El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

jueves, 12 de noviembre de 2015

"Los Señores del Más Allá"

"Jules De Crandin se pasó la copa de coñac por debajo de la nariz saboreando el bouquet de la fine champagne con la apreciación aguda del conocedor. Tomó un corto sorbo, y una expresión decididamente extática sucedió a su anterior aspecto complacido.

-Parbleu! -murmuró—. Como solía decir mi buen amigo Francisco Rabelais: «El buen vino es el alma viviente de la uva, pero el buen coñac es el espíritu viviente del vino», y...
-¡Diablos! -exclamó el doctor Taylor que acababa de tirar con un movimiento nervioso la copa de cristal al suelo.
-Quel dommage! ¡Qué lástima! -lo consoló De Grandin-, Perder ese cristal precioso es mala suerte, monsieur, pero como el vieux cognac es algo que no tiene precio, perderlo es una calamidad, ni más ni menos.
-¡No sabe usted cuánta razón tiene! -respondió sombríamente el doctor Taylor—. Era la última botella del Jeróme Napoleón que me quedaba en la bodega, y Dios sabe cuándo conseguiré otra. Parece que estas cosas suceden de tres en tres. Esta mañana, durante el desayuno, tiré la taza de café. Esta tarde, por poco se me caen al fuego un manojo de papiros de un valor incalculable, y ahora... —se interrumpió haciendo una mueca para demostrar lo descontento que estaba consigo mismo—. Espero haber cerrado el ciclo.
-Es comprensible, monsieur —dijo De Grandin asintiendo compasivamente-. Son los tiempos, la tensión causada por la guerra, los...
-No se le puede echar la culpa de esto a la guerra -repuso Taylor—. Detesto tener que confesarlo, pero desde hace días que estoy más nervioso que un león enjaulado. Se me va el santo al cielo.
-Comment? -preguntó nuestro amigo francés, cuyas cejas se elevaron más de un centímetro—. ¿Alguien ha muerto y se ha ido al cielo?
Muy a pesar suyo, nuestro huésped soltó una corta carcajada.
-Hace mucho tiempo, doctor De Grandin; y como no le ayude a bajar... Oh, no quiero tomarle el pelo. Cuando decimos que se nos va el santo al ciclo, significa que estamos pensando en otra cosa, distraídos. Y es por culpa de esa maldita momia que me tiene completamente sorbido el seso.
Esta vez De Grandin no se dejó engañar.
—Por favor, tenga la amabilidad de traducir, amigo Trowbridge —me dijo—, ¿Es otro de sus modismos? ¿A qué se refiere lo de la momia? ¿Se trata de un verdadero cadáver, la esposa de su padre, o qué?
—¡No! -exclamó el doctor Taylor, que tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener una nueva carcajada-. No es un modismo, doctor De Grandin; ojalá lo fuera. La verdad es que, aunque no soy supersticioso, ando mal de los nervios desde que trajeron una nueva momia al museo. Se había retrasado muchísimo su traslado debido a la guerra, y cuando llegó nos pilló a todos por sorpresa. Varios de los jóvenes que trabajaban con nosotros han entrado en filas, así que tuve que encargarme de todo. Ojalá no lo hubiera hecho. porque, o mucho me equivoco, o es, como solemos decir, una momia de mala sombra. Y..., en fin, como he dicho ya, no soy supersticioso, pero...
—Yo creo que cualquier momia podría considerarse de mala sombra -intervine con algo de fatuidad—. Eso de que lo saquen a uno del tranquilo descanso de la tumba para enviarlo a través de ocho mil kilómetros de agua y después exhibirlo ante personas a quienes uno llamaría bárbaros...
El doctor Taylor ignoró por completo mi ligero comentario humorístico.
—Cuando un egiptólogo habla de una momia de mala sombra, se refiere a sus efectos sobre los vivientes, no a su suerte o carencia de ella —me interrumpió casi bruscamente sin dirigirse a mí—. Llámenlo ustedes falta de sentido común, si quieren, y seguro que lo harán. Pero hay un hecho que parece dar cuerpo a la creencia de que los antiguos dioses de Egipto tienen el poder de castigar a quienes perturban el reposo de las momias cuyos dueños murieron en apoetasía. A tales momias el gremio les achaca la mala som¬bra: son de mala sombra para quienes las encuentran o tienen algo que ver con ellas-
»El ejemplo clásico es Tutankhamen —continuó—. Fue un hereje notorio en sus tiempos, ¿saben?, y había ofendido mucho a los «Antiguos» o a sus sacerdotes, lo cual, a la larga, venía a ser lo mismo. Por eso, cuando murió, aun cuando le hicieron grandes funerales, no colocaron la imagen de Amón-Ra en la proa de la barca que lo llevó a través del Lago de los Muertos, y las láminas de Seh, Tem, Neptis, Osiris e Isis no fueron depositadas ara que le acompañaran en la tumba. A pesar de sus tardíos esfuerzos pa¬ra reconciliarse con los sacerdotes, Tutankhamen era poco menos que un ateo, de acuerdo con la teología egipcia de la época, y la ira de los dioses lo acompañó más allá de la tumba. No deseaban que se conservara su nombre para que no llegara a la posteridad, ni que sus reliquias fueran descubiertas. Ahora bien, examinemos los acontecimientos ocurridos en nuestros tiempos; en 1 922 , lord Carnarvon localizó la tumba. Tenía cuatro asociados. Carnarvon y tres de ellos perecieron más o menos un año después de abrir la tumba. El coronel Herbert y el doctor Evelyn White fueron de los primeros que penetraron en ella; ambos murieron al cabo de do¬ce meses. Sir Archibald Douglas fue contratado para analizar la momia con rayos X; falleció casi antes de que se revelaran las placas. Seis de los siete periodistas franceses que entraron en la tum¬ba poco después de que fuera abierta murieron menos de un año después y casi todos los trabajadores contratados para las excavaciones fallecieron antes de tener la oportunidad de gastarse el sueldo. Unos murieron de un modo, y otros de otro. El hecho es que todos perecieron.

Y aún hay algo más —añadió—. Todos los objetos insignificantes encontrados en la tumba de Tut parecen ejercer una influencia maligna. Hay pruebas concluyentes de que los empleados del museo que tienen que trabajar junto a las reliquias de Tutankhamen o cerca de la sala en que están expuestas caen enfermos o fallecen sin razón aparente. ¿Les extraña a ustedes que lo llamen «momia de mala sombra»?
—Bien, monsieur. Et puis? —preguntó De Grandin en cuanto nuestro huésped concluyó.
—Eso es todo —replicó el doctor Taylor—, Esa momia que me ha caído en suerte es condenadamente extraña. Es obra de la dinastía XVIII, eso está claro, pero no se parece a nada de lo que yo haya visto anteriormente. No hay máscara facial ni estatuilla funeraria, ni en la momia ni en el féretro, y el propio sarcófago carece de escritura. Los viejos egipcios escribían siempre los títulos y biografías de los muertos en su féretro, ¿saben ustedes?, pero ese sarcófago está limpio: es madera virgen; un magnífico caparazón de cedro delgado y duro sobre el cual ni siquiera se ha aplicado un barniz. La mayoría de las tapas de los sarcófagos están sostenidas por cuatro pernos que se ajustan a cuatro hendiduras en la parte inferior y están fijadas por medio de clavijas de madera dura. Este féretro tiene ocho, tres de cada lado y uno en cada extremo. Probablemente deseaban asegurarse de que lo que estuviera encerrado en ese fére¬tro no volvería a salir. Además (y esto, más que simplemente inusitado, es absolutamente único), la parte interior del féretro está cubierta por cuatro pulgadas de especias.
—¿Especias? —repitió como un eco Jules de Grandin.
—Especias, sí. No las he analizado todas aún, pero hasta ahora hemos identificado: clavillo, nardo, canela, áloe, tomillo y jengibre, mostaza, pimienta y sal común,
De Grandin apretó los labios en un silbido silencioso.
—Eso sí que es realmente inusitado -asintió-. ¿Y ya la ha desenvuelto usted, la ha expuesto a los rayos X?
—Pues, sí y no.
—Comment? Oui et non? ¿Es eso un doble sentido, como dicen?
—No exactamente —dijo nuestro anfitrión, sonriendo con buen humor—Quiero decir que he retirado la primera capa de vendas, la cáscara que está pegada con bitumen, ¿sabe usted?, y he sometido a la momia, envuelta en sus vendajes interiores, al fluoroscopio...
—¿Sí? ¿Y que mas, monsieur? -intervino De Grandin en cuanto el doctor Taylor hizo una pausa tan larga que parecía no querer volver a hablar.
-Eso es, precisamente, doctor De Grandin, No está nada bien. Lo que he descubierto confirma mi sospecha de que tengo entre manos una momia de mala sombra.

