El Recolector de Historias

El Recolector de Historias

miércoles, 30 de septiembre de 2009

"El Barquero Inculto"

"Se trataba de un joven erudito, arrogante y engreído. Para cruzar un caudaloso río de una a otra orilla tomó una barca. Silente y sumiso, el barquero comenzó a remar con diligencia. De repente, una bandada de aves surcó el cielo y el joven preguntó al barquero:
-Buen hombre, ¿has estudiado la vida de las aves?
-No, señor -repuso el barquero.
-Entonces, amigo, has perdido la cuarta parte de tu vida.
Pasados unos minutos, la barca se deslizó junto a unas exóticas plantas que flotaban en las aguas del río. El joven preguntó al barquero:
-Dime, barquero, ¿has estudiado botánica?
-No, señor, no sé nada de plantas.
-Pues debo decirte que has perdido la mitad de tu vida -comentó el petulante joven.
El barquero seguía remando pacientemente. El sol del mediodía se reflejaba luminosamente sobre las aguas del río. Entonces el joven preguntó:
-Sin duda, barquero, llevas muchos años deslizándote por las aguas. ¿Sabes, por cierto, algo de la naturaleza del agua?
-No, señor, nada sé al respecto. No sé nada de estas aguas ni de otras.
-¡Oh, amigo! -exclamó el joven-. De verdad que has perdido las tres cuartas partes de tu vida.
Súbitamente, la barca comenzó a hacer agua. No había forma de achicar tanta agua y la barca comenzó a hundirse. El barquero preguntó al joven:
-Señor, ¿sabes nadar?
-No -repuso el joven.
-Pues me temo, señor, que has perdido toda tu vida".

Anónimo Hindú

martes, 29 de septiembre de 2009

"¿Dónde Está el Décimo Hombre?"

"Eran diez amigos. Todos ellos eran muy ignorantes. Decidieron ponerse de acuerdo para hacer una excursión.Querían divertirse un poco y pasar un buen día en el campo. Prepararon algunos alimentos, se reunieron a la salida del pueblo al amanecer y emprendieron la excursión. Iban caminando alegremente por los campos charlando sin cesar entre grandes carcajadas. Llegaron frente a un río y, para cruzarlo, cogieron una barcaza que había atada a un árbol. Se sentían muy contentos, bromeando y chapoteando en las aguas. Llegaron a la orilla opuesta y descendieron de la barcaza.
¡Estaba siendo un día estupendo! Ya en tierra, se contaron y descubrieron que solamente eran nueve. Pero, ¿dónde estaba el décimo de ellos? Empezaron a buscar al décimo hombre. No lo encontraban. Comenzaron a preocuparse y a lamentar su pérdida. ¿Se habrá ahogado? ¿Qué habrá sido de él? Trataron de serenarse y volvieron a contarse. Sólo contaban nueve. La situación era angustiosa. Uno de ellos se había extraviado definitivamente.
Comenzaron a gimotear y a quejarse.
Entonces pasó por allí un vagabundo.
Vio a los hombres que otra vez se estaban contando. El vagabundo descubrió enseguida lo que estaba pasando.
Resulta que cada hombre olvidaba contarse a sí mismo. Entonces les fue propinando una bofetada a cada uno de ellos y les instó a que se contaran de nuevo. Fue en ese instante cuando contaron diez y se sintieron muy satisfechos y alegres".

Anónimo Hindú

lunes, 28 de septiembre de 2009

"De Instante en Instante"

"Era un yogui muy anciano. Ni siquiera él mismo recordaba sus años, pero había mantenido la conciencia clara como un diamante, aunque su rostro estaba apergaminado y su cuerpo se había tornado frágil como el de un pajarillo. Al despuntar el día se hallaba efectuando sus abluciones en las frescas aguas del río. Entonces llegaron hasta él algunos aspirantes espirituales y le preguntaron qué debían hacer para adiestrarse en la verdad. El anciano los miró con infinito amor y, tras unos segundos de silencio pleno, dijo:-Yo me aplico del siguiente modo: Cuando como, como; cuando duermo, duermo; cuando hago mis abluciones, hago mis abluciones, y cuando muero, muero.
Y al concluir sus palabras, se murió, abandonando junto a la orilla del río su decrépito cuerpo".

Anónimo Hindú

sábado, 26 de septiembre de 2009

"Doce Años Después"

"Era un joven que había decidido seguir la vía de la evolución interior. Acudió a un maestro y le preguntó: -Guruji, ¿qué instrucción debo seguir para hallar la verdad, para alcanzar la más alta sabiduría? El maestro le dijo: -He aquí, jovencito, todo lo que yo puedo decirte: todo es el Ser, la Conciencia Pura. De la misma manera que el agua se convierte en hielo, el Ser adopta todas las formas del universo. No hay nada excepto el Ser. Tú eres el Ser. Reconoce que eres el Ser y habrás alcanzado la verdad, la más alta sabiduría. El aspirante no se sintió satisfecho. Dijo: -¿Eso es todo? ¿No puedes decirme algo más? -Tal es toda mi enseñanza -aseveró el maestro-. No puedo brindarte otra instrucción. El joven se sentía muy decepcionado, pues esperaba que el maestro le hubiese facilitado una instrucción secreta y algunas técnicas muy especiales, incluso un misterioso mantra. Pero como realmente era un buscador genuino, aunque todavía muy ignorante, se dirigió a otro maestro y le pidió instrucción mística. Este segundo maestro dijo: -No dudaré en proporcionártela, pero antes debes servirme durante doce años. Tendrás que trabajar muy duramente en mi ashram. Por cierto, hay un trabajo ahora disponible. Se trata de recoger estiércol de búfalo. Durante doce años, el joven trabajó en tan ingrata tarea. Por fin llegó el día en que se había cumplido el tiempo establecido por el maestro. Habían pasado doce años; doce años recogiendo estiércol de búfalo. Se dirigió al maestro y le dijo: -Maestro, ya no soy tan joven como era. El tiempo ha transcurrido. Han pasado una docena de años. Por favor, entrégame ahora la instrucción. El maestro sonrió. Parsimoniosa y amorosamente, colocó una de sus manos sobre el hombro del paciente discípulo, que despedía un rancio olor a estiércol. Declaró: -Toma buena nota. Mi enseñanza es que todo es el Ser. Es el Ser el que se manifiesta en todas las formas del universo. Tú eres el Ser. Espiritualmente maduro, al punto el discípulo comprendió la enseñanza y obtuvo iluminación. Pero cuando pasaron unos momentos y reaccionó, dijo: -Me desconcierta, maestro, que tú me hayas dado la misma enseñanza que otro maestro que conocí hace doce años. ¿Por qué habrá sido? -Simplemente, porque la verdad no cambia en doce años, tu actitud ante ella, sí".

Anónimo Hindú

viernes, 25 de septiembre de 2009

"Diez Años Después"

"El monarca de un reino de la India tuvo noticias de que había en la localidad un faquir capaz de realizar extraordinarias proezas. El rey lo hizo llamar y, cuando lo tuvo ante él, le preguntó: -¿Qué proezas puedes efectuar? -Muchas, majestad -repuso el faquir-. Por ejemplo, puedo permanecer bajo tierra durante meses o incluso años. -¿Podrías ser enterrado por diez años y seguir con vida después? -preguntó el monarca. -Sin duda, majestad -aseveró el faquir. -Si es así, cuando seas desenterrado, recibirás el diamante más puro del reino. Se procedió a enterrar al faquir. Se preparó una fosa a varios metros de profundidad y se dispuso de una urna de plomo. El faquir, antes de ser sepultado, se extendió hablando sobre sus cualidades espirituales y morales que hacían posible su autodominio y poder. Todos quedaron convencidos de su santidad. Fue introducido a continuación en la urna y enterrado. Durante diez años hubo guardianes vigilando la fosa. Nadie albergaba la menor esperanza de que el faquir sobreviviese a la prueba. Transcurrió el tiempo convenido. Toda la corte acudió a la tumba del faquir, con la certeza de que, a pesar de su santidad y poder, habría muerto y el cadáver sería solamente un conjunto de huesos putrefactos. Sacaron la urna al exterior, la abrieron y hallaron al faquir en estado de catalepsia. Poco a poco el hombre se fue reanimando, efectuó varias respiraciones profundas, abrió los ojos, dio un salto y sus primeras palabras fueron: -¡Por Dios!, ¿dónde está el diamante?"

Anónimo Hindú

jueves, 24 de septiembre de 2009

"La Tortuga y la Argolla"

"Era un sabio tan anciano que nadie de la localidad sabía su edad. Él mismo la había olvidado, entre otras razones porque había trascendido todo apego y ambición humana. Estaba un día sentado bajo un enorme árbol banyano, la mirada perdida en el horizonte, la mente quieta como un cielo sin nubes. De repente, vio cómo un hombre joven echaba una cuerda sobre la rama de un árbol y ataba uno de sus extremos a su cuello. El sabio se dio cuenta de las intenciones del joven, corrió hacia él y le pidió que desistiese de su propósito aunque sólo fuera un par de minutos para escucharlo. El joven accedió, y ambos se sentaron junto al árbol. El anciano se expresó así: -Voy a hacerte un ruego, querido amigo. Imagina una sola tortuga en el inmenso océano y que sólo saca la cabeza a la superficie una vez cada millón de años. Imagina un aro flotando sobre las aguas del inmenso océano. Pues más difícil aún que el que la tortuga introduzca la cabeza en el aro del agua, es haber obtenido la forma humana. Ahora, amigo, procede como creas conveniente. Todavía cuenta la gente del lugar que aquel joven llegó a anciano y se hizo sabio".

Anónimo Hindú

miércoles, 23 de septiembre de 2009

"El Grano de Mostaza"

"Una mujer, deshecha en lágrimas, se acercó hasta el Buda y, con voz angustiada y entrecortada, le explicó: -Señor, una serpiente venenosa ha picado a mi hijo y va a morir. Dicen los médicos que nada puede hacerse ya. -Buena mujer, ve a ese pueblo cercano y toma un grano de mostaza negra de aquella casa en la que no haya habido ninguna muerte. Si me lo traes, curaré a tu hijo. La mujer fue de casa en casa, inquiriendo si había habido alguna muerte, y comprobó que no había ni una sola casa donde no se hubiera producido alguna. Así que no pudo pedir el grano de mostaza y llevárselo al Buda. Al regresar, dijo: -Señor, no he encontrado ni una sola casa en la que no hubiera habido alguna muerte. Y, con infinita ternura, el Buda dijo: -¿Te das cuenta, buena mujer? Es inevitable. Anda, ve junto a tu hijo y, cuando muera, entierra su cadáver".

Anónimo Hindú

martes, 22 de septiembre de 2009

"Los Ciegos y el Elefante"

"Se hallaba el Buda en el bosque de Jeta cuando llegaron un buen número de ascetas de diferentes escuelas metafísicas y tendencias filosóficas. Algunos sostenían que el mundo es eterno, y otros, que no lo es; unos que el mundo es finito, y otros, infinito; unos que el cuerpo y el alma son lo mismo, y otros, que son diferentes; unos, que el Buda tiene existencia tras la muerte, y otros, que no. Y así cada uno sostenía sus puntos de vista, entregándose a prolongadas polémicas. Todo ello fue oído por un grupo de monjes del Buda, que relataron luego el incidente al maestro y le pidieron aclaración. El Buda les pidió que se sentaran tranquilamente a su lado, y habló así: -Monjes, esos disidentes son ciegos que no ven, que desconocen tanto la verdad como la no verdad, tanto lo real como lo no real. Ignorantes, polemizan y se enzarzan como me han relatado. Ahora les contaré un suceso de los tiempos antiguos. Había un maharajá que mandó reunir a todos los ciegos que había en Sabathi y pidió que los pusieran ante un elefante y que contasen, al ir tocando al elefante, qué les parecía. Unos dijeron, tras tocar la cabeza: “Un elefante se parece a un cacharro”; los que tocaron la oreja, aseguraron: “Se parece a un cesto de aventar”; los que tocaron el colmillo: “Es como una reja de arado”; los que palparon el cuerpo: “Es un granero”. Y así, cada uno convencido de lo que declaraba, comenzaron a querellarse entre ellos. El Buda hizo una pausa y rompió el silencio para concluir: -Monjes, así son esos ascetas disidentes: ciegos, desconocedores de la verdad, que, sin embargo, sostienen sus creencias".

