"Inconcebiblemente espantoso era el cambio que se había operado en Crawford Tillinghast, mi mejor amigo. No le había visto desde el día —dos meses y medio antes— en que me Contó hacia dónde se orientaban sus investigaciones físicas y matemáticas. Cuando respondió a mis temerosas y casi asustadas reconvenciones echándome de su laboratorio y de su casa en una explosión de fanática ira, supe que en adelante permanecería la mayor parte de su tiempo encerrado en el laboratorio del ático, con aquella maldita máquina eléctrica, comiendo poco y prohibiendo la entrada incluso a los criados; pero no creí que un breve período de diez semanas pudiera alterar de ese modo a una criatura humana. No es agradable ver a un hombre fornido quedarse flaco de repente, y menos aún cuando se le vuelven amarillentas o grises las bolsas de la piel, se le hunden los ojos, se le ponen ojerosos y extrañamente relucientes, se le arruga la frente y se le cubre de venas, y le tiemblan y se le crispan las manos. Y si a eso se añade una repugnante falta de aseo, un completo desaliño en la ropa, una negra pelambrera que comienza a encanecer por la raíz, y una barba blanca crecida en un rostro en otro tiempo afeitado, el efecto general resulta horroroso. Pero ese era el aspecto de Crawford Tillinghast la noche en que su casi incoherente mensaje me llevó a su puerta, después de mis semanas de exilio; ese fue el espectro que me abrió temblando, vela en mano, y miró furtivamente por encima del hombro como temeroso de los seres invisibles de la casa vieja y solitaria, retirada de la línea de edificios que formaban Benevolent Street.
Fue un error que Crawford Tillinghast se dedicara al estudio de la ciencia y la filosofía. Estas materias deben dejarse para el investigador frío e impersonal, ya que ofrecen dos alternativas igualmente trágicas al hombre de sensibilidad y de acción: la desesperación, si fracasa en sus investigaciones, y el terror inexpresable e inimaginable, si triunfa. Tillinghast había sido una vez víctima del fracaso, solitario y melancólico; pero ahora comprendí, con angustiado temor, que era víctima del éxito. Efectivamente, se lo había advertido diez semanas antes, cuando me espetó la historia de lo que presentía que estaba a punto de descubrir. Entonces se excitó y se congestionó, hablando con voz aguda y afectada, aunque siempre pedante.
-¿Qué sabemos nosotros —había dicho— del mundo y del universo que nos rodea? Nuestros medios de percepción son absurdamente escasos, y nuestra noción de los objetos que nos rodean infinitamente estrecha. Vemos las cosas sólo según la estructura de los órganos con que las percibimos, y no podemos formarnos una idea de su naturaleza absoluta. Pretendemos abarcar el cosmos complejo e ilimitado con cinco débiles sentidos, cuando otros seres dotados de una gama de sentidos más amplia y vigorosa, o simplemente diferente, podrían no sólo ver de manera muy distinta las cosas que nosotros vemos, sino que podrían percibir y estudiar mundos enteros de materia, de energía y de vida que se encuentran al alcance de la mano, aunque son imperceptibles a nuestros sentidos actuales.
Siempre he estado convencido de que esos mundos extraños e inaccesibles están muy cerca de nosotros; y ahora creo que he descubierto un medio de traspasar la barrera. No bromeo. Dentro de veinticuatro horas, esa máquina que tengo junto a la mesa generará ondas que actuarán sobre determinados órganos sensoriales existentes en nosotros en estado rudimentario o de atrofia. Esas ondas nos abrirán numerosas perspectivas ignoradas por el hombre, algunas de las cuales son desconocidas para todo lo que consideramos vida orgánica. Veremos lo que hace aullar a los perros por las noches, y enderezar las orejas a los gatos después de las doce. Veremos esas cosas, y otras que jamás ha visto hasta ahora ninguna criatura. Traspondremos el espacio, el tiempo, y las dimensiones; y sin desplazamiento corporal alguno, nos asomaremos al fondo de la creación.
Cuando oí a Tillinghast decir estas cosas, le amonesté; porque le conocía lo bastante como para sentirme asustado, más que divertido; pero era un fanático, y me echó de su casa. Ahora no se mostraba menos fanático; aunque su deseo de hablar se había impuesto a su resentimiento y me había escrito imperativamente, con una letra que apenas reconocía. Al entrar en la morada del amigo tan súbitamente metamorfoseado en gárgola temblorosa, me sentí contagiado del terror que parecía acechar en todas las sombras. Las palabras y convicciones manifestadas diez semanas antes parecían haberse materializado en la oscuridad que reinaba más allá del círculo de luz de la vela, y experimenté un sobresalto al oír la voz cavernosa y alterada de mi anfitrión. Deseé tener cerca a los criados, y no me gustó cuando dijo que se habían marchado todos hacía tres días. Era extraño que el viejo Gregory, al menos, hubiese dejado a su señor sin decírselo a un amigo fiel como yo. Era él quien me había tenido al corriente sobre Tillinghast desde que me echara furiosamente.
Sin embargo, no tardé en subordinar todos los temores a mi creciente curiosidad y fascinación. No sabía exactamente qué quería Crawford Tillinghast ahora de mí, pero no dudaba que tenía algún prodigioso secreto o descubrimiento que comunicarme. Antes, le había censurado sus anormales incursiones en lo inconcebible; ahora que había triunfado de algún modo, casi compartía su estado de ánimo, aunque era terrible el precio de la victoria. Le seguí escaleras arriba por la vacía oscuridad de la casa, tras la llama vacilante de la vela que sostenía la mano de esta temblorosa parodia de hombre. Al parecer, estaba desconectada la corriente; y al preguntárselo a mi guía, dijo que era por un motivo concreto.
—Sería demasiado... no me atrevería —prosiguió murmurando.
Observé especialmente su nueva costumbre de murmurar, ya que no era propio de él hablar consigo mismo. Entramos en el laboratorio del ático, y vi la detestable máquina eléctrica brillando con una apagada y siniestra luminosidad violácea. Estaba conectada a una potente batería química; pero no recibía ninguna corriente, porque recordaba que, en su fase experimental, chisporroteaba y zumbaba cuando estaba en funcionamiento. En respuesta a mi pregunta, Tillinghast murmuró que aquel resplandor permanente no era eléctrico en el sentido que yo lo entendía. A continuación me sentó cerca de la máquina, de forma que quedaba a mi derecha, y conectó un conmutador que había debajo de un -enjambre de lámparas. Empezaron los acostumbrados chisporroteos, se convirtieron en rumor, y finalmente en un zumbido tan tenue que daba la impresión de que había vuelto a quedar en silencio. Entre tanto, la luminosidad había aumentado, disminuido otra vez, y adquirido una pálida y extraña coloración —o mezcla de colores— imposible de definir ni describir. Tillinghast había estado observándome, y notó mi expresión desconcertada.
—¿Sabes qué es eso? —susurró— ¡rayos ultravioleta! —rió de forma extraña ante mi sorpresa—. Tú creías que eran invisibles; y lo son, pero ahora pueden verse, igual que muchas otras cosas invisibles también. ¡Escucha! Las ondas de este aparato están despertando los mil sentidos aletargados que hay en nosotros; sentidos que heredamos durante los evos de evolución que median del estado de los electrones inconexos al estado de humanidad orgánica. Yo he visto la verdad, y me propongo enseñártela. ¿Te gustaría saber cómo es? Pues te lo diré —aquí Tillinghast se sentó frente a mí, apagó la vela de un soplo, y me miró fijamente a los ojos-. Tus órganos sensoriales, creo que los oídos en primer lugar, captarán muchas de las impresiones, ya que están estrechamente conectados con los órganos aletargados. Luego lo harán los demás. ¿Has oído hablar de la glándula pineal? Me río de los superficiales endocrinólogos, colegas de los embaucadores y advenedizos freudianos. Esa glándula es el principal de los órganos sensoriales... yo lo he descubierto. Al final es como la visión, transmitiendo representaciones visuales al cerebro. Si eres normal, esa es la forma en que debes captarlo casi todo... Me refiero a casi todo el testimonio del más allá.
Miré la inmensa habitación del ático, con su pared sur inclinada, vagamente iluminada por los rayos que los ojos ordinarios son incapaces de captar. Los rincones estaban sumidos en sombras, y toda la estancia había adquirido una brumosa irrealidad que emborronaba su naturaleza e invitaba a la imaginación a volar y fantasear. Durante el rato que Tillinghast estuvo en silencio, me imaginé en medio de un templo enorme e increíble de dioses largo tiempo desaparecidos; de un vago edificio con innumerables columnas de negra piedra que se elevaban desde un suelo de losas húmedas hacia unas alturas brumosas que la vista no alcanzaba a determinar. la representación fue muy vívida durante un rato; pero gradualmente fue dando paso a una concepción más horrible: la de una absoluta y completa soledad en el espacio infinito, donde no había visiones ni sensaciones sonoras. Era como un vacío, nada más; y sentí un miedo infantil que me impulsó a sacarme del bolsillo el revólver que de noche siempre llevo encima, desde la vez que me asaltaron en East Providence. Luego, de las regiones más remotas, el ruido fue cobrando suavemente realidad. Era muy débil, sutilmente vibrante, inequívocamente musical; pero tenía tal calidad de incomparable frenesí, que sentí su impacto como una delicada tortura por todo mi cuerpo. Experimenté la sensación que nos, produce el arañazo fortuito sobre un cristal esmerilado. Simultáneamente, noté algo así como una corriente de aire frío que pasó junto a mí, al parecer en dirección al ruido distante. Aguardé con el aliento contenido, y percibí que el ruido y el viento iban en aumento, produciéndome la extraña impresión de que me encontraba atado a unos raíles por los que se acercaba una gigantesca locomotora. Empecé a hablarle a Tillinghast, e instantánea¬mente se disiparon todas estas inusitadas impresiones. Volví a ver al hombre, las máquinas brillantes y la habitación a oscuras. Tillinghast sonrió repulsivamente al ver el revólver que yo había sacado casi de manera inconsciente; pero por su expresión, comprendí que había visto y oído lo mismo que yo, si no más. Le conté en voz baja lo que había experimentado, y me pidió que me estuviese lo más quieto y receptivo posible.
—No te muevas —me advirtió—, porque con estos rayos pueden vernos, del mismo modo que nosotros podemos ver. Te he dicho que los criados se han ido, aunque no te he contado cómo. Fue por culpa de esa estúpida ama de llaves; encendió las luces de abajo, después de advertirle yo que no lo hiciera, y los hilos captaron vibraciones simpáticas. Debió de ser espantoso; pude oír los gritos desde aquí, a pesar de que estaba pendiente de lo que veía y oía en otra dirección; más tarde, me quedé horrorizado al descubrir montones de ropa vacía por toda la casa. Las ropas .de la señora Updike estaban en el vestíbulo, junto a la llave de la luz... por eso sé que fue ella quien encendió. Pero mientras no nos movamos, no correremos peligro. Recuerda que nos enfrentamos con un mundo terrible en el que estamos prácticamente desamparados... ¡No te muevas!
El impacto combinado de la revelación y la brusca orden me produjo una especie de parálisis; y en el terror, mi mente se abrió otra vez a las impresiones procedentes de lo que Tillinghast llamaba «desde el más allá». Me encontraba ahora en un vórtice de ruido y movimiento acompañados de confusas representaciones visuales. Veía los contornos borrosos de la habitación; pero de algún punto del espacio parecía brotar una hirviente columna de nubes o formas imposibles de identificar que traspasaban el sólido techo por encima de mí, a mi derecha. Luego volví a tener la impresión de que estaba en un templo; pero esta vez los pilares llegaban hasta un océano aéreo de luz, del que descendía un rayo cegador a lo largo de la brumosa columna que antes había visto. Después, la escena se volvió casi enteramente calidoscópica; y en la mezcolanza de imágenes sonidos e impresiones sensoriales inidentificables, sentí que estaba a punto de disolverme o de perder, de alguna manera, mi forma sólida. Siempre recordaré una visión deslumbrante y fugaz. Por un instante, me pareció ver un trozo de extraño cielo nocturno poblado de esferas brillantes que giraban sobre sí; y mientras desaparecía, vi que los soles resplandecientes componían una constelación o galaxia de trazado bien definido; dicho trazado correspondía al rostro distorsionado de Crawford Tillinghast. Un momento después, sentí pasar unos seres enormes y animados, unas veces rozándome y otras caminando o deslizándose sobre mi cuerpo supuestamente sólido, y me pareció que Tillinghast los observaba como si sus sentidos, más avezados pudieran captarlos visualmente. Recordé lo que había dicho de la glándula pineal, y me pregunte qué estaría viendo con ese ojo preternatural.
De pronto, me di cuenta de que yo también poseía una especie de visión aumentada. Por encima del caos de luces y sombras se alzó una escena que, aunque vaga, estaba dotada de solidez y estabilidad. Era en cierto modo familiar, ya que lo inusitado se superponía al escenario terrestre habitual a la manera como la escena cinematográfica se proyecta sobre el telón pintado de un teatro. Vi el laboratorio del ático, la máquina eléctrica, y la poco agraciada figura de Tillinghast enfrente de mí; pero no había vacía la más mínima fracción del espacio que separaba todos estos objetos familiares. Un sinfín de formas indescriptibles, vivas o no, se mezclaban entremedias en repugnante confusión; y junto a cada objeto conocido, se movían mundos enteros y entidades extrañas y desconocidas. Asimismo, parecía que las cosas cotidianas entraban en la composición de otras desconocidas, y viceversa. Sobre todo, entre las entidades vivas había negrísimas y gelatinosas monstruosidades que temblaban fláccidas en armonía con las vibraciones procedentes de la máquina. Estaban presentes en repugnante profusión, y para horror mío, descubrí que se superponían, que eran semifluidas y capaces de interpenetrarse mutuamente y de atravesar lo que conocemos como cuerpos sólidos. No estaban nunca quietas, sino que parecían moverse con algún propósito maligno.. A veces, se devoraban unas a otras, lanzándose la atacante sobre la víctima y eliminándola instantáneamente de la vista. Comprendí, con un estremecimiento, que era lo que había hecho desaparecer a la desventurada servidumbre, y ya no fui capaz de apartar dichas entidades del pensamiento, mientras intentaba captar nuevos detalles de este mundo recientemente visible que tenemos a nuestro alrededor. Pero Tillinghast me había estado observando, y decía algo.
—¿Los ves? ¿Los ves? ¡Ves a esos seres que flotan y aletean en torno tuyo, y a través de ti, a cada instante de tu vida? ¿Ves las criaturas que pueblan lo que los hombres llaman el aire puro y el cielo azul? ¿No he conseguido romper la barrera, no te he mostrado mundos que ningún hombre vivo ha visto? —oí que gritaba a través del caos; y vi su rostro insultantemente cerca del mío. Sus ojos eran dos pozos llameantes que me miraban con lo que ahora sé que era un odio infinito. La máquina zumbaba de manera detestable.
—¿Crees que fueron esos seres que se contorsionan torpemente los que aniquilaron a los criados? ¡Imbécil, esos son inofensivos! Pero los criados han desaparecido, ¿no es verdad? Tú trataste de detenerme; me desalentabas cuando necesitaba hasta la más pequeña migaja de aliento; te asustaba enfrentarte a la verdad cósmica, condenado cobarde; ¡pero ahora te tengo a mi merced! ¿Qué fue lo que aniquiló a los criados? ¿Qué fue lo que les hizo dar aquellos gritos?... ¡No lo sabes, verdad? Pero en seguida lo vas a saber. Mírame; escucha lo que voy a decirte. ¿Crees que tienen realidad las nociones de espacio, de tiempo y de magnitud? ¿Supones que existen cosas tales como la forma y la materia? Pues yo te digo que he alcanzado profundidades que tu reducido cerebro no es capaz de imaginar. Me he asomado más allá de los confines del infinito y he invocado a los demonios de las estrellas... He cabalgado sobre las sombras que van de mundo en mundo sembrando la muerte y la locura... Soy dueño del espacio, ¿me oyes?, y ahora hay entidades que me buscan, seres que devoran y disuelven; pero sé la forma de eludirías. Es a ti a quien cogerán, como cogieron a los criados... ¿se remueve el señor? Te he dicho ya que es peligroso moverse; te he salvado antes al advertirte que permanecieras inmóvil.., a fin de que vieses más cosas y escuchases lo que tengo que decir. Si te hubieses movido, hace rato que se habrían arrojado sobre ti. No te preocupes; no hacen daño. Como no se lo hicieron a los criados: fue el verlos lo que les hizo gritar de aquella forma a los pobres diablos. No son agraciados, mis animales favoritos. Vienen de un lugar cuyos cánones de belleza son... muy distintos. La desintegración es totalmente indolora, te lo aseguro; pero quiero que los veas. Yo estuve a punto de verlos, pero supe detener la visión. ¿No sientes curiosidad? Siempre he sabido que no eras científico. Estás temblando, ¿eh? Temblando de ansiedad por ver las últimas entidades que he logrado descubrir. ¿Por qué no te mueves, entonces? ¿Estás cansado? Bueno, no te preocupes, amigo mío, porque ya vienen... Mira, mira, maldito; mira... ahí, en tu hombro izquierdo.
