todo son tonterías, desde luego.
—Por supuesto —contestó Peter—. Usted y yo no creemos en esas tonterías. Pero quisiera preguntarle: ¿se contaba que en el jardín se oían voces infantiles?
La discreción volvió a adueñarse del agente inmobiliario.
—No podría decirle, señor, no estoy seguro —contestó—. Lo único que sé es que la casa resultaría muy barata. Quizás quiera llevarse nuestra tarjeta.

Peter llegó a Londres a una hora tardía de la noche. Le estaba esperando una bandeja con sandwiches y bebidas, y tras el refrigerio se sentó a fumar y a pensar en los tres días de trabajo que había tenido en las minas de Cornwall: había que celebrar lo antes posible una reunión de directores para que consideraran sus sugerencias... Entonces se descubrió a sí mismo mirando la mesa redonda de palo de rosa sobre la que estaba la bandeja.

Pertenecía a la sala de estar de su madre en Lescop, y la silla en la que él se sentaba, una hermosa pieza del período estuardo, había sido la silla de su padre en la mesa del comedor, y la librería había estado en el salón, y la mesa para tarjetas de estilo chippendale... no podía recordar exactamente de dónde procedía. La colección de poemas de Browning había pertenecido a Sybil: el volumen lo había cogido de las repisas de la sala infantil. Pero era el momento de acostarse y se alegraba de no dormir en el ático del joven Peter.

Es dudoso que un hombre pueda extirpar una idea que haya enraizado bien en su mente. Puede cortar los brotes, quitar los capullos, y si éstos maduran destruir la semilla: pero las raíces son un desafío. Si tira de ellas, se rompen dejando en tierra alguna parte vital, y no pasará mucho tiempo antes de que una nueva prueba de su vitalidad brote del suelo allí donde menos lo esperaba. Eso era lo que le sucedía ahora a Peter: en mitad de una reunión de negocios el rostro de uno de los codirectores le recordaba al cochero de Lescop; si iba un fin de semana a jugar al golf a Rye, al Dormy House, el mirador de la sala de billar tenía la misma forma y tamaño que los de la sala de estar de Lescop, y el banco de aulagas situado junto al décimo green era como la hierba del campo de tenis: casi esperaba encontrar allí una pelota de tenis. Hiciera lo que hiciera, íuera donde fuera, algo le hacía acordarse de Lescop, y por la tarde, al regresar a casa, estaban allí los muebles, más de los que se había dado cuenta, pidiéndole regresar a su lugar de origen: alfombras, cuadros, libros, la cubertería de plata de la mesa, todo se unía en esa súplica muda. Pero Peter se tapaba los oídos; aquello era un sentimentalismo materialista carente de sentido, y no podía imaginar que pudiera volver a captar la vida sobre la que habían pasado tantos años, y de la que no quedaba otro actor que él mismo, simplemente restaurando la casa y sus antiguos muebles y volviendo a vivir allí. Aquello sólo serviría para poner de relieve su soledad por el contraste de vida de aquel escenario, en otro tiempo tan poblado, con su vacío actual. Y esa «irrupción» (así lo expresaba él) del sentimentalismo materialista sólo servía para confirmar la determinación que había tomado en Lescop. Había sido una visión amarga pero tonificante, y ahora la olvidaría.

Pero cuando ya había sellado su resolución, venía a él, como una brisa descuidada del oeste, el recuerdo de ese chico y esa chica a quienes había visto en la ciudad, y de la alegre familia que se iba de excursión por el río, de la bienvenida sutil que le habían hecho desde los arbustos del jardín, y sobre todo la sospecha de que el lugar estaba supuestamente hechizado. Y era precisamente porque estaba hechizado que lo deseaba, y cuando con mayor fuerza y sensatez se aseguraba a sí mismo que poseer la casa era una tontería, más la deseaba, y ahora constantemente daba color a sus sueños. Eran sueños felices; había regresado allí con los demás, como en los viejos tiempos, otra vez como niños en época de vacaciones, y a todos, como a él, les encantaba estar de nuevo en casa, y felicitaba mucho a Peter porque era él quien lo había arreglado todo. A menudo, en esos sueños, se decía a sí mismo: «Ya he soñado esto antes, y después despertaré y me volveré a encontrar viejo y solo, pero entonces será real».