Anónimo Hindú

lunes, 21 de septiembre de 2009

"Cómo Fueron Engañados los Malos hijos"

"Un hombre muy rico, creyendo que estaba a punto de morir, llamó a sus hijos y dividió entre ellos sus propiedades. Sin embargo, no murió, y al levantarse de la cama se encontró con que sus hijos ya no lo querían, ni tenían con él las delicadezas de antes, cuando todos esperaban conseguir mayor parte de su fortuna. Todos lo trataban mal, y no se recataban para decir que deseaban que muriese lo más pronto posible, ya que su vida sólo originaba gastos y molestias. El pobre hombre no cesaba de llorar, y un día se encontró con un viejo amigo, a quien contó lo que le ocurría. El amigo, conmovido por lo que acababa de oír, prometió hallar una solución a aquel estado de cosas. En efecto, la encontró y a los pocos días llegó con gran pompa a la casa de su amigo, seguido de diez criados que eran portadores de unos pesados sacos llenos de piedras. Cuando estuvieron solos, el amigo dijo: -Te he traído estas piedras para engañar a tus hijos. Cuando me marche vendrán a ver lo que te he traído. Diles que he venido a pagarte una deuda muy antigua, y que eres más rico que antes. Ya verás cómo todos se desviven por ti. Volveré dentro de algún tiempo para ver cómo van las cosas. Cuando, transcurridos unos meses, volvió el amigo, encontró al viejo rodeado de sus hijos, que todos a una se desvivían por él. Y así siguieron haciéndolo hasta que murió, descubriendo entonces el engaño, que tenían bien merecido".

Anónimo Hindú

domingo, 20 de septiembre de 2009

"El Ermitaño y el Buscador"

"Se trataba de un genuino buscador extranjero. Llevaba muchos años de búsqueda incansable, rastreando inquebrantablemente la Verdad. Había leído las escrituras de todas las religiones, había seguido numerosas vías místicas, había puesto en práctica no pocas técnicas de autodesarrollo y había escuchado a buen número de maestros; pero seguía buscando. Dejó su país y se trasladó a la India. Viajó sin descanso. Había ido de un estado a otro y de ciudad en ciudad, indagando, buscando, anhelando encontrar. Un día llegó a un pueblo y preguntó si había algún maestro con el que entrar en contacto. Le comunicaron que no había ningún maestro, pero que en una montaña cercana habitaba un ermitaño. El hombre se dirigió a la montaña con el propósito de hallar al ermitaño. Comenzó a ascender por una de sus laderas. De súbito, observó que el ermitaño bajaba por el mismo sendero por el que él subía. Cuando estaban a punto de cruzarse e iba a preguntarle el mejor modo para acelerar el proceso hacia la liberación, el ermitaño dejó caer en el suelo un saco que llevaba a sus espaldas. Se hizo un silencio profundo, estremecedor, total y perfecto. El ermitaño clavó sus ojos, sutiles y elocuentes, en los del buscador. ¡Qué mirada aquella! Luego, el ermitaño cogió de nuevo el saco, lo cargó a su espalda y prosiguió la marcha. Ni una palabra, ni un gesto, pero ¡qué mirada aquella! El buscador, de repente, comprendió en lo más profundo de sí mismo. No se trataba de una comprensión intelectual, sino inmensa y visceral".

Anónimo Hindú

sábado, 19 de septiembre de 2009

"Los Brazaletes de Oro"

"Había una mujer que, a fuerza de una actitud recta y perseverante, había obtenido grandes logros espirituales. Aunque desposada, siempre hallaba tiempo para conectar con su Realidad primordial. Desde niña, había lucido en las muñecas brazaletes de cristal. La vida se iba consumiendo inexorablemente, como el rocío se derrite cuando brotan los primeros rayos del sol. Ya no era joven, y las arrugas dejaban sus huellas indelebles en su rostro. ¿Acaso en todo encuentro no está ya presente la separación? Un día, su amado esposo fue tocado por la dama de la muerte y su cuerpo quedó tan frío como los cantos rodados del riachuelo en el que hacía sus abluciones. Cuando el cadáver fue incinerado, la mujer se despojó de los brazaletes de cristal y se colocó unos de oro. La gente del pueblo no pudo por menos que sorprenderse. ¿A qué venía ahora ese cambio? ¿Por qué en tan dolorosos momentos abandonaba los brazaletes de cristal y tomaba los de oro? Algunas personas fueron hasta su casa y le preguntaron la razón de ese proceder. La mujer hizo pasar a los visitantes. Parsimoniosamente, con la paz propia de aquel que comprende y acepta el devenir de los acontecimientos, preparó un sabroso té especiado. Mientras los invitados saboreaban el líquido humeante, la mujer dijo: -¿Por qué se sorprenden? Antes, mi marido era tan frágil como los brazaletes de cristal, pero ahora él es fuerte y permanente como estos brazaletes de oro".

Anónimo Hindú

viernes, 18 de septiembre de 2009

"Depende de Quién Proceda la Orden"

"Estaban amigablemente departiendo el monarca y uno de sus ministros. El ministro estaba muy interesado por la evolución espiritual y practicaba asiduamente el mantra. Hablaban sobre el tema. -¿Puedo yo elegir mi propio mantra y tendrá el mismo poder que tiene el que te ha entregado tu mentor? -preguntó el monarca. -No -aseveró el ministro-. El mantra que proporciona el gurú es más poderoso. -Sinceramente -declaró el rey-, no veo en absoluto ninguna razón para ello. Entonces el ministro se volvió hacia el jefe de la guardia y le ordenó: -Detengan a su majestad. El jefe de la guardia no hizo el menor caso de la orden; pero el monarca, indignado ante tal atrevimiento, ordenó: -¡Detengan a este hombre y encarcélenlo! El jefe de la guardia mandó a sus hombres prender al ministro. Iba a ser llevado a prisión, cuando dijo: -Señor, ¿te das cuenta? Depende de quién proceda la orden".

Anónimo Hindú

jueves, 17 de septiembre de 2009

"La Imperturbabilidad del Buda"

"Durante muchos años el Buda se dedicó a recorrer ciudades, pueblos y aldeas impartiendo la Enseñanza, siempre con infinita compasión. Pero en todas partes hay gente aviesa y desaprensiva. Así, a veces surgían personas que se encaraban al maestro y le insultaban acremente. El Buda jamás perdía la sonrisa y mantenía una calma imperturbable. Hasta tal punto conservaba la quietud y la expresión del rostro apacible, que un día los discípulos, extrañados, le preguntaron:

-Señor, ¿cómo puedes mantenerte tan sereno ante los insultos? Y el Buda repuso: -Ellos me insultan, ciertamente, pero yo no recojo el insulto".

Anónimo Hindú

miércoles, 16 de septiembre de 2009

"Las Dos Ranas"

"He aquí una rana que había vivido siempre en un mísero y estrecho pozo, donde había nacido y habría de morir. Pasó cerca de allí otra rana que había vivido siempre en el mar. Tropezó y se cayó en el pozo. -¿De dónde vienes? -preguntó la rana del pozo. -Del mar. -¿Es grande el mar? -Extraordinariamente grande, inmenso. La rana del pozo se quedó unos momentos muy pensativa y luego preguntó: -¿Es el mar tan grande como mi pozo? -¡Cómo puedes comparar tu pozo con el mar! Te digo que el mar es excepcionalmente grande, descomunal. Pero la rana del pozo, fuera de sí por la ira, aseveró: -Mentira, no puede haber nada más grande que mi pozo; ¡nada! ¡Eres una mentirosa y ahora mismo te echaré de aquí!"

Anónimo Hindú

martes, 15 de septiembre de 2009

"El Recluso"

"Un recluso iba a ser trasladado de una a otra prisión y para ello debía atravesar toda la ciudad. Le colocaron sobre la cabeza un cuenco lleno de aceite hasta el borde y le dijeron: -Un verdugo, con una afilada espada, caminará detrás de ti. En el mismo momento en que derrames una gota de aceite, te rebanará la cabeza. Se sacó al recluso de la celda y se le colocó un cuenco sobre la cabeza. Comenzó a caminar con mucho cuidado, en tanto el verdugo iba detrás de él. Había llegado a pleno centro de la ciudad, cuando, de súbito, también llegaron al mismo lugar un grupo de hermosísimas bailarinas. La pregunta es: ¿Logró el recluso no ladear la cabeza para mirar a las bailarinas y así mantenerla a salvo, o, por el contrario, negligentemente, miró a las bailarinas y la perdió?"

Anónimo Hindú

lunes, 14 de septiembre de 2009

"Isis y los Siete Escorpiones"

"El malvado dios Seth desconocía que Osiris e Isis tuvieron un hijo llamado Horus. Isis y Horus se escondían cuando Seth los encontró y los encerró. Cuando caía la tarde y con la ayuda de Thot, dios de la justicia y la verdad en la tierra y el cielo, escaparon de su prisión. Durante su viaje envió siete escorpiones mágicos para guiarles y protegerles. Tras un largo viaje por la Tierra de Egipto, llegaron a Per-Sui, ciudad donde se venera al cocodrilo. Isis y su hijo llegaron muy fatigados y con ganas de descansar. Vieron una casa cercana a las marismas donde, en la puerta, se encontraba una mujer muy rica llamada Usert. Pero al ver los siete escorpiones que los acompañaban, se negó a ayudarlos y les cerró la puerta de su casa, aunque al final encontraron donde descansar, pues una mujer pobre los albergó amablemente en su casa. Los escorpiones, a pesar de todo, estaban muy enfadados por la actitud de la mujer rica, y decidieron darle una lección por su falta de caridad. Le dieron todo su veneno a su jefe, Tefen, quien entró en la casa de la mujer rica y de este modo picó a su hijo que estaba durmiendo. La mujer comenzó a llorar pidiendo ayuda, pero nadie acudía a socorrerla. Sin embargo, la diosa Isis salió corriendo a ayudarla. Cogió en brazos a su niño y ordenó al veneno mortal mediante sus palabras que saliera de su pequeño cuerpo, y de este modo se salvó de la muerte. La mujer de nombre Usert se dio cuenta de que Isis, la Señora de la Magia, a quien antes sin consideración ninguna había negado hospedar, había salvado la vida de su hijo. Sentía tales remordimientos que ofreció toda su fortuna a Isis y a la mujer pobre de las marismas que ofreció su casa sin temor alguno".

Anónimo Egipcio

domingo, 13 de septiembre de 2009

"Los Dedos del Troll"

"Thorvald, el hijo de Björn Skafin, vivía en Njardvik tras la muerte de su padre y cuidaba de su hogar con gran esmero, pues todas las cosas que poseía eran muy valiosas: por ejemplo, un robusto barco de pesca.
Se comenta que cierto día partió remando hacia un banco de pesca llamado Caldero Profundo; al poco de llegar, se echó una niebla tan densa que no se podía ver nada y a duras penas se distinguía más allá de una braza de la proa de la nave. Por si esto fuera poco, además se levantó un fuerte oleaje, así que no pudieron permanecer mucho en el barco de pesca. Thorvald ordenó a la tripulación que remaran contra el oleaje, pero fue en vano, por mucho que se esforzaban el banco era arrastrado en dirección contraria como si lo empujara una fuerte corriente. Esto continuó durante largo tiempo hasta que avistaron tierra firme y entonces se dieron cuenta que el barco se dirigía a una cueva al norte de Njardvik, llamada Cueva de Kogur que, a su vez, se abre en el interior de otra enorme gruta que se denomina la Cueva de Kogur-Grim. El barco se internó en ella transportado por una poderosa corriente de aguas turbulentas.
Tan pronto como Thorvald vio a dónde se dirigían su barco, apremió a la tripulación a que se pertrechara con garfios y palos que tenían abordo para tratar de salir de la cueva a la menor oportunidad que se presentara. Incluso él mismo tomó una hacha grande y se aproximo a la proa. El barco penetró en la gruta y, justo en mismo instante en que la quilla tocó fondo una gigantesca mano agarró la nave por la borda. Pero Thorvald, que permanecía muy atento, cortó los dedos de la monstruosa mano con su hacha y estos cayeron dentro de la nave.
La tripulación estaba puesta con las pértigas y, obedeciendo la orden de Thorvald empujaron el barco hacia la salida de la cueva. En ese momento una gran roca cayó junto a ellos procedente del interior de la gruta. Aunque no dañó la nave fue a parar tan cerca que provocó grandes olas. A pesar de todo Thorvald y sus hombres consiguieron salir con bien de aquel lugar hasta allegar a Skalanes, donde descansaron por un tiempo; posteriormente remaron hacia los bancos de pesca y en esta ocasión lograron muy buenas capturas.Thorvald guardó los dedos del troll para enseñárselos a la gente y todo el mundo convino que eran enormes y horribles".