Woeltjin, el doctor Oris Woeltjin, encontró esa momia en una tumba hábilmente escondida entre Nagada y Der El-Bahri, en el límite este del desierto del Líbano, territorio considerado como ago¬tado hace ya años —informó nuestro anfitrión—. Mientras estaban excavando, dos de sus hombres fueron mordidos por arañas de la tumba y perecieron entre terribles convulsiones. También eso resultaba insólito, porque, aun cuando la araña de las tumbas egipcias es un bicho espantosamente feo, no es particularmente venenosa; me han picado media docena de veces y no he sufrido ni la mitad de lo que se sufre cuando le pica a uno un escorpión. Esto debe de haber impresionado también a los demás trabajadores, porque desertaron como un solo hombre; Woeltjin perseveró y, con ayuda de vecinos que pudo contratar por el doble del sueldo habitual, llegó finalmente a la cámara mortuoria. Pero eso era sólo el principio. Las pasó negras para llevársela consigo Nilo abajo. La mitad de la tripulación de su dehabeeyah cayó enferma de una especie de fiebre misteriosa, algunos perecieron y los demás saltaron por la borda, de modo que tardó casi dos semanas en realizar un viaje que suele hacerse en cinco días como mucho. En la actualidad, el gobierno egipcio no permite que se lleven momias al extranjero, pero Woeltjin era ducho en esas lides: siguió hasta donde pudo y sobornó cuando no le quedó más remedio. Finalmente pasó la cosa de contrabando en un cajón de esponjas de Esmirna y llegó con ello hasta Liverpool, donde falleció.

La momia anduvo llamando de puerta en puerta por los muelles y depósitos de Liverpool durante casi dos años. La guerra la retuvo allí un tiempo aún, pero acabó por llegar y, créanmelo o no, nuestro departamento de embarques la tomó por una caja de esponjas y la dejó en el depósito durante casi dos años más. El conservador la descubrió allí por pura casualidad la semana pasada. Pues bien, con esos antecedentes, lo que descubrí ayer me confirmó en mis sospechas de que la cosa tiene mala sombra.
Jules de Grandin se inclinó sobre la mesa.

-Nom d"un million de moustiques pestíferes, monsieur, ¿qué descubrió usted? —preguntó—. Me devora la curiosidad. Taylor sonrió con algo de reticencia.
-El fluoroscopio ha revelado que la estructura ósea del pecho "ha sido quebrada. O murió de lo que equivale a un accidente de tráfico de la vida moderna, o... —se interrumpió y tomó un sorbo de coñac— fue víctima de un rito que corresponde más o menos a la peine forte et dure de los tribunales criminales de la Inglaterra medieval: aplastada hasta morir bajo un gran montón de piedras. ¿Comprende?
-Pero podría haber sido un accidente -objeté—. Esas carretas de dos ruedas de la antigüedad no eran vehículos muy estables, y sería muy posible que...
-Posible, pero no probable en vista de lo que dice el papiro —me cortó el doctor Taylor—. He encontrado la hoja de escritura metida entre dos capas de vendas, camuflada, creo yo, justo des¬pués de terminar mi inspección fluoroscópica.
De Grandin pellizcó las puntas afiladas de su bigotito rubio.
-Tiens, monsieur. ¿Por qué nos atormenta así estirando tanto su historia? ¿Qué decía ese veinte veces condenado papiro suyo?
-Muchas cosas —respondió el doctor Taylor—. No he terminado de traducirlo, pero ya el principio tiene el aspecto de un misterio pavoroso. Se describe a sí misma como Nefra-Kemmah, sirvienta de la Altísima Madre, la Encornada, la Dama de la Luna...; en resu¬men, una sacerdotisa de la diosa Isis. ¿Entiende lo que eso supone?
Negué con la cabeza; De Grandin fijó una de sus miradas de gato en nuestro huésped, sin parpadear, pero no contestó-
-Las sacerdotisas de Isis, a diferencia de las sirvientas de las demás diosas-madre de la antigüedad, hacían voto de castidad y eran totalmente solteras como las vestales o las monjas cristianas. Si una de ellas se olvidaba de sus obligaciones sagradas, aunque sólo fuera mirando o hablando a un joven que no fuera sacerdote, las consecuencias eran decididamente desagradables. Si ella, como dice el refrán, no amaba juiciosamente sino demasiado bien, su castigo era la muerte por el tormento. Este podía adoptar diversas formas: enterrarla viva, envuelta y rodeada de vendas como una momia, pe¬ro con el rostro expuesto para que pudiera respirar, era una de las modalidades del castigo. Otra era aplastar su corazón equivocado y convertirlo en pulpa bajo un enorme montón de piedras.
-Parbleu! -murmuro De Grandin—. Entonces esta pobre fue de esas infelices.
-Todo parece indicarlo. Era sacerdotisa y había hecho voto de castidad bajo pena de muerte. Le destrozaron las costillas. Su féretro no lleva inscripción alguna, ni siquiera una pincelada. No parece haber sido solamente condenada a muerte sino al olvido total. Ahora, quizá comprenderán ustedes por qué estoy algo nervioso. Es fácil decir «tonterías insensatas», pero cuando se habla de mo¬mias con mala sombra, cualquier egiptólogo es capaz de citar un ejemplo tras otro de «accidentes» sucedidos a los que entraron en contacto con las momias que murieron bajo interdicto.
—¿Qué más dice el papiro? ¿No ha seguido usted adelante? —pre¬gunté.
—¡Ejem! Cuanto más avanzo, más desorientado me encuentro. ¿Conocen ustedes algo de las ideas de la medicina egipcia?
—Un poco —admitió Jules de Grandin—, pero no pretendería que puedo discutir con usted sobre ese tema. Taylor sonrió, apreciando el cumplido,
—Tenían nociones extrañas. Pensaban, por ejemplo, que las arterias contenían aire, que la sede de las emociones era el corazón y que la ira engendraba melancolía.
—Así es -fue la aprobación de Grandin.
—Pero estaban mucho más adelantados que sus contemporáneos, incluso que los griegos y romanos, porque habían entendido en parle que la razón reside en el cerebro. Recuérdenlo ustedes, porque lo que sigue tiene que ver con ello.