Pasaron las semanas, atareado y próspero, se convirtieron en meses, y un día de otoño Peter se desmayó al regresar a casa tras haber pasado el día jugando al golf. No se había sentido muy bien desde hacía tiempo, estaba lánguido y se fatigaba con facilidad, pero con sus hábitos mentales robustos había considerado esos síntomas como simple pereza, y se había fustigado a sí mismo. Quizás fuera conveniente ahora someterse a una revisión médica para tener la satisfacción de que le dijeran que no había ningún problema.

Sin embargo, no fue ése el pronunciamiento médico...
—Pero es que realmente no puedo —contestó:—. ¡Un mes de cama y un invierno holgazaneando en la Riviera! Tengo el tiempo ocupado casi hasta Navidad, y después había decidido tomarme unas cortas vacaciones con unos amigos. Además, la Riviera es un agujero pestilente. No es posible. Supongamos que sigo viviendo como de costumbre:
¿qué pasaría?
El doctor Dufflin se hizo un resumen mental de su terco paciente.
—Morirá, señor Graham —le contestó alegremente—. Su corazón no es ya lo que era, y si quiere que siga funcionando, y que lo haga todavía muchos años, tendrá que ser sensato y darle un descanso. Evidentemente no insisto en la Riviera, era sólo una sugerencia porque pensé que probablemente tendría allí amigos que le ayudaran a pasar el tiempo. Pero sí insisto en algún clima suave, en el que pueda haraganear al aire libre.
Londres, con sus heladas y nieblas, no es conveniente.
—¿Y qué le parece Cornwall? —preguntó tras haber guardado unos momentos de silencio.
—Perfectamente, si le gusta. Pero desde luego no en la costa norte.
—Lo pensaré —dijo Peter—. Todavía me queda un mes.

Peter sabía que no tenía necesidad de pensarlo. Los acontecimientos conspiraban de modo irresistible para impulsarle a lo que deseaba hacer, aunque en contra de todo por lo que había estado luchando, así de fantástico e irracional era aquello. Ahora le resultaba fácil ceder y abandonar su obstinación. Unos cuantos telegramas al agente inmobiliario sirvieron para que Lescop fuera suya, otro telegrama le dio la dirección de un constructor y decorador de confianza, y con los planos de la casa, aunque en realidad poco los necesitaba, extendidos sobre la colcha, Peter dio órdenes urgentes. Había que abordar de inmediato todas las reparaciones estructurales, como las filtraciones de los tejados y las goteras en los techos, los maderajes podridos y la escayola que se desmenuzaba, y cuando todo eso estuviera hecho vendría la pintura y el empapelado. En la sala de estar solía haber un papel Morris; había sobre él flores de primavera, espinos, violetas y tableros de damas, un papel odiosamente sinuoso, pensó, pero ningún otro serviría. El recibidor estaba pintado de color huevo de pato verde, y la habitación de su madre en color rosa, «dígales que un rosa terrible», ordenó Peter a su secretario, «con un toque de azul: deben mandarme muestras a vuelta de correo, pero piezas grandes, no retales...» Luego estaba el asunto de los muebles: todos los muebles de la casa en la que se encontraba ahora y que hubieran pertenecido a Lescop tenían que regresar allí. Por lo demás, enviaría algunas cosas de Londres, accesorios del dormitorio, ropa blanca y utensilios de cocina: ya se encargaría de las alfombras cuando estuviera allí. Los dormitorios de invitados podían esperar; había que amueblar habitaciones para cuatro criados, y también el ático que había marcado en el plano, y que pensaba ocupar él. Nadie debía tocar el jardín hasta que él llegara: vigilaría personalmente los trabajos, aunque a mediados del mes siguiente debía disponer de un par de jardineros.

—Y eso es todo, por el momento —dijo Peter.

«¿Todo?», pensó mientras doblaba los planos, bastante aburrido con la dirección de unos asuntos que marchaban por sí solos. «Esto es sólo el principio: un simple apoyo».