Leyenda de la Mitología Nórdica

sábado, 12 de septiembre de 2009

"El Sueño"

"La época en la que aconteció esta pequeña leyenda que se va ahora a narrar, fue el comienzo del reinado de Enrique IV de Francia, cuyo ascenso e ilícita apropiación, mientras los demás traían la paz al reino cuyo cetro él había empuñado, fueron inadecuados para cicatrizar las profundas heridas mutuamente infligidas por los bandos enemigos. Existían entre los que ahora parecían tan unidos, enemistades privadas y el recuerdo de daños mortales; y, a menudo, las manos que se habían apretado en aparente saludo amistoso, cuando soltaban su apretón, asían la empuñadura de su daga, haciendo más caso a sus pasiones que a las palabras de cortesía que acababan de salir de sus labios. Muchos de los más fieros católicos se retiraron a sus distantes provincias; y, mientras ocultaban en soledad su enconado descontento, anhelaban no menos ansiosamente el día en que pudieran mostrarlo abiertamente.
En un enorme y fortificado castillo, construido en una empinada escarpa dominando el Loira, no lejos de la ciudad de Nantes, moraba la última de su raza y heredera de su fortuna, la joven y hermosa condesa de Villeneuve. El año anterior lo había pasado en completa soledad en su apartada mansión; y el luto que llevaba por su padre y dos hermanos, víctimas de las guerras civiles, era una gentil y buena razón para no aparecer en la corte, y mezclarse en sus festejos. Pero la huérfana Condesa había heredado un título de alcurnia y extensas tierras; y pronto comprendió que el Rey, su guardián, deseaba que ella otorgara ambos, junto con su mano, a algún noble cuyo nacimiento y talentos personales le dieran derecho a la dote. Constanza, como respuesta, expresó su intención de profesar votos y retirarse a un convento. El Rey se lo prohibió seria y resueltamente, creyendo que semejante idea era el resultado de la sensibilidad sobreexcitada por la pena, y confiando en la esperanza de que, después de un tiempo, el genial espíritu de la juventud despejaría esta nube.
Había pasado un año y la Condesa todavía persistía; y, finalmente, Enrique, partidario de no ejercer presión, y deseoso también de juzgar por sí mismo los motivos que habían conducido a una joven tan hermosa, y agraciada con los favores de la fortuna, a desear enterrarse en un claustro, anunció su intención de visitar su castillo, ahora que había expirado el período de su luto; y si no aportaba, dijo el monarca, suficientes atractivos para hacerla cambiar de plan, daría su consentimiento para su realización.
Constanza había pasado muchas horas tristes, muchos días de llanto, y muchas noches de doloroso insomnio. Había cerrado sus puertas a todos los visitantes; y, como doña Olivia de «La doceava noche», hizo votos de soledad y llanto. Dueña de sí misma, fácilmente silenció los ruegos y protestas de sus subordinados, y alimentó su pesar como si fuera la única cosa que amara en este mundo. Con todo, era demasiado penetrante, demasiado amargo, demasiado ardiente, para ser un huésped favorecido. De hecho, Constanza, joven, ardiente y vivaz, luchaba, forcejeaba y anhelaba abandonarlo; pero todo lo que era alegre en sí mismo, o hermoso en su apariencia externa, servía únicamente para renovarlo; y con paciencia podía soportar mejor el peso de su aflicción, cuando, cediendo ante ella, la oprimía pero no la torturaba.
Constanza había abandonado el castillo para vagar por las tierras vecinas. Aun siendo excelsos y vastos los aposentos de su mansión, se sentía acorralada entre sus paredes, bajo los calados techos. Asociaba las extensas tierras altas y el viejo bosque con los queridos recuerdos de su vida pasada, lo que la inducía a pasar horas y aun días bajo sus frondosos abrigos. El movimiento y el cambio perpetuo, como el viento agitando las ramas, o el viajero sol esparciendo sus rayos sobre ellas, la calmaban y la disuadían a abandonar ese tedioso pesar que embargaba su corazón con tan implacable agonía bajo el techo de su castillo.
Existía un lugar al borde del bien arbolado parque, un rincón de tierra, desde donde podía percibir el campo que se extendía más allá, todavía muy poblado de altos y umbrosos árboles; un lugar del que ella había abjurado, pero hacia donde, inconscientemente, todavía tendían siempre sus pasos, y en donde de nuevo, por veintava vez ese día, se encontró de improviso. Se sentó en un montículo herboso y contempló melancólicamente las flores que ella misma había plantado para adornar el frondoso escondrijo, templo de la memoria y del amor para ella. Cogió la carta del Rey, que era para ella motivo de tanto desespero. El abatimiento se apoderó de sus facciones, y su noble corazón preguntaba al hado por qué, siendo tan joven, desprotegida y desamparada, tenía que enfrentarse a esta nueva forma de vileza.
«Únicamente deseo -pensó- vivir en la mansión de mi padre, lugar familiar de mi infancia, para rociar con mis frecuentes lágrimas las tumbas de los que amé; y aquí en estos bosques, donde me posee un loco sueño de felicidad que me induce a festejar eternamente las exequias de la Esperanza.»
Un crujido entre las ramas llegó a sus oídos; su corazón latió velozmente; todo de nuevo estaba en calma.
-¡Qué tonta soy! -medio murmuró-. Víctima de mi vehemente fantasía: porque aquí fue donde nos conocimos, aquí me senté a esperarlo, y ruidos como éste anunciaban su deseada proximidad; cada conejo que se agita, cada pájaro que despierta de su silencio, hablan de él. ¡Oh, Gaspar, en una ocasión mío! ¡Nunca alegrarás de nuevo con tu presencia este amado lugar, nunca más!
De nuevo se agitaron las ramas y se oyeron pasos entre los matorrales. Constanza se levantó; su corazón latía a gran velocidad; debía ser la tonta de Manon, con sus impertinentes súplicas para que regresara. Pero los pasos eran más firmes y más silenciosos que los de su doncella; y entonces, emergiendo de las sombras, pudo percibir directamente al intruso. Su primer impulso fue huir, y luego de nuevo verlo, oír su voz, estar juntos antes de que ella interpusiera votos eternos entre ambos, y rellenar el inmenso abismo que la ausencia había abierto; eso ofendería a los muertos y suavizaría la fatal pena que hacía palidecer sus mejillas.
Y ahora él estaba frente a ella, el mismo ser querido con el que ella ha intercambiado promesas de felicidad. Parecía, como ella, triste. Constanza no pudo resistir la implorante mirada que le suplicaba que se quedara.
-Vengo, señora -dijo el joven caballero- sin ninguna esperanza de lograr doblegar tu inflexible voluntad. Vengo de nuevo a verte, y a despedirme antes de partir para Tierra Santa. Vengo a suplicarte que no te entierres en vida en un oscuro claustro para evitar a alguien tan odioso como yo, alguien a quien nunca verás más. Muera o no en el empeño, ¡Francia y yo partimos para siempre!
-Eso sería tremendo, si fuera cierto -dijo Constanza-. Pero el rey Enrique nunca perdería así a su caballero favorito. El trono que le ayudaste a edificar, todavía debes protegerlo de sus enemigos. No, si alguna vez influí en tus pensamientos, no irás a Palestina.
-Una sola palabra tuya, Constanza, podría detenerme... una sonrisa... -Y el joven amante se arrodilló ante ella.
La intención más cruel de la dama fue anulada por la imagen antes tan querida y familiar, ahora tan extraña y prohibida.
-¡No te demores más aquí! -gritó-. Ninguna sonrisa, ninguna palabra mía, serán de nuevo para ti. ¿Por qué estás aquí, donde vagan los espíritus de los muertos reclamando esas sombras como propias? ¡Maldita sea la falsa doncella que permita que el asesino disturbe el sagrado reposo de sus víctimas.
-Cuando nuestro amor era reciente y tú amable -replicó el caballero- me enseñabas a penetrar las intrincaciones de estos bosques, y me dabas la bienvenida a este querido lugar donde una vez te juré que serías mía bajo estos mismos árboles vetustos.
-¡Fue un nefando pecado -dijo Constanza- abrir las puertas de la casa de mi padre al hijo de su enemigo, y abrumador debe ser el castigo!
El joven caballero recuperaba su valor al hablar; todavía no se atrevía a moverse, no fuera que ella, que parecía en todo momento lista para huir, lo sorprendiera pese a su momentánea tranquilidad. Pero le replicó despacio.
-Aquellos fueron días felices, Constanza, llenos de terror y de profunda alegría cuando la tarde me traía a tus pies; y mientras el odio y la venganza se apoderaban de aquel torvo castillo, este frondoso cenador iluminado por las estrellas era el santuario del amor.
-¿Felices? ¡Días miserables! -repitió Constanza-, cuando pienso en el bien que podría reportar que faltara a mi deber, y en que esta desobediencia sería recompensada por Dios. ¡No me hables de amor, Gaspar! ¡Un mar de sangre nos separa para siempre! ¡No te acerques! Los difuntos y los seres queridos permanecen con nosotros incluso ahora: sus pálidas sombras me advierten de mi falta, y me amenazan por escuchar a su asesino.
-¡Yo no soy eso! -exclamó el joven-. Mira, Constanza, cada uno de nosotros somos los últimos de nuestras respectivas estirpes. La muerte nos ha tratado cruelmente y estamos solos. No era así cuando nos amamos por vez primera; cuando mi padre, mis parientes, mi hermano, más aún, mi propia madre, lanzaban maldiciones sobre la casa de Villeneuve, y yo la bendecía a pesar de todo. Te veía, adorable Constanza, y bendecía tu casa. El Dios de paz implantó el amor en nuestros corazones, y durante muchas noches de verano nos estuvimos viendo en secreto y con misterio en los valles bañados por la luz de la luna; y cuando llegaba el amanecer, en este dulce escondrijo eludíamos su escrutinio, y aquí, incluso aquí, donde ahora te suplico de rodillas, nos arrodillábamos juntos y nos hacíamos promesas. ¿Debemos romperlas?
Constanza lloró al recordar su amante las imágenes de horas felices.
-¡Nunca! -exclamó-. ¡Oh, nunca! Ya conoces, o pronto las conocerás, la fe y la resolución de alguien que se atreve a no ser tuya. ¡Lo nuestro era hablar de amor y de felicidad, mientras la guerra, el odio y la sangre hacían furor en torno! Las efímeras flores que nuestras jóvenes manos esparcían eran pisoteadas en los mortíferos encuentros entre enemigos mortales. La mía a manos de tu padre; y poco importa saber si, como juró mi hermano, y tú negaste, tu mano fue o no la que asestó el golpe que lo destruyó. Tú ibas con los que lo mataron. No digas más, no más palabras: escucharte es una impiedad hacia los muertos sin reposo eterno. Vete, Gaspar; olvídame. A las órdenes del caballeresco y valiente Enrique tu carrera puede ser gloriosa; y algunas hermosas doncellas escucharán, como yo hice una vez, tus promesas, y serán felices por ello. ¡Adiós! ¡Que la Virgen te bendiga! En la celda del claustro no olvidaré el mejor precepto cristiano: rezar por nuestros enemigos. ¡Adiós, Gaspar!