Lo que queda por contar es muy breve, y quizá lo sepáis ya por las notas aparecidas en los periódicos. La policía oyó un disparo en la casa de Tillingbast y nos encontró allí a los dos: a Tillinghast muerto, y a mí inconsciente. Me detuvieron porque tenía el revólver en la mano; pero me soltaron tres horas después, al descubrir que había sido un ataque de apoplejía lo que había acabado con la vida de Tillinghast, y comprobar que había dirigido el disparo contra la dañina máquina que ahora yacía inservible en el suelo del laboratorio. No dije nada sobre lo que había visto, por temor a que el forense se mostrase escéptico; pero por la vaga explicación que le di, el doctor comentó que sin duda yo había sido hipnotizado por el homicida y vengativo demente.
Quisiera poder creerle. Se sosegarían mis destrozados nervios si dejara de pensar lo que pienso sobre el aire y el cielo que tengo por encima de mí y a mi alrededor. Jamás me siento a solas ni a gusto; y a veces, cuando estoy cansado, tengo la espantosa sensación de que me persiguen. Lo que me impide creer en lo que dice el doctor es este simple hecho: que la policía no encontró jamás los cuerpos de los criados que dicen que Crawford Tillinghast mató".
H.P. Lovecraft
" Ven, cierra la puerta, siéntate junto al fuego de la chimenea, que la noche es fría, y seguro que estás cansado; acomódate y disfruta de una de tantas historias, que como cada noche vas a poder escuchar aquí..."
El Recolector de Historias
miércoles, 6 de enero de 2016
martes, 5 de enero de 2016
"Los Lobos Skoll y Hati"
"Dicen que el mal siempre sigue de cerca los pasos del bien con la intención de destruirlo, por lo que los antiguos habitantes de las regiones del Norte imaginaron que tanto Sól (el Sol) como Mani (la Luna) eran perseguidos incesantemente por los fieros lobos llamados Sköll (repulsión) y Hati (odio). Hijos / hermanos de Fenrir que era el lobo gigante, la bestia del Ragnarök (el día del Fin del Mundo, El Ocaso de los Dioses) y hermanos de Mánagarm, el perro de la Luna que devora la carne de los muertos.
Pero la envidia los sacudía y su único objetivo era alcanzar y devorar a los brillantes y hermosos objetos que perseguían, Sköll perseguía a Sól y Hati a Mani, para que el mundo volviera a estar envuelto en su oscuridad inicial. Pero pendía de ellos una maldición hecha por Odín: sólo cuando llegara el Ragnarök serían capaces de alcanzarlos y destrozar los carros celestiales.
Se decía que a veces, los lobos alcanzaban e intentaban devorar sus presas, produciendo consiguientemente un eclipse de las brillantes orbes. Entonces, la gente aterrorizada provocaba un estruendo tan ensordecedor, que los lobos, asustados por el ruido, los soltaban de sus mandíbulas. Una vez libres de nuevo, Sól y Mani reanudaban su camino, perseguidos velozmente por los hambrientos mostruos a través de su estela, esperando con ansia el momento en el que sus esfuerzos se vieran recompensados con el fin del mundo. Las naciones del Norte creían que sus Dioses habían emergido de una alianza entre el elemento divino (Börr) y el mortal (Bestla, la giganta), por lo que eran finitos y estaban condenados a perecer junto al mundo que habían creado.
Mani también estaba acompañado de Hiuki, la Luna creciente, y Bil, la Luna menguante, dos niños que él había arrebatado de la Tierra, donde un cruel padre los había obligado a acarrear agua durante toda la noche. Nuestros antepasados creían ver a estos niños, con sus cubos perfilándose levemente sobre la Luna.
Los dioses no sólo nombraron al Sol, la Luna, el Día y la Noche para señalar el transcurso del día, pues también asignaron al Atardecer, la Medianoche, la Mañana, el Amanecer, el Mediodía y la Tarde para que compartieran sus tareas, nombrando al Verano y al Invierno como los gobernadores de las estaciones, como dirigentes del paso de los años, hasta el ocaso de los dioses.
Verano, desciende directamente de Svasud (el suave y el encantador). Heredó el carácter gentil de su señor y era amado por todos excepto por Invierno, su mortal enemigo e hijo de Vindsual, el cual era a su vez hijo del desagradable dios Vasud, personificación de los vientos helados.
Los vientos fríos soplaban continuamente desde el Norte, enfriando toda la Tierra y los nórdicos creían que eran puestos en movimiento por el gran gigante Hresvelgr (el devorador de cadáveres), el cual, ataviado con plumas de águila, se sentaba al borde del extremo norte de los cielos y cuando levantaba sus brazos o alas, frías ráfagas se creaban y soplaban despiadadamente sobre la faz de la Tierra, destruyéndolo todo con su aliento helado".
Leyenda de la Mitología Nórdica
Pero la envidia los sacudía y su único objetivo era alcanzar y devorar a los brillantes y hermosos objetos que perseguían, Sköll perseguía a Sól y Hati a Mani, para que el mundo volviera a estar envuelto en su oscuridad inicial. Pero pendía de ellos una maldición hecha por Odín: sólo cuando llegara el Ragnarök serían capaces de alcanzarlos y destrozar los carros celestiales.
Se decía que a veces, los lobos alcanzaban e intentaban devorar sus presas, produciendo consiguientemente un eclipse de las brillantes orbes. Entonces, la gente aterrorizada provocaba un estruendo tan ensordecedor, que los lobos, asustados por el ruido, los soltaban de sus mandíbulas. Una vez libres de nuevo, Sól y Mani reanudaban su camino, perseguidos velozmente por los hambrientos mostruos a través de su estela, esperando con ansia el momento en el que sus esfuerzos se vieran recompensados con el fin del mundo. Las naciones del Norte creían que sus Dioses habían emergido de una alianza entre el elemento divino (Börr) y el mortal (Bestla, la giganta), por lo que eran finitos y estaban condenados a perecer junto al mundo que habían creado.
Mani también estaba acompañado de Hiuki, la Luna creciente, y Bil, la Luna menguante, dos niños que él había arrebatado de la Tierra, donde un cruel padre los había obligado a acarrear agua durante toda la noche. Nuestros antepasados creían ver a estos niños, con sus cubos perfilándose levemente sobre la Luna.
Los dioses no sólo nombraron al Sol, la Luna, el Día y la Noche para señalar el transcurso del día, pues también asignaron al Atardecer, la Medianoche, la Mañana, el Amanecer, el Mediodía y la Tarde para que compartieran sus tareas, nombrando al Verano y al Invierno como los gobernadores de las estaciones, como dirigentes del paso de los años, hasta el ocaso de los dioses.
Verano, desciende directamente de Svasud (el suave y el encantador). Heredó el carácter gentil de su señor y era amado por todos excepto por Invierno, su mortal enemigo e hijo de Vindsual, el cual era a su vez hijo del desagradable dios Vasud, personificación de los vientos helados.
Los vientos fríos soplaban continuamente desde el Norte, enfriando toda la Tierra y los nórdicos creían que eran puestos en movimiento por el gran gigante Hresvelgr (el devorador de cadáveres), el cual, ataviado con plumas de águila, se sentaba al borde del extremo norte de los cielos y cuando levantaba sus brazos o alas, frías ráfagas se creaban y soplaban despiadadamente sobre la faz de la Tierra, destruyéndolo todo con su aliento helado".
Leyenda de la Mitología Nórdica
lunes, 4 de enero de 2016
"El Coloquio de Monos y Una"
Cosas del futuro inmediato.
Sófocles, Antígona
"Una.-¿Resucitado?
Monos.-Sí, hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me develó el secreto.
Una.-¡La muerte!
Monos.-¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila y que hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida, oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí... ¡cuán singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los placeres!
Una.-¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite a la beatitud humana... diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que ardía en nuestro pecho... ¡cuán vanamente nos jactamos, en la felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya! ¡Ay, a medida que crecía aumentaba también en nuestros corazones el temor de aquella hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.
Monos.-No hables aquí de aquellas penas, querida Una... ¡ahora para siempre, para siempre mía!
Una.-Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a través del oscuro Valle y de la Sombra.
Monos.-¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo narraré en detalle... Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?
Una.-¿Dónde?
Monos.-Sí.
Una.-Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu vida, sino en aquel triste, triste instante cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del amor.
Monos.-Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en aquella época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores -sabios de verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo- se habían atrevido a poner en duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los cuales surgió algún intelecto vigoroso que contendía audazmente por aquellos principios cuya verdad parece ahora tan evidente a nuestra razón despojada de sus franquicias; principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas. Muy de tiempo en tiempo aparecían mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la inteligencia poética -esa inteligencia que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas verdades de imperecedera importancia para nosotros sólo podían ser alcanzadas por la analogía, que habla irrebatiblemente a la sola imaginación y que no pesa en la razón aislada-, esa inteligencia poética se adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y murieron despreciados por los «utilitaristas» -zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras necesidades eran tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e inexploradas.
Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían para reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros aciagos días! El gran «movimiento» -tal era la jerigonza que se empleaba- seguía adelante; era una perturbación mórbida, tanto moral como física. El arte -en sus diversas formas- erguíase supremo, y, una vez entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder. Como el hombre no podía dejar de reconocer la majestad de la Naturaleza, incurría en pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla. Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una imbecilidad infantil. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia que imperara por doquier.
Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e innumerables ciudades humeantes. Las verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de los hornos. El bello rostro de la Naturaleza se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y artificial, aun a medias dormido, podría habernos detenido en ese punto. Pero habíamos preparado el camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en verdad, frente a aquella crisis, tan sólo el gusto -esa facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral, jamás podía ser descuidada sin peligro- habría podido devolvernos dulcemente a la Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna intuición de Platón! ¡Ay de la (μουσική, que aquel sabio consideraba con justicia educación suficiente para el alma! ¡Ay de él y de ella! ¡Cuando más desesperadamente se los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban!
Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre misonnement se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el sentimiento de lo natural, de haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la dura razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente descarriada por la intemperancia del conocimiento, la vejez del mundo se acentuó. La masa de la humanidad no lo advertía, o bien, viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no advertirlo. En cuanto a mí, los documentos de la tierra me habían enseñado que las ruinas más grandes son el precio de las más altas civilizaciones. Había adquirido una presciencia de nuestro destino por comparación con China, la simple y duradera; con Asiria, la arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia, más sutil que ninguna, madre turbulenta de todas las artes. En la historia de aquellas regiones atisbé un rayo del futuro. Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas eran enfermedades locales de la tierra, y en sus caídas individuales habíamos visto la aplicación de remedios locales; pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario que resucitara.
Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros espíritus. Y entonces, al atardecer, discurrimos sobre los días que vendrían, cuando la superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación que borraría sus obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo sublimado intelecto el conocimiento dejaría de ser un veneno... para el hombre redimido, regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunque material siempre.
Una.-Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos; pero la época de la ígnea destrucción no estaba tan cercana como creíamos, como la corrupción de que has hablado nos permitía con tanta seguridad creer. Los hombres vivían y luego morían individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde entonces, y cuya conclusión nos ha reunido nuevamente, no torturó nuestros adormilados sentidos con la impaciencia del tiempo, de todas maneras, Monos mío, fue un siglo.
Monos.-Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es verdad, durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían de aquel tumulto y corrupción generales, sucumbí víctima de una terrible fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos de un delirio soñoliento colmado de éxtasis, cuyas manifestaciones tomaste por sufrimientos sin que yo pudiera comunicarte la verdad... después de unos días, como has dicho, me invadió un sopor que me privó del aliento y del movimiento, y aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.
Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de sensibilidad. Parecíame semejante a la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente la conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin que ninguna perturbación exterior lo despierte.
No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La voluntad permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus funciones. El gusto y el olfato estaban inextricablemente confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas con la cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí bellísimas fantasías florales; flores fantásticas, mucho más hermosas que las de la vieja tierra, pero cuyos prototipos vemos florecer ahora en torno de nosotros. Los párpados, transparentes y exangües, no se oponían completamente a la visión. Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor claridad todos los objetos al alcance del hemisferio visual; los rayos que caían sobre la parte externa de la retina o en el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este efecto era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido -dulce o discordante, según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos-. El oído, aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos reales con una precisión y una sensibilidad exageradísimas. El tacto había sufrido una alteración más extraña. Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente, produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dulces dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la visión, llenaron más tarde todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una delicia sensual. Todas mis percepciones eran puramente sensuales. Los elementos proporcionados por los sentidos al pasivo cerebro no eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor sentía y mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no provocaban en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las copiosas y continuas lágrimas que caían sobre mi rostro, y que para todos los asistentes eran testimonio de un corazón destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era la Muerte, de la cual los presentes hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una, entre sollozos y gritos.
Me prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente de un lado a otro-. Cuando atravesaban la línea directa de mi visión, las sentía como formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces expresiones del horror y la desesperación. Sólo tú, vestida de blanco, pasabas musicalmente para mí en todas direcciones.
Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago malestar, una ansiedad como la que experimenta el durmiente cuando llegan a su oído constantes y tristes sones, lejanas y profundas campanadas solemnes, a intervalos prolongados, pero iguales, y entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con la sombra vino una pesada aflicción. Oprimía mi cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable. Oíase asimismo una lamentación, semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía la oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y aquel fragor se cambió en frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y, emanando de la llama de cada lámpara-pues había varias-, fluyó hasta mis oídos un canto continuo de melodiosa monotonía. Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía yo tendido, te sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más parecía una sombra que una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en un placer puramente sensual como antes.
Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo una delicia física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria. Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana. Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación de este movimiento o de alguno equivalente había regulado los cielos de los globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin embargo, retener el tono y los errores momentáneos de cada uno. Y este penetrante, perfecto sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como el hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.
Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las formas no afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho. Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el sentimiento de duración único que perduraba. El cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.
Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones a través de una letárgica intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi lado. Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener conciencia de los movimientos que te alejaron de mi lado, me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba, bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la tiniebla y en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.
Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar, pasaron los días, y las semanas, y los meses, y el alma observaba atentamente el vuelo de cada segundo, registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.
Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más indistinta, y la de mera situación había usurpado en gran medida su puesto. La idea de entidad estaba confundiéndose con la de lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el sueño y su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que estaba sumido en profundo sueño, cuando algún resplandor lo despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en ensoñaciones, así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra, me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme... la luz del Amor duradero. Los hombres acudieron a cavar en la tumba donde yacía oscuramente. Levantaron la húmeda tierra. Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.
Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil estremecimiento habíase apagado en reposo. Muchos lustros transcurrieron. El polvo tornó al polvo. No había ya alimento para el gusano. El sentimiento de ser había desaparecido por completo y en su lugar, en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar y el Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y, sin embargo, para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las corrosivas horas, compañeras".
Edgar Allan Poe
Sófocles, Antígona
"Una.-¿Resucitado?
Monos.-Sí, hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta era la palabra sobre cuyo místico sentido medité tanto tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta que la muerte misma me develó el secreto.
Una.-¡La muerte!
Monos.-¡De qué extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila y que hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida, oprimida por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí... ¡cuán singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los corazones, que manchaba todos los placeres!
Una.-¡Ah, muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como un límite a la beatitud humana... diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel profundo amor recíproco, Monos, que ardía en nuestro pecho... ¡cuán vanamente nos jactamos, en la felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra felicidad se fortalecería en la suya! ¡Ay, a medida que crecía aumentaba también en nuestros corazones el temor de aquella hora aciaga que acudía precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo penoso. Y el odio hubiera sido una misericordia.
Monos.-No hables aquí de aquellas penas, querida Una... ¡ahora para siempre, para siempre mía!
Una.-Pero el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que decir aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu pasaje a través del oscuro Valle y de la Sombra.
Monos.-¿Y cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo narraré en detalle... Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?
Una.-¿Dónde?
Monos.-Sí.
Una.-Te comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre a definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que cesó tu vida, sino en aquel triste, triste instante cuando, habiéndote abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del amor.
Monos.-Permíteme decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en aquella época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores -sabios de verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo- se habían atrevido a poner en duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron nuestra disolución, hubo momentos en los cuales surgió algún intelecto vigoroso que contendía audazmente por aquellos principios cuya verdad parece ahora tan evidente a nuestra razón despojada de sus franquicias; principios que deberían haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de las leyes naturales, en vez de pretender dirigirlas. Muy de tiempo en tiempo aparecían mentes geniales que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la inteligencia poética -esa inteligencia que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas verdades de imperecedera importancia para nosotros sólo podían ser alcanzadas por la analogía, que habla irrebatiblemente a la sola imaginación y que no pesa en la razón aislada-, esa inteligencia poética se adelantó en ocasiones a la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en la mística parábola que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y murieron despreciados por los «utilitaristas» -zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas evocaron dolorosa, pero sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras necesidades eran tan simples como penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era una palabra desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas, penetrando en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e inexploradas.
