Había contemplado muchas maravillas, cosas imposibles de relatar; los monstruosos dioses esculpidos del Sur, sobre los que se rociaba sangra desde unas torres que llegaban casi hasta el sol; el plumaje de los huusim, de varios metros de longitud y de color de fuego; los monstruos de los pantanos australes, las orgullosas naves de Mu y de Antillia, que se movían como por encanto, sin remos ni vela; las cumbres humeantes constantemente sacudidas por las luchas de los demonios encerrados. Pero caminando al mediodía por las calles de Cerngoth, se encontró ante una maravilla más exótica aún que las anteriores. Sin buscarlo, y pensando únicamente en cuestiones caseras, contempló a la Sibila Blanca de Polarión. No sabía de dónde había salido, pero de repente la vio delante de él. Entre las delgadas muchachas de Cerngoth, con su pelo rojizo y ojos de un azul casi negro, parecía una aparición llegada de la Luna. No sabía lo que era, diosa, fantasma, o mujer, pero pasó rápidamente y desapareció. Se trataba de una criatura de nieve y luz septentrional, con ojos que parecían piscinas de luna y labios tan pálidos como su frente. Su túnica era de un tejido tan blanco, tan puro y tan etéreo como su propia persona.
Preso de una admiración indescriptible, Tortha contempló al ser milagroso, manteniendo por un instante la extraña luz de sus gélidos ojos, donde creyó encontrar algo familiar, como si una divinidad oculta durante mucho tiempo apareciese por fin ante su adorador. Sin saber cómo, parecía traer consigo la soledad infranqueable de los lugares lejanos, el murmullo profundo como la muerte de las mesetas y montañas solitarias. A medida que avanzaba, caía un silencio parecido al de las ciudades abandonadas, por las animadas y pobladas calles, y la gente se retiraba a su paso, admirada. Antes de que el silencio estallase en mil murmullos, Tortha ya había adivinado su identidad. Supo que había visto a la Sibila Blanca, ese ser misterioso que, según los rumores, aparecía y desaparecía de las ciudades de Hyperbórea. Nadie conocía su nombre, ni su nacionalidad, pero se decía que descendía como un espíritu de las montañas nevadas al norte de Cerngoth, de los desiertos de Polarión, donde los glaciares invadían valles que antaño fueran fértiles en helechos, y puertos que en otros tiempos fueran autopistas con mucho tráfico.
Nunca se había atrevido nadie a acosarla o seguirla. Venía y se iba con frecuencia, en silencio; pero a veces, en los mercados y plazas públicas, profería oscuras profecías y daba noticias sobre el destino. En muchos lugares, a través de Mhu Thulan y el centro de Hyperbórea, había predicho que las capas de hielo, que descendían gradualmente del polo, cubrirían el continente en edades futuras, enterrando para siempre las palmeras gigantes de las selvas y los soberbios pináculos de las ciudades. Y en la gran Commorión, entonces la capital, había profetizado un extraño destino que se cumpliría mucho antes de la llegada de los hielos. Por donde iba, los hombres la temían, considerándola como mensajera de los dioses extranjeros y desconocidos, que habitaban en una belleza sobrenatural. Todo esto lo había oído Tortha muchas veces, asombrándose un tanto ante el relato, pero desechándolo pronto de su mente, cargada como estaba de maravillosos recuerdos de cosas exóticas. Pero ahora que había visto la Sibila tenía la sensación de que se le ofrecía una revelación insospechada: como si hubiera distinguido, breve y lejana, la oculta meta de su peregrinación mística.
Con esa sola mirada había encontrado la personificación de todos los ideales vagos y deseos que le habían llevado de país en país. Aquí estaba lo indefinible que con tanto ahínco había buscado en pechos y aguas extrañas, más allá de los horizontes coronados por montañas que escupían fuego. Aquí se encontraba la estrella velada, cuyo nombre y resplandor nunca conociera. Los fríos ojos de la Sibila habían encendido un extraño amor en Tortha, para quien el amor sólo había sido, hasta entonces, una agitada pasión de los sentidos. Sin embargo, en esta ocasión no se le ocurrió que podía seguir a la visitante, o indagar más acerca de ella. Por el momento, se contentaba con la extraña visión que caldeaba su alma y perturbaba sus sentidos. Soñando sueños en los que la Sibila se movía como una llama con forma de mujer por caminos demasiado lejanos y pendientes para los pies humanos, regresó a su casa en Cerngoth. Los días siguientes pasaron rápida y soñadoramente para Tortha, cuyo recuerdo estaba aún totalmente ocupado por la reciente aparición blanca. Una loca fiebre de uranio se apoderó de su alma, junto con el íntimo conocimiento de que perseguía un imposible. Lentamente, para entretener las largas horas, se dedicó a copiar las poesías que escribiera durante su viaje, o a hojear sus manuscritos de adolescencia. Ahora, todos le parecían carentes de significado, como las hojas secas de un año que ya ha terminado.