Constanza se deslizó con premura del cenador: a paso rápido se abrió camino por el claro del bosque y se dirigió al castillo. Una vez en la soledad de su propio aposento, se entregó al brote de pesar que desgarraba su gentil corazón como si fuera una tempestad; para ella era esta aflicción lo que borraba alegrías pasadas, haciendo que el remordimiento aplazase el recuerdo de la felicidad, y uniendo el amor y la culpa imaginada en una tan terrible asociación, como cuando un tirano encadena un cuerpo vivo a un cadáver. Súbitamente, un pensamiento afloró en su mente. Al principio lo rechazó por pueril y supersticioso; pero no lo ahuyentó. A toda prisa llamó a su doncella.
-Manon -dijo-, ¿has dormido alguna vez en el lecho de santa Catalina?
-¡Que el Cielo no lo permita! -contestó Manon, persignándose-. Nadie lo hizo desde que yo nací, salvo dos personas: una se cayó al Loira y se ahogó; la otra, únicamente contempló la estrecha cama, y volvió a su casa sin decir palabra. Es un lugar atroz; y si el devoto no llevaba una vida piadosa y de provecho, ¡la calamidad acontece cuando su cabeza reposa sobre la sagrada piedra!
Constanza se persignó a su vez, añadiendo:
-En cuanto a nuestras vidas, solamente del Señor y de los benditos santos podremos esperar la virtud. ¡Dormiré en ese lecho mañana por la noche!
-¡Mi querida señora! Y el Rey llega mañana.
-Mayor razón para tomar una resolución. No es posible albergar en el corazón un sufrimiento tan intenso, sin que se encuentren remedios. Esperaba ser la que llevase la paz a nuestras casas; y si la tarea ha de ser para mí una corona de espinas, el Cielo me dirigirá. Mañana por la noche descansaré en el lecho de santa Catalina: y si, como he oído, los santos se dignan dirigir a sus devotos en sueños, ella me guiará; y, creyendo actuar según los dictados del Cielo, me resignaré a lo peor.
El Rey venía de París hacia Nantes, y durmió esa noche en un castillo, distante solamente unas pocas millas, Antes del amanecer, un joven caballero fue introducido en su cámara. Tenía un aspecto serio, o, mejor aún, triste; y aunque era hermoso de facciones y de figura, parecía fatigado y macilento Permaneció silencioso en presencia de Enrique, quien, activo y alegre, volvió sus animados ojos hacia su huésped, diciendo gentilmente:
-¿Así que tropezaste con su obstinación, no Gaspar?
-La encontré resuelta sobre nuestro mutuo sufrimiento. ¡Ay, mi señor! ¡No es, créeme, el menor de mis pesares que Constanza sacrifique su propia felicidad, destrozando la mía!
-Y ¿crees que rechazará al gallardo caballero que nosotros le presentemos?
-¡Oh, mi señor! ¡No pienso en eso! No puede ser. Mi corazón te agradece profundamente, muy profundamente, tu generosa condescendencia, Pero si no la ha podido persuadir la voz de su amante a solas, ni sus súplicas, cuando el recuerdo y la reclusión contribuyen al encanto, se resistirá incluso a las órdenes de tu majestad. Está decidida a entrar en un convento; y yo, si te place, me despediré ahora: de aquí en adelante seré un Cruzado.
-Gaspar -dijo el monarca-, conozco a la mujer mejor que tú. No es con sumisión ni con lacrimosos lamentos como se la puede conquistar. La muerte de sus parientes naturalmente sentó muy mal al corazón de la joven Condesa; y, alimentando a solas su pesadumbre y su arrepentimiento, se imagina que el propio Cielo prohíbe vuestra unión. Deja que le llegue la voz del mundo, la voz del poder y la bondad terrenales, una ordenando y la otra suplicando, pero ambas encontrando respuesta en su propio corazón; y, por mí palabra y la Santa Cruz, ella será tuya. Deja nuestro plan tranquilo. Y ahora al caballo: la mañana se agota y el sol está alto.
El Rey llegó al palacio del Obispo, y se dirigió sin dilación a la misa de la catedral. Siguió un suntuoso almuerzo, y era ya por la tarde cuando el monarca atravesó la ciudad del Loira en dirección al lugar en donde estaba situado, un poco más alto que Nantes, el Castillo de Villeneuve. La joven Condesa lo recibió en la puerta. Enrique buscó en vano sus mejillas pálidas por el sufrimiento, o el aspecto de desesperación y abatimiento que esperaba encontrar. En su lugar, sus mejillas estaban encendidas, sus modales eran animados, y su voz casi trémula. «No lo ama - pensó Enrique -o su corazón ya ha dado su consentimiento.»
Se preparó una colación para el monarca; y, después de algunas pequeñas vacilaciones a causa de la alegría de su semblante, le mencionó el nombre de Gaspar. Constanza se sonrojó en lugar de palidecer, y replicó velozmente:
-Mañana, mi buen señor. Te pido un respiro sólo hasta mañana; entonces todo estará decidido. Mañana me consagraré a Dios o...
Parecía confusa, y el Rey, a la vez sorprendido y complacido, dijo:
-Entonces no odias al joven de Vaudemont; le perdonaste la sangre enemiga que corre por sus venas.
-Nos han enseñado que debemos perdonar, que debemos amar a nuestros enemigos -replicó la Condesa, ligeramente temblorosa.
-Por san Dionisio, que es una respuesta de la novicia favorablemente acogida -dijo el Rey, riendo-. ¿Qué? ¡Mi fiel servidor, don Apolo, disfrazado! Adelántate y agradece a tu señora por su amor.
Disfrazado de manera que nadie le reconociera, el caballero había estado observando a sus espaldas, y contempló con infinita sorpresa el comportamiento y el semblante tranquilo de la dama. No pudo oír sus palabras, pero ¿era la misma que había visto temblando y sollozando la tarde anterior?, ¿la misma cuyo corazón estaba destrozado por la conflictiva pasión?, ¿la misma que vio los pálidos fantasmas de su padre y de su pariente interponerse entre ella y el amante a quien más adoraba en este mundo? Era un enigma difícil de resolver. La visita del Rey llegó al unísono con su impaciencia, y se precipitó. Estaba a sus pies, mientras ella, todavía abrumada por la pasión pese a la tranquilidad que asumía, profirió un grito al reconocerlo, y se desplomó al suelo sin sentido.
Todo era inimaginable. Incluso cuando sus doncellas la devolvieron a la vida, siguió otro ataque y luego apasionados torrentes de lágrimas. El monarca, mientras, esperaba en el vestíbulo, mirando de reojo la medio consumida colación, y tarareando algún romance en celebración de la tozudez de la mujer; no sabía cómo responder a la mirada de amarga desilusión y ansiedad de Vaudemont. Finalmente, el mayordomo de la Condesa vino con una justificación.
-La dama está enferma, muy enferma. Mañana se postrará a los pies del Rey, a la vez para solicitar su perdón y revelar su propósito.
-¡Mañana, otra vez mañana! ¿Hay previsto algún encanto para mañana, doncella? -dijo el Rey-. ¿Puedes explicarnos el enigma, preciosa? ¿Qué extraño enredo ocurrirá mañana, que todo depende de su advenimiento?
Manon se sonrojó, miró hacia abajo, y vaciló. Pero Enrique no era un novicio en el arte de atraerse con halagos a las doncellas de las damas para descubrir sus propósitos. Manon estaba además asustada por el plan de la Condesa, quien todavía se obstinaba en llevarlo adelante; así que era muy fácil inducirla a traicionarlo. Dormir en el lecho de santa Catalina, descansar en un estrecho saliente por encima de los profundos rápidos del Loira, y, si como era lo más probable, el soñador sin suerte escapaba a todo eso, soportar las inquietantes visiones que ese turbador sueño pudiera producir al dictado del Cielo, era una locura de la que, incluso Enrique, apenas podía creer capaz a ninguna mujer. Pero, ¿podía Constanza, cuya belleza era tan sumamente espiritual, y a la cual él había oído constantemente elogiar su fortaleza de ánimo y sus talentos, podía ser tan extrañamente apasionada? ¿Puede tener la pasión semejantes caprichos? Como la muerte, nivelando incluso la aristocracia de las almas, y trayendo al noble y al campesino, al listo y al tonto, bajo la misma servidumbre. Era extraño. Sí, debía salirse con la suya. Que vacilase en su decisión era excesivo; y era de esperar que santa Catalina no tuviese una mala actuación. Podría ser, de otra manera, que su intención, disuadida mediante un sueño, estuviera influenciada por pensamientos despiertos. Alguna defensa habrá que oponer al más material de los peligros.
No hay sentimiento más atroz que el que invade a un débil corazón humano, inclinado a satisfacer sus ingobernables impulsos en contradicción con los dictados de la conciencia. Está dicho que los placeres prohibidos son los más agradables; así debe ser para las naturalezas rudas, para aquellos que aman la lucha, el combate y la contienda, que encuentran la felicidad en una riña y gozan con los conflictos pasionales. Pero el gentil temple de Constanza era más suave y más dulce; y el amor y el deber contendían, abrumando y torturando su pobre corazón. Confiar su conducta a las inspiraciones de la religión, o de la superstición, si así se la puede llamar, es un bendito alivio. Los mismos peligros que amenazan su empresa le dan más sabor. Atreverse por su propio bien fue una bendición; la misma dificultad del camino que conducía al cumplimiento de sus deseos, complació su amor y, a la vez, distrajo sus pensamientos de la desesperación. Si se decretara que ella debería sacrificarlo todo, el riesgo de peligro, y aun de muerte, sería de insignificante importancia en comparación con la congoja, de la que siempre tendría su ración.
La noche amenaza tormenta; el violento viento sacudía los marcos de las ventanas, y los árboles agitaban sus descomunales y umbríos brazos, cual gigantes en fantástica danza y mortal pendencia. Constanza y Manon, sin comitiva, abandonaron el castillo por la poterna y comenzaron a descender la colina. La luna no había salido todavía; y aunque el camino le era familiar a ambas, Manon se tambaleaba y temblaba, mientras que la Condesa bajaba con paso firme la empinada pendiente, arrastrando su capa de seda. Llegaron a orillas del río, donde una pequeña barca estaba amarrada, y, esperaba un hombre. Constanza se introdujo en ella, y ayudó a su temerosa compañera, En pocos segundos estuvieron en mitad de la corriente. El cálido y tempestuoso viento equinoccial las arrastraba. Por primera vez desde que se puso de luto, un escalofrío de placer llenó el pecho de Constanza; y ella acogió la emoción con doble regocijo. No puede ser, pensó, que el Cielo me prohíba amar a alguien tan valiente, tan generoso y tan bueno como el noble Gaspar. Nunca podría amar a otro; moriré si me separan de él; y este corazón, estos miembros tan radiantemente vivos, ¿están ya predestinados a una tumba prematura? ¡Oh, no! La vida clama dentro de ellos. Viviré para amar. ¿No aman todas las cosas? Los vientos cuando susurran a las impetuosas aguas; las aguas cuando besan los márgenes floridos y se apresuran a mezclarse con el mar. El cielo y la tierra se sostienen y viven por y para el amor. Si su corazón había sido siempre un profundo, efusivo y desbordante manantial de verdaderos afectos, ¿se vería obligada Constanza a taponarlo y cerrarlo definitivamente?
Estos pensamientos prometían sueños placenteros; y quizá por eso la Ccondesa, adepta a la creencia popular en el dios ciego, se entregó a ellos con más facilidad. Pero mientras estaba absorbida por suaves emociones, Manon la agarró del brazo.