La cura de descanso de un mes fue un verdadero éxito, y con instrucciones escritas de no agotar la mente ni el cuerpo, haraganear, salir al aire libre siempre que le fuera posible con paseos tranquilos y abundantes descansos, Peter recibió permiso para ir a Lescop y una tarde de diciembre le abrieron la puerta y por ella brotó la luz de la bienvenida. En el momento en que puso un pie en el interior supo, como un sexto sentido, que había hecho lo correcto, pues no sólo le saludaba la calidez y la comodidad ordenada que había en la casa antes desierta, sino también el conocimiento firme de que le estaban saludando aquéllos cuya pérdida le hacía sentirse solo... Esa sensación se produjo fugazmente, de una manera fantástica pero también convincente; era algo fundamental, todo se basaba en ella. La casa había recuperado su antiguo aspecto, y aunque se había atrevido a convertir el pequeño ático que estaba en la puerta de al lado del dormitorio del joven Peter en un baño, pensó: «Al fin y al cabo es mi casa, y debo estar cómodo. Ellos no necesitan cuartos de baño, pero yo sí, y aquí está». Y allí estaba, ciertamente, e instaló luz eléctrica, y cenó sentado en la silla de su padre, y después vagó de habitación en habitación sin hacer nada, embebiéndose de la atmósfera antigua y amistosa que le rodeaba dondequiera que fuese, pues Ellos estaban complacidos. Pero no se manifestó ninguna voz ni visión, y quizás les atribuía a Ellos el placer que él mismo sentía por haber regresado. Le habría encantado, sin embargo, escuchar un susurro o tener una visión fugaz, y de vez en cuando, mientras estaba sentado examinando algún informe de la British Tin Syndicate, escudriñaba las esquinas de la habitación, creyendo que algo se había movido allí, y cuando la rama de una trepadora golpeaba la ventana se levantaba y miraba hacia el exterior. Pero lo único que veía era la luz de las estrellas que caía como rocío sobre el césped abandonado.

—Sin embargo, están aquí —se dijo a sí mismo mientras corría la cortina.

Los jardineros estaban dispuestos a empezar a trabajar a la mañana siguiente, y bajo su supervisión empezaron a domesticar la jungla salvaje. Resultó agradable que uno de ellos fuera el hijo del vaquero, Calloway, el que había estado allí hacía cuarenta años, y seguía teniendo recuerdos de su infancia en el jardín, al que solía acudir con su padre desde la lechería, llevando a la casa cubos llenos. Se acordaba de que Sybil tenía sus cobayas en el secadero de la parte de atrás de la casa. Cuando Peter le oyó eso, se acordó también, y decidió entonces que tenía que limpiar el secadero de zarzas y hierbas.

—Pues me pensaba yo entonces que eran unas alimañas pero que muy feas —dijo Calloway el joven—. Aquí tenía la señorita Sybil las conejeras, rodeadas de tela de alambre. Menudo lío cuando el terrier de mi padre entró y mató a la mitad, mientras la joven señorita lloraba a los animalejos muertos.

Peter no recordaba aquella masacre de los inocentes; debió suceder un trimestre que él estaba en la escuela, y seguro que en las vacaciones siguientes los hábitos prolíficos de esos animales ya habrían alegrado la pena de Sybil.

Limpiaron el secadero y el sendero serpenteante que por entre los matorrales conducía al cenador, refugio de los afligidos barcos perseguidos por piratas. El cenador había sido reconstruido, cubriendo el techo de madera, las paredes rectificadas y encaladas, y las escaleras que conducían hasta el suelo de losetas fueron limpiadas del musgo que se había incrustado. El trabajo se terminó pronto y Peter solía sentarse allí a descansar y leer documentos tras una mañana de pasear y supervisar el jardín, pues se cansaba sólo de estar en pie una o dos horas, por lo que se quedaba dormitando en el soleado refugio. Pero ya nunca soñaba con regresar a Lescop, ni con las presencias que le daban la bienvenida. «Quizás sea porque he venido», pensó. «Y esos sueños sólo significaban que tenía que hacerlo. Pero creo que deberían demostrar que están complacidos: yo hago todo lo que puedo».