Y, sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían para reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de nuestros aciagos días! El gran «movimiento» -tal era la jerigonza que se empleaba- seguía adelante; era una perturbación mórbida, tanto moral como física. El arte -en sus diversas formas- erguíase supremo, y, una vez entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder. Como el hombre no podía dejar de reconocer la majestad de la Naturaleza, incurría en pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla. Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una imbecilidad infantil. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno, sufrió la infección de los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad universal ganó terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras advertencias de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan todas las cosas en la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr una democracia que imperara por doquier.
Y, sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento. El hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron enormes e innumerables ciudades humeantes. Las verdes hojas se arrugaban ante el ardiente aliento de los hornos. El bello rostro de la Naturaleza se deformó como si lo arrasara alguna horrorosa enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro sentido de lo que es forzado y artificial, aun a medias dormido, podría habernos detenido en ese punto. Pero habíamos preparado el camino de la destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al descuidar ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en verdad, frente a aquella crisis, tan sólo el gusto -esa facultad que, ocupando una situación intermedia entre el intelecto puro y el sentido moral, jamás podía ser descuidada sin peligro- habría podido devolvernos dulcemente a la Belleza, a la Naturaleza y a la Vida, ¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna intuición de Platón! ¡Ay de la (μουσική, que aquel sabio consideraba con justicia educación suficiente para el alma! ¡Ay de él y de ella! ¡Cuando más desesperadamente se los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban!
Pascal, un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre misonnement se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el sentimiento de lo natural, de haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su antiguo ascendiente sobre la dura razón matemática de las escuelas. Pero ello no pudo ser. Prematuramente descarriada por la intemperancia del conocimiento, la vejez del mundo se acentuó. La masa de la humanidad no lo advertía, o bien, viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no advertirlo. En cuanto a mí, los documentos de la tierra me habían enseñado que las ruinas más grandes son el precio de las más altas civilizaciones. Había adquirido una presciencia de nuestro destino por comparación con China, la simple y duradera; con Asiria, la arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia, más sutil que ninguna, madre turbulenta de todas las artes. En la historia de aquellas regiones atisbé un rayo del futuro. Las artificialidades individuales de las tres últimas nombradas eran enfermedades locales de la tierra, y en sus caídas individuales habíamos visto la aplicación de remedios locales; pero en la infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era necesario que resucitara.
Y entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros espíritus. Y entonces, al atardecer, discurrimos sobre los días que vendrían, cuando la superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de sufrir la única purificación que borraría sus obscenidades rectangulares, volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las sonrientes aguas del Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el hombre; para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo sublimado intelecto el conocimiento dejaría de ser un veneno... para el hombre redimido, regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunque material siempre.
Una.-Bien recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos; pero la época de la ígnea destrucción no estaba tan cercana como creíamos, como la corrupción de que has hablado nos permitía con tanta seguridad creer. Los hombres vivían y luego morían individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde entonces, y cuya conclusión nos ha reunido nuevamente, no torturó nuestros adormilados sentidos con la impaciencia del tiempo, de todas maneras, Monos mío, fue un siglo.
Monos.-Di más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es verdad, durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que nacían de aquel tumulto y corrupción generales, sucumbí víctima de una terrible fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos de un delirio soñoliento colmado de éxtasis, cuyas manifestaciones tomaste por sufrimientos sin que yo pudiera comunicarte la verdad... después de unos días, como has dicho, me invadió un sopor que me privó del aliento y del movimiento, y aquellos que me rodeaban lo llamaron Muerte.
Las palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de sensibilidad. Parecíame semejante a la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente, inmóvil y postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente la conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin que ninguna perturbación exterior lo despierte.
No respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La voluntad permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban insólitamente activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus funciones. El gusto y el olfato estaban inextricablemente confundidos, constituyendo un solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas con la cual tu ternura había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí bellísimas fantasías florales; flores fantásticas, mucho más hermosas que las de la vieja tierra, pero cuyos prototipos vemos florecer ahora en torno de nosotros. Los párpados, transparentes y exangües, no se oponían completamente a la visión. Como la voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas, pero veía con mayor o menor claridad todos los objetos al alcance del hemisferio visual; los rayos que caían sobre la parte externa de la retina o en el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que aquellos que incidían en la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este efecto era tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido -dulce o discordante, según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o angulosos-. El oído, aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en su acción y apreciaba los sonidos reales con una precisión y una sensibilidad exageradísimas. El tacto había sufrido una alteración más extraña. Recibía con retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente, produciéndose siempre el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dulces dedos sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la visión, llenaron más tarde todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una delicia sensual. Todas mis percepciones eran puramente sensuales. Los elementos proporcionados por los sentidos al pasivo cerebro no eran elaborados en absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor sentía y mucho placer; pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos flotaban en mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no provocaban en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y así también las copiosas y continuas lágrimas que caían sobre mi rostro, y que para todos los asistentes eran testimonio de un corazón destrozado, estremecían de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era la Muerte, de la cual los presentes hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una, entre sollozos y gritos.
Me prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente de un lado a otro-. Cuando atravesaban la línea directa de mi visión, las sentía como formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces expresiones del horror y la desesperación. Sólo tú, vestida de blanco, pasabas musicalmente para mí en todas direcciones.
Transcurrió el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago malestar, una ansiedad como la que experimenta el durmiente cuando llegan a su oído constantes y tristes sones, lejanas y profundas campanadas solemnes, a intervalos prolongados, pero iguales, y entremezclándose con sueños melancólicos. Anocheció y con la sombra vino una pesada aflicción. Oprimía mi cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable. Oíase asimismo una lamentación, semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía la oscuridad. De pronto, la habitación se llenó de luces y aquel fragor se cambió en frecuentes estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y, emanando de la llama de cada lámpara-pues había varias-, fluyó hasta mis oídos un canto continuo de melodiosa monotonía. Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía yo tendido, te sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces labios, y los posaste en mi frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo, mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las circunstancias engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en parte aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más parecía una sombra que una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en un placer puramente sensual como antes.
Y entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí un sexto sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña delicia, que seguía siendo una delicia física en cuanto el entendimiento no participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había cesado. No se estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria. Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente humana. Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación de este movimiento o de alguno equivalente había regulado los cielos de los globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj colocado sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos llegaban sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los segundos, no me costaba, sin embargo, retener el tono y los errores momentáneos de cada uno. Y este penetrante, perfecto sentimiento de duración existente por sí mismo, este sentimiento existente (como el hombre no podría haber imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de eventos, esta idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el primer evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la Eternidad temporal.
Era ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente, pues así me lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente aquellos cantos perdieron claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume dejó de impresionar mi olfato. Las formas no afectaban ya mi visión. El peso de la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho. Un choque apagado, como una descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en la sola conciencia de entidad y en el sentimiento de duración único que perduraba. El cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.
Y, sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones a través de una letárgica intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi lado. Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener conciencia de los movimientos que te alejaron de mi lado, me encerraron en el ataúd, llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba, bajándome a ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la tiniebla y en la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los gusanos.
Y aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar, pasaron los días, y las semanas, y los meses, y el alma observaba atentamente el vuelo de cada segundo, registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.
Pasó un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más indistinta, y la de mera situación había usurpado en gran medida su puesto. La idea de entidad estaba confundiéndose con la de lugar. El angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el sueño y su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la tierra al que estaba sumido en profundo sueño, cuando algún resplandor lo despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en ensoñaciones, así, a mí, ceñido en el abrazo de la Sombra, me llegó aquella única luz capaz de sobresaltarme... la luz del Amor duradero. Los hombres acudieron a cavar en la tumba donde yacía oscuramente. Levantaron la húmeda tierra. Sobre el polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.
Y otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil estremecimiento habíase apagado en reposo. Muchos lustros transcurrieron. El polvo tornó al polvo. No había ya alimento para el gusano. El sentimiento de ser había desaparecido por completo y en su lugar, en lugar de todas las cosas, dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar y el Tiempo. Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso que no tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad, para eso que no tenía alma, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y, sin embargo, para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las corrosivas horas, compañeras".
Edgar Allan Poe
domingo, 3 de enero de 2016
"El Jardín de Proserpina"
"Aquí, donde el mundo está en calma,
Aquí, donde toda tribulación es un
Tumulto de vientos muertos y olas agotadas,
En un dudoso sueño de sueños,
Veo crecer los campos verdes,
Entre sembradores y cosechadores,
Entre la cosecha y la siega,
Un mundo de arroyos perezosos.
Estoy cansado de risas y lágrimas,
Y de los hombres que lloran y ríen,
Del futuro del sembrador y su cosecha.
Estoy cansado de los días y las horas,
De trémulos capullos entre flores estériles,
De deseos y ensueños de gloria,
Y de todo, excepto el Sueño.
Aquí, la Vida es vecina de la Muerte,
Lejos del oído y la vista
Se afanan las olas pálidas y los húmedos vientos;
Giran los débiles barcos y los espíritus,
Vagan errando con la marea,
Sin saber hacia dónde se dirigen sus pasos.
Aquí, esos vientos no soplan,
Y aquí, no crecen esas cosas.
Aquí, no crecen hierbas ni malezas,
Flores de brezo o vides;
Sino estériles brotes de amapola,
Verdes racimos de Proserpina,
Blancas vasijas de ondulantes juncos.
Aquí nada florece o colorea,
Excepto esta flor,
De la que Ella extrae para los hombres
Un néctar mortal.
Aunque uno tuviese la fuerza de siete,
También conocerá la Muerte;
No despertará con alas en el Cielo,
Ni lamentará las penas del Infierno.
Aunque fuera hermoso como las rosas,
Su belleza se nublará y decaerá;
Y por más que en el Amor descanse,
Su fin no será bueno jamás.
Pálida, detrás de atrios y pórticos,
Coronada de tranquilas hojas,
Allí está quien recoge los frutos mortales,
Con sus manos blancas e inmortales;
Sus labios son más dulces
que los del Amor, que le temen;
Más dulces para esos hombres que se confunden,
Y llegan cansados de muchas épocas y tierras.
Ella cuida de uno y de otro,
Cuida de todos los mortales,
Y olvida la Tierra, su madre;
Y la vida de los frutos y los vegetales,
Y la primavera y los granos,
Y las golondrinas que se alejan y la siguen,
Allí dónde los cantos helados suenan en falso
Y las flores son despreciadas.
Allí van los amores marchitos,
Los viejos amores con sus alas cansadas;
Y todos los años muertos,
y todos los desastres;
Sueños deshechos de días olvidados,
Ciegos capullos que la nieve ha arrancado,
Hojas secas que el viento se ha llevado,
Rojos peregrinos de fuentes arruinadas.
No estamos seguros de la tristeza,
Y la alegría nunca fue segura;
El hoy morirá mañana,
Y el Tiempo no oye ningún llamado;
Y el Amor, débil e indolente,
Suspira con labios arrepentidos,
Llorando la brevedad de los amores
Con los ojos del Olvido.
Por excesivo amor a la vida,
Por la esperanza y el temor liberados,
Brevemente agradecemos a los dioses,
Sin importar quiénes sean,
Que la vida no sea eterna,
Que nunca los muertos se levanten,
Que hasta el río más perezoso
Llegue en sus giros al reposo del mar.
Porque entonces las estrellas no nos despertarán,
Ni el sol con sus resplandores de luz;
Ni el murmullo de las aguas inquietas,
Ningún sonido y ninguna visión,
Ni hojas estivales ni hojas invernales,
Ni días ni cosas diurnas;
Sólo un eterno sueño,
En una eterna noche".
Algernon Charles Swinburne
Aquí, donde toda tribulación es un
Tumulto de vientos muertos y olas agotadas,
En un dudoso sueño de sueños,
Veo crecer los campos verdes,
Entre sembradores y cosechadores,
Entre la cosecha y la siega,
Un mundo de arroyos perezosos.
Estoy cansado de risas y lágrimas,
Y de los hombres que lloran y ríen,
Del futuro del sembrador y su cosecha.
Estoy cansado de los días y las horas,
De trémulos capullos entre flores estériles,
De deseos y ensueños de gloria,
Y de todo, excepto el Sueño.
Aquí, la Vida es vecina de la Muerte,
Lejos del oído y la vista
Se afanan las olas pálidas y los húmedos vientos;
Giran los débiles barcos y los espíritus,
Vagan errando con la marea,
Sin saber hacia dónde se dirigen sus pasos.
Aquí, esos vientos no soplan,
Y aquí, no crecen esas cosas.
Aquí, no crecen hierbas ni malezas,
Flores de brezo o vides;
Sino estériles brotes de amapola,
Verdes racimos de Proserpina,
Blancas vasijas de ondulantes juncos.
Aquí nada florece o colorea,
Excepto esta flor,
De la que Ella extrae para los hombres
Un néctar mortal.
Aunque uno tuviese la fuerza de siete,
También conocerá la Muerte;
No despertará con alas en el Cielo,
Ni lamentará las penas del Infierno.
Aunque fuera hermoso como las rosas,
Su belleza se nublará y decaerá;
Y por más que en el Amor descanse,
Su fin no será bueno jamás.
Pálida, detrás de atrios y pórticos,
Coronada de tranquilas hojas,
Allí está quien recoge los frutos mortales,
Con sus manos blancas e inmortales;
Sus labios son más dulces
que los del Amor, que le temen;
Más dulces para esos hombres que se confunden,
Y llegan cansados de muchas épocas y tierras.
Ella cuida de uno y de otro,
Cuida de todos los mortales,
Y olvida la Tierra, su madre;
Y la vida de los frutos y los vegetales,
Y la primavera y los granos,
Y las golondrinas que se alejan y la siguen,
Allí dónde los cantos helados suenan en falso
Y las flores son despreciadas.
Allí van los amores marchitos,
Los viejos amores con sus alas cansadas;
Y todos los años muertos,
y todos los desastres;
Sueños deshechos de días olvidados,
Ciegos capullos que la nieve ha arrancado,
Hojas secas que el viento se ha llevado,
Rojos peregrinos de fuentes arruinadas.
No estamos seguros de la tristeza,
Y la alegría nunca fue segura;
El hoy morirá mañana,
Y el Tiempo no oye ningún llamado;
Y el Amor, débil e indolente,
Suspira con labios arrepentidos,
Llorando la brevedad de los amores
Con los ojos del Olvido.
Por excesivo amor a la vida,
Por la esperanza y el temor liberados,
Brevemente agradecemos a los dioses,
Sin importar quiénes sean,
Que la vida no sea eterna,
Que nunca los muertos se levanten,
Que hasta el río más perezoso
Llegue en sus giros al reposo del mar.
Porque entonces las estrellas no nos despertarán,
Ni el sol con sus resplandores de luz;
Ni el murmullo de las aguas inquietas,
Ningún sonido y ninguna visión,
Ni hojas estivales ni hojas invernales,
Ni días ni cosas diurnas;
Sólo un eterno sueño,
En una eterna noche".
Algernon Charles Swinburne
sábado, 2 de enero de 2016
"Confesión"
"La niebla se arremolinaba a su alrededor, empujada por un fuerte movimiento propio, pues no había viento. Flotaba formando densas volutas y espirales tóxicas; subía y bajaba; las luces de las de la calle y los automóviles no lograban penetrarla, aunque aquí y allí algún escaparate grande formaba manchas de luz tenue sobre su cortina en perpetuo movimiento.
A O'Reilly le dolían los ojos debido al incesante esfuerzo de ver a un pie más allá de su rostro. El nervio óptico se cansaba, y la visión, por consiguiente, era cada vez menos precisa. Al avanzar cautelosamente a través de la sofocante oscuridad, tosió. Sólo el ahogado ruido del lento tráfico le persuadía de que se encontraba realmente en una ciudad populosa; esto y las vagas sombras de figuras que iban a tientas, enormemente aumentadas, que surgían súbitamente para desaparecer de nuevo, al avanzar a tientas hacía destinos inciertos.
Sin embargo, las figuras eran seres humanos; eran reales. Al menos sabía eso. Oía sus voces apagadas, cercanas, lejanas, extrañamente sofocadas. También oía el golpeteo de numerosos bastones. Estas formas fantasmagóricas representaban gente viva. No estaba solo.