Los egipcios fueron sin duda el primer gran pueblo de la antigüedad (pie formuló una idea definida de la inmortalidad —continuó—, Tal era la razón por la que momificaban a sus muertos, Creían que, cuando hubieran pasado tres mil años, el alma volvía a reclamar el cuerpo, y si no tenía una morada carnal que la recibiera, tendría que errar sin cuerpo y sin hogar por Amenti, el reino de los condenados. Como la sacerdotisa Nefra-Kemmah vivió durante la dinastía XVIII, ahora estaría más o menos a punto de..
—¡Ah! -murmuró Jules de Grandin—. ¡Ah! ¿Cree usted...?
—No creo nada. Sólo estoy intrigado. En lugar de pedir a los dioses que guíen su Ka o alma errante hacia su cuerpo, que la espera, Nefra-Kemmah afirma (lo dice claramente) que volverá a levantarse con ayuda de una viviente, y valiéndose del poder de la mente. Esto es inaudito; nunca antes, que yo sepa, se había oído semejante cosa. Incluso los que morían en apostasía pedían a los dioses piedad y perdón por su pecado de falla de fe, solicitando la ayuda divina para alcanzar la resurrección. En cambio, esta pequeña sacerdotisa declara categóricamente que se levantará de nuevo con ayuda de un ser humano viviente, y gracias al poder de la mente.
El doctor Taylor sacó un sobre del bolsillo y escribió algo en él.
—He encontrado estos ideogramas repetidas veces —nos dijo, tendiéndonos el papel-. El primero significa «levantarse» o, por extensión, «me levantaré», y el segundo significa casi lo mismo, aunque no del todo. «Despertar» o «despertaré a la vida». Y siempre repite que lo hará con ayuda del poder de la mente, lo cual complica aún más el mensaje.
—¿Cómo es eso? -pregunté.
—Pues bien, si es una momia, no puede tener cerebro. Uno de los primeros pasos del embalsamamiento egipcio consistía en retirar el cerebro por medio de un gancho metálico introducido por la nariz.
—Ella tenía que saberlo, indudablemente -comencé, pero antes de que nuestro anfitrión pudiera contestar, oímos carcajadas en el porche; una llave giró en la cerradura y Vella Taylor apareció en el salón con un joven soldado inusitadamente guapo tras su estela.
—Hola, papá -saludó, plantando un beso en la calva de Taylor—. Buenas noches, doctor Trowbridge, doctor De Grandin. Este es Harrock Hall, un amigo muy especial. Lamento no haber estado aquí para cenar, pero Harrock tiene (me dejar el campamento mañana temprano, así que fui a su casa. No me habría parecido justo quitárselo a sus padres en su última noche en casa, y además quería estar con el todo el tiempo posible..., de modo que... ¿Qué están tomando ustedes? ¿Coñac! -puso una cara que recordaba el vinagre mezclado con aceite de ricino—. Horrible. Vamos, tesoro -y tomó de la mano al joven soldado—. Vamos a ver si podemos conseguir algo de benedictine y de brandy español. Reanima y sabe bien,
—¿Nos tendrá usted al corriente de lo que suceda? —preguntó De Grandin cuando nos despedíamos—. Esa joven tan notable que tu¬vo el valor de desafiar a los sacerdotes que la habían condenado y que declaró que a pesar de su sentencia de olvido absoluto volvería por aquí, me interesa muellísimo.

Serían más o menos las tres de la mañana cuando me despertó el insistente timbre del teléfono. La voz que llegaba desde el otro lado del hilo parecía desdichada, casi histérica, pero los médicos estamos acostumbrados a esas voces.

—Soy Granville Taylor, Trowbridge. ¿Puede venir inmediata¬mente...? Se trata de Vella; le ha dado algo así como un ataque...
—¿De qué clase? —Interrumpí-, ¿Se queja de dolores?
—No sé si le duele algo o no. Está inconsciente..,, perfectamente rígida y...
—Estaré allí lo más rápido que pueda trasladarme en coche —le aseguré antes de colgar y empezar a vestirme con la ropa que años de práctica me habían acostumbrado a dejar bien ordenada en una silla al lado de la cama.
—¿Qué está haciendo, mon vieux? —me preguntó De Grandin al oir mis movimientos—. ¿Tía tropezado el señor Taylor con el accidente que temía?
—No, es su hija. Tiene una especie de ataque, dice su padre. Está rígida e inconsciente.
—Pardieu! ¿La linda y feliz criatura? Déjeme acompañarlo, amigo, se lo ruego. Quizá pueda ser útil.

Su padre no había exagerado el estado en que se encontraba cuando dijo que Vella estaba rígida. Estaba tan tiesa de pies a cabeza como un bloque de hielo; tan tiesa y dura como una ayudan¬te de hipnotizador en pleno trance. No podíamos frotarle las manos, pues las tenía tan rígidas y apretadas que la carne no cedía. Podría haber sido un hermoso maniquí de sastre y no la dichosa muchacha vibrante y llena de vitalidad que habíamos saludado la noche anterior. Todo tratamiento resultó inútil. Estaba tendida, tan rígida y dura como si estuviera petrificada. Como si hubiera muerto. Su temperatura era exactamente la de la atmósfera circundante. La dureza pavorosa de la carne persistía y no respondía a estímulo alguno, excepto que las pupilas de sus ojos abiertos y fijos, que mostraban alguna ligera contracción cuando les poníamos enfrente la luz de una linterna. No se podía percibir el pulso, y cuando le metimos una aguja hipodérmica en el brazo para inyectarle una dosis de estricnina, no hubo movimiento reflejo de la piel, y nos dio la impresión de meter la aguja en una substancia cerosa y dura y no en carne viva. Por lo que pudimos comprobar, las funciones vitales habían quedado suspendidas. Pero no estaba paralizada en el sentido estricto de la palabra, o al menos estábamos convencidos de ello.

-¿Será..., será epilepsia? -preguntó temerosamente el doctor Taylor—, Su madre tenía un hermano que...
-Non. Tranquilícese, amigo mío -dijo De Grandin con voz apaciguadora-, No es epilepsia, puedo asegurárselo -y me susurró al oído—: Pero sólo le bon Dieu sabe lo que es.

Ya despuntaba el alba cuando empezó a dar señales de recuperación. La espantosa rigidez, semejante al rigor mortis, fue cediendo poco a poco, y la expresión fija y horrorizada de sus pupilas se transformó en una mirada de reconocimiento. Las líneas rígidas y duras empezaron a abandonar sus mejillas y mandíbula y el pecho se le estremeció con la respiración tras emitir un leve suspiro. No pudimos entender las palabras que dijo, pues las pronunció en un tono bajo y murmurante, todas juntas, como una invocación pronunciada apresuradamente. Producían un sonido rudo y gutural, como si encerraran muchas consonantes, y eran muy diferentes de cualquier idioma que hubiera oído yo pronunciar.

Ahora el susurro se convirtió en un canto modulado dulcemente en una cadencia pavorosa, con una nota acentuada y aguda al final de cada compás. Repetía una y otra vez la misma jerga incompresible, con un tono horripilante e indeciso, vagamente parecido al canto gregoriano. Sólo reconocí una palabra, o por lo menos creí reconocerla, porque, ya fuera realmente una palabra o que mi mente separara las sílabas para ajustarías al sonido de un nombre más o menos familiar, es algo de lo que no estoy seguro, pero me pareció que esa repetición en el caudal rápido de la invocación murmurada era un disílabo sibilante, muy parecido a la letra «s» pronunciada dos veces seguidas.

-¿Está tratando de decir «Isis»? -pregunté, apartando la mira¬da de sus labios temblorosos.

De Grandin la estaba mirando muy seriamente, con esa expre¬sión fija, sin parpadeos, que le he visto mantener durante minutos enteros en el anfiteatro de un hospital mientras se desarrollaba una intervención quirúrgica única, me hizo un gesto irritado con la mano, pero no habló ni desvió la atención de su mirada. El flujo de palabras sin sentido fue reduciéndose, como si la fuerza que había detrás de los agitados labios rojos se fuera perdiendo, pero el canto pavoroso y dulce siguió emitiendo sus cuatro notas menores susurradas sin fin. Ahora parecía que se enunciaban con mayor claridad, y casi sin esforzarnos pudimos reconocer una frase que seguía repitiéndose: O Nefra-Kemmah, nehes. Nehes, O Nefra- Kemmah!