-¡Señora, mira! -gritó-. Viene, aunque todavía no se oyen los remos. ¡Ahora que la Virgen nos ampare! ¡Ojalá estuviéramos en casa!
Un oscuro bote se deslizó junto a ellas. Cuatro remeros, cubiertos con capas negras, manejaban los remos, que, como dijo Manon, no hacían ruido; otro iba sentado junto al timón: como el resto, iba cubierto con un manto oscuro, pero no llevaba gorra; y aunque ocultó su rostro, Constanza reconoció a su amante.
-Gaspar -gritó en voz alta-. ¿Vives todavía?
Pero la figura del bote ni volvía la cabeza ni contestó, y rápidamente se perdió en las sombrías aguas.
¡Cómo cambió ahora el ensueño de la bella Condesa! El Cielo había iniciado ya su prodigio, y formas sobrenaturales la rodeaban, mientras forzaba la vista por entre las tinieblas. Primero vio, y luego perdió, a la barca que la había asustado; y le pareció que iba en ella otra persona, portadora de los espíritus de los muertos; y su padre le hacía señales desde la orilla, y sus hermanos la desaprobaban.
Mientras tanto se acercaron al embarcadero. Su barca fue amarrada en una pequeña ensenada, y Constanza tomó pie en la orilla. Temblaba, y casi se rindió a los ruegos de Manon por su regreso; hasta que la indiscreta suivanté mencionó los nombres del Rey y de Vaudemont, y habló de la respuesta que mañana se les daría. ¿Qué respuesta si ella se volvía atrás en su intento?
Constanza corrió a lo largo del quebrado terreno que bordeaba el río hasta llegar a una colina que abruptamente surgía de. la corriente. Cerca había una pequeña capilla. Con dedos temblorosos, la Condesa extrajo la llave y abrió la puerta. Entraron. Estaba a oscuras, salvo una pequeña lámpara, tremulante al viento, que ofrecía una incierta luz frente a la imagen de santa Catalina. Las dos mujeres se arrodillaron y oraron; luego, se levantaron y la Condesa, con acento complaciente, dio las buenas noches a su doncella. Luego abrió una pequeña y baja puerta de acero. Conducía a una angosta caverna. Más allá se oía el rugido de las aguas.
-No debes seguirme, mí pobre Manon -dijo Constanza-. Ni siquiera con el deseo: es una aventura para mí sola.
Fue extremadamente difícil dejar sola en la capilla a la temblorosa sirvienta, que no tenía esperanza, ni miedo, ni amor, ni pena que la entretuviera. Pero en aquellos días los escuderos y las criadas hacían, a menudo, de subalternos en el ejército, ganando golpes en lugar de fama. A su lado, Manon estaba segura en un recinto sagrado. Mientras tanto, la Condesa seguía su camino a tientas en la oscuridad por el estrecho y tortuoso pasadizo. Finalmente, lo que parecía una luz oscureció por largo tiempo el juicio que se había manifestado en ella. Alcanzó una caverna abierta en la pendiente de la colina mirando hacia la impetuosa corriente de abajo. Contempló la noche. Las aguas del Loira se daban prisa (como desde ese día se han apresurado siempre), cambiantes pero siempre lo mismo; los cielos estaban densamente velados por nubes, y el viento en los árboles era tan lúgubre y de tan mal agüero como si soplara alrededor de la tumba de un asesino. Constanza se estremeció un poco, y miró por encima de su lecho, una estrecha repisa de tierra y una musgosa piedra al borde mismo del precipicio. Se quitó el manto (era una de las condiciones del prodigio); inclinó la cabeza, y se soltó las trenzas de su cabello oscuro; se descalzó; y así, completamente preparada para sufrir a lo sumo la escalofriante influencia de la fría noche, se extendió a lo largo sobre la estrecha cama, que apenas le proporcionaba espacio para el descanso, y por tanto, si se movía en sueños, podía precipitarse a las frías aguas de abajo.
Al principio creyó que ya nunca más volvería a dormirse. No sería muy extraño que la exposición al soplo del viento y su peligrosa posición le impidieran cerrar los párpados. Por fin, cayó en una ensoñación tan delicada y sosegante, que deseó velar; y luego, sus sentidos se aturdieron gradualmente. Estaba en el lecho de santa Catalina; el Loira se precipitaba debajo, y el salvaje viento arrasaba. ¿Qué tipo de sueños le enviaría la santa? ¿La conduciría a la desesperación o le ofrecería su amparo para siempre?
Bajo la escarpada colina, sobre la oscura corriente, vigilaba otra persona, que temía a un millar de cosas y apenas se atrevía a tener esperanza. Su intención había sido preceder a la dama en su trayecto, pero cuando descubrió que se había demorado demasiado tiempo, con los remos silenciados y jadeante premura, se precipitó hacia la barca que contenía a su Constanza; y ni siquiera volvió la cabeza a su llamada, temeroso de incurrir en culpa ante ella, así como de sus órdenes de regresar. La había visto surgir del corredor, y se estremeció cuando ella se arrimó al precipicio. La vio seguir adelante, vestida de blanco como iba, y pudo advertir cómo se tumbaba en la repisa que sobresalía arriba. ¡Qué vigilia guardaron los amantes! Ella, entregada a pensamientos visionarios; y él, sabiendo -y el conocimiento conmovía su corazón con extraña emoción- que el amor, el amor por él, la había conducido a ese peligroso lecho; y que, mientras la rodeaban peligros del tipo que fueran, ella sólo vivía para la vocecita callada que susurraría a su corazón el sueño que iba a decidir su destino. Quizá ella durmiese, pero él veló y vigiló; y pasó la noche ora rezando, ora arrebatado por la esperanza y el miedo alternativamente, sentado en su, bote, con los ojos fijos en la vestidura blanca de la durmiente de arriba.
La mañana. ¿Está la mañana forcejeando con las nubes? ¿Vendrá la mañana a despertarla? ¿Se habrá dormido? Y ¿qué sueños de bienestar o de infortunio habrán poblado su dormir? Gaspar se impacientaba cada vez más. Ordenó a sus remeros que continuaran esperando, y él se arrojó al agua, intentando escalar el precipicio. En vano le advirtieron del peligro, y más aún, de la imposibilidad del empeño. Se pegó a la abrupta faz de la colina, y encontró puntos de apoyo donde parecía que no había. La ascensión no era, verdaderamente, muy elevada; los peligros de la cama de santa Catalina provienen de la posibilidad que tiene cualquiera que duerma en un lecho tan estrecho, de precipitarse a las aguas de abajo. Gaspar continuó afanándose en la ascensión de la pendiente, y finalmente alcanzó las raíces de un árbol que crecía cerca de la cima. Ayudado por sus ramas, consiguió posarse en el mismo borde de la repisa, cerca de la almohada sobre la que yacía la descubierta cabeza de su amada. Sus manos estaban recogidas sobre el pecho; su cabello oscuro le caía alrededor de la garganta y soportaba su mejilla; su rostro estaba sereno: dormía con toda su inocencia y todo su desamparo; sus más frenéticas emociones estaban silenciadas, y su corazón palpitaba regularmente. Podía verle latir por la elevación de sus hermosas manos cruzadas sobre él. Ninguna estatua labrada en mármol de efigie monumental fue nunca la mitad de hermosa; y dentro de esta incomparable forma moraba un alma verdadera, tierna, sacrificada y afectuosa, como jamás templó pecho humano.
¡Con qué profunda pasión miraba fijamente Gaspar, concibiendo esperanzas de la placidez de su angelical semblante! Una sonrisa ceñía sus labios; y él también sonrió involuntariamente al percibir el feliz presagio. Súbitamente, sus mejillas se encendieron, su pecho palpitó, una lágrima se escabulló de sus oscuras pestañas, y entonces cayó un verdadero aguacero.
-¡No! -comenzó a gritar Constanza-. ¡No morirá! ¡Desataré sus cadenas! ¡Lo salvaré!
La mano de Gaspar estaba allí. Cogió su ligera figura a punto de caerse de su peligroso lecho. Constanza abrió los ojos y contempló a su amante, que había velado su fatal sueño, y la había salvado.
Manon también durmió bien, soñando o no poco importa, y se sobrecogió por la mañana al descubrir que había despertado rodeada por una multitud. La pequeña y lúgubre capilla estaba adornada con tapices; el altar tenía cálices de oro; el sacerdote cantaba misa a una considerable formación de caballeros arrodillados. Manon vio que el rey Enrique estaba también; y buscó con la mirada a otro, que no pudo encontrar, cuando la puerta de acero del corredor de la caverna se abrió, y salió de él Gaspar de Vaudemont, delante de la hermosa Constanza, que, con sus ropas blancas y su oscuro cabello desgreñado, y un rostro en el que sonrisas y rubores contendían con emociones más profundas, se acercó al altar, y, arrodillándose con su amante, profirió los votos que los unirían para siempre.
Pasó mucho tiempo hasta que Gaspar consiguiera de su dama el secreto de su sueño. Pese a la felicidad de que ahora gozaba, Constanza había sufrido mucho al recordar con terror aquellos días en que pensó que el amor era un crimen, y que cada suceso conectado con ellos mostraba un aspecto atroz.
-Muchas visiones -dijo- tuvo ella aquella terrible noche. Vio en el Paraíso a los espíritus de su padre y de sus hermanos; contempló a Gaspar combatiendo victoriosamente entre los infieles; lo volvió a contemplar en la corte del rey Enrique, querido y favorecido; y a ella misma, ora lánguida en un claustro, ora de novia, ora agradecida al Cielo por haberla colmado de felicidad, ora llorando en sus días tristes, hasta que, súbitamente, pensó en tierra pagana; y a la misma santa, santa Catalina, guiándola invisible a través de la ciudad de los infieles. Entró en un palacio y contempló a los herejes celebrando su victoria. Luego, descendiendo a las mazmorras de abajo, tantearon su camino a través de húmedas bóvedas, y corredores bajos y enmohecidos, hasta una celda más oscura y espantosa que el resto. Sobre el suelo yacía una forma humana vestida con sucios harapos, el pelo en desorden y una barba salvaje y enmarañada. Sus mejillas estaban consumidas; sus ojos habían perdido el brillo; su figura era un simple esqueleto; sus descarnados huesos pendían flojamente de unas cadenas
-Y ¿fue mi aspecto en aquella atractiva situación, y mi vestimenta victoriosa lo que ablandó el duro corazón de Constanza? -preguntó Gaspar, sonriendo por esta pintura de lo que nunca será.
-De veras -replicó Constanza-. Pues mi corazón me susurró que debía hacer eso. ¿Quién podría hacer volver la vida que mengua en tu pulso, restaurarla, sino la persona que la destruyó? Mi corazón nunca se apasionó tanto con el caballero, cuando estaba vivo y feliz, como lo hizo con su consumida imagen yaciendo, en sus visiones nocturnas, a mis pies. Un velo cayó de mis ojos, la oscuridad se desvaneció ante mí. Me pareció entonces que sabía por vez primera lo que era la vida y la muerte. Me ordenaron creer que una vida feliz consistía en no ofender a los muertos; y sentí cuán inicua y cuán vana era esa falsa filosofía que colocaba a la virtud y al bien al lado del odio y la crueldad. Tú no morirías; rompería tus cadenas y te liberaría, y te ofrecería una vida consagrada al amor. Me precipité, y la muerte que desaprobaba en ti, presumiblemente habría sido mía (justo cuando por vez primera sentía el verdadero valor de la vida), pero tu brazo estaba allí para salvarme, y tu querida voz para rogarme que sea feliz por siempre jamás".