Lo que le obsesionaba era el temor a encontrarse completamente solo, pues todavía era incapaz de cruzar un espacio abierto sin ayuda. Tenía la resistencia fisica, era el cerebro lo que le fallaba. A mitad del camino podría invadirle el pánico, se estremecería completamente, se disolvería su voluntad, gritaría pidiendo ayuda, correría furiosamente. Todavía no estaba curado, aunque en condiciones normales estaba bastante seguro, tal como le había confirmado el Dr. Henry.
Cuando una hora antes tomó el metro en Regent's Park el aire era claro, el sol de noviembre lucía brillante, el cielo azul estaba despejado y la presunción de que podría cruzar la ciudad de Londres solo estaba justificada. Al día siguiente tenía que partir para Brighton a pasar la última semana de convalecencia; esta prueba preliminar de su fortaleza en una brillante tarde de noviembre iba a serle beneficiosa. El doctor Henry le dio instrucciones precisas: Cambie en Piccadilly Circus -sin dejar la estación del metro, recuerde- y salga en South Kensington. Ya tiene la dirección de su amiga del Departamento de Ayuda Voluntaria. Tome su taza de té con ella y luego regrese de la misma manera a Regent's Park. Regrese antes de que oscurezca, lo más tarde a las seis. Es mejor". Le había explicado los giros que tenía que hacer al abandonar la estación, tantos a la derecha y tantos a la izquierda; era algo confuso, pero la distancia era corta. Siempre puede preguntar. Es imposible que se equivoque.
Sin embargo, la niebla desdibujaba estas instrucciones, que en su cerebro se convirtieron en un confuso revoltijo. La imposibilidad de ver reaccionó en su memoria. Además, la D. A. V. le había advertido de que su dirección no era fácil de encontrar. La casa se encontraba en un lugar retirado. ¡Pero con su sentido de la orientación en zonas poco habitadas probablemente lo conseguiría mejor que cualquier londinense! Tampoco ella había calculado la niebla.
Cuando O'Reilly subió las escaleras de la estación de South Kensington, emergió a una oscuridad tan tenebrosa que pensó que todavía estaba bajo tierra. A su alrededor se extendía un mundo impenetrable. Solamente un pequeño claro en la húmeda atmósfera le indicó que se encontraba a cielo abierto. Durante algún rato se quedó quieto y mirando la horrible niebla de Londres. Con sorpresa y el más vivo interés disfrutó del nuevo espectáculo durante unos diez minutos, mirando cómo la gente llegaba y se desvanecía, y preguntándose por qué las luces de la estación se apagaban completamente en el instante en que tocaban la calle; después, con sentido de aventura abandonó el edificio cubierto y se sumergió en el opaco mar.
Repitiéndose las instrucciones que había recibido -primera a la derecha, segunda a la izquierda, otra vez a la izquierda y así sucesivamente- comprobaba cada giro asegurándose de que era imposible equivocarse. Hizo progresos correctos aunque lentos, hasta que alguien chocó con él y le hizo una pregunta repentina y sorprendente.
-¿Sabe usted si voy bien para la estación de South Kensington?
Fue lo imprevisto lo que le sorprendió; un momento no había nadie, al siguiente estaban cara a cara, otro momento y el extraño había desaparecido en la oscuridad tras dar cortésmente las gracias. Pero el pequeño sobresalto de la interrupción le había perturbado. Ya había doblado dos veces hacia la derecha, ¿O no? O'Reilly se dio cuenta repentinamente de que había olvidado sus instrucciones. Se quedó quieto haciendo arduos esfuerzos para recuperarse, pero cada esfuerzo le dejaba más inseguro que antes. Cinco minutos después estaba perdido y tan desesperado como un habitante de la ciudad que sale de su tienda en un bosque sin hacer marcas en los árboles para poder encontrar el camino de regreso. Incluso el sentido de la dirección, tan fuerte en él entre los bosques de su tierra, había desaparecido por completo. No había estrellas, no había viento, ni olor, ni ruido de agua que corre. En ningún lado había nada que pudiera guiarle, nada sino ocasionales contornos confusos, el caminar a tientas, arrastrando los pies, el aparecer y desaparecer en la arremolinada niebla, pero raramente a una distancia para poder hablar ni, mucho menos, tocar. Estaba completamente perdido; más aún, estaba solo.
Pero a pesar de todo no completamente solo. En su inmediata cercanía todavía había figuras. Surgían, se desvanecían, reaparecían, se disolvían. No, no estaba completamente solo. Veía esos espesamientos de la niebla, oía sus voces, el sonido de sus cautelosos bastones, y también sus pies que se arrastraban. Eran reales. Se movían, parecía, en círculo alrededor de él, sin acercarse demasiado.
-Pero son reales -se dijo en voz alta, traicionando el punto débil de su coraza-. Sí, son seres humanos. Estoy seguro de ello.
Nunca había discutido con el Dr. Henry sobre ningún punto. Pero siempre había tenido su propia idea acerca de estas figuras, porque entre ellas estaban bastante a menudo sus propios compañeros del horror de Somme, Gallipoli, de Mespot también. ¡Y debía conocer a sus compañeros cuando los veía! Al mismo tiempo sabía muy bien que había sufrido un shock, que su ser se había dislocado, como si se hubiera disuelto a medias y su sistema se hubiera desequilibrado de tal manera que su registro se había vuelto impreciso. Cierto. Comprendía eso perfectamente. Pero, en ese shock y esa dislocación, ¿no habría adquirido posiblemente otro mecanismo? ¿No habría huecos y bordes rotos, piezas que ya no encajaban, ajustadas como siempre, intersticios, en una palabra? Sí, esa era la palabra: intersticios. ¿Fisuras, por decirlo así, entre su percepción del mundo exterior y su interpretación interna del mismo? ¿Entre los diversos estados de conciencia, que generalmente encajaban tan perfectamente que las uniones eran normalmente imperceptibles?
Su estado, lo sabía bien, era anormal; pero, ¿eran irreales sus síntomas de este relato? ¿No podrian ser utilizados estos intersticios por... otros? Cuando veía sus figuras, solía preguntarse: ¿No son éstos los reales y los otros -los seres humanos- los irreales? Ahora esta pregunta revivía en él con una nueva intensidad. ¿Eran reales o irreales estas figuras que veía en la niebla? El hombre que le había preguntado el camino hacia la estación, ¿no era, después de todo, simplemente una sombra?
Utilizando su bastón y sus pies y la poca visión que le quedaba, supo que se encontraba en una isla. A su lado se erigía una farola que proyectaba su débil mancha de luz. Sin embargo, había también barandas metálicas, y eso le sorprendía, pues su bastón golpeaba las barras metálicas formando claramente una sucesión. Y en una isla no debía de haber barandas. A pesar de todo, estaba completamente seguro de que había cruzado un terrible espacio abierto para llegar a donde estaba. Su confusión y aturdimiento aumentaban con peligrosa rapidez. El pánico no estaba lejos.
Ya no estaba en un trayecto de autobús. Algún taxi pasaba muy despacio ocasionalmente, como una mancha blanquecina en la ventanilla que mostraba un preocupado rostro humano; de vez en cuando pasaba una camioneta o un carro, con el carretero llevando una linterna para que el caballo no tropezara. Esto le confortaba, por raros que parecieran. Pero eran las figuras lo que más le llamaba la atención. Estaba completamente seguro de que eran reales. Eran seres humanos como él. Por todo esto, decidió que en este punto también podria ser positivo. Por consiguiente, eligió una, un hombre corpulento que surgió repentinamente de la misma tierra frente a él.
-¿Puede indicarme el camino hacia Morley Place? -preguntó.
Pero su pregunta fue ahogada por la que le hizo simultáneamente el otro con voz mucho más fuerte que la suya.
-¿Sabe si voy bien para la estación del metro? Estoy completamente perdido. Busco South Kent.
Y en el momento en que O'Reilly había señalado la dirección de la que él procedía, el hombre ya se había marchado de nuevo, borrado, tragado, ni siquiera sus pasos eran audibles, como si nunca hubiera estado allí.
Esto le dejó una impresión muy desagradable, un sentido de aturdimiento mayor que antes. Esperó cinco minutos sin atreverse a dar un paso y luego lo intentó con otra figura, ésta una mujer, quien, afortunadamente, conocía perfectamente los alrededores. Le dio instrucciones detalladas de la manera más amable posible y luego se desvaneció con increíble rapidez y facilidad en el mar de oscuridad. La manera instantánea cómo se había desvanecido era descorazonadora, inquietante: fue misteriosamente abrupta y repentina. Pero sin embargo le confortó. Según la versión de ella, Morley Place estaba a menos de doscientas yardas de donde se encontraba. Empezó a avanzar, paso a paso, utilizando su bastón, cruzando un vertiginoso espacio abierto, golpeando el bordillo alternativamente con las dos botas, tosiendo y atragantándose continuamente mientras lo hacía.
-De cualquier modo, creo que eran reales -dijo en voz alta-. Las dos eran bastante reales. ¡Y quizá la niebla pronto se levante un poco! -estaba haciendo un gran esfuerzo para seguir caminando. Casi luchaba. Se daba perfecta cuenta. El único punto era la realidad de las figuras. Se puede levantar en cualquier momento -repitió en voz alta. A pesar del frío, sudaba profusamente.
Pero, naturalmente, la niebla no se levantó. Las figuras se hicieron también escasas. No se oían carros. Había seguido cuidadosamente las instrucciones, pero ahora se encontraba, evidentemente, en algún camino poco frecuentado en el que los peatones eran escasos incluso con buen tiempo. A su alrededor había un sombrío silencio. Su pie perdió el bordillo, su bastón barrió el aire vacío, sin golpear nada sólido, y el pánico se apoderó de él, dejándole estremecido y helado. Estaba solo, se sabía solo, y peor aún... estaba en otro espacio abierto.
Cruzar aquel espacio abierto le llevó quince minutos, la mayor parte a gatas, inconsciente del frío lodo que manchaba sus pantalones y congelaba sus dedos, atento solamente a sentir de nuevo un apoyo sólido contra su espalda y su espina dorsal. Se acercaba el momento del colapso, el grito ya salía de su garganta, el temblor de todo su cuerpo era ya incontrolable cuando sus dedos dieron con un acogedor bordillo y vio una tenua mancha de luz que se difundía sobre su cabeza. Con un gran y rápido esfuerzo se levantó, y un momento después su bastón golpeaba una baranda. Se inclinó contra ella, agotado, jadeando, con su corazón latiendo penosamente mientras la farola le proporcionaba el consuelo adicional de su débil luminosidad, aunque la llama real era invisible. Miró a uno y otro lado; el pavimento estaba desierto. Estaba engullido en el oscuro silencio de la niebla.
Pero sabía que ahora Morley Place debía estar muy cerca. Pensó en la pequeña y amigable D. A. V. que había conocido en Francia, en un fuego tibio y luminoso, en una taza de té y un cigarrillo. Un esfuerzo más, pensó, y todo eso sería suyo. Avanzó a tientas con resolución otra vez, arrastrándose lentamente junto a la barandilla. Sí las cosas fueran otra vez realmente mal, llamaria a un timbre y pediría ayuda, por más que rechazara la idea. Suponiendo que no tuviera que cruzar más espacios abiertos, suponiendo que no viera más figuras emergiendo y desvaneciéndose como criaturas nacidas de la niebla y viviendo en ella como si fuera su elemento nativo -ahora eran las figuras lo que temía más que otra cosa, incluso más que la soledad-, suponiendo que el sentido del pánico...
Un ligero oscurecimiento de la niebla debajo de la farola siguiente llamó su atención. Se detuvo. Esta vez no se trataba de una figura, era la sombra de la columna grotescamente ampliada. No se movía. Se movía hacia él. Por su interior fluyó una llama de fuego seguida de hielo. Era una figura, muy cerca de su rostro. Era una mujer.
De repente recordó el consejo del doctor, el consejo que le había curado de un centenar de fantasmas:
No las ignore. Trátelas como si fueran reales. Hábleles y vaya con ellas. Pronto probará su irrealidad. Y ellas le dejarán.
Hizo un esfuerzo valiente y tremendo. Estaba temblando. Una mano agarró la húmeda y helada barandilla.
-Se perdió como yo, ¿verdad, señora? -dijo con voz temblorosa-. ¿Sabe usted dónde estamos realmente? Estoy buscando Morley Place...
Se calló de repente. La mujer se acercaba más y por primera vez vio claramente su rostro. Su palidez fantasmagórica, los ojos brillantes y asustados que miraban con una especie de aturdimiento hacia los suyos, su belleza, sobre todo, dejaron sus palabras sin terminar. La mujer era joven, y su alta figura envuelta en un abrigo oscuro de piel.
-¿Puedo ayudarla? -preguntó irreflexivo, olvidándose de su propio terror momentáneo.
Estaba más que asustado. El aire de angustia y dolor de ella despertó en él una aflicción peculiar. Durante un momento ella no contestó, acercando su cara pálida como si le examinara, tan cerca que apenas pudo controlar su instinto de retroceder un poco.
-¿Dónde estoy? -preguntó por fin, buscando fijamente sus ojos-. Me he perdido. No puedo encontrar mi camino de regreso.
Su voz era débil, un curioso gemido que despertó extrañamente su lástima. Sintió que su propia angustia se fundía con otra todavía mayor.
-Me pasa lo mismo -contestó más confiado-. Y también me aterroriza estar solo. He sufrido neurosis de guerra, ya sabe. Vayamos juntos. Juntos encontraremos un camino.
-¿Quién es usted? -murmuró la mujer mirándole todavía con sus grandes ojos brillantes, aunque su angustia no había disminuido ni una pizca. Le miraba como si se hubiera dado cuenta repentinamente de su presencia.
Él se lo contó brevemente.
-Y ahora voy a tomar el té con una amiga D. A. V. en Morley Place. ¿Cuál es su dirección? ¿Conoce el nombre de la calle?
Daba la impresión de que ella no le oía o no le comprendía por completo; era como si ya no le escuchara.
-Salí tan de repente, tan inesperadamente -escuchó la débil voz con angustia en cada sílaba-; no puedo encontrar el camino de mi casa. Precisamente cuando le esperaba, también... -miro a su alrededor con una expresión de inquietud que a O'Reilly le hizo desear tomarla en sus brazos inmediatamente para salvarla-. Quizá ya esté allí ahora... esperándome en este mismo momento... y yo no puedo regresar.
Tan triste era su voz que sólo haciendo un esfuerzo O'Reilly evitó extender la mano para tocarla. En su deseo de ayudarla se olvidaba cada vez más de sí mismo. Su belleza y la maravilla de sus extraños ojos brillantes en su cara pálida tenían un inmenso atractivo. Se calmó un poco. Esta mujer era bastante real. Le preguntó de nuevo su dirección, la calle y el número, la distancia a la que creía que estaba.
-¿Tiene usted alguna idea de la dirección, señora, aunque sólo sea una idea? Iremos juntos y...
De repente le interrumpió. Giró su cabeza como si escuchara, de manera que vio momentáneamente su perfil, la línea de su delgado cuello, un destello de joyas debajo del abrigo de pieles.
-¡Escuche! ¡Le oigo llamar! ¡Recuerdo...! -y se apartó de su lado y se introdujo en la arremolinada niebla.
Sin dudar un instante, O'Reilly la siguió, no sólo porque deseaba ayudarla, sino porque no se atrevía a quedarse solo. La presencia de esta mujer extraña y extraviada le había animado; sucediera lo que sucediera, no debía perderla de vista. Tuvo que correr, tan rápida iba, siempre delante de él, avanzando con confianza y seguridad, doblando a derecha e izquierda, cruzando la calle sin detenerse nunca, sin dudar, con su compañero siempre pisándole los talones jadeando y con un creciente terror a perderla de vista en cualquier momento. El modo cómo encontraba su camino a través de la densa niebla era bastante sorprendente pero el único pensamiento de O'Reilly era no perderla de vista para que no volviera a invadirle el pánico con su inevitable colapso en la calle solitaria y oscura. Era una persecución furiosa y agotadora, y le era difícil mantenerla a la vista, como una fugaz sombra siempre algunas yardas delante de él. Ella no giró la cabeza ni una sola vez, no producía ningún sonido, ningún grito; avanzaba corriendo con instinto firme. Tampoco se le ocurrió ni una sola vez que la persecución fuera extraña; ella era su salvación, y de esto es de lo único que se daba cuenta.
Sin embargo, después recordó una cosa, aunque en aquel momento solamente registró el detalle sin prestarle atención: dejaba en la atmósfera un perfume, uno, además, que conocía, aunque mientras corría no pudo recordar el nombre. Estaba vagamente asociado, para él, con algo desagradable, algo repugnante. Lo relacionó con el sufrimiento y el dolor. Le transmitió un sentimiento de desasosiego. En aquel momento no pudo notar más que eso, ni tampoco pudo recordar dónde había conocido antes este aroma particular.