—¡Cielo santo! -exclamó el doctor Taylor-, ¿Lo han entendido, caballeros? Está cantando Nefra-Kemmah, despierta. Levántate, oh Nefra-Kemmah. Nefra Kemmah era el nombre de aquella sacer¬dotisa de Isis de quien les hablé la noche pasada, ¿recuerdan? En su delirio se está identificando con la momia.
—Probablemente se lo ha oído contar a usted.
—Que me ahorquen si lo ha oído. Han sido ustedes las dos únicas personas a quienes he hablado del asunto fuera del museo. Sé que De Grandin es aficionado a las cosas ocultas, y que uno puede también fiarse de usted, Trowbridge, pero hablar de esa momia a alguien más, ¡no! ¿Creen ustedes que voy a dejar que mi hija me tome por un viejo chocho y supersticioso, o que voy a provocar las sonrisas compasivas de gentes extrañas?
—Sh...Sh... Despierta —avisó De Grandin. Vella Taylor paseó su mirada de Jules de Grandin a mí y des¬pués a su padre.
—¡Papá! —exclamó—, ¡Oh, querido papá, he pasado un susto tremendo!
—¿Susto, querida? ¿Por qué? -Taylor se arrodilló al borde de la cama y tomó las manos de su hija entre las suyas-. ¿Quién ha tratado de asustar a mi niña? -añadió.
Vella sonrió un poco desganadamente.
—Pues..., no lo sé muy bien —confesó—, pero sea quien fuere, lo ha logrado. Creo que han sido esos horribles viejos.
—¿Viejos, señorita? —repitió De Grandin como un eco—, ¿Quiénes eran y dónde estaban? Me gustaría saberlo. Dígamelo y tendré mucho gusto en saltarles los dientes postizos de una patada.
—Oh, no eran exactamente hombres, eran más bien imágenes de un sueño. Pero me parecían tremendamente reales, y ¡qué asustada me han tenido!
—Cuéntenoslo todo, por favor, ma belle. Ha sufrido usted una conmoción seria. Quizá sea resultado de la pesadilla, quizá no; en todo caso, si puede hacer el esfuerzo de tratar el antipático tema...
—Por supuesto, señor. Hablar del asunto puede ayudarme a aclarar la memoria. Harrock se marchó poco después que usted, porque tenía que tomar uno de los primeros trenes de la mañana, y subí al piso de arriba donde me puse a llorar hasta que me quedé dormida. En algún momento de esta madrugada, no sé exactamente a qué hora, pero sería probablemente poco antes de las tres porque la luna había salido tarde y estaba muy brillante cuando me desperté, abrí los ojos con una tremenda sensación de sed. El llanto pudo ser la causa, pues de otro modo no me lo explico. En todo caso, estaba totalmente deshidratada y fui al cuarto de baño a to¬mar un vaso de agua. Al regresar a mi dormitorio, lo primero que observé fue un rayo aislado de luna que pasaba por la ventana y caía plenamente sobre el espejo -señaló el espejo de cuerpo entero que estaba colocado en la pared más alejada-. Algo, yo no sé qué, pareció instarme a que fuera a mirar el espejo. Cuando llegué frente a él, me pareció que la luz de la luna lo había privado de su po¬der de reflexión. No pude ni siquiera verme.
-¡Ah! -exclamó De Grandin moviendo la cabeza de arriba abajo—. ¿No arrojaba usted sombra?
-En absoluto, señor. En cambio, el espejo parecía estar cubierto de una rapa de plata sin brillo..., no opaca del todo, sino como iridiscente. Podía ver que se reflejaban puntitos de luz, que de al¬gún modo parecían estar moviéndose en redondo, unos alrededor de otros, como un torbellino de jejenes luminosos ardiendo con una llama de un azul intenso y frío. Poco a poco, los puntitos brillantes de luz cambiaron sus remolinos a un ritmo lento y oscilante. El resplandor luminoso que arrojaban a través del espejo pareció quebrarse poco a poco formando un diseño determinado de luces y sombras. Era como si el espejo fuera una ventana a través de la cual estuviera yo mirando a otro mundo.

El lugar que contemplaba -prosiguió- estaba iluminado por la luz de la luna, una luz casi tan brillante como la del día. Era un edificio largo y ancho, con una columnata altísima. Al principio se me antojó, por lo que había oído contar a papá, que sería una especie de templo, y en un momento me convencí de que así era porque estaba oyendo una sistra tocando al unísono y el canto bajo y dulce de las sacerdotisas. Aquellas jóvenes dulces y esbeltas estaban arrodilladas en doble hilera, todas vestidas con túnicas de lino blanco y diademas de plata incrustada con lapislázuli alrededor de la frente. Tenían la cabeza inclinada y las manos hacia adelante y en ángulo recto con los brazos, mientras cantaban suavemente. Entonces entró un joven en el templo y avanzó lentamente hacia el altar, A pesar de que tenía la cabeza totalmente afeitada, me pareció extremadamente hermoso, con labios plenos y rojos, una barbilla firme y fuerte, y ojos grandes, dulces y pensativos. Mantuvo la mirada fija en el suelo mientras avanzaba hacia el altar, pero justo antes de retirar el velo plateado que cubría el rostro de Isis, miró hacia atrás y su mirada cayó con una especie de reproche triste sobre la muchacha que estaba arrodillada muy cerca de él. Vi que ella enrojecía y que inclinaba la cabeza más aún mientras cantaba. Aunque no sucedió nada más, tuve la impresión de que entre ambos había pasado un mensaje silencio so. Entonces él cruzó al otro lado del velo y desapareció. De repente, al canto de las sacerdotisas se sumó el canto más grave de hombres, unido en una especie de armonía ruda. Instintivamente me di cuenta de lo que estaba sucediendo. El joven a quien había visto penetró en el santuario de la Gran Isis para convertirse en uno de sus sacerdotes: estaban iniciándole en los misterios. Isis iba a sumirle dentro de su espíritu y sería suyo por la eternidad. Dejaría a un lado el amor de la mujer y la esperanza de tener hijos y se dedicaría por completo al servicio de la Gran Madre. La sacerdotisa a la que había visto enrojecer también lo sabía, porque le corrían las lágrimas entre los párpados entornados y su cuerpo esbelto estaba agitado por incontrolables sollozos.

Entonces, poco a poco -continuó Vella-, como si se estuviera formando vapor sobre el espejo, todo se cubrió de nubes, y un momento después la escena del templo quedó completamente oculta. Poco después, el vapor se fue disipando y pude ver la plena luz del día- El sol brillaba casi cegadoramente sobre el pilono pintado de un templo. En el antepatio comían las aves sagradas, y brillaban surtidores como diamantes en una fuente. Una mujer atravesó el patio dirigiéndose a la fuente: era la sacerdotisa a quien había visto anteriormente. Estaba vestida con una túnica de lino blanco que le alejaba al descubierto el pecho y los tobillos. Sus pies estaban cubiertos por sandalias de papiro y tenía los brazos adornados con brazaletes. Una diadema de plata y lapislázuli coronaba sus cabellos, que llevaba cortados hasta el hombro. En una mano llevaba un capullo de loto y con la otra trataba de equilibrar un balde de agua que le colgaba del hombro. De repente, de la sombra profunda que proporcionaba el elevado umbral del templo, salió un viejo cojeando. Estaba muy débil, pero su odio y su furor parecían infundir poder a sus miembros, como si se tratara de una marioneta movida por alambres. Por su túnica roja, su turbante azul y su barba blanca como la leche, así como por sus rasgos, lo reconocí como hebreo. Se plantó en el camino de la muchacha y le espetó una an¬danada de invectivas. No podía oír sus palabras, pero interiormente me parecía saber lo que estaba sucediendo entre ambos. Estaba echando en cara a la joven que hubiera apartado a su hijo de la fidelidad al dios Jehová, pues al parecer el joven judío la había visto y había enloquecido de amor por ella, pero como los votos de la muchacha impedían el matrimonio, había abjurado de su raza, familia y dios para consagrarse a Isis, poder estar cerca de ella en el templo y compartir con ella la adoración común a la diosa. La pequeña sacerdotisa escuchó todo lo que le decía aquel hombre, después de lo cual se dio la vuelta despectivamente con una brusca frase: «Perro judío, aúllas con furor, pero no tienes dientes para morder», y el anciano elevó sus manos al cielo y la maldijo, profetizándole que no encontraría paz en la vida ni en la muerte hasta que hubiera expiado su pecado, hasta que se volviera contra los dioses paganos a quienes adoraba y certificara su ocaso por medio de los labios de otra mujer.

¿Qué dices tú, viejo chocho?», preguntó la muchacha- «Nuestros dioses son poderosos e imperecederos. Gobernamos el mundo gracias a ellos. ¿Por qué habría yo de apartarme de ellos? Y de hacerlo, ¿cómo iba a hablar yo por boca de otra mujer? ¿Me convertiría quizá en uno de esos magos que los griegos llaman polifonistas y que hacen que una vara o una piedra o una bestia parezca hablar porque tienen el poder de cambiar la voz?