Mary Shelley

viernes, 11 de septiembre de 2009

"Pluma, Lápiz y Veneno"

"Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras su carencia de una visión integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto debe necesariamente ser así. Esa misma concentración de visión e intensidad de propósito que caracteriza el temperamento artístico es en sí misma un modo de limitación. A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les parece de mucha importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla. Rubens sirvió como embajador, Goethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell. Sófocles desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas y novelistas de la América moderna no parecen desear nada mejor que transformarse en representantes diplomáticos de su país; y el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un temperamento extremadamente artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte; no fue solamente un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado a las cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador de capacidad más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival en ésta o cualquier edad.
Este hombre destacable, tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno", como dijo finamente de él un gran poeta de nuestros propios días, había nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo de un distinguido abogado de Gray's Inn y Hatton Carden. Su madre era hija del celebrado doctor Griffiths, el editor y fundador de la Monthly Review, el partícipe en otra especulación literaria de Thomas Davis, ese famoso librero de quien Johnson dijo que no era un librero, sino "un caballero que comerciaba en libros", el amigo de Goldsmith y Wedgwood, y uno de los más conocidos hombres de su día. La señora Wainewright murió al darlo a luz, a la temprana edad de veintiuno, y una noticia necrológica en el Gentleman's Magazine nos habla de su "amable disposición y numerosos méritos" y agrega algo extrañamente que "se supone que ella había comprendido los escritos del señor Locke tan bien como quizá no lo hizo ninguna persona de uno u otro sexo hoy viviente". Su padre no sobrevivió mucho a la joven esposa, y el pequeño parece haber sido educado por su abuelo y, tras la muerte de éste en 1803, por su tío, George Edward Griffiths, a quien posteriormente envenenó. Pasó su juventud en Lindon House, Turnham Creen, una de aquellas muchas hermosas mansiones georgianas que, desgraciadamente, han desaparecido ante las incursiones del constructor suburbano, y a sus amorosos jardines y bien arbolado parque debió ese simple y apasionado amor a la naturaleza que no lo abandonó a través de su vida y que lo hizo tan particularmente susceptible a las influencias espirituales de la poesía de Wordsworth.
Sin embargo, no debemos olvidar que este joven cultivado, que fue tan susceptible a las influencias wordsworthianas, fue también uno de los más sutiles y secretos envenenadores de ésta o cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente fascinado por este extraño pecado, no nos lo cuenta, y el diario en el que anotó cuidadosamente los resultados de sus terribles experimentos y los métodos que adoptó, infortunadamente se ha perdido para nosotros. Además, se mostró reticente hasta sus últimos días en la materia y prefirió hablar sobre La excursión y los Poemas basados en el afecto. No hay duda, sin embargo, de que el veneno que usaba era la estricnina. En uno de los hermosos anillos que tanto lo enorgullecían, y que le servían para ostentar el fino modelado de sus manos marfileñas, acostumbraba llevar cristales de la nux vomita india, un veneno -nos dice uno de sus biógrafos- "casi insípido, y capaz de una disolución casi infinita". Sus asesinatos, dice De Quincey, fueron más de los que se dieron a conocer judicialmente. De esto no hay duda, y algunos de ellos son merecedores de mención. Su primera víctima fue su tío, Thomas Griffiths. Lo envenenó en 1829 para tomar posesión de Lindon House, un lugar al que se había sentido siempre muy unido. En agosto del año siguiente envenenó a la señora Abercrombie, su suegra, y en diciembre envenenó a la amorosa Helen Abercrombie, su cuñada. Por qué asesinó a la señora Abercrombie no está averiguado. Puede haber sido por un capricho, o para gratificar cierto perverso sentimiento de poder que había en él, o porque ella sospechaba algo, o por ninguna razón. Pero el asesinato de Helen Abercrombie fue llevado adelante por él y su esposa en consideración a una suma de unas 18.000 libras, en la que ellos habían asegurado la vida de ella en varias compañías.
Al agente de una compañía de seguros que lo visitaba una tarde y que creyó que podría aprovechar la ocasión para señalar que, después de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó: "Señor, ustedes, hombres de la Ciudad, entran en sus especulaciones y aceptan sus riesgos. Algunas de sus especulaciones tienen éxito, algunas fracasan. Sucede que las mías han fallado, sucede que las suyas han tenido éxito. Esa es la única diferencia, señor, entre mis visitantes y yo. Pero, señor, le mencionaré a usted una cosa en la que yo he tenido éxito hasta el final. He estado determinado a conservar a través de la vida la posición de un caballero. Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es costumbre de este lugar que cada uno de los inquilinos de una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo ocupo una celda con un albañil y un deshollinador, pero ellos nunca me ofrecen la escoba!". Cuando un amigo le reprochó el asesinato de Helen Abercrombie, él se encogió de hombros y dijo: "Sí, fue cosa espantosa hacerlo, pero tenía tobillos muy gruesos".
Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio tiempo para que seamos capaces de formar algún juicio puramente artístico sobre él. Es imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un hombre que podría haber envenenado a Tennyson, o al señor Gladstone, o al señor de Balliol. Pero si el hombre hubiera usado un ropaje y hablado un idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido en la Roma imperial o en el tiempo del Renacimiento italiano, o en la España del siglo XVII, o en cualquier tierra y cualquier siglo que no fueran los nuestros, hubiéramos sido capaces de arribar a una estimación perfectamente desprejuiciada de su posición y valor. Yo sé que hay muchos historiadores, o al menos escritores sobre asuntos históricos, que aun creen necesario aplicar juicios morales a la historia, y que distribuyen su elogio o reprobación con la solemne complacencia de un maestro de escuela satisfecho. Este es, sin embargo, un hábito tonto, y solamente demuestra que el instinto moral puede ser llevado a un grado tan elevado de perfección que hace su aparición dondequiera no es requerido. Ninguna persona con verdadero sentido histórico soñaría nunca con reprobar a Nerón, regañar a Tiberio, o censurar a César Borgia. Esas personas son como los títeres de una representación. Pueden llenarnos de terror, horror o admiración, pero no pueden hacernos daño. No están en relación inmediata con nosotros. No tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la esfera del arte y de la ciencia, y ni el arte ni la ciencia saben nada de aprobación o desaprobación moral. Y así puede suceder algún día con el amigo de Charles Lamb. Por el momento, siento que él es un poco demasiado moderno para ser tratado con ese fino espíritu de curiosidad desinteresada, al que debemos tantos encantadores estudios de los grandes criminales del Renacimiento italiano, de las plumas del señor John Addington Symonds, la señorita Mary F. Robinson, la señorita Vernon Lee y otros distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no lo ha olvidado. Él es el héroe de Hunted Down, de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer; y es grato notar que la ficción ha rendido algún homenaje a quien fue tan poderoso con "pluma, lápiz y veneno". Ser inspirador para la ficción es mucho más importante que una simple realidad".


Oscar Wilde

jueves, 10 de septiembre de 2009

"Sortilegio de Otoño"

"El caballero Ubaldo, una tranquila tarde de otoño mientras cazaba, se encontró alejado de los suyos, y cabalgaba por los montes desiertos y boscosos cuando vio venir hacia él a un hombre vestido con ropas extrañas. El desconocido no advirtió la presencia del caballero hasta que estuvo delante de él. Ubaldo vio con estupor que vestía un jubón magnífico y muy adornado pero descolorido y pasado de moda. Su rostro era hermoso, aunque pálido, y estaba cubierto por una barba tupida y descuidada.
Los dos se saludaron sorprendidos y Ubaldo explicó que, por desgracia, se encontraba perdido. El sol se había ocultado detrás de los montes y aquel lugar se encontraba lejos de cualquier sitio habitado. El desconocido ofreció entonces al caballero pasar la noche en su compañía. Al día, añadió, le indicaría la única manera de salir de aquellos bosques. Ubaldo aceptó y lo siguió a través de los desiertos desfiladeros.
Pronto llegaron a un elevado risco a cuyo pie se encontraba una espaciosa cueva, en medio de la cual había una piedra y sobre la piedra un crucifijo de madera. Al fondo estaba situada una yacija de hojas secas. Ubaldo ató su caballo a la entrada y, mientras, el huésped trajo en silencio pan y vino. Después de haberse sentado, el caballero, a quien no le parecían las ropas del desconocido propias de un ermitaño, no pudo por más que preguntarle quién era y qué lo había llevado hasta allí.
-No indagues quién soy -respondió secamente el ermitaño, y su rostro se volvió sombrío y severo. Entonces Ubaldo notó que el ermitaño escuchaba con atención y se sumía en profundas meditaciones cuando empezó a contarle algunos viajes y gestas gloriosas que había realizado en su juventud. Finalmente Ubaldo, cansado, se acostó en la yacija que le había ofrecido su huésped y se durmió pronto, mientras el ermitaño se sentaba en el suelo a la entrada de la cueva.
A la mitad de la noche el caballero, turbado por agitados sueños, se despertó sobresaltado y se incorporó. Afuera, la luna bañaba con su clara luz el silencioso perfil de los montes. Delante de la caverna vio al desconocido paseando intranquilo de aquí para allá bajo los grandes árboles. Cantaba con voz profunda una canción de la que Ubaldo sólo consiguió entender estas palabras:
Me arrastra fuera de la cueva el temor.
Me llaman viejas melodías.
Dulce pecado, déjame
O póstrame en el suelo
Frente al embrujo de esta canción,
Ocultándome en las entrañas de la tierra.

¡Dios! Querría suplicarte con fervor,
Mas las imágenes del mundo siempre
Se interponen entre nosotros,
Y el rumor de los bosques
Me llena de terror el alma.
¡Severo Dios, te temo!