Y luego la mujer se detuvo súbitamente, abrió una verja y pasó a un pequeño jardín privado; tan súbitamente que O'Reilly, que le pisaba los talones, evitó por muy poco abalanzarse sobre ella.
-¿La ha encontrado? -gritó él-. ¿Puedo entrar un momento con usted? ¿Me dejará telefonear al doctor?
Ella se giró al instante. Su rostro, muy cerca del suyo, estaba lívido.
-¡Doctor! -repitió con un horrible susurro.
La palabra le produjo terror. O'Reilly se quedó sorprendido. Durante uno o dos segundos ninguno de ellos se movió. La mujer parecía petrificada.
-El Dr. Henry, ya sabe -tartamudeó, recuperando de nuevo su habla-. Estoy bajo su cuidado. Vive en Harley Street.
Su rostro se iluminó tan súbitamente como se había oscurecido, aunque en sus grandes ojos todavía flotaba la expresión de aturdimiento y dolor. Pero el miedo la abandonó, como si de repente hubiera olvidado alguna asociación que lo había revivido.
-Mi hogar murmuró-. Mi hogar está en alguna parte cerca de aquí. Estoy cerca de él. Debo regresar, a tiempo, para él. Debo hacerlo. Él viene hacia mí.
Y tras decir estas extraordinarias palabras se volvió, avanzó por el estrecho sendero y se detuvo en el porche de una casa de dos pisos antes de que su compañero se hubiera recuperado suficientemente de su asombro para moverse o decir alguna silaba de respuesta. La puerta principal, vio, estaba entornada. Había sido dejada abierta.
Durante cinco segundos, quizá durante diez, dudó; era el miedo a que la puerta se cerrara y le dejara fuera lo que dio decisión a su voluntad y a sus músculos. Subió las escaleras corriendo y siguió a la mujer hasta un vestíbulo oscuro en el que ella ya le había precedido, y en medio de cuya oscuridad finalmente se había desvanecido. Cerró la puerta sin saber exactamente por qué lo hacía, e inmediatamente tuvo el presentimiento de que la casa en la que ahora se encontraba con esta mujer desconocida estaba vacía y desocupada. Sin embargo, en una casa se sentía seguro. Su peligro estaba en las calles abiertas. Permaneció esperando y escuchando un momento antes de hablar; y oyó a la mujer que se movía por el pasillo de puerta en puerta, repitiendo para sí con su débil voz de desgraciado lamento algunas palabras que no pudo comprender.
-¿Dónde está? ¿Dónde está? Debo regresar...
Entonces O'Reilly se encontró repentinamente aquejado de mudez, como si, con aquellas extrañas palabras, le sobreviniera y le invadiera un terror obsesionante en la oscuridad.
¿Es ella una figura después de todo?, pasaba con letras de fuego por su entumecido cerebro."¿Es irreal o real?
Buscando alivio en la acción de cualquier clase, extendió automáticamente una mano y tanteó a lo largo de la pared en busca de un interruptor eléctrico, y aunque lo encontró por alguna milagrosa casualidad, ningún destello respondió a su accionamiento. Y la voz de la mujer surgió de la oscuridad.
-¡Ah! ¡Ah! ¡Al fin la encontré! ¡Estoy de nuevo en casa, por fin!
Oyó que en el piso de arriba se abría y cerraba una puerta. Él estaba ahora en la planta baja, solo. Siguió un completo silencio.
En el conflicto entre varias emociones -miedo hacia sí mismo para que no volviera a dominarle el pánico, miedo por la mujer que le había conducido a aquella casa vacía y ahora le abandonaba a causa de alguna misteriosa misión que le hizo pensar en la locura-, en este conflicto que le mantuvo hechizado un momento, había un ingrediente todavía mayor que solicitaba una explicación inmediata, pero una explicación que él no podía encontrar. ¿Era real o irreal la mujer? ¿Era un ser humano o una "figura"? El horror de la duda le obsesionaba con una aguda inquietud que se traicionaba a sí misma en respuesta a aquel inoportuno temblor interno que sabía que era peligroso.
Lo que le salvó de una crisis que habría tenido necesariamente resultados más peligrosos para su cerebro y su sistema nervioso en general parece haber sido el hecho excepcional de que sentía más por la mujer que por él mismo. Su simpatía y su lástima habían sufrido una honda impresión; su voz, su belleza, su angustia y aturdimiento, todo poco común, inexplicable y misterioso, formaban juntos una petición que situó la suya en segundo término. Además de esto estaba el detalle de que ella le había dejado, se había ido a otro piso sin decir una palabra, y ahora, detrás de una puerta cerrada en una habitación de arriba, se encontraba cara a cara por fin con el objeto desconocido de su frenética busca, con "ello", fuere lo que fuere lo que pudiera ser "ello". Real o irreal, figura o ser humano, el impulso que vencía en su ser era que debía ir hacia ella.
Fue este claro impulso lo que le dio la decisión y energía para hacer lo que hizo después. Encendió una cerilla, encontró un pedazo de vela y avanzó con ayuda de la parpadeante luz a lo largo del pasillo y de las escaleras sin alfombrar. Se movía cautelosamente, aunque no sabía por qué lo hacía de esa manera. La casa estaba ciertamente sin ocupar; los muebles amontonados estaban cubiertos con fundas; a través de las puertas entreabiertas, vislumbró pinturas colgadas en las paredes y repisas tapadas. Siguió avanzando sin parar, moviéndose de puntillas como si fuera consciente de que era observado, notando el hueco oscuro del vestíbulo y las grotescas sombras que sus movimientos proyectaban en las paredes y el techo. El silencio era desagradable, pero, recordando que la mujer estaba esperando a alguien, no deseaba que se rompiera. Alcanzó el rellano y permaneció inmóvil. Al apantallar la vela para examinar la escena, su vista dio con un pasillo con puertas cerradas a ambos lados. ¿Detrás de cuál de estas puertas, se preguntó, estaba la mujer, figura o ser humano, ahora sola con ello?
No había nada que le guiara, pero un instinto le envió hacia adelante otra vez hacia lo que bucaba. Probó una puerta de la derecha: una habitación vacía, con los colchones enrollados sobre la cama. Probó una segunda puerta dejando la primera abierta detrás de él, y se encontró con otro dormitorio vacío. Al salir de nuevo al pasillo se quedó un momento esperando y luego gritó fuerte con voz grave que, a pesar de todo, levantó desagradables ecos en el vestíbulo del piso de abajo.
-Dónde está usted? Quiero ayudarla. ¿En qué habitación está?
No hubo respuesta; casi le alegró no oir ningún sonido, pues sabía muy bien que estaba esperando en realidad otro sonido, los pasos de quien era esperado. Y la idea de encontrarse con este desconocido hizo que se estremeciera, como si tuviera relación con un diálogo que temía con su corazón y que debía evitar a toda costa. Tras esperar unos momentos, notó que su vela se estaba apagando y cruzó el rellano con un sentimiento de duda y determinación a la vez hacia una puerta al lado opuesto de donde se encontraba. La abrió; no se detuvo en el umbral. Manteniendo la vela con el brazo extendido, entró con decisión.
E instantáneamente su olfato le dijo que por fin había acertado, pues el olor del extraño perfume, aunque esta vez mucho más fuerte que antes, le dio la bienvenida haciendo que sus nervios volvieran a estremecerse. Ahora sabía por qué estaba asociado con algo desagradable, con el dolor, con el sufrimiento, pues lo reconoció: era el olor de un hospital. En esta habitación se había utilizado un poderoso anestésico, y hacía poco.
Simultáneamente con el olor, la vista también le envió un mensaje. Sobre la gran cama doble que había detrás de la puerta, a su derecha, yacía ante su asombro la mujer con su abrigo oscuro de pieles. Vio las joyas en su delgado cuello; pero los ojos no los vio, pues estaban cerrados, se dio cuenta inmediatamente, mortalmente. El cuerpo yacía completamente estirado e inmóvil. Se acercó. Una raya delgada y oscura que salía de sus labios abiertos y bajaba hacia el mentón, perdiéndose dentro del cuello de pieles, era un hilo de sangre. Apenas estaba seco. Brillaba.
Fue extraño quizás que, mientras los miedos imaginarios tenían el poder de paralizarle, mente y cuerpo, esta visión de algo real tuvo el efecto de restaurar su confianza. La visión de la sangre y la muerte en condiciones bastante horribles e incluso monstruosas, no era una cosa nueva para él. Se acercó tranquilamente y tocó con mano firme la mejilla de la mujer, con la tibieza de la vida reciente todavía en su tersura. El frío final todavía no había invadido esta forma vacía cuya belleza, en su perfecta quietud, había adquirido la nueva dulzura de una lozanía sobrenatural. Pálida, silenciosa, vacía, yacía ante él iluminada por el parpadeo de su vela goteante. Levantó el abrigo de pieles para sentir el inanimado corazón. Hacía dos horas como máximo, juzgó, este corazón funcionaba afanosamente, la respiración pasaba por esos labios abiertos. Los ojos brillaban en su absoluta belleza. Su mano tropezó con un botón duro, la cabeza de un largo alfiler de acero clavado en el corazón hasta su extremo.
Entonces supo cuál era la figura, cuál era la real y cuál la irreal. Supo también qué había querido decir ello.
Pero antes de que pudiera pensar o reflexionar, antes de que pudiera incluso incorporarse de su posición inclinada sobre el cuerpo que estaba sobre la cama, se escuchó a través de la casa vacía el fuerte ruido de la puerta principal que se cerraba. Le invadió aquel otro temor que había olvidado durante tanto rato, el temor a sí mismo. El pánico de sus propios nervios perturbados descendía con irresistible embestida. Se volvió, se le apagó la vela debido al violento temblor de su mano y salió precipitadamente de la habitación.
Los diez minutos siguientes parecieron una pesadilla. De lo único que se dio cuenta fue de que los pasos ya sonaban en las escaleras, acercándose rápidamente. El parpadeo de una linterna jugó en la baranda, cuyas sombras corrían con rapidez junto a la pared, mientras la mano que sostenía la luz ascendía. En un frenético segundo pensó en la policía, en su presencia en la casa, en la mujer asesinada. Era una combinación siniestra. Pasara lo que pasara, debía huir sin siquiera ser visto. Su corazón latía furiosamente. Se precipitó por el rellano hasta la habitación opuesta, cuya puerta había dejado afortunadarnente abierta. Y por alguna increíble casualidad no fue visto ni oído por el hombre que, un momento más tarde, llegó al rellano, entró en la habitación en la que yacía el cuerpo de la mujer y cerró la puerta cuidadosamente detrás de él.
Temblando, sin atreverse apenas a respirar para que no le oyera, O'Reilly, atrapado por su propio terror, residuo de su incurada neurosis de guerra, no pensó en qué podria pedirle o no pedirle. Sólo pensaba en sí mismo. Se dio cuenta de un problema claro: de que debía salir de la casa sin ser visto ni oído. Quién era el recién llegado no lo sabía, al margen de una misteriosa seguridad de que no era a él a quien la mujer había "esperado", sino al propio asesino, y de que era el asesino, a su vez, quien esperaba a esta tercera persona. En aquella habitación con la muerte a su lado, una muerte que él mismo había ocasionado una o dos horas antes, el asesino se ocultaba ahora esperando su segunda víctima. Y la puerta estaba cerrada. Sin embargo, a cada minuto podria abrirse de nuevo, cortando la retirada.
O'Reilly salió silenciosamente, cruzó rápidamente el rellano, alcanzó las escaleras y empezó, con la mayor precaución, el peligroso descenso. Cada vez que las tablas desnudas crujían bajo su peso su corazón se sobresaltaba. Probaba cada escalón antes de pisarlo, distribuyendo todo el peso que podía sobre la baranda. Estaba a más de medio camino cuando, ante su horror, su pie tocó una tachuela de alfombra que sobresalía; resbaló en la pulida madera y solamente evitó caer de cabeza al agarrarse furiosamente al pasamanos, produciendo un alboroto que le pareció como la explosión de una granada de mano en unas apartadas trincheras. Entonces sus nervios le traicionaron y le dominó el pánico. En el silencio que siguió al eco que retumbó, oyó que en el piso de arriba se abría la puerta del dormitorio.
Era inútil esconderse. También era imposible. Bajó el último tramo de escaleras saltándolas de cuatro en cuatro, llegó al vestíbulo, lo cruzó rápidamente y abrió la puerta principal justo cuando su perseguidor, linterna en mano, cubria la mitad de las escaleras detrás de él. Tras cerrar la puerta de golpe, se sumergió precipitadamente en la oscura niebla exterior.
Ahora la niebla no le producía terror, sino que agradeció su manto protector; ni tampoco importaba en qué dirección corría mientras se alejara de la casa de la muerte. Naturalmente, el perseguidor no le había seguido hasta la calle. Cruzó espacios abiertos sin un solo temblor. Sin embargo, corrió en círculo, aunque sin darse cuenta de que lo hacía. No había gente a su alrededor, ni una sola sombra pasó a tientas junto a él, ningún ruido de tráfico llegó a sus oídos cuando se detuvo a respirar por fin apoyado en una baranda. Y luego descubrió que no llevaba el sombrero. Ahora lo recordaba. Al examinar el cuerpo, en parte por respeto y en parte quizá inconscientemente, se lo había quitado y lo había dejado sobre la misma cama.
Estaba allí, como indicio de irrecusable evidencia, en la casa de la muerte. Y por su mente pasó como un relámpago una serie de consecuencias. Afortunadamente era un sombrero nuevo; aún no había escrito sus iniciales en él; pero la marca de fabricante estaba allí y la policía iría de inmediato a la tienda en que lo había comprado hacía sólo dos días. ¿Recordaría su apariencia el personal de la tienda? ¿Recordarían su visita, la fecha, la conversación? Pensó que era improbable; se parecía a docenas de hombres; no tenía ninguna peculiaridad destacada. Intentó pensar, pero su mente estaba confundida y perturbada. Su corazón latía terriblemente, se sentía enfermo. Buscó alguna excusa que justificara el hecho de que se encontrara en la niebla y lejos de su casa sin sombrero. No se le ocurrió ni una sola idea. Se agarró a la helada barandilla, apenas capaz de mantenerse en pie, muy cerca del colapso... cuando se repente surgió de la niebla una figura, se detuvo un momento para mirarle, extendió una mano para sostenerle y a continuación le habló.
-Mi querido señor, está usted enfermo -dijo una amable voz de hombre-. ¿Puedo serle de alguna ayuda? Venga, deje que le ayude. Venga, tome mi brazo, ¿quiere? Soy médico. Afortunadamente también, está precisamente junto a mi casa. Entre.
Y medio arrastró y medio empujó a O'Reilly, que ahora bordeaba el colapso, escaleras arriba y abrió la puerta con su llave.
-Me sentí súbitamente perdido en la niebla, pero pronto me recuperaré, muchísimas gracias -tartamudeó, agradecido, sintiéndose ya mejor.
Se hundió en un sillón del vestíbulo mientras el otro dejaba un paquete que llevaba y le conducía poco después a una habitación; ardía un fuego resplandeciente; las lámparas eléctricas estaban agradablemente apantalladas; en una pequeña mesa junto a un sillón había una jarra de whisky y un sifón; y antes de que O'Reilly pudiera decir nada más, el otro le sirvió un vaso y le ordenó que se lo bebiera despacio, y que no se molestara en hablar hasta que estuviera mejor.
-Esto le animará. Bébaselo despacio. Nunca debía haber salido en una noche como ésta. Si tiene que ir lejos, será mejor que me permita hospedarle.
-Muy amable, de verdad, muy amable -murmuró O'Reilly, recuperándose ante el alivio de la presencia de alguien que ya le agradaba y hacia quien se sentía incluso atraído.
-No hay ningún problema -respondió el doctor-. He estado en el frente, ya sabe. Conozco cual es su problema, neurosis de guerra, apostaría.
Muy impresionado por el rápido diagnóstico del otro, observó también su tacto y delicadeza. Por ejemplo, no había hecho referencia a la ausencia de sombrero.
-Es cierto -dijo-. Estoy en manos del Dr. Henry, en Harley Street -y añadió algunas palabras sobre su caso.
El whisky hacía su efecto. El otro le tendió un cigarrillo; empezaron a hablar acerca de sus síntomas y de su recuperación; recobró en gran parte su confianza. Los modos y personalidad del doctor le ayudaron, pues en su rostro había fortaleza y amabilidad, aunque sus facciones mostraban una determinación inusual suavizada por una repentina señal de sufrimiento en sus ojos brillantes y convincentes. Era el rostro de un hombre, pensó O'Reilly, que había visto muchas cosas y que probablemente había conocido el infierno, pero de un hombre que era sencillo, bueno, sincero. Pero a pesar de todo, de un hombre con quien no se podía jugar; detrás de su amabilidad se ocultaba algo muy severo. Este efecto de su carácter y personalidad despertó en el otro el respeto además de la gratitud. Estimulaba su simpatía.