Una vez más cambió la escena -prosiguió Vella, tras hacer una pausa— y me encontré contemplando una noche de luna. Las estrellas parecían estar al alcance de la mano, y se desprendía un perfume tan suave del aire inundado de luna que casi se podía ver cómo adoptaba la forma de una nube de mariposas danzantes. En la sombra profunda y de un azul intenso del pilono del templo estaban agazapados el sacerdote y la sacerdotisa, abrazándose con la profunda desesperación de un amor imposible. Vi que los cabellos de ella caían sobre el hombro de él, vi que ella volvía el rostro hacia él con los ojos cerrados y los labios algo separados, vi que él le besaba la frente, los ojos cerrados, la boca anhelante, la garganta palpitante, la ondulación suave de su pecho descubierto...; enton¬ces, como una manada de perros que se abalanzan para matar, vi que los hebreos se arrojaban contra él. Los cuchillos brillaron a la luz de la luna, se oyeron maldiciones tan duras y agudas como las hojas de los cuchillos «Cerdo apóstata, renegado, desertor», le llamaban, y con cada maldición le asestaban una nueva puñalada. Poco después, cayó y quedó tendido sobrela arena; su sangre chorreaba por una docena de heridas mortales, y cuando los asesinos se volvieron, me pareció oír unos pasos de pies descalzos sobre los azulejos: media docena de sacerdotes de Isis, con la cabeza afeitada, llegaron corriendo. «¿Qué está pasando aquí?», preguntó su jefe, un hombre anciano, que jadeaba iracundo. «Tú, perro judío, si te has...

El jefe de los asesinos le interrumpió con una carcajada burlona. «Aquí no pasa nada, viejo pelón; ya ha pasado todo. Hemos sorprendido a uno de vuestros sacerdotes con una de vuestras sacerdotisas en flagrante infidelidad. Nos hemos ocupado del hombre porque hubo un tiempo en que era de los nuestros; dejamos a la mujer a vuestro castigo, es decir si es que tenéis alguna forma de tratar a las de su clase...

Vi que los sacerdotes cogían a la pobre muchacha, agobiada y temblorosa, y que se la llevaban sin resistencia alguna por su parte.
Entonces volvió a enturbiarse el espejo, y cuando se aclaró me encontré cara a cara con la pequeña sacerdotisa. Parecía estar jus¬to detrás del espejo, tan próxima como lo habría estado mi propia imagen, y me tendía las manos suplicantes pidiéndome que la ayudara. Pero mi poder de entendimiento había desaparecido: aun cuando veía que sus labios se crispaban rogándome, no pude entender ni una, sola de las palabras que se esforzaba con tanta desesperación por pronunciar; aun cuando parecía repetir algo con una insistencia terrible, mortal. Entonces, de repente, sentí un frío espantoso, que no se parecía en nada a una corriente de aire sino que era como uno de esos fríos subjetivos que nos impulsan a veces a decir:

Alguien camina sobre mi tumba.» Instintivamente sentí que otra persona estaba presente en mi cuarto. Alguien no, algo había entrado mientras contemplaba yo las escenas cambiantes del espejo. Me volví para mirar por encima del hombro..., y allí estaban. Creo que eran cinco, aunque posiblemente fueran siete; viejos con largas túnicas blancas y espantosas máscaras cubriéndoles el rostro. Uno llevaba una cabeza de toro, otro una máscara de chacal, otro tenía una careta que representaba una gigantesca cabeza de halcón, y otro iba disfrazado con cabeza de león...
—Si llevaban máscaras, ¿cómo sabía usted que eran viejos? — pregunté.
—Lo sabía. Los ojos les brillaban con una luz sobrenatural, iracunda, esa especie de brillo que tienen únicamente los viejos perversos, y la piel de sus antebrazos estaba separada de los múscu¬los que semejaban aparecer como gruesas cuerdas. Sus manos y sus pies eran muy nudosos y estaban deformados con la fealdad de la edad, y los huesos y tendones se dibujaban con delgadas líneas sobre la piel. Se pusieron detrás de mí formando un semicírculo y mirándome de forma amenazadora, y aunque no hacían el menor ruido, yo me daba cuenta de que me estaban amenazando con algo espantoso en caso de que accediera a la súplica de la joven sacerdotisa. «Vella Taylor, estás soñando», me dije a mí misma; cerré los ojos y sacudí la cabeza- Cuando volví a abrirlos, los horribles viejos enmascarados seguían allí, pero me apreció que habían dado un paso más hacia mí. La sacerdotisa del espejo también pareció verlos, porque de repente levantó los brazos como para evitar un golpe y me hizo un gesto frenético como para advertirme que huyera. Luego, se dio la vuelta. Entonces desapareció en una nube de vapor y yo me quedé sola con aquellas formas terroríficas y silenciosas.

No me dejaré asustar por algo tan completamente absurdo», me dije, y eché a andar hacia la puerta. Los hombres enmascarados se juntaron y me cerraron el paso. Me volví hacia la cama y se alejaron hacia los rincones del cuarto. Entonces me acosté y cerré los ojos.
Contaré hasta mil, pensé. Cuando haya terminado de contar, abriré los ojos y ya se habrán ido.
Pero no se fueron. Estaban agazapados en cada uno de los rincones de mi cuarto, jadeando, esperando el momento de atacar. Sentí que el pánico se apoderaba de mí -continuó Vella- el miedo era más fuerte que mi voluntad, un terror abismal me des trozaba los nervios, y cuando quise llamar a papá no pude emitir sonido alguno. Un peso espantoso parecía agobiarme, tan pesado que no lo podía soportar. Sentí que se me aplastaba el pecho, que se rompían mis costillas, que se quebraban todos mis huesos. Parecía que los ojos se me salían de las órbitas, que se me salía la lengua de la boca y que...

-Sí, mademoiselle. ¿Y después? —insistió De Grandin, al ver que Vella había dejado de hablar y se estremecía.
-Entonces vi que estaban a mi lado usted, el doctor Trowbridge y mi querido padre, y que los terribles viejos se habían ido. No dejarán que vuelvan, ¿verdad?
-Puedo asegurarle, mademoiselle, que si vienen mientras esté yo aquí, desearán no haberlo hecho. Ya es hora de que descanse usted un poco y reponga sus fuerzas —le dijo De Grandin, y dirigiéndose a nü, añadió-: ¿Quiere usted preparar la inyección, mi buen amigo Trowbridge?
-¿Se dan ustedes cuenta de que Vella ha estdo en presencia del tribunal infernal del viejo Egipto? -susurró el doctor Taylor a mi oído cuando nos alejábamos de puntillas del dormitorio.
-¿El tribunal infernal? -repetí, sin comprender.
-Exactamente- Cuando un hombre fallecía, los egipcios creían que su alma era conducida por Thot y Anubis hasta Amenti, don¬de era sometida al juicio de los jueces de los muertos. Entre éstos estaban Kebsnauf, de cabeza de halcón; Taumatet, el de la cabeza de mono; Hapi, de rostro de perro; Bes, de cabeza de galo; y por supuesto, Osiris, con cabeza de toro. De igual forma, cuando se acusaba de herejía a una persona viviente, un tribunal de sacerdotes compuesto a imitación de las deidades infernales la sometía a juicio. La sacerdotisa Nefra-Kemmah habrá sido juzgada ante un tribunal semejante.
-¡Ah! -murmuró De Grandin-, ¡Ah, ah, ah!
-¿Qué es eso?
-Estoy convencido, amigo Taylor, de que lo que su hija vio ha sido algo más que «eso que se ve en sueños», o, para ser más explícito, que ha visto algo que interviene en los sueños, es decir, la fuerza del pensamiento. No sé exactamente lo que será, pero hay alguna influencia que pasa de la momia de la sacerdotisa Nefra-Kemmah a mademoiselle su hija. Esa pobre y desdichada sacerdotisa está pidiéndole ayuda, y los fantasmales viejos quieren impedir que se la dé. Ya empieza a clarear el cielo por oriente, amigo mío, y pronto será de día. Vamos a pedir que una enfermera cuide de mademoiselle Vella, y si tiene usted la amabilidad de conducirnos al musco, examinaremos esa valiosísima momia suya.
-¡Ejem! Eso es algo irregular -repuso Taylor.
-Irregular, ¿eh? Y por todos los demonios, ¿acaso no le parece irregular que mademoiselle su hija presenciara una escena del pa¬sado, que contemplara cómo se desarrollaba la aventura amorosa de aquellos amantes tan desdichados, y que viera cómo los viejos acudían al trote desde los parapetos del infierno hasta su dormitorio? Parbleu!, yo creo que sí.
Con precisión digna de un joyero, el doctor Taylor cortó las vendas cruzadas de lino amarillento que envolvían a la momia de la sacerdotisa Nefra-Kemniah. Metro a metro, las fue retirando hasta llegar a un sudario fuerte, sin costura, como un saco, que estaba atado a los pies con una cuerda firme. La tela de que estaba hecha la mortaja parecía más fuerte y pesada que las vendas, y estaba cubierta de cera de abejas y de alguna otra substancia cerosa, haciendo que todo él fuera, al parecer, impermeable al aire y al agua.
—¡Dios mío!, jamás había visto nada semejante —exclamó el doc¬tor Taylor.
-Monsieur, a menos que esté más equivocado de lo que tengo derecho a creer, juraría que aquí hay por lo menos una docena de cosas que serán nuevas para usted -respondió sombríamente De Crandin—. Vamos, corte este maldito saco; quiero ver lo que hay dentro.
-¡Ah, ah! -exclamó cuando el doctor Taylor hubo retirado amablemente el saco, extrayéndolo por los hombros de la momia— Que diable?