¡Oh, rompe también mis cadenas!
Para salvar a todos los hombres
Sufriste tú una amarga muerte.
Estoy perdido ante las puertas del infierno.
¡Qué desamparado estoy!
¡Jesús, ayúdame en mi angustia!
Al terminar su canción se sentó sobre una roca y pareció murmurar una imperceptible oración, semejante a una confusa fórmula mágica. El rumor del riachuelo cercano a las montañas y el leve silbido de los abetos se unieron en una misma melodía, y Ubaldo, vencido por el sueño, cayó de nuevo sobre su lecho.
Apenas brillaron los primeros rayos de la mañana a través de las copas de los árboles, cuando el ermitaño se presentó ante el caballero para mostrarle el camino hacia los desfiladeros. Ubaldo montó alegre su caballo y su extraño guía cabalgó en silencio junto a él. Pronto alcanzaron la cima del monte, y contemplaron la deslumbrante llanura que aparecía súbitamente a sus pies con sus torrentes, ciudades y fortalezas en la hermosa luz de la mañana. El ermitaño pareció especialmente sorprendido:
-¡Ah, qué hermoso es el mundo! -exclamó turbado, cubrió su rostro con ambas manos y se apresuró a adentrarse de nuevo en los bosques. Ubaldo, moviendo la cabeza, tomó el conocido camino que conducía a su castillo.
La curiosidad lo empujó de nuevo a buscar aquellas soledades, y, aunque con esfuerzo, consiguió encontrar la cueva, donde el ermitaño lo recibió esta vez sombrío y silencioso.
Ubaldo, por el canto nocturno del ermitaño en el primer encuentro, supo que éste quería sinceramente expiar graves pecados, pero le pareció que su espíritu luchaba en vano contra el enemigo, pues en su conducta no existía la alegre confianza de un alma verdaderamente sumisa a la voluntad de Dios, y, con frecuencia, cuando conversaban sentados uno junto al otro, irrumpía una contenida ansiedad terrenal con una fuerza terrible en los extraviados y llameantes ojos de aquel hombre, transformando su fisonomía y dándole un cierto aire salvaje.
Esto impulsó al piadoso caballero a hacer más frecuentes sus visitas para ayudar con todas sus fuerzas a aquel espíritu vacilante. Sin embargo, el ermitaño calló su nombre y su vida anterior durante todo aquel tiempo, y parecía temeroso de su pasado. Pero, con cada visita se tornaba más apacible y confiado. Así, finalmente consiguió el buen caballero convencerlo para que lo acompañara a su castillo.
Ya había anochecido cuando llegaron a la fortaleza. El caballero Ubaldo ordenó encender un hermoso fuego en la chimenea e hizo traer el mejor vino de cuantos tenía. Era la primera vez que el ermitaño parecía encontrarse a gusto. Observaba muy atentamente una espada y otras armas que, colgadas en la pared, reflejaban los destellos de la lumbre, y luego contemplaba silenciosamente al caballero.
-Vos sois feliz -dijo-, y veo vuestra firme y gallarda figura con verdadero temor y profundo respeto; vivís sin que os conmueva la alegría ni el dolor, y domináis con serena tranquilidad la vida, al igual que un navegante que sabe manejar el timón, y no se deja confundir con el maravilloso canto de las sirenas. Junto a vos me he sentido muchas veces como un necio cobarde o como un loco. Hay personas embriagadas de vida. ¡Qué terrible es volver de nuevo a la sobriedad!
Ubaldo, que no quería desaprovechar aquel desacostumbrado comportamiento de su huésped, le insistió con entusiasmo para que le revelara la historia de su vida. El ermitaño se quedó pensativo.
-Si me prometéis -dijo finalmente- mantener eternamente en secreto lo que voy a contaros y me permitís omitir los nombres, lo haré.
El caballero levantó la mano en señal de juramento y llamó a continuación a su mujer, de cuyo silencio respondía, para que participase junto con él de la historia tan ansiosamente esperada.
Ésta apareció con un niño en sus brazos y llevando a otro de la mano. Era alta y de hermosa figura en su floreciente juventud, silenciosa y dulce como el crepúsculo, reflejando en los encantadores niños su propia belleza. El huésped se sintió profundamente confundido al verla. Abrió bruscamente la ventana y, pensativo, detuvo su mirada unos instantes en el bosque oscurecido. Tranquilizado, volvió junto a ellos, se sentaron alrededor del fuego y empezó a hablar de la siguiente manera:
«El tibio sol del otoño se levantaba sobre la niebla azul que cubría los valles cercanos a mi castillo. La música había callado, la fiesta terminaba y los animados invitados se dispersaban. Era una fiesta de despedida que yo ofrecía a mi más querido amigo, que aquel día, con su hueste, se había armado de la Santa Cruz para unirse al ejército cristiano en la conquista de Tierra Santa. Desde nuestra más temprana juventud era esta empresa nuestra única meta, el único deseo y la única esperanza de nuestros sueños de adolescencia. Aún hoy recuerdo con indescriptible nostalgia aquel tiempo tranquilo como la mañana, cuando, sentados bajo los altos tilos de mi castillo, seguíamos con la imaginación las nubes navegantes hacia aquella tierra bendita, donde Godofredo y otros héroes vivían y combatían en el claro esplendor de la gloria. Pero, ¡qué pronto cambió todo en mí!
»Una doncella, flor de toda belleza, que había visto muy poco y de la cual, sin que ella lo supiera, estaba perdidamente enamorado, me retenía en la cárcel silenciosa de estas montañas. Sí, yo era lo bastante fuerte para luchar, pero no tuve el valor de alejarme, y dejé marchar solo al amigo.
»También la doncella había participado en la fiesta y yo había sucumbido al esplendor de su hermosura. Al alba, cuando ella iba a despedirse y yo la ayudaba a montar en su caballo, tuve el valor de confesarle que, si era su voluntad, renunciaría a mi empresa. Ella no dijo nada y me miró fijamente, casi con horror, y salió al galope.»
Oyendo estas palabras, Ubaldo y su mujer se miraron sin ocultar su asombro. Pero el huésped no lo advirtió y siguió su relato:
«Todos se habían ido. Los rayos del sol, a través de las altas ventanas ojivales, entraban en los salones vacíos, donde sólo resonaban mis pasos. Permanecí largo tiempo asomado al mirador; del silencioso bosque llegaban los acompasados golpes de las hachas de los leñadores. Tan grande era mi soledad, que, en un momento, se apoderó de mí una indescriptible ansiedad. No pude soportarlo: monté sobre mi caballo y salí de caza para aliviar mi oprimido corazón.
»Erré durante mucho tiempo y, finalmente, me encontré perdido en un paraje desconocido entre las montañas. Cabalgaba pensativo, con mi halcón en la mano a través de un prado maravilloso que acariciaban los oblicuos rayos del sol poniente. Las nubes otoñales se movían ligeras en el aire azul y sobre las montañas se oían los cantos de adiós de los pájaros migratorios.
»De repente llegó a mis oídos el sonido de varios cuernos de caza que parecían responderse unos a otros desde las cimas. Algunas voces los acompañaban con un canto. Hasta entonces, ninguna melodía me había conmovido de tal manera, y, aún hoy, recuerdo algunas de sus estrofas, que llegaban a mí a través del viento:
Por lo alto, en bandadas amarillas y rojas
Se van los pájaros volando.
Los pensamientos vagan sin consuelo
¡Ay de mí, que no encuentran refugio!
Y las oscuras quejas de los cuernos,
Golpean el corazón solitario.

¿Ves el perfil de los azules montes
Que se yergue a lo lejos sobre los bosques,
Y los arroyos que en el valle silencioso,
Se alejan susurrantes?
Nubes, arroyos, pájaros ruidosos:
Todo se junta allá a lo lejos.

Mis rizos de oro ondean
Y florece mi joven cuerpo dulcemente.
Pronto sucumbe la belleza;
Igual que el esplendor se apaga del verano
Debe la juventud inclinar sus flores.
Callan alrededor todos los cuernos.