Sabía sin embargo que sí estaban complacidos, pues conforme avanzaba el trabajo en el jardín la sensación de Ellos y de su placer se hallaba suspendida sobre los caminos arreglados con la misma fuerza que el olor de la tierra húmeda y los helechos, ahora desenraizados, que impedían el paso. Todas las tardes Calloway recogía lo que había limpiado durante el día y lo apilaba sobre la hoguera del huerto. Los helechos llameaban, y los tallos húmedos de avellano siseaban antes de que prendieran las llamas; la fragancia del humo de madera llegaba hasta la casa. El trabajo se había terminado al cabo de tres semanas y aquella tarde Peter no durmió la siesta en el cenador, pues no podía dejar de caminar por entre el jardín de flores, el de hierbas de la cocina y el del huerto, que habían recuperado ya absolutamente su antiguo orden. Empezó a llover y se refugió bajo el tilo en el que anidaban las palomas, el sol volvió a salir y con su brillo de finales del invierno dio un último paseo hasta el fondo del camino, donde la puerta se encontraba ahora firme sobre sus goznes. De niño solía tardar mucho tiempo en cerrarla, dejándola que oscilara como un péndulo hacía atrás y hacia delante mientras el pestillo hacía un ruidito cada vez que cruzaba junto al pasador: ahora la abrió del todo y la soltó, dejándola que fuera hacia adelante y hacia atrás en un movimiento que se fue haciendo cada vez menor hasta que al final, con un ruidito metálico, se quedó inmóvil. Aquello le produjo un gran placer: le gustaba la precisión en los detalles.

De lo que no cabía duda era de que estaba muy fatigado: tenía además una sensación desagradable, como si tuviera un alambre tenso que atravesaba su corazón, y como si estuvieran aporreando contra él. El alambre le producía un dolor sordo, y el aporreo punzadas de dolor agudo. Todo el día había sido consciente de que le sucedía algo, pero estaba demasiado contento por haber terminado el jardín como para prestar atención a esos pequeños indicios físicos. Volvería a estar perfectamente con una buena noche de descanso, y si no podría quedarse en la cama el día siguiente. Subió las escaleras pronto, aunque no menos ansioso, y al instante se fue a dormir. El aire suave de la noche entraba por la ventana abierta, y el último sonido que escuchó fue el de la borla de la persiana contra la ventana.

Despertó de pronto, sabiendo que alguien le había llamado. La habitación estaba curiosamente iluminada, pero no con la calidad de la luz de la luna: era como un valle que estuviera en la sombra, mientras que en algún lugar, un poco por encima, brillaba el mediodía con poderoso esplendor. Volvió a oír entonces que le llamaban por su nombre, y supo que el sonido de la voz entraba por la ventana. Era indudable que le estaba llamando Violet: ella y los demás estaban fuera, en el jardín.

—Sí, ya voy —gritó saliendo de un salto de la cama.
Le pareció que ya estaba vestido, lo que no le resultó extraño: llevaba puesto un jersey y unos pantalones de franela, pero iba descalzo, por lo que se puso unos zapatos. Bajó las escaleras cruzando de un salto el primer tramo, lo mismo que hacía el joven Peter. La puerta de la habitación de su madre estaba abierta, y al mirar en el interior vio que ella estaba allí, evidentemente, sentada en la mesa y escribiendo cartas.

—Peter, es maravilloso que hayas regresado a casa —dijo—. Están todos fuera en el jardín, y te han estado llamando, querido. Ven a verme pronto y charlaremos.
Salió corriendo fuera por el camino que iba junto a las ventanas, y tomó luego el sendero serpenteante que llevaba al cenador cruzando los matorrales, pues sabía que iban a jugar a los piratas. Tenía que darse prisa si no quería que los piratas estuvieran fuera antes de que él llegara allí, y mientras corría gritó:
—Esperad un segundo, ya voy.

Cruzó corriendo junto al arce dorado y el laurel, y allí estaban todos en el cenador que era el refugio. De un solo salto subió los escalones y se encontró entre Ellos. Allí lo encontró Calloway a la mañana siguiente. Debió subir corriendo por el sendero serpenteante como un muchacho, pues la gravilla, recién puesta, mostraba con largos intervalos las huellas de las puntas de sus zapatos".

E.F. Benson

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