El cuerpo, que fue apareciendo poco a poco bajo la luz azulada de las bombillas eléctricas, no era lo que se llama técnicamente una momia, aun cuando las especies aromáticas que había en el féretro y la atmósfera estéril y árida de Egipto se habían combinado para conservarla casi en perfecto estado. Los pies, que fue lo primero que quedó descubierto, eran pequeños y tenían una forma preciosa; los dedos y la planta estaban alheñados. Se había disecado asombrosamente poco, y aunque los tendones terminales del brevis digitorum estaban muy marcados en la piel, el efecto no era repulsivo. Había visto prominencias semejantes de los músculos flexores en pies vivientes cuando el paciente había padecido un adelgazamiento considerable. Los tobillos eran finos y estaban bien formados, las piernas derechas y bien torneadas, con la delgadez de la juventud y sin el aspecto miserable de la muerte; tenía las caderas estrechas, casi co¬mo un muchacho; la cintura delgada y el pelo alto y puntiagudo.

—Morbleu!, amigo Taylor. Tenía usted mucha razón al decir que había sufrido graves dolores antes de morir -murmuró De Grandin al ver que el saco encerado descubría los hombros.

Miré por encima del suyo y ahogué una exclamación de asombro horrorizado. Los brazos ahusados estaban modestamente cruzados sobre el pecho, de acuerdo con la costumbre egipcia, pero el húmero del brazo izquierdo había sido cruelmente quebrado, produciendo una fractura conminuta de tal importancia, que más de una pulgada de hueso astillado había roto la piel por encima de la articulación deltoide. El mismo golpe cruel que había quebrado el ..brazo aplastó la estructura ósea del pecho, las costillas tercera y cuarta estaban partidas en dos y la piel suave que hay debajo del pecho dejaba salir un hueso.

-La pauvre! -murmuró De Grandin—, Fi donc! Maldita sea. Si cogiera a los que la han tratado de este modo les... —se interrumpió sin terminar su frase, apretó los labios como si fuera a silbar y después suspiró, medio pensativo, medio alegre—: Nom d"un porc vert; c’est possible.
-¿Qué es posible? —pregunté, pero su única respuesta fue un encogimiento de hombros al desviar la mirada hacia el rostro que el doctor Taylor estaba descubriendo al retirar el saco.
Las facciones correspondían a una mujer muy joven, de tipo semítico. Tenían una delicadeza de línea y contornos que delataban un linaje aristocrático. La nariz era pequeña, de caballete alto, poco aguileña y de ventanas pequeñas y elegantes. Los labios eran delgados y sensibles, y se habían encogido por el proceso de la diseca¬ción parcial, dejando al descubierto unos dientecitos agudos de una blancura deslumbrante. El cabello era negro y brillante, cortado hasta el hombro, en un corte que parecía asombrosamente moderno, y alrededor de la cabeza tenía una diadema de plata pulida incrustada con pequeños lapislázulis. En cuanto al resto, completa¬ban su atavío un collar de tres hilos de oro y esmalte azul, pulseras del mismo diseño y un cinturón dorado y estrecho en forma de serpiente. Una falda larga y plisada de lino blanco había colgado del cinturón que rodeaba su cuerpo delgado por debajo del pecho, pe¬ro la frágil tela no había resistido el paso de los años de espera en la tumba, y sólo quedaban algunos jirones.
-La pauvre belle créature! —repitió De Grandin—. Si fuera posible...
-Creo que será mejor guardar nuevamente el cuerpo -interrumpió el doctor Taylor—. A decir verdad, estoy algo nervioso...
-Usted teme - y De Grandin no estaba preguntando, sino afirmando- que los antiguos dioses del viejo Egipto puedan ofenderse por nuestra presencia aquí y nuestras especulaciones sobre la for¬ma en que esta pobrecilla murió..., o, mejor dicho, fue asesinada.
-Bueno, tiene usted que admitir que han sucedido cosas inesperadas en relación con esta momia, si podemos llamarla así, pues no ha sido nunca embalsamada técnicamente, solo conservada con las hierbas aromáticas metidas en el féretro, y...
-Comprendido y aceptado —asintió De Grandin—. Han sucedido cosas inesperadas, como usted dice, amigo Taylor, y a menos que esté yo más equivocado de lo que creo, sucederán algunas más an¬tes de terminar. Yo diría... Grand des pommes de terref Mírenla, por favor.
Como muy bien había observado el doctor Taylor, el cuerpo no había sido embalsamado, sino simplemente conservado con las especias que el féretro encerraba desde antes de ser cerrado casi herméticamente y la mortaja encerada. Se había deshidratado a lo largo de los años transcurridos desde el funeral, de modo que la sangre, el tejido y los huesos, aunque conservaban su forma, se habían convertido en algo apenas menos consistente que el polvo de talco. Ahora, frente al impacto del aire fresco y húmedo y la cuidadosa manipulación del doctor Taylor, la substancia corporal triturada empezó a desmoronarse. Mejor dicho, fue como si estuviéramos pre¬senciando la lenta desintegración de un hermoso dibujo hecho en arena o polvo de greda.
—Sic transit mellitas mundi -murmuró Jules de Grandín mientras el cuerpo que teníamos delante iba perdiendo forma humana—, Por lo menos la hemos visto en carne y hueso, algo que los perversos ancianos jamás hubieran esperado; y usted, monsieur, sigue conservando el féretro y sus adornos sin precio como recuerdo. De verdad, merecen la pena y...
—Malditos sean el féretro y los adornos —cortó bruscamente el doctor Taylor—. Lo que me asusta es lo que este endiablado asunto pueda afectar a mi hija. Ya se ha identificado parcialmente con Nefra-Kemmah y ha tenido una visión del tribunal sacerdotal que la condenó a ser aplastada por esas rocas. Si esa visión se repite..., ¿no habría medio de que pudiéramos acabar con esa obsesión...?
—Sin duda lo hay, monsieur —le aseguró De Grandin—, Precisamente, una fobia puede ser superada demostrando a quien padece de ella que carece de base; de modo que podemos limpiar la mente de su hija de la visión de esos ancianos perversos. Estoy convencido de ello. Pero no será un tratamiento muy ortodoxo...
—¡Poco me importa que no lo sea! ¿Se dan cuenta ustedes de que su salud mental puede estar en juego?
—Perfectamente, monsieur. ¿Puedo contar con su permiso para trabajar?
—Por supuesto.
—Tres bien. Esta noche, si le parece bien, le visitaremos en su casa y, o mucho me equivoco, o libraremos batalla y conseguiremos la victoria sobre esas formas que habitan en la obscuridad. Sí. Eso creo. Por supuesto.