Esbeltos brazos para abrazar,
Y roja boca para el dulce beso,
El cobijo del blanco seno,
Y el cálido saludo de amor,
Te ofrece el eco de los cuernos de caza.
Dulce amor, ven, antes de que callen.
»Yo estaba confundido con aquella melodía que había conmovido mi corazón. Mi halcón, tan pronto como oyó las primeras notas, se intranquilizó, para después desaparecer en el aire y no volver más. Yo, sin embargo, incapaz de resistir, seguí oyendo aquella seductora melodía que confusa, unas veces se alejaba y, otras, llevada por el viento, parecía acercarse.
»Finalmente salí del bosque y divisé delante de mí, sobre la cumbre de una montaña, un majestuoso castillo. Desde arriba hasta el bosque, sonreía un bellísimo jardín, repleto de todos los colores, que rodeaba al castillo como un anillo mágico. Todos los árboles y los setos, encendidos por los tonos violentos del otoño, aparecían purpúreos, amarillos oro y rojos fuego. Altos áster, las últimas estrellas del verano, brillaban allí con múltiples destellos. El sol poniente derramaba sus últimos rayos sobre aquella deliciosa altura, reflejando sus deslumbrantes llamas en las ventanas y en las fuentes.
»Me di cuenta entonces de que el sonido de los cuernos de caza que había escuchado poco antes provenía de este jardín. Vi con espanto, en medio de tanta magnificencia, bajo los emparrados, a la doncella de mis sueños, que paseaba cantando la misma melodía. Al verme calló, pero los cuernos de caza seguían sonando. Hermosos muchachos, vestidos de seda, se acercaron a mí y me ayudaron a desmontar.
»Pasé a través del arco ligero y dorado de la cancela, directo hacia la explanada del jardín, donde se encontraba mi amada y caí a sus pies, vencido por tanta belleza. Llevaba un vestido rojo oscuro; largos velos transparentes cubrían sus rizos dorados, que una diadema de piedras preciosas sujetaba sobre la frente.
»Me ayudó a levantarme amorosamente y, con voz entrecortada por el amor y el dolor, me dijo:
»-¡Cuánto te amo, hermoso e infeliz joven! Desde hace mucho tiempo te amo, y cuando el otoño inicia su fiesta misteriosa despierta mi deseo con nueva e irresistible fuerza. ¡Infeliz! ¿Cómo has llegado a la esfera de mi canción? Déjame y vete.
»Al oír estas palabras fui presa de un gran temblor y le supliqué que me hablara y se explicase. Pero ella no respondió, y recorrimos silenciosos, uno al lado del otro, el jardín.
»Mientras tanto, había oscurecido y el aspecto de la doncella se había tornado grave y majestuoso.
»-Debes saber -dijo- que tu amigo de la infancia, el cual hoy se ha despedido de ti, es un traidor. He sido obligada a ser su prometida. Sólo por celos te ha ocultado su amor. No ha partido hacia Palestina: mañana vendrá para llevarme a un castillo lejano donde estaré eternamente oculta a la mirada de todos. Ahora debo irme. Sólo nos volveremos a ver si él muere.
»Dicho esto, me besó en los labios y desapareció en las oscuras galerías. Una gema de su diadema heló mi vista, y su beso estremeció mis venas con un tembloroso deleite.
»Medité con terror las espantosas palabras que, al despedirse, había vertido como un veneno en mi sangre. Vagué pensativo mucho tiempo por los solitarios senderos. Finalmente, cansado, me eché sobre los escalones de piedra de la puerta del castillo. Los cuernos de caza sonaban todavía, y me dormí combatido por extraños pensamientos.
»Cuando abrí los ojos, ya había amanecido. Las puertas y las ventanas del castillo estaban cerradas, y el jardín, silencioso. En aquella soledad, con los nuevos y hermosos colores de la mañana, se despertaban en mi corazón la imagen de mi amada y todo el sortilegio de la víspera, y yo me sentía feliz sabiéndome amado y correspondido. A veces, al recordar aquellas terribles palabras, quería huir lejos de allí, pero aquel beso ardía aún en mis labios y no podía hacerlo.
»El aire era cálido, casi sofocante, como si el verano quisiera volver sobre sus propios pasos. Recorrí el bosque cercano para distraerme con la caza. De improviso vislumbré en la copa de un árbol un pájaro con un plumaje tan maravilloso como jamás lo había visto. Cuando tensé el arco para lanzar la flecha, voló hacia otro árbol. Lo perseguí ávidamente, pero el pájaro seguía saltando de copa en copa, mientras sus alas doradas reflejaban la luz del sol.
»Así, fui a parar a un estrecho valle, flanqueado por escarpados riscos. Allí no llegaba la fría brisa y todo estaba todavía verde y florido como en el verano. Del centro del valle salía un canto embriagador. Sorprendido, aparté las ramas de los tupidos matorrales y mis ojos se cegaron ante el hechizo que se manifestó delante de mí.
»En medio de las altas rocas había un apacible lago circundado de hiedra y juncos. Muchas doncellas bañaban sus hermosos miembros en las tibias ondas. Entre ellas se encontraba mi hermosísima amada sin velos, que, silenciosa, mientras las otras cantaban, miraba fijamente el agua, que cubría sus tobillos, como encantada y absorta en su propia belleza reflejada en el agua. Permanecí durante un tiempo mirando de lejos, inmóvil y tembloroso. De golpe, el hermoso grupo salió del agua, y me apresuré para no ser descubierto.
»Me refugié en lo más profundo del bosque para apaciguar las llamas que abrasaban mi corazón. Pero cuanto más lejos huía tanto más viva se agitaba delante de mis ojos la visión de aquellos miembros juveniles.
»La noche me alcanzó en el bosque. El cielo se había oscurecido y una tremenda tormenta apareció sobre los montes. "Sólo nos volveremos a ver si él muere", repetía para mí, mientras huía como si me persiguieran fantasmas.
»A veces me parecía oír a mi flanco estrépito de caballos, pero yo huía de toda mirada humana y de todo rumor que pareciera acercarse. Al cabo, cuando llegué a una cima, vi a lo lejos el castillo de mi amada. Los cuernos de caza sonaban como siempre, el esplendor de las luces irradiaba como una tenue luz de luna a través de las ventanas, iluminando alrededor mágicamente los árboles y las flores cercanas, mientras todo el resto del paraje luchaba en la tormenta y la oscuridad.
«Finalmente, incapaz casi de dominar mis facultades, escalé una alta roca, a cuyos pies pasaba un ruidoso torrente. Llegado a la cima divisé una sombra oscura que, sentada sobre una piedra, silenciosa e inmóvil, parecía ella misma también de piedra. Rasgadas nubes huían por el cielo. Una luna color sangre apareció por un instante, reconocí entonces a mi amigo, el prometido de mi amada.
«Apenas me vio, se levantó apresuradamente. Temblé de arriba abajo. Entonces le vi empuñar su espada. Colérico, me lancé contra él y lo agarré. Luchamos unos instantes y luego lo despeñé.
»De repente el silencio se hizo terrible. Sólo el torrente rugió más fuerte como si sepultase eternamente mi pasado en medio del fragor de sus ondas turbulentas.
»Me alejé velozmente de aquel horrible lugar. Entonces me pareció oír a mis espaldas una carcajada aguda y perversa que venía de las copas de los árboles. Al mismo tiempo creí ver en la confusión de mis sentidos, al pájaro que poco antes había perseguido. Me precipité lleno de espanto, a través del bosque, y salté el muro del jardín. Con todas mis fuerzas llamé a las puertas del castillo:
»-¡Abre -gritaba fuera de mí-, ¡abre, he matado al hermano de mi corazón! ¡Ahora eres mía en la tierra y en el infierno!
»La puerta se abrió y la doncella, más hermosa que nunca, se echó contra mi pecho, destrozado por tantas tormentas, y me cubrió de ardientes besos.
»No os hablaré de la magnificencia de las salas, de la fragancia de exóticas y maravillosas flores, entre las cuales cantaban hermosas doncellas, de los torrentes de luz y de música, del placer salvaje e inefable que gusté entre los brazos de la doncella.»
En este punto, el ermitaño dejó de hablar. Fuera se oía una extraña canción. Eran pocas notas: ora semejaban una voz humana, ora la voz aguda de un clarinete, cuando el viento soplaba sobre los lejanos montes, encogiendo el corazón.
-Tranquilizaos -dijo el caballero-. Estamos acostumbrados a esto desde hace tiempo. Se dice que en los bosques vecinos existe un sortilegio. Muchas veces, en las noches de otoño, esta música llega hasta nuestro castillo. Pero igual que se acerca, se aleja y no nos preocupamos de ello.
Sin embargo, un estremecimiento sobrecogió el corazón de Ubaldo y sólo con esfuerzo consiguió dominarse. Ya no se oía la música. El huésped, sentado, callaba, perdido en profundos pensamientos. Su espíritu vagaba lejos. Después de una larga pausa volvió en sí y retomó su narración, aunque no con la calma de antes:
»Observé que, a veces, la doncella, en medio de todo aquel esplendor, caía en una invencible melancolía cuando veía desde el castillo que el otoño iba a despedirse. Pero bastaba un sueño profundo para que se calmase, y su rostro maravilloso, el jardín y todo el paraje me parecían, a la mañana, frescos y como recién creados.
»Una vez, mientras estaba junto a ella asomado a la ventana, noté que mi amada estaba más triste y silenciosa que de costumbre. Fuera, en el jardín, el viento del invierno jugaba con las hojas caídas. Advertí que mientras miraba el paisaje palidecía y temblaba. Todas sus damas se habían ido, las canciones de los cuernos de caza sonaban aquel día en una lejanía infinita, hasta que, finalmente, callaron. Los ojos de mi amada habían perdido su esplendor, casi hasta apagarse. El sol se ocultó detrás de los montes, e iluminó con un último fulgor el jardín y los valles. De repente, la doncella me apretó entre sus brazos y comenzó una extraña canción, que yo no había oído hasta entonces y resonaba en toda la estancia con melancólicos acordes. Yo escuchaba embelesado. Era como si aquella melodía me empujase hacia abajo junto con el ocaso. Mis ojos se cerraron involuntariamente: Caí adormecido y soñé.
»Cuando desperté ya era de noche. Un gran silencio reinaba en todo el castillo y la luna brillaba muy clara. Mi amada dormía a mi lado sobre un lecho de seda. La observé con asombro: estaba pálida, como muerta. Sus rizos caían desordenadamente como enredados por el viento, sobre su rostro y su pecho. Todo lo demás, a mi alrededor, permanecía intacto; igual que cuando me había dormido. Me parecía, sin embargo, como si hubiera pasado mucho tiempo. Me acerqué a la ventana abierta. Todo lo de fuera me pareció distinto de lo que siempre había visto. El rumor de los árboles era misterioso. De repente vi junto a la muralla del castillo a dos hombres que murmuraban frases oscuras, y se inclinaban curvándose el uno hacia el otro como si quisieran tejer una tela de araña. No entendí nada de lo que hablaban: sólo oía de vez en cuando pronunciar mi nombre. Me volví a mirar la imagen de la doncella que palidecía aún más en la claridad de la luna. Me pareció una estatua de piedra, hermosa, pero fría como la muerte e inmóvil. Sobre su plácido seno brillaba una piedra similar al ojo del basilisco y su boca estaba extrañamente desfigurada.
»Entonces se apoderó de mí un terror como nunca había sentido. Huí de la alcoba y me precipité a través de los desiertos salones, donde todo el esplendor se había apagado. Cuando salí del castillo vi a los dos desconocidos dejar lo que estaban haciendo y quedarse rígidos y silenciosos como estatuas. Había al pie del monte un lago solitario, a cuyo alrededor algunas doncellas con túnicas blancas como la nieve cantaban maravillosamente, a la vez que parecían entretenidas en extender sobre el prado extrañas telas de araña a la luz de la luna. Aquella visión y aquel canto aumentaron mi terror. Salté aprisa el muro del jardín. Las nubes pasaban rápidas por el cielo, las hojas de los árboles susurraban a mis espaldas, y corrí sin aliento.
»Poco a poco la noche se fue haciendo más callada y tibia; los ruiseñores cantaban entre los arbustos. Abajo, en el fondo del valle, se oían voces humanas, y viejos y olvidados recuerdos volvieron a amanecer en mi corazón apagado, mientras, ante mí, se levantaba sobre las montañas una hermosa alba de primavera.
»-¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? -exclamé con asombro. No sabía qué me había pasado-. El otoño y el invierno han transcurrido. La primavera ilumina nuevamente el mundo. Dios mío, ¿dónde he permanecido tanto tiempo?
»Finalmente alcancé la cima de la última montaña. Salía un sol espléndido. Un estremecimiento de placer recorrió la tierra; brillaron los torrentes y los castillos; los tranquilos y alegres hombres preparaban sus trabajos cotidianos; incontables alondras volaban jubilosas. Caí de rodillas y lloré amargamente mi vida perdida.
»No comprendí, y aún hoy no lo comprendo, cómo había sucedido todo. Me propuse no bajar más al alegre e inocente mundo con este corazón lleno de pecados y de desenfrenada ansiedad. Decidí sepultarme vivo en un lugar desolado, invocar el perdón del cielo y no volver a ver las casas de los hombres antes de haber lavado con lágrimas de cálido arrepentimiento mis pecados, lo único que en mi pasado era claro para mí.
»Así viví todo un año hasta que me encontré con vos. Cada día elevaba ardientes plegarias y a veces me pareció haber superado todo y haber encontrado la gracia de Dios, pero era una falsa ilusión que luego desaparecía. Sólo cuando el otoño extendía de nuevo su maravillosa red de colores sobre el monte y el valle, llegaban de nuevo del bosque cantos muy conocidos. Penetraban en mi soledad, y oscuras voces respondían dentro de mí. El sonido de las campanas de la lejana catedral me espanta cuando, en las claras mañanas de domingo, vuela sobre las montañas y llega hasta mí como si buscara en mi pecho el antiguo y callado reino del Dios de la infancia, que ya no existe. Sabed que en el corazón de los hombres hay un reino encantado y oscuro, en el cual brillan cristales, rubíes y todas las piedras preciosas de las profundidades con amorosa y estremecedora mirada, y tú no sabes de dónde vienen ni adónde van. La belleza de la vida terrenal se filtra resplandeciendo como en el crepúsculo y las invisibles fuentes, arremolinándose, murmuran melancólicas, todo te arrastra hacia abajo, eternamente hacia abajo.»
-¡Pobre Raimundo! -exclamó el caballero Ubaldo, que había escuchado con profunda emoción al ermitaño, absorto e inmerso en su relato.
-¡Por Dios! ¿Quién sois que conocéis mi nombre? -preguntó el ermitaño levantándose como herido por un rayo.
-Dios mío -respondió el caballero abrazando con afecto al tembloroso ermitaño-. ¿Es que no me reconoces? Yo soy tu viejo y fiel hermano de armas, Ubaldo, y ésta es tu Berta, a la que amabas en secreto y a la que ayudaste a montar a caballo después de la fiesta en el castillo. El tiempo y una vida venturosa han desdibujado nuestro aspecto de entonces. Te he reconocido sólo cuando comenzaste a relatar tu historia. Jamás he estado en un paraje como el que tú describes y nunca he luchado contigo en el acantilado. Inmediatamente después de aquella fiesta salí para Palestina, donde combatí varios años, y, a mi vuelta, la hermosa Berta se convirtió en mi esposa. Ella tampoco te ha visto jamás después de aquella fiesta, y todo lo que has contado es una vana fantasía. Un malvado sortilegio, que despierta cada otoño y desaparece después, te ha tenido, mi pobre Raimundo, encadenado con juegos engañosos durante muchos años. Los días han sido meses para ti. Cuando volví de Tierra Santa nadie supo decirme dónde estabas y todos te creíamos perdido.
A causa de su alegría, Ubaldo no se dio cuenta de que su amigo temblaba cada vez más fuertemente a cada una de sus palabras. Raimundo les miraba a él y a su esposa con ojos extraviados. De repente reconoció a su amigo y a la amada de su juventud, iluminados por la crepitante llama de la chimenea.
-¡Perdido, todo perdido! -exclamó trágicamente. Se separó de los brazos de Ubaldo y huyó velozmente en la noche hacia el bosque.
-Sí, todo está perdido, y mi amor y toda mi vida no son más que una larga ilusión -decía para sí mientras corría, hasta que las luces del castillo de Ubaldo desaparecieron a sus espaldas. Involuntariamente, se había dirigido hacia su propio castillo, al que llegó cuando amanecía.
Había amanecido de nuevo un claro día de otoño, como aquel de muchos años antes, cuando se había marchado del castillo. El recuerdo de aquel tiempo y el dolor por el perdido esplendor de la gloria de su juventud se apoderaron de toda su alma. Los altos tilos del jardín susurraban como antaño, pero la desolación reinaba por todos lados y el viento silbaba a través de los arcos en ruinas.
Entró en el jardín. Estaba desierto y destruido. Sólo algunas flores tardías brillaban acá y allá sobre la hierba amarillenta. Sobre una rama un pájaro cantaba una maravillosa canción que llenaba el corazón de una gran nostalgia.
Era la misma melodía que oyera junto a las ventanas del castillo de Ubaldo. Con terror reconoció también al hermoso y dorado pájaro del bosque encantado. Asomado a una ventana del castillo había un hombre alto, pálido y manchado de sangre. Era la imagen de Ubaldo.
Horrorizado, Raimundo alejó la mirada de esa visión y fijó los ojos en la claridad de la mañana. De repente, vio avanzar por el valle a la hermosa doncella a lomos de un brioso corcel. Estaba en la flor de su juventud. Plateados hilos del verano flotaban a sus espaldas; la gema de su diadema arrojaba desde su frente rayos de verde oro sobre la llanura.
Raimundo, enloquecido, salió del jardín y persiguió a la dulce figura, precedido del extraño canto del pájaro.
A medida que avanzaba, la canción se transformaba en la vieja melodía del cuerno de caza, que en otro tiempo le sedujera.
Mis rizos de oro ondean
Y florece mi joven cuerpo dulcemente,

oyó, como si fuera un eco en la lejanía...

Y los arroyos que en el valle silencioso,
Se alejan susurrantes.

Su castillo, las montañas, y el mundo entero, todo se hundió a sus espaldas.

Y el cálido saludo de amor,
Te ofrece el eco de los cuernos de caza.
¡Dulce amor, ven antes de que callen!

resonó una vez más.
Vencido por la locura, el pobre Raimundo siguió tras la melodía por lo profundo del bosque. Desde entonces nadie lo ha vuelto a ver".


Joseph von Eichendorff