-Usted me anima a formular otra suposición -dijo el hombre desde la acertada interpretación del estado del improvisado paciente-. La de que usted ha tenido, digamos, un fuerte shock hace muy poco, y que le alivíaria desahogarse con alguien que pudiera comprenderle.
-Alguien que pudiera comprender -repitió-. Este es precisamente mi problema. Ha dado usted con ello. Es todo tan increíble.
El otro sonrió.
-Cuánto más increíble mayor necesidad de expresarse. Como sabe, la contención es peligrosa en casos como éste. Usted cree que lo ha ocultado, pero espera el momento adecuado y regresa de nuevo, causando grandes problemas. La confesión, ya sabe -dijo enfatizando la palabra-, ¡la confesión es buena para el alma!
-Tiene toda la razón -asintió.
-Ahora, si puede, cobre el ánimo suficiente para contárselo a alguien que le escuchará y le creerá; a mí mismo, por ejemplo. Soy médico, estoy acostumbrado a estas cosas. Consideraré todo lo que diga como secreto profesional, naturalmente; y, como no nos conocemos, el que yo le crea o no le crea no tiene ninguna consecuencia especial. Sin embargo, debo decirle por adelantado, creo que puedo prometérselo, que creeré todo lo que tenga que decirme.
O'Reilly contó su historia sin más, pues la indicación del hábil médico había encontrado un terreno fácil. Durante la narración, los ojos de su anfitrión no dejaron de mirar los suyos ni un solo instante. No movía ni un músculo de su cuerpo. Su interés parecía intenso.
-Algo increíble, ¿verdad? -dijo al acabar su relato-. Y la cuestión es... -continuó con una amenaza de locuacidad que el otro cortó instantáneamente.
-¡Es extraño, sí, pero no increíble! -interrumpió el doctor-. No veo ninguna razón para no creer un solo detalle de lo que me acaba de contar. Cosas igualmente notables suceden en todas las ciudades grandes, como sé por experiencia personal. Podria darle ejemplos -se detuvo un momento, pero su compañero, mirando a sus ojos con interés y curiosidad, no efectuó ningún comentario-. De hecho, hace algunos años -prosiguió el otro- conocí un caso muy parecido... extrañamente parecido.
-¿De verdad? Mc interesaría enormemente.
-Tan parecido que parece casi una coincidencia. Usted puede, a su vez, encontrarlo dificil de creer. Sí, creo que todos los que tuvieron una relación con él ya han fallecido. No hay ninguna razón por la que no pueda contárselo, pues una confidencia merece otra, ya sabe. Sucedió durante la Guerra de los Boers, hace ya mucho tiempo de ello. En cierto sentido es realmente una historia muy vulgar, aunque muy terrible por otro, pero un hombre que ha servido en el frente la comprenderá y, estoy seguro de ello, se compadecerá.
-Estoy seguro de ello -repitió el otro rápidamente.
-Un colega mio, ya fallecido, un cirujano con mucha práctica, se casó con una muchacha joven y encantadora. Vivieron juntos durante varios años. La riqueza de él hacía que ella se sintiera muy a gusto. Su sala de consulta, debo decírselo, estaba a alguna distancia de su casa, como puede estarlo ésta, de modo que a ella no le molestaba. Después llegó la guerra. Como muchos otros, aunque sobrepasaba bastante la edad, se ofreció voluntario. Abandonó su lucrativo trabajo y partió a Sudáfrica. Naturalmente, sus ingresos cesaron; la gran casa estaba cerrada; su esposa encontró considerablemente restringida su vida de diversiones. Parece que ella consideraba esto como una gran privación. Se sentía amargada por lo que consideraba un agravio de él. Falta de imaginación, sin ningún poder de sacrificio, egoísta, era todavía una mujer hermosa, atractiva y joven. Entró en escena el inevitable amante para consolarla. Planearon huir juntos. Él era rico. Creyeron que Japón seria el lugar adecuado. Pero, por verdadera mala suerte, el marido olió algo y llegó a Londres en el momento crítico.
-Y se desembarazó de ella -interrumpió O'Reilly.
El doctor esperó un momento. Sorbió su bebida. Después sus ojos se fijaron algo severamente en el rostro de su compañero.
-Se desembarazó de ella, sí -prosiguió-, pero determinó hacerlo de manera definitiva. Decidió matarla a ella y a su amante. Ya ve, la amaba.
O'Reilly no hizo ningún comentario. En su propio país no era desconocido este método con una mujer infiel. Su interés estaba muy concentrado, pero también estaba pensando mientras escuchaba, pensando mucho.
-Planeó el momento y el lugar con mucho cuidado. Sabía que se veían en la casa grande, ahora cerrada, la casa en donde él y su joven esposa habían pasado años tan felices durante su época de prosperidad. Sin embargo, el plan fracasó en un importante detalle: la mujer llegó a la hora prevista, pero sin su amante. Encontró la muerte mientras le esperaba. Fue una muerte sin dolor. Pero su amante, que tenía que llegar media hora más tarde, no llegó nunca. La puerta estaba abierta a propósito para él. La casa estaba a oscuras, sus habitaciones cerradas, desiertas; ni siquiera había guardián. Era una noche neblinosa... exactamente como la de hoy.
-¿Y el otro? -preguntó O'Reilly con voz débil-. El amante...
-Entró un hombre -prosiguió el doctor con calma-, pero no era el amante. Era un extraño.
-¿Un extraño? -susurró el otro-. ¿Y dónde estuvo el cirujano todo este rato?
-Esperando fuera para verle entrar, oculto en la niebla. Vio que el hombre entraba. Cinco minutos más tarde le siguió, con la intención de completar su venganza. o su acto de justicia, como quiera llamarlo. Pero el hombre que había entrado era un extraño: había entrado por casualidad, como pudo haberlo hecho usted, para protegerse de la niebla...
O'Reilly, aunque con un gran esfuerzo, se levantó repentinamente. Tenía el horroroso presentimiento de que el hombre que tenía enfrente estaba loco. Tenía un agudo deseo de salir al exterior, con niebla o sin ella, de dejar esta habitación, de escapar del tono tranquilo de esta insistente voz. El efecto del whisky todavía se notaba en su sangre. No sentía falta de confianza, pero las palabras le brotaron con dificultad.
-Pienso que será mejor que me vaya, doctor -dijo torpemente-. Pero creo que debo agradecerle toda su amabilidad y ayuda. A su amigo -dijo susurrando-, el cirujano, espero que... quiero decir, ¿le llegaron a detener?
-No -fue la grave respuesta, mientras el doctor estaba de pie frente a él-, nunca le detuvieron.
O'Reilly esperó un momento antes de hacer otra observación.
-Bueno -dijo por fin, pero en un tono más fuerte que antes-, creo que... me alegra.
Y avanzó hacia la puerta sin darle la mano.
-No tiene sombrero -dijo la voz detrás de él-. Si se espera un momento le daré uno mío. No debe molestarse en devolvérmelo.
Y el doctor se lo dio mientras iban hacia el vestíbulo. Se oyó un ruido de papel que se rasgaba. O'Reilly salió de la casa un instante después con un sombrero en su cabeza, pero no fue hasta que llegó a la estación del metro, media hora después, cuando se dio cuenta de que era el suyo".
Algernon Blackwood
A O'Reilly le dolían los ojos debido al incesante esfuerzo de ver a un pie más allá de su rostro. El nervio óptico se cansaba, y la visión, por consiguiente, era cada vez menos precisa. Al avanzar cautelosamente a través de la sofocante oscuridad, tosió. Sólo el ahogado ruido del lento tráfico le persuadía de que se encontraba realmente en una ciudad populosa; esto y las vagas sombras de figuras que iban a tientas, enormemente aumentadas, que surgían súbitamente para desaparecer de nuevo, al avanzar a tientas hacía destinos inciertos.
Sin embargo, las figuras eran seres humanos; eran reales. Al menos sabía eso. Oía sus voces apagadas, cercanas, lejanas, extrañamente sofocadas. También oía el golpeteo de numerosos bastones. Estas formas fantasmagóricas representaban gente viva. No estaba solo.
Lo que le obsesionaba era el temor a encontrarse completamente solo, pues todavía era incapaz de cruzar un espacio abierto sin ayuda. Tenía la resistencia fisica, era el cerebro lo que le fallaba. A mitad del camino podría invadirle el pánico, se estremecería completamente, se disolvería su voluntad, gritaría pidiendo ayuda, correría furiosamente. Todavía no estaba curado, aunque en condiciones normales estaba bastante seguro, tal como le había confirmado el Dr. Henry.
Cuando una hora antes tomó el metro en Regent's Park el aire era claro, el sol de noviembre lucía brillante, el cielo azul estaba despejado y la presunción de que podría cruzar la ciudad de Londres solo estaba justificada. Al día siguiente tenía que partir para Brighton a pasar la última semana de convalecencia; esta prueba preliminar de su fortaleza en una brillante tarde de noviembre iba a serle beneficiosa. El doctor Henry le dio instrucciones precisas: Cambie en Piccadilly Circus -sin dejar la estación del metro, recuerde- y salga en South Kensington. Ya tiene la dirección de su amiga del Departamento de Ayuda Voluntaria. Tome su taza de té con ella y luego regrese de la misma manera a Regent's Park. Regrese antes de que oscurezca, lo más tarde a las seis. Es mejor". Le había explicado los giros que tenía que hacer al abandonar la estación, tantos a la derecha y tantos a la izquierda; era algo confuso, pero la distancia era corta. Siempre puede preguntar. Es imposible que se equivoque.
Sin embargo, la niebla desdibujaba estas instrucciones, que en su cerebro se convirtieron en un confuso revoltijo. La imposibilidad de ver reaccionó en su memoria. Además, la D. A. V. le había advertido de que su dirección no era fácil de encontrar. La casa se encontraba en un lugar retirado. ¡Pero con su sentido de la orientación en zonas poco habitadas probablemente lo conseguiría mejor que cualquier londinense! Tampoco ella había calculado la niebla.
Cuando O'Reilly subió las escaleras de la estación de South Kensington, emergió a una oscuridad tan tenebrosa que pensó que todavía estaba bajo tierra. A su alrededor se extendía un mundo impenetrable. Solamente un pequeño claro en la húmeda atmósfera le indicó que se encontraba a cielo abierto. Durante algún rato se quedó quieto y mirando la horrible niebla de Londres. Con sorpresa y el más vivo interés disfrutó del nuevo espectáculo durante unos diez minutos, mirando cómo la gente llegaba y se desvanecía, y preguntándose por qué las luces de la estación se apagaban completamente en el instante en que tocaban la calle; después, con sentido de aventura abandonó el edificio cubierto y se sumergió en el opaco mar.
Repitiéndose las instrucciones que había recibido -primera a la derecha, segunda a la izquierda, otra vez a la izquierda y así sucesivamente- comprobaba cada giro asegurándose de que era imposible equivocarse. Hizo progresos correctos aunque lentos, hasta que alguien chocó con él y le hizo una pregunta repentina y sorprendente.
-¿Sabe usted si voy bien para la estación de South Kensington?
Fue lo imprevisto lo que le sorprendió; un momento no había nadie, al siguiente estaban cara a cara, otro momento y el extraño había desaparecido en la oscuridad tras dar cortésmente las gracias. Pero el pequeño sobresalto de la interrupción le había perturbado. Ya había doblado dos veces hacia la derecha, ¿O no? O'Reilly se dio cuenta repentinamente de que había olvidado sus instrucciones. Se quedó quieto haciendo arduos esfuerzos para recuperarse, pero cada esfuerzo le dejaba más inseguro que antes. Cinco minutos después estaba perdido y tan desesperado como un habitante de la ciudad que sale de su tienda en un bosque sin hacer marcas en los árboles para poder encontrar el camino de regreso. Incluso el sentido de la dirección, tan fuerte en él entre los bosques de su tierra, había desaparecido por completo. No había estrellas, no había viento, ni olor, ni ruido de agua que corre. En ningún lado había nada que pudiera guiarle, nada sino ocasionales contornos confusos, el caminar a tientas, arrastrando los pies, el aparecer y desaparecer en la arremolinada niebla, pero raramente a una distancia para poder hablar ni, mucho menos, tocar. Estaba completamente perdido; más aún, estaba solo.
Pero a pesar de todo no completamente solo. En su inmediata cercanía todavía había figuras. Surgían, se desvanecían, reaparecían, se disolvían. No, no estaba completamente solo. Veía esos espesamientos de la niebla, oía sus voces, el sonido de sus cautelosos bastones, y también sus pies que se arrastraban. Eran reales. Se movían, parecía, en círculo alrededor de él, sin acercarse demasiado.
-Pero son reales -se dijo en voz alta, traicionando el punto débil de su coraza-. Sí, son seres humanos. Estoy seguro de ello.
Nunca había discutido con el Dr. Henry sobre ningún punto. Pero siempre había tenido su propia idea acerca de estas figuras, porque entre ellas estaban bastante a menudo sus propios compañeros del horror de Somme, Gallipoli, de Mespot también. ¡Y debía conocer a sus compañeros cuando los veía! Al mismo tiempo sabía muy bien que había sufrido un shock, que su ser se había dislocado, como si se hubiera disuelto a medias y su sistema se hubiera desequilibrado de tal manera que su registro se había vuelto impreciso. Cierto. Comprendía eso perfectamente. Pero, en ese shock y esa dislocación, ¿no habría adquirido posiblemente otro mecanismo? ¿No habría huecos y bordes rotos, piezas que ya no encajaban, ajustadas como siempre, intersticios, en una palabra? Sí, esa era la palabra: intersticios. ¿Fisuras, por decirlo así, entre su percepción del mundo exterior y su interpretación interna del mismo? ¿Entre los diversos estados de conciencia, que generalmente encajaban tan perfectamente que las uniones eran normalmente imperceptibles?
Su estado, lo sabía bien, era anormal; pero, ¿eran irreales sus síntomas de este relato? ¿No podrian ser utilizados estos intersticios por... otros? Cuando veía sus figuras, solía preguntarse: ¿No son éstos los reales y los otros -los seres humanos- los irreales? Ahora esta pregunta revivía en él con una nueva intensidad. ¿Eran reales o irreales estas figuras que veía en la niebla? El hombre que le había preguntado el camino hacia la estación, ¿no era, después de todo, simplemente una sombra?
Utilizando su bastón y sus pies y la poca visión que le quedaba, supo que se encontraba en una isla. A su lado se erigía una farola que proyectaba su débil mancha de luz. Sin embargo, había también barandas metálicas, y eso le sorprendía, pues su bastón golpeaba las barras metálicas formando claramente una sucesión. Y en una isla no debía de haber barandas. A pesar de todo, estaba completamente seguro de que había cruzado un terrible espacio abierto para llegar a donde estaba. Su confusión y aturdimiento aumentaban con peligrosa rapidez. El pánico no estaba lejos.
Ya no estaba en un trayecto de autobús. Algún taxi pasaba muy despacio ocasionalmente, como una mancha blanquecina en la ventanilla que mostraba un preocupado rostro humano; de vez en cuando pasaba una camioneta o un carro, con el carretero llevando una linterna para que el caballo no tropezara. Esto le confortaba, por raros que parecieran. Pero eran las figuras lo que más le llamaba la atención. Estaba completamente seguro de que eran reales. Eran seres humanos como él. Por todo esto, decidió que en este punto también podria ser positivo. Por consiguiente, eligió una, un hombre corpulento que surgió repentinamente de la misma tierra frente a él.
-¿Puede indicarme el camino hacia Morley Place? -preguntó.
Pero su pregunta fue ahogada por la que le hizo simultáneamente el otro con voz mucho más fuerte que la suya.
-¿Sabe si voy bien para la estación del metro? Estoy completamente perdido. Busco South Kent.
Y en el momento en que O'Reilly había señalado la dirección de la que él procedía, el hombre ya se había marchado de nuevo, borrado, tragado, ni siquiera sus pasos eran audibles, como si nunca hubiera estado allí.
Esto le dejó una impresión muy desagradable, un sentido de aturdimiento mayor que antes. Esperó cinco minutos sin atreverse a dar un paso y luego lo intentó con otra figura, ésta una mujer, quien, afortunadamente, conocía perfectamente los alrededores. Le dio instrucciones detalladas de la manera más amable posible y luego se desvaneció con increíble rapidez y facilidad en el mar de oscuridad. La manera instantánea cómo se había desvanecido era descorazonadora, inquietante: fue misteriosamente abrupta y repentina. Pero sin embargo le confortó. Según la versión de ella, Morley Place estaba a menos de doscientas yardas de donde se encontraba. Empezó a avanzar, paso a paso, utilizando su bastón, cruzando un vertiginoso espacio abierto, golpeando el bordillo alternativamente con las dos botas, tosiendo y atragantándose continuamente mientras lo hacía.