Pasó el (tía entero tan atareado y agitado como un moscón. Sin parar de llamar por teléfono, jurando con blasfemias francesas im¬posibles al descubrir que nuestro amigo John R. Thurstone había salido de Nueva York para atender un caso, corriendo hacia la biblioteca para consultar algunos libros de los que el bibliotecario ja¬más había oído hablar, pero arreglándoselas para conseguir que los sacara de la obscuridad empolvada ante su insistencia; y, finalmente, dirigiéndose al mercado mayorista de aves para adquirir algo que trajo a casa en un termo y colocó con amoroso cuidado en el armario estéril del cuarto de cirugía. A la hora de cenar se mostró bastante silencioso, distraído hasta el punto de no darse cuenta de que se le invitaba a servirse por tercera vez de la langosta cardenal, plato del que era fanático, y de olvidar llenar por cuarta vez su vaso de Pouilly-Fuissé.

-¿Ya lo tiene todo planeado? -le pregunté al llegar a los postres.
-Corhieu!, ojalá fuera así —respondió mientras se llevaba a la boca el tenedor con una porción de pastel de manzana—. He habla¬do con mucha decisión a monsieur Taylor, amigo Trowbridge, pero entre usted y yo, no sé si he tenido razón o no- Ando a tientas, tropiezo en la obscuridad como un ciego en una calle desconocida. Tengo una hipótesis, pero no me atrevo aún a llamarla «teoría», y no tenemos tiempo para examinarla. Le advierto que lo de esta noche puede resultar peligroso. No podemos privar de usted a la humanidad que sufre, amigo mío. Los enfermos y dolientes necesitan su ayuda. Si prefiere quedarse en casa mientras yo libro batalla con esas fuerzas antiguas del mal, no me sentiré ofendido. No solamente es privilegio suyo, sino también su propio deber mantenerse a salvo...
—¿Le he dejado abandonado alguna vez? -interrumpí lleno de reproche-. ¿Me he quedado alguna vez atrás por temor al peligro...?
—Non, par la barbe dun bouc veri, eso sí que no, brave camarade -negó-. Puede que no sea usted un ocultista bien entrenado, pero lo (pie le falta de práctica lo tiene de valor y lealtad, querido amigo. Es usted uno entre veinte millones, y le tengo afecto, vieux camarade y que el demonio me sirva caliente para su cena, con sauce bordelaise si miento.

Poco después de las nueve de aquella misma noche, nos reunimos en la sala de la casa del doctor Taylor. Vella, que no tenía tan buen aspecto como la noche anterior, debido a su ataque, llevaba un vestido de noche de terciopelo negro, sobrio y sin adornos, salvo un elaborado broche de oro que hacía resaltar por contraste lo marfileño de su cutis y el brillo obscuro de sus cabellos negros.
üe Grandin montó su escenario con exquisita precisión. Regó un líquido rojo de su botella termo, trazó dos triángulos entrelaza¬dos en el suelo de azulejo y colocó cuatro sillas en el interior.

-Ahora, mademoiselle., si quiere tener la bondad —dijo a Vella, invitándola con un gesto del brazo.
Ella se dejó caer en un sillón con las manos formalmente cruzadas en el regazo y la cabeza apoyada en el respaldo. El francés se puso delante de ella, sacó un lapicerito dorado y lo sostuvo verticalmente ante sus ojos.

—Mademoiselle —ordenó—. ¿Quiere tener la amabilidad de mirar aquí? A la punta, por favor. Así. Eso es, excelente. Mírelo fijamente.
Deliberadamente, como quien marca el compás, se puso a mover el lápiz brillante de un lado a otro, describiendo arabescos y lí¬neas intrincadas que se cruzaban en el aire. Vella lo observaba lánguidamente entre sus largas pestañas negras, pero poco a poco fue fijando su atención. Vimos que sus ojos seguían cada movimiento del lápiz, y que convergían finalmente hasta que pareció estar haciendo una mueca cómica; entonces, las pestañas cubrieron sus grandes ojos oscuros y la cabeza se le inclinó ligeramente hacia un lado al aflojarse los músculos del cuello. Las manos cruzadas cayeron blandamente sobre sus rodillas cubiertas de terciopelo y, al parecer, se quedó profundamente dormida. El movimiento regular de su pecho y su respiración ligera nos indicaron que realmente se había quedado dormida.

De Grandin se metió el lápiz en el bolsillo, apoyó los puños sobre las caderas y se quedó mirándola fijamente con los brazos en jarras.

—Puede usted oírme, ¿verdad, mademoiselle? —preguntó.
—Puedo oírle -repitió ella, somnolienta.
—Bien. Descansará usted un momento, y en cuanto tenga ganas, nos va a decir lo que le pase por la mente. ¿Comprende?
—Comprendo.

Durante algo así como cinco interminables minutos esperamos en silencio. Podíamos oír el enorme reloj del vestíbulo del piso de arriba; tic, tac, tic, tac; y el suave siseo de un tronco que ardía lentamente en la chimenea. Después, poco a poco, aunque sin razón alguna para mí, la habitación empezó a enfriarse. Una sombría amargura de frío que parecía afectar tanto a la mente como al cuerpo, se apoderó de la atmósfera; un frío penetrante, seco, que suge¬ría las eternidades heladas e ilimitadas del espacio interestelar.

—¡Ah, ah! —dijo De Grandin haciendo chasquear sus dientes, fuertes y pequeños, como unas castañuelas—, Ah, ah, ah. Me parece que no han esperado ustedes una segunda invitación, Messieurs des Singeries.

No tengo la menor idea de cómo habían llegado, pero allí estaban: un semicírculo de ancianos vestidos con túnicas flotantes de lino blanco, enmascarados con cabezas de halcones, chacales, leones, monos y toros. Estaban allí. inmóviles, formando un cuarto de luna y mirándonos con ojos apagados, sin brillo: la encarnación perfecta de un odio inhibitorio.

—Mademoiselle —susurró De Grandin—, ha llegado la hora de que hable usted, si puede encontrar las palabras.
La durmiente gimió suavemente, trató de articular algo, y en¬tonces pareció tropezar con una palabra. El semicírculo de observadores sombríos y silenciosos avanzó un paso más y el frío, que hasta entonces había sido sólo una incomodidad, se convirtió en un tormento. La primera de las figuras os¬curamente enmascaradas llegó a la punta de uno de los dos trián¬gulos, se quedó allí un momento, y después retrocedió.

—Ah, ah, Monsieur Tete de Singe. No le ha gustado, ¿hein? -preguntó De Grandin con una risa corta y maliciosa-. Tenga paciencia, monsieur cara de mono; ya vendrá algo que le guste menos aún -miró por encima del hombro hacia la joven-. Hable, mademoiselle. Hable y no tema nada.
-¡Señores del Más Allá!

Una voz surgió de entre los labios de Vella Taylor, pero no era su voz. Había un tono pavoroso, oculto, que nos produjo un estre¬mecimiento en la espina dorsal. Sus palabras eran lánguidos susurros, pero resultaban asombrosamente mecánicas.

-Reverenciados y temidos jueces de los mundos de la carne y el espíritu, vosotros los espantosos, que os sentáis en los parapetos del infierno, respondo culpable a la acusación que sobre mí habéis traído. Sí Nefra-Kemmah, que se encuentra ahora ante vosotros al borde de la muerte mortal, cuyo cuerpo está esperando las rocas que la destrozarán para siempre, cuyo espíritu, privado por siempre jamás de una morada carnal, deberá vagar hasta que el tiempo se pierda en la eternidad, confiesa que suya fue la culpa, y sólo suya.

Contempladme, pavorosos jueces de los vivos y los muertos. ¿No soy una mujer, una mujer creada para el amor? ¿No son mis miembros agradables a la vista, mis labios como albaricoques y granadas, mis ojos como leche y berilo, mis pechos como marfil incrustado de coral? Sí, poderosos, soy una mujer, una mujer hecha para el gozo.