Sin que Tortha lo propusiera, tanto sus criados como las visitas que recibía le hablaron de la Sibila. Decían que casi nunca entraba en Cerngoth, apareciendo con más frecuencia en ciudades alejadas de los desiertos helados de Polarión. Era cierto que no se trataba de un ser mortal, ya que había sido vista el mismo día en lugares distanciados entre sí por cientos de millas. A veces, los cazadores la sorprendían en las montañas al norte de Cerngoth; pero en cuanto los veía desaparecía, como el vaho de la mañana que se desvanece entre los riscos. El poeta escuchaba con actitud ausente y preocupada, pero a nadie habló de su amor. Sabía muy bien que sus familiares y amigos considerarían esta pasión como una locura pasajera, y no como el ansia juvenil que le impulsara a recorrer tierras desconocidas. Ningún amante humano había osado pretender a la Sibila, cuya belleza era de una peligrosa brillantez, semejante al meteoro o a la bola de fuego; una belleza fatal y mortífera, nacida de los golfos transárticos, y en cierto modo víctima de los lejanos destinos del mundo.
Como la marca del hielo o de la llama, su memoria ardía en Tortha. Hojeando sus olvidados libros, o caminando sumido en un ensueño impenetrable, tenía siempre ante sí la radiante palidez de la Sibila. Creía oír un susurro que llegaba desde las soledades boreales: un murmullo de una dulzura etérea, pero cortante como el aire polar, palabras sonoras y sobrenaturales, que hablaban de horizontes vírgenes y heladas auroras lunares sobre continentes inaccesibles para el hombre. Pasaron los largos días de estío, durante los cuales bajaban los campesinos a Cerngoth para comerciar sus pieles y patos salvajes , mientras las colinas que rodeaban la ciudad se engalanaban con flores bermellón y de un brillante azul. Pero no volvió a aparecer la Sibila en Cerngoth, ni nada se supo de ella en otras ciudades. Al parecer, habían cesado sus visitas, como si después de transmitir las noticias encomendadas por los dioses no apareciese más en los ámbitos de la humanidad.
Dentro de la desesperación que le motivaba su pasión, Tortha había anidado la esperanza de volver a verla. Poco a poco esta esperanza se hizo cada vez más débil, aunque su ansiedad no disminuyó. Durante sus paseos cotidianos se adentraba cada día más en los campos, abandonando la casa y las calles, y encaminando sus pasos hacia las montañas que se elevaban dominando la ciudad de Cerngoth, y cuyos picos helados custodiaban la meseta cubierta de glaciares de Polarión. Cada día ascendía un poco más las laderas de las colinas, elevando su mirada hacia los riscos de donde se decía descendía la Sibila. Se sentía atraído por un oscuro mandato, pero durante un tiempo no tuvo el valor de obedecer a la llamada, regresando inmediatamente a Cerngoth. Llegó un día en que subió hasta una colina desde donde se divisaba la ciudad, cuyos tejados parecían conchas al lado de un mar en el que las olas se habían convertido en una planicie suave de color turquesa. Estaba solo en un mundo de flores: el manto frágil que el verano había extendido a los pies de los picos desnudos. El césped descendía suavemente por todas partes, formando alfombras de vivos colores. Incluso los arbustos salvajes presentaban sus brotes frágiles y teñidos de sangre, armonizando con los precipicios y riscos arrasados por verdaderos jardines colgantes.