-De cualquier modo, creo que eran reales -dijo en voz alta-. Las dos eran bastante reales. ¡Y quizá la niebla pronto se levante un poco! -estaba haciendo un gran esfuerzo para seguir caminando. Casi luchaba. Se daba perfecta cuenta. El único punto era la realidad de las figuras. Se puede levantar en cualquier momento -repitió en voz alta. A pesar del frío, sudaba profusamente.
Pero, naturalmente, la niebla no se levantó. Las figuras se hicieron también escasas. No se oían carros. Había seguido cuidadosamente las instrucciones, pero ahora se encontraba, evidentemente, en algún camino poco frecuentado en el que los peatones eran escasos incluso con buen tiempo. A su alrededor había un sombrío silencio. Su pie perdió el bordillo, su bastón barrió el aire vacío, sin golpear nada sólido, y el pánico se apoderó de él, dejándole estremecido y helado. Estaba solo, se sabía solo, y peor aún... estaba en otro espacio abierto.
Cruzar aquel espacio abierto le llevó quince minutos, la mayor parte a gatas, inconsciente del frío lodo que manchaba sus pantalones y congelaba sus dedos, atento solamente a sentir de nuevo un apoyo sólido contra su espalda y su espina dorsal. Se acercaba el momento del colapso, el grito ya salía de su garganta, el temblor de todo su cuerpo era ya incontrolable cuando sus dedos dieron con un acogedor bordillo y vio una tenua mancha de luz que se difundía sobre su cabeza. Con un gran y rápido esfuerzo se levantó, y un momento después su bastón golpeaba una baranda. Se inclinó contra ella, agotado, jadeando, con su corazón latiendo penosamente mientras la farola le proporcionaba el consuelo adicional de su débil luminosidad, aunque la llama real era invisible. Miró a uno y otro lado; el pavimento estaba desierto. Estaba engullido en el oscuro silencio de la niebla.
Pero sabía que ahora Morley Place debía estar muy cerca. Pensó en la pequeña y amigable D. A. V. que había conocido en Francia, en un fuego tibio y luminoso, en una taza de té y un cigarrillo. Un esfuerzo más, pensó, y todo eso sería suyo. Avanzó a tientas con resolución otra vez, arrastrándose lentamente junto a la barandilla. Sí las cosas fueran otra vez realmente mal, llamaria a un timbre y pediría ayuda, por más que rechazara la idea. Suponiendo que no tuviera que cruzar más espacios abiertos, suponiendo que no viera más figuras emergiendo y desvaneciéndose como criaturas nacidas de la niebla y viviendo en ella como si fuera su elemento nativo -ahora eran las figuras lo que temía más que otra cosa, incluso más que la soledad-, suponiendo que el sentido del pánico...
Un ligero oscurecimiento de la niebla debajo de la farola siguiente llamó su atención. Se detuvo. Esta vez no se trataba de una figura, era la sombra de la columna grotescamente ampliada. No se movía. Se movía hacia él. Por su interior fluyó una llama de fuego seguida de hielo. Era una figura, muy cerca de su rostro. Era una mujer.
De repente recordó el consejo del doctor, el consejo que le había curado de un centenar de fantasmas:
No las ignore. Trátelas como si fueran reales. Hábleles y vaya con ellas. Pronto probará su irrealidad. Y ellas le dejarán.
Hizo un esfuerzo valiente y tremendo. Estaba temblando. Una mano agarró la húmeda y helada barandilla.
-Se perdió como yo, ¿verdad, señora? -dijo con voz temblorosa-. ¿Sabe usted dónde estamos realmente? Estoy buscando Morley Place...
Se calló de repente. La mujer se acercaba más y por primera vez vio claramente su rostro. Su palidez fantasmagórica, los ojos brillantes y asustados que miraban con una especie de aturdimiento hacia los suyos, su belleza, sobre todo, dejaron sus palabras sin terminar. La mujer era joven, y su alta figura envuelta en un abrigo oscuro de piel.
-¿Puedo ayudarla? -preguntó irreflexivo, olvidándose de su propio terror momentáneo.
Estaba más que asustado. El aire de angustia y dolor de ella despertó en él una aflicción peculiar. Durante un momento ella no contestó, acercando su cara pálida como si le examinara, tan cerca que apenas pudo controlar su instinto de retroceder un poco.
-¿Dónde estoy? -preguntó por fin, buscando fijamente sus ojos-. Me he perdido. No puedo encontrar mi camino de regreso.
Su voz era débil, un curioso gemido que despertó extrañamente su lástima. Sintió que su propia angustia se fundía con otra todavía mayor.
-Me pasa lo mismo -contestó más confiado-. Y también me aterroriza estar solo. He sufrido neurosis de guerra, ya sabe. Vayamos juntos. Juntos encontraremos un camino.
-¿Quién es usted? -murmuró la mujer mirándole todavía con sus grandes ojos brillantes, aunque su angustia no había disminuido ni una pizca. Le miraba como si se hubiera dado cuenta repentinamente de su presencia.
Él se lo contó brevemente.
-Y ahora voy a tomar el té con una amiga D. A. V. en Morley Place. ¿Cuál es su dirección? ¿Conoce el nombre de la calle?
Daba la impresión de que ella no le oía o no le comprendía por completo; era como si ya no le escuchara.
-Salí tan de repente, tan inesperadamente -escuchó la débil voz con angustia en cada sílaba-; no puedo encontrar el camino de mi casa. Precisamente cuando le esperaba, también... -miro a su alrededor con una expresión de inquietud que a O'Reilly le hizo desear tomarla en sus brazos inmediatamente para salvarla-. Quizá ya esté allí ahora... esperándome en este mismo momento... y yo no puedo regresar.
Tan triste era su voz que sólo haciendo un esfuerzo O'Reilly evitó extender la mano para tocarla. En su deseo de ayudarla se olvidaba cada vez más de sí mismo. Su belleza y la maravilla de sus extraños ojos brillantes en su cara pálida tenían un inmenso atractivo. Se calmó un poco. Esta mujer era bastante real. Le preguntó de nuevo su dirección, la calle y el número, la distancia a la que creía que estaba.
-¿Tiene usted alguna idea de la dirección, señora, aunque sólo sea una idea? Iremos juntos y...
De repente le interrumpió. Giró su cabeza como si escuchara, de manera que vio momentáneamente su perfil, la línea de su delgado cuello, un destello de joyas debajo del abrigo de pieles.
-¡Escuche! ¡Le oigo llamar! ¡Recuerdo...! -y se apartó de su lado y se introdujo en la arremolinada niebla.
Sin dudar un instante, O'Reilly la siguió, no sólo porque deseaba ayudarla, sino porque no se atrevía a quedarse solo. La presencia de esta mujer extraña y extraviada le había animado; sucediera lo que sucediera, no debía perderla de vista. Tuvo que correr, tan rápida iba, siempre delante de él, avanzando con confianza y seguridad, doblando a derecha e izquierda, cruzando la calle sin detenerse nunca, sin dudar, con su compañero siempre pisándole los talones jadeando y con un creciente terror a perderla de vista en cualquier momento. El modo cómo encontraba su camino a través de la densa niebla era bastante sorprendente pero el único pensamiento de O'Reilly era no perderla de vista para que no volviera a invadirle el pánico con su inevitable colapso en la calle solitaria y oscura. Era una persecución furiosa y agotadora, y le era difícil mantenerla a la vista, como una fugaz sombra siempre algunas yardas delante de él. Ella no giró la cabeza ni una sola vez, no producía ningún sonido, ningún grito; avanzaba corriendo con instinto firme. Tampoco se le ocurrió ni una sola vez que la persecución fuera extraña; ella era su salvación, y de esto es de lo único que se daba cuenta.
Sin embargo, después recordó una cosa, aunque en aquel momento solamente registró el detalle sin prestarle atención: dejaba en la atmósfera un perfume, uno, además, que conocía, aunque mientras corría no pudo recordar el nombre. Estaba vagamente asociado, para él, con algo desagradable, algo repugnante. Lo relacionó con el sufrimiento y el dolor. Le transmitió un sentimiento de desasosiego. En aquel momento no pudo notar más que eso, ni tampoco pudo recordar dónde había conocido antes este aroma particular.
Y luego la mujer se detuvo súbitamente, abrió una verja y pasó a un pequeño jardín privado; tan súbitamente que O'Reilly, que le pisaba los talones, evitó por muy poco abalanzarse sobre ella.
-¿La ha encontrado? -gritó él-. ¿Puedo entrar un momento con usted? ¿Me dejará telefonear al doctor?
Ella se giró al instante. Su rostro, muy cerca del suyo, estaba lívido.
-¡Doctor! -repitió con un horrible susurro.
La palabra le produjo terror. O'Reilly se quedó sorprendido. Durante uno o dos segundos ninguno de ellos se movió. La mujer parecía petrificada.
-El Dr. Henry, ya sabe -tartamudeó, recuperando de nuevo su habla-. Estoy bajo su cuidado. Vive en Harley Street.
Su rostro se iluminó tan súbitamente como se había oscurecido, aunque en sus grandes ojos todavía flotaba la expresión de aturdimiento y dolor. Pero el miedo la abandonó, como si de repente hubiera olvidado alguna asociación que lo había revivido.
-Mi hogar murmuró-. Mi hogar está en alguna parte cerca de aquí. Estoy cerca de él. Debo regresar, a tiempo, para él. Debo hacerlo. Él viene hacia mí.
Y tras decir estas extraordinarias palabras se volvió, avanzó por el estrecho sendero y se detuvo en el porche de una casa de dos pisos antes de que su compañero se hubiera recuperado suficientemente de su asombro para moverse o decir alguna silaba de respuesta. La puerta principal, vio, estaba entornada. Había sido dejada abierta.
Durante cinco segundos, quizá durante diez, dudó; era el miedo a que la puerta se cerrara y le dejara fuera lo que dio decisión a su voluntad y a sus músculos. Subió las escaleras corriendo y siguió a la mujer hasta un vestíbulo oscuro en el que ella ya le había precedido, y en medio de cuya oscuridad finalmente se había desvanecido. Cerró la puerta sin saber exactamente por qué lo hacía, e inmediatamente tuvo el presentimiento de que la casa en la que ahora se encontraba con esta mujer desconocida estaba vacía y desocupada. Sin embargo, en una casa se sentía seguro. Su peligro estaba en las calles abiertas. Permaneció esperando y escuchando un momento antes de hablar; y oyó a la mujer que se movía por el pasillo de puerta en puerta, repitiendo para sí con su débil voz de desgraciado lamento algunas palabras que no pudo comprender.
-¿Dónde está? ¿Dónde está? Debo regresar...
Entonces O'Reilly se encontró repentinamente aquejado de mudez, como si, con aquellas extrañas palabras, le sobreviniera y le invadiera un terror obsesionante en la oscuridad.
¿Es ella una figura después de todo?, pasaba con letras de fuego por su entumecido cerebro."¿Es irreal o real?
Buscando alivio en la acción de cualquier clase, extendió automáticamente una mano y tanteó a lo largo de la pared en busca de un interruptor eléctrico, y aunque lo encontró por alguna milagrosa casualidad, ningún destello respondió a su accionamiento. Y la voz de la mujer surgió de la oscuridad.
-¡Ah! ¡Ah! ¡Al fin la encontré! ¡Estoy de nuevo en casa, por fin!
Oyó que en el piso de arriba se abría y cerraba una puerta. Él estaba ahora en la planta baja, solo. Siguió un completo silencio.
En el conflicto entre varias emociones -miedo hacia sí mismo para que no volviera a dominarle el pánico, miedo por la mujer que le había conducido a aquella casa vacía y ahora le abandonaba a causa de alguna misteriosa misión que le hizo pensar en la locura-, en este conflicto que le mantuvo hechizado un momento, había un ingrediente todavía mayor que solicitaba una explicación inmediata, pero una explicación que él no podía encontrar. ¿Era real o irreal la mujer? ¿Era un ser humano o una "figura"? El horror de la duda le obsesionaba con una aguda inquietud que se traicionaba a sí misma en respuesta a aquel inoportuno temblor interno que sabía que era peligroso.
Lo que le salvó de una crisis que habría tenido necesariamente resultados más peligrosos para su cerebro y su sistema nervioso en general parece haber sido el hecho excepcional de que sentía más por la mujer que por él mismo. Su simpatía y su lástima habían sufrido una honda impresión; su voz, su belleza, su angustia y aturdimiento, todo poco común, inexplicable y misterioso, formaban juntos una petición que situó la suya en segundo término. Además de esto estaba el detalle de que ella le había dejado, se había ido a otro piso sin decir una palabra, y ahora, detrás de una puerta cerrada en una habitación de arriba, se encontraba cara a cara por fin con el objeto desconocido de su frenética busca, con "ello", fuere lo que fuere lo que pudiera ser "ello". Real o irreal, figura o ser humano, el impulso que vencía en su ser era que debía ir hacia ella.
Fue este claro impulso lo que le dio la decisión y energía para hacer lo que hizo después. Encendió una cerilla, encontró un pedazo de vela y avanzó con ayuda de la parpadeante luz a lo largo del pasillo y de las escaleras sin alfombrar. Se movía cautelosamente, aunque no sabía por qué lo hacía de esa manera. La casa estaba ciertamente sin ocupar; los muebles amontonados estaban cubiertos con fundas; a través de las puertas entreabiertas, vislumbró pinturas colgadas en las paredes y repisas tapadas. Siguió avanzando sin parar, moviéndose de puntillas como si fuera consciente de que era observado, notando el hueco oscuro del vestíbulo y las grotescas sombras que sus movimientos proyectaban en las paredes y el techo. El silencio era desagradable, pero, recordando que la mujer estaba esperando a alguien, no deseaba que se rompiera. Alcanzó el rellano y permaneció inmóvil. Al apantallar la vela para examinar la escena, su vista dio con un pasillo con puertas cerradas a ambos lados. ¿Detrás de cuál de estas puertas, se preguntó, estaba la mujer, figura o ser humano, ahora sola con ello?
No había nada que le guiara, pero un instinto le envió hacia adelante otra vez hacia lo que bucaba. Probó una puerta de la derecha: una habitación vacía, con los colchones enrollados sobre la cama. Probó una segunda puerta dejando la primera abierta detrás de él, y se encontró con otro dormitorio vacío. Al salir de nuevo al pasillo se quedó un momento esperando y luego gritó fuerte con voz grave que, a pesar de todo, levantó desagradables ecos en el vestíbulo del piso de abajo.
-Dónde está usted? Quiero ayudarla. ¿En qué habitación está?
No hubo respuesta; casi le alegró no oir ningún sonido, pues sabía muy bien que estaba esperando en realidad otro sonido, los pasos de quien era esperado. Y la idea de encontrarse con este desconocido hizo que se estremeciera, como si tuviera relación con un diálogo que temía con su corazón y que debía evitar a toda costa. Tras esperar unos momentos, notó que su vela se estaba apagando y cruzó el rellano con un sentimiento de duda y determinación a la vez hacia una puerta al lado opuesto de donde se encontraba. La abrió; no se detuvo en el umbral. Manteniendo la vela con el brazo extendido, entró con decisión.
E instantáneamente su olfato le dijo que por fin había acertado, pues el olor del extraño perfume, aunque esta vez mucho más fuerte que antes, le dio la bienvenida haciendo que sus nervios volvieran a estremecerse. Ahora sabía por qué estaba asociado con algo desagradable, con el dolor, con el sufrimiento, pues lo reconoció: era el olor de un hospital. En esta habitación se había utilizado un poderoso anestésico, y hacía poco.
Simultáneamente con el olor, la vista también le envió un mensaje. Sobre la gran cama doble que había detrás de la puerta, a su derecha, yacía ante su asombro la mujer con su abrigo oscuro de pieles. Vio las joyas en su delgado cuello; pero los ojos no los vio, pues estaban cerrados, se dio cuenta inmediatamente, mortalmente. El cuerpo yacía completamente estirado e inmóvil. Se acercó. Una raya delgada y oscura que salía de sus labios abiertos y bajaba hacia el mentón, perdiéndose dentro del cuello de pieles, era un hilo de sangre. Apenas estaba seco. Brillaba.
Fue extraño quizás que, mientras los miedos imaginarios tenían el poder de paralizarle, mente y cuerpo, esta visión de algo real tuvo el efecto de restaurar su confianza. La visión de la sangre y la muerte en condiciones bastante horribles e incluso monstruosas, no era una cosa nueva para él. Se acercó tranquilamente y tocó con mano firme la mejilla de la mujer, con la tibieza de la vida reciente todavía en su tersura. El frío final todavía no había invadido esta forma vacía cuya belleza, en su perfecta quietud, había adquirido la nueva dulzura de una lozanía sobrenatural. Pálida, silenciosa, vacía, yacía ante él iluminada por el parpadeo de su vela goteante. Levantó el abrigo de pieles para sentir el inanimado corazón. Hacía dos horas como máximo, juzgó, este corazón funcionaba afanosamente, la respiración pasaba por esos labios abiertos. Los ojos brillaban en su absoluta belleza. Su mano tropezó con un botón duro, la cabeza de un largo alfiler de acero clavado en el corazón hasta su extremo.