¿Acaso fui consagrada por mi voluntad o mi deseo para servir a la Gran Madre de Todos, antes de haber contemplado siquiera la luz del día? ¿Abjuré yo de la agonía deliciosa del amor y pedí una vida de castidad estéril, o fue tal la promesa hecha en mi nombre por labios ajenos? He dado todo lo que puede dar una mujer, y lo he dado alegremente, sabiendo que el dolor de la muerte y, después de ésta, el tormento de los dioses me estaban esperando, pero no consideré que fuera un precio demasiado alto.

Vuestra frente se oscurece. Sacudís vuestras espantosas cabezas sobre las que reposan las coronas de Amon y Kenf, de Seb y Tem, de Tusi y el poderoso Osiris. Murmuráis uno al otro que estoy pronunciando blasfemias. Entonces, escuchadme un momento: la que se encuentra encadenada ante vosotros, privada de su dignidad de sacerdotisa, desprovista de todo honor como mujer, os lo dice de frente: sabe que no habéis de causarle más daño del que es capaz de sufrir. Vuestro reino y el de aquellos a quienes servís está tocando a su fín. Por poco tiempo habéis de dominar y ensoberbeceros y pronunciar los juicios de vuestros dioses, porque en los días venideros se olvidarán vuestros nombres y sólo se recordarán en el momento en que algún extraño de otros tiempos y lugares arranque vuestras momias blanqueadas de sus tumbas y las presente como espectáculo. ¡Ay!, y los dioses a quienes servís serán olvidados. Estarán tan profundamente hundidos que ya nadie en el mundo les rendirá pleitesía; nadie pronunciará su nombre, ni siquiera para maldecir, y en sus templos en ruinas no se encontrará ningún ser viviente como no sea el chacal temeroso y la lagartija de vientre blanco.

¿Y quién os hará todo esto, a ellos y a vosotros? Un descendiente de los hebreos. Sí. De la raza del hombre a quien he amado y por quien pisoteé mis votos de fría esterilidad en el desierto de arena, de esa que despreciáis y odiáis nacerá un niño, y en El estará toda la gloria. Derribará vuestros dioses bajo Sus pies y los privará de respeto; serán la sombra de un pasado olvidado. Habéis borrado mi nombre de la lista de las sacerdotisas de la Madre de Todos; no se grabará inscripción alguna en mi tumba ni en mi féretro, y seré olvidada por siempre de hombres y dioses. Tal ha sido vuestra pavorosa sentencia.

A vosotros, venerables y necios, os grito: ¡mentira! Llegará el día, en un lejano futuro, en que hombres de un país extraño penetren en la tumba en que me hayáis tendido y saquen mi cuerpo, y vuestro desengaño y vuestro odio no podrán detenerlos antes de que hayan mirado mi rostro y visto mis huesos rotos y oído la historia de mi amor por el hebreo que, por mi amor, abjuró de su Dios y se convirtió en un sirviente afeitado de la Madre de Todos. Juro que contaré la historia de mi amor y de mi muerte, y que en otra época y en otro país, hombres extraños oirán mi nombre y llorarán por mí. Pero nunca llegarán a conocer vuestros nombres. ¿Creéis que me habéis condenado al olvido? Os digo que triunfaré al fin y que seréis vosotros quienes habréis de quedar comple¬tamente olvidados, tan privados de nombres como las arenas del desierto. Amontonad ahora vuestras piedras de condena sobre mi cora¬zón, y acallad su febril palpitar. Voy a la muerte, pero no me perderé para la memoria de los hombres como vosotros. He hablado.

La voz de la joven calló con un triste sollozo y la carcajada burlona de De Grandin cortó el silencio como una espada hubiera podido cortar la carne.

-¿Habéis oído, vosotros, necios con cara de animal? —pregunto-. ¿Quién profetizó la verdad, y quién quedó atrapado en la red de su propia soberbia, viejas caras de mono? Ahora, llevaos vuestras pálidas sombras sin aliento a ese más allá de donde vinieron. Habéis hecho todo lo posible, en vuestra maldad, para impedir que revelara su historia, y habéis fracasado. Id, id pron¬to hacia el olvido. In nomine De, os ordeno que desaparezcáis ahora y para siempre.

Dio un paso hacia el semicírculo de formas enmascaradas, y éstas retrocedieron ante él. Un paso más, y volvieron a retroceder. Ahora vacilaban, estaban perdiendo substancia, se volvían más nebulosos; cuando levantó las manos y dio el tercer paso hacia ellos, parecían simplemente un vapor gris y nebuloso que hacía torbellinos y era arrastrado por la ligera corriente de aire de la chimenea abierta donde ardían los troncos-.., y de repente dejaron de estar allí.

—Finí, triomphé, achevé, parfait! —De Grandin sacó un pañuelo de seda del puño de su camisa y se enjugó la frente—: Erais fuer¬tes y estabais llenos de odio, Messieurs les Revenants, pero Jules de Grandin es fuerte también, y cuando se trata de odiar, morbleu! ¿Quién mejor que vosotros sabe de lo que es capaz?
—¿Qué vertió en el suelo de la sala de Taylor antes de comenzar esta noche, y por qué mantuvo a raya a esas sombras mientras ha¬blaba Vella? —le pregunté mientras volvíamos a casa en coche.
De Grandin interrumpió con una carcajada la tonadilla que estaba tarareando.
—Era sangre de pichones, amigo mío. La conseguí donde el marchand de volaille esta misma tarde. En cuanto a por qué los man¬tuvo a raya, morbleu!, sé tanto como usted. Es una de esas cosas que sabemos sin comprenderlas. Por ejemplo, ya sabe usted que en las religiones antiguas el sacerdote tenía que purificar los altares con la sangre de los sacrificios de cabras, carneros, palomas o bueyes ofrecidos al dios.
—Sí, eso ya lo sé.
—¿Y para qué? No porque la sangre limpie, mais non; la sangre es simplemente un tejido líquido y de verdad, un líquido pegajoso. ¿Entonces por qué? Porque, amigo mío —y me dio un golpecito so¬lemne en la rodilla-, la sangre contenía algún poder secreto e invencible que mantenía a raya al dios. No podía entrar en un círculo trazado con sangre; eso lo mantenía en su lugar, controlado, si podemos decirlo así. No podía arrojarse sobre la congregación, pasando esa barrera de sangre sacrifical, mientras estuviera entre los fieles y él, y estaban a salvo de su ira o de su cólera o de sus caprichos, en caso de que les quisiera causar algún daño. SÍ, estoy seguro de ello. Los sacerdotes de Isis humedecían sus altares con sangre de palomas. Adquirí una substancia similar y tracé con ella un pentáculo alrededor de nosotros; los seguidores de Isis, lo mismo que su señora, no podían atravesar esa barrera, estábamos a salvo en su interior. Y entonces, pardieu!, cuando mademoiselle Vella nos hubo transmitido el mensaje de Nefra-Kemmah, cuando hubo demostrado a esos ancianos que su sentencia cruel y perversa había sido burlada, entonces, morbleu!, quedaron totalmente derrotados. No tenían ya la fuerza ni el ánimo de oponerse a mí cuando les man¬dé que desaparecieran. Parbleu!, les quité literalmente la existen¬cia con una carcajada.

Se puso a tocar con los dedos un redoble en el puño de plata de un corto bastón militar y canturreó:
“Sacre nom
Ron ron ron
La vie est breve
La nuit est longue...”

—Dése prisa, amigo Trowbridge.
—¿Por qué? ¿Qué prisa tiene?
—Esta batalla con los ancianos polvorientos ha sido un trabajo muy seco, y justo antes de salir para casa de monsieur Taylor, vi que un hombre metía una botella de champaña en el refrigerador.
—¿Un hombre metiendo champaña en nuestro refrigerador? —repetí-. ¿Quién?
—C'est moi. Yo mismo, amigo mío, y mort d'un rat mort!, ¡Qué sed tengo!"

Seabury Quinn

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