Tortha no se había encontrado a nadie, ya que hacía rato que abandonara el camino seguido por los montañeses cuando bajaban a la ciudad. Una extraña llamada, que parecía incluir una promesa por nadie formulada, le había conducido hasta esta elevada pradera, desde donde discurría un torrente cristalino entre cascadas de flores, en su búsqueda del mar. Pálidas, diáfanas bajo el sol, flotaban algunas nubecillas hacia las cúspides, mientras los majestuosos halcones dirigían su vuelo hacia el mar, sobre anchas alas rojas. De las flores que yacían a sus pies subía un perfume denso, como incienso litúrgico, mientras que la penetrante luminosidad ofuscaba sus sentidos; y Tortha, cansado por la larga caminata monte arriba, sufrió un desmayo momentáneo, preso de un extraño vértigo. Al volver en sí vio ante él a la Sibila Blanca, de pie entre las flores rojas como la sangre, y etérea como una diosa de la nieve envuelta en velos de color luna. Sus ojos pálidos, inyectando pasiones heladas en sus venas, le observaban enigmáticamente. Con un gesto de la mano, que resplandecía como la luz de lugares inaccesibles, le hizo ademán de seguirle, y volviéndose comenzó a subir por la ladera encima de la pradera.
Tortha se olvidó de su cansancio, de todo, salvo de la belleza celestial de la Sibila. Ni siquiera se preguntó acerca del encantamiento que le subyugaba, ni del éxtasis que inundaba su corazón. Sólo sabía que se le había vuelto a aparecer, llamándole; y la siguió. Pronto las colinas se hicieron más empinadas frente a los imponentes riscos, apareciendo cadenas de piedras desnudas entre el gran manto florido. Sin esfuerzo alguno, ligera como el humo, la Sibila ascendía delante de Tortha. No pudo acercarse a ella, y aunque a veces aumentaba la distancia que los separaba, nunca perdió de vista su figura luminosa. Se encontraba ahora entre quebradas negras y escarpados salvajes, donde la Sibila parecía nadar como una estrella en las sombras de los abismos. Las feroces águilas de la montaña chillaban sobre la cabeza del poeta, contemplando su ascenso mientras revoloteaban sobre sus nidos. El goteo frío de arroyuelos que nacen en los glaciares perpetuos le salpicaba desde arriba, y bruscos abismos se extendían a sus pies con un rugido hueco de agua que caía vertiginosamente a las profundidades.
Tortha sólo sentía una emoción parecida a la que impulsa a la mariposa a seguir un punto de luz. No sabría decir cuál era la razón y meta de su búsqueda, ni tampoco la fruición del extraño amor que le obligaba a continuar. Olvidando la fatiga mortal, el peligro y el desastre a que se exponía, sintió el delirio de un ascenso loco hacia alturas sobrehumanas. Superando barrancos salvajes y angostos escarpados, llegó hasta un elevado paso que antaño uniera Mhu Thulan con Polarión. Entre paredes de roca erosionada discurría un viejo camino agrietado y derruido, parcialmente bloqueado por restos de torres de vigía derrumbadas. Más abajo del paso, como si fuera un enorme dragón de hielo, surgía el primer glaciar boreal para dar la bienvenida a la Sibila y a Tortha. Junto con el extraño ardor de su ascenso, el poeta advirtió un repentino frío que rozaba el mediodía. Los rayos del sol eran tenues y carecían de calor, mientras que las sombras eran tan oscuras como las profundidades de las tumbas excavadas en excavadas en el hielo ártico. Una película de nubes ocres, que se deslizaban con rapidez mágica, barrieron el día oscureciendo el cielo como si lo hubieran cubierto con una telaraña polvorienta, hasta que el sol pudo penetrarlo con sus rayos pálidos y sin vida, como una luna de diciembre. El cielo que se extendía más allá del horizonte quedó encerrado por una cortina espesa y gris.
Más pálida y luminosa en contraste con las oscuras nubes, la Sibila se apresuró como fuego volador atravesando la neblina, hacia el almenado hielo del glaciar. Tortha trepó por una ladera de hielo que se deslizaba de Polarión. Había alcanzado la cumbre del paso y pronto llegaría a la meseta que se extendía más allá. Pero cual tormenta invocada por brujería, le caía de repente la nieve formando torbellinos espectrales y nubes cegadoras. Llegó como un vuelo incesante de suaves y anchas alas, o los larguísimos cuerpos de dragones difusos y pálidos. Durante algún tiempo todavía pudo distinguir a la Sibila, como quien ve el tenue resplandor de una lámpara sagrada a través de las cortinas del altar en algún templo. La nieve entonces se hizo más gruesa, hasta que dejó de ver el resplandor, sin saber si aún estaba en el paso de altos muros o perdido en alguna llanura de nieves perpetuas.