Entonces supo cuál era la figura, cuál era la real y cuál la irreal. Supo también qué había querido decir ello.
Pero antes de que pudiera pensar o reflexionar, antes de que pudiera incluso incorporarse de su posición inclinada sobre el cuerpo que estaba sobre la cama, se escuchó a través de la casa vacía el fuerte ruido de la puerta principal que se cerraba. Le invadió aquel otro temor que había olvidado durante tanto rato, el temor a sí mismo. El pánico de sus propios nervios perturbados descendía con irresistible embestida. Se volvió, se le apagó la vela debido al violento temblor de su mano y salió precipitadamente de la habitación.
Los diez minutos siguientes parecieron una pesadilla. De lo único que se dio cuenta fue de que los pasos ya sonaban en las escaleras, acercándose rápidamente. El parpadeo de una linterna jugó en la baranda, cuyas sombras corrían con rapidez junto a la pared, mientras la mano que sostenía la luz ascendía. En un frenético segundo pensó en la policía, en su presencia en la casa, en la mujer asesinada. Era una combinación siniestra. Pasara lo que pasara, debía huir sin siquiera ser visto. Su corazón latía furiosamente. Se precipitó por el rellano hasta la habitación opuesta, cuya puerta había dejado afortunadarnente abierta. Y por alguna increíble casualidad no fue visto ni oído por el hombre que, un momento más tarde, llegó al rellano, entró en la habitación en la que yacía el cuerpo de la mujer y cerró la puerta cuidadosamente detrás de él.
Temblando, sin atreverse apenas a respirar para que no le oyera, O'Reilly, atrapado por su propio terror, residuo de su incurada neurosis de guerra, no pensó en qué podria pedirle o no pedirle. Sólo pensaba en sí mismo. Se dio cuenta de un problema claro: de que debía salir de la casa sin ser visto ni oído. Quién era el recién llegado no lo sabía, al margen de una misteriosa seguridad de que no era a él a quien la mujer había "esperado", sino al propio asesino, y de que era el asesino, a su vez, quien esperaba a esta tercera persona. En aquella habitación con la muerte a su lado, una muerte que él mismo había ocasionado una o dos horas antes, el asesino se ocultaba ahora esperando su segunda víctima. Y la puerta estaba cerrada. Sin embargo, a cada minuto podria abrirse de nuevo, cortando la retirada.
O'Reilly salió silenciosamente, cruzó rápidamente el rellano, alcanzó las escaleras y empezó, con la mayor precaución, el peligroso descenso. Cada vez que las tablas desnudas crujían bajo su peso su corazón se sobresaltaba. Probaba cada escalón antes de pisarlo, distribuyendo todo el peso que podía sobre la baranda. Estaba a más de medio camino cuando, ante su horror, su pie tocó una tachuela de alfombra que sobresalía; resbaló en la pulida madera y solamente evitó caer de cabeza al agarrarse furiosamente al pasamanos, produciendo un alboroto que le pareció como la explosión de una granada de mano en unas apartadas trincheras. Entonces sus nervios le traicionaron y le dominó el pánico. En el silencio que siguió al eco que retumbó, oyó que en el piso de arriba se abría la puerta del dormitorio.
Era inútil esconderse. También era imposible. Bajó el último tramo de escaleras saltándolas de cuatro en cuatro, llegó al vestíbulo, lo cruzó rápidamente y abrió la puerta principal justo cuando su perseguidor, linterna en mano, cubria la mitad de las escaleras detrás de él. Tras cerrar la puerta de golpe, se sumergió precipitadamente en la oscura niebla exterior.
Ahora la niebla no le producía terror, sino que agradeció su manto protector; ni tampoco importaba en qué dirección corría mientras se alejara de la casa de la muerte. Naturalmente, el perseguidor no le había seguido hasta la calle. Cruzó espacios abiertos sin un solo temblor. Sin embargo, corrió en círculo, aunque sin darse cuenta de que lo hacía. No había gente a su alrededor, ni una sola sombra pasó a tientas junto a él, ningún ruido de tráfico llegó a sus oídos cuando se detuvo a respirar por fin apoyado en una baranda. Y luego descubrió que no llevaba el sombrero. Ahora lo recordaba. Al examinar el cuerpo, en parte por respeto y en parte quizá inconscientemente, se lo había quitado y lo había dejado sobre la misma cama.
Estaba allí, como indicio de irrecusable evidencia, en la casa de la muerte. Y por su mente pasó como un relámpago una serie de consecuencias. Afortunadamente era un sombrero nuevo; aún no había escrito sus iniciales en él; pero la marca de fabricante estaba allí y la policía iría de inmediato a la tienda en que lo había comprado hacía sólo dos días. ¿Recordaría su apariencia el personal de la tienda? ¿Recordarían su visita, la fecha, la conversación? Pensó que era improbable; se parecía a docenas de hombres; no tenía ninguna peculiaridad destacada. Intentó pensar, pero su mente estaba confundida y perturbada. Su corazón latía terriblemente, se sentía enfermo. Buscó alguna excusa que justificara el hecho de que se encontrara en la niebla y lejos de su casa sin sombrero. No se le ocurrió ni una sola idea. Se agarró a la helada barandilla, apenas capaz de mantenerse en pie, muy cerca del colapso... cuando se repente surgió de la niebla una figura, se detuvo un momento para mirarle, extendió una mano para sostenerle y a continuación le habló.
-Mi querido señor, está usted enfermo -dijo una amable voz de hombre-. ¿Puedo serle de alguna ayuda? Venga, deje que le ayude. Venga, tome mi brazo, ¿quiere? Soy médico. Afortunadamente también, está precisamente junto a mi casa. Entre.
Y medio arrastró y medio empujó a O'Reilly, que ahora bordeaba el colapso, escaleras arriba y abrió la puerta con su llave.
-Me sentí súbitamente perdido en la niebla, pero pronto me recuperaré, muchísimas gracias -tartamudeó, agradecido, sintiéndose ya mejor.
Se hundió en un sillón del vestíbulo mientras el otro dejaba un paquete que llevaba y le conducía poco después a una habitación; ardía un fuego resplandeciente; las lámparas eléctricas estaban agradablemente apantalladas; en una pequeña mesa junto a un sillón había una jarra de whisky y un sifón; y antes de que O'Reilly pudiera decir nada más, el otro le sirvió un vaso y le ordenó que se lo bebiera despacio, y que no se molestara en hablar hasta que estuviera mejor.
-Esto le animará. Bébaselo despacio. Nunca debía haber salido en una noche como ésta. Si tiene que ir lejos, será mejor que me permita hospedarle.
-Muy amable, de verdad, muy amable -murmuró O'Reilly, recuperándose ante el alivio de la presencia de alguien que ya le agradaba y hacia quien se sentía incluso atraído.
-No hay ningún problema -respondió el doctor-. He estado en el frente, ya sabe. Conozco cual es su problema, neurosis de guerra, apostaría.
Muy impresionado por el rápido diagnóstico del otro, observó también su tacto y delicadeza. Por ejemplo, no había hecho referencia a la ausencia de sombrero.
-Es cierto -dijo-. Estoy en manos del Dr. Henry, en Harley Street -y añadió algunas palabras sobre su caso.
El whisky hacía su efecto. El otro le tendió un cigarrillo; empezaron a hablar acerca de sus síntomas y de su recuperación; recobró en gran parte su confianza. Los modos y personalidad del doctor le ayudaron, pues en su rostro había fortaleza y amabilidad, aunque sus facciones mostraban una determinación inusual suavizada por una repentina señal de sufrimiento en sus ojos brillantes y convincentes. Era el rostro de un hombre, pensó O'Reilly, que había visto muchas cosas y que probablemente había conocido el infierno, pero de un hombre que era sencillo, bueno, sincero. Pero a pesar de todo, de un hombre con quien no se podía jugar; detrás de su amabilidad se ocultaba algo muy severo. Este efecto de su carácter y personalidad despertó en el otro el respeto además de la gratitud. Estimulaba su simpatía.
-Usted me anima a formular otra suposición -dijo el hombre desde la acertada interpretación del estado del improvisado paciente-. La de que usted ha tenido, digamos, un fuerte shock hace muy poco, y que le alivíaria desahogarse con alguien que pudiera comprenderle.
-Alguien que pudiera comprender -repitió-. Este es precisamente mi problema. Ha dado usted con ello. Es todo tan increíble.
El otro sonrió.
-Cuánto más increíble mayor necesidad de expresarse. Como sabe, la contención es peligrosa en casos como éste. Usted cree que lo ha ocultado, pero espera el momento adecuado y regresa de nuevo, causando grandes problemas. La confesión, ya sabe -dijo enfatizando la palabra-, ¡la confesión es buena para el alma!
-Tiene toda la razón -asintió.
-Ahora, si puede, cobre el ánimo suficiente para contárselo a alguien que le escuchará y le creerá; a mí mismo, por ejemplo. Soy médico, estoy acostumbrado a estas cosas. Consideraré todo lo que diga como secreto profesional, naturalmente; y, como no nos conocemos, el que yo le crea o no le crea no tiene ninguna consecuencia especial. Sin embargo, debo decirle por adelantado, creo que puedo prometérselo, que creeré todo lo que tenga que decirme.
O'Reilly contó su historia sin más, pues la indicación del hábil médico había encontrado un terreno fácil. Durante la narración, los ojos de su anfitrión no dejaron de mirar los suyos ni un solo instante. No movía ni un músculo de su cuerpo. Su interés parecía intenso.
-Algo increíble, ¿verdad? -dijo al acabar su relato-. Y la cuestión es... -continuó con una amenaza de locuacidad que el otro cortó instantáneamente.
-¡Es extraño, sí, pero no increíble! -interrumpió el doctor-. No veo ninguna razón para no creer un solo detalle de lo que me acaba de contar. Cosas igualmente notables suceden en todas las ciudades grandes, como sé por experiencia personal. Podria darle ejemplos -se detuvo un momento, pero su compañero, mirando a sus ojos con interés y curiosidad, no efectuó ningún comentario-. De hecho, hace algunos años -prosiguió el otro- conocí un caso muy parecido... extrañamente parecido.
-¿De verdad? Mc interesaría enormemente.
-Tan parecido que parece casi una coincidencia. Usted puede, a su vez, encontrarlo dificil de creer. Sí, creo que todos los que tuvieron una relación con él ya han fallecido. No hay ninguna razón por la que no pueda contárselo, pues una confidencia merece otra, ya sabe. Sucedió durante la Guerra de los Boers, hace ya mucho tiempo de ello. En cierto sentido es realmente una historia muy vulgar, aunque muy terrible por otro, pero un hombre que ha servido en el frente la comprenderá y, estoy seguro de ello, se compadecerá.
-Estoy seguro de ello -repitió el otro rápidamente.
-Un colega mio, ya fallecido, un cirujano con mucha práctica, se casó con una muchacha joven y encantadora. Vivieron juntos durante varios años. La riqueza de él hacía que ella se sintiera muy a gusto. Su sala de consulta, debo decírselo, estaba a alguna distancia de su casa, como puede estarlo ésta, de modo que a ella no le molestaba. Después llegó la guerra. Como muchos otros, aunque sobrepasaba bastante la edad, se ofreció voluntario. Abandonó su lucrativo trabajo y partió a Sudáfrica. Naturalmente, sus ingresos cesaron; la gran casa estaba cerrada; su esposa encontró considerablemente restringida su vida de diversiones. Parece que ella consideraba esto como una gran privación. Se sentía amargada por lo que consideraba un agravio de él. Falta de imaginación, sin ningún poder de sacrificio, egoísta, era todavía una mujer hermosa, atractiva y joven. Entró en escena el inevitable amante para consolarla. Planearon huir juntos. Él era rico. Creyeron que Japón seria el lugar adecuado. Pero, por verdadera mala suerte, el marido olió algo y llegó a Londres en el momento crítico.
-Y se desembarazó de ella -interrumpió O'Reilly.
El doctor esperó un momento. Sorbió su bebida. Después sus ojos se fijaron algo severamente en el rostro de su compañero.
-Se desembarazó de ella, sí -prosiguió-, pero determinó hacerlo de manera definitiva. Decidió matarla a ella y a su amante. Ya ve, la amaba.
O'Reilly no hizo ningún comentario. En su propio país no era desconocido este método con una mujer infiel. Su interés estaba muy concentrado, pero también estaba pensando mientras escuchaba, pensando mucho.
-Planeó el momento y el lugar con mucho cuidado. Sabía que se veían en la casa grande, ahora cerrada, la casa en donde él y su joven esposa habían pasado años tan felices durante su época de prosperidad. Sin embargo, el plan fracasó en un importante detalle: la mujer llegó a la hora prevista, pero sin su amante. Encontró la muerte mientras le esperaba. Fue una muerte sin dolor. Pero su amante, que tenía que llegar media hora más tarde, no llegó nunca. La puerta estaba abierta a propósito para él. La casa estaba a oscuras, sus habitaciones cerradas, desiertas; ni siquiera había guardián. Era una noche neblinosa... exactamente como la de hoy.
-¿Y el otro? -preguntó O'Reilly con voz débil-. El amante...
-Entró un hombre -prosiguió el doctor con calma-, pero no era el amante. Era un extraño.
-¿Un extraño? -susurró el otro-. ¿Y dónde estuvo el cirujano todo este rato?
-Esperando fuera para verle entrar, oculto en la niebla. Vio que el hombre entraba. Cinco minutos más tarde le siguió, con la intención de completar su venganza. o su acto de justicia, como quiera llamarlo. Pero el hombre que había entrado era un extraño: había entrado por casualidad, como pudo haberlo hecho usted, para protegerse de la niebla...
O'Reilly, aunque con un gran esfuerzo, se levantó repentinamente. Tenía el horroroso presentimiento de que el hombre que tenía enfrente estaba loco. Tenía un agudo deseo de salir al exterior, con niebla o sin ella, de dejar esta habitación, de escapar del tono tranquilo de esta insistente voz. El efecto del whisky todavía se notaba en su sangre. No sentía falta de confianza, pero las palabras le brotaron con dificultad.
-Pienso que será mejor que me vaya, doctor -dijo torpemente-. Pero creo que debo agradecerle toda su amabilidad y ayuda. A su amigo -dijo susurrando-, el cirujano, espero que... quiero decir, ¿le llegaron a detener?
-No -fue la grave respuesta, mientras el doctor estaba de pie frente a él-, nunca le detuvieron.
O'Reilly esperó un momento antes de hacer otra observación.
-Bueno -dijo por fin, pero en un tono más fuerte que antes-, creo que... me alegra.
Y avanzó hacia la puerta sin darle la mano.
-No tiene sombrero -dijo la voz detrás de él-. Si se espera un momento le daré uno mío. No debe molestarse en devolvérmelo.
Y el doctor se lo dio mientras iban hacia el vestíbulo. Se oyó un ruido de papel que se rasgaba. O'Reilly salió de la casa un instante después con un sombrero en su cabeza, pero no fue hasta que llegó a la estación del metro, media hora después, cuando se dio cuenta de que era el suyo".
Algernon Blackwood
viernes, 1 de enero de 2016
"Allí Pasa la Gente Indiferente"
"Allí pasa la gente indiferente,
aquellos que llaman a sus almas propias,
allí por el camino donde vago
como un solitario y ocioso espíritu.
Ah, pasando la rompiente de las olas,
en mares que no puedo abarcar
con mi alma, mi corazón, y mis sentidos,
el mundo infinito es ahogado.
Su locura no tiene cuerpo,
debajo del azul del día,
que brinda al hombre y la mujer
el dulce exilio de sus espíritus.
Allí, las flores no lo consuelan;
del este al oeste de la tierra,
yace perdido eternamente
el corazón fuera de su pecho.
Aquí, por el laborioso sendero,
con las manos vacías camino:
Hasta que en la mañana trágica
vea los despojos de mi propia esperanza".
A.E.Housman
aquellos que llaman a sus almas propias,
allí por el camino donde vago
como un solitario y ocioso espíritu.
Ah, pasando la rompiente de las olas,
en mares que no puedo abarcar
con mi alma, mi corazón, y mis sentidos,
el mundo infinito es ahogado.
Su locura no tiene cuerpo,
debajo del azul del día,
que brinda al hombre y la mujer
el dulce exilio de sus espíritus.
Allí, las flores no lo consuelan;
del este al oeste de la tierra,
yace perdido eternamente
el corazón fuera de su pecho.
Aquí, por el laborioso sendero,
con las manos vacías camino:
Hasta que en la mañana trágica
vea los despojos de mi propia esperanza".
A.E.Housman
Suscribirse a:
Entradas (Atom)