Se debatió buscando aire en la cargada atmósfera. El fuego blanco, que hasta entonces le había animado, se deshacía ahora en sus helados costados. El fervor y la exaltación se apagaron, para dar paso a una oscura fatiga, un atontamiento que invadía todo su ser. La brillante imagen de la Sibila se reducía a una estrella sin nombre, que, junto con todo lo que había conocido o soñado, pasaba a un gris olvido... Tortha abrió los ojos ante un mundo extraño. No sabía decir si se había caído y muerto en la tormenta, o tropezado con algo oculto en la nieve: lo cierto es que a su alrededor no quedaban restos de las avalanchas, ni de las montañas de glaciares. Se encontraba en un valle que bien pudiera ser el corazón de cualquier paraíso boreal, un valle que con seguridad no formaba parte de la desierta Polarión. A su alrededor el césped estaba materialmente atestado de flores, con un delicado y pálido matiz, como un arco iris lunar. Sus delicadas formas eran las de los capullos de nieve y rocío, dando la sensación de que al menor contacto se derretirían, desapareciendo.
El cielo que cubría el valle no era el de Mhu Thulan, bajo y de color turquesa. sino difuso, soñador, lejano, y lleno de una violescencia infinita, como la frontera de un mundo más allá del tiempo y del espacio. Había luz por todas partes, pero Tortha no vio ningún sol en la bóveda límpida de nubes. Era como si el sol, la luna y las estrellas se hubieran mezclado en tiempos remotos, para disolverse en una luminosidad eterna. Altos y delgados árboles, cuyo follaje de un verde lunar estaba cargado de delicados capullos, parecidos a los del césped, crecían en arboledas y frondas por encima del valle, y a lo largo del margen de un río de tranquilo curso, que se perdía en un horizonte infinito. Tortha advirtió que no proyectaba ninguna sombra sobre el campo florido. los árboles carecían igualmente de sombras, ni tampoco se reflejaban en las transparentes aguas. No había viento que moviese las ramas cargadas de flores, o perturbase los innumerables pétalos que destacaban entre la yerba. Un silencio sepulcral parecía dominarlo todo, como el susurro de algún destino sobrenatural.
Lleno de asombro, pero incapaz de adivinar la razón de su situación, el poeta se dio la vuelta, impulsado por una voz imperiosa. Detrás de él, y al alcance de su mano, vio un emparrado de parras floridas que se habían enlazado de un árbol a otro. A través de las flores, en el centro del enramado, vio como una ráfaga de nieve los blancos velos de la Sibila. Con pasos tímidos, ojos que parpadeaban ante su belleza mística, y el corazón ardiendo como si lo calentaran antorchas, penetró en el emparrado. Se levantó la Sibila del lecho de flores donde yacía, para recibir a su adorador... De todo lo ocurrido después, Tortha olvidaría gran parte. Era como una luz demasiado radiante para que durase, un pensamiento que no requería conceptuación, a causa de su extraordinaria rareza. Se trataba de una realidad que superaba todo lo que el hombre podía considerar real; y, sin embargo, Tortha tenía la sensación de que tanto él como la Sibila y todo cuanto les rodeaba formaba parte de un espejismo en los desiertos del tiempo, sensación, por otra parte, que le hacía pensar que se encontraba en un lugar peligroso, por encima de la vida y de la muerte, en un enramado de sueños, resplandeciente y frágil.
Pensó que la Sibila le recibía con palabras atractivas y melifluas de un idioma que le era conocido, pero que nunca había oído. El tono de su voz le llenó de un éxtasis que se acercaba al dolor. Se sentó a su lado sobre un banco maravilloso, y ella le susurró muchas cosas: divinas, estupendas y peligrosas; trascendentes como el secreto de la vida; dulces como el olvido; extrañas e inmemorables como el conocimiento perdido del sueño. Pero no le dijo su nombre, ni tampoco el secreto de su esencia, y Tortha seguía sin saber si era un espíritu o una mujer, una diosa o un fantasma. Había algo en su conversación relativo al tiempo y su misterio; algo que siempre está más allá del tiempo; algo parecido a la sombra gris del hado que obedece al mundo y al sol; algo de amor que persigue un fuego huidizo, perecedero; de muerte, en cuya tierra nacen las flores; de vida, espejismo de un vacío helado. Durante largo rato, Thortha se contentó con escuchar; era preso de un éxtasis, y experimentaba el asombro de cualquier mortal ante la presencia de una deidad. Entonces, cuando se acostumbró a su situación, la belleza femenina de la Sibila le habló con idéntica elocuencia que sus palabras. Vacilante, gradualmente, como una marea que llega hasta una luna supraterrenal, afloró en su corazón el amor humano que era mitad de su adoración. Sintió un delirio de deseo, mezclado con el vértigo que ataca a quien sube a una altura imposible. Veía únicamente la belleza blanca de su deidad, sin prestar atención a la sabiduría de sus palabras.
La Sibila hizo una pausa en su discurso. y sin saber muy bien cómo, con palabras lentas y entrecortadas, Tortha se atrevió a declararle su amor. Ella no respondió, no hizo gesto alguno en señal de aceptación o rechazo. Pero cuando el poeta hubo terminado, le observó con mirada extraña; amor o piedad, tristeza o felicidad, no sabría decirlo. Entonces, rápidamente, se inclinó y le besó en la frente con sus pálidos labios. Su beso constituía el sello entre el fuego y el hielo. Loco por lograr su deseo supremo, Tortha se abalanzó para abrazar a la Sibila. Terrible e inexorablemente, cambió al encontrarse entre sus brazos: se convirtió en un cadáver helado que durante siglos había yacido en una tumba, una momia de leprosa blancura, en cuyos ojos helados pudo leer el horror del vacío supremo. Era algo que no tenía ni forma ni nombre —algo corrompido y oscuro que se deshacía en sus brazos—, polvo, una nube de átomos brillantes que se evaporaban entre sus dedos. Pronto no quedó nada, ya que también se desvanecían las flores que antes la rodearan, desapareciendo bajo copos de nieve blanca. El amplio cielo violeta, los altos y delgados árboles, el mágico río sin reflejos, la propia tierra que pisaba, todo había desaparecido entre los remolinos de nieve.
Tuvo Tortha la sensación de ser arrastrado hacia un profundo abismo, junto con el caos de la tormenta de nieve. Lentamente, al caer, el aire se aclaró en su derredor, mientras él quedaba colgando sobre la tormenta. Se encontraba solo en un cielo triste y sin estrellas; a sus pies, a una distancia tan asombrosa como variable, pudo ver las tenues fronteras de una tierra rodeada de hielo de horizonte a horizonte. Las nieves habían desaparecido del aire muerto, y Tortha se sintió invadido por un frío cortante, como el aliento de un éter terrible. En un instante cortísimo vio y sintió todo esto. Acto seguido, y con la rapidez de un meteoro, volvió a caer hacia el continente helado. Y como la llama fugaz del meteoro, su consciente se desvaneció perdiéndose en el aire helado. Pero los pobladores semisalvajes de la montaña habían visto cómo Tortha desaparecía durante la repentina tormenta que misteriosamente llegara de Polarión, y cuando ésta hubo remitido, le encontraron caído en un glaciar. Le atendieron tosca pero cuidadosamente, maravillándose ante la marca blanca que, como una señal de fuego, llevaba impresa en su frente dorada. La carne estaba profundamente herida, y la marca presentaba la presión de unos labios. Pero no podían saber que la señal imborrable fuera obra del beso de la Sibila Blanca.
Despacio, Tortha consiguió recobrar parte de su fortaleza anterior. Pero su mente quedó para siempre perdida en un abismo nublado, en una sombra imborrable, como ojos deslumbrados después de mirar una luz insoportable. Entre los que le cuidaron había una doncella pálida y bella, que Tortha confundió con la Sibila en su mente enferma. El nombre de dicha joven era Illara, y en su locura Tortha se enamoró de ella. Olvidándose de sus parientes y amigos de Cerngoth, se quedó a vivir con la gente de la montaña, tomando a Illara por esposa y escribiendo canciones sobre la reducida tribu. En conjunto, fue muy feliz pensando que la Sibila había vuelto a él; e Illara también fue dichosa a su manera, ya que no era la primera mujer mortal cuyo amante permanecía fiel a una ilusión divina"
Clark Ashton Smith
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